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Los mozos de Monleón. Por Luis González Robles

Los mozos de Monleón

Luis González Robles. 92 años. Residencia Obispo Téllez.

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Reconstrucción imaginaria, de los hechos referidos en esta canción, ideada y narrada por Luis González Robles.

Los mozos de Monleón andaban atareados en sus labores de arada. Una mañana llegaron a las tierras mucho más pronto que de costumbre. Eran las fiestas del pueblo vecino y por la tarde querían incorporarse a los festejos de toros y bailes; pero antes había que dar la jera. Por eso madrugaron aquella mañana, y a las primeras del alba ya andaban tras las yuntas de mulas y bueyes abriendo surcos en la besana con el fin de llegar pronto a casa y remudarse para ir bien puestos a la fiesta.

Los mozos de Monleón se fueron a arar temprano para luego ir a la fiesta y remudar con despacio.

Llegan los mozos al mediodía a sus casas, donde sus madres, solícitas, les tienen preparado el remudo. Pero no todas las madres lo han preparado. La Velluda, viuda malhumorada y arisca, no ha dispuesto el remudo de su hijo Manuel Sánchez. Cuando éste se lo pide, le contesta desabridamente: “más valdría que te ocupases de la hacienda y dejases de pensar en fiestas; coge la yunta y vuelve a la arada porque yo no te doy el remudo”.

Al hijo de la Velluda el remudo no le han dado.

De nada sirve que el hijo insista y trate de convencer a su madre. Agria y tozuda por naturaleza, se niega a entregar a su hijo la ropa limpia para la fiesta. Tampoco éste desiste de su empeño y amenaza a su madre con pedir remudo prestado a un amigo si ella no se lo entrega:

Al toro tengo de ir manque vaya de prestado.

Aquella postura encoleriza más aún a la viuda. Furiosa y fuera de sí, lanza una terrible maldición contra su hijo: >

“Permita Dios, si lo encuentras, que te traigan en un carro, los trapos y las albarcas de los tableros colgando”.

El hijo y la madre quedan en silencio, pero las terribles palabras de La Velluda quedan revoloteando por los rincones de la casa.

A primeras horas de la tarde salen del pueblo los mozos de Monleón. En el camino se encuentran con mozos de otros pueblos, y todos juntos y en buena compaña se encaminan a la fiesta:

De Alberquería salen tres, de Monleón salen cuatro y uno de La Herguijuela ¡qué ocho mozos más gallardos!

Mientras caminan, recuerdan las fiestas de otros años y comentan la bravura de los toros que suelen soltar en la plaza. Un jinete, montado sobre un brioso caballo tordo, se cruza con ellos; es uno de los vaqueros que ha participado en el encierro. Le preguntan por el toro. “El toro ya está encerrado en el toril —contesta el vaquero— y ¡vaya toro!; cuatro años, negro bragao, veloz como el viento y con dos pitones como dos cuchillos; no habrá mozos con reaños suficientes que se atrevan a salir a por él”. Y dando espuelas al caballo se aleja a medio galope del grupo de mozos:

Preguntando por el toro y el toro ya está encerrado; a la mitad del camino al vaquero han preguntado.

El pueblo está a primeras horas de la tarde en plena animación. De todos los pueblos comarcanos han llegado forasteros, atraídos por la fama de sus capeas. Los tamborileros amenizan la fiesta con sus pasacalles al son de la gaita y del tamboril; las mozas pasean su gracia por las calles; los hombres comentan el trapío del toro encerrado en el toril; los chiquillos gritan y corren hacia la plaza y los mozos consumen jarras de vino en las tabernas.

Ha llegado la hora del festejo. Poco a poco la plaza se ha ido llenando de espectadores, que se apretujan en carros y palenques, mientras los mozos cantan y bailan en medio de la plaza. Se palpa el ambiente de fiesta y se mastica la emoción. Aparece la autoridad en el balconcillo y da la señal para que comience el festejo. Un jinete hace el despejo de plaza y los mozos se retiran al amparo de las ruedas de los carros. >

Va a empezar la capea y todas las miradas se dirigen a la puerta del toril, a la espera de que aparezca el toro cuatreño, que a duras penas pudieron encerrar los vaqueros por la mañana. Se abre la puerta y aparece el noble animal con la cabeza erguida y los ojos chispeantes, moviendo la cabeza hacia un lado y a otro. Los espectadores muestran su admiración ante la estampa de aquel bello ejemplar y más de uno contiene la respiración. Tras unos instantes de duda, el toro se arranca en veloz carrera, barriendo la plaza, y los mozos tienen que ponerse a salvo subiéndose en los carros. > Va a empezar la capea y todas las miradas se dirigen a la puerta del toril, a la espera de que aparezca el toro cuatreño, que a duras penas pudieron encerrar los vaqueros por la mañana.

