La Isla del tesoro

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LA ISLA DEL TESORO

ROBERT LOUI S STEV ENSON Ilustraciones de ROBERT INGPEN




Dedicatoria de Robert Louis Stevenson A Lloyd Osbourne, caballero norteamericano, cuyo gusto clásico ha guiado el desarrollo de la presente narración. En agradecimiento por las innumerables y agradables horas pasadas y con mucho cariño, a él dedica este libro su afectuoso amigo, el autor. Dedicatoria de Robert Ingpen (realizada en la edición anterior de 1992) La isla del tesoro fue escrita para niños, aunque normalmente eran los padres y abuelos quienes lo leían primero. Robert Louis Stevenson dedicó el relato a su hijo adoptivo, Lloyd Osbourne, en 1883. Esta edición, con sus ilustraciones, está dedicada al nieto del ilustrador. Para Peter James Arch

Título original: Treasure Island Traducción: Julio César Santoyo José Torroba Coordinación de la edición en lengua española: Cristina Rodríguez Fischer Primera edición en lengua española 2006 Reimpresión 2010, 2012 Nueva edición 2020 © 2020 Naturart, S.A. Editado por BLUME © 2006 Art Blume, S.L. Carrer de les Alberes, 52, 2.°, Vallvidrera 08017 Barcelona Tel. 93 205 40 00 e-mail: info@blume.net © 1992, 2005 de las ilustraciones Robert Ingpen © 2005 Palazzo Editions Ltd, Bath © 2005 de la cubierta The Templar Company plc, Surrey I.S.B.N.: 978-84-18075-43-8 Impreso en China Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, sea por medios mecánicos o electrónicos, sin la debida autorización por escrito del editor.

WWW.BLUME.NET Este libro se ha impreso sobre papel manufacturado con materia prima procedente de bosques reponsables. En la producción de nuestros libros procuramos, con el máximo empeño, cumplir con los requisitos medioambientales que promueven la conservación y el uso reponsable de los bosques, en especial de los bosques primarios. Asimismo, en nuestra preocupación por el planeta, intentamos emplear al máximo materiales reciclados, y solicitamos a nuestros proveedores que usen materiales de manufactura cuya fabricación esté libre de cloro elemental (ECF) o de metales pesados, entre otros.


Robert Louis Stevenson Robert Louis Stevenson nació en Edimburgo en noviembre de 1850. Empezó los estudios de ingeniería en la Universidad de Edimburgo, pero cambió más tarde a Derecho. Sin embargo, resultó que su pasión era escribir y, a pesar de la oposición de sus padres, persiguió su sueño. Fue un apasionado viajero y publicó relatos de sus viajes por Francia y Bélgica en la década de 1870. Stevenson empezó a escribir La isla del tesoro en 1881, durante unas vacaciones en las Highlands escocesas con sus padres, su mujer y su hijo adoptivo de doce años, Lloyd. La historia surgió como un simple entretenimiento para distraer al joven semiinválido, pero cautivó de tal manera a Lloyd y al padre de Stevenson que le convencieron para que siguiera escribiendo. A ésta siguieron después, con éxito, varias novelas, poemas y obras teatrales, en particular, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, Secuestrado y El señor de Ballantrae; sin embargo, es su relato sobre «un mapa, y un tesoro, y un motín, y un barco abandonado, y del viejo y refinado aristócrata Trelawney, y de un médico y de un cocinero con una sola pierna...» el que sigue siendo el más conocido y más apreciado de sus trabajos. La salud de Stevenson fue desde su niñez muy precaria y en 1888 abandonó Escocia para siempre en busca de climas más saludables. Se estableció finalmente en Samoa, donde falleció a causa de un derrame cerebral, a los 44 años, en diciembre de 1894. Nota del ilustrador Hay historias y personajes que superan la inspiración original de sus autores y adquieren vida propia. Se convierten en clásicos con los que se comparan todos los libros posteriores. La isla del tesoro es, sin lugar a dudas, una de esas historias. John Silver el Largo, cocinero, es uno de esos personajes, junto con Jim Hawkins, el ciego Pew y Ben Gunn.

