Navidad - Fabian Moauro

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DANIEL OSCAR VEGA | REPRESIÓN

Navidad FABIÁN MOAURO

eder digital



Navidad

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Versión 1.0 Diseño y edición: Javier Beramendi © 2016, Fabián Moauro fabianmo@gmail.com © 2016, Daniel Oscar Vega de la imagen de tapa Editorial eder Pavón 1923, 7.° 4, Ciudad Autónoma de Buenos Aires editorialeder@gmail.com www.editorialeder.net


El profesional

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A ricardo le dio la sensación de entrar en un horno. El verano estaba siendo tan caluroso como venía pronosticando el gordito del noticiero de la mañana. Normalmente, le erraba, pero esta semana parecía que no. Sin dejar de caminar, sacó el celular del bolsillo y miró la hora, eran las 3.44 h. No le quedaba mucho tiempo. Menos de cincuenta minutos. Quizá, fueran sus nervios y la urgencia por terminar lo que le hacían sentir tanto calor. Se pasó la palma de la mano por la frente en un intento de secar la transpiración. La camisa cuadriculada se hallaba pegada a su cuerpo. Tenía ganas de arrancarse el saco. Después de tantos años debería estar acostumbrado a usarlo para ocultar su arma. También pensó que tendría que ponerse a adelgazar de una buena 7


vez. Recordó que cuando estaba flaco no transpiraba tanto. Le echaba la culpa de su gordura a esa bala que le había pegado en la pierna durante el tiroteo de la salidera del banco Citibank frente a Galerías. Justo le había tocado hacer la guardia; qué diciembre más caluroso, recordaba. En el piso, su sangre se había mezclado con la del flaco que, para ganarse unas monedas, hacía de estatua viviente. Un disparo en el pecho, un par de convulsiones y no se volvió a mover. Podía recordar detalles. Los estruendos de los tiros, las alarmas; gente gritando, corriendo, tropezando y cayendo al piso. Antes de que le pegaran, había logrado meterle un balazo en la cabeza al de camisa floreada, que escapaba con una bolsa. Lo recordaba en cámara lenta cayendo sobre un grupo de personas, entre las que había un delgado Papá Noel repartiendo volantes. Si bien con la operación y reha8


bilitación iba a volver a su vida normal; habían pasado tres años y no pisaba el gimnasio, comía de más y bebía también en demasía.

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Se secó, nuevamente, la transpiración. El auto estaba estacionado en la esquina. Utilizó las llaves que había encontrado en un bolsillo del cuerpo tirado en el piso, entre la mesita ratona y el televisor. Por suerte, el Ford Fiesta tenía los vidrios polarizados. Llevó el auto sin encender las luces hasta la puerta y lo estacionó sobre la entrada del garaje. Miró a su alrededor. No parecía haber nadie por la calle. Después de entrar a la casa, lo primero que hizo fue apagar todas las lámparas externas. Quería bajar el volumen del televisor; estaba transmitiendo un programa evangelista. No encontraba el control remoto. Nervios. Estaba debajo de una de las cajas de pizza, sobre la mesa. Cargó el cuerpo sobre su hombro. Lo puso en el asiento trasero. Se aseguró de 10


que la casa estuviera bien cerrada, subió y aceleró despacio, tratando de no llamar la atención. El lugar quedaba a unas diez cuadras, a cien metros de un gigantesco boliche. A nadie le llamaría la atención un auto con un cuerpo tirado dentro. Habría varios a esa hora. Era ideal. Caminó de regreso. Sabía lo que tenía que hacer. Era un profesional. Limpiaba las escenas hasta que no quedaran huellas. Llevaba veinte años trabajando en eso. Haciendo incluso trabajos para la CIA en algunas ocasiones. Buscó bolsas plásticas y comenzó a tirar sobras y botellas. En el televisor, el pastor evangelista ofrecía un pañuelo humedecido en agua bendita milagrosa. Después del living-comedor siguió con la cocina y el baño. Pero debía tener cuidado. Tampoco debía quedar demasiado ordenado o limpio. Eso era sospechoso. Sacó las bolsas con residuos y las llevó y tiró en un baldío a la vuelta de la esqui11


na. Regresó a la casa. Tenía todavía veinte minutos. Iba bien. Se pegó una ducha y se cambió. Ocultó la ropa que llevaba puesta. Recordó las luces apagadas del jardín y corrió a encenderlas.

