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La Medalla

Sentados en una de aquellas largas bancas, mientras mi abuela Concha rezaba el Santo Rosario a la Virgen del Carmen, yo buscaba con la mirada entre las cornisas y los retablos aquella lechuza que según me contaban de niño, se bebía el aceite del lampadario. Y muchos años después, cada vez que me sumerjo en ese trozo de cielo donde los mondongueros apuntalamos nuestras creencias, me parece ver a mi abuela y en el tornavoz del púlpito a la nocturna de cara blanca y vuelo silencioso.

De aquella memoria inalterable, guardo en un pequeño cofre uno de los tesoros más grandes de mi vida, una medalla de la Virgen del Carmen con el Sagrado Corazón de Jesús en el reverso, desgastada, pulida por los besos de muchos años y el roce de la mano de mi abuela Concha para pedir fuerzas, o dar gracias a Dios a través de la fe que por siempre ha suscitado en nuestra familia y en otras muchas de Estepa la gloriosa Madre del Monte Carmelo.

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Años enteros bendiciendo a la Reina Carmelitana porque la fe nacida del corazón no entiende de arquetipos y menos aún de adoctrinamientos dogmáticos, se cree como se vive y se vive como se cree; y por eso la medalla que con pasión guardo en el anaquel más predilecto de mi alma, representa como lo hizo durante toda la vida para mi abuela Concha, un camino de oración y de vida espiritual, una imagen de la Virgen del Carmen que expresa un grandioso misterio de fe sin ocultar nada: ¡A Dios por la Virgen!, porque ella es el mejor camino para amar como Dios nos ama.

Algunos guías espirituales de la Iglesia de hoy se empeñan en minimizar el valor espiritual que tienen estos tesoros de vida para muchos de nosotros, y no alcanzan a entender el porqué de cómo la gente vive aquí en Estepa la fe, esa fe que lleva a Dios por miles de caminos, esa fe que sólo conoce quien se arma de valor y confiando plenamente en el Señor, se mira en el ejemplo de la Virgen, e intenta cada día ser una persona cristiana imperfecta pero decidida a que el Evangelio esté vivo en su vida.

Para mí la Virgen del Carmen de la medalla desgastada que guardo de mi abuela, al igual que la Madre del Carmen que bendice las orillas de la devoción mondonguera en Estepa; es un ejemplo de fe, es una senda de vida, un camino de recuerdos y de vivencias, es mucho más que una simple imagen, es un auténtico sacramento de vida porque en esa medalla, están los que me enseñaron a ser feliz, y me ayudaron a ser mejor persona mirando siempre el rostro de Dios Padre.

La devoción a la Virgen del Carmen, trasciende a una realidad que va mucho más allá de algo que me puedo colgar en el cuello o guardar en un cajón, la medalla del Carmen que heredé de mi abuela Concha, me recuerda y hace presente a la devoción entera de mi familia, y a todas esas personas que fundamentaron nuestra fe y sobre todo a una Madre Carmelitana que nos muestra como nadie el camino que lleva al Señor. No se trata de buscar ídolos ni glorias celestiales mientras que sembramos en la tierra auténticos infiernos, porque a veces hablamos de fe y devoción y estamos muy lejos de lo que es el amor de Dios. Y tampoco se trata de idolatrar a una Imagen ni de divinizar una medalla para quedarse a medio camino como nos ocurre tantas y tantas veces, porque la Virgen del Carmen y la medalla que la representa no son un fin en sí mismas, y aquellos que se quedan sólo a medio camino, en el símbolo, no llegan a vivir la plenitud que trasciende tras ese misterio de amor.

Quienes pisamos este suelo estepeño, y veneramos devocionalmente a una imagen de la Virgen, sólo podemos hablar con el lenguaje simbólico del corazón, porque las cosas de Dios como mi medalla del Carmen, nos evocan y nos provocan la fuerza necesaria para levantarnos cada día, y saber que al otro lado de aquella imagen o de aquel recuerdo, como una hermosa vidriera, se nos muestra al menos un poco de la luz de Dios que brilla al otro lado, y que todo lo traspasa y lo llena de resurrección, amor y vida.

