Historia de las epidemias

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Matías Alinovi

Historia de las epidemias Pestes y enfermedades que aterrorizaron (y aterrorizan) al mundo

ESTACIÓN CIENCIA Colección dirigida por Leonardo Moledo


DIRECCIÓN EDITORIAL: Jorge Sigal DIRECCIÓN DE LA COLECCIÓN: Leonardo Moledo EDICIÓN: Juan Manuel Santoro CORRECCIÓN: Alfredo Cortés COORDINACIÓN: Juan Manuel Santoro DIAGRAMACIÓN: Verónica Feinmann ILUSTRACIÓN DE TAPA: Juan Lima (asistencia: Victoria Nemiña) ILUSTRACIONES: Juan Manuel del Mármol PRODUCCIÓN: Néstor Mazzei Derechos exclusivos de la edición en castellano reservados para todo el mundo: © 2009, Matías Alinovi © 2009, Capital Intelectual 1ª edición: 3.000 ejemplares • Impreso en Argentina Capital Intelectual S.A. Francisco Acuña de Figueroa 459 (1180) • Buenos Aires, Argentina Teléfono: (+54 11) 4866-1881 • Telefax: (+54 11) 4861-3172 www.editorialcapin.com.ar • info@capin.com.ar Pedidos en Argentina: pedidos@capin.com.ar Pedidos desde el exterior: exterior@capin.com.ar Queda hecho el depósito que prevé la Ley 11723. Impreso en Argentina. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin permiso escrito del editor.

Alinovi, Matías Historia de las epidemias 1a ed., Buenos Aires, Capital Intelectual, 2009 136 p., 21x15 cm (Estación Ciencia, dirigida por Leonardo Moledo, N° 10) ISBN 978-987-614-186-4 1. Historia de la ciencia. I. Título CDD 909


A Dionisia, AmĂ­lcar, Aurelio. Grecia, Cartago, Roma.



En estos tiempos de gripe aviar y porcina, de dengue, no está de más recordar las epidemias que, de tanto en tanto, eran el azote de la humanidad, que desolaban las regiones, que transformaban pueblos en territorios fantasmales y ciudades en vastos cementerios; quizás la comparación entre aquellas epidemias y su pavorosa siega de vidas con los números actuales nos transmita una cierta sensación de seguridad. Una epidemia, hasta hace muy poco, era un castigo de los dioses de turno: algo invisible, algo mínimo, recorría el mundo de cuerpo en cuerpo, dejando tras su paso solamente cadáveres. Era imposible saber qué era, era inaprensible, pequeño o grande, era la sombra del pecado o el brazo incontenible de la justicia divina; hombres y mujeres se enfrentaban a él completamente desarmados. Era uno de los jinetes del Apocalipsis, que atropellaba, pisoteaba cuerpos y sembrados, y no se detenía ante fronteras, murallas, torres o cuarentenas. La historia de la ciencia es, por lo menos en uno de sus capítulos, la historia de la lucha contra esos atropellos. En la oscuridad, tan-

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teando, sin saber bien qué hacían, médicos, científicos, filósofos, trataban de forjar –a veces con genio, a veces con suerte, a veces sin ella– las armas para enfrentarlos. La historia de la ciencia es también la historia del error, que marcha paso a paso, que ciega los caminos inútiles y que finalmente, por cansancio, abre la tierra fértil, la desbroza trabajosamente y la deja pronta para la siembra. ¿Se ha triunfado en la lucha contra las epidemias? En buena medida sí, ya que se identifican rápidamente los agentes causales, y la química nos provee, con bastante rapidez, una artillería adecuada. Pero no han sido controladas –para nada– las causas sociales que permiten que las epidemias se propaguen –y que a veces incluso las provocan–. Esa es una deuda que llevará… ¿Cuánto tiempo llevará conseguir un mundo mínimamente justo? Era el Juicio Final, era el azote de Dios, era la peste que brutal navegaba hacia el oeste, como un mar de cenizas humeantes y dejaba a su paso muelles secos, ciudades desiertas, pueblos devastados. En los campos se pudrían los arados, y el trigo no creció: los flagelantes se azotaron a través de los caminos buscando el perdón de sus pecados, clamando salvación: Europa se llenó de peregrinos. Muerte, bubones, cuarentena, tumba, cadáver, fueron las palabras de moda.

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Cada ermita, cada altar, cada reliquia, fue adorada muchas veces. Siempre en vano. Pero no era la furia divina, era un pequeĂąo roedor, y una bacteria navegando en su sangre diminuta. Leonardo Moledo

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Introducción

La bitácora multitudinaria Desde el principio, el cronista de las epidemias obedece a una intuición que lo desplaza de su subjetividad. No entiende lo que ve, y quizás ni siquiera sobreviva a lo que relata, pero se intuye testigo de unas calamidades cuya explicación, cuyo remedio, llegará en la lectura corrida de una historia de las epidemias que recogerá su testimonio. Fatalmente, sin embargo, describe desde su subjetividad, arriesgando explicaciones improcedentes, pero intentando al mismo tiempo registrar con impasibilidad de cronista los hechos relevantes –y él no sabe cuáles son– que vendrán a informar aquella historia, los hechos que permitirán a futuros hermeneutas, a ulteriores intérpretes de su texto, encontrar, si no un sentido, sí una explicación racional de las causas. El cronista de las epidemias escribe lo que ve sin entender, para que otros entiendan sin ver. Como las batallas, las epidemias viven en la crónica, en esa bitácora multitudinaria que constituye un género. Muertos sus protagonistas, su sola fuente histórica es el texto. Las epidemias son

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eventos puros, sus vestigios son inexistentes o mudos –una alteración inexplicable en la distribución de los barrios de una ciudad, una bomba de agua inútil en el centro de Londres, las marcas en el bronce de una estatua, los dientes agujereados de los muertos–, incomprensibles sin la crónica que los ordena. Pero la crónica histórica de las epidemias es, a su vez, la acumulación, a través de las generaciones, de indicios también mudos –la mortandad de los animales que presagia la de los hombres, una desconfianza inmemorial en los barcos y los puertos, la imputación del agua y del aire–, de observaciones incoherentes que acabarán informando el relato que venga a ordenarlas, a dotarlas de sentido, sin el cual serían incomprensibles: el relato normativo de la enfermedad. En cierta medida este libro es una prehistoria terapéutica de las epidemias. O mejor, una prehistoria parcial de la epidemiología analítica. Un relato de algunos de los desconcertados sucesos que condujeron a la teoría del germen, a la idea de que a cada enfermedad infecciosa correspondía un agente causal microscópico responsable del contagio. Un examen fragmentario de las crónicas dispares que inadvertidamente prepararon esa revolución científica. Crónicas anteriores al microscopio, a la posibilidad de ver, que acabó con las laboriosas explicaciones de la teoría miasmática, como el telescopio acabó con las arduas entelequias planetarias anteriores. Nuestro trabajo se ocupa de cuatro enfermedades epidémicas –que quieren ser simbólicas–, desde las primeras noticias sobre la enfermedad hasta el descubrimiento de su agente causal. De la peste, porque una de sus apariciones, la peste negra, tiene el “triste honor de la preeminencia en los fastos necrológicos”, como dice un cronista. De la sífilis, porque es una enfermedad venérea que los europeos creían haber importado de América, y esas dos circunstancias los obligaron a pensar en el contagio, y en la posibilidad de prevenirlo. De la lepra, porque su historia ilustra cuánto de imaginación

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puede haber en una enfermedad. Y del cólera, porque la intervención magistral de un médico inglés en la epidemia de Londres de 1848 condujo a un cambio de paradigma: de la teoría del miasma a la epidemiología estadística. La historia, que es tributaria de sus fuentes, quiere al mismo tiempo ser un movimiento de liberación de aquellas fuentes en las que se origina. Los textos que informan la historia de las epidemias, y que conducen al relato normativo de la enfermedad, a la explícita formulación de una verdad que está en todas las fuentes, y en ninguna, ilustran mejor que ninguna otra crónica histórica ese movimiento liberador.

