47 minute read
Yo, Tomás el Monjo. Por Mª del Carmen Rodríguez Orive
Yo, Tomás el Monjo
Mª del Carmen Rodríguez Orive
Advertisement
La silueta del caballista entrando lentamente por la calle presagió la tragedia. El hombre que lo vio aguantó cabizbajo y sin latido hasta que al acercarse, aquella sombra enfrió aún más el semblante del peluquero. “¡El perro, dónde está el perro!”. “Ná, lo tengo p´ahí guardao…”. “¡Saca el perro!”. “Que no, que no…”. “¡Que saques el perro te digo!...”. “Mire usted no vendo el perro por nada del mundo porque es mi ilusión…”. “Pues si no lo quieres vender te lo mato”. El militar sacó la pistola y disparó. La bala atravesó el esquelético cuerpo del animal que, en un alarido seco, cayó desplomado a los pies de su amo. Poco tiempo después arrebataron al señor Custodio para meterlo en el camión de la muerte junto a un puñado de vecinos. Al bajarlo, fue reconocido por el mandamás que tiempo atrás había asesinado a su galgo. “¡Cómo traes a este señor!”-gritó al soldado- “¡pal camión! ¡Los demás p´abajo y este pal camión y pa Ciudad Rodrigo! ¡Como lo vuelva a ver aquí otra vez, eres tú el que te vas al hoyo!”, le advirtió. Pero este sujeto lejos de obedecer y lleno de ira esperó paciente una ausencia informada de su superior para detener nuevamente al peluquero. Según bajaban del vehículo y desfilaban las pobres almas apareció el dirigente, para sorpresa del traicionero que enseguida se dio cuenta de la trampa. “Oye, ¿cómo viene ahí Custodio?”. “Es que ha hecho…”, contestó asustado. “¡No ha hecho nada, no ha hecho nada! ¿Y tú, has hecho algo?”. “No, nada”, respondió. “Pues tú como no has hecho nada, vas a caer pal pozo”. “¡Que no! ¡No! ¡No!”, gritó aterrorizado el subordinado echándose a llorar. Lo vendaron y se escuchó un tiro, mientras, el señor Custodio marchaba por segunda vez para su casa. Esa fue la única ganancia del peluquero que, por ser todo corazón y de una nobleza infinita, logró turbar la conciencia de aquel oficial y salvar su vida. > > Custodio García Márquiz ubicó su negocio en una habitación de la vivienda donde aupaba a Tomasín hasta una tajuela y lo ponía a bañar repartiendo el crío con su torpeza infantil el jabón a brochazos.
Santuario de recuerdos.
Custodio García Márquiz ubicó su negocio en una habitación de la vivienda donde aupaba a Tomasín hasta una tajuela y lo ponía a bañar repartiendo el crío con su torpeza infantil el jabón a brochazos. Fue peluquero excepcional y destacado cazador, galguero con tralla al igual que su íntimo amigo Miguel Sánchez Villares de Manzanillo, gozando ambos del vicio de correr las perdices a caballo que ya cansadas las caían fulminadas por el zurriagazo. Era entonces cuando el jinete bajaba de su cabalgadura y miraba entusiasmado a Moro, un precioso ejemplar de galgo de pelaje negro que se arrimaba a la pieza sin tocarla. En aquellos tiempos, al acabar la guerra, había perdices por doquier y se dejaban por aburrimiento:”Oye, vamos a matar una liebre que hay que cenarla esta noche” y la señora María, la mujer de Miguel, les facilitaba el guiso y ellos sólo se cuidaban de echarla larga. “Hijo, el mejor perro del mundo lo tenía tu padre”.
Serafina López Nava, la barquillera, resultó ser una madraza, emprendedora y con carácter. Obsesionada por el sustento se entregó a los fogones como guisandera de bodas y matanzas y a la repostería “de primera categoría”, herencia de su madre, elaborando rosquillas y bollos maimones que cada jornada repartía por las calles de Ciudad Rodrigo ataviada con un gran cesto, presumiendo de que “se los quitaban de las manos”. Y fue su “tarta a la Serafina”, delicioso colofón, la que le socorrió salvaguardando su popularidad. Se turnaban los hijos para ayudar a la madre a amasar desde las dos de la madrugada en el primer piso del horno de la Paquilla en la calle El Rollo y en las jornadas en las que la acompañaba, Tomasín subía azaroso por la Cuesta de las Emes desde la fábrica de la Concha con el saco de veinticinco kilos al hombro que le había facilitado el señor Noé. El niño no descuidaba a los tenderos que torraban sus cacahuetes en las bandejas del mismo fogón, calculando inquieto su marcha para meterse entre los rescoldos mortecinos y arañar unos pocos de maníes que contribuían a la manutención de tan humilde prole. Terminada su peripecia a las nueve de la mañana, sin más demora salía corriendo a montear con su perra Violeta. Ya rondaba los diez años.
Nació Tomás García López el 6 de junio de 1939 en una modesta familia de la calle Mateo Hernández Vegas número 10 siendo el pequeño de siete hermanos bendecidos en la parroquia de San Andrés. Apenas pudo ir a escuela y lo hizo de manera esporádica hasta los nueve años. Heredó de su madre el ingenio y de su padre la sensibilidad, resultando un niño espabilado, valeroso, un auténtico vivales y gran trabajador. Su forma de ser lo colmó de
El señor Custodio García Márquiz y la señora Serafina López Nava. El matrimonio tuvo siete hijos: Isabel, Pedro, Milagros, Chuchi, Juli, Paco y el pequeño, Tomás.
Tomás en la escuela con la típica pose guardando la compostura, “tendría 8 o 9 años, yo era un chavalito muy educado desde pequeño, yo era un tío muy serio”. (Se llamaba la Escuela de Parvulitos y de Niñas del barrio de San Fernando. En su fachada estaba colocada la caseta de consumeros: Información gentileza de don Santiago Cambronero).
