La Habana nació marcada por una contradicción que definiría su identidad: su indisoluble vinculación con el mar se acompañaría siempre por la lógica tendencia a separarse de él, a crecer tierra adentro. Por una parte, la ubicación al borde de una bahía amplia y resguardada implicaba ventajas comunicativas y de transporte que pronto se revelarían como vitales para la supervivencia de la villa, a pesar de que conllevaba también el peligro de facilitar los ataques de corsarios y piratas. Por la otra, el vasto monte circundante ofrecería en el futuro el espacio necesario para el crecimiento urbano, y de forma inmediata permitía el abastecimiento del nuevo asentamiento con productos agrícolas.