El manicomio de mi pueblo, entre Cervantes y Puerto Hurraco
H
a pasado mucho, mucho tiempo, lo suficiente para que el apasionamiento busque el rincón del olvido. Puerto Hurraco, Cervantes y el manicomio de mi ciudad es el epicentro de este ensayo. Ensayo que parece contradictorio por la mezcla extravagante de estas tres realidades: una, el vetusto manicomio de mi pueblo desde su nacimiento; dos, qué pinta Cervantes en todo este batiburrillo; y tres, Puerto Hurraco, la España negra, la lucha por la tierra, la masacre paranoica. El manicomio de mi pueblo ha entrado en la historia inmortalizado por el cine, las canciones o las novelas. Las novelas de Martín Tamayo y Anabel Rodríguez, así como el viaje de José María de Lera serían suficientes para que el asilo aspirara dulcemente a la eternidad. Pero no ha sido así, el espectro de la vesania ronda sus tapias, muros obstinados para darse de cabeza contra ellos. Queda en la memoria histórica la explicación de su presencia: son para evitar a los locos de fuera. Nunca encontré su utilidad; los hospitales no tienen tapias que los cierren, los locos no son ya capaces de saltar la tapia y la camisa de fuerza química es la combinación perfecta para su mansedumbre. Los indicadores de salud ya no están esperando la cordura del loco que abandona la Casa; la quietud y una sinfonía de instrumentos desafinados esperan abrir la puerta de la libertad, muchas veces, demasiadas, hacia el cementerio. Han pasado más de 28 años, un día 26 de agosto de 1990, un verano en Puerto Hurraco, una familia, cuatro hermanos dirimen sus odios ancestrales con sus vecinos a tiros y su ira justiciera acaba con la vida de 9 personas y 12 heridos. La locura de dos mujeres y dos hombres, solteros, hermanos, inducidos por un torbellino delirante hacen saltar los mecanismos defensivos más primitivos de la horda. Es lo que se ha llamado folie à deux, o locura a dos o comunicada, donde la psicosis de un solo individuo contamina la mente del resto. El desarrollo de este síndrome necesita una serie de
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condiciones que favorecen su eclosión: uno tiene que ser dominante y otro u otros pasivos; una convivencia muy estrecha y un mundo vivencial común. Vivían en un mundo miserable, pequeño, de odios atávicos, con ideas sobrevaloradas de perjuicio, donde una vida solitaria y austera, sin parejas conocidas, uno de ellos dominante y otros débiles, sumisos, dependientes, formaban una muralla inaccesible que tras sus muros obstinados solo habitaba el odio a un mundo ya periclitado. Todas estas condiciones parece que se han dado en la familia de los lunáticos extremeños. La supuesta psicopatología delirante familiar, en unos casos, es considerada una sin razón para ir a la cárcel; para otros, es la razón para morir en el manicomio. Las dos hermanas son consideradas locas e ingresadas en el nosocomio para orates de la provincia. Los otros dos hermanos no son declarados dementes, son cuerdos y van a la cárcel pacense. Los cuatro van a morir con pocos años de diferencia: las hermanas mueren en el manicomio; y los dos hermanos salen con los pies por delante de la prisión, uno antes y el otro aprovecha el suicidio que lo libera de la cordura judicial. No hace mucho tiempo la noticia de Puerto Hurraco me hizo estremecer de
dolor y de incertidumbre: un periódico nacional saca del baúl de la memoria la masacre de mis paisanos. Me obliga a pensar en su historia y dejo en el tintero su evocación en mi ruta manicomial de la vuelta al mundo buscando las cárceles del alma. La literatura, como siempre, viene a explicarlo de la forma más bella y deliciosa posible. Don Miguel de Cervantes siempre en liza con sus molinos; uno más será la tormenta de ideas que surge de ese genio universal al escribir Don Quijote de la Mancha. Sancho Panza, el fiel escudero de un hombre bueno, de un loco, menguado y mentecato, que le conoce, le sirve y le sigue, dice Cervantes, “va atenido a las vanas promesas suyas, sin duda alguna debe ser él más loco y tonto que su amo”. La lectura de la genial novela, -tonto el que no la lea-, descubre poco a poco las alteraciones de la conducta, del ánimo, la paridas de ideas extravagantes, los razonamientos desquiciados que el delirante Alonso Quijano nos ofrece en su andadura por la piel de toro de la España cervantina. Los amores desgraciados hacen más triste aún la figura del caballero andante. Una erotomanía, tras la figura de una moza fantástica, le hace sufrir lo indecible para conquistarla. >
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