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La peste

1. Tucídides y la peste de Atenas (430 a.C.) En el Libro II de la Historia de la guerra del Peloponeso leemos que la peste se declaró en Atenas cuando empezaba el segundo año de la guerra contra Esparta. “Se dice que el mal –escribe Tucídides (460 a.C.-¿396 a.C.?)– hizo su aparición en Etiopía […]. Súbitamente se declaró en Atenas y, como hizo sus primeras víctimas en el Pireo, se corrió el rumor de que los peloponenses habían envenenado los pozos”. Después, el cronista ensaya una declaración preliminar: “Que cada uno, sea o no médico, se pronuncie de acuerdo a sus capacidades sobre los orígenes probables de la epidemia; yo me contentaré con describir las características y los síntomas que permitan diagnosticar el mal en caso de que se reproduzca”. Tucídides acaba de inaugurar un género, la crónica de la epidemia, género de la resignación individual y la difusa esperanza colectiva, ulterior. El mejor historiador griego, el que se ha esforzado por esclarecer las causas naturales de los acontecimientos históricos antes que atribuirlos a la intervención de los dioses –la mera fata-

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lidad– está inerme frente a la irrupción de la epidemia, pero se resiste a inventar causas que desconoce. Que lo hagan otros, de acuerdo a sus capacidades, dice. Lo único que él puede hacer es narrar, para que la posteridad interprete. Quienes inventan están solos, pero Tucídides escribe el prefacio de un libro multitudinario. Con prolijidad registra entonces los síntomas: “violentos calores en la cabeza; los ojos se enrojecían y se hinchaban; dentro, la faringe y la lengua se tornaban sanguinolentas, la respiración irregular, el aliento fétido [...]. Cuando el mal atacaba el estómago, [...] se desencadenaban con agudos sufrimientos todas las clases de evacuación de bilis a las que los médicos han dado nombre”. Sobre la piel enrojecida aparecían úlceras y “el cuerpo quemaba tanto que no soportaba el contacto de los vestidos […]. Los enfermos permanecían desnudos y estaban tentados de arrojarse al agua fría; es lo que a muchos les ocurrió, por falta de vigilancia; presas de una sed inextinguible, se precipitaban en los pozos […]. La mayor parte moría al cabo de siete o nueve días, consumidos por el fuego interior”. Después, Tucídides admite en su relato lo que en el futuro será una exigencia del género: el cuadro moral. “Lo más terrible era el desaliento que se apoderaba de todos con los primeros ataques: inmediatamente los enfermos perdían toda esperanza y, lejos de resistir, se abandonaban enteramente. Se contaminaban al auxiliarse recíprocamente y morían como rebaños. Es lo que provocó más víctimas. Aquellos que por temor evitaban todo contacto con los enfermos morían en el abandono: así se vaciaron muchas casas. Pero quienes se acercaban a los enfermos morían igualmente, sobre todo aquellos que presumían de coraje: movidos por el sentimiento del honor desatendían toda precaución”. Y al cuadro del desempeño moral de unos y otros, sigue la evocación del problema clásico de la sepultura. En la peste de Atenas, el éxodo inverso de los habitantes del campo hacia la ciudad, agravó la situación. “Los cadáveres se amontonaban unos sobre otros […]. Todas

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las costumbres hasta entonces en vigor para las sepulturas fueron trastornadas. Se inhumaba como se podía. Muchos arrojaban sus muertos sobre los cadáveres de cualquier hoguera encendida y huían. La violencia del mal hacía perder el respeto de lo divino y venerable”. Finalmente, también el cronista cede a la resignación. “Toda ciencia humana era ineficaz; en vano se multiplicaban las súplicas en los templos; en vano se recurría a los oráculos o a prácticas semejantes; todo era inútil; finalmente renunciamos a todo, vencidos por la plaga.” Lo cierto es que a través de su método –si la voluntad de atenerse a la narración constituye un método– Tucídides alcanza en su crónica las primeras intuiciones que vendrán a informar la crónica histórica de la epidemia. Registrar el rumor de que los partidarios de la Liga del Peloponeso habían envenenado los pozos del Pireo es intuir o evocar la posibilidad de que la enfermedad fuera transmitida por el agua. Referir las actitudes de unos y otros frente al contagio y notar que los más compasivos eran aquellos que habían escapado a la enfermedad, porque conociendo el mal, se sentían seguros, es evocar la posibilidad de la inmunización a través de la enfermedad. “En efecto, las recaídas no eran mortales. Envidiados por los otros en el exceso de su buena fortuna presente, se dejaban acunar por la esperanza de escapar a toda enfermedad futura.” Se dejaban acunar por la esperanza de estar vacunados. Pero lo curioso es que la actitud clarividente de Tucídides hace de su relato un documento extraordinariamente diáfano que permite entender, entre otras cosas, que la enfermedad epidémica que describe no es la peste.

2. Hipócrates y la peste de Atenas En materia médica Tucídides, un historiador, procede a partir de Hipócrates (460 a.C.-370 a.C.), el médico más grande de la Antigüedad.

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Sobre Hipócrates, autor de una obra colosal, casi no existen datos biográficos incontestables. Por Platón, que lo cita en sus diálogos, sabemos que nació en la isla de Cos. Que descendía del dios Esculapio y que era médico –dos formas de decir lo mismo–. Que enseñaba su arte por dinero. Que Platón, algo mayor que él, lo estimaba, y que todavía era joven cuando su reputación alcanzó los jardines de la Academia. Pero desde la Antigüedad los biógrafos adornaron los episodios de su vida con el prestigio de lo maravilloso. Y su actuación en la peste de Atenas es un cuadro posterior, que procede de la imaginación de aquellos biógrafos visionarios, y de su voluntad de mostrarlo como un patriota. Dicen los biógrafos que Artajerjes, rey de Persia, enemigo de la Liga de Delos –la Confederación de las ciudades-estado de la Antigua Grecia comandada por Atenas para defenderse, justamente, de los persas–, convocó a Hipócrates, junto a otros reyes bárbaros, ante la epidemia de peste que castigaba la Iliria. Pero Hipócrates, al conocer a través de los embajadores la dirección de los vientos que soplaban en aquellos países, entendió que la peste atacaría Grecia y se negó a partir. Atravesó entonces las antiguas regiones griegas de Tesalia, Fócida y Beocia, conteniendo a su paso la enfermedad. Y llegó a Atenas, donde la conjuró definitivamente. ¿Y cómo logró detener la peste? Haciendo encender grandes fuegos en toda la ciudad y mandando que se colgaran coronas de flores aromáticas. ¿Y cómo había ideado aquel remedio? Hipócrates había observado que los herreros, y todos aquellos que trabajaban con el fuego, estaban libres de la enfermedad. Concluyó entonces que había que purificar el aire de la ciudad por el fuego. Mandó juntar grandes montones de leña y encenderlos. Al purificarse el aire, la enfermedad cesó, y los atenienses elevaron al médico a una estatua de hierro con la siguiente inscripción: “A Hipócrates, nuestro salvador y nuestro benefactor”.

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Aunque el cuadro es falso, tiene este valor: no es arbitrario. La prescripción de Hipócrates surge de una observación, y lo que debe importarnos es que con esa observación, el aire, como antes el agua, ha quedado incriminado: purificando el aire se acaba la epidemia. Esa convicción es el germen de la primera teoría sobre las enfermedades epidémicas. Pero el episodio es indudablemente apócrifo, porque si Hipócrates hubiera actuado durante la peste, Tucídides no habría dejado de registrarlo en su crónica. Lo que afirma Tucídides, por el contrario, es que todos los medios del arte fueron impotentes, y que los médicos se contaron entre las primeras víctimas. Ahora bien, dijimos que Tucídides procede a partir de Hipócrates. Eso quiere decir dos cosas. Por un lado, que procede de acuerdo a su filosofía. Hipócrates no sólo era médico, sino también filósofo. Escribió contra la creencia vulgar que atribuía un carácter divino a las enfermedades y preconizó la necesidad de interrogar al enfermo. En su tratado De los aires, aguas y lugares dejó escrito que el médico, al llegar a una ciudad, debía recoger todos los datos que pudieran iluminarlo sobre la naturaleza y el tratamiento de las enfermedades que se presentaran a su observación. Es decir, Hipócrates desarrolló un sistema filosófico racional, basado en la observación y la experiencia, que aplicó luego al estudio de las enfermedades. Y el historiador Tucídides procede a partir de la filosofía del médico Hipócrates: si Hipócrates había establecido que se debía interrogar al enfermo para deducir racionalmente las causas de su mal, Tucídides interrogará la historia, le hará contar todos sus males para, eventualmente, deducir racionalmente las causas de su enfermedad. La crónica que ensaya Tucídides es una historia clínica reservada a médicos futuros. Por otro lado, que Tucídides procede a partir de Hipócrates quiere decir que en la descripción que hace de la epidemia de Atenas recurre al vocabulario hipocrático, emplea los términos utilizados por la ciencia médica contemporánea. Ahora bien, a ese vocabulario lo caracteriza la

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precisión, y por eso es lícito comparar los síntomas de la enfermedad que atacó a los atenienses con los de las enfermedades actuales. Y lo curioso es que al relato fiable y preciso de Tucídides le falta lo esencial en una peste: los bubones. Sin bubones no hay peste bubónica.