responsabilidades llegando a acumular más cicatrices por trabajo que por pedradas en San Sebastián contra los mejicanos. Segar, trillar, espigar y “respigar”, acalcar paja, la cuadra de Anacleto, el cholas, y las caballerías, el burro de Eusebio, las tijeras y la navaja…Hasta recolectó las habas de la huerta de Manuela, la curandera, para que se le orientaran los tendones dislocados en el percance del día de su comunión. Acarreaba ya tanto peso que Tomasín pronto desfiguró la realidad y empezó a soñar que era líder. Y se entregó a tan feliz privilegio capitaneando una tropa de catorce amigos que con delirio idealizaron al cabecilla e impulsados a la contienda por la punzante escasez, que sus mentes disfrazaban con heroicas recreaciones, lograban sacar de quicio a los más avezados y sesudos. La cuadrilla se acercaba al Caño del Moro a oliscar el melonar de ensueño del señor Agapito, familiar lejano, que rellenaba sacos de melones y sandías juntándolos en un chozo con maniobras de máxima urgencia ante el ruido cada vez más próximo de los cencerros de las vacas del Malvano, que bajaban a beber en tropelía. Ya saciadas eran atraídas por el verde de las frutas y hortalizas y el hombre disparatado se alejaba de la cosecha arrojando piedras y, desgañitándose en plegarias, lograba la huida que sofocaba el sonido del latón. El pelotón de infantes en su deambular aprendió a husmear el perímetro rural acechando el trasiego de sus pueblerinos que, en el caso del hortelano, fueron sus movimientos repetitivos los que avivaron la agudeza de Tomasín ideando, en una noche oscura, acercarse al jugoso melonar con un cencerro de la mano seguido de todos sus secuaces. Tomasín, agazapado y burlón, tocaba el campano y el labriego avanzaba dando zancadas, disparando cantos al aire sin saber que golpeaba a la nada mientras que, a sus espaldas, los cuatro más vigorosos arramblaban con un par de fardos en un santiamén. El músico siguió tocando hasta considerar a sus colegas a salvo y fue entonces cuando reprimió el badajo y el señor Agapito resolló un tanto aliviado, aunque poco duró pues al destapar la merma volvió a montar en cólera vociferando, esta vez, su delito de ser tan necio. Pero > Nació Tomás los otros ya habían acometido una huida atolondrada hasta la Florida donde se García López el 6 repartieron el botín, no sin antes matar el hambre. de junio de 1939 en una modesta
Satisfechos con los “melones y sandías al cencerro” perfeccionaron las familia de la calle “manzanas al puchero”, técnica en la que anudaban una olla en el extremo de Mateo Hernández un palo y con una cuchilla sujeta a la punta de otro rozaban el tallo cayendo la fruta al hondón. En esta ocasión el vigía los descubrió subidos en la tapia de la báscula enganchando a garrotazos a los Cambronero, a Ángel y al Moneco, y a alguno más. Tomás, jerarca comprometido no se quedó atrás atizando Vegas número 10 siendo el pequeño de siete hermanos con firmeza la cabeza del adulto, liberando a los dos y pudiendo escapar el bendecidos en pelotón hasta la casa de Cabecita, Cambronero, que, muy preocupado por el la parroquia suceso, los condujo a una exploración con don Manuel, el operador, forense de de San Andrés. entonces. Perdió el pleito la insensatez del agricultor y los niños retornaron gallardos a sus quehaceres. Rondaba el año 1948 y Milagros, la tercera de los hermanos, sugirió al niño que se acercara al Caño del Moro, al lado del dichoso melonar, a espigar muelas o pitos y garbanzos. Como andaba hábil para lo que le mandaran allí se presentó, con tan buena suerte que a la hora a la que fue no había nadie y logró amontonar más de medio celemín. Los limpiaron y sin ablandar fueron directamente al puchero, “la vida dio que se coció todo al mismo tiempo y quedamos bien templaditos”. “¡Vaya comida!”, dijeron bendiciendo la “puchera de espigar” que resultó aún más apetitosa por haber sorteado de nuevo a la penuria. Estas calamidades despertaron prematuramente en el crío su ingenio innato y el discurrir “un extra para la barriga”. Tomasín y unos cuantos recogían la leña del olivo de acacias y negrillos que adornaban el barrio de San Fernando apilándola a su puerta para quemarla en la noche y conseguir cisco para el hogar. En verano recorría las huertas de manzanas sanjuaneras que luego vendía en un tenderete de tablas en la calle, las gordas a perra gorda, las más chicas a perra chica. Y suplía a su hermana Juli los días que amasaba con la madre, atendiendo los recados en casa de don Pedro >
Bustamente, director del Banco Español de Crédito, y su mujer doña Juanita. Construyó veloces patinetes con cojinetes “de calidad” que le regalaban “a capricho” los del taller mecánico para alquilarlos a peseta la hora. El guarnicionero le abastecía de cuero para sus famosos tirabeques que liquidaba a distinto precio según los posibles de cada niño llegando a perfeccionar el suyo propio que, con bolas de plomo octogonales, alcanzaba los apóstoles (los del Pórtico del Perdón) fulminando ocho o diez palomas en pocos minutos ante el pasmo y torpeza de los demás y, por supuesto, recuperando después la munición. Como ocurría entre el amasijo de vigas carbonizadas del Porvenir donde se llamaron las palomas a criar y el amigo Sindo Huebra, el albarquero, no le daba abasto a recoger. Vendía chirumbas a real y paletas a peseta. Era el rey con su peonza de encina tan fastuosa por los delicados toques de escofina y tenía tres hondas “de antología”. Con la ayuda de Fernando, el hojalatero, fabricaba los platillos de Dalmacio Langarica, Miguel Poblet, Van Steenbergen… y los vendía a peseta, y ya en el juego se apostaban las bolas que el Monjín les desplumaba en un periquete porque sus platillos pesaban más, “¡qué payaso eres! ¿No te he dicho que no juegues con Tomás, no ves que siempre os gana todo?”, para seguidamente revenderles sus propias canicas. Albergaba el barrio un vecindario diligente y pacífico, al lado del tornero estaba el alquiler de bicicletas de Calaínos a una peseta la hora aunque a él no le cobraba nada. Y en el número doce don Emilio Fernández Carvajal, médico oculista, Gilio el fontanero en el trece y el cura don Manuel en el catorce y de frente, en el quince Eusebio, el charro. Luis, el herrador, Sendo el ferretero, Paquita Vidriales comerciante de calzado; más alejada la fábrica de los Cambronero y luego los Remolachos con el aserradero…
Al caer la tarde en el foso o los domingos en la mañana temprano se aplicaban con los “conejos al palo” donde primaba la puntería en el lanzamiento de palos de fresno, ligeros y manejables, hechos a destral y con mangos corregidos. Cuando venía el conejo se tiraban rastreros y ¡plas!, rápidamente agarraban otro palo y ¡plas!, había vivales hasta en las paredes. Vísperas del día de Todos los Santos su madre arreglaba coronas y ramos de flores hasta la madrugada y una de esas noches pidió al niño que pusiera los lazos en el foso, que ella lo despertaría: “Niño, levántate ya y ve a recogerlos antes que se haga de día”. Tomasín quedó impávido cuando vio una liebre en el foso, pues lo habían barrido a palos la noche anterior. Llegó a casa entre lágrimas de emoción con los nueve conejos y la rabona y, pensando su madre que no había logrado nada, le dijo: “No llores, no te preocupes mi niño, ya cogerás la escopeta” cuando al salir por la puerta la mujer tropezó con las piezas: “¡Pero mi niño!, ¿cómo es posible esta cantidad de conejos? ¡Y una liebre…!”, dijo en un suspiro. Ya tenía guiso para la festividad. Discurrió el modo de
¡Acróbata impavante en mitad de la plaza!, ajeno al bullicio que estuviera armando Triguito con su animación al baile de la Raspa. 19-02-1958. (“También veremos al Cholas, a Cortés y alguno más y a Triguito en el Registro haciendo a todos bailar. Versos del Pasacalles con título: Los de siempre. 1950. Ecos del Águeda”. Información gentileza de don Nino Rodríguez).
