La verdad jurídica, el pensamiento zombie y la tradición republicana

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Antón Beiras Cal: La verdad jurídica, el pensamiento zombi y la tradición republicana

Diseño de colección: Editorial Elvira © del texto: Antón Beiras Cal Fotografía: Sandra MG de White Estudio Fotográfico © de la edición: Mundo Detrás do Marco S.L. (Editorial Elvira) CIF: B27773266 Rúa Santiago, 11 36202 Vigo (Pontevedra) www.editorialelvira.es info@editorialelvira.es Maquetación: Hugo Rodríguez Diseño de cubiertas: Alberte Murado Impresión: C.A Gráfica Impreso en Vigo, España Primera edición Septiembre 2015 ISBN: 978-84-943145-4-4 Depósito legal: Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y o tratamientos informáticos, fotocopia o la grabación sin los permisos expresos de los titulares del copyrigth.


LA VERDAD JURÍDICA, EL PENSAMIENTO ZOMBI Y LA TRADICIÓN REPUBLICANA

Tribulaciones de un economista de letras frente a su licenciatura en Derecho



Antón Beiras Cal Hijo del oftalmólogo Antón Beiras y de la pedagoga Antía Cal, nació en Vigo en 1954. Economista, asesor fiscal y abogado, estudió Ciencias Economicas en la Universidad de Santiago de Compostela. Funcionario del Cuerpo Técnico del Ministerio de Hacienda y auditor de cuentas, es delegado en Pontevedra de la Asociación Española de Asesores Fiscales y socio del Círculo de Empresarios de Galicia. En 2013 se licenció en Derecho por la Universidad Europea de Madrid. Su trabajo de fin de carrera en Filosofía del Derecho es el antecedente académico de las «Tribulaciones de un economista de letras»



LA VERDAD JURÍDICA, EL PENSAMIENTO ZOMBI Y LA TRADICIÓN REPUBLICANA

Tribulaciones de un economista de letras frente a su licenciatura en Derecho



A la memoria impecable de Leónides de Carlos, profesor de Filosofía en el instituto de «Las Traviesas»



Prólogo Es para mí motivo de enorme alegría poder prologar este libro de Antón Beiras. Creo que la única justificación creíble del hecho de que sea precisamente yo quien redacte estas líneas preliminares es la amistad que me une con Antón. Esa amistad es el factor que justifica mi condición de prologuista, el Deus ex machina del guion que ha seguido a la publicación de esta obra. Y el demiurgo o principio activo de esa amistad, que creo conveniente recordar, no es otro que la preocupación (que podría entenderse como pasión en su expresión más neurótica) por el Derecho tributario. Como tributaristas, el autor de este libro y quien esto escribe, somos unos convencidos de que la necesaria lucha contra el fraude no se podrá llevar a cabo sin el más escrupuloso respeto a los derechos y garantías del contribuyente, como no se puede combatir la inseguridad ciudadana pisoteando los derechos de los ciudadanos. Por eso, con mucha frecuencia nuestras balsámicas conversaciones nos sirven para librarnos de la presión insoportable de un tiempo como el actual, tributariamente complicado, marcado por una filosofía de la recaudación que orilla los derechos del contribuyente que, antes de contribuyente, es ciudadano. Un tiempo brechtiano, «de confusión organizada, de desorden decretado, de arbitrariedad planificada…».