Mi medalla es además un sacramento de conversión, me recuerda que debo de ser mejor persona cada día, me refleja las ganas de seguir al Señor a pesar de todos mis defectos, y me hace repensar lo que soy y lo que dejo de ser, porque si celebramos los sacramentos y nos quedamos tal y como al principio, no hemos entendido nada de lo maravilloso que Cristo ofrece cada día a este mundo.

Por eso no podemos convertir nuestra fe en simple ideología, una medalla, una reliquia, una imagen, tienen que remover nuestras entrañas hacia Dios, que no vivamos una fe de temporadas, de convenientes fiestas para satisfacer nuestras propias necesidades devocionales y que ahí se quede todo, Dios nos quiere y nos necesita cada día.

La espuma pétrea del mar tallada en caliza sobre el pórtico de la vigía carmelitana estepeña, es la puerta de la gloria más

sublime, es estar vivo en el paraíso y todo lo que envuelve a este misterio salvífico de fe rezuma auténtica sacramentalidad, a la esencia de esas pequeñas cosas que hacen inmensa la devoción allí donde Cartagena trompeta en mano, cuando tronaba anunciando cabildos de Cuaresma, se santiguaba al pasar por los escalones que llevan al Carmelo.

La medalla de la Virgen del Carmen que guardo con auténtico celo es mucho más que una medalla, es un sacramento que me evoca a Novenas con el monocorde vaivén del abanico de Concha Pérez entre el embriagador aroma de jazmines y nardos.

Mi medalla es un sacramento que me recuerda a Eloy Machuca discutiendo con Francisco Alfaro mientras martillo y puntillas en mano le ponían las jarras al paso de la Virgen, aunque con el tiempo me di cuenta de que ellos no discutían, hablaban su lenguaje de amistad en alta voz.

Mi medalla es un sacramento que me enseñó a amar a la Virgen del Carmen como lo hacía desde una silla baja Rafael Juárez con aquel aire de hombre bueno, junto a Asunción Atero, Asunción la Cabolla, Fernando Gregorito, Fernando el Pelayo con su sapiencia infinita, y mi Tío Pérez lidiando con unos y otros mientras que en aquella banca junto al Sagrario, Asunción Juárez y Tere pretendían dirigir aquella amalgama de los que iban y venían en torno a la nuestra Virgen y Madre del Carmen.

Mi medalla es un sacramento que mantiene viva mi fe, aquello en lo que creo, mi medalla transparenta y trasciende aquello que me hace vivir cada día mirando al Cristo que ama y perdona, sirve y acoge; mi medalla del Carmen no es un trozo de metal vacío e inerte, es un reflejo de vida que me hace vivir, es un recuerdo que aviva la misión a la que desde mi familia como cristiano estoy llamado a realizar cada día: ¡A Dios por amor y por mi medalla de la Virgen del Carmen!

Como la pella de barro en el torno se modela, así nuestra fe se forma con la mano firme y recta del Dios que de amor nos ama sin mirar nuestras carencias.

Dios está, ahí está siempre como el pan de la alhacena, presente entre los pucheros, gravitando en las ausencias, porque Dios está en el todo pues le sobran las cadenas.

Dios está y habita siempre en aquello que a Él nos lleva, en aquel costal antiguo ajado con mil Cuaresmas, en la luz tintineante de un cirio en su duermevela, en un rosario pulido con el rezo de sus cuentas, en una astilla de cedro que es mucho más que madera.

Sacramentos de fe viva donde Dios se reverbera, caminos de fe profunda que arriban a la escollera de la fe que nunca calla y bendice mi medalla con la gloria mondonguera.

José María Díaz Fernández

Festividad de la Epifanía del Señor de 2018

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