matar “conejos a la piedra” los fines de semana cuando acompañaba a Gerardo, el teniente, y a su hermano, clientes de su padre, a cortar jaras allá por San Giraldo, la sierra el Monsagreño y Valdecarros. Él conducía a la Mori y a la Canela que entre las dos no abultaban ni media pero eran maravillosas y los jareros llevaban a la Cuchi y a la Niña. Cuando los conejos ya habían salido a pastar, ataba las perras y se hacía el dueño de los vivales taponándolos con piedras sujetas con una lazada a una estaquita lo que evitaba que la embestida del animalito arrojara los cantos hacia dentro. Su pobre padre siempre decía: “Como le pase algo al niño… como le pase algo al niño…”. A la hora nona ya las soltaba y con el impulso de sus ladridos agudos y entrecortados los conejos corrían ciegos hasta topar con el pedrusco quedándose amonados por el pánico. Entonces llegaba él y arrodillado ¡plas!, ¡plas!, ¡plas!, hasta tres conejos por vival, había cientos o miles de ellos. Un día volvieron con tal abundancia que le dijeron a la madre: “Mira, Serafina, ahí vienen los tres burros cargados de conejos, coge el que quieras”. “¡Bueno! Pero, ¿qué ha pasao?”, preguntó asustada. “¡Pero si es tu hijo el que los ha cogido!”, le contestaron los hombres. “¡No puede ser!”, exclamó loca de emoción.
El kilo de lagarto se vendía a precio de ternera, era un músculo exquisito. Aquel día había ido a escuela, era jueves, y al llegar a casa avisó a su madre que no paraba a comer, que le preparara el perro que marcharía con el Pochi. A su regreso le preguntó su madre: “¿Qué traes?”. “Pues traigo setenta y cuatro lagartos y tres bastardos”, y nada más decir esto: “¿Y el Pochi?”. “Ahí está, a la puerta”. “¡Pochi!, ¡Pochi!, ¡Pochi!…”, que ya no apareció, se lo quitaron como la Canela y la Mori. Tardaba más en colocar los anzuelos en las paredes de piedra de la carretera de Valdespino de Arriba que en coger los lagartos o, usaba el gancho y el perro allá en Balborraz, entre peñas y retamas en flor en las primaveras. Con el tirabeque los desprendía de las ramas de las encinas o carrasqueras, había machos enormes y por miles. Les cortaba la cabeza y la cola, los desnudaba en el campo y los lavaba en los arroyos y fuentes, luego en casa quedaban en remojo toda la noche, así blanqueaban y pesaban más. Vendió barbaridades pero Tomás, sin desvelar los secretos de su venta, comenta que iban destinados “al mejor hotel del mundo”. “No puedo decirlo y no lo podré decir nunca, estaban comprometidos para ciertos clientes exclusivos y no aparecían en la carta”. Cabe destacar al Pitillo, el perro de Luis, el herrador, que se lo dejaba para estos bichos y tan bueno fue que enseñó a los demás como a Veloz, “el Veloz era exagerao, el Veloz partía los bastardos de maravilla pero con los lagartos había que tener mucho cuidao porque los estropeaba y valían mucho dinero”. El record estuvo en ciento veintiún reptiles en un día caminando en la mañana temprano nada más que “rodeaba el sol” y se ponía el perro, luego tenía que buscar a alguien que le devolviera a casa en un “cacho camioneto”. Como cuando iban a truchas andando a Navasfrías y aparecía el señor Isidoro, el Negris, que en cuanto veía a su hermano Pedro y al Sardi los montaba.
Un conocido labriego cultivaba su precioso melocotonar cerca de Conejera con frutos tan aumentados que semejaban valencianos, y con la gracia añadida de que entre las ramas disimulaban fieros cencerros que zumbaban a la menor sacudida. En época de maduración durante el día hacía guardia con su hijo sólo descansando una hora para la cena y el muchacho, cansado de esta responsabilidad, la expuso como queja a Tomás que no precisó de mucho para ensayar una nueva táctica: Eligió a dos corpulentos que sobre sus hombros lo sostenían de pie cual acróbata, pues abultaba lo que un jilguero, otros cuatro aguantaban una saca bellotera cada uno y Tomás, tijeritas en mano, diseccionaba los tallos con la escrupulosidad de un barbero y, melocotón a melocotón ante un mutismo forzoso, caían como bobalicones sobre el esparto. Era tiempo de deleite con las famosas “melocotonadas del Puente” y los chicos acudieron adonde Peporro explicando que querían organizar unos “melocotones partidos” e invitar al mismísimo dueño de la fruta rapiñada para que costeara la compostura, no sin antes prevenir al tabernero que tenía que inventar una creíble historia sobre el origen de la misma. Acudió el labrador a la invitación de su hijo y amigos y, al distinguir los pedazos cortados que dominaban el barreño, empezó a porfiar que eran igualitos a los suyos pero ya estaba Peporro en la >
posición del braco, imperturbable ante la repetición “igualitos a los míos, qué ricos son…”. Terminado el convite la cuenta ascendió a siete con cincuenta pesetas y el progenitor, disimulando la engañifa para prolongar la fantasía de los niños, la saldó con diez avisando de que el sobrante fuera para que Tomasín y su retoño remataran la borrachera, pues con diez u once años ya eran unos hombres… Y jugaron a ser mayores, figurones alternando por la plaza, alzando medios vinos a perra gorda, copleros disonantes, provocadores descamisados arropados por la guasa, tan imponentes sus figuras que pronto absorbieron el interés de los municipales y, escapando del Lampi al Sanatorio, bajo su dintel los granujas les chillaban una invitación a la jarana. Con la mitad del dinero gastado y la indumentaria impecable pusieron un pie al descubierto cuando, sin advertirlo, fueron custodiados hasta “la perrera”, debajo del Ayuntamiento, donde el jefe don Enrique García Medina enseguida lo reconoció: “Monjín, qué haces tú p´aquí, ¡ay como se entere tu padre!”. “¡Hay que encerrarlos!”, interrumpió el guardia. “¡Pero cómo voy a encerrar a Tomasín, hombre, me mata su padre! Anda, ponle una multa de un real a cada uno”. “¡Uy, dos realillos…!-contestó el niño con apremio- ¡…pero si no tenemos más que un real!”. “Pues hazle una multa, un real pa los dos”, dijo el jefe rompiendo en el momento los papeles, mientras el inferior emitía una sola tira habiéndole fisgado previamente los bolsillos. Al día siguiente el señor Custodio fue sabedor por don Enrique de la detención de su hijo a manos del célebre Hule, pero su autoridad sólo alcanzó hacia el vástago una conformista aprobación asintiendo: “…y encima le quitasteis los melocotones…”. Lo de Monjín le venía por parte de padre, de la bisabuela o tatarabuela que se salió de monja, y barquillero de la abuela que entonces elaboraba obleas y barquillos.