En estas lides de la lucha diaria por unas relaciones fiscales propias de un Estado de Derecho, he de reconocer que he tenido siempre la suerte de encontrar en Antón Beiras un adecuado «cerebro reboteador». Esto ha ido fraguando una relación con el paso de los años, de la que siempre me ha impresionado la lucidez de Antón , al servicio de la libertad personal y de las bases de la Hacienda Pública que han hecho posible en Europa el Estado del Bienestar. Es por eso que me resulta gratificante ver buena parte de esas ideas reflejadas en La verdad jurídica, el pensamiento zombi y la tradición republicana. Como el autor señala, el origen próximo de la publicación es su decisión de hacerse jurista con título. La ascensión del autor al olimpo de los abogados supone para la profesión y para los tributaristas prácticos, ganar para la causa a un enamorado de la norma como expresión kantiana de la razón, del Estado de Derecho como manifestación del racionalismo fruto de la Revolución Francesa y de la ley como encarnación del sueño de Montesquieu. Su incorporación al mundo de los juristas prácticos reafirma mi convicción de que seguiremos teniendo de nuestro lado a alguien que comprende, como aseveró Kant, que la Ilustración supuso la salida del hombre de su minoría de edad y que la razón pura es la antesala filosófica de la autonomía de la voluntad y de la lex privata. No es de extrañar, como acertadamente destacó Tarello, que la codificación coincidiera históricamente con el constitucionalismo. Así puede entenderse la codificación como un proceso racionalista de búsqueda de una norma inspirada por un principio dispositivo (respeto por la autonomía de la voluntad y pocas disposiciones imperativas), que superase a la costumbre como fuente del Derecho en el Antiguo Régimen. La autonomía de la voluntad, como expresión jurídica de la libertad individual, sirve también para definir el derecho subjetivo, como cauce para hacer valer los legítimos intereses individuales, que en el ejercicio de la libertad cada ciudadano puede perseguir. Frente a ello, se erige el deber constitucional de contribuir en condiciones de justicia material (artículo 31,1 de la


Constitución); para unos un elemento consustancial del status del ciudadano que condiciona su autonomía, para otros un auténtico límite externo de dicha autonomía. A pesar de que no es posible resumir en estas líneas prologales los parámetros que rigen la relación entre la autonomía de la voluntad de origen kantiano y el deber constitucional de contribuir, sí debemos dejar claras algunas premisas cuasi-axiomáticas. Así, dicha autonomía de la voluntad no puede utilizarse para eludir el deber de contribuir de forma abusiva o fraudulenta. No resulta aceptable defender que el tributo sea un obstáculo a la libertad de contratación, y que, como tal obstáculo pueda ser evitado por cualquier forma utilizada por el particular en uso de su autonomía, aunque carezca de sustancia económica. Pero tampoco se puede admitir que la Administración Tributaria pueda anular, o, simplemente condicionar la autonomía de la voluntad y el legítimo derecho del ciudadano a ejercer su libertad económica como parte de su actividad individual. Y esto ocurre con demasiada frecuencia, cuando, por ejemplo, la Administración se opone al derecho del particular a decidir si actúa en el mercado de manera individual o a través de una forma societaria; cuando califica como abusiva una fusión apalancada argumentando que la sociedad absorbente puede obtener la financiación por otras vías; cuando se cuestiona las operaciones acordeón en la reordenación de sociedades o cuando niega que tengan razón económica adquisiciones de empresas con pérdidas (situación nada inusual en la actualidad), por la sospecha de que el motivo de la operación es la pretendida intención de la adquirente de aprovechar las pérdidas de la sociedad adquirida. Son situaciones que el autor llamaría de negación de la verdad jurídica, y que calificaría como «pensamiento zombi». Pero no olvidemos, que el zombi, en su versión cinematográfica creada por el gran George A. Romero, es un muerto viviente, y ese pensamiento negador de la autonomía de la voluntad y que