3. La peste apócrifa ¿Qué enfermedad fue entonces la que decidió la suerte de la guerra del Peloponeso? Si al intentar establecer una identificación debemos ceñirnos a los síntomas observados por Tucídides, sin menospreciar ninguno y sin pensar tampoco en olvidos del historiador, hay que creer que los fenómenos que Tucídides pudo haber observado y no observó, no ocurrieron. Uno podría, sin embargo, imaginar que en su crónica el historiador acentuó la importancia de síntomas menores mientras menospreciaba algún síntoma esencial. O que con el paso del tiempo la sintomatología de la enfermedad se modificó. Por esas razones, y por otras más, la identificación definitiva de la enfermedad no es fácil. Durante el siglo XX los epidemiólogos propusieron y discutieron distintas hipótesis. En un artículo de 1938, La pretendida peste de Tucídides, B. von Hagen sostiene que la de Atenas pudo haber sido una epidemia de viruela. Famosamente, el investigador viajó a Nápoles para examinar el busto de Tucídides –en su crónica, Tucídides dice haberse contagiado y curado de la enfermedad– con la esperanza de hallar en el rostro de la estatua lo que quizás faltaba en el texto: las marcas de la viruela. Pero las evidencias no fueron concluyentes. El sarampión o el tifus epidémico exantemático también tuvieron sus partidarios. Y hubo quienes propusieron una epidemia más compleja, combinación de ambas enfermedades. Hoy, a partir de una investigación del año 2006, la hipótesis más aceptada es la de que se trató de una epidemia de fiebre tifoidea. Investigadores de la Universidad de Atenas extrajeron muestras

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de ADN de unos dientes humanos descubiertos en una antigua fosa común del cementerio de Kerameikos, en Atenas, e identificaron secuencias de ADN similares a las del organismo que produce la fiebre tifoidea. La fiebre tifoidea es transmitida por los alimentos o el agua contaminados. Lo que certifica la pertinencia de aquella observación sobre los pozos envenenados del Pireo. Descartada la peste bubónica en Atenas, podemos preguntarnos ahora: ¿y qué son los bubones?

4. Rufo de Éfeso y la primera mención de los bubones Si de la vida de Hipócrates sabemos poco, de la de Rufo de Éfeso, médico celebrado en la Antigüedad, ignoramos casi todo. Habría vivido en tiempos del emperador Trajano, entre el primer y el segundo siglo de nuestra era. Ciertos pasajes de su obra y un comentario de Galeno lo muestran como partidario de la prescripción razonada inaugurada por Hipócrates. Hasta el siglo XVIII las dos medicinas tradicionales, la griega y la árabe, son esencialmente compilatorias. Toda nueva obra es el registro minucioso de lo ya escrito, de lo ya observado. La medicina es la acumulación de indicios que acabarán induciendo el relato que los ordena, que les da sentido. Galeno de Pérgamo, del siglo II; Oribasio de Pérgamo, del siglo IV; Aetius de Amida, del siglo VI; Pablo de Egina, del siglo VII; Al-Razi, que nació en Irán, en el siglo IX; Ibn al-Baytar, que nació en Málaga a finales del siglo XII... todos los médicos griegos y árabes son grandes compiladores, y la obra de Rufo, fragmentada, perduró gracias a ellos. Oribasio, médico personal del emperador romano de Occidente Juliano el Apóstata (332-363), ensayó una recopilación en setenta libros del saber médico de su época con extractos textuales de los treinta y un médicos griegos más renombrados, entre ellos Rufo y Galeno; Aetius, médico personal de Justiniano (483-565), empera-

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dor romano de Oriente, redactó el Tetrabiblión, dieciséis libros que compendiaban el saber médico heredado de Galeno; Pablo de Egina redactó una enciclopedia médica en siete volúmenes que nueve siglos más tarde seguía reeditándose como manual de estudio de las facultades de medicina italianas; Al-Razi compuso una vasta compilación de las medicinas griega, siria, árabe e india, a la que llamó Kitab al-hawi, El continente, o El libro exhaustivo. De la obra de Rufo recordaremos apenas dos pasajes. El primero es recogido por Aetius, y prueba que la influencia racional de Hipócrates había llegado a Éfeso. Rufo explica que aunque los accidentes más terribles puedan ocurrir durante la peste, la enfermedad, como cualquier otra, no tiene nada de divino, es decir, de inescrutable. Y después agrega, como para ilustrar quizás la naturaleza inteligible del mal, que la inminencia de la peste se reconoce por una mortandad inopinada de los animales. El segundo pasaje se encuentra en Oribasio y dice: “Bubón (ordinario) del cuello, de las axilas o de los muslos, con o sin fiebre. Bubón pestilente a menudo mortal, propio de Libia, Egipto y Siria. Es a menudo la consecuencia de una afección de las partes genitales”.

5. Galeno y la peste antonina (166) Al final de la dinastía antonina, durante los reinados de Marco Aurelio y de su hijo Cómodo, entre el 165 y el 190, una epidemia pestilencial atacó el Imperio Romano. Comenzó cuando terminaba la guerra que Lucio Vero condujo contra los Partos. Algún historiador romano registra un origen fantástico: durante el saqueo de un templo en Babilonia, un soldado habría abierto un cofre de oro del que surgió un vapor pestilencial. Desde allí la peste se extendió al mundo entero, o al Imperio. La peste acompañó a Lucio Vero de provincia en provincia cuando regresó de Oriente. Las tropas la trajeron a Roma, donde hizo innu-

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merables víctimas; en el resto de Italia despobló las ciudades y arruinó el campo. De la península pasó a las Galias y desoló todas las provincias del vasto Imperio. Galeno, médico tan ilustre como Hipócrates, estaba en Roma cuando se declaró la peste y tomó el partido de la huida. Se escapó a Pérgamo, donde había nacido. En realidad, la partida respondía a una decisión anterior a la irrupción de la peste, independiente de la enfermedad. Era la hostilidad creciente de sus detractores, intrigantes de palacio, que lo impulsaba a abandonar Roma. Pero partió Galeno y en Roma se declaró la peste, y sus detractores no dejaron de vincular una cosa con la otra. Galeno viajó durante algún tiempo antes de volver a la capital imperial, convocado por Marco Aurelio. La crónica del mal hecha por Galeno, reputada exacta, no permite inferir más que el parecido con la crónica de Tucídides. Como Tucídides, también Galeno se contagió y se curó durante la epidemia. En el peor momento sabemos que en Roma morían unas dos mil personas por día, “a pesar de los buenos olores que los médicos aconsejaban utilizar”, lo que prueba la vigencia, en Roma, de la prescripción de Hipócrates. Pero si la naturaleza de ambas epidemias, la de Atenas y la de Roma en tiempos de Galeno, ha sido discutida, el término peste no debe inducir a error. Ninguna de las dos fueron epidemias de la enfermedad terrible del mismo nombre que mortificó Europa durante la Edad Media. Peste es una traducción de los términos latinos lues o pestis, o incluso del griego λοιµο´ . Se cree que la peste antonina fue una epidemia de viruela.

6. Procopio y la peste justiniana (542) Las crónicas de la epidemia pestilencial que atacó Bizancio en el 542 y que hizo apariciones regulares durante algo más de dos siglos en toda la cuenca del Mediterráneo, son a un tiempo griegas y cristia-

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nas. Lo son porque la prosa de su notorio cronista, Procopio de Cesarea, biógrafo oficial aunque inconstante del emperador Justiniano, alterna entre la concepción fatalista del cristianismo, flamante religión de Estado, y las ideas propias de alguien imbuido de la antigua religión griega. Pero también porque aquella epidemia tuvo un segundo cronista notorio, Grégoire, obispo de Tours. A Procopio, admirador de los prosistas clásicos, nostálgico de un mundo desaparecido, la peste le permitió emular otras crónicas. Diligentemente, copió giros y expresiones, y se inscribió en la tradición del género con una oración copiada de Tucídides, que remedaba su actitud: “Permitamos a cada uno expresar su propio juicio sobre la materia, tanto a los sofistas como a los astrólogos, pero en lo que a mí respecta, procederé a narrar dónde se originó la enfermedad y el modo en que destruyó a los hombres”. En la crónica del obispo Grégoire la peste vino a servir un propósito nuevo, el proselitismo cristiano, la promoción de algunas conductas ejemplares y de la resignación malsana como virtud. En el 542, Procopio de Cesarea es testigo casual de los acontecimientos que relata. Nos dice que la peste había empezado en Egipto, y que “en el segundo año alcanzó Bizancio en mitad de la primavera, donde casualmente me encontraba por entonces”. Con una superstición nueva, que parece un anticipo medieval, explica que la peste había sido anunciada en la ciudad por las “apariciones de seres sobrenaturales bajo aspecto humano […] y quienes se encontraban con estas criaturas intentaban ahuyentarlas pronunciando el más sagrado de los nombres”. La enfermedad comenzaba con una fiebre leve, que sorprendía a la mayoría en sus ocupaciones habituales. “Tan leve que ni el pulso ni el color del paciente daban signo alguno del peligro que se acercaba. Era natural entonces que ninguno de los que habían contraído la enfermedad esperara morir.”