Tomás aprendió rápido la peluquería y la barbería “en esa época en que las personas se cuidaban y lavaban más bien poco” metiéndoles la tijera alentado por las palabras de su maestro: “¡Coge a este, venga, aféitalo!”, “¡venga métete ahí, empieza a trabajar!”. Luego empezaría a agarrar la navaja “y así me hice un hombre”, afirma Tomás. Al cerrar la peluquería, el señor Custodio apuraba a su pequeño para que le acompañara a recorrer los caminos hasta otras amistades alojadas en fincas que reclamaban un corte de pelo y afeitado. “Tomasín, hala hijo que nos vamos”. “¿Pa dónde toca hoy?”. “Pa Manzanillo”. Caminando desde Ciudad Rodrigo por Conejera llegaban a Manzanillo donde terminaban agasajados con una puchera: garbanzos, frejones, morcilla, algo de matanza, un trozo de tocino grande, barbada, un choricito… y Tomasín volvía a casa tan contento ideando un hatillo para apoyarlo en el hombro sobre un lecho de hierba arrancada de las cunetas, como el posadero de Brocheros, Florindo, que también los convidaba a una merienda considerable. El niño iba ahorrando monedas para festejar cada 7 de enero el cumpleaños de su padre invitándolo a él y, si terciaba, al buen amigo el tío Timoteo en el bar La Zamorana o en La Corchera a una botella y un buen pedazo de lomo fresco. Ríe y se emociona, apenas puede hablar de él, “mi padre y yo éramos demasiao”.
Cuando su hermano Jesús marcha al servicio militar deja al niño con 13 años al cargo del canónigo don Isidro alojado en la pensión El Salamantino, no pudiendo resistir más emoción que hasta temblaba y no de miedo. “No, no te preocupes Tomasín, >
Muestra fehaciente de la gran expectación que levanta Tomás con una escopeta de feria. El colega vacilón señala con el dedo al mártir: “Zorrito, estate quieto o el siguiente vas a ser tú”. 1959.
> Cuando su hermano Jesús que ya has venido más veces con tu hermano…”, le animaba marcha al servicio militar el religioso. Pues se sintió tan valiente con la navaja que salió deja al niño con 13 años al airoso consiguiendo una tonsura perfecta ganando fama en cargo del canónigo don Isidro alojado en la pensión El ajustar con precisión el círculo al tamaño de la coronilla. Pedro el mayor cortaba y afeitaba con la mano izquierda “que es lo más difícil que se ha visto jamás”, pero nunca se dedicó a la
Salamantino, no pudiendo peluquería y se ganó la vida con la red, con los tordos y la pesca. resistir más emoción que “Llegó a capturar de una redada más de mil pájaros”. Antes hasta temblaba y no de miedo. del amanecer ya iban andando a las viñas de Fresno o a las del Sol de Mayo y por las tardes a las vacadas, cuando venían como locos a las dormidas y se tiraban a beber. A Sanjuanejo o a las zarceras de Serranos en invierno, y los jueves y domingos a jilgueros a San Giraldo donde soltaban las hembras y vendían los machos a peseta. Casi todos los bares servían peces y pájaros pero los más célebres los despachaban por cientos: Teresa, la Pereza, del bar Castillo; la excelente guisadora Agustina, del bar La Ermita, con Pedro su marido; y en el Arrabal del Puente el bar Pedro. En verano el niño de 11 años andaba con la hoz, entonces se segaba alto para no trabajar las costillas, hasta que un día espigando la agarró con la izquierda llevándose medio dedo y gracias que se lo cosieron. Durante 4 temporadas se ajustó en varias fincas donde trillaba, aventaba parvas, fue atarín, guardaba el ganado vareando vacas y trampeaba perdices. Caminaba con su honda colgada al cuello y el tirabeque en el bolsillo con diez o doce piedras para caer tórtolas, trigueros, alondras… que ya limpios le hacía entrega a una agradecida señora Martina de Valdepiñuelas. En la finca de Serradilla de Rencojos le asignaron para la trilla dos novillos enteros recién uncidos y, manoseándolos con trigo y un cacho de pan de canil que guardaba para los pavos, se ganó su confianza. No pudo amaestrar al galliforme pero con Airoso y Rabicano fue distinto, a cada cambio de vuelta les daba agua en la lata donde le echaba la señora Emilia a las gallinas > Y así fue cómo a los 15 años y consiguió, que llamándolos por su nombre, se acercaran en el entró de recadero siendo orden correcto dejando boquiabierto al señor Lorenzo el amo. la verdadera oportunidad Después estaría con su hijo Rafael en la vagüera del Molino el de Tomás para principiar Carabeo y la última temporadita hizo tejas en el tejar del Caño en estudios y abrillantar su del Moro hasta que lo rescató don Emilio Fernández Carvajal. formación. Tendría los doce cuando empezó a ganarse la vida a escondidas con la escopeta pero no con la suya de aire comprimido sino con la de sus dos amigos los mejicanos que la tenían de extranjis. Le recogían en una Lambretta para llevarlo a San Giraldo y fue en la sierra de la Silla donde mató su primera perdiz. La primera liebre sería en el Puente del Agua que llaman, de San Giraldo. Se conocieron peleando y llegaron a hacerse muy amigos “ellos eran ricos, yo era pobre, pero siempre estaban supeditados a mí cuando había que ir de caza. Conmigo el que más salía era Iván”.
