Una noche en Almagro Viejo - Javier Beramendi

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Versión 2.0 © 2016, Javier Beramendi © 2016, Daniel Oscar Vega de la imagen de tapa Editorial eder Pavón 1923, 7.° 4, Ciudad Autónoma de Buenos Aires editorialeder@gmail.com www.editorialeder.net


Santiago abrió los ojos y bostezó. Apagó el despertador y fue al baño. Eran las 8.03. Tenía que ir a buscarla al aeropuerto. Llegaba ese día: jueves. Ella le había mandado un email unas semanas atrás. Deshidratado y desorientado, abrió la ducha. Se desvistió como pudo y entró. Un pensamiento a la vez. Cafiaspirina, ropa limpia y Giulia. En ese orden. No la veía desde hacía dos años. Estaba nervioso. Los recuerdos empezaban a fluir, como el agua de la ducha. Recordó el bar de Almagro. Su sonrisa. Su manera de tomar whisky. Fueron tres meses intensos. Hasta que ella se fue. Volvió a Italia. Estaba confundido, enojado todavía, pero ansioso a la vez. Cerró la ducha y salió mojado. 3


Sus pasos se marcaron en el piso flotante. Su novia odiaba que hiciera eso, pero ella estaba en la oficina. Él, en cambio, trabajaba desde su casa, era su propio jefe. Mucho había cambiado. Ya no era el mismo. ¿Ella seguiría igual? Revolvió los cajones del placar en busca de algún blíster olvidado. Tuvo suerte. Se puso ropa casual. Quería ocultar el miedo, que pareciera normal. Sabía que algo estaba a punto pasar. Se preparó una taza café. Tomó la pastilla. Eran las 8.40, tenía unos minutos para revisar los mails y leer el diario. Su pierna derecha no paraba e moverse. No podía estarse quieto. Caminó hasta el garaje y se subió al Chevrolet Corsa. Eligió un cedé de Tremenda Sanata. El viaje de ida fue tranquilo. Tránsito normal, ningún piquete, corte o accidente. Seguía teniendo esa sensación extraña. Estacionó cerca de los arribos internacionales. Vuelo directo desde Roma, Alitalia era la compañía. Buscó la puerta. Todavía faltaba una hora. Se sentó a la barra de un bar. Pidió un White Horse sin hielo. Odiaba a los snobs de los single malts. Volvieron los recuerdos de esa noche. La noche. 4


Un jueves en Ladran Sancho. Él había ido a tomar una cerveza con unos amigos. Vivía cerca y no se había podido resistir. Solo una cerveza, se había dicho. No bien hubo salido al patio del bar, donde estaban sus amigos fumando, la vio. La vio y todo sucedió de a poco. Orquestado, perfecto. Sabía que tenía que manejar, pero pidió otra medida. Era una situación atípica. Lo ameritaba. Le costaba concentrarse en la bebida. Estaba distraído. Pensó en sus ojos, verdioscuros. El mail había sido muy escueto, ¿pensaba quedarse en su casa? Él no le había dicho que vivía con su novia. Un poco porque no había sabido cómo mencionarlo y otro poco por malicia. Quería ver su rostro cuando le dijera que, a pesar de todo, él había seguido con su vida. ¿Trabajaría como antropóloga? Recordaba que entonces estudiaba eso. Había venido por un cuatrimestre. Le había gustado la UBA y había aprendido a mimetizarse. Parecía una chica más de Puan. Pidió otra medida. Perdió noción del tiempo. Su vida era perfecta, por decirlo de alguna manera, pero no estaba conforme. Por eso, esta5


