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Acertijos y adivinanzas

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El príncipe rana

El príncipe rana

El príncipe rana

¿Puede ser mágico un beso? ¿Puede llegar, incluso, a cambiar la apariencia física? Seguro que a nadie le ha pasado, pero, sin duda, todos hemos soñado con ello.

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El cuento que este año traemos para los más pequeños de casa es un cuento de hadas que originariamente escribieron los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm hace más de doscientos años, cuando prometer era igual de fácil que hoy. Desde entonces, se han escrito tantas adaptaciones como años hace que lo escribieran los escritores y filólogos alemanes. Esperemos que os guste nuestra versión. El cuento en sí mismo nos da algunas lecciones magistrales.

Hace muchos, muchos, muchos años vivía un rey que tenía cuatro hijas. La más pequeña era la más revoltosa e inquieta de todas. O estaba saltando, o corriendo, o trepando a los árboles, o intentando cazar mariposas o pajaritos…, lo que fuera con tal de no estarse quieta. Era también una niña muy guapa. A la adorable y traviesa princesita le encantaban los objetos de oro, de hecho, su juguete favorito era una pelota de oro macizo que siempre llevaba consigo. Una tarde de verano, paseando por el parque del palacio, comenzó a lanzar la pelota hacia arriba lo más alto que podía y luego esperaba a que la pelota cayera hacia abajo para cogerla con sus manitas. Así, una y otra vez, hasta que llegó junto a un viejo pozo, donde le gustaba sentarse a jugar con su bolita. Allí empezó otra vez su nuevo juego, con tan mala suerte que una de las veces que tiró la bolita al aire, no pudo recogerla y dónde fue a parar… Sí, la bolita cayó en el pozo, que era tan profundo que, cuando la princesa se asomó en busca de su juguete, no se veía ni el fondo, de tan hondo como era.

–La he perdido, me he quedado sin mi pelotita querida, qué pena –decía la princesa, que muy triste, empezó a gimotear y enseguida se puso a llorar.

De pronto, escuchó una voz: –¿Qué te ocurre, princesita preciosa, por qué lloras? Una niña tan linda como tú no debe estar triste.

La princesa miró para todos los lados a su alrededor, pero no vio a nadie.

–Estoy aquí abajo, en el fondo del pozo. –La princesa se asomó y, en efecto, dentro del pozo había una ranita que asomaba su cabeza por encima del agua y que luego saltó y saltó hasta llegar junto a la niña.

-¡Ay, ranita!, ¿sabes? Estaba jugando con mi bolita pero se me ha caído al pozo y ya no la tendré más. La he perdido para siempre –dijo, entre sollozos, la criatura. –No llores más, princesita. Yo te la puedo sacar del pozo, pero a cambio tendrás que darme algo. Ya sé…, quiero que seas mi mejor amiga, iré a cenar a tu castillo y me quedaré alguna noche contigo. Prométemelo. Si aceptas, bajaré hasta el fondo y sacaré tu bolita –propuso la rana.

Aquellas palabras a la princesa le parecieron tonterías propias de las ranas, lo que ella quería era su pelotita.

–De acuerdo, te lo prometo. Acepto ser tu mejor amiga si consigues devolverme mi bolita. Y además, te daré mis joyas, mis perlas y hasta mi corona de oro. Nada hay en el mundo que pueda compararse con mi pelotita.

La rana dio un salto y se metió de nuevo en el pozo. Buceó y buceó hasta llegar al fondo, allí consiguió palpar un objeto redondo. Sí, había encontrado la pelota de oro. Al poco rato, subió a la superficie visiblemente cansada y, entre jadeos, dejó la bolita al lado de la niña.

–Aquí tienes tu reluciente pelota.

La princesa ni siquiera dio las gracias a la ranita, rápidamente cogió la bolita y en alocada carrera, se fue de allí hacia el palacio.

–¡Eh, espera! Yo no puedo correr tan rápido como tú. ¡Espérame, por favor! –gritó la rana, que no podía creerse lo que la estaba pasando.

Pero la princesa ya estaba demasiado lejos como para escuchar los lamentos de la rana, que se quedó triste y sola.

Al poco rato, la princesa estaba jugando otra vez y ni se acordaba de la rana, para ella lo único importante era su pelota y ya está.

Al día siguiente, mientras cenaba reunida toda la familia real, escucharon fuertes golpes. Alguien estaba llamando a las puertas de palacio.

–Vaya horas de venir ¿Quién carajo será? –preguntó el rey mientras devoraba un rico muslo de pollo asado.

–Princesita, abre –gritó una voz al otro lado de la puerta.

–Ahora mismo, voy –contestó la niña.

Curiosa e inquieta como era, la más pequeña de las hijas del rey dio un salto de la silla y rápidamente se levantó de la mesa para ir corriendo a abrir la puerta. Cuando lo hizo, no vio a nadie, pero cuando bajó la vista, la niña se llevó una sorpresa que para nada la agradó. Desde el suelo, toda mojada y llena de barro, un animalito la miró con ojos saltones:

–Ya no te acuerdas de mí. Soy yo, tu amiga la rana.