proclama la razón fiscal como una nueva razón de Estado Fiscal (próxima a la lex suprema que Cicerón asignaba a la salus populi) está muy vivo; demasiado vivo. El mejor antídoto contra él es reforzar la lucha argumental, en trabajos doctrinales y en las demandas y recursos, teniendo en cuenta las bases filosóficas de nuestra cultura jurídica, que Antón Beiras maneja con maestría. Resulta especialmente interesante, en lo que a las bases jurídico-filosóficas de nuestra cultura se refiere, la referencia del autor al pensamiento republicano como uno de los fundamentos de la cultura jurídica greco-latina. La cultura republicana, lejos del significado que pueda dársele en el actual contexto político, hace referencia a las ideas generadas en torno a la polis aristotélica y que llega hasta nuestros días, en expresiones como el republicanismo cívico de Philip Petit. La primera piedra de esta formidable construcción jurídica es, como bien señala el autor, el logro histórico del pensamiento abstracto. De ahí las categorías, que tanta influencia han tenido en el pensamiento jurídico. La autonomía privada se ve limitada por las categorías esenciales del Derecho. Esta afirmación es la antesala de la idea de causa típica del negocio cuyos orígenes se remontan, precisamente, al pensamiento escolástico. Y la vulneración de la causa negocial es la máxima expresión del abuso del Derecho. Los negocios anómalos, que se conciertan en el ejercicio de la autonomía privada pero vulnerando la causa típica del negocio, son la base conceptual de la elusión tributaria. Y nunca deberían dejar de serlo. Cuando se habla de que una operación no tiene «propósito comercial» (business purpose) y que, por tanto, es elusiva, lo que se está afirmando es que viola la causa típica de un negocio. Todas estas cuestiones aparecen expuestas de forma ágil, amena y a veces, atrevida, en el texto de la obra de Antón Beiras. Es un libro entretenido, documentado, con un punto de transgresión inherente a la personalidad del autor y que todos sus amigos conocemos. Una obra con respecto a la cual quien esto escribe no comparte necesariamente todo. Pero este prologuista, con voltariana convicción, defenderá siempre el derecho y hasta


la necesidad de que se diga. Y Antón Beiras lo dice alto y claro. Por último, es una obra contracorriente; pero como dijo Ionesco, «pensar contra la corriente del tiempo es heroico, decirlo, una locura». Bendita locura, en mi modesta opinión. Compostela; en los umbrales del otoño de 2014. César García Novoa Catedrático de Derecho Financiero y Tributario Universidad de Santiago de Compostela



I: El nomos y lo público En el litoral del mar Egeo, en la Grecia preclásica y costa turca de Anatolia, nació hace 27 siglos el pensamiento abstracto. Tales, Anaximandro y Anaxímenes pasan por ser los primeros pensadores que intentaron deducir y sin ayuda de lo sobrenatural los fenómenos que les rodeaban. Algunos cientos de años después, también en Grecia, nació la república ciudadana. ¿Fueron fenómenos interrelacionados e inescindibles? A propósito de lo que sucedió allí y no en otro tiempo o geografía han corrido ríos de tinta, sin que las distintas escuelas de pensamiento hayan logrado convenir una tesis común. George Thompson5 se adhiere a «un esquema de la periodificación de la historia antigua» en la que considera a Grecia tributaria de la riqueza del pensamiento del litoral oriental de la cuenca mediterránea, que bajo su modo de producción esclavista, no supo evolucionar hacia la polis y su democratización con la reforma de Solom. Para Thomson, en el origen de la filosofía se encuentra la economía mercantil. Benjamín Farrington6 piensa de forma similar, pero lo atribuye al laicismo griego: «Fue propiedad, no de 5 George Thompson, Los primeros filósofos. 6 Benjamín Farrington: Ciencia y Filosofía en la antigüedad.

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sacerdotes en representación de los dioses, sino de los hombres» y así el pensamiento filosófico habría sido consecuencia del «rico humanismo» que produjo la desacralización del pensamiento científico, cuyo mantenimiento no estaría al cargo de una clase sacerdotal, como en Egipto o Babilonia. Jean Pierre Vernant7 une el nacimiento de la filosofía con otro milagro: el nacimiento de las ciudades griegas. Estudia el porqué de una agrupación humana que se pone de espaldas al campo circundante y reserva un espacio vacío en el centro. Ortega8, quien también se adhiere a tal teoría, humorísticamente apela al chiste de «qué es un cañón» —un cañón sería el resultado de enrollar muy fuerte, muy fuerte, un alambre alrededor de un agujero— para explicar esa extraña concentración de edificaciones alrededor de una explanada vacía que sirve para comerciar y, de vez en cuando, para discutir, convenir y adoptar acuerdos: el espacio del nomos. Para Vernant es clave el proceso que va del ánax micénico a la polis griega: atribuye a la desaparición del rey, y a la institución de la ciudad el nacimiento de un pensamiento racional. La nueva sociedad, según él, puede caracterizarse como un común sentimiento de pertenecer a una comunidad, un estado que es asunto de todos y una urbe que vive y vibra al ritmo de un centro —ágora— o plaza pública donde se realizan los debates públicos. La solidaridad, pues, entre el nuevo ciudadano urbano, el zoon politikón y el pensamiento filosófico sería que ambos son hijos de la ciudad. Vernant, que no limita o excluye el comercio en el ágora, recuerda que fenicios y babilonios también son comerciantes sin que 7 Jean Pierre Vernant: Los orígenes del pensamiento Griego