ba ahí. Nada bueno podía resultar. Tendría que haberla mandado a la mierda de una. Pero no. No lo había hecho y ahí estaba. Borracho en Ezeiza. —Hola, guapo —escuchó que decían a sus espaldas. Era ella. Se dio vuelta. No dijo nada. Hermosa, más hermosa que nunca. Cargaba una mochila enorme. Extendió la mano para saludarla. Ella lo besó en el cachete, cerca de los labios. Sintió su perfume. Se excusó por haber perdido noción del tiempo. —Tranquilo —respondió y sonrió. Él se puso más nervioso. Se levantó y ofreció llevar la mochila. Salieron del aeropuerto. Era un típico día primaveral de Buenos Aires: templado, soleado, bullicioso, lleno de esperanzas. Apenas se dirigieron la palabra. Instintivamente, él tomó el camino hasta su casa. Subieron al sexto piso y entraron en el departamento A. Ella fue al baño. Él preparó café. Cuando salió, el café ya estaba en la mesa ratona. Él estaba sentado en el sillón. Desorientado, sumiso. Ella no mencionó los dos cepillos de dientes ni el 6


toque femenino del departamento. Solo dijo: —¿Me acompañás a San Telmo? Tengo que pasar por el Museo Etnográfico. Asintió con la cabeza, se levantó como un autómata. Ella sacó unas cosas de su mochila y dejó el resto ahí, en pleno living. Caminaron en silencio hasta el auto. La esperó en El Federal, un bar decimonónico, atiborrado de ácaros. Pidió un whisky. Como en todo bar de viejo, le sirvieron yapa. Tradición criolla. A la hora, la vio en la ochava, buscándolo. Pagó rápido y salió. Tenía miedo de que se perdiera y no verla más. Era estúpido, lo sabía, pero no podía controlarlo. —Estamos cerca de Gibraltar, ¿vamos? —dijo ella. Él sonrió y enfiló por las calles empedradas del casco histórico. Ella, a su lado. Lo agarró de la mano. Él se puso tenso primero, después se relajó. Llegaron. Entraron. Y ordenaron en la barra. Le contó que su reunión había ido bien. Le habían ofrecido un puesto en el museo. Hacía falta un curador técnico, y su currículum había impresionado a los jefes. Era extranjera, 7


hermosa y estaba especializada en el control vertical de pisos ecológicos en la economía de las sociedades andinas. Ella calló y lo miró a los ojos. —¿Por qué no me dijiste que estabas conviviendo? Antes de responder, apuró la pinta. Le salió así, con verborragia. Contó todo lo que hasta entonces había callado, todo lo que hizo para que ella se sintiera mal. Ella no se inmutó. Escuchaba. Escuchó con atención. Cuando él pareció estar cerca del final, ella se levantó. Se sentó sobre él y, rodeando su cuello con sus brazos, lo besó. Fue un beso intenso, natural. Profundo y verdadero. El tiempo no había pasado. Salieron del bar. Subieron al auto y volvieron a Almagro, al departamento. —¿Vamos al parque Centenario? Prepararon un termo y fueron caminando, eran unas pocas cuadras. Encontraron un buen lugar en el pasto, cerca del lago. Él estaba contento. Empezó a cebar. Entre mate y mate, se reencontraron. La desconfianza fue cediendo. Volvieron a reír. Él se dio cuenta de que hacía 8


mucho tiempo que no se reía de verdad. Esa risa que hace bien. Ella le hacía bien. Cuando él le preguntó por su vida en Italia, su cara cambió. Ella se puso a la defensiva. No respondió, esquivó la pregunta. Notó que tenía la misma ropa con la que la había visto la última vez, años atrás. —Lo hice a propósito, para vos. —Y agregó—: No tendría que haberme ido. Él no lo podía creer. Estaba escuchando la confesión que siempre había deseado. Se besaron una y otra vez. Tenían que recuperar el tiempo perdido. La excitación lo dominaba. Se levantó. Su cuerpo le pedía movimiento. —¿Querés que vayamos a caminar? Se perdieron por las calles de Caballito. Fueron para el sur. Cuando se percató de la hora, se dio cuenta de que su novia debía de estar por llegar a su casa. Tenía que hablar antes de que llegara y viera la mochila. Sacó el celular y marcó. Giulia le dio espacio, se alejó unos pasos. Su novia atendió, todavía estaba en la oficina. Iba a tomar unas cervezas con unas compañeras. Llegaría tarde. Él le dijo, al pasar, que una amiga de 9