Los primeros capítulos de La isla del tesoro siguen siendo los de lectura más cautivadora en la literatura de aventuras. Los expertos en literatura infantil siempre han afirmado que si un niño puede leer y sentir el dramatismo de los sucesos transcurridos en la posada «Admiral Benbow» tal y como los imaginó Stevenson, entonces será lector para siempre. Pero la isla en la que posteriormente se desarrolla la mayor parte de la obra es la creación más duradera. Según Stevenson, se halla seguramente en la parte occidental del océano Pacífico, en la misma latitud que las Bermudas, pero más cerca de la costa este de Estados Unidos y no en el Caribe, como algunas veces se ha supuesto. Vista desde el mar, la isla del Tesoro tiene un aspecto desalentador y de mal augurio para los navegantes. Un fuerte oleaje azota las playas abruptas a lo largo de su escarpada costa. La isla tiene aproximadamente quince kilómetros de largo y ocho de ancho, y en ella crecen pinos altos, de hasta seis metros de altura. Los aspectos dominantes de la isla son tres extrañas colinas, la Colina del Trinquete, la Colina del Catalejo y la Colina de Mesana, a lo largo de la costa oeste. La Colina del Trinquete tiene un cerro con dos picos y una cueva que había servido de refugio a Ben Gunn, un pirata abandonado en la isla desde hacía tres años. Hay tres anchas ensenadas, pero el mejor puerto es el conocido como Fondeadero del Capitán Kidd. Se encuentra en la costa sur de la isla entre el Cabo de la Bolina y la Peña Blanca. Los capitanes de los barcos han de acercarse al fondeadero por el sur de la Isla del Esqueleto, unida a la isla principal por un brazo de arena que sobresale cuando baja la marea, y después han de cambiar el rumbo para entrar en el fondeadero. Es el territorio más rico que pueda imaginar un ilustrador. Robert Ingpen


Contenido P RIMERA PARTE

El viejo bucanero

8

Capítulo 1 El viejo lobo de mar en el Almirante Benbow 10 Capítulo 2 Perro-negro llega y se va 16 Capítulo 3 La marca negra 22 Capítulo 4 El cofre 27 Capítulo 5 El fin del ciego 31 Capítulo 6 Los papeles del capitán 36 S EGUNDA PARTE

El cocinero del barco

40

Capítulo 7 Viaje a Bristol 42 Capítulo 8 En El Catalejo 47 Capítulo 9 Pólvora y armas 52 Capítulo 10 La travesía 57 Capítulo 11 Lo que oí en el barril de manzanas 61 Capítulo 12 Consejo de guerra 66 T ERCERA PARTE

Mi aventura en tierra

70

Capítulo 13 Cómo me lancé a la aventura 72 Capítulo 14 El primer golpe 77 Capítulo 15 El hombre de la isla 82 C UARTA PARTE

La empalizada

88

Capítulo 16 El doctor continúa la narración de cómo se abandonó la Hispaniola 90 Capítulo 17 El último viaje del esquife. Prosigue el relato del doctor 94 Capítulo 18 El final del primer día de lucha. Prosigue el relato del doctor 99 Capítulo 19 La guarnición de la empalizada. Jim Hawkins reanuda la narración 103 Capítulo 20 La embajada de Silver 109 Capítulo 21 El ataque 114


Q UINTA PARTE

S EXTA PARTE

Mi aventura en el mar

118 Capítulo 22 Cómo empezó mi aventura en el mar 120 Capítulo 23 El reflujo 125 Capítulo 24 La expedición del coraclo 129 Capítulo 25 Cómo llegué a arriar la bandera negra 134 Capítulo 26 Israel Hands 139 Capítulo 27 ¡Piezas de a ocho! 146

El capitán Silver

152 Capítulo 28 En el campo enemigo 154 Capítulo 29 Otra vez la marca negra 161 Capítulo 30 Bajo palabra de honor 166 Capítulo 31 La búsqueda del tesoro. La señal de Flint 172 Capítulo 32 La búsqueda del tesoro. La voz entre los árboles 178 Capítulo 33 La caída de un jefe 183 Capítulo 34 Y último 188



