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Entrevista a Don Antonio Trobajo Díaz, Deán de la S.I. Catedral de León
Don Antonio Trobajo Díaz Deán de la S.I. Catedral de León
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> No cabe duda de que el Deán alberga tantos ángulos y perspectivas como la propia Catedral. Son ya muchos años de un servicio diligente a la Diócesis de León en diversas responsabilidades en las que dejó el sello que dejan los que hacen las cosas por amor. Agudo observador de la Iglesia y del vertiginoso mundo que habitamos, hace un diagnóstico preciso de los males que nos aquejan y de la solución adecuada, unos valores humanos que se hacen más grandes si metemos a Dios en la receta.
Nacido en Puente de Alba y criado en La Pola de Gordón , ¿de qué manera sintió usted que era llamado al sacerdocio?
Entré en el Seminario a los once años, no sin haber tenido antes otros intentos de ir a los Dominicos de Corias, en Asturias, o a los Operarios Diocesanos, en Salamanca. Crecía en una época de nacionalcatolicismo, dentro de una familia sencilla y creyente. Era monaguillo en mi pueblo, desde los seis años, y me llevaba muy bien con el párroco, que tenía casi noventa años. Era el modelo al que quería parecerme. Esa relación casi de nieto que tenía con él y la referencia que suponía para mi vida fueron determinantes, junto con el contexto histórico y familiar.
¿Qué veía usted en esa referencia para querer comprometerse de la manera que lo ha hecho?
Veía a un hombre feliz en aquel párroco, que estaba al servicio de los demás. Vivía en pobreza, con humildad grande. No pasaba por alto que se le consideraba una persona útil y apreciada. Como niño que era, solo veía el aprecio que tenían los vecinos por él, sin pararme a pensar las complicaciones que llevaba aparejada aquella vida.
Comenzó sus estudios en el Seminario Menor de Covadonga, para luego continuar en el Seminario Menor de San Isidoro y en el Seminario Mayor de San Froilán. ¿Qué recuerda de aquella formación?
Fue el tiempo más feliz de mi vida o casi. Era un niño entre otros niños o un adolescente entre otros tantos. Vivía con la alegría propia de la edad, sin más complicaciones. A la vez me iba abriendo a una vida más rica que se asentaba en las bases que se me ofrecían, humanísticas y religiosas. Eran dos mundos que se iluminaban uno al otro. Recibía allí todo lo que me formaba como ser humano y como creyente, pasándolo por el tamiz personal. Aprendí los valores humanos, como la honradez, la laboriosidad, el sacrificio, y a vivir en comunidad. Todo lo que debe tener una persona cabal. En el Seminario Mayor hubo un profesor que decía (con ironía) que de allí tenían que salir los mejores… padres de familia. Se nos habilitaba no solo para ser sacerdotes, sino para ser personas válidas en cualquier ámbito de la vida. ses después de su clausura. Con aquel acontecimiento se revisó toda la historia de la Iglesia, toda la Teología y toda la visión que se tenía del mundo y de las instituciones temporales. Eso lo recibimos como agua de mayo. Abrazamos el Concilio encantadísimos. A eso nos ayudó el conjunto de estudios que cursábamos, la lectura de los documentos aprobados y la aportación de profesores que estaban continuamente reciclándose. Y seguimos en la primera etapa postconciliar, cuando ya éramos sacerdotes, acogiendo
A usted le tocó formarse en unos años muy estimulantes para la Iglesia Católica, como fueron los del Concilio Vaticano II. ¿Cómo afectó eso a su formación?
De forma determinante. Acogimos el Concilio con un entusiasmo enorme, porque nos pilló a los que estábamos en el Seminario con una edad suficientemente madura. El Concilio comenzó en 1962, cuando yo estudiaba 2º de Teología; me ordenaron en 1966, me-
multitud de charlas y de publicaciones a las que teníamos acceso.
Y a pie de calle, ¿cómo tomaban cuerpo esas reformas?
Había un signo visible de ello, la liturgia, que comenzó a celebrarse en lengua vernácula. Pasó de ser mistérica a vivida y comunitaria. En otro aspecto, respecto del cambio de mentalidad, es un asunto que todavía tenemos pendiente. Algunos cristianos, porque no se les explicó o porque eran reacios al cambio, siguen anclados en criterios y formas preconciliares. Además hay un agravante: si el Concilio se abrió al mundo, no ocurrió a la inversa. No hubo hornadas de no creyentes que se incorporaran a la fe, vista la renovación que se intentaba. Seguimos mayoritariamente con las viejas mañas. Además, creo, hemos caminado con el freno de mano puesto. Tenemos delante todavía el reto de releer el Concilio y de aplicarlo a las circunstancias de hoy. Esto es traspasable a las Cofradías penitenciales, para preguntarnos dónde está la actualización de la vida cofrade.
