De cómo fui juez

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De como fui Juez Mauricio Obarrio

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De c贸mo fui juez



De c贸mo fui juez

Mauricio Obarrio

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Obarrio, Mauricio De como fui juez. - 1a. ed. - Buenos Aires : Eder, 2011. 112 p. ; 20x14 cm. ISBN 978-987-26172-8-8 1. Autobiografía. I. Título.

Fecha de catalogación: 30/05/2011 Edición y diseño: Javier Beramendi Auspiciado por la Institución de Magistrados Judiciales de la Nación en Retiro. Fundada el 19 de diciembre de 1960. Sede en Suipacha 576 – 4° piso, Oficina 1 – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Teléfonos (011) 4322–4863 y 4322–8658 E–mail: instituciondemagistrados@speedy.com.ar © 2011, eder Perú 89, 5° piso. Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Teléfonos (011) 15–5752–3843 editorialeder@gmail.com http://editorialeder.blogspot.com Reservados todos los derechos. Queda prohibida, sin autorización expresa de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático. Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723 Impreso en Argentina isbn 978–987–26172–8–8


Consejo Directivo (2009–2011) Presidente: Pedro Alfredo Miguens Vicepresidente 1°: Eduardo José María del Rosario Milberg Vicepresidente 2°: Pablo Federico Galli Villafañe Secretarios: Jorge Raúl Moreno Jorge Horacio Otaño Piñero Tesoreros: Rómulo Eliseo Di Iorio Ernesto Benito Ure Vocales: Jorge Arana Tagle Hortensia Dominga Gutiérrez Posse Carlos Alberto Leiva Varela Mauricio Obarrio Enrique Horacio Alvis Vocales Suplentes: Julio César Dávolos Octavio David Amadeo Carlos Felipe Balerdi Julio Carlos Speroni Juan Carlos Uberto Revisores de Cuentas: Rodolfo Ernesto Witthaus Gerardo Romeo Nani



Presentación

Es un placer para mí, presentar el trabajo de nuestro consocio el Dr. Mauricio Obarrio, cuyos relatos me recuerdan los momentos en los cuales hemos compartido en el mismo fuero Contenciosoadministrativo Federal, la difícil tarea de administrar justicia. Esa época quedó atrás, pero quedan grabados en la memoria las vicisitudes transitadas en un tiempo no tan lejano, aunque seguramente distinto, tanto en los estilos como en las costumbres, sin que con esto trate de aproximar un juicio de valor. Agradezco esta presentación del Dr. Obarrio, que revive seguramente para nuestros asociados, el orgullo de haber pertenecido, en forma activa, al Poder Judicial de la Nación.

Pedro A. Miguens Presidente



Prologo

1. — El efectivo acceso a la justicia Este libro tiene innumerables valores, en primer lugar por la necesaria polémica que es de esperar habrá de provocar sobre el alcance o la existencia efectiva del acceso a la justicia en el orden nacional que el autor centra —con sustento en la realidad— en la acción de amparo, la legitimación de los intereses difusos y el recargo de tareas jurisdiccionales por la insuficiencia de juzgados. 11


2. — El análisis realista del problema La segunda gran virtud de esta obra es poner sobre la mesa aspectos de la realidad que todo el mundo forense conoce, pero que pocas veces han dado lugar a exposiciones escritas de los actores principales del proceso, quedando relegados a las conversaciones informales, fuera del conocimiento de la opinión pública. Pareciera existir una suerte de «tabú» para exponer y discutir estos temas, y también hay que felicitar al autor por la valentía en apartarse de él. Presta así a la justicia, desde afuera, parte del mismo servicio que le prestó desde adentro al cambiar, como él mismo lo cuenta, su formación tradicional y tratar de innovar en procura de hacer justicia. El Juez Obarrio, valiente innovador en su último paso por la justicia, prosigue así su labor avanzando ahora contra algunos de los obstáculos que le llevaron a dejar de intentar ejercerla. 3. — Las presiones externas y la existencia de un Poder Judicial independiente Cualquier lector informado que haya leído la breve explicación de Jonathan Miller al fallo Marbury vs. Madison sabe que en todo asunto existe un contexto socio-político que influye en la decisión del tribunal. 12


Sabe también que hay intereses sociales y económicos en juego que es necesario componer adecuadamente en el acto de hacer justicia en el caso singular. Y no desconoce que existen cabildeos, entretelones, pasillos. También supone que habrán de ejercerse presiones. De esta compleja argamasa, el Juez Obarrio escoge desarrollar una que obviamente templó y puso su espíritu a prueba en su paso final por la magistratura. Entre las presiones externas que menciona se encuentran desde la más ingenua y legal de que acompañen un escrito determinadas firmas, pasando por la omnipresente presión de los medios de difusión que perturban, con sus comentarios, la necesaria tranquilidad de espíritu con que debe obrar el magistrado, llegando en el clímax a las más ominosas presiones de los poderes públicos y sociales que quieren a veces imponer una determinada decisión sobre el juez. En esa lista de situaciones cabe incluir también, y se infiere del libro de Obarrio, las presiones que ejerce el propio medio o «familia» judicial, con su natural bús­queda de coherencia, uniformidad, sistema, que puede también desde otra perspectiva llegar a ser conformismo a un orden establecido, resistencia al cambio, etc. 13


4. — No importa lo que el Juez dice que hace, sino lo que hace Nos habla el autor de su inseguridad, y es ello re­ confortante, ante la máxima popperiana de que «Nunca se puede estar seguro de nada». Todos los grandes juris­tas han manifestado su inseguridad al decidir, y si la pertenencia a este grupo no hace del autor ni de quienes estemos con él grandes juristas, sí hace no juristas, no hombres de ciencia, a quienes crean poder manejarse con certezas y verdades. Confirma Obarrio, plenamente, el axioma de que «no importa lo que un Juez dice que hace, sino lo que hace», y por ello su relato acerca de cómo optó por ha­ cer sentencias breves, renunciando a darles abundante sustento jurisprudencial o doctrinario, deja incólume su afirmación de que hacerlo de otro modo no hubiera cambiado su decisión en el caso, y sólo hubiera signifi­ cado resolver menos casos, hacer menos sentencias, por ende dejar más abierta la privación de justicia. El autor destaca que una sentencia tardía es de­ negación de justicia, y considera que una sentencia par­ca no lo es, si es oportuna. Es casi obvio, pero no fue ese el final de la historia judicial del Juez Obarrio. La parquedad de sus sentencias, que fuera primero ob14


jeto de comentarios irónicos en la alzada, y que finalmente llevó a algunas salas a anular en lugar de revocar sus pronunciamientos, no impidió nunca ver con toda cla­ridad qué era lo que el Juez Obarrio estaba decidiendo, y esto era más que suficiente para los justiciables. Tal vez nadie pensó que exfoliaba un buen juez cuando ironizaba a su costa, o cuando en algún caso puntual se anulaba su sentencia; tal vez nadie sacó la cuenta del porcentaje de casos en que sus pronuncia­ mientos innovativos fueron finalmente confirmados por la Cámara o la Corte, infinitamente superior al de pro­nunciamientos revocados o anulados. Tal vez nadie pensó que sancionándolo estaban dis­ minuyendo aún más el acceso a la justicia en la Argen­tina. Tal vez demasiados sintieron en él un opositor al gobierno, no advirtiendo que parte de un buen gobierno es tener una justicia que lo controle y le anule sus actos cuando los perciba ilegítimos. Tal vez no advirtieron que un órgano de control que sirva de algo, debe precisamen­te criticar y en su caso invalidar la acción del gobierno de turno a tiempo, y no llegar con su sentencia recién cuando el gobierno ya cambió, y la sentencia sólo al­canza al gobierno anterior. Tal vez molestaron sus me­didas cautelares, los amparos que tramitó con celeridad procesal. Tal vez los poderes pú15


blicos no comprendieron que jamás debieron permitir que órganos menores del Estado se pronunciaran públicamente en contra de un magistrado de la Nación, y olvidaron sancionar a los funcionarios administrativos que comenzaron a perse­guirlo y hostigarlo. Tal vez todos se dejaron llevar por el rechazo a lo diferente, a lo extraño, aquello que por ser distinto parece constituir una amenaza, por poder lle­gar a erigirse en ejemplo de conducta a imitar antes que rechazar. En todo caso, ido ya Obarrio de la Justicia por la suma de propia y ajena determinación, sigue el poder público disconforme con la justicia: que hay demasia­ das condenas contra el Estado, demasiados juicios ga­ nados por particulares, condenas demasiado altas, etc. Preocupación ésta que no parece ser exclusiva del go­ bierno nacional, sino compartida por los gobiernos pro­vinciales. Y que no parece haber merecido demasiados comportamientos en sentido contrario de los restantes grupos de poder (o sea, proyectos de ley aumentando el número de juzgados en esta materia para llevarlo, en relación con la población, al siguiente escalón mínimo, el de los jueces penales). Parece como si todos estuvieran en el fondo de acuerdo, lo mismo que en no instituir el Defensor del Pueblo, no hacer justicia barrial o de menor cuantía 16


pa­ra la defensa del consumidor, no promover la tutela ju­dicial del medio ambiente y de los intereses difusos, el derecho a la salud y a la vida, etc. Viene pues oportuno el libro de Obarrio, con re­ flexiones que preceden a este último embate que ahora se cierne sobre sus ex pares, para que tanto la ciudada­ nía como el poder, y el poder judicial en particular, vuel­van a re-pensar en qué grado real se encuentra el efecti­vo acceso a la justicia en la Argentina, y qué se puede hacer por mejorarlo o instituirlo por primera vez en forma sistemática y generalizada, al alcance de todos, como si fuera un derecho de todos los ciudadanos o ha­bitantes y no el privilegio de algunos pocos a los cuales el sistema, de hecho y de «derecho», apenas entreabre una muy pequeña rendija de sus puertas. Veamos qué más tiene que decirnos un ex Juez al respecto. 5. — Resolver en contra por cuestiones formales, o entrar al fondo de la cuestión Para que el juez no se atenga a cuestiones forma­les al rechazar la acción de amparo, como el autor nos cuenta hacía en su etapa inicial, y sepa superar las va­ llas formales para hacer justicia pronunciándose sobre 17


el fondo de la cuestión, necesita él mismo no verse su­perado por el número y atraso de todas las causas de su juzgado y el permanente y endémico recargo de trabajo. La jurisprudencia y los pronunciamientos denegan­ do justicia por cuestiones procesales no son sino una respuesta inevitable de un sistema sepultado por lo que percibe la avalancha de casos, la agresión de los justicia­bles, el embate de los abogados que pretenden llevar causas a los tribunales en procura de justicia... Si esto ocurre es humano que en una suerte de autodefensa el sistema de órganos jurisdiccionales, ca­ maristas, jueces, empleados, busque cerrar las vías de acceso a la justicia, y nada más fácil que hacerlo por los infinitos argumentos procesales que nuestra juris­ prudencia de todos los tiempos ha sabido crear. La cla­ ve, nuevamente, es el recargo de trabajo fruto de la es­casez de juzgados. 6. — El remedio heroico de la delegación de justicia Quienes frecuentan la experiencia de la judicatura conocen que una de las formas de enfrentar el problema del recargo de tareas es distribuir trabajo entre los em­pleados del juzgado. 18


Es un secreto a voces que los estudiantes de dere­cho hacen sentencias. Como nos decía un excelente juez de otra jurisdicción, a cuyo juzgado entran 6.000 causas anuales, no tiene más remedio que elegir las causas más importantes para decidirlas él mismo, y en el res­ to, tratar de que sus empleados hagan la mejor justicia que puedan. El propio Obarrio nos lo cuenta de sus tiempos de empleado en la justicia, y aunque no nos informa acerca de si esto también ocurrió cuando Juez, es obvio de su relato que eligió el camino opuesto, es decir el de es­tudiar y redactar él mismo sus sentencias. Pero delegar o no la justicia en los empleados, por más grave que parezca, no es lo esencial: lo cierto es que ni siquiera con el remedio heroico de que todos los empleados del juzgado resuelvan, sean abogados o estu­diantes de derecho, o ni siquiera estudiantes de derecho —que también los hay—, se llega al desiderátum de un número suficiente de órganos con función jurisdiccional, que puedan resolver en tiempo oportuno el número de causas que la población tiene derecho a llevar, pero no puede llevar por falta de jueces y hasta de empleados que hagan de juez. Faltan jueces en medida mucho más heroica que la solución heroica de que los empleados hagan sentencias. 19


Resulta así que tanto el rechazar acciones por as­ pectos formales y no de fondo, como el dictar sentencia en tiempo oportuno, o poder efectuar un más acabado estudio del caso, todo depende del número de juzgados en relación con la población. 7. — El número de causas entradas y salidas cada año De todos modos, aún trabajando al máximo en lo que denomina «tarea de titanes» de tener al día un juz­gado, lo cierto es que al alejarse Obarrio de sus funcio­nes, tenía conciencia que en su juzgado estaban entran­do cerca de dos mil causas anuales, en tanto salían de su despacho poco más de mil quinientas. Surge de allí, una vez más, que ni siquiera en una tarea de titanes, ni siquiera con sentencias parcas o de «carta documento» como lo expresa el autor, se logra acceso a la justicia, si no se aumenta el número de jue­ces y se lo establece y actualiza en relación con la pobla­ción. Esta necesaria correspondencia del número de jue­ces con la población, que el autor también plantea, y esta enumeración de causas entradas por año, que del mismo modo corresponde vincular a la población, da la medida exacta del acceso a la justicia o su denegación y privación. 20