8 José Ortega y Gasset: La Rebelión de las Masas «El caso es que la excavación y la arqueología nos permiten ver algo de lo que había en el suelo de Atenas y en el de Roma antes de que Atenas y Roma existiesen. Pero el tránsito de esta prehistoria, puramente rural y sin carácter específico, al brote de la ciudad, fruta de nueva especie que da el suelo de ambas penínsulas, queda arcano: ni siquiera está claro el nexo étnico entre aquellos pueblos protohistóricos y estas extrañas comunidades, que aportan al repertorio humano una gran innovación: la de construir una plaza pública, y en torno una ciudad cerrada al campo. Porque, en efecto, la definición más certera de lo que es la urbe y la polis se parece mucho a la que cómicamente se da del canon: toma usted un agujero, lo rodea de alambre muy apretado, y eso es un cañón. Pues lo mismo, la urbe o polis comienza por ser un hueco: el foro, el ágora; y todo lo demás es pretexto para asegurar este hueco, para delimitar su dintorno. La polis no es, primordialmente, un conjunto de casas habitables, sino un lugar de ayuntamiento civil, un espacio acotado para funciones públicas. La urbe no está hecha, como la cabaña del domus, para cobijarse de la intemperie y engendrar, que son menesteres privados y familiares, sino para discutir sobre la cosa pública».

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por eso existan ágoras en sus ciudades: «para que haya un ágora es necesario un sistema de vida social que implique, para todos los asuntos comunes, el debate público»9. Luego a la pregunta de si el nacimiento del pensamiento abstracto está interrelacionado con la convención de la república ciudadana, algunos proponen contestar que sí. ¿Y el Derecho? ¿También estará el Derecho relacionado con la aparición de las ciudades? Aquí el acuerdo es casi unánime. El Derecho nace en Grecia con la reforma de Solom, que: a) proscribió la servidumbre por deudas —kreón apokopé—; que b)extendió la ciudadanía y el sufragio al pueblo no propietario —el demos—; que c) impulsó la reforma agraria en la que se procedió a una redistribución cuasi igualitaria de la tierra —gea anasdemos—. Interesa anotar que la primera y la tercera medida tendrían eficacia inmediata. En cuanto a la segunda, también, en lo que respecta al sufragio activo. En lo referente al sufragio pasivo, solo a partir de la revolución impulsada por Efialtes, Pericles y Aspasia en 561 a.C., cuando se introdujo el salario público —misthón— para los funcionarios, pudo el demos presentarse a cargo electo; hasta ese momento solo los ricos —euporoi— podían dedicarse a la política. En consecuencia, es a partir de la reforma de Solom cuando la polis y el ágora alcanzan todo su significado. Como si se tratase de una relación sinalagmática, el demos corresponde a esa reforma republicana con una contrapartida: se despojará de una esfera de derechos y obligaciones que dejará de tutelar en su oikos, en su esfera doméstica, y las delegará en lo público. Desde entonces las cosas comunes —básicamente, para los griegos, la guerra es el asunto político y común más importante— pasarán a ser acordadas en el ágora. Hannah Arendt cuenta como desde casi 10 siglos a.C., con el nacimiento de las ciudades-estado en Grecia, la cultura helénica separó radicalmente lo público de lo privado. Lo público era cosa de interés para la ciudad y la ciudadanía, la polis. De ahí que de 9 Jean Pierre Vernant: Geometría y astronomía esférica en la primera cosmología griega.