la facultad italiana se iba a quedar unos días en el departamento. Ella no sabía cómo reaccionar. Se enojó: ¿por qué no le había dicho nada? Se le había olvidado. No le había dado importancia. Eran solo unos días. Se despidieron y cortaron. Las cosas no andaban bien desde antes de que llegara Giulia. Al cortar, ella lo abrazó desde la espalda, le tapó los ojos y lo beso. La alegría volvió a apoderarse de él. El atardecer fue dejando paso a la noche. Una noche de primavera. Giulia tenía un aura especial. Sus ojos brillaban. —¿El café sigue siendo tan malo como siempre? —preguntó ella con saña, dejando entrever su lado más italiano. Él sugirió que lo probara ella misma. Fueron a El Banderín, sobre Guardia Vieja. Ella pidió un ristretto. Puso cara de asco, graciosa al mismo tiempo. Él rio. —¿Te acordás de esa noche? Los dos se acordaban, pero callaron. No hacían falta las palabras. Caminaron por las cercanías sin derrotero. Calles de arrabal. Piedra parís venida a menos, edificios impersonales. Una arquitectura anárquica. Convivían los opuestos. 10


Contrastes no planificados. Un paseo fortuito, como su reencuentro. Volvieron al departamento a eso de las nueve de la noche. Él dijo que iba a preparar la cena mientras destapaba una Grolsch: morrones rellenos con huevo, queso rallado, cebolla de verdeo, panceta y Mendicrim. Ella se apoyó en el marco de la cocina y empezó a desnudarse. Recordaba que habían hecho lo mismo la noche que se habían conocido. Cocinaron desnudos y bebieron cerveza. La tensión sexual aumentaba. Pusieron la mesa y abrieron una Amstel. De fondo, sonaba Alerta Pachuca. Santiago estaba distraído, su cerebro iba a mil por hora. De repente, empezó a prestarle atención a la letra de la canción que sonaba: “Un poquito de mal te puede hacer bien / Un poquito de bien te puede hacer mal”. Tal vez, estaba siendo muy moralista. Tal vez, ella tampoco quería portarse bien. A la mierda con su novia. Tenía que disfrutar ese momento. Carpe diem. Iba a rehacer su vida y un poquito de mal podría venirle bien. Volvió al mundo y le dio mecha al porro que había armado. Ella se sentó sobre la barra de la cocina 11


americana y empezó a tocarse. Santiago la miró. Sabía que no tenía que tocarla. Arruinaría todo. La música se cortó. Ella acabó. Santiago puso Gratitud, de Los Espíritus, y empezó a masturbarse. Ahora era ella la que lo miraba, impávida. Se miraban a los ojos. Ella se acercó, pero no lo tocó. Él siguió masturbándose. Acabó sin cerrar los ojos. Entonces, ella lo besó con ternura. El ambiente empezaba a distenderse. Los dos estaban un poco borrachos. Desinhibidos y alegres cuando menos. Comieron en el piso, como aquella vez. Prepararon café e hicieron el amor en la cocina, como aquella vez. Hermosamente inenarrable. Esta vez, sí recorrieron sus cuerpos; cuerpos que se conocían. Desde siempre y para siempre. Él estaba feliz. No podía creer lo que estaba viviendo. Entre platos sucios, envases, libros, fotocopias y vasos vacíos, reposaba el tablero de ajedrez. Giulia sugirió una partida. Sonó el celular de Santiago. Un mensaje de su novia decía que iba a llegar tarde, que no se preocupara por ella. Él se relajó, y empezaron las primeras movi12


