Atlas de los atlas

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AT LAS ATLAS DELO S

PARKER
PHILIP

Título original The Atlas of Atlases

Diseño Kevin Knight

Texto Philip Parker

Traducción Cecilia Furió Villaseca

Coordinación de la edición en lengua española Cristina Rodríguez Fischer

Primera edición en lengua española 2023

© 2023 Naturart, S.A. Editado por BLUME Carrer de les Alberes, 52, 2.º, Vallvidrera 08017 Barcelona

Tel. 93 205 40 00 e-mail: info@blume.net

© 2022 Quarto Publishing plc, Londres

I.S.B.N.: 978-84-19785-11-4

Depósito legal: B. 8842-2023

Impreso en Malasia

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, sea por medios mecánicos o electrónicos, sin la debida autorización por escrito del editor.

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C016973

CONTENIDO

INTRODUCCIÓN 6

LA PREHISTORIA DEL ATLAS (hasta h. 1200) 10

EL MUNDO SE EXPANDE: LOS PRIMEROS ATLAS (h. 1200-1492) 52

NUEVOS HORIZONTES (1500-1550) 82

LA EDAD DE ORO DEL ATLAS (1550-1600) 104

EL ATLAS SE DIVERSIFICA (1600-1700) 132

CARTOGRAFÍA DE LOS ESTADOS-NACIÓN (1700-1800) 164

EL APOGEO DE LA CARTOGRAFÍA IMPERIAL (1800-1900) 194

EL ATLAS Y LA GUERRA (1900-1950) 224

UN ATLAS DE LA SOCIEDAD (1950-2000) 242

UN ATLAS CON OTRO NOMBRE (2000-) 254

NOTAS 260

OTROS RECURSOS 261

ÍNDICE 262

CRÉDITOS FOTOGRÁFICOS 268

SOBRE EL AUTOR / AGRADECIMIENTOS 272

INFERIOR

Plano urbano de Çatalhöyük (h. 6200 a. C.).

El plano urbano, que ocupa el borde inferior, muestra, arriba a la izquierda, la erupción del volcán que proveía a la ciudad de la preciosa obsidiana.

Antes de crear atlas, los seres humanos crearon mapas. El deseo de comprender o controlar el mundo, confinándolo en representaciones o símbolos sobre piedra, arcilla, papiro o papel, es muy anterior a la compilación y presentación de tales mapas en algo parecido a un atlas. Si bien el nacimiento de la cartografía puede asimilarse a las marcas y muescas en piedra del Paleolítico superior (11000 a. C.), el candidato más plausible a «primer mapa de la historia» procede del asentamiento neolítico de Çatalhöyük, situado cerca de la actual Konya, en Turquía. Este pueblo subsistía, en 6200 a. C., de una forma primitiva de agricultura y del comercio de obsidiana (vidrio volcánico muy apreciado para la fabricación de hojas cortantes) y había construido un apretado panal de casas de adobe, apiladas unas encima de otras como si de contenedores se tratara. Entre los frescos con leopardos y las cabezas de toro de arcilla que ornamentaban sus paredes, los habitantes de Çatalhöyük pintaron la primera representación de una erupción volcánica. El cono del monte Hasan (que, en los buenos tiempos, los recompensaba con su obsidiana) escupe furiosas lenguas de fuego y lava; en primer plano, una red de cuadrículas con puntos negros en su interior representa, sin lugar a dudas, el plano de la localidad. Así, con este improbable plano urbano, y antes incluso que la escritura —que no se inventaría hasta tres mil años después—, comienza la larga prehistoria del atlas. Los caracteres cuneiformes de Mesopotamia (es decir, con forma de cuña) y los enigmáticos pictogramas de los jeroglíficos de Egipto emergieron como formas de escritura casi al mismo tiempo, hacia 3200 a. C. En ambas regiones, esta innovación tuvo un doble objetivo: uno práctico, registrar las transacciones comerciales, y otro más político, glorificar las hazañas de los gobernantes. Nuestra comprensión queda sesgada por los restos que han llegado hasta nuestros días: a pesar de que el clima desértico de Egipto ha ayudado