También, se relaciona, desde luego, con el interés de los particulares en defender sus derechos frente a la administración, que el autor destaca como necesario, por cierto, pero que resulta interdependiente de que existan jueces suficientes que en tiempo razonable puedan darle una decisión, buena o mala, adversa o favorable, sobre el fondo de la cuestión. En materia penal, a título de ejemplo, hay un juez por cada 50.000 habitantes en la Capital Federal, y un juez penal cada 300.000 o 350.000 habitantes en el Gran Buenos Aires. Si a ello se suman parecidos guarismos en materia de número de policías, móviles, institutos de detención, etc., fácil es encontrar una explicación con­currente de por qué en dicha área ciertas formas de cri­minalidad presentan aparentemente mayor frecuencia o en todo caso menor efectividad en la represión del sistema institucional. En materia civil y comercial, por lo general y salvo para los asuntos de menor cuantía, en la Capital Fede­ ral hay juzgados donde se puede acudir a peticionar ac­ceso a la justicia. No hay en cambio justicia barrial ni para cuestiones de vecindad, ni para la tutela del con­sumidor que adquiere una mercadería cualquiera en un negocio, etc. 21


Pero es en materia administrativa donde la canti­dad de juzgados y de asuntos excede lo meramente cuan­ titativo para transformarse en cualitativo, en verdadera sistemática privación de justicia. Sigamos considerando la Capital Federal: seis jue­ces federales en materia administrativa para tres millo­nes de habitantes daría un juez por 500.000 habitantes, peor que los juzgados penales en el Gran Buenos Aires. No sea entonces de extrañar que los índices de crimi­nalidad en aquella zona guarden razonable comparación con las irregularidades administrativas que no pueden llevarse a la justicia en la Ciudad de Buenos Aires. La cuestión es con todo peor que lo que tales nú­meros sugieren, pues a los tres millones de habitantes de la Ciudad de Buenos Aires hay que agregar los cinco millones de habitantes del Gran Buenos Aires que son usuarios de los servicios de la administración situada en esta ciudad (hospitales, grandes empresas públicas na­cionales de gas, teléfonos, transporte aéreo y ferroviario, electricidad, provisión de agua, etc.), y los administrados de todo el país que deben demandar a la Nación en su propio domicilio, o sea en la Capital Federal. Sean diez millones de justiciables potenciales, u ocho millones, o seis millones, de todos modos, estamos en los grandes números: más de un millón de «justiciables» por 22


cada juez de primera instancia. Pensamos que desde esta perspectiva cualicuantitativa y estadística, no puede, sino arribarse a la conclusión de que no existe, simplemen­te, poder judicial al cual acceder. Por cierto, que a esta grave aseveración pueden opo­ nérsele las aproximadamente dos mil causas que cada año entran a cada juzgado. Pero la cuenta se puede re­ hacer: diez millones dividido diez o doce mil implica en trazos gruesos que sólo una persona de cada mil tendrá posibilidad de acceder a la justicia, cada año. Si toma­mos como ejemplo los 20.000 estudiantes de derecho, 20 de ellos pueden llegar a acceder a la justicia, estadística­mente hablando. Ahora bien, considerando: 1°) la lentitud de la justicia, 2°) la cantidad de valladares formales que aplica la jurisprudencia (llámense «habilitación de instancia», «untamiento de la vía administrativa», plenario «Petracca», «vista al fiscal», «cuestión susceptible de mayor debate y prueba», «existencia de otra vía», «no impugnación de actos generales en forma directa», «no declara­ción de inconstitucionalidad de actos», no legitimación de los intereses difusos o legítimos, interposición del re­miso en tiempo y forma, etc.), 3°) la lógica incertidumbre en cuanto al resultado, 23


4°) el necesario pago del impuesto de justicia, 5°) el tener que recurrir a un abogado, 6°) afrontar los gastos de pericia, 7°) las costas del juicio en caso de perderlo, y 8°) teniendo en cuenta el contexto social y político en que, desde el poder se presiona a los jueces, como lo cuenta Obarrio y lo saben todos quienes viven en la realidad, fácil es saber que la fila teórica de mil justiciables se ve ab initio muy raleada. Si de cada mil justiciables sólo uno puede acceder a la justicia, y aun ese uno no entra al Paraíso, sino a un lugar kafkiano donde habrá de librar todas las batallas que venimos de enumerar, afrontar los gastos, asumir los riesgos, exponerse al poder público, a veces a todos los poderes públicos, incluso la prensa, más escueta se vuelve otra vez la fila imaginaria. Muchos dirán, muchos dicen, que ni en sueños se colocan en esa fila de aspirar a acceder a la justicia. La maldición gitana «Que tengas juicios, y los ganes» es así una doble manifiesta imposibilidad. No es simple­mente posible, estadísticamente, tener juicios contra el Estado, no más de uno de cada mil ciudadanos por año. Repensemos ahora quiénes se encuentran hipotética­ mente en esa posible lista de mil justiciables de impo­ sible acceso a la justicia. 24


Son parte de los millones de usuarios queriendo re­clamar por su factura de gas, de teléfono, de obras sa­nitarias, por el boleto de transporte, por el servicio mal prestado o dejado de prestar, por la obtención de la conexión al servicio, por los actos de la administración nacional centralizada y descentralizada; son los millo­nes de jubilados y pensionados, los usuarios de servicios hospitalarios, los lectores de los medios de difusión ma­siva que se oponen al derecho de réplica y no lo reco­nocen espontáneamente a quienes atacan desde sus pá­ginas. En la misma cuenta hay que poner al millón de empleados públicos que quisieran reclamar por su ca­rrera, su salario, su ascenso, sus concursos, su estabilidad. En esa lista entran, por fin, los grandes contratistas y proveedores de la administración, los grandes intere­ ses perjudicados o lesionados por el Estado, y alguno que otro individuo motivado o exacerbado más allá de lo razonable, como para querer entablar pleito a pesar de todo. Allí se encuentra la selección del uno por mil que componen, en materia administrativa, la clientela del po­der judicial existente y posible, aquel que está concebido a razón de un juez y dos mil causas por cada millón de habitantes o más. 25


¿Puede uno extrañarse que los juicios contra el Es­ tado, en tal situación de inaccesibilidad de la justicia, estén constituidos por dos grandes grupos de casos: a) los asuntos de elevado monto económico, en que el empresario no tiene más remedio que sortear todas las vallas, afrontar todos los riesgos, soportar todos los costos del sistema, para intentar recuperar el quebranto que el Estado le impuso; b) los asuntos «exóticos», «raros», «quijotescos», «de moda», etc.: aparecen allí de tanto en tanto sean los depósitos en dólares, los pasajes de Aerolíneas, la crotoxina, algunas acciones de amparo de algunos indivi­duos lesionados por la administración, hermanados to­dos por la igual situación de relativo poder en la socie­dad (no era «cualquiera» que iniciaba la acción de am­paro), etc. Si ésta fuera la realidad, si estas reflexiones que el libro del Dr. Obarrio provoca fueren conjeturas razona­ bles, cabe entonces concluir que, en la Argentina de hoy y de siempre, a nivel nacional —¿y por qué no provin­cial?— el acceso real y efectivo constituye nada más que un mito, nunca una posibilidad real y concreta al alcan­ce de todos y cada unos de tales miles y millones de ciudadanos. ¿Soluciones? Primero, que indaguemos si esta es el efectivamente la realidad. La lectura de la obra que pro26


logamos hace indispensable el aporte de cada lector a través de la reflexión crítica, pero informada empírica­ mente. Si la hipótesis del prologuista, encendida en esta oportunidad por la llama viviente de la obra, no fuera demostrada falsa y, si todos tomáramos conciencia de que esta realidad impide la vida civilizada en sociedad, con­sagra la ley de la selva, la justicia por mano propia, la venganza, la corrupción, el amiguismo y la influencia co­mo modos de encarar los asuntos de la administración pública por los particulares, o el descreimiento, la de­sesperanza, la falta de fe, el cinismo, y si queremos pa­liar o evitar todo esto y tener realmente vigente un efi­caz acceso material a la justicia en materia administra­tiva, entonces podremos pasar al punto siguiente, la ine­vitable y única conclusión posible. Hay que aumentar el número de jueces en materia administrativa para que llegue por lo menos al número de jueces penales por habitante, y todavía sería ínfimo. Un juez por cada 50.000 usuarios de los servicios nacio­nales, a razón de ocho o diez millones, da como resultado doscientos juzgados contenciosoadministrativos más en el orden nacional, nada más que en primera instancia. Hoy hay seis, antes había tres, mucho antes había uno. Saque el lector las consecuencias, diga el lector si con esta 27


relación de usuarios-juzgados-causas, existe en la realidad el acceso a la justicia en materia administra­tiva. Lea el potencial justiciable el relato de un juez que intentó estar al día en su juzgado, quiso obrar con inmediación, redactó él mismo sus sentencias aunque fue­ran cortas, se equivocó muchas veces pero acertó bas­tantes más, soportó con estoicismo las presiones del me­dio y de los medios, fue sancionado por sus superiores; repase estadísticas el lector, ajústelas, corríjalas, saque cuentas más exactas que las de trazo grueso de este pró­logo, y vuelva a formularse la fundamental pregunta. Agustín Gordillo

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Nota preliminar

La primera (y única) edición de este trabajo fue en 1988, es decir, hace ya veintitrés años. Ha pasado mucho tiempo y algunas de las discusiones que entonces se planteaban han quedado ya desactualizadas. En especial, la posibilidad del acceso a la justicia por medio de la acción de amparo en defensa de “derechos de incidencia colectiva”; nombre que en aquel tiempo se denominaba a la negada “acción popular”. Traigo esto a colación, con alguna dosis de orgullo, tal vez inapropiado, pero fueron tantas y tantas las crí29


ticas que en esa época recibí que mi diablo personal, que habla al oído en mi oreja izquierda, me alaga diciendo que todas las cuestiones que resolví, en medio de innumerables escollos, tienen ahora jerarquía constitucional con la reforma de la Constitución Nacional de 1994 (amplitud del amparo, que pasó de remedio excepcional a garantía constitucional; ejercicio de accionar en derechos de incidencia colectiva, medio ambiente, etcétera). De tal manera, esa aparente desactualización no es otra cosa que la demostración de la dinámica del derecho y, quizá, mi pecado sólo fue haber estado fuera de época. Buenos Aires, abril de 2011.

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Introduccion

Durante mucho tiempo mi mujer estuvo em­peñada en la tarea de convencerme para que es­cribiera algo relativo a temas de mi especialidad. Vano esfuerzo fue el suyo pues chocó contra una pared de granito, ya que mi negativa fue ro­tunda toda vez que no estoy acostumbrado a tra­bajar sobre abstracciones, sino que por el con­trario siempre tuve que concentrar mi atención en casos concretos. De allí que no me sintiera en condiciones de satisfacer aquella inquietud fa­miliar. Por otra parte, y ante las inevitables insis­tencias del caso, no pude menos que preguntarme sobre qué podría 31


elaborar que no estuviera ya dicho, puesto que en modo alguno me interesaba formular una mera recopilación de doctrina, ju­risprudencia o de opiniones que no fueran propias. Luego de alejado de la función judicial, y en esa inevitable etapa de semi-desocupado, en un almuerzo al que el Dr. Gordillo tuviera la gentile­za de invitarme, surgió la proposición de este pro­fesor instándome a escribir unas líneas contando mi experiencia como Juez en lo Contenciosoadministrativo Federal. Confieso aquí, que si bien encarar esta tarea me asusta un poco, significó un desafío que me entusiasmó, por lo que, más allá de lo que pueda salir, y puesto que no se presentaban los escollos que antes me impedían acceder al pedido conyu­gal, me decidí a intentar esta —para mí— ardua empresa. Es así pues, que relataré lo que estime impor­tante en mi vida como Juez y trataré de ese modo, lograr dar una idea de cómo el pensamiento de un magistrado puede ir modificándose de forma lenta pero firme y, en un momento dado, al ha­cer un alto en la diaria labor, pueda uno mismo asombrarse de la distancia que lo separa de las convicciones jurídicas que traía al prestar jura­mento. Para tratar de dar una idea clara de esto, se me ocurrió conveniente poner como ejemplo, el cambio o evolución 32


del concepto y alcances que desarrollé con la acción de amparo. En tal cambio, deseo que de un pantallazo se pueda advertir mi concepción sobre los dere­chos del hombre, y el avance del Estado sobre estos. Espero que, aunque no se compartan mis ideas, se aprecie mis intentos que creo no han si­do del todo vanos. No pretendo escribir un trabajo de tipo cien­tífico, puesto que no es mi especialidad; haré algo sencillo que responda más a mi personalidad. Para englobar mi labor como Juez, incluyo un capítulo sobre la denominada «Acción Popu­lar» y otro relativo a la «Crotoxina». Creo también indispensable la necesidad de incluir unos párrafos relativos a lo que entiendo como fundamental en la función que cumplen los jueces en nuestra sociedad. Me lanzo entonces a comenzar esta tarea que dedico a mi mujer y a mis hijas. San Isidro, julio de 1987.