PRIMERA

PA R T E

EL VIEJO BUCANERO


CAPÍTULO 1

El viejo lobo de mar en el Almirante Benbow El caballero Trelawney, el doctor Livesey y los demás me han encargado que ponga por escrito todo lo referente a la isla del Tesoro, de cabo a rabo, sin dejar otra cosa en el tintero que la posición de la isla, pues aún quedan allí riquezas que no han sido recogidas. Tomo, pues, la pluma en el año de gracia de 17.... y retrocedo hasta el tiempo en que mi padre era el dueño de la posada Almirante Benbow, y en que un viejo navegante, de moreno y curtido rostro marcado por un sablazo, se acomodó como huésped bajo nuestro techo. Recuerdo como si fuera ayer el día en que llegó, con torpe andadura, a la puerta del albergue, y tras él, en una carretilla, su cofre de marinero. Era un hombretón alto, recio, pesado, muy bronceado; la coleta embreada le caía sobre los hombros de la casaca azul, cubierta de manchas; tenía las manos agrietadas y llenas de callos, con las uñas negras y rotas; y la cicatriz que cruzaba una de sus mejillas le había dejado un costurón lívido, de sucia blancura. Me parece que lo estoy viendo mirar en torno de la ensenada, silbando entre dientes, y después tarareando aquella antigua canción marinera, que tantas veces cantaría después: ¡Quince hombres en el cofre del muerto, yo-jo-jó, y una botella de ron! con aquella voz alta y cascada que parecía haberse afinado y quebrado en las barras del cabrestante. Después llamó a la puerta con una especie de bastón que llevaba, semejante a un espeque, y cuando acudió mi padre, pidió con tono destemplado un vaso de ron. Se lo trajeron y lo bebió pausadamente, como buen catador, paladeándolo sin prisa y sin dejar de mirar los acantilados y el letrero que colgaba sobre la puerta. –Buena caleta, ésta –dijo por fin–, y la taberna está bien situada. ¿Mucha compañía por aquí, jefe? Mi padre le respondió que no: muy poca concurrencia, por desgracia. –Bueno, entonces aquí echo el amarre. ¡Eh, colega! –gritó al que empujaba la carretilla–. Atraca aquí al costado y ayuda a subir el cofre. Me quedo aquí unos días –continuó–. Soy un hombre sencillo: ron, tocino y huevos es todo lo que necesito, y aquel promontorio de allá arriba, para ver salir los barcos. ¿Que cómo me han de llamar? Llámenme capitán. ¡Ah!, ya veo tras lo que anda... ¡Ahí va! –y arrojó tres o cuatro monedas de oro en el umbral–. Ya me avisarán cuando me haya comido todo eso –dijo imperioso y altivo como un almirante.

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EL

VIEJO LOBO DE MAR EN EL

A L M I R A N T E B E N B OW

Y, en verdad, por muy mala que fuera su ropa y aunque se expresaba toscamente, no tenía la apariencia de un simple marinero, sino la de un capitán o un patrón acostumbrado a golpear si no se le obedecía. El hombre que empujaba la carretilla nos dijo que aquella mañana se había apeado de la diligencia en el Royal George y que allí había preguntado qué posadas había a lo largo de la costa; y tras haber oído, según me figuro, buenas referencias de la nuestra y que era solitaria, la había preferido para establecer su residencia. Y eso fue todo lo que pudimos saber de nuestro huésped. Era un hombre habitualmente muy reservado. Todo el día vagabundeaba en torno de la caleta o por los acantilados con un catalejo de latón; y toda la velada se la pasaba sentado en un rincón de la taberna junto al fuego, bebiendo ron muy fuerte con agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba; se limitaba a erguir de pronto la cabeza y resoplar por la nariz como sirena de niebla; y tanto nosotros como la gente que frecuentaba la casa aprendimos pronto a no meternos con él. Todos los días, al regreso de su paseo, preguntaba si había pasado por la carretera algún hombre de mar. Creíamos al principio que lo hacía porque echaba de menos la compañía de gente de su condición, pero al fin caímos en la cuenta de que lo que trataba era de esquivarla. Cuando algún navegante se alojaba en el Almirante Benbow (como ocurría de vez en cuando con los que iban a Bristol por la costa) lo observaba, antes de entrar en la sala, por entre las cortinas de la puerta; y siempre permanecía callado como un muerto en presencia del forastero. Para mí, al menos, no había secreto en ello, pues era yo partícipe en cierto modo de sus alarmas. En cierta ocasión me había llevado aparte y había prometido darme cuatro peniques de plata el primero de cada mes «sólo por estar ojo avizor» y avisarle tan pronto como viera aparecer a «un marinero con una sola pierna». Muchas veces, al llegar el día convenido y pedirle mi salario, se contentaba con darme un bufido y mirarme con tal cólera que me obligaba a bajar los ojos, pero no dejaba pasar la semana sin pensarlo mejor y acababa por traerme mi pieza de cuatro peniques y repetir el encargo de que tenía que estar alerta al «marinero de una sola pierna». No es necesario decir hasta qué punto este personaje me obsesionaba en mis sueños. En noches borrascosas, cuando el vendaval sacudía las cuatro esquinas de la casa y la marejada bramaba en la caleta y azotaba los acantilados, lo veía en mil distintas formas y con mil diabólicas expresiones. A veces tenía la pierna cercenada por la rodilla; otras, por la cadera; en ocasiones era un ser monstruoso que nunca había tenido sino una sola pierna, y ésta le salía en medio del tronco. Verlo saltar, co-