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Pero la levedad de esos síntomas que podían anunciar cualquier enfermedad era engañosa. Procopio se aleja de las crónicas anteriores y no deja dudas sobre la naturaleza de la enfermedad epidémica. A su vez anota: “El mismo día, o el día siguiente, o aun el siguiente, se declaraba la enfermedad por la hinchazón de los ganglios, en particular de los de la ingle, las axilas, y bajo el oído; y cuando estos bubones o tumores eran abiertos, se veía que contenían un carbón o sustancia negra del tamaño de una lenteja. Si una vez hinchados comenzaban a supurar, el paciente estaba salvado por aquella descarga amable y natural del humor mórbido. Pero si continuaba duro y seco, la mortificación seguía rápidamente, y el quinto día era comúnmente el término de su vida”. Procopio acaba de contribuir a la normalización del género, caracterizando la peste bubónica. Todo cronista futuro reconocerá en los bubones, y en aquel carbunclo que parece decidir la suerte de la hinchazón bubónica, la naturaleza de su propia epidemia. La regularidad sintomática que ordena las observaciones es la condición necesaria de la terapéutica. Hay que estudiar los bubones, y así lo entienden los contemporáneos de Procopio: “Algunos médicos, desconcertados porque no comprendían los síntomas y suponiendo que la enfermedad se centraba en las hinchazones bubónicas, decidieron investigar los cuerpos de los muertos. Y al abrir algunas hinchazones, encontraron un extraño tipo de carbunclo que había crecido dentro”. Cuatro meses dura la enfermedad en Bizancio, meses de encierro, de calles desiertas. “Si uno lograba encontrar algún hombre que salía, era porque transportaba un muerto.” La gran mortandad trae los consabidos problemas del entierro. Rápidamente “la cuenta de los muertos alcanzó cinco mil por día, e incluso llegaron a morir diez mil en un solo día y aun más. Al principio cada hombre se ocupaba del entierro de los muertos de su propia casa [...], pero luego la confusión y el desorden fueron totales”. La confusión era tanta que

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“algunos hombres notables de la ciudad [...] estuvieron sin ser enterrados durante varios días”. Ante la enfermedad, las diferencias entre los hombres desaparecen. Las costumbres se trastocan, y “aquellos que en el pasado solían disfrutar de pasatiempos infames y vergonzosos, se sacudían de encima la falta de rectitud de sus vidas diarias y practicaban con diligencia los deberes de la religión, no tanto porque finalmente hubieran aprendido la sabiduría, ni porque se hubieran vuelto repentinos amantes de la virtud, [...] sino que profundamente aterrados por las cosas que ocurrían, y suponiendo que morirían inmediatamente, aprendían, como era natural, el decoro por pura necesidad”. ¿Y cuál es la causa de la epidemia, según Procopio? “Como en el caso de todos los otros azotes enviados por el Cielo, alguna explicación sobre la causa debe ser dada por los hombres osados, tales como las muchas teorías propuestas por aquellos que son hábiles en estas materias; puesto que aman evocar causas que son absolutamente incomprensibles para el hombre, y fabricar teorías estrafalarias de filosofía natural, sabiendo bien que no están diciendo nada sensato, pero considerándolo suficiente para ellos si engañan completamente mediante sus argumentos a algunos de los que encuentran y los persuaden de sus opiniones. Pero para esta calamidad es simplemente imposible expresar en palabras o concebir siquiera mediante el pensamiento explicación alguna, excepto, desde luego, referirla a Dios.”

7. Grégoire de Tours y la peste justiniana Hasta el siglo VIII la epidemia que acaba de comenzar en Bizancio errará por toda la cuenca del Mediterráneo. En su Historia de los francos, Grégoire de Tours, el otro gran cronista de la peste justiniana, explica cómo llegó la peste a Francia: “Un barco que llegó de España

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para comerciar aportó el germen pernicioso de la enfermedad […]. Se decía que Marsella estaba devastada […]. Los ataúdes y las tablas vinieron a faltar, enterrábamos diez cuerpos y aun más en la misma fosa […]. Un domingo, en la basílica de San Pedro, contamos trescientos cadáveres. La muerte era súbita. Nacía en la ingle o en la axila una úlcera semejante a la que produce la mordedura de una serpiente y el veneno actuaba de modo tal sobre los enfermos que al segundo o tercer día, entregaban el alma”. Después anota los daños que, en su progresión, la enfermedad va haciendo en cada ciudad francesa. La encuentra en Arles en el 549: “La provincia quedó cruelmente despoblada”, y en ClermontFerrand, en el centro de Francia, en el 567: “Un domingo contamos trescientos cadáveres en la Catedral”. En el invierno del 589 la peste entra en Roma y mata al Papa Pelagio II. Por entonces Roma estaba sitiada por los lombardos, y quizás era imposible no ver en la muerte del Papa la manifestación de la venganza o de la cólera divina. Se ensayaron algunas supersticiones, pero finalmente se entendió que la limitación de los desplazamientos y el aislamiento eran las mejores trabas al avance de la enfermedad. Los pasajes que Grégoire dedica en su Historia a la enfermedad quieren ser estampas ejemplares de la vida cristiana. Esos cuadros, referidos a hombres de la jerarquía eclesiástica, por momentos hacen pensar en ajustes de cuentas internos entre los miembros de la institución. Como si el mismo cronista los condenara o los salvara por su comportamiento, por su temor ante el contagio. Grégoire dice, por ejemplo, que un sacerdote llamado Catón, mientras todo el mundo huía de la peste, “permaneció constantemente en el país, enterrando a los muertos y haciendo valientemente la plegaria”, mientras que el obispo Cautin, “que corría de un lugar a otro por temor a la peste, volvió a la ciudad, se contagió y murió la víspera del domingo de la

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Pasión”. En la lógica inversa del cronista, se salva quien se expone cristianamente. La resignación malsana del cristianismo de Grégoire no cree necesario combatir la enfermedad; prefiere morir en paz. Entre el 540 y el 767 la peste hizo apariciones regulares en Francia, y en el continente en general, cada nueve o trece años, y luego desapareció sin razón aparente. Europa conocería un largo respiro hasta mediados del siglo XIV.

8. La gran peste (1346) Mortalega grande, pestis atrocissima, la gran peste, la peste negra, anguinalgia, la muerte densa, la muerte negra, la peste de Florencia: el triste honor de la preeminencia en los fastos necrológicos corresponde a la epidemia de peste bubónica que recorrió el mundo en tres años, a partir de 1346, y que mató a un tercio de la población europea. Algunos cronistas medievales afirman que la epidemia se habría originado en Catay, bajo el emperador Chun-ti, quien entregado a los excesos de una perversión indecente habría atraído las mayores desgracias sobre su pueblo. Otros descreen del poder epidemiológico de la indecencia imperial e invocan los movimientos sísmicos que aquel año sacudieron la Tierra desde China hasta el Océano Atlántico, “amenazando con su influencia mortal todo lo que estaba dotado de vida”. Desde China, donde el primer año mató a trece millones de personas, la epidemia se dividió en tres corrientes, trazadas por las rutas del comercio. La septentrional, hacia el Mar Negro. Una segunda hacia la costa meridional del Mar Caspio. Y la más meridional, hacia las costas septentrionales de África. La primera tardó tres meses en llegar al Mar Negro. La segunda, cinco en llegar al Mar Caspio. La tercera llegó en tres meses a El Cairo.