das. Giulia formó la defensa siciliana, igual que aquella vez. Y él ganó, igual que aquella vez. Se bañaron juntos y se vistieron. Ordenaron un poco, apagaron la computadora y salieron a la calle. Los locales ya estaban cerrados; a lo lejos, el camión de la basura. Fueron por Corrientes hasta Bulnes. La ciudad, en esa arteria de alto tránsito, no daba descanso. Colectivos, taxis, heladerías, pizzerías, quioscos. Cinco minutos después, ya estaban en Ladran Sancho pidiendo una cerveza en la barra. Luz Buena estaba a punto de empezar su show. Se mezclaron entre la gente y bailaron. Bailaron sin parar. Rieron sin parar. Con gracia, sus cuerpos se reconocieron: caderas, manos, cuellos, piernas, roces y caricias. Empezaron a transpirar. Tomaron más cerveza. Bailaron más de una hora al son de la cumbia. Cuando terminó Luz Buena, todos salieron al patio en busca de aire. Demasiada gente para un lugar tan chico. Santiago divisó a unas amigas de su novia cerca del baño. Propuso ir al boliche de Roberto, en Bulnes y Perón. Giulia no se opuso. Se abrieron paso entre la gente y 13


salieron a la calle. El aire fresco les sentaba bien. Los despabilaba. Caminaron por calles conocidas. Por Bulnes hacia el sur, de espaldas a Palermo. Llegaron a la plaza Almagro. Era una zona peligrosa, pero no importaba. Nada importaba. Se sentaron en una mesita cerca de la barra y pidieron whisky. Un dúo tocaba unos tangos en el rincón sin amplificación. Como se hacía desde hacía más de un siglo, cuando el bar había abierto sus puertas. Santiago prestó atención a la letra: “De chiquilín te miraba de afuera / como esas cosas que nunca se alcanzan / la ñata contra el vidrio…”. Era el tango favorito de Giulia. Lo recordaba. Ella, en silencio, acompañaba la melodía. Fue un lindo momento, que por su sencillez contrastó con la opulencia recién vivida en Ladran Sancho y, por tanto, más íntimo. El ambiente, las luces de las velas parecía invitar a los espectros de todos los tiempos. Pasado y presente se confundían. Giulia seguía desprendiendo esa aura. Había algo en ella. Santiago pidió otro whisky, ella dijo que no quería nada. El dúo pasó la gorra. Los parroquianos colaboraron y aplaudieron. La noche 14


avanzaba, y el bar empezó a vaciarse. Santiago y Giulia salieron a la calle. —No vayamos a dormir todavía —dijo ella, se notaba cierta nostalgia y verdad en sus ojos. Santiago empezaba a sentir el cansancio, pero no podía negarse. Caminaron hasta Corrientes. San Bernardo era el único bar de las cercanías que no cerraba. Podían ir a desayunar ahí. En el trayecto, ella empezó a llorar. Él la abrazó y la besó. No entendía qué le pasaba. Llegaron y ordenaron: Santiago pidió café con tres medialunas, Giulia no quería nada. El mozo, a los pocos minutos, volvió con el pedido. Él le dio las gracias y, cuando hubo tomado un sobrecito de azúcar, ella se excusó y dijo: —Perdoname, perdoname por todo. Ojalá hubiese sido todo distinto. Ahora vuelvo. Se dirigió hacia el fondo, donde estaban los baños. Pasaron cinco minutos, él disfrutó su café. Pero empezó a preocuparse. Algo no estaba bien. Se levantó y fue a buscarla. Confundido, notó que no había nadie en el baño de mujeres. Tampoco en el de hombres. Pagó y abandonó el bar. Volvió al departamento. Los 15


envases vacíos y los platos estaban allí; el tablero con las jugadas también, pero no había rastros de la mochila. ¿Cómo era posible? Desconcertado pero muy cansado, decidió irse a la cama. Al día siguiente lo resolvería: además, no era la primera vez que lo dejaba plantado. El viernes por la mañana, su novia lo despertó a las ocho. Le preguntó por su amiga. Él, sin saber qué responder, farfulló algo ininteligible. Ella se fue, y él se levantó de la cama. Fue al baño y preparó café. Abrió el diario en la tablet. Fue entonces cuando vio el titular: “Conmoción y misterio por la caída de un avión italiano en el océano Atlántico”. Entró en la noticia y encontró la lista de las víctimas del accidente que había ocurrido el día anterior. Leyó varias veces su nombre completo: Giulia Spirito.

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