Tras su paso por el Instituto Juan del Enzina y la Escuela Universitaria del Profesorado de EGB, ¿qué aprendió sobre el papel de los maestros en la vida de sus alumnos?
Tengo que decirle que otra etapa muy feliz de mi vida fue la de ser profesor de Religión en la “Normal”. Te encontrabas con el bagaje de haber reflexionado sobre tu fe y haberla comunicado en el Juan del Enzina a adolescentes; llegabas con la madurez de haber trabajado ese conjunto de datos y pasabas a comunicarlo a adultos que venían libremente a clase de Religión. ¿Qué querías ser para ellos? Un testigo de valores humanos y religiosos. Eso lo transmitías en el contacto personal o en la tarima dando la clase. Así hoy tengo un montón de alumnos de los que ni me acuerdo, pero ellos mismos, en ocasiones, me confiesan que tienen de entonces recuerdos muy buenos. Se transmitieron unos valores que a aquellas personas les dieron un norte para vivir todos y para comunicar en las aulas aquellos que llegaron a ser maestros. Espero que ellos descubrieran un horizonte de felicidad que haya dado sentido a sus vidas. > Otra etapa muy feliz de mi vida fue la de ser profesor de Religión en la “Normal”. Te encontrabas con el bagaje de haber reflexionado sobre tu fe y haberla comunicado en el
Juan del Enzina a adolescentes
Para un maestro debe ser un gozo saber que su persona ha sido una influencia positiva en la vida de sus alumnos.
Es de una alegría inmensa. Pero, a la vez, como decía San Pablo, es algo que te infunde temor y temblor. Has podido transmitir valores positivos, pero también has podido arrastrar a alguien al mal, al desánimo o a la increencia por una nimiedad, como una frase o un gesto. Siempre te queda el temblor de no haber colaborador a conformar personas de la categoría que quisieras y tal vez haber deteriorado lo que querías aportar sin llegar a saberlo. Eso sí que da miedo.
Esa responsabilidad grande la conocen bien los maestros.
Es un riesgo enorme estar de cara a los demás y ser lo más transparente que puedas para transmitir unos valores que deben ser los tuyos. Un maestro debe ser el canal para comunicar estos valores y, a veces, se descubre que el propio canal está agujerado y que se marcha por ahí lo más sustancial de lo que querrías entregar.
¿Qué diferencias encontró, como rector del Seminario Mayor, con aquella institución que conoció cuando estudiaba? Eran momentos en los que arreciaba la crisis de vocaciones.
Fui rector entre 1994 y 2004. Efectivamente, allí estaba presente esa crisis vocacional que aún no ha tocado fondo. Debido fundamentalmente a circunstancias sociológicas, pero también tiene que ver con la hondura de la fe. Cuando uno vive una fe convencida, el exterior es secundario, pero, si es una fe cogida con alfileres, cualquier vientecillo pone en entredicho lo que estás viviendo. Creo que esa fue la razón última del descenso de vocaciones. Nuestra posmodernidad ya se anunciaba entonces. Me tocó vivir el rectorado con recuerdos de lo que fue mi etapa de seminarista. Algunas experiencias eran perfectamente trasplantables, como es el caso de los valores. Únicamente había cambiado el ropaje para revestirlos y acogerlos. En mi tiempo de seminarista, uno de esos valores fundamentales era la disciplina, hija de la obediencia; cuando fui rector, se había pasado a la dictadura de la diosa libertad, en la que la disciplina era más complicada, porque tenía que fundamentarse en la responsabilidad. Las personas que iban camino de la madurez humana y del sacerdocio tenían que hacer un sobreesfuerzo, porque ya no tenían el apoyo social que los arropaba. Desgraciadamente, en ese sobreesfuerzo muchos quedaron por el camino.
La gente, ¿no necesita a Dios o es que quiere un Dios a la carta? Dice un principio de la psicología que la experiencia de Dios es para los insatisfechos. Si en una sociedad del >
bienestar tenemos solucionados los problemas básicos de alimentación, salud, educación, ocio…, ya Dios no parece tan necesario ¿Está Dios, entonces, para tapar agujeros? Dios está para todo, desde tapar agujeros de deficiencias humanas a dar sentido a la vida. Cuando alguien es capaz de recapacitar porque lo filosofa o tiene circunstancias que le obligan a filosofarlo, entonces está abierto el camino hacia Dios. Hablo de la muerte de un ser querido, un fracaso laboral o una enfermedad complicada. Son toques de atención que la teología llama “gracias actuales”. Dios nos regala una gracia para que nos toque el corazón.