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Las caravanas comerciales de la China llevaron la enfermedad hasta la ciudad de Astracán, a orillas del río Volga, cerca de su desembocadura en el Mar Caspio, donde los barcos recibían las producciones del Oriente para transportarlas a Constantinopla, metrópolis del comercio y centro de unión entre Europa, Asia y África. De allí partían nuevas caravanas hacia todos lados. De Constantinopla pasó a Chipre y asoló toda Grecia. Muchos barcos que viajaban hacia Alejandría perdieron todo su equipaje y navegaron a la deriva. Al final de la primavera de 1347 abandonó Chipre y comenzó a invadir las demás islas del Mediterráneo. En Cerdeña y en Córcega mató a los dos tercios de la población insular. En noviembre de 1346, algunas galeras italianas, que habían abandonado rápidamente los puertos de Siria, desembarcaron unos pocos enfermos en Sicilia. La peste se declaró en la isla. Mesina, Catania, Siracusa, perdieron los dos tercios de su población. De Cerdeña y Córcega cruzó a las provincias orientales de África, donde provocó miles de víctimas, sobre todo en Túnez. De las islas del Mediterráneo pasó a la Italia meridional, que quedó prácticamente desierta, y después envolvió Italia entera “como una mortaja”. Mató cuarenta mil personas en Génova; en Asti se acumularon los cadáveres en las calles porque no había quien los enterrara. En Parma “los enfermos eran abandonados por sus servidores, por los médicos, los curas y los monjes, de modo que los desgraciados apestados morían sin socorro, sin remedios, sin confesión y sin absolución”. Cien mil personas perecieron en Venecia, tres cuartos de la población. La ciudad, “tan orgullosa y magnífica, se encontró perdida y abandonada”. Mató ochenta mil habitantes en Siena. Pero la ciudad en la que su potencia devastadora se elevó al máximo fue Florencia, que invadió a comienzos de la primavera del año 1348.

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9. La peste de Florencia y Giovanni Boccaccio En ese gran texto de la historia de las epidemias que es el prólogo del Decamerón, dice Giovanni Boccaccio que la peste llegó a Florencia “enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra corrección”. Que había comenzado en Oriente y “se había extendido miserablemente a Occidente”. Que no valía contra ella ningún saber ni providencia humana, “como la limpieza de la ciudad de muchas inmundicias, ordenada por los encargados de ello y la prohibición de entrar en ella a todos los enfermos y los muchos consejos dados para conservar la salubridad”, ni valían tampoco las súplicas dirigidas a Dios. La peste, sin embargo, no era como en Oriente, “donde a quien le salía sangre de la nariz le era manifiesto signo de muerte inevitable, sino que en su comienzo les nacían a los varones y a las hembras, indistintamente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo, y algunas más y algunas menos, que eran llamadas bubas [gavoccioli, en italiano] por el pueblo”. Inesperadamente, la enfermedad que todos reconocen como peste bubónica trae nuevos síntomas, como las “manchas negras o lívidas que aparecían a muchos en los brazos y por los muslos y en cualquier parte del cuerpo, a unos grandes y raras y a otros menudas y abundantes […]. Y así como la buba había sido y seguía siendo indicio definitivo de muerte futura, lo mismo eran las manchas a quienes les sobrevenían”. Como la causa del mal era desconocida, explica Boccaccio, no había remedio contra la enfermedad, y así “casi todos antes del tercer día de la aparición de las señales antes dichas, quien antes, quien después, y la mayoría sin alguna fiebre u otro accidente, morían”. El relato de Boccaccio presenta elementos nuevos en la crónica de la epidemia. Una incipiente precisión sintomática, una voluntad comparativa –los bubones y las manchas negras del ataque en Occidente, y la nariz que sangra en Oriente– y una incipiente profilaxis,

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la idea de que la suciedad puede tener que ver con el mal. Pero lo que caracterizará la crónica de Boccaccio, lo veremos, es la posibilidad, evocada por primera vez, de sustraerse –ya que no de curarse– a la enfermedad que hasta entonces parece perfectamente ubicua; la posibilidad de pasar del sufrimiento al placer, que se origina en las diferencias de clase. Ese pasaje se refleja en la forma misma de la obra: Boccaccio narra en el prólogo los estragos de la peste como si pagara un tributo a la enfermedad, para pasar, sin solución de continuidad, a la ficción, a lo que verdaderamente importa. Y la ficción, en Boccaccio, es perfectamente opuesta a la realidad. En la ficción, siete mujeres jóvenes, discretas todas, de sangre noble y hermosas de figura, y adornadas con ropas y honestidad gallarda, se encuentran en la iglesia de Santa María Novella, en la que “el número de los frailes casi ha llegado a cero”, y después de preguntarse “¿Qué hacemos aquí nosotras?, ¿qué esperamos?, ¿qué soñamos?”, deciden que lo mejor sería que “honestamente fuésemos a estar en nuestras villas campestres (en que todas abundamos) y allí aquella fiesta, aquella alegría y aquel placer que pudiésemos sin traspasar en ningún punto el límite de lo razonable, lo tomásemos”. En la realidad –en el prólogo–, Boccaccio ha opinado, quizás sin sentirlo verdaderamente, que la actitud más cruel era la de los que abandonaban a los enfermos, “como si la ira de Dios no fuese a seguirlos para castigar la iniquidad de los hombres con aquella peste y solamente fuese a oprimir a aquellos que se encontrasen dentro de los muros de su ciudad”; ahora, por boca de su personaje, dice: “Recordad que no desdice de nosotras irnos honestamente cuando gran parte de los otros deshonestamente se quedan”. Boccaccio, o su personaje, no sólo opina que irse no es indigno, sino que uno puede quedarse deshonestamente en la peste. ¿Dónde quedó la resignación como virtud de las estampas abnegadas de Grégoire?

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Sin duda esos pasajes transmiten una cierta profilaxis moral. Lo que verdaderamente parece volver inmunes a los personajes de Boccaccio es su condición. La crónica de Boccaccio es también una crónica de la diferencia. La peste negra es la primera epidemia no igualitaria. Si hasta aquí todos los cronistas acuerdan que ante la enfermedad todos son iguales –todos están igualmente expuestos– con la peste negra esa opinión cambiará. Ya en China, donde aparentemente nace la epidemia, se tiene conciencia de que los palacios de los príncipes son menos accesibles a las enfermedades contagiosas que las viviendas de la multitud. La epidemia desciende sobre el pueblo, pero en los altos palacios la nobleza es inmune. Volvamos al prólogo del Decamerón, al cuadro moral. Había quienes “vivían separados de todos los demás recogiéndose y encerrándose en aquellas casas donde no hubiera ningún enfermo y pudiera vivirse mejor, disfrutando con gran templanza de comidas delicadísimas y de óptimos vinos y huyendo de todo exceso”. Pero otros, “inclinados a la opinión contraria, afirmaban que la medicina ciertísima para tanto mal era el beber mucho y el gozar y andar cantando de paseo y divirtiéndose y satisfacer el apetito con todo aquello que se pudiese, y reírse y burlarse de todo lo que sucediese […]. Todo lo cual podían hacer fácilmente porque todo el mundo, como quien no va a seguir viviendo, había abandonado sus cosas [...] y las más de las casas se habían hecho comunes y así las usaba el extraño, si se le ocurría, como las habría usado el propio dueño”. La prescripción de Hipócrates sigue vigente, porque también estaban los que salían a pasear “llevando en las manos flores, hierbas odoríferas o diversas clases de especias, que se llevaban a la nariz con frecuencia por estimar que era óptima cosa confortar el cerebro con tales olores contra el aire impregnado del hedor de los cuerpos muertos y cargado y hediondo por la enfermedad y las medicinas”.

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La peste rompe todo vínculo familiar, social, legal; altera todas las costumbres; a quienes enfermaban, todos los abandonaban, aun los padres a los hijos, y a esos no les quedaba otro auxilio más que “la avaricia de los criados que servían por gruesos salarios y abusivos contratos”. La peste distingue la suerte de las clases, acentúa las diferencias. Boccaccio se queja porque la servidumbre ya casi no sirve “para otra cosa que para llevar a los enfermos algunas cosas que pidiesen o mirarlos cuando morían […]. Eran muchos los que de esta vida pasaban a la otra sin testigos […]. Y eran raros aquellos cuerpos que fuesen acompañados a la iglesia por más de diez o doce de sus vecinos; a los cuales no llevaban sobre los hombros los honrados y amados ciudadanos, sino una especie de sepultureros salidos de la gente baja que se hacían llamar faquines [becchini, en italiano] y hacían este servicio a sueldo poniéndose debajo del ataúd y llevándolo con presurosos pasos, no a aquella iglesia que hubiese antes de la muerte dispuesto, sino a la más cercana [...] detrás de cuatro o seis clérigos con pocas luces y a veces sin ninguna”. Después recuerda que “de la gente baja”, que no abandonaba sus casas, “enfermaban de a millares por día [...] y morían todos”. Los cuerpos se acumulaban delante de las casas. “Tampoco fue un solo ataúd el que se llevó juntas a dos o tres personas; ni sucedió una vez sola sino que se habrían podido contar bastantes de los que la mujer y el marido, los dos o tres hermanos, o el padre y el hijo, o así sucesivamente, contuvieron. Y muchas veces sucedió que, andando dos curas con una cruz a por alguno, se pusieron tres o cuatro ataúdes, llevados por acarreadores, detrás de ella; y donde los curas creían tener un muerto para sepultar, tenían seis u ocho, o tal vez más.” Y no habiendo más lugar en los cementerios ni en las iglesias, se hacían “fosas grandísimas en las que se ponían a centenares [...] como se ponen las mercancías en las naves en capas apretadas”. Y en el campo circundante, donde las cosechas esta-

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ban abandonadas y los animales sueltos, los campesinos “no como hombres sino como bestias morían”. Las primeras pestes, las griegas, son igualitarias, dentro de la desigualdad esencialmente binaria de la sociedad griega: todos los ciudadanos mueren por igual. Con la peste justiniana, y sus dos cronistas, pero sobre todo con Grégoire de Tours, aparece una distinción: aunque mata a todos por igual, a algunos la peste, o su actuación en la peste, les permitirá salvarse, en el más allá. En un tercer momento, en Boccaccio, ha ocurrido la división: no todos mueren por igual.