Don Emilio Fernández Carvajal fue como un segundo padre para el niño. El médico llegó a adquirir tanta amistad con aquella familia íntegra y servicial que en 1954, estando el señor Custodio ya muy enfermo, como presidente del casino anunció al señor Pedro y al señor Mateo, conserjes del local, que depositaría toda la confianza en Tomasín para que ingresara como botones. “Porque yo era Tomasín para toda la gente, no botones como el señor Baigorri, contable del Pincho, se empeñaba”. “¡Botones, vete a buscar tabaco!”. “Deme usted dinero”, replicaba con enfado. “Ponlo tú que luego te lo doy”. “¡No tengo dinero, démelo usted!”. Hasta que el chaval un poco mohíno habló con el presidente sobre el altercado y rápidamente le cortaron los vuelos al contador. Además de los conserjes y el botones la plantilla se completaba con el señor Pepe el camarero y un barman. Y así fue cómo a los 15 años entró de recadero siendo la verdadera oportunidad de Tomás para principiar en estudios y abrillantar su formación: “Don Emilio me sacó del campo con mucho acierto porque era muy chico, muy joven pero muy grande, grande en el sentido
que yo no sabía casi más que escribir mi nombre y malamente, con una caligrafía lamentable, y entré casi analfabeto y salí de contable. La verdad es que estoy muy orgulloso de haber sido botones en el casino porque allí me forjé un señor, una persona, un hombre”. Enseguida se procuró la atención de todo su entorno y el afecto de la familia del café Universal en la calle Dámaso Ledesma 1-3 del señor Antonio y la señora Felisa su madre y gran cocinera, siendo el lugar de realojo para los clientes del casino tras el polémico incendio del 54 durante los meses de su rehabilitación. Prudente catador, en el Universal recibía un pequeño plus para verificar los toneles adquiridos para las bodas y que luego embotellaban, no sin superar con desvelo algún que otro contratiempo cuando el vino no era aprovechable. Se festejaban otros eventos como los célebres bailes de Reyes, de Nochevieja y de carnavales en los que la orquesta Ritmo se empleaba al límite. Con tan pocos años ya tenía la suficiencia de un hombre de más de veinte arrancando con ahínco y llevándoselo todo por delante, pudiendo ser este carácter definitorio lo que provocara que el profesor don Alfonso Ortiz lo viera con cualidades superables derivando en él toda su atención y empeño, obligándolo a ir a la sala de la biblioteca: “Tomasín ve a buscar el tomo de la C a la E”, pero el chico se aproximaba sin conocimiento y le traía de la E a la F, desembrollándolo posteriormente el maestro. A ratos acudía él solito y logró rematar el abecedario, que hasta entonces lo había ignorado por completo, sin volver a fallar más. Cogió tanto vicio al Damero maldito de La Codorniz que lo sacaba con una habilidad asombrosa y aprendió a jugar al ajedrez con una maestría que le otorgó, en un campeonato en el Moderno, el séptimo puesto de cincuenta jugadores; en Serradilla del Arroyo el primer premio; en Ávila invitado por la alcaldesa, dominó cinco partidas en un día y no quiso continuar sofocado por sus obligaciones… Analizaba las jugadas que la prensa redactaba sobre Keres, Gligoric y el español Arturito Pomar y las reproducía en su tablero, después practicaba en el casino reteniendo la destreza de los señores don Antonio Oliveira, don Ángel Miguel Abril, Corral, que era muy bueno, don Emilio, don Alfonso Ortiz, don Santiago el practicante… Pero era tanto lo que se conocían los miembros de este distinguido grupo que siempre acababan en tablas, las mismas defensas, las mismas salidas… y Tomasín quiso romper la costumbre dirigiéndose al grupo: “¿Estarían ustedes conformes de que yo a partir de la jugada 14 les haga tres movimientos para que don Emilio consiga una pieza y gane la partida?”. “¡Cómo puede ser eso, no puede ser!”, respondió uno. “Sí, sí, vamos a jugarlas”. Se colocaron las fichas tal y como estaban anotadas y empezó su disertación: “Usted, don Emilio, si mal no he entendido, ha jugado peón…y usted tiene que jugar caballo…”. Jugaron la propuesta del botones y ganó don Emilio el café de la tarde mostrándose más ancho que largo con el chico, al igual que Corral. “Además veo la jugada otra vez, de eso me acuerdo perfectamente”, sonríe Tomás. En invierno en la mañana preparaba la calefacción, iba a la plaza a por la prensa (Blanco y Negro, La Codorniz, El Adelanto, El Pueblo, La Gaceta, La Voz de Miróbriga…) y a pesar de su juventud se encargaba de supervisar que las estancias estuvieran limpias y ordenadas y los baños perfumados. Los primeros clientes de la mañana eran parejas retraídas que se concedían arrumacos y demandaban discreción con amables propinas, luego en la tarde acudían los señores cuyo protocolo exigía el uso del don aunque fuera a su propio padrino como le pasaba a Tomasín que lo tenía que llamar don Pedro. Médicos, abogados, jueces, cirujanos, empresarios, ganaderos, peluqueros, banqueros, contables…, el chico se sentía poderoso rodeado de tan singulares personajes. Ya estaba > Y aprendió a jugar todo listo para esperar desde conserjería las indicaciones del señor Pepe, único autorizado para servir la bebida: “Tomasín, han llegado los al ajedrez con una hermanos Fraile”, y el niño le hacía entrega al camarero de una baraja maestría que le otorgó, de giley. “Tomasín, Oliveira”, y el niño le extendía el tablero de ajedrez. en un campeonato en “Tomasín, don Quirós a la mesa 4”, y salía a por tabaco o vendía del el Moderno, el séptimo suyo. Tenía buena amistad con los vistas de aduanas Antonio Catena y después Viñana Ruiz, y llegaba en bicicleta hasta Fuentes de Oñoro puesto de cincuenta auxiliado por su amigo Sindo para comprar tabaco “que debía venir jugadores. suelto”, porteando cada chaval doscientos paquetes a siete pesetas
que liquidaban a once. De manera que cuando se disparaban las previsiones no abastecía ni a Nali de la pastelería de la viuda de Manolo ni a otros muchos debiendo echar hasta dos viajes en un día. En un ambiente de extremada compostura había cabida para pequeñas chanzas y supersticiones como aquel oscurecer que estaban los empleados con ganas de cerrar para irse al cine y Luis Miguel Abril, de los juzgados, con un par de matrimonios continuaba de cháchara y disfrutando del formidable televisor del casino. Al conserje se le ocurrió que Tomás pusiera detrás de la puerta una escoba al revés y fue mano santa porque nada más verla cambió el estado de ánimo de los presentes que salieron todos “echando pipas”. Sin librarse al día siguiente de una severa advertencia, ya la habían gozado con unas buenas carcajadas.
Inscribió a más de cuatrocientos socios procediendo al cobro mensual a domicilio, porque los señores preferían abonarlo en casa, de las cuotas que rellenaba por triplicado organizando el tinglado en distritos. Fueron recorridos tan agotadores y Tomás, con el semblante serio por la reciente muerte de su padre, luce con elegancia su uniforme de botones del Casino. “¿A que estoy guapo?”. repetitivos que todavía hoy recita los nombres y Abril de 1955. direcciones de aquellas andaduras como cuando llegaba a un tercer piso y se encontraba con el “no están los señores” de la criada y debía volver en otro momento para finalmente cobrarle en el casino. Le gustaba el cine, sobre todo las historias del NO-DO, pero si acudía la madrugada del domingo era para coger sitio en la cola y retirar las entradas de ambas sesiones a sus clientes emplazados en el patio de butacas. Por eso Tomás tenía reservadas entre ochenta o cien, salvo la provisión de la taquillera, y si costaban a ocho pesetas él recibía dos más de propina que le defendían de los gastos y fatigas, y así se le pasaba el día ultimando cuentas en su listín de clientes. “Tú date cuenta, en aquella época yo ganaba unas cuatrocientas pesetas al mes en el casino”. Al mediodía de camino al trabajo, cuando empezaban a volar los primeros pájaros, gustaba de apedrear a los que se tambaleaban en la misma rama piando por sus padres. Llevaba su súper tirabeque y en el bolsillo la munición escogida con mimo hasta que fue sorprendido por Miguel, Tralla, guarda de los parques, que le procuraba ganas al chaval y un Tomasín de quince años se las tenía juradas también: “No me quites este tirabeque porque te va a costar un disgusto muy grande y no voy a parar de hacerte putadas”, sentenció el muchacho. Pues no pudo haber mayor deshonra que desarmar al capitán que convocó a la cuadrilla. Preguntó un camarada: “¿Qué hacemos, Tomás?”. “Esperar a que planten los plataneros”, contestó con rostro vengativo. Catorce tíos destrozando árboles dejó tal exterminio que su ingenuidad logró distorsionar, e imaginando un campo de batalla dedicaron parte de su tiempo a la rechifla jugando a espadachines y lanceros como broncos medievales montados sobre varas tronchadas a modo de caballo y alzando en su mano los ramilletes mochos. Al día siguiente le pidieron cuentas al guarda que no vaciló un momento en acusar la venganza de Tomás, pero a este ya lo podían matar que jamás traicionaría a sus soldados negando rotundamente que esa noche se hubieran visto. Nada pudo demostrarse porque se habían confeccionado unos atadijos con zapatillas de unas tallas superiores a las suyas resultando pisadas de adultos y no de niños. “Te has enfrentado a este muchacho cuando las pisadas son del 40-41…”.