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Capitulo i los comienzos

No bien concluí con el bachillerato, ingresé a trabajar en Tribunales con más vocación por el sueldo que percibiría por mi desempeño en la categoría más baja del escalafón, que por una real y decidida necesidad espiritual de adminis­trar justicia. Mi inclinación por la ciencia del Derecho y por la función judicial nacieron sin que yo me diera cuenta, y fueron creciendo muy lentamen­te, del mismo modo en que avanzaba en la carre­ra de abogacía y ascendía los peldaños inferiores de la carrera; y, si bien ambas actividades se de­ 35


sarrollaban en forma similar, es justo destacar que, si bien es cierto que nunca obtuve un sobre­saliente, también lo es que, nadie como yo, cocía los expedientes de Secretaría con tanta prolijidad y rapidez. Lo real es que obtuve mi título de abogado y, luego de un paseo por la actividad privada, fui designado secretario de primera instancia en el año 1971. Después de una breve pero fructífera estadía en Cámara, accedí a la magistratura como titular del Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Contenciosoadministrativo Federal N° 3. Corría el mes de octubre de 1976. Si bien acepté con entusiasmo esta tarea, con­fieso que en ese momento no me encontraba ple­namente capacitado para ocupar ese cargo. Creo que me faltaba bastante experiencia, pe­ro la realidad mostraba que esta falencia no me era exclusiva, pues, los cambios de gobierno ocu­rridos en 1973 y en 1976, provocaron un vacia­miento del poder judicial. De allí que fuimos va­rios los que pasamos a desempeñarnos como jue­ces necesitando un «andador». Ese entusiasmo momentáneamente se conge­ló luego del juramento de rigor; me asusté cuan­do quedé solo sentado en mi escritorio frente a una enorme cantidad de expedientes. El interro­gante surgió solo... ¿Qué hago yo aquí? 36


Sentí como si mi mente se hubiera bloquea­do y mi cerebro fuera impermeable a toda idea. En síntesis, tenía una parálisis que me impedía razonar. Es que mi respeto por la justicia era tal que temía no poder desempeñarme correctamente. Luego de más de diez años en el ejercicio del cargo y, hasta el día de mi renuncia, si bien su­peré esa parálisis inicial, nunca abandoné el te­mor de no estar a la altura de lo que el cargo de juez me exigía. Retomando el hilo dejado, recuerdo que, con el correr de los días, esa telaraña fue poco a poco diluyéndose y pude entonces comenzar a traba­jar. La cantidad de expedientes era enorme y, pa­ra poner el Juzgado al día y sin atraso, tomé una decisión que aún ahora no me arrepiento y que me marcó para el resto de mi vida como magis­trado. Dada la cantidad de causas que se encontra­ban en estado de dictar sentencia, o para resolver sobre algún incidente procesal, me encontré con que tenía —amén de trabajar sin descanso— só­lo dos opciones: o le dedicaba a cada uno de esos expedientes un tiempo tal como para sacar una sentencia no sólo fundada en derecho (lo cual es obvio), sino que acompañada de abundante apo­yo doctrinario y jurisprudencial, reiterando conceptos para alejar cualquier duda interpreta37


tiva; o por el contrario, dictaba sentencias fundadas en ese mismo derecho, pero escuetas y breves, tipo «carta documento». La primera de estas alternativas ofrecía la ventaja y el atractivo de lograr una sentencia más pulida, pero, en el plano de las necesidades glo­bales del Juzgado, no permitía remediar ese atra­so que era indispensable erradicar. Pensé —y pienso— que esa demora conspiraba contra una eficaz administración de justicia, y que, en orden de prioridades, la denegatoria que puede signifi­car una demora era mucho más perjudicial que sentencias parcas. Era necesario el dictado de las sentencias en un tiempo razonable. Por tales motivos, me decidí por la segunda de esas alternativas, lo que me permitió poner rápidamente en orden el Juzgado. Es oportuno aclarar que esta opción no conspiró contra la cer­teza de la parte dispositiva de la sentencia, sino a lo sumo, pudo disminuir la calidad de sus con­siderandos; mas en definitiva, la solución sería la misma, ya sea que adoptara uno u otro de los caminos a seguir. De allí fue que se incorporó a mi método de trabajo la característica de la brevedad, lo cual trajo algunas críticas por lo parco de mis deci­siones. 38


Ahora, alejado de la función, no me arrepien­to de la decisión que adoptara en aquella época, puesto que me permitió, durante más de diez años, trabajar con la tranquilidad que importa tener el Juzgado al día, no sólo en sus sentencias defi­nitivas y en sus interlocutorios, sino también en el movimiento diario del trámite corriente de to­dos los expedientes. Al recordar esas épocas, y al pensar en esas montañas de causas, advierto que en realidad, frente al cúmulo de tareas actuales, no pasa­ban de simples colinas de suaves pendientes, frente a lo abrupto que en este momento resulta el terreno por donde pasa la labor judicial en el fuero contenciosoadministrativo federal. Es hoy tarea de titanes poder tener al día un juzgado, ya que los expedientes han incrementado en tal for­ma que resulta casi imposible dictar las senten­cias dentro de los plazos procesales obligatorios, pero, esa vocación por administrar justicia que llevamos todos quienes fuimos jueces, es lo úni­co que, a mi modo de ver, permite seguir con áni­mo cumpliendo esa difícil tarea que día a día realizan los magistrados. Lo amplio, lo vasto y complejo del espectro que abarca el tema relativo a la competencia de los tribunales en lo contenciosoadministrativo fe­deral, que va desde controversias suscitadas en un contrato de obra 39


pública hasta una ejecución fiscal, pasando por prescindibilidades, modifica­ciones al haber de retiros militares, repeticiones de impuestos, multas aduaneras, reparación a restricciones de derechos constitucionales, etc..., obliga a los jueces a emprender una tarea que sin duda excede sus posibilidades materiales, lo cual no siempre es comprendido por quienes liti­gan. Las críticas abundan, pero es necesario te­ner en cuenta que la responsabilidad por la len­titud en la marcha de los procesos, no pasa pre­cisamente por la inactividad de quien administra justicia. Ese estado de cosas hace que, lamentablemen­te, jueces y juzgados se conviertan en máquinas de dictar sentencias, las que se tornan, de tal modo, frías y desprovistas de calor, de humanidad. Ello va en desmedro del principio de inmediación que es indispensable mantener para no correr el ries­go de dictar sentencias alejadas de la verdad, de la justicia. En mi caso particular, con el correr del tiem­po y consolidado en el cargo, advertí con tristeza que más que juez era un funcionario que no cum­plía en forma cabal con la misión que específica­mente me exigía la Constitución Nacional, puesto que poco era lo que aportaba en aras de afianzar la justicia, de dar a los particulares lo que les correspondiere por derecho. 40


Fundamentalmente, creo que la confianza, que se ha de transmitir a los particulares sobre la eficacia de la justicia, se encontraba ausente. Nunca dimos la imagen de un Poder Judicial eficaz, dinámico, capaz de resolver los problemas que plantean los particulares; no dimos seguridad. Es aquí indispensable puntualizar que, como antes dijera, ello no se debe a falencias humanas de quienes integran in totum el cuerpo judicial, sino que guarda íntima relación con faltas presu­puestarias que llevan consigo un sinfín de pro­blemas que no pueden encontrar solución sin que previamente se repare la causa que los genera. Así es como la cantidad de Juzgados no guarda relación con el número de habitantes; faltan medios técnicos adecuados, etc... En fin, todo esto conspira para que la labor de los jueces no pueda ser lo necesariamente eficaz como el país lo requiere. En los primeros tiempos, la tarea era mucho más simple; había solo tres juzgados, lo cual per­mitía un permanente contacto entre los jueces, quienes, reuniéndonos periódicamente, nos ponía­mos de acuerdo en un sinfín de pequeñas cosas que hacían a la marcha de los tribunales a nues­tro cargo. Esto redundaba en beneficio de litigantes, que no encontraban diferencias entre un juzga­do u otro —excep41


to en las cuestiones fundamen­tales— y podían sin sobresaltos llevar sus plei­tos sin contratiempos procesales. Era común, también, que con un simple lla­mado telefónico a alguno de los jueces, tomára­mos de inmediato una decisión común. Reinaba una armonía sumamente provechosa. Por otra parte, el movimiento de empleados derivado de ascensos, pases, etc. no resentía el trabajo pues­to que este era similar en las distintas secretarías. En esos remotos tiempos, frente a un café, en el despacho del Dr. Gauna, o del Dr. Cermesoni, o en el mío, adoptábamos políticas uniformes aunque alguno de nosotros no coincidiera con el resultado adoptado, pero transábamos en aras de esa indispensable unidad. Era un modo de trabajar no sólo provechoso, sino que también gratificante. Por otra parte, de esas charlas yo recibí muchas enseñanzas, más allá de que, en lo esencial, estemos ahora en las an­típodas. Guardo un gran recuerdo de esa época. Con la ampliación del fuero todo cambió. Ya éramos seis jueces, y aquella fluidez en el diálogo se perdió. Las reuniones periódicas continuaron en un primer momento, pero poco a poco se fueron dis­tanciando hasta desaparecer, ya que no condu­cían a nada concreto, puesto que se tomaba una decisión común adopta42


da por todos, mas luego esta no se llevaba a la práctica. A mí, personal­mente, me enferma volver a discutir un tema ya agotado. Así fue como cada uno de los juzgados se fue aislando y encerrando en su propio mundo, lo que produjo, como es natural, un distanciamiento casi caótico. Sobre una simple cuestión, el Juzgado tal di­ce A, y el cual afirma B; cuando otro no expresa nada. Fácil es advertir el desconcierto de los pro­fesionales, que según sea el tribunal que le co­rresponda por turno, tendrá que utilizar un có­digo de procedimientos distinto. En otro orden de recuerdos no puedo olvidar lo que significó para mí trabajar con jueces co­mo Erlich Prat y Senestrari; fue un honor y es motivo de orgullo. Más allá de su hombría de bien, que doy por descontada, del primero aprendí el trato cordial y amable con los subordinados sin perder jamás su natural autoridad. No dejo de recordar una anécdota que me marcó y que Erlich Prat me confesó que ha olvi­dado. Cuando ya estaba en un estado avanzado de mi carrera, me dio la oportunidad de ocupar­me de tareas más importantes que las inherentes a mi cargo, permitiéndome hacer proyectos de sentencias; al presentarle uno de estos 43


trabajos para su corrección, salió a la luz la calidad de las partes, y el Juez me dijo: «Obarrio, acordate que los pleitos no tienen carátula; hay quien pierde y quien gana, según tenga razón, más allá de las personas de las partes». Tal fue la enseñanza, y tal la sencillez de Er­lich Prat, que, como dije, no la recordaba. Senestrari era distinto, se encerraba en su despacho y de allí no se movía; solía decir que se desayunaba dictando una sentencia de adua­nas. Estaba en su cubil y le decían «El oso». De él aprendí el valor del trabajo ininterrum­pido, el método y su eficacia. Una anécdota lo pinta de cuerpo entero. Trabajábamos en horario de invierno, (has­ta 1973, de marzo a noviembre el horario era de 11.30 a 18 horas), y al concluir una jornada, tu­vimos que concurrir a la proyección de dos pe­lículas que estaban ofrecidas como prueba en un juicio de amparo. Salimos de la sala de proyec­ción pasadas las 23 horas, y Senestrari, en vez de ir a su casa, volvió al Juzgado a dictar senten­cia; «así aprovecho que tengo todo fresquito». Casi me desmayo. Aprendí mucho con él y estoy convencido de lo injusto que fue su arbitrario alejamiento del Poder Judicial. Fue uno de nuestros mejores y más puros jueces. 44


Sin haber podido tener el honor de trabajar con ellos, no son ajenos a mi formación los in­tegrantes de la vieja Sala Federal en lo Contenciosoadministrativo, doctores Heredia, Gabrielli y Beccar Varela, que marcaron rumbos que aún perduran, y al releer sus sentencias siento nos­talgia por un Tribunal que se ha ido y que no pudo aún ser reemplazado. Con Gabrielli y Be­ccar Varela, me unen además lazos afectivos que hoy son difíciles de encontrar. No es nombrar por nombrar ni por quedar bien, pero es indudable que un Juzgado es una unidad formada por un conjunto de personas; y si estas fallan, el Juzgado no camina correcta­mente. Por eso, desde el Juez hasta el auxiliar, deben marchar por el mismo rumbo, seguir el mismo camino. Debe haber un interés común que haga que el objetivo de todos sea el de brindar un mejor servicio. La ventana del Juzgado es sin duda la mesa de entradas; es la que está a la vista de los que litigan, por lo que la cortesía, la amabilidad, el buen trato y la idoneidad, son presupuestos que hacen la imagen del Tribunal. De ella hacia adentro, cada oficina cumple con su función —alguna anónima, pero no menos eficaz—; por ello, si el engranaje es armónico y está bien aceitado, la labor del Juez se ve suma­mente facilitada. 45


Eso me ocurrió a mí; quizá pequé por no haber transmitido ese sentimiento, pero es indu­dable que, sin la inapreciable colaboración del personal, mi carga no sólo hubiera sido más pe­sada, sino que mi tarea menos fructífera. Si alguna vez recibí alguna ponderación, a ellos se la debo. Cuando presenté mi renuncia y me despedí de cada uno de mis compañeros del Juzgado, sen­tí que habíamos formado un equipo que se rom­pía en ese instante. Para finalizar este primer capítulo no puedo dejar de tener presente a la cantidad de personas que de distintos modos me demostraron su soli­daridad no bien se enteraron de mi renuncia; gestos espontáneos que necesitaba y que me for­talecieron cuando ese apoyo se brindó. Como da­to curioso, advertí que esa mano de amigo no fue tendida por colegas de tantos años, sino por per­sonas con las que incluso no había tenido un tra­to regular. Cuando alguien se aparta del sendero ya fi­jado, puede inconscientemente sembrar rencores, los que al tiempo de la cosecha se presentan lle­nando de estupor a quien, como yo, inocentemen­te estaba ajeno a tal proceso.