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3 Justo a tiempo. La bocina del auto sonó dos veces. Esperó unos instantes para abrir la puerta. Su esposa ya había bajado del remise y lo miraba con cara de fastidio esperando que fuera a buscar su valija. Suponía que después de estar visitando a su familia en Córdoba una semana debía estar contenta. Pero no. La misma cara de amarga de siempre. La mujer al entrar miró alrededor, y tal cual esperaba, tiro la frase “podrías haber limpiado, ¿no?”. Sin contestarle, para que no se pusiera más nerviosa, fue a la cocina y preparó el desayuno. No quería ni imaginar el escándalo que su mujer haría si encontraba las botellas, la pizza, las cartas de poker, lo cigarros y a sus amigos borrachos tirados por todos lados. Al amanecer, recibió un mensaje de texto de Rubén, que se había despertado 13


dentro del auto frente al boliche. Todo bien. La pr贸xima reuni贸n de poker ser铆a en su casa.

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QuĂŠ cagada

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1 Lo primero que pensó Roberto fue qué cagada. Cualquier persona se habría puesto a gritar de felicidad, o a llorar. Un infarto no habría sido tan extraño. Pero dificilmente, otra persona habría pensado qué cagada. De golpe, el local lleno de gente, la sirena que sonaba, los aplausos, gritos, desaparecieron. Cerró los ojos. Temía descomponerse. Al volver a abrirlos, todo seguía igual. La sirena, las luces, la gente, los gritos, los aplausos. Y la máquina delante de sus ojos que indicaba que acababa de ganar cinco millones de dólares. Parecía que todo el mundo había dejado de jugar en sus maquinitas para ir a ver al suertudo. El tipo que les hizo sentir envidia mortal, pero también esperanza: ellos podían ganar en otra oportunidad. Y eso les daba alegría y mandarle buena 17


onda al suertudo. Al que demostró que “puede ser...”. Hacía más de un año que uno de los mozos del restaurant, Pedro, lo jodía para que lo acompañara. “Hay mucha’ minitaaaa”, le decía siempre. El que más se reía de esa frase era Ricardo, el policía que hacía guardia en la puerta del local. La historia de cuando había sido herido en la pierna durante el asalto al banco Citibank, la estatua viviente muerta… se la conocían de memoria. Esa noche decidió acompañarlo al casino, pero solo porque no tenía ganas de volver a su casa. Pedro, de 35, se puso a hablar con una señora parecida a Mirta Legrand, y al rato desapareció. Comenzó a sospechar que el MP4, el nuevo celular y los relojes del mozo no eran fruto de las propinas... Al quedarse solo, decidió gastar unos pesos en las maquinolas. No tenía idea de cómo se jugaba. Caminó por los pasillos 18


llenos de máquinas, gente, humo de cigarrillos, luces, con sonidos extraños que se producía cada vez que alguien ponía una moneda o bajaba una palanca o apretara algún botón. Algunas personas lo miraban con mala cara, como si tuvieran una cábala secreta que Roberto quería robarles. Probó suerte con una maquina que simulaba una ruleta. Nada. Probó con otra que parecía esas viejas máquinas de las películas yanquis de los sesenta, donde bajaba una palanca tratando que en los tres rodillos quedaran las mismas figuras. Nada.

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2 Ya se iba cuando vio una con una con dibujos y referencias a Terminator, su película favorita. Leyó las instrucciones. No era complicado. Puso las monedas que le quedaban, seleccionó dos casilleros rojos y bajó la palanca. Y la pantalla se volvió loca, aparecieron mensajes, sirenas y una luz tipo patrullero que se prendía, se apagaba y giraba. Se sintió incómodo, nunca le había gustado llamar la atención. Un par de tipos en trajes negros se abrieron paso entre la gente y se acercaron con enormes sonrisas... y Roberto volvió a pensar... qué cagada. Qué gran cagada. Se había separado de de Celeste hacía dos días. Años soportando sus rayes, engaños, mentiras, malos tratos. Y ni hablar de la familia de Celeste, la hermana que se había ido a vivir y a “vivirlo” desde hacía un año, había pedido asilo por un par de semanas, pero nunca más se fue. 20


Había conseguido un segundo trabajo por las noches en la administración de un restaurante. Necesitaban el dinero. Pero otra razón era para estar menos tiempo en la casa. Las reuniones de Celeste con sus amigas, a las cuales su hermana había agregado sus propias y desastrosas amistades ya eran casi diarias. Se burlaban de él, le ponían apodos, de los cuales se reía tratando de que pareciera que le causaban gracia. Trató de integrarse. Pero no lo dejaron. Ya no era extraño que llegara a su casa y encontrara en el piso botellas, vasos, comida, ropa, y algunos cuerpos también. Casarse con una mina quince años menor pareció una buena idea en su momento. Pero con el paso del tiempo, las diferencias con respecto a... TODO... se fueron agrandando. Roberto sospechaba (bah, estaba seguro) de que parte de su sueldo también iba a parar al vago de su cuñadito. 21