Los días de caza le daban una especial atribución permitiéndole don Emilio llegar después de las diez y entrar con puntualidad a las dos del mediodía con el compromiso de realizar la última inspección del local en la noche. Las palabras de uno de los mejores tiradores de aquellos tiempos, Fidel, bautizaron a Tomás como la firme promesa de la caza rodericense en una escena irrepetible. Al salir esa mañana con la Violeta y su escopeta, vio a Fidel y le hizo el comentario: “Voy a ver si mato seis u ocho perdices y alguna liebre”. En esto que Nieto, el motorista, guardia de tráfico, lo oyó y le tiró con sorna: “¿Has visto, Fidel?, ¡dice que va a matar seis u ocho cuando yo en todo el día mato una o dos!”. Entonces Fidel le contestó: “Estás equivocado, este mata más que yo”. Al muchacho le tocaron el amor propio y en un instante de cavilación consideró que ese día debía sudar el morral, así que caminó con prisa desde las Pólvoras hasta la sierra de la Silla, pues entraba a trabajar, cuando le salieron diez perdices: ¡Pum!, ¡pum!, ¡pum!... ¡Nueve piezas de nueve tiros con un único cañón! y no había terminado de colgarlas que avistó un conejo deslizándose sobre una peña llana y lisa, armó la escopeta y sin errar la sacudida lo echó a rodar. Lloraba de emoción mientras regresaba por la finca Tejares, y no había salido de su asombro cuando vio aquel pelaje que le hizo implorar con fervor: “Virgen santísima que se me arranque la liebre”. Se trataba de una hembra encamada en los surcos profundos de la arada, le metió “el caño por el culo” para que escapara y emprendió una carrera corta… Como traía el conejo a un lado y las perdices “apiolaítas como si parecieran dormidas”, con la última consiguió guardar la simetría en una bella estampa venatoria. “Ese debió de ser el día más alegre de mi vida” y llegó a la puerta del bar de Fidel La Corchera en la calle Santa Clara: “¡Fidel!”, gritó el niño. “¿Qué pasa?”. “Sal p´acá que veas lo que traigo”. “¡Me cago en diez!, ¿pero es posible? Espérate que voy a llamar al motorista”, contestó Fidel. Estaba vistiéndose y salió a la calle tal y como lo pillaron con la media polaina puesta quedándose estupefacto y en ese momento le asestó Fidel con retintín: “¿No te decía yo? ¡Anda, llámalo, llámalo mocoso ahora, mira lo que trae!”. Por las noches sus hermanos le cargaban los cartuchos con el material que traía de Portugal “se tiraban dos o tres veces” y en una de estas volvió a pedirle su madre que saliera a cobrar algo. Contaba por entonces con cuatro perros la Mori y la Canela para conejos, Veloz y Violeta para las perdices. “Reiteradamente te he dicho que éramos gente muy, muy humilde, entonces miramos en casa y había 16 cartuchos”. Por la mañana salió en bicicleta hacia la sierra de Valdecarros y el Hocino y al hombro la escopeta de dos cañones que le había dejado el capitán Pazos. Se subió a una peña con el arma en alto antes de soltar las perras porque más tardaba en quitar la correa… Como que a los dos minutos ya estaban latiendo: “¡gay!, ¡gay!, ¡gay!, ¡gay!”. Los conejos al escuchar al enemigo enviaron una avanzadilla hacia los vivales y a pocos metros de la entrada, en una parada en seco, iniciaron su > Los días de caza le daban una taconeo. Al cambiarse de peñasco le vinieron dos juntos y aunque intentó apurarlos de una tirada tuvo que disparar especial atribución permitiéndole dos veces, había hecho siete u ocho y dejó que las perras don Emilio llegar después de las descansaran hasta que volvió a elevarse para divisar en diez y entrar con puntualidad los claros su paso. Fue desatarlas “¡cago en diez, otros a las dos del mediodía con el dos que venían!”, tumbó el primero, buscó el otro pero ya no sabía dónde se había quedado “¡cualquiera tiraba compromiso de realizar la última a lo tonto en aquellos tiempos que valía cada cartucho inspección del local en la noche. tres perras!”. Estando en la sierra de la Canalita cogió los conejos y a la Mori y la Canela y “p´al cajón de la bicicleta”. Al entrar en casa sorprendió a su madre: “Pero, ¿ya estás aquí?, ¿qué te ha pasao, hijo, qué te ha pasao?”. “Nada mama, ahí están los conejos”. “¿Cuántos has matado de los dieciséis cartuchos?”, preguntó emocionada. “¿Cuántos crees tú?”. “Pues diez o doce habrás matao…”. “No mama, diez y seis conejos”. “¡Qué no puede ser, que no puede ser!”. “Sal y míralos”. Según estaban “apiolaítos” arrambló con todos colgándoselos del brazo. “No se me olvida cómo iba la mujer, la pobrita… Yo me emocioné, ella se emocionó…”.>
Corría el año 54 cuando en el triángulo del foso, desde la catedral hasta la Puerta del Conde, decidieron montar su propio club boxístico. Entrenaban en un cuadrilátero con palos clavados y uno hacía de árbitro mientras Tomás, el presidente, tan pronto boxeaba como mezclaba a los contrincantes, pero los municipales los traían fritos: “Había siempre uno vigilando en lo alto y teníamos la contraseña ¡ya están!, aquello no se me olvidará nunca”. Arrancaban las 4 estaquitas y las tiraban al contrafoso y sin quitarse los guantes salía cada uno por su linde dispersos como un bando espantado de palomas hasta el punto
A la izquierda: su exhibición de caza preferida con la Mori a su mano derecha y Veloz a la izquierda, un 2 de febrero de 1954, con 15 para 16 años. “Seis perdices, una paloma, tres conejos, tres liebres, un zorro… es que yo traía unas cargas imponentes. Yo era muy mimado por mi familia, porque yo aportaba mucho…”. A la derecha: En su peluquería de la calle Álamo Grande dando lo mejor de sí con la seriedad que impone un corte con estilo.
de reunión preferido, la Florida y sus escondrijos. Al Perejil o mejor llamado Pede, que se dedicaba a llevar las maletas hasta la estación echándoselas al hombro, lo tenían de escudo y se las llevaba todas, ¡todas! Decía con voz gangosa: “Que a mí no me pegues más, ya no quiero más que me pegues”. “Pede, ¿boxeamos hoy?”, lo volvían a convencer. “Vale pero no me peguéis tan fuerte, el otro día casi me matáis”. Con poca burocracia y la vara alta de Tomás en el casino lograron un club autorizado en la zona de la Glorieta por el que pagaban un recibito, escrito a mano por él, para meriendas y otros gastos. “Yo era uno de los tres mejores pero no era el mejor porque yo tenía esa labia para dar pero luego no tenía corazón… Le metí una vez a uno esta costilla pa dentro y me tuve que quitar enseguida y sacársela, si no, se me muere…”.