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Capitulo ii De algunos inconvenientes con que tropiezan los jueces

Me parece necesario hacer un breve comen­tario respecto de varias dificultades que forman parte de la vida de un juez. Por lo menos, lo que escribiré realmente me ocurrió y fueron circuns­tancias con las cuales tuve que convivir. No cabe duda de que, todos aquellos hechos o actos que perturban el ánimo, redundan en per­juicio de nuestra labor. La tranquilidad de espí­ritu es indispensable para poder juzgar. Un ma­gistrado debe estar ajeno a ciertas vicisitudes que, en teoría, no deberían existir. 47


Pero lo real es que esas piedras están puestas en el camino, y hay que templar el carácter de modo que no trastornen la conducta. No parece razonable que la decisión final de un magistrado se aparte de los principios de jus­ticia y se aleje de lo que impone el derecho po­sitivo, según aquél lo entienda con sinceridad. Pero ocurre que esa voluntad puede verse coaccionada por hechos externos que tiendan a torcerla, y desvirtúen la esencia del acto juris­diccional. Pretendo, con estas líneas, prevenir a aque­llos que en un futuro accedan a la judicatura, a fin de que al aceptar el cargo de juez, sepan que no siempre es fácil ejercer esa función sin apar­tarse de la ruta correcta. Sin embargo, esos escollos pueden ser supe­rados con entereza de ánimo cuando uno está se­guro de sí mismo; si tiene confianza en sus pro­pias decisiones y si posee la firmeza de carácter como para impedir que los obstáculos y riesgos que se presenten puedan alterar la justeza de sus fallos o resoluciones. Me referiré específicamente a actitudes de personas u órganos con poder suficiente que tra­taron de desviar el resultado final de un pleito, o tuvieron por objeto ejercer presión sobre causas futuras. 48


Descarto expresamente todo aquello que ro­ce la calumnia, puesto que, en lo que a mí respec­ta, tales difamaciones fueron de tan bajo nivel que las rechazo como hechos que puedan tener incidencia en mi labor profesional. Reitero pues, que creo conveniente contar algunos hechos que me ocurrieron y cuya finali­dad, directa o indirecta, fue modificar el resulta­do final de algunas sentencias. Confieso que cuan­do tuvieron lugar no me inmutaron ni modifica­ron un ápice mi conducta; en su momento, ni los tomé en cuenta; pero ahora, pasado el tiempo y escribiendo sobre mis experiencias, creo que vale la pena incluirlos como anecdóticos. Es preciso señalar que las torpezas a que me referiré no son patrimonio de un gobierno de­terminado ni un partido político en especial, ni tampoco integrantes de algún órgano de poder en particular. Fueron hechos en que participaron personas de distintos partidos y de diversos po­deres, así como también de todos los gobiernos en cuyo tiempo ejercí la magistratura. Los intentos de presionar, de entorpecer la labor judicial, son elementos intrínsecos en la naturaleza de algunas personas; más allá del tipo de gobierno en el cual participen activamente. 49


Comenzaré pues a contar algunos de estos he­ chos tratando, en lo posible, de respetar su orden cronológico, dentro claro está, de lo que permita mi memoria. En noviembre de 1976, a poco de hacerme cargo del Juzgado, se me presentó un problema bastante delicado; un ciudadano uruguayo preten­dió ingresar al país y fue detenido por personal de Migraciones, donde se ordenó su inmediato regreso a Montevideo. Interpuesta demanda con­tra esta decisión, requerí los antecedentes del ca­so para analizar la legalidad de tal medida; allí fue donde comenzó el problema. En efecto, pocos días después recibí un oficio por el cual se me informaba que tales antecedentes no me serían suministrados pues revestían el carácter de «se­cretos» y hacían a la «seguridad nacional». Reiteré el pedido señalando que ese secreto no podía alcanzar a un magistrado puesto que de ser así no sólo se impediría actuar a la justicia, sino que el particular afectado carecería de posi­bilidad de recibir protección judicial; por otro lado, no advertí en qué podía afectar a la seguri­dad nacional el hecho de que tuviera a la vista las actuaciones en cuestión. Lo cierto fue que el ca­so llegó a Cámara y ese Tribunal confirmó mi re­ solución, por lo que insistí con mi pedido. 50


Pero el caso no terminó allí; esa fue la pri­mera etapa y la de menor importancia para este re­cuerdo. Lo cierto es que recibí por fin con bom­bos y platillos el famoso expediente secreto, del cual surgiría nítidamente la legitimidad de la decisión administrativa y donde con claridad meridiana se advertiría la necesidad de la expulsión del país del accionante. Grande fue mi sorpresa cuando noté que tal expediente sólo contenía papeles sin importancia, copias de telegramas, pases, etc.: no había nada. Pasado el estupor, comprendí que me habían enviado un trámite fraguado. Difícil fue conven­cer que con esa conducta sólo se conseguiría el fin opuesto al perseguido, puesto que de tomar por válido el expediente enviado al juzgado, no cabía otra cosa que resolver que la medida ex­pulsiva era arbitraria puesto que nada había co­mo para justificar ese acto administrativo. Por suerte, privó el buen sentido y pude te­ner luego los correspondientes originales. Este caso pinta con claridad de qué modo se puede entorpecer la marcha de la justicia al re­tacear el cumplimiento de una orden dada por un juez; se pretendió burlar una resolución por medio de un artificio por suerte torpe, pero en definitiva muestra una falta, no sólo de respeto al Poder Judicial, sino a todo el orden consti­tucional. 51


En el período previo a las elecciones de 1983, los jueces nos encontramos con una incómoda si­tuación; nuestra carrera sólo podría continuar en caso de lograr el acuerdo del Senado de la Nación. Escuché de magistrados a quienes se amenazó con tal arma. No fue mi caso; nunca fui presio­nado de ese modo; empero, en una oportunidad se intentó un sutil método con el fin de imponer una decisión. El caso fue un amparo que inter­puso la Unión de Empleados de la Justicia Nacio­nal contra la Corte Suprema, y realmente el tema no daba, sino para su rechazo in limine, cosa que efectivamente hice; pero lo que mueve al cuento fue que la demanda se inició con el patrocinio le­trado de no menos de quince de las figuras más prominentes del partido justicialista. Obvia era la causa por la cual estos personajes firmaron el amparo. Este es otro método de presión psico­lógica. Al margen de esto, este caso tiene una anéc­dota secundaria. Entre los firmantes de la deman­da, se encontraba el actual (1088) gobernador de la pro­vincia de La Rioja, Dr. Carlos Menem, quien omi­tió poner sello aclaratorio; ante ello y en el con­vencimiento que aquél carecía de título universi­tario apto, le solicité que indique el carácter de su presentación, y cuál fue mi sorpresa al infor­marme que lo hacía como letrado patrocinante, señalando su tomo y su folio. 52


Fui el burlador burlado, me enseñó que cuan­do uno se mete en esos chistes debe estar prepa­rado para la respuesta. Algo mucho más serio ocurrió en 1984 —acla­ro que esto no es una novela—, grupos armados trataron de impedir que se formalizara una inter­vención que el Poder Ejecutivo había dispuesto sobre SADAIC. Ante tal impedimento, y dado que la sede de esa entidad estaba ocupada por el di­rectorio desplazado y por unas cien o más per­sonas, se me requirió una orden de allanamiento. Así fue como envié a una secretaria para que efectivice esa medida, creyendo que ese trámite no iba a tener dificultad alguna. No fue así. Esa noche, recibí un llamado del comisario a cargo de la seccional que corresponde al domi­cilio de SADAIC, quien me puso en conocimiento de la imposibilidad de concretar mi orden; mi secretaria estaba en la sede y no pudo lograr que pudiera ingresar el interventor. Era lisa y llanamente un alzamiento contra una orden judicial; un flagrante desconocimiento del orden republicano y hube de responder en consecuencia. Estaba ante una situación nueva; una cosa es decidir atrás de un escritorio (en eso ya me había probado), y 53


otra muy distinta era adoptar una postura firme ante una banda armada, —y como supe luego— respaldada por algunos legis­ladores. Iba a ser, para mí, una prueba de fuego y no sabía cómo iría a responder. No tenía seguridad de comportarme a la al­tura de las circunstancias y poder desempeñar con éxito el grave compromiso que había contraí­do el día de mi juramento y que en ese momento mi conciencia me exigía cumplir perentoriamente. Sabía claramente que no podía transar en nada; no tenía que ceder un centímetro puesto que ello importaría una degradación al imperio de la justicia que, en modo alguno, estaba dispues­to a colaborar. Dejé a mi familia algo preocupada y me diri­gí a la sede de SADAIC; serían las 22.30 horas. Al arribar, advertí la presencia de un grupo de per­sonas en la puerta y, en el lado opuesto de la ca­lle, se encontraba detenido un camión policial con personal vestido con ropa de fajina. Me dirigí hacia la entrada y, al darme a cono­cer, pude ingresar no bien sacaron todos los mue­bles con que habían obstruido la puerta. En el salón me encontré con una gran canti­dad de gente nerviosa; se hablaban a los gritos y muchos portaban armas de grueso calibre. 54


Como para ir al primer piso (oficina de la Presidencia) debía cruzar por el medio de un tumulto, un poco preocupado, me dije para mí: «hacé de cuenta que son árboles»; así fue como crucé por el medio y la gente que estaba en mi camino por suerte se fue apartando. Ya en Presidencia, los ex integrantes del di­rectorio de SADAIC, junto con personas ajenas (que se titularon como diputados justicialistas), intentaron continuar con su actitud. Recuerdo que cuando le pregunté al diputa­do que llevaba la voz cantante (creo que se lla­maba Portile) sobre la razón de su presencia, me respondió que estaba allí para defender a la democracia. No entendí nada; flaco favor hacía con su actitud. En síntesis, les dije que si querían ejer­cer esa defensa, nada mejor que dejar de obstruir la labor judicial alentando al incumplimiento de una orden cuyo acatamiento hace a la esencia del sistema republicano. En otras palabras, les dije que se fueran; y otro tanto hice con los directi­vos, a quienes los amenacé con su inmediata de­tención. Luego, junto con el comisario, bajé al salón ocupado e hice abrir la puerta para permitir el ingreso del interventor, y ordené el desalojo completo del local. Aquí fue cuando el comisario me preguntó si me hacía responsable de las muertes que ese desalojo po55


dría producir. Sorprendido, contesté que por supuesto que me responsabilizaba por la orden, pero que la eficacia en su cumplimiento corría por cuenta suya. Todavía cuando pienso en esos momentos, me sorprendo por lo complejo que son los meca­nismos de la mente. Recuerdo que al hacer abrir la puerta (que estaba trabada por escritorios, ar­marios, sillas, etc.), di expresamente la espalda a la gente armada, y mi única preocupación por ello fue que si se producía un disparo me podían romper el sobretodo que esa noche estrenaba. Su­pongo que eso fue para ocultar el miedo que sin darme cuenta tendría escondido. Bueno, lo cierto es que el interventor pudo ingresar y tomar posesión del cargo; el edificio se desalojó en orden y, junto con mi secretaria, nos retiramos casi sin poder creer lo fácil que había resultado solucionar este problema. No quiero hacerme el valiente ni pecar de pedante, pero estoy convencido de que, en la mayo­ría de los casos, si una parte muestra firmeza la otra termina cediendo; solo en casos extremos impera la fuerza. Debo reconocer que, en el curso de mi vida, contados con los dedos de una mano fueron los casos en que estuve contento de mí mismo; este fue uno de esos raros momentos. Había logrado con éxito impedir 56


una grosera interferencia por parte de personas —entre ellas legisladores— que directamente pretendieron desconocer la autori­dad de los jueces. En fin, terminando el cuento, volví a casa preocupado por mi familia que había quedado un tanto inquieta; sin embargo, cuando llegué me recibió el silencio. Todo estaba quieto y en calma; sorprendido y un poco mortificado, comencé a hacer ruido y así fue que encontré la explicación: habían seguido el caso por Radio Continental, que había colocado un móvil en SADAIC, y, no bien se enteraron del feliz final, se fueron tranquilamente a la cama. Me quedé sin poder contar ni agrandar mi papel. Sin tener el grado de intensidad que alcanzó el episodio antes narrado, en los últimos tiempos advertí una intervención en los medios masivos de comunicación (diarios, radios, etc...) por par­te de algunas reparticiones, cada vez que yo dic­taba una sentencia adversa al Estado. El Banco Central sacó varios comunicados de prensa; otro tanto hizo el Ministerio de Tra­bajo y Seguridad Social, quien hasta llegó a cri­ticar la velocidad de mis fallos. En otra oportunidad, el Sr. Secretario de Tu­rismo, enfáticamente se pronunció por radio y televisión en 57


favor de la adjudicación de una con­cesión hotelera, cuando precisamente la legitimi­dad de tal adjudicación se estaba ventilando en mi Juzgado. Indudablemente, estas intromisiones tendían a desacreditarme en forma directa y clara, y olvidaban que la imparcialidad de los jueces es un pilar sin el cual la estructura institucional se de­rrumba. Lo que es de lamentar, es que precisa­mente sean funcionarios del Gobierno quienes so­caban sus propios cimientos; parecen ser enemi­gos de ellos mismos. Otro tipo de presión apareció con ropas de legislador. Comenzaron los pedidos de juicio po­lítico por dictar sentencias que disgustaban a es­feras oficiales; ya sea por la «crotoxina», por el Banco Central o por la «emergencia previsional». Olvidando que, ante una sentencia adversa, cabe el recurso de apelación, algunos diputados prefi­rieron recurrir a un procedimiento gravísimo, el juicio político. Un diputado —que parece terrible— afirmó públicamente que, por medio de mis sentencias, yo «confundía a la población» (sic). El que pue­da entender que entienda. En una carta de lectores que publicó La Na­ción, el Dr. Oyhanarte enseñó con claridad los alcances y el sentido del juicio político; afirmó que este no sólo de58


bía —por su gravedad ins­titucional— utilizarse con suma prudencia, sino que era un instituto destinado a separar de su cargo a un juez por «mal desempeño en sus fun­ciones», lo cual es muy distinto a que dicte una mala sentencia; señaló con la precisión que lo caracteriza, la cantidad de causas que se radica­ban en la Corte Suprema acusadas de «arbitra­riedad», lo que implicaba, de aplicarse el criterio del diputado acusador, que todos los jueces que habían dictado tales sentencias, debían ser pasi­bles de idéntico trato. Ello era indudablemente un despropósito, y afirmo ahora que el pedido de juicio político por las razones expuestas por Terrile importan, o un desconocimiento del de­recho constitucional (creo que es profesor de tal disciplina), o esconden una aviesa intención. Como fácil es advertir, los ataques pueden provenir de cualquier ángulo; aun del propio Po­der Judicial, alguno de cuyos integrantes no va­cilaron en sancionarme (con una sanción que no es sanción por no estar prevista ni contemplada por la reglamentación vigente, lo cual importa la imposibilidad de recurrir tal decisión), por el so­lo hecho de haberme prestado a una entrevista que me solicitara un semanario. Obviamente, la campaña de desprestigio ha­cia mi persona encontró eco en algunos de mis co­legas, quie59


nes se prestaron voluntaria o ingenua­mente, a degradar mi figura en aras de descalifi­car la tónica de mis sentencias. Todo este tipo de presiones han de ser so­brellevadas con temple e hidalguía, haciendo ca­so omiso a la tentación de recurrir y tomar el ca­mino más fácil, más llano; aquél ya trazado y que no abra rumbos ni nuevas rutas. Esto es gravísimo. No quiero con esto dar un sermón, puesto que no tengo autoridad para ello, pero deseo una reflexión sobre lo difícil que resulta ser juez cuan­do se desea cumplir con honestidad esa noble tarea. No dudo de que la mayoría de los magistrados comparte ese criterio y, en consecuencia, lo apli­can; los escollos, las vallas, los obstáculos no son otra cosa que inconvenientes que siempre han de ser salvados de tal modo que la Justicia preserve su majestad.