Estaba resignado. Había vivido muchos años solo hasta que la conoció en una fiesta de la empresa. Ella no trabajaba ahí, era una de las mozas contratadas para el evento. Como no se llevaba muy bien con sus compañeros, se había ido a un rincón de un balcón del hotel donde se desarrollaba la fiesta. Ella no tenía muchas ganas de trabajar y estaba en ese rincón también. Lo que le pareció gracioso esa noche, ya no le parecía gracioso cuando descubrió que era una vaga crónica. Un par de semanas atrás, en su trabajo en el restaurant, había escuchado una conversación en una mesa cercana. En la misma estaba el famoso periodista Ariel Palauch, festejando la edición de su segundo libro Energía Espiritual. Siempre había pensado que el tipo era un chanta y el libro era otra manera de ganar guita solamente. Pero lo escucho apasionarse, hablar con su pequeño grupo de amigos acerca de la 22


posibilidad de una mejor vida, con solo dar el primer paso: intentarlo. No dejarse vencer. Al otro día, compró los dos libros. Y eso le permitió descubrir que no debía resignarse. Que mejor solo que seguir sufriendo. Y tomó valor y se lo dijo a Celeste. A Celeste no le importaba... mientras le pasara dinero. Lo llamaba varias veces al día, casi siempre drogada, la mayoría de las veces se escuchaban los gritos de burla de fondo, con música a todo volumen en alguna de sus interminables fiestas. Dinero. Ahora tenía mucho dinero... desde hacía un par de minutos tenía mucho dinero...qué cagada... tendría que compartirlo con su esposa... Y la hija de puta no se contentaría por la mitad. Iría por TODO. La conocía muy bien. No le quedaba mucho tiempo... los hombres de negro con sonrisas eran del casino, venían a buscarlo para pagarle. ¿cómo sería? ¿un cheque? ¿una transferencia? ¿un deposito? Fuera lo que fuera... eran bienes gananciales... qué cagada... 23


Pensar. Pensar rápido. Debía llamar a alguien para usar de testaferro. Pero para Robertosolo era una palabra. Nunca había hecho algo así ni conocido de cerca a alguien que tuviera testaferros. Debía ser alguien en quien confiar. Qué cagada... no tenía a nadie. Eran las dos de la mañana. ¿A quién? Pensar. Pensar. Pensar. Quizá pudiera cobrar y al otro día hacer algo sin que se enterase Celeste. No. No iba a funcionar. Seguramente, saldría en los diarios y televisión. El casino necesitaba publicidad. Meses atrás, una mina que había ganado la cuarta parte había salido en todos los medios. Pensar. Seguir pensando, ¿qué hacer? Los hombres de negro, sonrientes y el minón que los acompañaba (recién la había visto) lo llevaron por los pasillos, uno de los tipos con su mano en el hombro de Roberto, la chica agarraba su brazo a la altura del codo. Cualquiera habría dicho que eran vie24


jos amigos. Pensar. Pensar rápido. No tenía parientes. Bah, un primo, Marcelo. Aunque ahora era Testigo de Jehová, seguía sin confiar en él. Un garca siempre es un garca.

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3 PENSAR.

Descartó la idea de un testaferro. La solución apareció de golpe. Simple. Clara. Única.

El libro Anochecer en Barracas, de Joaquin Peace. Se relajó.

Pudo disfrutar las fotos de rigor, incluso el brindis. Firmó documentos, le hicieron la transferencia.

A las tres de la mañana, llegó a su excasa. Cuerpos desnudos o semidesnudos dormían en el piso, en los sillones y hasta en su propia cama. Buscó los guantes. Buscó alguna de las jeringas usadas. Buscó más merca. Buscó una jeringa nueva. No quería contagiarse. Se inyectó. Después fue por Celeste... y por fin, llamó a Ricardo para que lo ayudara. 26


Los días siguientes fueron confusos, los periodistas haciendo guardia en la puerta de su casa permanentemente. ¡La noticia del tipo que había ganado una fortuna en el casino y organizado una “fiesta” para celebrar, y la joven y hermosa esposa muerta por una sobredosis era un notición! Y no faltaron los que comenzaron a sospechar e investigar, convencidos por su excuñadita de que había algo raro. Ahora, Roberto, mirando a través de las rejas, extraña la libertad. Extraña caminar solo por Puerto Madero, al salir del restaurante, sus charlas con Pedro... el ir solo a los cines de Lavalle. Es la cagada de tener tanta guita. Terminás viviendo en una mansión rodeado de rejas, guardaespaldas hasta para ir de vacaciones. Qué cagada...