10. Peste negra y fanatismo La peste despertó el fanatismo, que asumió dos formas distintas, una hacia el flagelo personal, y otra hacia el sacrificio de los otros: en el norte de Europa, en Alemania, y en Francia, apareció la orden de los flagelantes, y en Europa toda, las matanzas de judíos. En Alemania se vivió un sombrío acceso de misticismo. Poblaciones enteras partieron sin rumbo preciso, “como empujados por el viento de la cólera divina”, semidesnudos, con cruces rojas marcadas sobre el cuerpo, castigándose con flagelos armados de puntas de hierro, entonando “cánticos que no se habían escuchado nunca”. Se detenían una noche y un día en cada ciudad, y la expiación voluntaria duraba treinta y tres días y medio. Se hacían llamar los hermanos de la Cruz, y su perdición temporal fue haber publicado que sus peregrinaciones debían continuar durante treinta y cuatro años. La jerarquía eclesiástica temió la organización de una liga permanente que desafiara su poder, y el Papa Clemente VI (el papado estaba entonces en Avignon) lanzó una bula en su contra, el 20 de octubre de 1349. Sin duda, las procesiones de la cofradía de los flagelantes contribuyeron ampliamente a la diseminación de la peste.

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Más horribles fueron las matanzas de judíos. La persecución es un hecho típico de toda epidemia. El pueblo atribuye la mortalidad a algún veneno y exige que se le entregue a aquellos de quienes sospecha han sido los envenenadores. En el siglo XIV la sospecha recayó sobre los judíos, que vivían “como extranjeros en medio de los cristianos”. En todos lados se sospechó que habían envenenado el aire y las fuentes. Y entonces, o se los entregaba a la turba desenfrenada, o eran condenados por jueces sanguinarios que, con todas las formas exteriores de la legalidad, los hacían quemar vivos. Una bula del Papa Clemente VI, anterior a la de los flagelantes, del 26 de septiembre de 1348, intentó moderar el fanatismo, estableciendo que la plaga era una “pestilencia con que Dios afligía al pueblo cristiano”. Pero la persecución sistemática comenzó en septiembre de 1348 en el castillo de Chillon, sobre el lago Leman, en Suiza, donde bajo tortura los judíos confesaron –es un modo de decir– que recibían el veneno en polvo, por barco, desde Toledo, junto a órdenes secretas para acabar con los cristianos... Ya nada se pudo hacer por impedir la matanza. En Berna, en Basilea, en Friburgo, en Estrasburgo se quemaron vivos unos dos mil judíos, en vastas hogueras públicas. En Maguncia quemaron unos doce mil. En enero de 1348 la peste entró en Avignon y mató mil ochocientas personas en los tres primeros días. El Papa Clemente VI se acordó de Roma y de Pelagio II, y ordenó que nadie se le acercase. Hizo encender grandes fuegos en su palacio que purificaran el aire, y compró un vasto campo para utilizarlo como cementerio. Cuando la capacidad se colmó, bendijo el Ródano, a cuyas aguas fueron arrojados los cadáveres. La peste atravesó toda Francia. En agosto llegó a París, y en nueve meses mató a unas ochenta mil personas. Increíblemente Bélgica escapó a la plaga. En Holanda hizo una corta aparición. La

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peste siguió por Bohemia, Hungría y llegó a Polonia los últimos días del mes de enero de 1349. Entró en Rusia y desoló Moscú. Cuando las tropas inglesas sitiadas en Calais por el rey de Francia cruzaron el Canal de la Mancha, llevaron con ellas la plaga. El 1º de agosto de 1348 se declaró en las ciudades costeras de la isla y el 1º de noviembre la enfermedad estaba en Londres. La peste invadió toda la isla. Sólo la décima parte de los ingleses escapó a la muerte. Los muertos fueron enterrados en fosas comunes en las que se disponía una capa de cadáveres, otra de tierra, y otra de cadáveres. Por barcos que perdían toda su tripulación en alta mar, pasó a Noruega y mató a los dos tercios de la población. En 1349 llegó a Dinamarca y a Suecia, pasó a Islandia, donde mató prácticamente a toda la población, y siguió a Groenlandia, que fue su última víctima. Los hielos polares fueron para la peste la última barrera; y el grado setenta de latitud, una línea infranqueable. Al menos la tercera parte de la población europea había muerto. Vale decir que, considerando que en el siglo XIV Europa contaba unos ciento diez millones de habitantes, la peste negra habría matado unos treinta y siete millones de europeos, además de trece millones de chinos y veinticuatro millones de asiáticos, en general, y de africanos. Una cota inferior para la cantidad de muertos: setenta y cuatro millones de personas. Casi todas las fuentes hablan de cien millones de muertos.

11. El ciclo etiológico de la peste Hay un ciclo en la etiología de la peste que se inicia en el siglo V a.C. con Tucídides, quien admite sólo explicaciones naturales para la epidemia, reconoce no saber a qué atribuir la plaga y escribe para que otros interpreten. Ese ciclo se completará en el siglo XIX, cuando se vuelva a admitir la ignorancia sobre las causas de las epidemias de peste. La posición de Tucídides, adoptada por los primeros cronis-

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tas, va estragándose paulatinamente con el cansancio de las sucesivas epidemias y con la aparición del cristianismo. De modo que los cronistas posteriores irán progresivamente llevando al primer rango, como causa, la intervención divina. Si la causa de una epidemia es la ira de Dios, entonces no hay manera de librarse de la enfermedad. Esa concepción está de acuerdo con la teoría miasmática de la enfermedad: todos se contagian porque el mal está en el aire. Ahora bien, una vez que uno tiene una teoría, digamos así, operativa, de la ira divina –una vez que someramente describe cómo opera, qué mecanismos utiliza, cómo se materializa en la Tierra esa ira; en este caso, a través de los miasmas– aparecen naturalmente las excepciones y, también naturalmente, la idea de dar cuenta de esas excepciones –si la enfermedad está en el aire, ¿por qué no contagia a absolutamente todos?–. El análisis de esas excepciones conduce, en último término, a afinar una teoría del contagio. La teoría miasmática, que sólo quiere dar cuenta de la ira divina, inaugura un proceso necesariamente herético. Stricto sensu, toda teoría, por inocua que sea, es herética, porque pretende la inteligencia de mecanismos quizás inescrutables. En ese sentido, una teoría equivocada puede ser mejor que ninguna; aunque no siempre. Con la peste negra, en el siglo XIV, se impone una segunda creencia de la época, además de la del castigo divino: todo evento importante, y en particular la epidemia, sufre la influencia de determinadas conjunciones planetarias. Es un principio de explicación racional, aunque definitivamente influido por las supersticiones y esencialmente fantástico. Pero equivale a haber acercado un poco el cielo: quizás no sea Dios el que envía la calamidad, sino los astros. Las facultades de medicina, los escritores más distinguidos de la época, los hombres eminentes acreditaron esa opinión y la propagaron en sus libros y en sus cátedras.

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Adrien Philippe, historiador de la peste negra, escribía en 1853 que si les hubiéramos preguntado a los sabios del siglo XIV cuál era la causa de la peste, habrían respondido sin dudar: una particular influencia planetaria. Y agrega que el gran progreso respecto de aquellos tiempos es que a mediados del siglo XIX, cuando él escribe, los sabios responderían que la cuestión es completamente oscura y que no se puede dar ninguna explicación al respecto. Concluye: “Saber que se ignora es eliminar todas las falsas ciencias que trastornan la inteligencia humana”. Veinticuatro siglos transcurrieron antes de que los cronistas volviesen a admitir su ignorancia sobre las causas de la peste. Pero lo cierto es que la doctrina que establece que las influencias telúricas, siderales y metereológicas, actuando simultáneamente y de una manera compleja, pueden ser consideradas como la fuente de las grandes epidemias, tuvo una larga influencia. No hay cronista, desde la antigua Grecia hasta el siglo XIX, que al referirse a las calamidades que anunciaron o prepararon la epidemia, no mencione el terremoto. Y es comprensible, porque si la otra causa de la peste es el aire pestilente que surge de las entrañas de la tierra, de acuerdo a la teoría miasmática de la enfermedad, la tierra debe abrirse para dejarlo salir.