–Yo no soy tu amiga, bicho asqueroso –le soltó la niña, que cerró la puerta de un portazo. El rey un tanto extrañado se levantó a ver qué ocurría.

–¿Se trata de algún gigante que quiere hacerte daño? –preguntó el monarca.

–No, es solo una rana –contestó la niña. Entonces, le confesó a su padre todo lo que la había ocurrido. Mientras, el animal seguía dando golpes a la puerta.

–Ábreme princesa. Qué desmemoriada eres. Ya no te acuerdas de la promesa que me hiciste ayer. Ábreme –suplicaba la rana.

–Hija, nosotros, los miembros de la familia real, debemos dar ejemplo de honestidad y gratitud a todos nuestros súbditos, y nuestra palabra debe ser siempre sagrada. Tú también. No puedes ser una desagradecida. Si has prometido a una rana que serías su amiga, debes cumplir tu palabra. Abre a la rana e invítala a pasar. Así cumplirás tu promesa. Déjala entrar –ordenó el rey.

–Pero es solo una rana, papá, es asquerosa, huele mal, está toda mojada y encima viene llena de barro. Lo pondrá todo perdido.

-Que la invites a que pase, te he dicho. Y muéstrale tu gratitud por ayudarte –volvió a ordenar el monarca.

De muy mala gana, la niña obedeció a su padre. A regañadientes, abrió la puerta y, sin mirarla siquiera, acercó a la rana junto a la mesa. La nueva invitada saludó a toda la familia muy educadamente y, aunque lo intentó con sus saltos, la comida estaba tan alta que no podía llegar hasta encima de la mesa.

–Princesa, súbeme a la silla contigo, para que pueda comer. Ayúdame, por favor.

-Pero, ¿qué dices? –replicó la niña.

El rey miro seriamente a su hija, a la que no la quedó más remedio que obedecer a su padre. La princesa se tapó la nariz y con dos dedos cogió a la rana por una de sus patitas hasta ponerla encima de la mesa.

–Ahora quiero que me acerques tu plato, ése que tiene un pedazo de tarta de chocolate. Qué pinta tiene. Seguro que está deliciosa.

La princesa, a la que se le habían quitado las ganas de comer, acercó su plato hasta la rana, que comió y comió hasta no poder más.

–Ahora que ya he comido y como estoy tan cansada, quiero irme a dormir. Llévame a tu habitación –tan poco le agradó aquello a la princesa, que se puso a llorar desconsoladamente. Hasta que el rey le dijo:

–Llévala a tu habitación y acuéstala en tu cama para que descanse. No podemos negar nuestra ayuda a quien nos la prestó cuando la necesitábamos.

Como no le quedó más remedio, la niña volvió a coger con dos dedos a la rana por una de sus patitas, y cuando entró en la habitación la soltó en un rincón, pero la rana saltó hasta llegar junto a la cama, donde descansaba la princesa.

–Por favor, súbeme a la cama, yo también estoy cansada y me quiero dormir –dijo la rana–. O me subes o se lo digo a tu padre. Y es que la rana también se las traía.

En su vida de princesa, nunca había pasado tan mal rato como ahora, cuando debía compartir su cama con quien le parecía un sucio y asqueroso bicho. Por temor a su padre, la princesa no se atrevió a rechistar y la subió hasta la cama. Tapada por los calentitos edredones, entre ellos asomó la cabecita de la rana.

–Antes de dormirme, ¿me darás un beso de buenas noches, verdad?

–Pero, ¿qué te has creído? Ni loca lo haré. ¡Qué asco! –levantó la voz la niña, harta ya de tanta rana. Dolido por tan crueles palabras, el animalito se puso a sollozar.

–¿Y ahora, qué te pasa? –preguntó la niña.

–Yo solo quería ser tu amiga, pero veo que tú no quieres saber nada de mí. Lo mejor será que me vaya y regrese al pozo –le contestó llorando la rana.

Aquellas palabras y lágrimas llegaron al corazón de la princesa que, por primera vez en toda la noche, sintió pena por la ranita.

–¡Oh, qué cruel he sido contigo! ¡Qué mal me he portado! ¡Por favor, no llores! No quería hacerte daño. ¡Perdóname! –sin dudarlo, la niña se sentó en la cama:

–No llores, seré tu amiga –y dulcemente le dio un besito cariñoso de buenas noches a la ranita.

Tanta verdad y ternura desprendió aquel gesto que de repente, la rana se convirtió en un joven y apuesto príncipe. ¡Qué sorpresa más grande se llevó la niña! El joven la sonrió:

–Solo un beso podía salvarme del hechizo que una malvada bruja me echó un día. Tú, bella princesita, has sido quien me ha salvado. A partir de ahora, seremos amigos para siempre.

Y así fue. Aquel día comenzó una hermosa amistad. Creció la niña y se hizo mujer. Entonces fue cuando la princesa y el príncipe se casaron y celebraron la boda más chula y guapa de todo el reino. Y anda que no fueron felices, su felicidad fue eterna, comieron perdices y todo eso. Y colorín colorado, este cuento para todas las niñas y niños de Miajadas, Alonso de Ojeda y Casar de Miajadas se ha terminado. •

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