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eso se ocupara la política. Lo privado era de interés de la familia y permanecía hermético a los demás, en la oscuridad del hogar, el oikia. Para el pensamiento griego son dos esferas radicalmente separadas que atienden a necesidades distintas: individuales las unas, políticas y colectivas las otras. Así, las ciudades estado en Grecia se organizaban como un conjunto ordenado de hogares familiares alrededor de una plaza pública vacía. En la esfera doméstica los hombres vivían juntos llevados por sus necesidades y subsistencia; la fuerza que los unía era la vida: la supervivencia de los individuos constituía tarea del hombre; mientras la mujer se afanaba en la supervivencia de la especie. La esfera política conformaba la esfera de la libertad y de la igualdad del ciudadano: allí se procuraba defender la vida, la propiedad, y nacía el derecho. Y su espacio no se circunscribía al hogar sino a la plaza pública en la que se celebraba el parlamento y el mercado. Para los griegos el asunto público principal no consistía en la educación o la sanidad. La sanidad solo estaba en sus albores y la medicina moderna aún conserva el ritual de un juramento que nació allí. La educación tampoco era un asunto público: las academias privadas dirigidas por sabios y filósofos iniciaban a los adolescentes en la escritura, en los números, en la geometría y en el pensamiento abstracto. Ocasionalmente, también se les iniciaba en ciertos placeres de la vida que, hoy, conducirían al maestro esposado a la presencia del juez de instrucción por un presunto delito de abuso de menores. Por el contrario, al ágora competía principalmente la materia de la guerra. Y para financiarla se establecieron los impuestos. Los tributos existían también en otras geografías, como servidumbre y sometimiento a la corte o al caudillo. Pero el profesor Sainz de Bujanda recuerda que fue en Grecia donde nace el impuesto libremente acordado por los ciudadanos, despojado de todo sentido de sumisión o servidumbre y conforme a una nueva categoría jurídica: la de contribución al sostenimiento del ágora. Sin embargo aquellos ciudadanos libres y republicanos repudiaban los impuestos directos y personales: ellos que se habían despojado voluntariamente a favor del nomos de una esfera de derechos y obligaciones, no concebían ley 32


bastante que les impusiera una contribución económica periódica sobre su renta o patrimonio, pues les resultaba una intromisión desorbitante en su libertad privada. Así, los templos para rendir culto a los dioses, los gimnasios públicos, los festejos, el teatro y los juegos olímpicos se financiaban con impuestos indirectos que gravaban las aplicaciones de renta: el consumo y el comercio. Las entradas a los espectáculos, a medio camino entre la tasa y el precio público, también tenían notas de progresividad: eran solidarias y los ricos pagaban varias entradas para que los pobres tuvieran asiento en el anfiteatro. Atenas, en particular, se financiaba con la renta de aduanas recaudada en los muelles del Pireo. Pero en todo caso, nuestro moderno IRPF quedaría allí reservado para prevenir la catástrofe y financiar situaciones excepcionales, tales como armar la flota y desplegar los ejércitos: detener al Persa. Enemigos acérrimos, persas y griegos nada tenían en común. Cuenta Arendt como Ciro, rey de los persas se refirió así, con desprecio, a los atenienses: «Ningún miedo tengo de esos hombres que tienen por costumbre dejar en el centro de sus ciudades un espacio vacío al que acuden todos los días para intentar engañarse unos a otros bajo juramento». Bien pensado, algo de razón no le faltó a Ciro. Occidente miente en exceso en el parqué de la Bolsa. Y cuando hace sus negocios en general. Y sus políticos no dicen la verdad cuando prometen un programa electoral porque cuando luego dicen aplicarlo en el Parlamento lo que en realidad hacen es conculcarlo: no existe vinculación positiva con la promesa electoral ni, por consiguiente, obligación contractual pública con el elector. Luego, en esa plaza de lo público en la que se vota armar la flota para detener a Jerjes o se intercambian bienes, no existe garantía de veracidad ni certificado de calidad de la mercancía adquirida. La importancia histórica de esos excampesinos protorrepublicanos organizados en una sociedad civil urbana radica en que lo público nace del consenso y del acuerdo. Efectivamente, engañar bajo juramento, puede ser una condición común del mercader y del político; pero exige dialogar, exige negociar consensos —o precio 33