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Capitulo iii De la modificación de conceptos

a) Donde priva el rigor formal El objeto de este capítulo será relatar fun­ damentalmente algo que creo que puede ser de interés; y es la evolución o cambio que se apoderó de mi modo de pensar en el curso de tantos años que dediqué a la magistratura. Creo que, aquí, es conveniente aclarar que, co­mo ya dijera, la competencia contenciosoadministrativa es muy vasta y, debido a esa amplitud, los jueces tienen naturalmente preferencia por materias que sean afines a sus gustos o inclina­ciones particulares. 61


Por la índole del tema, a mí me atrajo, desde un comienzo, todo aquello que tuviera la más di­recta y estrecha relación con los derechos y ga­rantías constitucionales. Por este motivo, sentí temprana inclinación por las acciones de amparo. Reconozco que, re­solver una de ellas, me proporcionaba mayor sa­tisfacción intelectual que dictar sentencia en otro tipo de causas en las que esas cuestiones no esta­ban en discusión. Obvio es, que no sólo en las acciones de am­paro se resuelven temas relativos a los derechos constitucionales, pero sí son donde, inexorable­mente, estas cuestiones deben ser analizadas, puesto que es un requisito esencial para la proce­dencia de esa acción, que la autoridad pública altere o amenace un derecho constitucional. De allí pues, que tome como referencia —sin que esto excluya a otros casos en que la vía pro­cesal no fuera la de amparo— a estas acciones para comentar el camino que, sin darme cuenta, lentamente aprendí, incursionando en esta apa­sionante tarea que es la defensa de los derechos del hombre consagrados por la Constitución Na­cional. Pese a esa reconocida predisposición, recuer­do que en un primer momento me atuve con bas­tante rigorismo formal a las normas establecidas por la ley 16.986. 62


Así fue como no perdía de vista en ninguna oportunidad las limitaciones que con­templa el artículo segundo de ese cuerpo legal. En infinidad de ocasiones, denegué peticiones en razón de la improcedencia formal de la acción de amparo cuando se intentaba por esta vía obtener protección a derechos presuntamente conculca­dos, cuando entendí que, frente a un pedido de esa índole, emergía algún escollo de los que pre­cisa el artículo a que antes hiciera referencia. Surge así a mi memoria el tema relativo a la existencia de otros caminos aptos, en virtud de los cuales el particular debe intentar la reparación judicial por medio del juicio ordinario pertinen­te, si es que está a su disposición, excluyendo de tal modo la posibilidad de accionar mediante amparo. Rememoro también las veces en que dese­ché acciones de este tipo cuando, para obtener una sentencia favorable a la pretensión actora, era in­dispensable la declaración de inconstitucionalidad de una norma. Así fue como la acción de amparo —según yo resolvía— era un camino sumamente restrin­gido y de ese modo, en rigor de verdad, sólo se obtenía una mínima protección a los derechos constitucionales. Es de advertir que al dictar las sentencias en la manera en que lo hice me atuve no sólo a la letra de la 63


ley, sino también a lo que dice la jurisprudencia de nuestros tribunales. No era yo quien, con exclusividad, aplicaba con tanto formalismo estos principios limitati­vos, sino que —como ya dije— estos me eran im­puestos tanto por ley como por jurisprudencia. Con el correr de los años y con la experien­cia que estos traen, poco a poco, y quizá, sin darme cabal cuenta, fui suavizando ese rigor y len­tamente modifiqué mi postura inicial y comencé paso a paso, primero en una causa y luego en otra, a ser más elástico y flexible en cuanto a las exi­gencias formales que se requieren para la proce­dencia de esta acción, a medida que, en el camino, advertía que aquellas vallas debían eliminarse por el peligro a que, en determinados casos encie­rran, ya que pueden ser obstáculos que impi­dan administrar justicia. Esos valladares rituales, creados para man­tener la pureza de la acción de amparo, pueden convertirse — si son mal utilizados— en elemen­tos que sólo signifiquen desnaturalizar su esen­cia, y desvirtúen, de ese modo, su eficacia. Lo cierto es que esta lenta modificación con­ceptual significó entrar en un camino, en una senda, que me llevaría luego a estar en las antí­podas de mi postura inicial. 64


Quiero que quede claro que esto no signifi­ca que sobre este tema me sienta dueño de la ver­dad, y que los que opinan de otro modo están equivocados, sino que dejo a quien lee estas lí­neas, que elija cuál de estas posiciones le parece la más adecuada o razonable; si la de mantener el rigorismo que exige la ley, o si por el contra­rio, conviene atenuar esa dureza formal, tal como yo ahora lo entiendo. Volviendo a los recuerdos, un día, resolvien­do una de estas acciones, advertí que estaba es­cribiendo algo que seis o siete años antes jamás lo hubiera ni siquiera pensado; estaba tan lejos de mi concepción original que yo mismo me sor­prendí y, allí, en ese momento, fue cuando caí en cuenta que me había embarcado en ese rumbo a que antes hiciera mención; sin saber — puesto que me lo pregunté y no encontré respuesta— adonde conduciría y cuál sería el destino final. Ahora sí tengo la respuesta y a ella me refe­riré en este trabajo. Tengo, sobre mi escritorio, copias de algunas sentencias que, a título de ejemplo, pueden servir para dar una idea de esa rigidez inicial. En el caso «Slanon, José María contra Fuer­za Aérea Argentina (Comando de Regiones Aé­reas - Aeropuerto Nacional Ezeiza) sobre acción de amparo», del 30 65


de julio de 1982, dije refirién­dome a la procedencia formal de la acción, que dado que por su propia naturaleza sumarísima el amparo es de carácter eminentemente restric­tivo, para su admisibilidad formal es indispensa­ble que el pretendidamente lesionado en sus de­rechos carezca de otras alternativas procesales que le permitan obtener una decisión judicial so­bre lo que pretende. De tal modo, el artículo se­gundo de la ley 16.986 dispone que la acción de amparo no será admisible cuando existan recur­sos o remedios judiciales o administrativos que permitan obtener la protección del derecho o la garantía constitucional de que se trate. Continué diciendo que en el caso, ese obstáculo procesal resultaba insalvable en la medida en que el actor en ningún momento invocó haber intentado que se repare su perjuicio en sede administrativa, así como tampoco hizo mención a la imposibilidad de litigar por los caminos procesales ordinarios; por tales razones rechacé la demanda. Siguiendo con esa tesitura, en otra causa de la misma época, («Moreno, José y otros contra Ca­ja Nacional de Previsión de la Industria, Comer­cio y Actividades Civiles sobre acción de ampa­ro»), expresé que era necesario, en primer lugar, recordar que para que este tipo de recurso excep­cional, que es el instituto del am66


paro, sea admisi­ble es necesario que concurran varios y deter­minados elementos que justifiquen apartarse de los caminos procesales ordinarios. Entre ellos, ad­ vertí que cobraba en la especie singular impor­tancia el impedimento contenido en el inciso a) del artículo segundo de la ley 16.986, en cuanto dispone que la acción de amparo no será admisi­ble cuando existan recursos o remedios judicia­les o administrativos que permitan obtener la pro­tección del derecho o garantía constitucional de que se trate. Dije, asimismo, que se advierte que no basta, para habilitar esta acción, la sola inti­mación que efectuaron los actores en sede admi­ nistrativa, puesto que ella es insuficiente cuando existe un remedio reglado, y deseché la preten­sión puesto que los actores no lo observaron. Muestro aquí, con estos dos casos, que son sólo unos de los tantos en que mantuve este cri­terio, que resulta claro y evidente que en este as­pecto de la cuestión, mi postura era lo suficien­temente rígida como para proteger la acción de amparo de cualquier invasión que significare des­naturalizar la misma, del modo que la regula la ley de la materia. Es decir, que el filtro por el cual debía, nece­ sariamente, pasar toda acción de este tipo era ce­ losamente custodiado y en aras de esa protección, por 67


cierto es que pude haber incurrido en algún exceso que posteriormente le trajera a los accio­nantes perjuicios de no fácil reparación. b) Dónde empieza el cambio Con posterioridad, el 30 de diciembre de 1983, dicté sentencia en la causa «Barrera, Menna y Cía. S.A. contra Estado Nacional (Ministerio de Obras y Servicios Públicos - Secretaría de Ener­gía de la Nación) sobre amparo», en el cual por sus peculiares características adopté otro criterio. Luego de señalar el impedimento que contie­ne el inciso a) del artículo segundo de la ley de amparo a que tantas veces hiciera mención, ad­vertí que, en esa causa, estaba en juego el derecho de propiedad, y comenté que este como tal está comprendido dentro de aquellos que el amparo tiende a proteger, pero por su propia naturaleza posibilita su reconocimiento mediante otros ca­ minos procesales, ya que normalmente el perjui­cio que ocasiona la acción del tiempo, durante la tramitación de un juicio ordinario, es pecunia­riamente reparable. Sostuve que, en principio, el caso estaría encuadrado en tal supuesto; pero ra­zones especiales, que invocara el actor en su pre­sentación inicial, me indujeron a entender que impedir la viabilidad de la acción por este valla­dar formal sería un rigorismo excesivo. 68


Aquí, en este caso, comienza el cambio en mi modo de apreciar el carácter imperativo de la norma; creí que, en ese caso especial, era indispen­sable apartarse de ese rigorismo y atenuar sus efectos puesto que se corría el riesgo potencial de que, en caso de impedir el trámite por este medio restrictivo y derivar el estudio de los he­chos a un juicio ordinario, la empresa actora se encontrara ante una sentencia que por lo tardía sería ineficaz. Dije, allí también, —siguiendo con el tema— que aquel apartamiento también se justificaba si se tenía en cuenta que el Juzgado tenía en sus manos todos los elementos necesarios y suficien­tes como para resolver la cuestión. Aquí entra en juego el inciso d) del mentado artículo segundo de la ley, puesto que en el caso no se requería más pruebas que las ya reunidas, lo que constituía entonces, a mi juicio, un estéril dispendio juris­diccional, denegar la admisibilidad del amparo cuando tenía todos los medios necesarios como para dictar sentencia. Esas palabras y conceptos vertí luego en nu­merosas oportunidades («Pfórtner - Cornealent S.A.C.I.F. y otro contra Estado Nacional (Minis­terio de Economía - Secretaría de Comercio) so­bre acción de amparo», del 13 de diciembre de 1984, entre muchos otros). 69


En el caso «Viplan S. A. de Ahorro y Présta­mo para la Vivienda contra Banco Central de la República Argentina sobre acción de amparo», del 13 de julio de 1984, sostuve, amén de lo an­tes expuesto, que, aún cuando exista la posibili­dad de acudir a otros procedimientos, cabe hacer excepción a la regla general, cuando la normal duración de un proceso haría que se produjera una denegación de justicia, lo que no resulta acorde con la garantía constitucional de la de­fensa en juicio. Cité allí un caso que resolviera la Corte Suprema de Justicia el 11 de junio de 1981, en la causa «Eglio A contra Provincia de Buenos Aires». Dije también que estimaba que, sin desmedro de la naturaleza jurídica de esa ac­ción y sin que signifique desvirtuar su esencia, procedía su admisibilidad cuando de las constancias de autos y sin necesidad de mayor aporte probatorio, estaba en condiciones como para po­der resolver la cuestión —aun cuando existan otras vías aptas— puesto que lo contrario impor­taría un rigorismo formal excesivo que, en defi­nitiva, conspiraría contra la celeridad con que se de­ben resolver las contiendas judiciales, en la me­dida en que aquélla no atente ni ponga en peligro la indispensable seguridad jurídica con que debe estar sostenida toda sentencia. En otra oportunidad, analizando la causa «Peso, Agustín Carlos contra Banco Central de la República 70