Jesús, el Monjo, se fue a trabajar con Florindo San Máximo, peluquero de la plaza Mayor, y con Generoso en el Cruce hasta que cogió el traspaso de Ignacio al otro lado entre Generoso y el Remolacho perdurando su negocio hasta hoy, de eso hace más de sesenta años. Cuando Jesús se hizo cargo, Tomás no cabía en sí de gozo pues era un gran paso que se estableciera de jefe como lo había sido su padre toda la vida. “Yo puedo estar orgulloso de haber estado con mi hermano los ratos que podía estar” y es que las poquitas horas que le quedaban libres del Casino iba a ayudar a Chuchi al tiempo que se perfeccionaba en la profesión, pues aprendió el oficio con su padre. “La peluquería la llevo en la sangre. Se puede decir que a los 14 años ya era peluquero”. Y fueron muchas las confidencias que compartió con Jesús en sus correrías de solteros llegando a casa de madrugada donde los esperaba una madraza dormitando entre dos tazones de leche migada. “Nunca nos ha gustado alabarnos, pero la verdad es que hemos tenido buenas manos siempre, lo hemos demostrado en muchas ocasiones”. Los domingos de madrugada iba de caza con Pedro y Jesús, su tío Salomón, hermano del señor Custodio, y el vecino Berna, el chatarrero: “Yo con una escopeta de un caño mataba más caza que ellos con dos”. En esa jornada en Ivanrey les salió un conejo corriendo ladera abajo, dispararon ocho tiros los cuatro adultos pero el animalito dio un
quiebro y esquivó la emboscada hasta que ya en el valle le pasó a Tomasín por delante y se oyó desde arriba: “El niño ya mató”. Cuando estaba apiolando el conejo volvieron a oírse detonaciones, en este caso era una perdiz que se levantó recia y haciendo el mismo recorrido se le cruzó, agarró la escopeta y la alcanzó de un disparo. De inmediato Jesús alzó la voz: “Hermano, pa casa”. Ya eran las diez de la mañana y marchó cumplidor en su bici a la peluquería para asistir “a puerta cerrada” la barba de unos cuantos clientes selectos. Volvió en la tarde a juntarse con sus hermanos y fue en un extenso tomillar que les salieron tres liebres juntas. Solventaron el lance apretando el gatillo a la vez, en la misma milésima de segundo, logrando fusionar los disparos en un solo estallido. No se ponían de acuerdo sobre quién había ejecutado el tiro y cuando se acercaron no pudieron salir de su asombro al ver sobre el lecho aromático a las tres rabonas abatidas. Fue muy sonada esta historia en el locuaz ambiente de las peluquerías aledañas sobre el azar que quiso aquel día toparse con los hermanos Monjo. En marzo Tomás se iba a los patos con el Lindo, a las charcas de Sancti Spiritus hasta Vistahermosa donde, arrastrándose entre los juntos, con perdigón fino lanzaba un par de tiros y podía pasarse un par de horas recogiendo ánades. Una víspera de Carnaval a la caída del sol regresaba él solo cargando a sus espaldas veintinueve perdices, cuatro conejos, una liebre, un zorro y un pato y, como ya lo estaban esperando en la estación de Sancti Spiritus, con un apresurado aseo pudo incorporarse a la fiesta… >
Impresionante imagen de Tomás junto a un bello ejemplar de lobo ibérico.
Un poco antes de 1956 Tomás empieza a cobrar protagonismo con otra afición, la más perfecta en su ejecución sin duda alguna, la taxidermia. De aquello sólo quedan algunos ejemplares que cuelgan de las paredes de su peluquería o en el salón de casa, añadiéndose la excelencia plasmada en su gran colección de fotografías, ante la que se rinden desconocedores o incómodos con la materia, reveladoras de un trabajo perseverante, escrupuloso y una perfección absoluta de sus figuras. En definitiva, Tomás estuvo sublime soplando vida hasta lograr verdaderas obras de arte. Todo tipo de aves, mamíferos y peces de las especies más excepcionales y que pareciera fueran a ponerse en movimiento con ojos que hablan temor, voracidad o templanza. Fue capaz de perpetuar su vuelo, eternizar la emboscada, aligerar una carrera, un lanzamiento al vacío, apurar el segundo de la captura o avivar el canturreo del pájaro, como arrancados del campo, recortados del escenario, de entre la maleza y el espeso del monte presagiándose la acción. El salto de la libre suspendido en el aire, la mirada noctámbula del autillo, el gato montés en caída libre, la alimaña asomando en la hura, la carpa mojada, el abejaruco aguantando una abeja, el almuerzo de la ardilla, la codorniz entonando su canto… Conocedor de la anatomía y del campo por la observación de los animales en su hábitat, recuperó la animación de mascotas y enmascaró la muerte violenta de los animales atropellados para resucitar su divinidad. Tomás adereza esta vocación descubriendo sus premios, el primero en 1960 ante el alcalde Martín Báez y el juez don Hilario Muñoz y las máximas autoridades de entre “capitanes, generales y comisarios jefes”. Se inició como docente en la materia con entusiastas de España, Francia y Portugal en aquella época cuando estaba de moda decorar con animales las estancias de una casa, con cabezas disecadas o trofeos de colmillos algunos adquiridos para presumir de una falsa jornada de montería. Alcanzó conocimientos en Madrid, aprendió con el > A Tomás tampoco se le curtidor del Puente y tuvo a una gran maestra y entusiasta, la señora Pili H. Garduño, que como bien dice La Voz de Miróbriga resistieron los peces y del 6 de abril de 1958 en su número 300 sobre su exposición barbos pescados en aguas inaugurada el 31 de marzo de 1958 en los locales del Casino salmantinas dando fe de sus Mirobrigense: “…que dando muestras, una vez más, de sus capturas varios artículos de habilidades artísticas, revaloriza y hace rediviva la naturaleza muerta de un bello o fiero animal. Y ahí recobran vida en esas prensa donde lo califican de magníficas consecuciones, que en un alarde de taxidermia y
“avezado pescador”. arte ha logrado esta polifacética mirobrigense…”.