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a la preservación, muchos de los documentos del día a día de este pueblo sin duda se han perdido, y lo que nos queda son las inscripciones en piedra cuidadosamente aprobadas por el régimen, que relatan (de forma a menudo jactanciosa) las victorias de los faraones, y las pinturas en las negras paredes de sus tumbas con conjuros para ganar la vida eterna. No obstante, ha sobrevivido un mapa que estimula nuestros sentidos: el Papiro de Turín, un frágil documento de algo más de dos metros de largo, que fue descubierto por agentes al servicio del ávido coleccionista de antigüedades italiano Bernardino Drovetti (1776-1852). Durante su ejercicio como cónsul francés en Egipto, entre 1821 y 1829 (y en un período anterior, bajo el régimen de Napoleón, de 1806 a 1815), hizo acopio de esculturas, rollos de papiro y otros objetos. Sus técnicas de adquisición, cuestionables a veces, impiden saber con certeza dónde y de quién obtuvo este papiro, aunque probablemente fue en Deir el Medina, el antiguo poblado de trabajadores situado junto al Valle de los Reyes, en Tebas. El manuscrito, creado por el escriba Amennakht, hijo de Ipuy, se quedó en la colección personal de Drovetti y, como tal, no fue enviado a París con la porción «oficial» de tesoros. En su lugar, fue vendido en 1824 al Reino de Cerdeña y acabó en el Museo Egipcio de Turín. El mapa describe el uadi Hammamat, el cañón de un río seco en el desierto oriental de Egipto, en tiempos la vía de comunicación con las principales regiones productoras de oro y piedra del reino faraónico. Este papiro —probablemente dibujado durante el reinado de Ramsés IV (1151-1144 a. C.), para una expedición en busca de bekhen o grauvaca, una roca arenisca muy apreciada para las esculturas reales— contiene el que se considera primer mapa geológico de la historia. Además del uadi principal, representado como un canal de bordes oscuros en la parte inferior del mapa, se aprecia un segundo cañón que se dirige hacia el este, hacia la mina de oro de Bir Umm Fauajir, así como una serie de motas que representan rocas y unas formas cónicas que indican la presencia de colinas, codificadas con colores: el negro quizás para marcar el esquisto y el rosa para el granito. Las inscripciones del mapa, en la escritura hierática empleada por los escribas para los documentos administrativos corrientes (en lugar de los engorrosos jeroglíficos), señalan «montañas de oro», un pozo, una cisterna —quizás utilizada en la minería para separar el oro del cuarzo pulverizado— y un templo dedicado al dios creador Amón. En Mesopotamia, los homólogos sumerios de Amennakht mostraron una sed similar de conocimiento geográfico: recopilaron listas de ríos, montañas y topónimos de lugares tan lejanos como Siria o Anatolia. Los primeros mapas en esta región aparecen en 2300 a. C.; uno de ellos, de Yorghan Tepe, cerca de Kirkuk, incluye una línea ondulada que bien podría representar un río y muestra líneas divisorias entre parcelas de terreno, uno de cuyos propietarios es mencionado por su nombre: Azala. Para 1500 a. C., ya se dibujaban planos de las ciudades de la región (las primeras de la historia), como el de Nippur, en el que aparecen el río Éufrates (de cuyas abundantes aguas nació y se nutrió la civilización mesopotámica), el templo de Enlil y siete puertas de la muralla de la ciudad, con sus nombres. A mediados del siglo vii a. C., los herederos de una tradición cartográfica que atesoraba ya casi dos mil años de historia se orientaron hacia un tipo diferente de mapas. El llamado Mapa babilónico del mundo, que consiste en una tablilla de 12,2 cm de largo por 8,2 de ancho, con inscripciones cuneiformes y una serie de círculos y rectángulos desplegados alrededor de un punto central en la parte inferior, es, en esencia, un mapa al servicio de una ideología, o al menos una representación del mundo según esta última.