Argentina sobre amparo», del 3 de ju­nio de 1985, donde se cuestionaban las facultades de esta última institución para «congelar» depó­sitos en dólares estadounidenses que el actor ha­bía realizado en una entidad financiera, expresé que la esencia misma de la acción y la naturaleza del derecho conculcado, unidos a la imperiosa necesidad que tenía el actor de lograr una urgen­te decisión judicial puesto que de lo contrario podrían tornarse ilusorios sus derechos y la sen­tencia a dictar sería abstracta), me inducían a entender que impedir la acción por ese escollo formal —la posibilidad de recurrir a otras vías procesales— importaría un rigorismo excesivo. El 11 de octubre de 1985, en el caso «Cher- motécnica Cintyal S. A. contra Estado Nacional (Secretaría de Estado de Agricultura y Ganade­ría) sobre amparo», sostuve que las limitaciones contenidas en la ley, no deban impedir la admisi­bilidad y procedencia de la acción de amparo cuando el Juez tenga a su alcance todos los ele­ mentos necesarios como para resolver la cuestión. Expresé allí que denegar de este modo la ac­ción importaría un rigorismo que no estaba dis­puesto a consentir. Esto lo reiteré luego en múltiples oportuni­dades («Cafiero Antonio F. y otro contra Estado Nacional (Se71


cretaría de Información Pública de la Presidencia de la Nación - LS 84 TV Canal 11) sobre amparo», del 4 de noviembre de 1986, entre muchos otros. Fácil resulta advertir, que lo que en un co­mienzo fue una excepción a los principios gene­rales, poco a poco se convirtió casi en una regla y, de allí en más,, mi manera de entender la acción de amparo frente a la existencia de otros caminos procesales cambió radicalmente y admití la po­sibilidad de atender estos reclamos en casos en que lo que debía sentenciar podía ser resuelto sin necesidad de más trámites procesales. En otras palabras, si no necesitaba de un mayor aporte probatorio, la valla formal a que tantas veces me refería con anterioridad, no cons­tituyó más, un impedimento eficaz que imposibi­litara el estudio y ulterior solución en acciones de amparo. No dudo que podrá decirse que esta forma de interpretación desvirtúa la esencia del ampa­ro al permitir el análisis de causas que quizá po­drían resolverse por otros medios procesales. Creo que en realidad puede desvirtuar la forma del amparo, pero preservé incólume su esencia; más aun, me atrevería a afirmar que, por apar­tarme en alguna oportunidad de esas formas ri­tuales, logré administrar justicia, lo cual como es obvio, es el fundamento último de la acción. 72


Pero sobre esto me detendré más adelante. c) Donde se tratan planteos de inconstitucionalidad de leyes, decretos y ordenanzas Sirve como ejemplo para demostrar de un pantallazo la modificación de criterio en el trato de las acciones de amparo en punto a su admisi­bilidad formal a que antes hiciera referencia, re­cordar el precepto rígido que consagra el artícu­lo segundo, inciso d) de la ley de amparo, en cuanto impide su admisibilidad cuando para lo­grar la invalidez de un acto se requiera la decla­ración de inconstitucionalidad de una ley, un de­creto o una ordenanza. Así como con aquellos impedimentos forma­les a que ya refiriera, en un principio, en este tema y, salvo en los casos excepcionales en que era de aplicación, la jurisprudencia de la Corte Suprema expuesta en el caso «Outon», denegaba peticiones de este tipo en razón precisamente de este obstáculo formal. Sin embargo, pasado el tiempo, tuve ocasión de resolver una cuestión que podría calificar de atípica, (“Baeza contra Estado Nacional sobre am­paro»), puesto que quien interponía la acción cuestionaba la validez constitucional de un de­creto del Poder Ejecutivo; ello traía como con­secuencia necesaria la inadmisibi73


lidad del ampa­ro, pero, al mismo tiempo, y dado la perentorie­dad de los términos y plazos, si no aceptaba la procedencia de esta acción, el actor carecería de otro camino idóneo. Me encontraba en una en­crucijada, en una de esas difíciles situaciones donde hay que adoptar decisiones inmediatas de­jando a un costado del camino algún impedimen­to formal para permitir a un particular el acceso a la jurisdicción. El caso trataba la actitud de un ciudadano que estimaba que la consulta popular llamada por el Poder Ejecutivo Nacional para compulsar la opinión pública respecto del Tratado de Amis­tad y Límites con la República de Chile por la zona del canal de Beagle era inconstitucional por entender que vulneraba el artículo 22 de la Cons­titución Nacional. No he de hacer aquí un análisis sobre este planteo, sino me referiré simplemente al modo en que resolví la procedencia formal de esta ac­ción, puesto que sobre este tema estoy escri­biendo. Precisé allí que el demandado solicitaba la declaración de inconstitucionalidad de un decre­to del Poder Ejecutivo Nacional. Dije al respecto, que es conveniente tener presente que en principio, este tipo de acción no era admisible cuando la determinación de la in­validez del acto re74


quiera la declaración de incons­titucionalidad de leyes, decretos u ordenanzas. Afirmé que esto no podía importar una valla infranqueable para la admisibilidad de la acción, cuando casos de auténtica excepción obliguen a admitir la procedencia de la demanda. En la es­pecie, en caso de denegarse el amparo en virtud de ese impedimento, se estaría en presencia de una denegación de justicia, puesto que el actor carecería de otra acción apta. De tal modo, con­sideré oportuno y necesario abrir la acción de amparo y analizar por ende, el tema de fondo. Abría allí, en lo que a mí se refiere, un nue­vo camino que luego iba a transitar en reiteradas ocasiones. Con posterioridad, cuando tuve oportunidad de dictar sentencia en distintas causas iniciadas por jueces que estimaban violado el artículo 96 de la Constitución Nacional, por distintas nor­mas que fijaban haberes remuneratorios inferio­res a los que percibían en diciembre de 1983 (“Bonorino Pero, Abel y otros contra Estado Na­cional», entre muchos otros), afirmé que la de­claración de inconstitucionalidad que se plantea­ba, tenía un alcance particular, circunscripto al monto de las remuneraciones de los jueces, por lo que no le cabía el impedimento del inciso d) del artículo segundo de la ley 16.986, puesto que este se refería a normas de 75


carácter general; cité allí un fallo de la Sala Contenciosoadministrativo Federal N° 1 (Editorial Sarmiento S. A. - Diario Crónica). En fin, así siguió esta corriente y, el 13 de enero de 1987, dicté sentencia en la causa «Po­tenza, Ana María Medina y otros contra Estado Nacional (Ministerio de Trabajo, Secretaría de Seguridad Social sobre amparo», donde los ac­tores pretendían la declaración judicial de invali­dez del decreto del Poder Ejecutivo Nacional N° 2196, dictado el 28 de noviembre de 1986, llama­do de emergencia previsional. Allí, luego de reiterar los conceptos que ver­tiera en el primero de los casos que citara, y que luego reiterara en otras ocasiones, dije, citando también a «Outon» (Fallos 267-222), que este Tribunal no necesita de ningún otro ingrediente normativo para cumplir su misión constitucional en el presente caso. No está forzado a seguir el procedimiento establecido por la ley 16.986 ni atado por sus limitaciones. La base de su decisión es la Constitución misma. Ella es suficiente (cf. «Bonorino Pero, Abel y otros contra Estado Na­cional» Sala integrada por Conjueces). Llegado a este punto y haciendo ahora un análisis desapasionado de mi actuación como juez en lo que atañe a este movimiento intelectual, creo que mis sen76


tencias pueden prestarse a di­versas críticas, como de hecho ocurriera en la realidad. Mi experiencia indica que, cuando alguien se aparta de la senda tradicional, clásica o corrien­te, es objeto de una crítica por parte de sectores que siempre son reacios a admitir cualquier con­cepto que no esté dentro de la línea del pensa­miento histórico. Se dijo y se dice con énfasis, como ya ade­lantara en otro párrafo, que la posición que adop­tara mi juzgado o yo específicamente, desvirtua­ba la acción de amparo. Sin ánimo de defenderme ni de entrar en polémica alguna, pues no es esta la intención que motiva estas líneas, creo sincera­mente que no desvirtué ni desnaturalicé la esen­cia del amparo, sino que simplemente le quité una corteza o caparazón que lo oprimía y en oca­siones le impedía vivir. En efecto, la acción de amparo nació como elaboración pretoriana de nuestros tribunales, co­mo una necesidad que responde ante casos ex­tremos donde el legislador no había previsto so­luciones procesales en situaciones límites que de­bían encontrar protección jurisdiccional. Luego, al darle un marco normativo, se la li­mitó de modo tal, que en determinadas ocasiones estoy convencido que tal reglamentación ponía las cosas en 77


un estado igual al existente con an­terioridad a aquella creación jurisprudencial. Es decir que advertí que, en ciertos casos, la ley 16.986 constituía un impedimento que atentaba contra la posibilidad de recurrir a la justicia en busca de protección cuando las vías normales no eran aptas o cuando por el impedimento del inci­so d), no se admitía la posibilidad de analizar un caso extremo que se planteara ante los estrados judiciales. Estoy convencido de que, más allá de las críti­cas recibidas —pese a lo duras que han sido—, mi aporte no fue estéril, como lo he podido com­probar luego de alejado de la función judicial. Reflexionando sobre mi actuación como Juez, encuentro sin duda muchas falencias, pero no es­toy arrepentido, sino por el contrario, creo que caminé por la senda correcta al aplicar la acción en el modo en que lo hice. Por mi carácter y formación prefiero en ca­so de duda, adoptar la postura más amplia y per­misiva por sobre la rígida y esquemática; creo fir­memente que los errores que puedan cometerse al tomar una decisión que peque de liberal son mucho menos graves y más reparables que aqué­llos que se incurran por exceso de impermeabili­dad conceptual, puesto que estos pueden traer consecuencias que luego no se pueden revertir. 78


El tiempo dará la razón, pero más que todo, quien será el encargado natural de juzgar a los jueces, es precisamente el particular que presen­ta un caso ante un Tribunal para someterlo a la decisión de un Magistrado. El veredicto final es de aquél y de la sociedad, puesto que la función de los jueces es prestar un servicio a la comuni­dad. Si presté ese servicio me doy por satisfecho.

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Capitulo iv De la llamada acción popular

Sobre este tema tuve oportunidad de refe­rirme, en algunas ocasiones, en que particulares interponían demanda con el fin de obtener la re­vocación de un acto administrativo, invocando un derecho que trascendía su interés individual. No se me oculta ni se me escapó al momen­to de dictar resoluciones que admitían la viabilidad o admisibilidad de la demanda, lo discutido y opi­nable que es este tema; tampoco, dejo de ser consciente de las críticas que puedan merecer las sen­tencias que dicté. 81


Pero es indispensable volver a remarcar que un juez debe fallar con abstracción de esas críticas, las que sólo han de servir para mejorar la calidad de las sentencias y enmendar errores. Me resulta claro que, para evitar una crítica, no se puede juzgar en contra de las más íntimas convicciones. Así fue como, sabiendo perfectamente la pol­vareda que iba a desatar, no tuve más remedio que dictar resoluciones que aceptaban la procedencia de estas actuaciones porque así me lo aconseja­ba mi conciencia. Dije entonces («Kattan, Alber­to contra Estado Nacional sobre revocación de acto administrativo») del 5 de noviembre de 1985, que el actor promovía una demanda que solicitaba que se dictara sentencia y se revocara todo acto del Comité Federal de Radiodifusión que posibilite la difusión o consumo del tabaco en cualquiera de sus modalidades. Afirmaba el accionante que tal consumo constituía la principal causa de muer­te evitable de la civilización contemporánea. La demandada, coincidiendo con la opinión del Ministerio Público, opuso la excepción de fal­ta de legitimación y sostuvo que el actor care­cía de un interés concreto en la cuestión. Ante este planteo manifesté que no escapa­ba a mi conocimiento la amplia doctrina que tien­de a denegar la 82


posibilidad de accionar a quien se le niega la calidad de actor por entender que carece de legitimación activa, en la medida en que sólo invoca un interés que no le es individual, sino colectivo o común para toda la sociedad. Marienhoff sostuvo en reiteradas oportuni­dades que la llamada acción popular carece de sustento legal, por lo cual los jueces no pueden atender estos reclamos porque no están faculta­dos para legislar. Sin embargo, opino que el derecho es una ciencia dinámica y es deber de los jueces tomar decisiones que llenen vacíos del legislador cuan­do circunstancias graves así lo determinen, y, de esta forma, se evite incurrir en denegación de justicia; basta recordar la creación de la acción de amparo por medio de jurisprudencia. Volviendo al tema, sostuve que este debía analizarse a la luz de la norma del artículo 33 de la Constitución Nacional, en cuanto dispone que las declaraciones, derechos y garantías, que enumera la ley fundamental, no será entendida como negación de otros derechos y garantías no enumerados, pero que nacen del principio de la so­beranía del pueblo y de la forma republicana de gobierno. Esta norma recuerda un principio de suma importancia, cual es aquel que advierte que el pueblo es soberano; de allí que no puede negarse el derecho a ac83


cionar y defender las condiciones de vida cuando estas pueden verse amenazadas por hechos que pongan en peligro la salud de las personas. La sola posibilidad de que se desencadenen problemas de adquisición de enfermedades que disminuyan la plenitud de la salud, habilita la le- gitimatio ad causan activa a cualquier habitante en que se encuentre alcanzado por ese peligro. Es aquí indispensable poner en claro que el actor no acciona como administrado, sino como titular de derechos humanos inherentes a su con­dición de tal, y que no han sido delegados a quie­nes los representen en las funciones de gobierno; de ese modo, no puede argumentarse contra su legitimación lo que dispone el artículo 22 de la Constitución Nacional, en cuanto establece que el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes. Estoy convencido que, en supuestos de ex­trema gravedad, el ejercicio de ese derecho preconstitucional puede constituir un acto de alta madurez y cultura cívica, que el ciudadano ha de practicar conscientemente en la medida en que observe el peligro de que se trate, e impulse por medio de su acción a los mecanismos judiciales idóneos para que estos reparen y detengan las amenazas que se denuncian. 84


Por otra parte, ese interés que afecta a los particulares, es propio también de la comunidad. Sobre un caso semejante, Morello dijo que esos intereses son derechos que atañen a todos los que conviven en una comunidad, que tienen el peli­gro de correr una suerte aciaga ante la degrada­ción del medio. Resulta evidente, ante circunstan­ cias como las que allí se trataba, que no es im­prescindible la necesidad de la legitimación in­dividual. La ley procesal, cuando exige la justificación de un derecho subjetivo lesionado para promover la respectiva acción, no ha hecho distinción entre derechos subjetivos individuales y derechos sub­jetivos públicos, de forma tal que deba excluir de la legitimación procesal a estos últimos. Creo que, el ejercicio de acciones de esta es­pecie, constituye un modo efectivo de practicar y afianzar el sistema republicano y la «cosa pú­blica» deja de ser una frase hueca para llenarse de contenido. Adquiere aquí vigor el derecho de peticionar ante las autoridades que consagra el artículo 14 de la Constitución Nacional. Por supuesto que es necesario dejar en cla­ro que los jueces deben medir con suma pruden­cia los alcances de este tipo de acciones puesto que se puede correr el riesgo de caer en situacio­nes ante las cuales se comprometa la actividad privativa de los poderes públicos. 85


En otra ocasión, en uno de los casos que an­tes citara al hablar sobre la inconstitucionalidad en los recursos de amparo, («Baeza»), refirién­dome al tema que aquí estoy analizando, sostuve al estudiar la legitimidad para accionar por pro­pio derecho del Sr. Baeza que, no bien se admita que el pueblo es soberano y que el actor acredita su calidad de ciudadano de la Nación, no cabe duda de que, en el caso, si quien acciona entiende que un acto de gobierno puede poner en peligro el orden constitucional, no debe impedirse que use los medios legales que tiene a su alcance a fin de lograr la eliminación de tal peligro, toda vez que este le afecte no sólo como integrante del grupo social, sino también como persona toma­da en su individualidad. A poco que se advierta creo que resulta bas­tante claro que toda esta línea de conducta tiene bastante coherencia en punto a la afirmación de la posibilidad de que los particulares tengan la mayor cantidad de oportunidades posibles de re­currir a los jueces cuando lo estimen indispen­sable. Es obvio, que toda mi actuación tendió pre­cisamente a evitar y allanar obstáculos que pu­dieran poner en peligro esa posibilidad que esti­mo altamente contributiva al ejercicio de la vida republicana. La llamada acción popular, si bien puede ser discutida en el plano teórico y doctrinario, creo que en 86


modo alguno perjudica o lesiona el orden jurídico, sino que, por el contrario, posibilita aún más el ejercicio de la defensa de los derechos por los particulares. Insisto sobre esto, no estoy arre­pentido y sin pedantería no creo que sea inconve­niente asumir posiciones como esta, en la medida en que ello contribuye a una mayor riqueza cívica.