para las verduras— y, de los consensos nacieron hábitos y de los hábitos leyes, leyes que escribieron en negro sobre blanco los romanos siglos después. En definitiva, una plaza vacía, sin un templo divino ni un palacio imperial, significa que el poder soberano nace del pueblo y delimita el ámbito del ejercicio de ese poder: hasta la mismísima puerta de los hogares, pero nunca más allá. En definitiva, marcó una separación radical entre lo que es público y compartido y lo que es privado y no compartido. «Frente a las desigualdades naturales, físicas y sociales, los griegos van a oponer un descubrimiento que consiste en recortar, en el interior del campo social, un espacio de lo político. Dejarán jugar, en el exterior de los límites de ese espacio, las desigualdades de todo tipo; y al contrario, las consideraran nulas y no pertinentes en el interior de esos límites»10. Esa cultura —Ciro nunca lo sabrá pero sus descendientes sí— aún nos distingue de los pueblos árabes, en los que aún hoy en día no penetró. Es verdad que en la Edad Media esa plaza vacía se ocupó con un templo cristiano o con un palacio real; también en Europa, a lo largo de la historia, la convivencia, el diálogo y la libertad desaparecieron durante largos períodos de lo público. A la Edad Media sucedió el Renacimiento y Maquiavelo. Luego el Absolutismo y la Ilustración: una sucesión de flujos y reflujos, de reforma y contrarreforma, de revolución y contrarrevolución que constituye el hilo conductor de una historia convulsa en Occidente que finalizó por catalizar una sociedad firmemente asentada en el pluralismo, la tolerancia y el respeto a la minoría discrepante. En el polo opuesto de esa cultura se sitúa el ministro de asuntos exteriores de Túnez: al día siguiente del asalto a la Embajada de EEUU en Bengasi, que produjo cuatro muertos, entre ellos el diplomático americano que arriesgó su vida en ayuda de los rebeldes que hoy gobiernan Libia11, exigió una regulación 10 Enmanuel Terray: «Egalité des anciens, égalité des modernes», en Les Grecs, les romains et nous. Le monde Editions, París, 1991, p. 148 11 Los ataques a los consulados de EEUU en el Cairo y en Libia tuvieron el mismo origen: un vídeo ridículo pero ofensivo sobre Mahoma, rodado en 2011 titulado La inocencia de los musulmanes. Los islamistas reaccionaron al mismo atacando las dependencias estadounidenses, asesinando al embajador estadounidense en Libia, Christopher Stevens. El vídeo en cuestión tacha