12. La teoría miasmática de la enfermedad La teoría miasmática de la enfermedad es la creencia de que el mal, o la causa del mal, es un aire maligno, el miasma, que surge de las entrañas de la tierra y viaja, contagiando la enfermedad a quien lo respire. A ella debemos las máscaras terribles, de cuervos oníricos, de los médicos del siglo XVII, las prescripciones sobre las coronas florales y los aromas en general, pero también el hecho de que no existieran cuarentenas, o cordones sanitarios mientras prevaleció

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esta teoría. La enfermedad se contrae respirando el aire envenenado, y el aire es esencialmente imparable. El mismo Philippe ensaya una explicación, dentro de la lógica de la teoría miasmática, para el hecho de que no todo el mundo se contagiara a pesar de respirar el mismo aire. Admitía que todos respiraban por igual el miasma, y que en ese sentido estaban preparados para que la enfermedad se les activara en el cuerpo, pero que para que eso ocurriera necesitaban respirar el aire exhalado por un enfermo, que activara el miasma ya respirado por el hombre sano, ocasionando la enfermedad. De acuerdo a la versión más afinada de la teoría del miasma, entonces, la enfermedad estaba en el aire, pero debía ser activada en cada organismo. Los miasmas surgían de la Tierra, liberados por los terremotos, o se originaban en lugares particularmente pestilentes de la superficie, como los pantanos y las ciénagas. Los terremotos se debían a particulares influencias planetarias. En ningún otro texto, quizá, se presenta mejor la conjunción de ambas teorías –la de la influencia de los astros y la teoría miasmática– que en la respuesta que publicó la Facultad de Medicina de París a una consulta del rey Felipe IV de Francia (1268-1314) sobre los medios profilácticos que podrían oponerse a la peste negra. El preámbulo del informe presentado al rey comienza diciendo que “después de haber discutido largamente y deliberado maduramente sobre la presente mortalidad, después de haber consultado las obras de los antiguos sabios en medicina, hemos explicado la causa de esta peste tan claramente como nos ha sido posible, con la ayuda de las reglas de la astrología y los principios de la ciencia natural, tal como sigue […]. Es indudable que en India, sobre el océano [...], ciertas constelaciones amenazadoras, los rayos del sol y los fuegos celestes ejercieron su poder sobre las aguas del mar [...] y que de esa lucha nacieron espesos vapores que oscurecieron el sol y

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cambiaron la luz en tinieblas [...]. Los vapores han envuelto varias partes del globo de una bruma espesa [...] pero en nuestra opinión las constelaciones, con la ayuda de la naturaleza, se esforzarán por preservar la especie humana; los rayos del sol atravesarán esos vapores pestilentes y reconfortarán a los hombres con su calor saludable; del 10 al 17 de julio, esos vapores se reducirán en una lluvia maligna e infecta, y entonces el aire se saneará. En fin, cuando el trueno anuncie que la lluvia se acerca, que todo el mundo se cuide del aire exterior antes y después de la tormenta; que se enciendan grandes fuegos de sarmientos de viña, de laurel verde y demás maderas secas; que se arrojen a las llamas incienso y camomila; que los fuegos se enciendan en las plazas públicas [...]. Hay que evitar la variedad de los manjares [...]. No se comerán aves que vivan en el aire o en las aguas, ni cerdo fresco, ni vaca vieja, ni oveja, ni carne grasosa [...]. Se utilizarán especias tales como la pimienta en polvo, el jengibre y los clavos de olor [...]. No es sano dormir de día [...]. Durante el almuerzo se beberá poco y de noche todo el mundo deberá acostarse a las once [...]. Comer frutos secos o verdes no es perjudicial, siempre que se beba; pero comer sin beber es mortal [...]. Pasearse de noche cuando cae el rocío es mortal durante los tres días que siguen a la lluvia [...]. Que el gordo no se exponga al sol [...]. El aceite de oliva, como alimento, es mortal [...]. Las efusiones de sangre, el ayuno, una abstinencia desusada, la tristeza, la cólera y la embriaguez son mortales [...]. Vivid en la castidad”. Recién en 1853, después de 500 años de explicaciones miasmáticas como la anterior, Adrien Philippe escribe que entender las causas de la peste negra es una tarea que “rebasa los límites de las facultades humanas […]. A pesar de que sabemos mucho somos todavía incapaces de definir las condiciones telúricas, astronómicas y atmosféricas bajo cuyo imperio las pestes han sido engendradas. A intervalos fijados por la Providencia, la

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naturaleza entra en una fermentación mórbida cuyo principio es un misterio”. Como anotación marginal digamos que las malas cosechas solían favorecer la reaparición de la peste. Pero las cosas están por cambiar. Más adelante escribe: “La teoría que se quiere hacer prevalecer hoy, a saber, que la peste es hija de la barbarie, de la miseria y de todas las calamidades que de ellas derivan, hace sin duda honor a los hombres distinguidos que intentan penetrar los misterios de la naturaleza; pero esa teoría no se asienta sino sobre hechos históricos contestables, que no han sufrido un control suficientemente severo. Esas circunstancias pueden y deben, es verdad, favorecer y agravar la enfermedad, pero son incapaces de engendrarla”.

13. La revolución microbiológica (la teoría del germen) Pasada la Edad Media, muchas veces resurgió la peste. Durante el siglo XVI reapareció en casi todas las ciudades de Francia. En el siglo XVII (1665) la gran peste de Londres mató a setenta mil personas, un quinto de la población. Dos documentos mayores relatan aquellos acontecimientos: una ficción epidemiológica, El diario del año de la peste, de Daniel Defoe, y el testimonio angustioso de un sobreviviente, el diario taquigráfico de Samuel Pepys. En el siglo XVIII (1720) apareció en Marsella y mató a un tercio de su población. En el siglo XIX (1894) reapareció en China, y en diez años atacó setenta y siete puertos de los cinco continentes. Durante esa epidemia un médico suizo, Alexandre Yersin, encontró el agente causal de la peste bubónica. Si hasta mediados del siglo XIX la crónica histórica de la peste había ido registrando una serie de observaciones más o menos dispares, inconexas –la mortandad inopinada de los animales como presagio de la mortandad humana, el hecho de que las primeras muertes siempre ocurrieran en los puertos, la imputación del agua y del aire,

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la asociación con el hambre o con la guerra, la inmunidad de los palacios infranqueables, la variedad de síntomas–, esas observaciones dispares debían encontrar una conexión causal, lógica, que las encauzara en un relato normativo, ordenador. Esas observaciones debían originar el relato normativo de la enfermedad. El primer atisbo de explicación racional lo había ensayado quizás tres siglos antes Girolamo Fracastoro (1478-1553), un médico veronés. Fracastoro se había propuesto impugnar lógicamente la teoría miasmática de la enfermedad, y en 1546 publicó una teoría del contagio, al que definía como el pasaje de la infección de un individuo a otro por medio de unas “partículas tan pequeñas que no caen bajo los sentidos”. Llamó a esas partículas seminaria contagionis y les atribuyó ciertas características. Eran latentes, persistentes, capaces de reproducirse, podían ser transportadas una cierta distancia, y engendraban una suerte de putrefacción en el organismo que daba su carácter original a cada una de las enfermedades. Además de a las concepciones propias de su época, las ideas de Fracastoro estaban adelantadas a la tecnología, a la posibilidad de ver aquellas partículas y comprobar su existencia. Aunque no tanto como podría suponerse, porque en el siglo XVII un holandés, Anton van Leeuwenhoek, fabricó unas lentes poderosas que aumentaban unas doscientas veces el tamaño de los objetos, y puesto a observarlo todo a través de sus lentes, vio cómo circulaban los glóbulos rojos a través de los capilares de la oreja de un conejo; y en el agua de un estanque, en el agua de lluvia y en la saliva humana vio unos organismos, que llamó animáculos –y que nosotros llamamos protozoos–; y también, colmo de la inmundicia, en el sarro de sus dientes van Leeuwenhoek describió por primera vez una bacteria. El otro precursor de la observación microscópica fue Robert Hooke (1635-1703), un polifacético científico inglés que tiene la reputación