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Capítulo v El agente naranja

En el capítulo anterior escribí sobre «la acción popular» y señalé las críticas que, este remedio procesal, provocó. Creo útil, mencionar un caso, para mí emblemático, pues me parece que pone las cosas en su lugar. La acción promovida por Alberto Kattan y otros contra el Estado Nacional (causa n°475/83), cuyo objeto fue intentar que se deje sin efecto la autorización administrativa de venta del herbicida 2, 4, 5, T, Triclorofenoxiacético, sus derivados, sales y productos análo89


gos. Ese producto, denominado «agente naranja», fue usado en Viet Nam como arma química. Dije allí, de la misma manera que lo hice en otras ocasiones, como lo mencioné en el capítulo anterior, —refiiéndome a la legitimación activa— que este delicado tema debe decidirse a la luz de lo que norma el art. 33 de la Constitución Nacional, en cuanto dispone que las declaraciones, derechos y garantías que enumera esa Ley Fundamental, no será entendido como negación de otros derechos y garantías no enumerados, pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno. Esa norma recuerda un principio fundamental, por el cual se advierte que el pueblo es soberano, de allí que no pueda negársele el derecho de accionar y defender las condiciones de vida, cuando estas se ven amenazadas por hechos que puedan poner en peligro la salud de las personas o al ambiente en que se desempeñan. El solo peligro, o posibilidad de que se desencadenen procesos de adquisición de enfermedades que disminuyan la plenitud de la salud, habilita la legitimatiun ad causam activa a favor de cualquier habitante del entorno ambiental alcanzado por los efectos depredadores de un producto que circula libremente en el comercio. 90


Por supuesto que ello provocó la inmediata apelación del Estado Nacional, quien rechazó la posibilidad de que los actores se encuentren legitimados para accionar. Sin embargo, cuando la Cámara tenía el caso a estudio, la Secretaría de Agricultura y Ganadería de la Nación dispuso suspender la inscripción del producto en cuestión. Luego, los actores y el Estado Nacional se presentaron ante la Corte Suprema, e hicieron saber que, de común acuerdo, se desistía de continuar el proceso. La Comisión Nacional de Energía Atómica ofreció, al Juzgado, sus recintos para guardar todos las existencias de agente naranja que yo había ordenado secuestrar en la sentencia. Sin duda, este juicio significó un avance en la creación jurisprudencial de la «acción popular». Esto demuestra que, cuando las cosas son realmente serias y requieren una efectiva decisión judicial, el rigorismo formal excesivo cede ante la necesidad, y las mentes se abren en procura de remedios pretorianos que permitan encontrar soluciones por carriles no previstos por las leyes formales. Es por esto que traigo este caso a colación.

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Capítulo vi Del controvertido caso denominado «Crotoxina»

Este tema, que sin duda desató en su momen­to agudas polémicas no sólo en el campo del de­recho, sino dentro de otras disciplinas científicas, me tocó de lleno puesto que tuve oportunidad de resolver incontables acciones de amparo que me fueran presentadas por enfermos o familiares de estos, que solicitaban la provisión y aplicación del compuesto denominado «Crotoxina A y B». Lamentablemente, esta cuestión fue muy mal manejada y creó expectativas exorbitantes, que distorsio93


naron el real sentido de lo que judicial­mente se peticionaba, así como también de lo que yo resolví, y las razones por las cuales adopté decisiones que fueron tan censuradas. Creo que es indispensable puntualizar, en pri­mer término, que en ninguno de los casos en que dicté sentencia, me introduje en cuestiones mé­dicas puesto que obviamente ello era ajeno al ám­bito de conocimiento de un Juez. Expresamente, me refiero a que nunca, en ninguna oportunidad, me referí a la «Crotoxina» como compuesto cu­rativo del cáncer. En toda ocasión dejé claro que no podía cuestionar el valor científico de un dictamen emi­tido por una comisión de oncólogos que se expi­diera a pedido del Ministro de Salud y Acción Social. No dejé campo para dudas; simplemente me iba a referir a las atribuciones del Estado; sus alcances y sus límites. La opinión que tengo por aquel dictamen me la guardo para mi intimidad, pero si bien como persona tengo derecho a formarme una idea so­bre algo conforme pautas de conocimiento que hagan posible obtener un juicio de valor, no lo es menos que esas pautas eran insuficientes co­mo para dictar una sentencia sobre la base de las prue­bas que se pudieron aportar en esos amparos. Estas no eran idóneas o fueron escasas; en 94


todo caso, no fallé en contra de un dictamen, sino con­tra una resolución ministerial que, estimo, avan­zó por sobre las atribuciones públicas. Así fue entonces cómo aclaré que esos ca­sos no podían ser resueltos a la luz de la hasta ahora —en este tema— incierta ciencia médica, sino que la solución vendría de la interpretación y ulterior aplicación de los principios pétreos e inconmovibles que forman parte de la naturaleza del hombre y cuya vigencia garantiza la Consti­tución Nacional. En este orden de ideas, a poco que se anali­ce en profundidad el tema, se advierte que lo que allí estaba en juego era el derecho a la vida. Este derecho es el primigenio, natural e intransferi­ble que goza todo individuo; y todos los otros derechos encuentran, en principio, su justificación en la medida en que tiendan a preservar, prote­ger y mejorar las condiciones de la vida humana y su desarrollo en plenitud. El Estado, a su vez, tiene el deber constitucional de garantizar ese derecho poniendo todo su empeño y su autori­dad en aras de ese fin. Dije que los casos en estudio se asemejaban a un juego macabro mediante el cual el Estado, con el objeto de proteger a enfermos terminales de cáncer, les niega —prohibiendo el uso de «Cro­toxina»— una po95


sibilidad de vivir, puesto que, aunque no esté científicamente demostrada su eficacia, tampoco se ha acreditado que posea efectos nocivos; más aún, los resultados alcan­zados hacían presumir con certeza, su falta de efectos tóxicos, colaterales o secundarios; por lo menos en un grado tal que sea imperativa su pro­hibición. Afirmé, también, que, en la prohibición con­tenida en la resolución N° 47 del Ministerio de Salud y Acción Social, no se advierte ni se toma conciencia que quienes en definitiva gozan de un derecho subjetivo en esta cuestión son precisa­mente aquéllos que piden la aplicación del com­puesto mentado, mientras que el Estado, en vir­tud de su poder reglamentario, sólo tiene facul­tades para prohibir, en este tema, aquellos ele­mentos o compuestos que perjudiquen la salud o la vida de los particulares. La ley 16.463 y su decreto reglamentario en­cuentran su razón de ser en la obligación del Es­tado de proteger la salud de todos los habitantes de la Nación, de allí pues, que esté facultado pa­ra ejercer las funciones de contralor necesarias y prohíba la comercialización, venta, etc. de productos que sean nocivos. Cuando la ley habla de «autorización», se re­fiere al permiso que otorga respecto de produc­tos aprobados como aptos para curar o aliviar enfermedades. Este 96


caso es distinto, y sólo en­cuentra su marco legal en la Constitución Nacio­nal (ahora también expresamente en el Pacto de San José de Costa Rica). En efecto, el Estado no puede prohibir la elaboración, venta y uso de productos que carez­can de efectos tóxicos, puesto que ello impor­taría una intromisión en los derechos individua­les cuya vigencia precisamente debe garantizar. Al afirmar esto, se deja de lado el control que necesariamente ha de tener respecto de la vera­cidad de las afirmaciones que sobre las propie­ dades de un producto pueda anunciar quien lo comercie, puesto que este tema es ajeno a lo que aquí se está analizando, toda vez que no se afir­ma concretamente que el Complejo «Crotoxina A y B» cure el cáncer, sino simplemente se solicita su aplicación ante la posibilidad que posea efec­tos benéficos en personas denominadas «enfer­mos terminales», es decir, en aquéllas a quienes los métodos convencionales no surten efectos te­rapéuticos. Así como la Constitución Nacional dispone que todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme leyes que regla­mentan su ejercicio… La reglamentación a que se refiere la norma antes citada no tiene otro ob­jeto que el de facilitar el ejercicio de esos dere­chos encausándolos en normas es97


pecíficas que concilien los intereses de los particulares con el de la comunidad. Por supuesto que las restric­ ciones que puedan contener las normas reglamen­tarias en modo alguno pueden importar una li­mitación que por sus alcances equivalga al ani­quilamiento del derecho que intenta reglar. Este es el criterio que sigue la Constitución Nacional cuando, en su artículo 28, dispone que, los principios, garantías y derechos reconocidos en los artículos anteriores, no podrán ser altera­dos por las leyes que reglamenten su ejercicio. Debe recordarse pues que el Estado tiene la obligación legal de garantizar a los habitantes el libre ejercicio del derecho constitucional de que se trate. Poniendo escollos legales o regla­mentarios frente a un derecho, contradice lo que expresamente ordena la Ley Fundamental. En la hermenéutica de las leyes que regla­mentan, el ejercicio de los derechos constitucio­nales no debe perderse de vista aquellos princi­pios liminares. Resulta claro pues que el Estado carece de atribuciones para impedir el suministro de «Cro­toxina» a quienes bajo responsabilidad médica así lo soliciten, puesto que de otro modo se estaría negando una posibilidad de prolongar la vida; se les privaría, cuanto menos, de una esperanza. 98


Como consecuencia de lo antes dicho, surge nítida la intromisión del Estado en una esfera que no le es propia, puesto que invadió el ámbito de las decisiones y acciones privadas de los hom­bres, al prohibir la elaboración, producción, ven­ta, consumo, etc. del compuesto «Crotoxina A y B», toda vez valga la reiteración, que tal pro­ducto no produce efectos nocivos. Como anécdota trágica puedo decir que to­dos aquellos pacientes que estaban recibiendo ese compuesto y que según sus médicos de cabecera se encontraban en ese momento muy mejorados, luego de la prohibición, han muerto. En fin, retomando el hilo que abandonara en el párrafo anterior, creo que resultará claro que el modo de encarar este tema armoniza con la tónica impresa a las cuestiones que sobre otros derechos constitucionales hiciera referencia en los capítulos anteriores. Si bien se dijo duramen­te que mi actitud importaba una peligrosa intro­misión en esferas que eran privativas de otros poderes, creo sinceramente que, si bien el caso es complejo y discutible, estimo que se acerca a un primario sentido de justicia dictar una orden que condene al Estado para que dé los pasos ins­trumentales necesarios para volver a poner las cosas en las condiciones en que se encontraban 99


con anterioridad a la prohibición impuesta por la resolución N° 47. Estamos nuevamente ante las reiteradas pro­ hibiciones y de los avances del Estado por sobre los derechos de los particulares. Yo nunca me pude resignar a quedar impasible ante esa ya común corrupción. El tema de la «Crotoxina A y B», no es sino una parte de tantos derechos constitucionales ava­sallados por esa invasión a que antes me refiriera. Me parece que, más allá de las críticas, de los errores en que pude haber incurrido, no se puede negar que, en el conjunto de decisiones que adoptara a lo largo de mi carrera judicial, se ad­vierte un respeto por los derechos del hombre, que creo que era mi obligación rescatar, aun a costa de críticas y diatribas.