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internacional contra el delito de blasfemia. En realidad, al exigir una regulación internacional contra la blasfemia, el político musulmán exige convertir el planeta en el mismo secarral intelectual y moral en el que se ha instalado la civilización árabe; la cultura que inventó el sistema numérico decimal, el álgebra, que desarrolló la hidráulica y que estimó saludable e higiénica la convención de que el hombre y la mujer se asearan a diario con agua, cuando los visigodos tenían por costumbre hacerlo una vez por año para celebrar el día de San Pedro. Lo que exige ese político es imponer la confusión público-privada que atrasa su propia cultura y socavar la libertad de expresión en aras de las convicciones privadas que, obviamente, allí son públicas. Uno de los últimos fenómenos literarios globales ha sido la publicación del Código da Vinci. En ese thriller de acción gótico-religioso se presenta al Opus Dei como una secta fanática compuesta por degenerados sexuales y asesinos, que intentan destruir una célula secreta de intelectuales, empresarios y banqueros cristianos, todos ellos activistas opuestos al poder vaticano. El Opus Dei serían los Marines o los Delta-Force del Estado Mayor Vaticano. Miembros ilustres del Priorato de Sión habrían sido Galileo, Leonardo da Vinci, Newton... El Priorato habría sido la orden secreta en que se había convertido la orden del Temple tras su disolución a mano militar por el papa Clemente VII y el rey Felipe IV de Francia, que dieron muerte al gran Maestre Jacques de Molay en la hoguera. Desde entonces, el Priorato de Sión habría guardado el mayor tesoro de la cristiandad: el Santo Grial, el cáliz que supuestamente usó Cristo en la Última Cena. Pero en contra de la tradición, el tesoro no sería ese cáliz usado por Jesús en la noche de la infamia, sino la identidad secreta de los hijos de Jesús y María Magdalena, laminada y expulsada de la iconografía cristiana por el machismo de los guardianes de las esencias, la curia heredera de los 12 apóstoles, ideólogos titulares de la versión oficial de la obra de Cristo. Así, el Santo Grial sería al profeta Mahoma de «fraude», y se ridiculiza su figura dibujándole como un adicto sexual, un homosexual, un sanguinario que llama a cometer masacres. La autoría del mismo señala al pastor de Florida Terry Jones, que ya se vio envuelto en polémicas en Estados Unidos por llamar a la quema de coranes.

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finalmente el eterno femenino encarnado en María Magdalena, reducida de auténtica mano derecha de Cristo líder y sucesora natural de su Iglesia, a la condición de simple prostituta por la nomenclatura y el aparato ideológico romano. La idea de una Iglesia profundamente machista que ocultó el liderazgo de María Magdalena entre los trece apóstoles —12 más 1— (reconocida por Leonardo en su lienzo de la Última Cena), resultó un éxito editorial, causó un enorme revuelo e, incluso, cierta presunción de verosimilitud: ¿Por qué no habría sido cierto si aún hoy la mujer solo sirve a la Iglesia para ingresar en clausura y hornear rosquillas para la venta ambulante dominical? ¿Si aún hoy no pueden ser ministros del culto a Jesús? Teniendo en cuenta que Mahoma es el profeta que sucede a Jesús, que sucede a Moisés y a Abraham, y a la vista de la odiosa, insoportable y criminal discriminación de la mujer que aún hoy sostienen los seguidores del Corán, ¿por qué no habrían de comportarse así aquellos primeros cristianos adulterando la historia, el legado de Cristo y el liderazgo de María Magdalena? Lo cierto, lo único probado a día de hoy, es que esa es una obra de ficción literaria de enorme éxito. Y ha causado un profundo malestar en el Vaticano. Y algunos lectores occidentales seguramente lamentan, o incluso compadecen, aunque no sean del Opus, esa intromisión en la imagen pública de la Iglesia, y comprenden el natural malestar de las autoridades eclesiásticas frente a una obra de creación artística que los pone a caer de un burro y da por ciertos más anatemas que apóstoles tuvo Cristo. Pero, ¿alguno de nosotros, ciudadanos occidentales, toleraría que para preservar la imagen de la Iglesia, de una obra de ficción, se sometiera a censura esa obra y se conculcara la libertad de expresión, en palabras de nuestro TC «fundamento indiscutible del orden constitucional español, colocada en una posición preferente y objeto de especial protección». En Occidente la respuesta es, culturalmente, un no rotundo. Pues bien, ¿alguien puede imaginar que hubiera sucedido con el escritor, con los ejemplares de ese libro si se refiriera a Mahoma y a sus múltiples concubinas en lugar de referirse a Cristo y a 36