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L A ISL A DEL TESORO

Al principio yo había imaginado que «el cofre del muerto» era el propio y enorme baúl que estaba arriba, en el cuarto delantero, y esa idea se había mezclado en mis pesadillas con la del marinero cojo. Pero ya para entonces nadie hacía mucho caso de la canción, y aquella noche sólo era novedad para el doctor Livesey. Observé que no le causaba muy buen efecto: levantó un instante la vista, con gran enojo, antes de proseguir su conversación con el viejo Taylor, el jardinero, sobre un nuevo remedio para el reuma. Entre tanto, el capitán se había ido animando poco a poco con su propia tonada y al fin dio un golpe en la mesa que tenía delante, señal que, como todos sabíamos, significaba la orden de silencio. Todas las voces cesaron de repente, menos la del doctor Livesey; siguió éste hablando como antes, con voz clara y amable, mientras daba una chupada a la pipa entre palabra y palabra. El capitán se lo quedó mirando un rato descaradamente, volvió a dar otro manotazo, lo miró de nuevo con mayor encono y al cabo de un rato, con un juramento ruin y grosero, gritó: –¡Silencio ahí, en el entrepuente! –¿Hablaba usted conmigo? –preguntó el doctor; y cuando el rufián, soltando otro juramento, le contestó que así era, replicó el médico–: Sólo tengo una cosa que decirle: si continúa usted bebiendo ron de ese modo, el mundo se verá bien pronto libre de un sucio malhechor. La cólera del viejo fue espantosa. Se levantó bruscamente, sacó una navaja marinera y empuñándola, tras abrirla, amenazó al doctor con clavarlo en la pared. El doctor ni siquiera se inmutó. Siguió hablando como antes, por encima del hombro y en el mismo tono de voz, aunque más alto, para que se oyera en todo el local, pero con inalterable calma y firmeza: –Si en este mismo instante –prosiguió– no se mete esa navaja en el bolsillo, prometo por mi honor que será usted ahorcado en la próxima sesión de los tribunales. Siguió después un combate de miradas. Pero el capitán claudicó pronto, se guardó el arma y volvió a sentarse gruñendo como perro apaleado. –Y ahora, caballero –continuó el doctor–, puesto que ya sé que hay en mi distrito un tipo de su calaña, puede estar seguro de que no le perderé de vista. No sólo soy médico, sino también magistrado; y si llega a mis oídos la más mínima queja, aunque no sea más que por un mal comportamiento como el de esta noche, tomaré las medidas que hagan falta para que lo detengan y lo expulsen de aquí. Y basta con esto. Poco después trajeron a la puerta el caballo, y el doctor montó y se fue; pero aquella noche el capitán se estuvo callado, y lo mismo ocurrió muchas de las siguientes noches.

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EL

JOVEN

J IM H AWKINS ,

HIJO DE LOS DUEÑOS DE UNA PEQUEÑA

POSADA EN UN PUEBLO DE LA COSTA DE

I NGLATERRA ,

CONOCE A UN VIEJO MARINERO BORRACHO Y MALHUMORADO , QUE AL MORIR DEJA EL MAPA DE UN TESORO : UN CODICIADO ALIJO DE ORO Y PLATA ENTERRADO POR EL LEGENDARIO PIRATA

F LINT

EN UNA LEJANA ISLA TROPICAL .

ISBN 978-84-18075-43-8

Preservamos el medio ambiente • Reciclamos y reutilizamos. • Usamos papel de bosques gestionados de manera responsable.

9 788418 075438


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