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tardía de haber sido un precursor de casi todo, lo que curiosamente le valió el perfecto olvido de los historiadores de la ciencia. En 1665 publicó Micrographia, un libro donde narraba unas cincuenta observaciones microscópicas y telescópicas ilustradas por él mismo. En su libro, Hooke escribía por primera vez la palabra célula, y esbozaba una explicación pertinente sobre el misterio de los fósiles. Lo cierto es que esas primeras observaciones de organismos vivientes microscópicos comenzaron a operar una revolución muy lenta, que condujo, a finales del siglo XIX, a la comprensión del rol que tenían aquellos microorganismos en la salud humana y en la animal. Van Leeuwenhoek mantuvo en secreto el modo en que construía sus lentes, y hubo que esperar al siglo XIX, y a los desarrollos del microscopio compuesto –que, en rigor, era anterior a las lentes de van Leeuwenhoek, pero unas diez veces menos potente– para observar nuevas bacterias. Esa revolución fue liderada por Louis Pasteur, Robert Koch y Joseph Lister. Ya sabemos que Pasteur estudió los procesos de la producción del vino, a instancias de los productores, corporativamente preocupados por las alteraciones que sufría el producto. Y que a partir de esos estudios entendió que la fermentación alcohólica no era un proceso exclusivamente químico, como entonces se creía, sino que en él participaban determinados microorganismos. Pasteur se preguntó si no habría otros procesos naturales atribuibles a los microorganismos, y planteó entonces la posibilidad de que fueran capaces de dañar los tejidos humanos, causando enfermedad. Esa línea de investigación fue desarrollada por el bacteriólogo alemán Robert Koch, que en pocos años descubrió los agentes causales, es decir, los microorganismos responsables, del ántrax, de la tuberculosis y del cólera. Los trabajos de Pasteur permitieron además establecer que los microorganismos no surgían por generación espontánea, sino que lo hacían a partir de otros microorganismos. Y esos resultados

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condujeron a su vez al estudio de los mecanismos de nuestro cuerpo para resistir las infecciones. Pasteur demostró que si un animal era inoculado con microorganismos atenuados, es decir, con microorganismos cuya capacidad para causar enfermedad había sido artificialmente mitigada, ocurría en el organismo una respuesta inmunitaria que hacía que el individuo se volviera resistente al microorganismo inyectado, aun en su forma salvaje, es decir, con toda su potencia natural.

14. Yersinia pestis Admitido entonces, a partir de Pasteur, el hecho de que muchas enfermedades debían atribuirse a la acción de determinados microorganismos, cada enfermedad tenía que encontrar su agente causal; debía identificar el microorganismo que, pasando de un hombre a otro, contagiaba el mal. El descubrimiento del agente causal de la peste se debe al suizo Alexandre Yersin. Yersin trabajaba en el recién creado Instituto Pasteur cuando en 1890, hastiado del trabajo, sintió la necesidad de cambiar de aire, sin ser un partidario de la teoría miasmática. Partió entonces hacia las colonias, y en septiembre de aquel año llegó a lo que entonces se conocía como la Indochina francesa. El hombre era un aventurero, así que pidió y obtuvo del gobierno colonial el permiso para explorar la región. Atravesó selvas tropicales, remontó ríos, fundó pueblos, aprendió todo lo que podía saberse sobre la navegación fluvial, y llevó a cabo un par de expediciones oficiales que permitieron el trazado de mapas nuevos. En aquellos climas difíciles su condición física era sorprendente. En 1894, cuando ya había decidido abandonar aquella vida de explorador y volver a París, una epidemia de peste, originada en Mongolia, alcanzó Hong Kong, y el gobierno francés le encargó estudiar las causas de la epidemia.

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Los medios con que contaba eran previsiblemente insuficientes, y al principio lo complicó una suerte de rivalidad establecida con un grupo de investigadores japoneses que había ido a estudiar lo mismo. Yersin realizaba autopsias sobre los cadáveres de los apestados, pero las autopsias requerían unos permisos burocráticos del gobierno colonial inglés que no se le prodigaban con generosidad, mientras que a los japoneses sí. Al cabo, Yersin entendió que los japoneses pagaban por lo que él pretendía obtener gratuitamente. El 20 de junio de 1894 Alexandre Yersin aisló, es decir, logró ver a través del microscopio, individualizarlo entre muchos otros que conocía, un microorganismo desconocido en los cadáveres de los soldados ingleses. Inoculó aquel microorganismo a algunos ratones, y así, como si nada, con ese desapego de la realidad por la solemnidad del momento extraordinario, los ratones desarrollaron la peste bubónica. Mediante esas operaciones simples, Yersin acababa de demostrar que aquel bacilo largo y angosto era el agente causal de la enfermedad, el ignorado responsable de millones de muertes. Conociendo el microbio, gracias a los trabajos de Pasteur, Yersin podía dedicarse a desarrollar una vacuna capaz de prevenir la enfermedad, y aun un suero para curarla. Así que se instaló en Nha Trang, en Indochina, donde en 1895 abrió un Instituto Pasteur y montó los equipos necesarios. Al año siguiente, cuando la peste volvió a China, Yersin salió a probar el suero que acababan de mandarle desde París. De China pasó a India, y durante dos años recorrió la India siguiendo las diferentes epidemias de peste con el propósito de perfeccionar el suero, que se reveló, sin embargo, muy poco eficaz. Estaba cansado, y pidió el relevo. Desde París llegó entonces un colega, P. L. Simond. Yersin, que había descubierto el agente de la transmisión, no había podido sin embargo resolver una cuestión trascendental: ¿cómo llegaba el microbio al hombre?

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15. El experimento de Karachi En 1897, el colega fresco de Yersin, Simond, viajó a Saigón y allí concibió un experimento que llevó adelante al año siguiente, en el Hotel Reynolds de Karachi, la ciudad más poblada de Pakistán, donde había encontrado alguna comodidad para trabajar. Simond había estudiado las ratas apestadas y había descubierto el bacilo de Yersin en el lugar más improbable: el tubo digestivo de las pulgas que las ratas tenían en el pelaje. Era un descubrimiento fortuito. Nada le indicaba a Simond que debía observar el tubo digestivo de la pulga de la rata, pero lo había hecho, y había descubierto el bacilo. Así que preparó un experimento. Llenó el fondo de una botella de vidrio, de cuello ancho, con arena (la arena debía absorber la orina de las ratas) y tapó la botella con una malla de alambre cubierta a su vez por una tela, firmemente sujeta al cuello de la botella por un cordel. Escribe Simond: “Fui lo suficientemente afortunado como para atrapar una rata infectada en la casa de una víctima de la peste. En el pelo de la rata había muchas pulgas correteando. Aproveché la generosidad de un gato que encontré dando vueltas por el hotel, del que tomé prestadas algunas pulgas más. Una vez que la rata enferma estuvo dentro de la botella, deposité sobre ella, mediante una probeta, las pulgas del gato. Así, prácticamente me aseguraba de que la rata estuviera cubierta de parásitos. A las veinticuatro horas de comenzado el experimento, el animal con el que estaba experimentando se hizo un ovillo, con los pelos de punta; parecía estar agonizando. Entonces introduje en la botella una pequeña jaula de metal que contenía un joven ejemplar de rata de Alejandría (Rattus rattus alezandrinus) en perfecto estado de salud, que había atrapado varias semanas antes y que había preservado de todo peligro de infección. La jaula estaba suspendida varios centímetros por encima del fondo de arena. La jaula tenía tres lados sólidos, pero los otros tres estaban cubiertos por una malla de alambre con un tamaño de malla de alrededor de

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seis milímetros. La rata que estaba dentro de la jaula no podía tener ningún contacto con la rata enferma, con las paredes de la botella o con la arena. A la mañana siguiente la rata había muerto sin haberse movido de la posición en la que se encontraba el día anterior. Dejé el cuerpo en la botella un día más. Entonces lo saqué con cuidado, lo sumergí en alcohol y llevé a cabo la autopsia. La sangre y los órganos contenían abundantes bacilos de Yersin. Durante los cuatro días siguien-

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tes la otra rata de Alejandría permaneció encerrada en su jaula y continuó comiendo normalmente. Al quinto día pareció mostrar una cierta dificultad para moverse. En la tarde del sexto día había muerto. La autopsia de esta rata (después de desinfectarla) mostró que tenía bubones tanto inguinales como axilares. El riñón y el hígado estaban hinchados y congestionados. Había abundantes bacilos de la peste en los órganos y en la sangre. Ese día, 2 de junio de 1898, sentí una emoción indescriptible ante el pensamiento de que había descubierto un secreto que había torturado a la humanidad desde que apareció la peste en el mundo. El mecanismo de la propagación de la peste supone el transporte del microbio por la rata y el hombre, su transmisión de rata a rata, de hombre a hombre, de la rata al hombre y del hombre a la rata mediante parásitos. Las medidas profilácticas deben entonces dirigirse contra cada uno de estos tres factores: las ratas, los hombres y los parásitos. Posteriormente repetí el mismo experimento con resultados similares”.

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