una supuesta puta? ¿Cómo es posible que un político, ministro de asunto exteriores, pueda pedir a una comunidad internacional la censura de lo que denomina «blasfemia» contra su religión, cuando la comunidad internacional invocada permite la publicación de obras que abiertamente fabulan sobre sus íntimas creencias, hasta un punto que hubiera resultado incendiario en el Oriente Medio? Ese caballero habrá estudiado en Inglaterra, y será todo un dirigente político. Tendrá dos o tres mujeres hermosas por esposa. Y su mansión tendrá baño turco y ricos tapices. Además, tras el depósito, se lavará el ano con agua corriente por su mayor limpieza frente al papel higiénico. Pero Arendt tiene razón al colocarlo fuera de una tradición cultural en la que el ser humano avanzó en el Derecho, y lo coloca en insignificancia histórica; y yo, además, lo coloco en la hipocresía. Pues constituye profunda hipocresía exigir una regulación internacional para perseguir el delito de blasfemia, cuando esa misma regulación internacional es sistemáticamente ignorada cuando demanda eliminar la muerte por lapidación en delitos tipificados por la ley religiosa. El derecho internacional ha exigido reiteradamente prohibir la lapidación de la mujer por adulterio; el derecho internacional es profundamente contrario a lapidar a la mujer soltera por adúltera, cuando consiente el acceso carnal de un hombre casado, pues soltería y adulterio son dos términos antinómicos de una proposición imposible para Aristóteles. Pero volviendo a aquellos ciudadanos libres, no les costó en exceso despojar de lo privado y libérrimo parte de sus relaciones sociales. Tiene que ver con su noción de libertad y su noción del Yo, que en su formulación más intensa conocemos como filosofía estoica. Ese desconocimiento relativo del Yo, que en el caso del individualismo alcanza directamente el repudio, nos resulta algo inexplicable a los ciudadanos contemporáneos y es especialmente visible en la tragedia griega. En las tragedias clásicas, la causa del infortunio es siempre la hybris, el orgullo desmedido que hace a los mortales creerse superiores a los dioses: los desafían, les retan y les niegan honores. La hybris se considera como el más grave de los defectos, y la causa fundamental de todos los infortunios. 37


De ahí, el carácter tan objetivo del derecho griego, que hunde sus raíces incluso en sus sentimientos religiosos, donde el alma, a diferencia del cristianismo, no pasa de ser un espectro que vaga por el hades, un simulacro de lo que fue. El Más Allá, siglos después, haría correr ríos de tinta entre los cristianos, interminables discusiones bizantinas, el a dónde vamos y en qué nos convertimos, pues la vida terrenal, inversamente a Grecia, sería un mero apéndice preparatorio para la otra vida eterna. Aquellos ciudadanos republicanos resolvieron ese enigma teológico con genial sencillez: con dos monedas para pagarle sus servicios al barquero. Quizás por eso las leyes de los hombres se construyen a imagen y semejanza de las leyes de la naturaleza, sobre categorías universales, cósmicas. A la Filosofía y al Derecho no les interesa lo particular sino el género, ni lo individual sino la especie. Nos interesa anotar la inexistencia de la noción de derecho subjetivo, para cuya construcción faltarán siglos de historia. Interesa anotar que con la reforma de Solom nace el derecho, el ciudadano libre y el espacio público. Interesa anotar que la construcción arquitectónica que mejor representa esa sociedad es el mal llamado anfiteatro en la que se representará el teatro griego. El «anfiteatro» representa, como ningún otro espacio, ese escenario público visible por todos los ciudadanos.

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I:

El nomos y lo público

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II:

La potencia del monje

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III:

El pérfido príncipe Juan

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IV:

La verdad jurídica y sus formas: como venganza, como sacrificio, como alegoría, como confesión bajo tormento y como prueba judicial

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El reencuentro: derecho subjetivo, autonomía privada y tradición republicana

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VI:

Pepe Botella y el príncipe moderno

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VII:

La autonomía de la voluntad y el negocio tarado en derecho tributario

109

VIII: El burdel de la carretera: las ayudas al naval gallego

123

IX:

El abogado del diablo

137

X:

La paradoja de Kao-Ling

145

Epílogo: Emerson, Lake & Palmer

151

V:





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