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Mi primer laburo

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Mi viejo me despertó a los gritos la madrugada del 23 de diciembre de 1999, exactamente a las 11.45 h. Hacía calor y no sé qué era más ruidoso: el ventilador de techo o la perorata del viejo. Otra vez con la queja de que estaba podrido de mantener a un vago de 30 años, que tenía que buscarme un laburo, que eso de la astrofísica era muy lindo para versear minitas y tomar cervezas hasta la madrugada, pero que nunca traía un mango, que los impuestos, que el morfi, etcétera, etcétera... Que si salía a enfrentar la vida, la vida me iba a recompensar. La diferencia fue que esta vez me tiró con un montón de ropa por la cabeza. Empecé a putear por el calor que hacía, hasta que me di cuenta de que era un disfraz. Un disfraz de Papá Noel. El gua31


cho del tío Dani me había conseguido un laburito con un amigo para repartir volantes disfrazado de ese gordo pelotudo. El hermano de mi viejo era otro más que estaba empecinado en que laburara a su manera. Muchas veces me había querido enganchar para que trabajara en su lavadero de autos. No lograba que entendieran que un astrofísico no podía distraerse con esas boludeces. Pero el viejo me amenazó con venderme la computadora y no darme más guita para las cervezas. No tenía opción. Agarré el papelito con la dirección adonde tenía que ir, puse el traje en una bolsa de consorcio negra y, después de vaciar la heladera de las sobras de la cena, me fui al puto centro en el 109. Como me quedé dormido, me pasé tres paradas, así que tuve que caminar nueve cuadras hasta casi Florida y Córdoba, allí estaba el negocio donde tenía que ir a buscar los volantes y empezar a laburar. 32


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No entendí por qué un judío contrataba un Papá Noel para promocionar su negocio, pero bue... ninguno de los dos tenía ganas de hablar. Un par de gruñidos, me dio los papeles y cabeceó señalando una puerta del fondo para que me cambiara. Aparte del calor, no me pareció tan malo. Nadie podría reconocerme, especialmente si algún amigo estaba por ahí a esa hora. Busqué un rincón con sombra y me distraje mirando a la gente, los chicos, las parejas discutiendo por la guita que gastaban en regalos, especialmente los muchos extranjeros que había. El disfraz de Don Quijote del flaco que hacía de estatua viviente era buenísimo. ¿Cuánto tiempo había practicado para lograr no mover ni un solo músculo? Estaba casi agarrándome una modorra cuando sonó el primer disparo. Dudé si 33


era un tiro o la goma de una auto estallando. Pero con el segundo y el tercero ya no hubo dudas. Ahí fue cuando que vi cómo caía del banquito que hacía de pedestal Don Quijote con una mancha en el pecho. Gritos, confusión, gente corriendo por todos lados. Con ese traje de mierda, no podía correr ni tirarme al piso, entonces un tipo con camisa floreada cayó sobre mí y rodamos junto con cinco o seis personas más. Me lo saqué de encima, y pude verle el agujero que tenía en la cabeza y, sin saber por qué, lo aparté de una patada como si fuera algo contagioso. Ahí fue cuando vi la bolsa que tenía en la mano, medio abierta, con lo que parecía una pila de hermosos billetes verdes. Tampoco sé por qué, pero la agarré. Caminé rápido hacia el shopping Galerías Pacífico. Seguían los empujones, corridas, gritos y ahora se habían sumado sirenas, patrulleros, ambulancias. 34


Cuando entré al shopping, vi que había, por lo menos, una docena de tipos disfrazados de Papá Noel, todos asomados a las gigantescas puertas de vidrio tratando de ver qué pasaba. Me mezclé con ellos. Y, después de unos minutos, comencé a recorrer los pasillos, tratando de obligarme a no correr. En el baño, puse el traje en la bolsa que tenía los volantes. Y salí por la puerta que da a la calle San Martín. Encontré un taxi, que tomé por solo quince cuadras. Me bajé y subí a un colectivo. Ni idea adónde iba. Terminé en Chararita. Nadie me seguía. Me metí en un bar y abrí la bolsa. Dólares. Muchos. Muchísimos. Calculé que medio palo. Igual sigo viviendo tranqui. Gasto de a poquito. Para no llamar la atención. Dicen que la banda que hizo el afano sigue buscando a Papá Noel.

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Sobre el autor Fabián Moauro, Buenos Aires, 1962. Licenciado en Análisis de Sistemas, comenzó a practicar la escritura en la oficina, donde textos breves fueron apoderándose de las pantallas de de los boxes. Hoy en día, habiendo publicado cuentos en las antologías Entretanto 2 y 3, compiladas por Silvia Jurovietzky (2013, 2014; Eder), trabaja en una nouvelle, Thriller Argento.

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