Pedro y el Sardi fueron compañeros en la pesca toda una vida al igual que en la caza Tomás y Ángel García Collado, el Piojo, que permanecieron juntos la friolera de casi 50 años. “Con el Piojo tengo un record de setenta y una piezas en un día”. Tomás había dejado su etapa como cazador en solitario uniéndose al Piojo cuando este dejó a su compañero Fidel. Iban siempre juntos en la mañana antes de empezar el
El Monjo y el Piojo. El Piojo y el Monjo. «Perros y cazadores sufrimos y disfrutamos juntos lamentando errores y celebrando aciertos gracias a esa comunión que nos hermana en la que no cabe el tú ni cabe el yo, ni existen protagonismos individuales, tan solo hay espacio para el nosotros». Álvaro Fernández.
trabajo y estaban de vuelta a las diez con cuatro o cinco piezas cada uno, comían con la escopeta en la mano y antes de las cuatro ya estaban en casa con otro montón que vendían al señor Ezequiel y las pieles a Berna el pellejero del Puente. “Éramos una pareja única y no teníamos rivales”. Entre las dos escopetas lograron la hazaña: mil quinientas perdices al año, más de setecientos conejos, las palomas por sacos, hasta cien en un día de aire cierzo. De caracteres opuestos Tomás ponía el temperamento y organizaba el cotarro mientras el Piojo era laborioso y muy reservado. Bien en moto o luego en coche llegaban a la Chamorrilla, Serranos y Castellanos, Pedro Pulgar y Capilla hasta Ivanrey. Ojeaban las fincas, estudiaban sus laderas, el Piojo a la mano izquierda, la buena, y Tomás a la mano derecha matando ambos con el aire siempre de cara. Se ganaban la caza pateando el campo, iban a Macarros y al Salto a por torcaces o a salvar la montanera de la finca Palacios. Le vendían la caza de una jornada en Agallas a los franceses que, incapaces de bajar una pieza, pagaban por las perdices un disparate con tal de presumirlas. Fueron aficionados al tiro al plato y tiro al pichón sin pasar desapercibidos con sus primeros premios e inolvidables desempates en duras competiciones acumulando más de doscientos trofeos… >
En el centro de la foto Tomás con pañuelo anudado al cuello y brazos en alto corriendo el encierro en las fiestas tradicionales de 1958. Es un alivio la correcta indumentaria de los corredores: chaqueta y pantalón de paño y hasta corbata, y, al fondo, un jinete de charro, como debe ser. “¡Pero si eran moruchos recios! Entonces no había un toro de casta. ¿Dónde metías tú un toro de casta aquí?”.
A Tomás tampoco se le resistieron los peces y barbos pescados en aguas salmantinas dando fe de sus capturas varios artículos de prensa donde lo califican de “avezado pescador”, resaltando uno publicado en El Adelanto en abril de 1991 el primer día de apertura de la veda “allá por lo libre de Éjeme” cuando se “toparon” con Tomás que llevaba “cuatro hermosas truchas que destacaban dentro de la precariedad de la misma especie capturada por el resto de los miles de pescadores actuantes. De ello nuestra sorpresa, y pregunta. ¡Pero Tomás!, ¿cómo es posible pescar cuatro truchas dadas las circunstancias? Y Tomás, con lógica aplastante nos contestó: Las truchas no estaban hoy para los muchos amateurs, las truchas estaban para los que sabemos y las entendemos; y ahí está la prueba”.
Su brillante etapa en el Casino finaliza cuando con veintidós años casi veintitrés es destinado al acuartelamiento de Artillería en la Fortaleza del Monte Hacho de Ceuta. En su primer permiso como recluta, el sargento Cerro y el capitán don Pedro Serrano Pizarro le dieron el alto al ver su poblada cabeza obligándolo a pasar por la máquina y al ver un corte tan excepcional presagiaron que de un profesional se trataba nombrándolo peluquero oficial de Monte Hacho. Le permitieron conservar el espeso tupé recibiendo de apodo el peluca. Jugaba al giley por las noches y hacía lucha libre por el día, fue portero con el Ceuta Fútbol Club (hay fotos) y su fama de cocinillas le obligó a guisar unos gatos el día que se licenciaba bajo las órdenes del general Manzanera. Los martes y sábados cortaba el pelo en una peluquería de la ciudad formándose largas colas deseosas de caer en las manos de Tomás y hasta el dueño le propuso quedarse allí con todas las comodidades pero prefirió un trabajo en Francia >
donde permaneció cerca de nueve meses. Confiesa que “el peso de pertenecer a una saga tan extensa y completa de peluqueros” fue el motivo de venirse de Francia donde estaba bien acomodado y le adoraban. Y es que Tomás renunció a cualquier otro destino que no fuera su hogar, tal vez porque no pudo cortar el cordón con su inventor sintiéndose en deuda con él, emulándolo como forma de elogio, queriendo ser su extensión sumergido en obstinado recuerdo; de la misma manera que nunca quiso desamparar al Tomasín de escopeta al hombro y caminar resuelto por sierras y llanuras, zarzales y carrascales de Miróbriga. Allá por el año 64 le compró la peluquería a su tío Salomón García Márquiz, sargento en Gijón, por cincuenta mil pesetas casándose al año siguiente con Carmina, su novia de toda la vida, con la que tuvo tres hijos.
“Juventud agotadora en aquellos tiempos del hambre” la vida de Tomás ha sido una carrera desenfrenada de compromisos o ambiciones: pintor al óleo y dibujante, tallista de madera o asesor economista; lo mismo deshacía un puerco que componía un huerto, enderezaba tendones o sanaba con ventosas; forofo de la Virgen de la Peña de Francia y de las fiestas de la del Rosario, vestía con liturgia el apretón de manos en un trato de ganado o tocaba la armónica y entonaba mejicano; domesticó a una zorra: “¡mírala qué educada!” y ejecutó el silbato vaquero y tan bien cantaba la perdiz que se le venían como conejos; aficionado al ciclismo adaptaba su bici a la caza o la competición y se mojó en política; pregonero del Puente y Portero Mayor de su Peña, sin competidor en Bolonia era la envidia en el baile y en el vestir; conocedor de las profundidades atravesaba los Cañitos dedicándose a salvamento con demostraciones en la Pesquera ante más de un centenar de curiosos, junto a su perro Veloz, teniendo sólo de contrincante a Ceferino Santos Alcalde “pues éramos en aquellos tiempos los dos únicos que aguantábamos tanto tiempo”; sus días no eran de veinticuatro sino de cuarenta y ocho horas y corría los toros como nadie agarrado a la cola del caballo de un garrochista sabiendo acompasar las zancadas en el aire y caer sin partirse una pierna, “yo tenía un pulmón entonces…”; en las tablas sus brazos sujetaron al maletilla Julio Cánovas aquel Lunes de Carnaval del 64 a las cinco y media de la tarde, al tiempo que le abría la camisa descubriendo la trayectoria mortal que había socavado un agujero imponente; las cosas como la cocina de tanto verlas se aprenden y observar a su madre le hizo extraordinario cocinero de guisos con un particular recetario: “¡Qué grande eras mamá!”. “Hombre de primeros premios” y semblante serio, domina el portugués y el francés y no discute con profanos.
¿Qué es lo que no has hecho en tu vida?, le pregunto. Suena el canto de la roja, es el tono de llamada de su móvil: “Dime, Rosita…”, y desaparece tras los visillos de tulipanes de su peluquería del Puente.
Como decía Lorenzo, el bedel cazador y emigrante de Miguel Delibes “… a mí la vida me duele y, a ratos, pienso que si yo voy a cazar es para olvidarme del dolor de la vida, pues cazando parece como si uno despabilase ese dolor y se lo metiese, con los perdigones, a las liebres y a las perdices por el culo”.