100


Capitulo vii De los jueces

Hay un tema al que me quiero referir, ya que estimo que es fundamental, y es el relativo al rol que cumplen los jueces dentro de nuestro siste­ma republicano. No cabe duda de que todos sabemos que esa función consiste en administrar justicia dando a cada uno lo que le corresponda cuando ocurren ante los Tribunales en búsqueda del reconoci­miento de sus derechos. En el caso particular de los jueces con com­petencia en lo contenciosoadministrativo federal, puesto que, en cada uno de los pleitos que se ven­tilan en esos juz101


gados, el Estado es protagonista, la función de los jueces consiste en muchas oca­siones, en ejercer el control de legalidad de los actos de los poderes públicos. Me debo detener en este tema, ya que estoy convencido de que, es de suma importancia, el cono­cimiento que se tenga sobre la eficacia de ese control. Me viene en este momento a la memoria una anécdota que pinta gráficamente una lamentable realidad. Hace ya varios años, tuve que resolver una causa donde varios dirigentes gremiales ha­bían sido dados de baja de la Administración y se les había aplicado la ley de Seguridad Nacional (ley 21.160), con toda la carga que esa calificación traía consigo. Los actores fueron dejados cesantes, y no só­lo perdieron sus empleos, sino que tampoco pudieron conseguir otras oportunidades laborales en razón precisamente de esa calificación que la Administración les había impuesto sin que estos empleados tuvieran oportunidad de ejercer el le­gítimo derecho de defensa. De un plumazo se convirtieron en individuos apartados de la sociedad. En virtud de aquella alteración constitucio­nal, resolví la reincorporación de estos señores a los cargos que ocupaban al momento de su baja y ordené una reparación de daños y perjuicios materiales y morales. 102


No es esto lo importante, sino que luego de dictada la sentencia, los accio­nantes concurrieron a mi despacho a saludarme, a conocerme; y uno de ellos dijo unas palabras que me sorprendieron y me causaron un profun­do dolor, y que son las que ahora motivan que narre este caso. Afirmó este señor que debía re­conocer que cuando iniciaron la demanda veían en el Juez a un enemigo, presuponiendo que la acción sería totalmente ineficaz. Al dolor inicial se sumó el estupor, puesto que estaba tan acostumbrado a condenar al Es­tado cuando a mi entender no le asistía razón, que tomaba esta actitud como lo que realmente es; o sea, parte de la actividad normal de los Juz­gados contenciosoadministrativos, pero advertí, que esto que es moneda corriente y normal para los jueces y para quienes habitualmente litigan en los Tribunales, resultaba totalmente descono­cido para el común de los ciudadanos. Tuve la sensación ingrata de estar en pre­sencia de una realidad que nunca había imagina­do. Los particulares creen que el Poder Judicial está subordinado al Poder Ejecutivo. Esto se vio reafirmado años después, cuando en distintas oportunidades, luego de dictar diver­sas sentencias que condenaban al Estado, perio­distas de varios 103


medios de comunicación me pre­guntaron si esto no constituía un conflicto de poderes. Pude entonces en cierta medida dar a cono­cer al gran público, cual era la realidad de nues­tra vida constitucional, y en qué medida estas decisiones judiciales no hacían otra cosa que re­forzar la vigencia del sistema republicano. Es por este motivo que quiero hacer hinca­pié en el tema y deseo que quede grabado la enor­me importancia que tiene; en la medida en que es preciso advertir que si los jueces no son inde­pendientes, no solo no son jueces, que esto es secundario, sino que fundamentalmente, el país caería inevitablemente en un sistema totalitario en el cual los derechos de los particulares queda­rían sin protección y librados al capricho del po­der político. No soy tan ingenuo como para creer que se vive en un lugar idílico e imperfectible; bien sé de muchas falencias humanas, pero creo que los particulares deben ser conscientes de que la Jus­ticia —más allá de sus errores— existe, y es pre­ciso que tengan confianza en caso de que un acto del Poder Público les ocasione un perjui­cio, no se van a encontrar desprotegidos, puesto que el Poder Judicial cumple la tarea constitucio­nal de garantizar el ejercicio de los derechos que consagra la Constitución Nacional y la legislación pertinente. 104


Sin ese indispensable conocimiento, uno de los pilares básicos del orden republicano pierde su eficacia, ya que toda la actividad de la comu­nidad se realizaría en función de la creencia de que el Estado es omnipotente y que, frente a un acto de la Administración que cause un perjuicio ilegítimo, no habría amparo alguno. No cabe du­da de que esto condiciona la conducta de los parti­culares en desmedro de sus libertades y derechos constitucionales. Si por el contrario, aquél conoce sus dere­chos y sabe que estos son debidamente protegi­dos por la justicia, ejerce con plena voluntad su libertad, puesto que esa confianza se verá respal­dada por los hechos, lo cual, sin duda, redundará en un beneficio general en la vida cotidiana de todos los habitantes de la República. Por otra parte, creer que el Estado, por el sólo hecho de cumplir con las tareas propias de gobierno es omnipotente y que, frente a sus de­cisiones o actos, los particulares carecen de pro­tección jurisdiccional, significa no sólo un error, sino que también una injusticia para con los jue­ces, quienes por la propia naturaleza de su fun­ción, son esencialmente independientes de todo otro poder, y sus sentencias se dictan dentro del marco jurídico correspondiente, con prescindencia de toda 105


injerencia que perturbe y que aleje al pronunciamiento judicial de lo que en derecho corresponda. Cierto es que en oportunidades aisladas se dictan resoluciones que chocan con lo que es­toy aquí diciendo, y que crean un retroceso en materia de protección de los derechos indivi­duales. Tal es el caso de la sentencia interlocutoria dictada por la Sala III de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contenciosoadministrativo Fe­deral, en el caso «Banco del Oeste S. A. contra Banco Central de la República Argentina sobre medida cautelar», en el cual ese tribunal dijo al revocar una medida cautelar que yo dictara a pe­dido de la actora: «la decisión recurrida, al dic­tarse en ejercicio de una facultad discrecional que la ley atribuye al Banco Central (artículo 25 de la ley 22.529), importa una concreta extralimitación de las facultades jurisdiccionales y una inva­sión de las funciones de control del sistema fi­nanciero propias de otros poderes de gobierno, con olvido de que la misión más delicada de la justicia es la de saber mantenerse dentro de la órbita de sus funciones, sin menoscabar las que incumban a los demás poderes». Si bien esta última parte de la frase trans­cripta es correcta, entiendo que en modo alguno puede aplicarse al caso, puesto que de ser así, resultaría que el Banco 106


Central queda fuera del control del Poder Judicial, y por ende, su discrecionalidad no encontraría límite ni control. Los particulares se verían de tal modo desprotegidos ante posibles excesos o arbitrariedades de los fun­cionarios de turno. Y, lo que es de aplicación para el Banco Cen­tral, puede también serlo para el resto de la Ad­ministración, de modo tal que esta se encontraría fuera del control jurisdiccional. El régimen de división de poderes y su siste­ma de contralor —pilar de la forma republicana de gobierno— se ve aquí seriamente compro­metido. Debo aquí hacer un alto para señalar algu­nos peligros que advierto y que deseo que se ten­ga presente. Ellos apuntan al paulatino menos­cabo de los derechos individuales, y el tema guar­da relación con ese peligroso antecedente juris­prudencial, que espero no sea sino un aislado y solitario caso que no medre y que marchite ante nuevas sentencias que continúen por la buena senda manteniendo en alto las banderas de ga­rantía de los derechos individuales y la jerarquía, atribuciones, deberes e independencia del Poder Judicial. Tomo pues los hechos a que quiero hacer re­ferencia. En el estudio de las civilizaciones conocidas, se advierte con claridad que, a medida que estas se van con107


solidando y se crea el Estado moder­no, este adquiere un carácter que se fortalece día a día, en desmedro de los derechos de cada uno de los componentes de esas comunidades. Si bien este hecho común pudo haber sido indispensable para la creación de un Estado efi­caz, moderno, capaz de afirmarse como tal, y po­der cumplir con sus funciones primordiales; no cabe duda de que en ese esfuerzo los derechos de los hombres se vieron debilitados en beneficio del poder del Estado. Cuando este se afianzó y los peligros de disolución se vieron notoriamente disminuidos, una corriente de pensamiento y acción trató de retomar parte de aquellos derechos que el Estado le había quitado y que los individuos o miembros de la comunidad querían recobrar, en la medida en que ese desprendimiento que antes fuera indispensable carecía ya de su causa legítima o válida. Así fue como en el mundo occidental, durante siglos, se luchó en defensa de derechos esenciales y que hacen a la naturaleza del hombre; derechos estos que ahora están incorporados a la mayoría de las constituciones de los países que hoy forman parte de la cultura occidental: el derecho a la vida y a la libertad; el derecho a trabajar; peticionar ante las autoridades; de pu108


blicar sus ideas en la prensa sin censura previa; de usar y disponer de la propiedad; de profesar libremente su culto; de enseñar y aprender; de asociarse con fines útiles; y de todos los derechos no enumerados. Tales derechos y garantías, que parecen ahora naturales, costaron vidas, haciendas, tormentos y destierros, destruyeron familias y hogares. Luego de siglos de lucha; luego de grandes sacrificios; luego de revoluciones cruentas y martirios, se logró plasmar en leyes fundamentales estos deechos que hacen a la esencia de la naturaleza humana. Sin embargo, en esta etapa de la historia de la civilización, se nota un nuevo avance del Estado sobre los derechos de los ciudadanos. Y se advierte otra cosa que es realmente alarmante, la pasividad con que los ciudadanos aceptan la invasión del Estado en perjuicio de sus derechos. El hombre común no se da cuenta de que está perdiendo, día a día y poco a poco, todo aquello que sus antepasados le legaron a costa de grandes sacrificios personales. Parecería pues encontrarse ante una generación de pródigos que no saben disponer ni defender los bienes que le han sido legados. Ante un avance del Estado respecto de un derecho particular, el común denominador, o no advierte ese 109


avasallamiento, o deja con pasividad que aquél invada algo que le es propio e indelegable. Julián Marías dice que le inquieta, profundamente, la propensión a renunciar al ejercicio de la libertad tan pronto como esta es amenazada o restringida; realmente, este concepto alcanza al resto de los derechos del hombre. Y podría también afirmarse que, no sólo son los particulares quienes ceden mansamente en sus derechos que pierden, sino que el Poder Público los recoge como si esto fuera el ejercicio normal de la función de Gobierno. Este tema se nota, especialmente, en las re­ glamentaciones que el Estado hace de los dere­chos y garantías del hombre. Al reglamentarlas, en numerosas oportunidades, avanza sobre la inten­ción del constituyente y ello va en desmedro del derecho del ciudadano. En todos los órdenes y áreas del diario vivir, se nota esa tendencia negativa y que es conse­cuencia directa de la falta de conocimiento que tiene el ciudadano respecto de sus propios dere­chos, así como también de las limitaciones que tiene el Estado respecto de sus funciones de con­trol y de poder reglamentario. No debe olvidarse que ese llamado poder de policía, ese control que ejerce el Estado, no pue­de ir más 110


allá de lo que faculta la ley, y que esa ley, a su vez, no puede avanzar sobre lo que le exi­ge y limita la Constitución Nacional, que es la que en definitiva regula en forma primaria los derechos y garantías constitucionales, ya sea los que están explícitamente expresados y plasmados en la Ley Fundamental, así como también en aque­llos que en la Carta Magna están reconocidos im­plícitamente, y que son los que nacen del princi­pio de la soberanía del pueblo. El poder reglamentario que tiene el Gobier­no y que limita los derechos de los particulares encuentra su justificación en la prosecución del bien común, entendido esto en la medida en que no se pierda de vista que tal objetivo ha de ceder cuando choque con un derecho no delegado. To­da ley, decreto o norma que se aparte de ese fin esencial, violenta el orden constitucional; y es indispensable que tanto los habitantes de la Nación, así como aquellos a quienes les toca la difícil tarea de gobernar, tengan siempre presente y en claro que el individuo es el protagonista de la historia; los primeros, para defender sus derechos cuando estos se encuentran amenazados por razones ajenas al bien común; y los segundos, para que cuando ejercen sus funciones, no se olviden aquel precepto fundamental. 111


De ese modo y con tal equilibrio, la sociedad en su conjunto encontraría que la convivencia republicana no es tan difícil de lograr. Pero para poder obtener esa armonía, la fun­ción de los jueces juega una importancia funda­mental, puesto que ellos serán los encargados de conjugar los intereses del Estado con los de los particulares, tratando de conciliar unos con otros de modo tal que la balanza de la Justicia no se incline en perjuicio de quien tiene el derecho a su favor. Como se advierte, la labor de los jueces es ardua y comprometida, deben dedicar todas sus horas y sus afanes en lograr rescatar ese princi­pio que el preámbulo de la Constitución Nacional destaca como prioritario cuando expresamente compromete como objetivo del nuevo orden jurí­dico el de «afianzar la justicia». Quien no tenga esto bien claro, no debe ele­gir la carrera de la magistratura. Ya en la Biblia, (Eclesiastés, 7), se dijo: «no busques ser hecho Juez, no sea que no tengas fuerzas para reprimir la iniquidad, no sea que te acobardes en presen­cia del poderoso y tropiece en él tu rectitud». 2

112


Índice

Presentación

9

Prólogo

11

Nota preliminar

29

Introducción

31

Capítulo i. Los comienzos

35

Capítulo ii. De algunos inconvenientes

con los que tropiezan los jueces

47

Capítulo iii. De la modificación de conceptos

61

Capítulo iv. De la llamada acción popular

81

Capítulo v. El agente naranja

89

Capítulo vi. Del controvertido caso

denominado “Crotoxina”

Capítulo vii. De los jueces

93 101


Este libro se termin贸 de imprimir en el mes de junio de 2011 en Imprenta Dorrego, Av. Dorrego 1102, caba.



De cómo fui juez es una lectura necesaria tanto para quien desee rememorar sus primeros pasos en la magistratura como para quien, efectivamente, se encuentre en la etapa incipiente de dicha labor. Lejos de la teoría, trata los avatares diarios que atañen a la Justicia de un modo práctico y ameno. Siendo polémica y avasalladora, alguno podrá discrepar con el Dr. Obarrio respecto de las decisiones que se tomaron en cada caso, pero no por ello dudar de la integridad y del ímpetu que mostró mientras se desempeñó como Juez a cargo del Juzgado de Primera Instancia en lo Contenciosoadministrativo Federal N°3. De un modo reflexivo y no ficcional, nos adentra en el mundo del derecho. Se aboca a la acción de amparo, la legitimación de los intereses difusos y el recargo de tareas jurisdiccionales por la insuficiencia de juzgados, pero también trata sobre valentía, determinación y justicia; todos, valores imprescindibles para los seres humanos en general, y, más específicamente, para un magistrado.

E der


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