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The Prehistory of the Atlas { 51 }

Los dos primeros paneles constituyen una carta náutica convencional, con un millar de puertos y accidentes costeros en Europa y pocos adornos pictóricos (con la excepción de unas pocas banderas sobre ciudades como Granada, en España). El Atlas catalán trajo una innovación importante: el uso de cuatro líneas loxodrómicas convergentes para formar una primera rosa de los vientos, la primera de la que se tiene noticia, e indicar los puntos cardinales al lector. Pero son los dos últimos paneles, que cubren Asia y África, los que hacen de él uno de los atlas más reproducidos de la historia. Los cartógrafos conocían, sin duda, las narraciones de Marco Polo (publicadas unos ochenta años antes), ya que, por todo el mapa, se distribuyen preciosas miniaturas procedentes de las crónicas del veneciano y de otros viajeros. Kublai Khan (o «Holubeim», según el rótulo del mapa) aparece al este de la cordillera del Cáucaso, mientras que, al oeste, un coronado Alejandro Magno parece conversar con un demonio alado (quien, según la leyenda, protegía las montañas de los enemigos del rey macedonio). La vaguedad de Marco Polo sobre la geografía china —que llevó a algunos de sus contemporáneos a pensar que nunca había estado allí y que sus Viajes no eran más

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INFERIOR Atlas catalán (1375).

que una recopilación extraída de bibliotecas y expediciones ajenas— queda reflejada en la algo aleatoria colocación de las veintinueve ciudades chinas del atlas y en la anotación sobre las 7548 islas existentes en el mar de la China meridional, una referencia a las afirmaciones de Marco Polo.

En los confines, el cartógrafo bebe de cuentos aún más extravagantes: sirenas que pueblan Asia, la reina que gobierna una isla llamada «Iana» (posiblemente Java) y la raza de gigantes negros con especial apetito por la carne de los intrusos blancos.

La porción del mapa que muestra África tiene cimientos más endebles incluso, ya que se basa en información que llegó a España gracias a las caravanas de comercio, que cruzaban el Sáhara con sal, oro y esclavos. Aún no habían llegado las expediciones portuguesas que abrirían las rutas marítimas alrededor del continente, aunque el atlas menciona a un pionero, un pequeño barco que se balancea frente a la costa oeste; se identifica como la nave de Jaume Ferrer, quien «zarpó el día de san Lorenzo [10 de agosto] de 1346 con rumbo al Río de Oro». Se desconoce si llegó a encontrarlo, ya que el navegante

el
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mundo se

se desvaneció sin dejar rastro y casi lo único que sabemos de él, por el Atlas catalán, es que era de origen mallorquín.

Puede que la imagen más famosa del atlas sea la identificada como «Musse Melli», o Mansa Musa, quien gobernó en Mali desde 1312 hasta su muerte en 1337. Sostiene en la mano lo que parece una enorme pepita de oro, símbolo de la inmensa riqueza de su reino, asentado en plena ruta comercial de este mineral (cuya fuente, que los malienses protegieron de los europeos y otros extranjeros con el más escrupuloso de los secretos, se encontraba más al sur, en Bure y Bambuque, en las lindes de la selva tropical). Los gobernantes de Mali se habían convertido al islam y la peregrinación de Mansa Musa a La Meca en 1324 llamó poderosamente la atención en el mundo exterior (incluyendo la de los cartógrafos catalanes). La opulencia de aquel viaje acuñó, en el imaginario colectivo, una imagen del rey a medio camino entre la fábula y la realidad. La caravana que lideró por el norte de África era prácticamente una ciudad en movimiento, compuesta por 60 000 personas, entre peregrinos, soldados, porteadores, cocineros y seguidores de todo tipo, además de 12 000 jóvenes esclavos vestidos de seda, 500 de los cuales caminaban en avanzadilla portando varas de oro, para anunciar la llegada de la comitiva. Cuando aquella multitud finalmente llegó a El Cairo, los gastos del rey fueron tan épicos que causó una inflación inmediata y hundió el precio del oro; de paso agotaron las reservas en apariencia infinitas del monarca, quien hubo de recurrir a los prestamistas (suma que devolvió de inmediato después de regresar a Mali en 1325, provocando otra ola de inestabilidad en el mercado financiero de El Cairo).