Nuestra gente joven vive en la mentalidad posmoderna. Su principio básico es “vive con el máximo de placer y el mínimo de exigencia”. Les cuesta incorporarse a un compromiso serio, sea en vida religiosa o matrimonial o profesional. Se dejan llevar por lo fácil y lo cómodo. En ese clima puede ocurrir que haya gente “marginal” que piense que lo que le viene bien es meterse cura para huir de un mundo que no le gusta. Ser cura por huida no es bueno. A veces nos han llegado a los Seminarios personas que pretendían buscar una campana de cristal que los aislara del ambiente de la sociedad.
¿Por qué se han cambiado esos valores humanísticos que usted refiere, por satisfacciones pasajeras?
Dicen que decía James Dean aquello de “vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver”. Depende de donde se ponga la cota de la felicidad. Si la felicidad es algo efímero, vamos a lo efímero, a vivir en el presente. “Carpe diem”. Muchas personas solo quieren eso y así alejarse de las grandes preguntas. Con ese principio, los valores son muy pequeñitos. Ser feliz es disfrutar de lo que en un momento dado me satisfaga. Es lo visceral. Recordamos que Nietzsche decía que “todo pensamiento es siempre un mal pensamiento”. Se trata de disfrutar sin pensar. “No te comas el tarro, tío”.
Si buscas una felicidad asentada, que trascienda las dificultades y que ilumine todas las situaciones, la encontrarás en los valores humanos iluminados por la fe.
¿Cómo se alimenta el espíritu cuando, como es su caso, se han ejercido responsabilidades, entre ellas algunas tan exigentes como la de vicario general? ¿Se puede hacer todo esto sin el amor a la diócesis y a las personas ministradas?
Sin esa disposición no resistirías. Aunque son cargos aparentemente de relumbrón, realmente son muy duros. Muy duro es ser obispo y muy duro es estar a su lado. Don Antonio Vilaplana decía que el vicario general es el “alter ego” del obispo. En esta misión pueden abundar la incomprensión y los disgustos. Si no encajas en la visión que tienen los demás de cómo debes hacer o decir las cosas, llegan la tensión y el distanciamiento. Son cargos incómodos e ingratos. Resistes sublimando ese cargo. Piensas que Dios te ha colocado ahí para algo, para servir a las personas con el mayor cariño y diligencia. Sin amor y entrega no aguantarías. En el fondo, ejercer esos cargos tiene la compensación de saber que estás haciendo lo que te pide el Evangelio.
A propósito de valores, ¿cómo son los valores religiosos propios de la Semana Santa de León?
Hay un primer valor, el de la tradición, en el mejor sentido de la palabra. La Semana Santa de León atesora una fe enraizada en un estilo y en unas costumbres propias. Hay un claro vínculo con lo mejor de otros siglos, algo que es muy de León. Otro aspecto a resaltar es el comunitario. No se entiende la Semana Santa sin cofrades y ser cofrade, etimológicamente, es ser hermano junto a otros. Ahí hay un valor importante, que es hacer comunidad en un tiempo de mucho individualismo. Además también está el valor de la jerarquización. Saber quién es quién en las cofradías, en una pirámide de responsabilidades, y no por observancia ciega, sino por responsabilidad. También hay que resaltar que los compromisos cofrades se asumen sin afane de protagonismo, desde el anonimato. En este sentido, el capillo bajado es todo un signo de lo que digo. Finalmente anonimato, al fondo de todo esto, está la fe cristiana, que puede quedar muy difusa, porque no es la fe que exigimos los curas o la Iglesia, que pueden poner la cota en un nivel alto. La realidad nos ofrece muchos grados. Yo no me atrevería jamás a decirle a ningún cofrade que sobra por su escasa o nula fe. Todo el que está en una cofradía siente, de alguna manera, una fe cristiana que sostiene su vida. Ojalá esa fe tuviera la mayor calidad posible.
Un deán de la Catedral como usted, ¿ve el primer templo diocesano de una manera diferente al resto?
Sin duda, por lo que te toca; pero esa visión está al alcance de mucha gente con sensibilidad artística y religiosa. Lo que yo puedo aportar es ayudar a descubrir que la Catedral es un gran mensaje en piedra y luz, universalmente válido. Es descubrir a Dios no solo en la liturgia, sino también en el propio edificio. Es la llamada “via pulchritudinis”, encontrar a Dios por la vía de la belleza. Y eso es lo que el deán, los canónigos y cualquiera que pase por ahí deben hacer: encontrar a Dios y compartirlo después. •••