—¡Este año no habrá mozos valientes que se atrevan con este bicho! —se oye comentar a la gente. —¿Vamos a por él? —pregunta a sus amigos el hijo de La Velluda. —Quieto, Manuel, que esto es mucho toro. —Vamos —insiste— que no se diga que los mozos de Monleón tenemos miedo de un toro por muy cuatreño que sea y por muy armado de pitones que esté.

El toro se ha aculado junto a la puerta del toril y los mozos de Monleón saltan de los carros a la plaza. Se presentan en la plaza cuatro mozos muy gallardos. >

—¿Quiénes son esos valientes? —preguntan unos. —¿Adónde van esos temerarios? —comentan otros. —Son mozos de Monleón —les contestan.

El hijo de La Velluda se adelanta a sus amigos; decidido y valiente, avanza paso a paso con gallardía y cita al toro: ¡Eh toro! ¡Mira toro!

Los ojos del toro brillan como brasas; mueve la cabeza a diestra y siniestra, arriba y abajo; escarba el suelo con las pezuñas, lanzando la arena sobre sus lomos; se fija en el mozo, que sigue citándolo, y se arranca impetuoso hacia él. Se corta el aliento de los espectadores y un grito angustioso brota de las gargantas de algunas mujeres. Manuel Sánchez, ágil, valiente y con sangre fría, quiebra al toro, que queda burlado. Se revuelve y vuelve a embestir con toda su furia, y nuevamente el mozo esquiva la embestida entre la admiración y los ¡olés! de los espectadores. Pero ¡ay! a la tercera embestida el toro prende a Manuel; lo derriba, lo engancha con el pitón por una albarca y lo arrastra por toda la plaza como si fuese un muñeco de trapo.

Manuel Sánchez llamó al toro ¡nunca lo hubiera llamado! Por el pico de una albarca toda la plaza arrastrando.

Los amigos tratan de hacer el quite sin conseguirlo. El toro se ceba con el desdichado Manuel, y como poseído por una furia diabólica lo cornea brutalmente contra la rueda de un carro.

Cuando el toro lo dejó ya lo ha dejado mu malo.

El hijo de La Velluda está herido de muerte. Se da cuenta de que la vida se le escapa del cuerpo con la sangre que mana a borbotones de las heridas y el color lívido de la muerte empieza a reflejarse en su cara:

Compañeros, yo de muero; amigos, yo estoy mu malo; tres pañuelos llevo dentro y éste que meto son cuatro. —Que llamen al confesor para que venga a auxiliarlo—. > Manuel Sánchez, ágil, valiente y con sangre fría, quiebra al toro, que queda burlado.

Buscan un sacerdote para que lo confiese. Sus amigos recuerdan la maldición que le echó su madre: “Permita Dios si lo encuentras / que te traigan en un carro / los trapos y las albarcas / de los tableros colgando”. Y para que se cumpla al pie de la letra la maldición, buscan un carro para llevarlo a casa.

Unos van a por el cura y otros van a por el carro.

Por el camino polvoriento que conduce a Monleón traquetea un carro de bueyes; sobre él, el cuerpo sin vida del desdichado mozo con la sangre de las heridas aún caliente; alrededor del carro, sus amigos, compungidos, llorosos, con la congoja en el cuerpo y el dolor en el alma. Las primeras sombras de la noche envuelven al pueblo cuando llegan con el carro a la puerta de su casa:

A la puerta la viudita arrecularon el carro.

Unos secos aldabonazos alertan a La Velluda. Al abrir la puerta contempla, atónita e incrédula, la macabra escena. Las sienes están a punto de estallarle y a su mente afloran las palabras de su maldición:

Aquí tenéis a vuestro hijo como lo habéis demandado; los trapos y las albarcas de los tableros colgando. Así se le cumple a usted la maldición que le ha echado.

Tocan a muerto las campanas de Monleón. Por el sendero que conduce al camposanto camina la comitiva de aldeanos, acompañando al cadáver de Manuel Sánchez, víctima de las cornadas de un toro o ¡quién sabe! si de la maldición de su madre.

La viuda se encerró en su casa, rumiando su maldición y ahogando en lágrimas su pena. Nueve meses pasaron hasta que volvió a salir de casa.

A eso de los nueve meses la viudita salió al campo. Bramaba más que bramaba, más que un toro de ocho años, los vaqueriles arriba, los vaqueriles abajo.

Harapienta, desgreñada y enloquecida, vagaba por valles y collados gritando al viento:

“Madres que tengáis hijos, no le echéis la maldición que yo se la eché al mío y así me sucedió”.

(¿Sucedieron así los hechos, y la canción es el relato de un acontecimiento real, o simplemente se trata de copla de ciego, de rapsoda o invención de un poeta o un cantor? No lo sé. Pero ahí está esta canción, bella y trágica a la vez, como una de las más famosas y típicas canciones del Campo Charro).

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