Las fábulas y los datos geográficos están puntuados de quimeras. Al sureste de Egipto, un rótulo evoca al «emperador de Etiopía y la tierra del Preste Juan», quien supuestamente gobernó a los cristianos de Nubia. La búsqueda de este esquivo rey, que monarcas y aventureros europeos consideraban un posible aliado contra el poder creciente de los Estados musulmanes en las fronteras europeas, motivó, en parte, las misiones de Juan de Plano Carpini y Guillermo de Rubruck (véase pág. 40). En la década de 1320, también inspiró

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DE IZQUIERDA A DERECHA Detalles de la ruta de la seda, Mansa Musa, el Preste Juan y Alejandro Magno, en el Atlas catalán (1375).

los viajes del misionero franciscano Odorico de Pordenone, que viajó, vía Tabriz y Ormuz, hasta Persia, la India, Ceilán, el sureste de Asia y Zaitun (en China), y aseguró haber cruzado el reino del Preste Juan y el mismo Infierno. El Preste Juan siguió siendo una figura escurridiza; la carta aparecida en 1165, supuestamente escrita por él y que describía su reino como un paraíso en la tierra integrado por 72 provincias, con ríos cargados de piedras preciosas y un palacio de techo de marfil y adornado con oro, zafiros y amatistas, siguió tentando y decepcionando a muchos.

Pero un viajero procedente de Oriente habría de llevar consigo un objeto destinado a tener mucha más influencia en la evolución del pensamiento europeo y su cartografía que los enfebrecidos sueños sobre el Preste Juan. En el siglo xiii, las naciones europeas occidentales aún pensaban poder conseguir apoyo militar en Oriente; pasados cien años, la situación se había revertido. El Imperio otomano avanzaba a costa del bizantino, que aún se erigía, desafiante, como sucesor de Roma y cuyos gobernantes enviaban peticiones de ayuda cada vez más desesperadas a sus primos de Occidente, pidiendo una nueva cruzada o cualquier tipo de expedición, aunque fuera pequeña, que aliviara la presión. Llegaron incluso a sugerir la unión de las Iglesias griega ortodoxa y católica romana, divididas desde el Gran Cisma de 1054; no era una oferta baladí, dado el vitriolo eclesiástico que siempre había acompañado a cualquier propuesta de acercamiento por alguna de las partes.

En 1390, esta embajada fue confiada al erudito bizantino Manuel Crisoloras (h. 1350-1415) por el emperador Manuel II Paleólogo —quien pocos años más tarde intentaría en vano negociar personalmente con el rey Carlos VI de Francia, que resultó estar loco, y con Enrique IV de Inglaterra, quien lo atendió con corteses alharacas y un torneo en su honor, pero no le ofreció ningún apoyo concreto—. El esfuerzo diplomático de Crisoloras también fue estéril, pero causó tal impresión que, en 1396, Coluccio Salutati, canciller de la ciudad y hombre cultivado, cuyo interés por los manuscritos antiguos le había granjeado el descortés apodo de Mono de Cicerón, lo invitó a enseñar griego en la Universidad de

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Los atlas han cambiado el rumbo de la historia. Estas colecciones de mapas, escrutadas por gobernantes, exploradores y aventureros, ayudaron a construir imperios, librar guerras, alentar diplomacias y nutrir intercambios mercantiles.

Contemple el mundo mientras va tomando forma a lo largo de los siglos en este revelador libro, escrito por una autoridad en historia de la cartografía y en el que encontrará deslumbrantes reproducciones de mapas de mares, ciudades, países y el mundo entero.

Atlas de los atlas le propone un viaje desde los primeros intentos por comprender el mundo de las civilizaciones de la Antigüedad, pasando por el advenimiento de la cartografía comercial y los progresos tecnológicos que permitieron a los atlas tratar casi cualquier tema, hasta las aplicaciones digitales que hoy pueden llevarse en el bolsillo. Viajes, rutas comerciales, exploraciones...: los mapas, fascinante reflejo de nuestro deseo de organizar el mundo, cobran vida en esta obra única y lujosamente ilustrada. Déjese guiar por la historia de los más increíbles atlas y las vidas de los cartógrafos que los concibieron.

ISBN 978-84-19785-11-4 9 7 8 8 4 1 9 7 8 5 1 1 4 C016973

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