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Imago Dei

Hace unos años tuve la gran fortuna de visitar Roma. ¡Qué ciudad! Girar una calle o llegar a una plaza se convierte en la entrada a un gran museo de puertas abiertas, como si de una perenne “noche en blanco” se tratase. La llaman Ciudad Eterna, pues gobernó el Imperio Romano hasta su caída y se convirtió en la capital de la Fe cristiana. En su corazón, alberga la tumba del Pescador sobre la cual se erigió el mayor monumento artístico a nuestra Religión: la Basílica de san Pedro del Vaticano. La cola fue larga, pero aun hoy seguiría esperando sabiendo la recompensa para la alma y los sentidos que me esperaba. Las sorpresas llegaron pronto. Entré en una de las estancias, miré a mi izquierda y la pared se convirtió, literalmente, en amor por la sabiduría. Eran Platón y Aristóteles. Era el pincel de Rafael levitando y regocijándose en su Escuela de Atenas. Filosofía y Arte abrazándose en el Duomo titánico de la Fe.

Continué mi camino con nervios; no sé cómo no tropecé, pues no miré al suelo ni un instante. Pero, al final, llegué al lugar donde Dios inspira la elección del sucesor de san Pedro: la Capilla Sixtina. Impregnado por la espiritualidad del lugar, me coloqué en el metro cuadrado menos ocupado de la estancia y miré al Cielo. Allí encontré las Antiguas Escrituras sin hojas, ni tinta ni letra alguna. Descubrí la Historia de la Salvación inmortalizada en el techo por las manos y el alma de Miguel Ángel. En el centro, el dedo del Creador y el dedo de Adán se unían por una conexión “casi eléctrica”; era Dios creando al ser humano “a su Imagen y Semejanza”. Y de craneal a caudal, en su línea media, el resto del Génesis se abría mostrando al mundo el germen que propició el misterio de nuestra Fe: la caída, el pecado original, la expulsión del Paraíso… Podría utilizar estas líneas y dar rodeos intentando explicar lo que el pintor plasmó en el fresco… pero ¡sería inútil! Porque no hay palabras que se acerquen a la Imagen que el artista regaló a la Humanidad.

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La verdad es que siempre sentí afinidad por la Religión. No hablo “sólo” de la Fe, sino de los elementos que la conforman. Podría decirse que me fascina la Historia de la Salvación, como el hombre se enemistó con su Dios y cómo Dios amó al hombre hasta su Redención. Cuando me regalaron mi primera Biblia, a la edad de 7 años, pensaba que se trataba de un libro como cualquier otro y comencé a leerlo, como si de un cuento se tratase. Así descubrí que Dios era un “Ser Grande y Bueno”, de Quien nace el regalo de la vida. La serpiente era un ente malvado, que nos tienta y nos hacer caer. Aprendí que el pecado de Adán y Eva se quedó grabado en sus hijos, y en los hijos de sus hijos… y que todos nacemos con él por el simple hecho de nacer. La verdad, recuerdo que en mi infantil inocencia, me apenó mucho que este pasaje acabara de esta forma, con la expulsión del ser humano del Paraíso… Y adivino lo que están pensando ahora mismo, que es una manera muy simplista de analizar la Creación. Pero como dijo un sabio maestro “maravillosa la mente de un niño es”, y la infancia nos concede el privilegio de convertir lo complejo en algo simple.

Mas nada es tan simple. Dios es Bueno, Dios es Grande y Dios es complejo, de eso no hay duda. Es abstracto y con-

creto a un tiempo. Su Amor es eterno, sin principio ni fin y su obra, la vida, es un misterio maravilloso¿Cómo comprenderle? ¿Cómo entender algo que se escapa a nuestro entendimiento? Quizá Dios se hizo esta pregunta también o quizá todo formaba parte inicialmente de su Plan. ¿Quién sabe? Lo único cierto, es que “Lo infinito, finito se hizo”. Y el misterio ahora se encerraba en parábolas, en miradas, en sonrisa, en perdón y en abrazo. Nos dio la oportunidad de mirarle a los ojos, pudimos comer con Él, sentir su afecto, ver cómo se reía, como se cansaba o como sufría. Dios obró el milagro de la infancia e hizo de lo complejo, no diré algo simple, pero sí fácil de entender. Porque cuando decimos que el Amor de Dios es infinito, nos cuesta integrarlo en nuestra cabeza. Pero cuando decimos, que el Amor de Dios es como el de una madre, todos sabemos a lo que nos referimos.

En aquella Capilla, al completar aquel techo indescriptible para mí, todo ese misterio que engloba a Dios y al hombre se me antojaba sencillo, como si el ojo fuera capaz de alcanzar lo que el oído no entiende. Una Imagen vale más que mil Palabras, eso dicen. Por eso, los artistas usaron la madera e inspirados por Dios plasmaron en ella Su Rostro, Su Sangre y Su Dolor, para así, poder comprender la grandeza y humildad de Quien es Dios y Hombre Verdadero. Por eso rezamos ante nuestras Imágenes, por eso las veneramos, porque así comprendemos que Jesús fue un Hombre Salvador, que sangró por nosotros como muchos sangran hoy en día y que María lloró amargamente mientras guardaba en su corazón el dolor de perder a un Hijo. Al mismo tiempo son obras de arte y como tales hemos de apreciar su valor. Pero que nadie se equivoque, no somos idólatras, por mucho que algunos quieran acusarnos de ello. Nuestra mirada va dirigida a la Imagen y no a la obra, se focaliza en los sentimientos que evoca, en la Fuerza y la Esperanza que trasmite. Nuestros Sagrados titulares nos ayudan en el día a día a reforzar nuestra Fe y consiguen acercarnos un poco más a la única Verdad que habita en plenitud dentro del Sagrario.

Nunca se deja de aprender. Disfruté mucho aquella visita al Vaticano como disfruté al rememorar el pasaje de la Creación. Como dije, de pequeño me entristecía pero ahora, que conozco como continua la historia, lo leo con alegría porque a pesar de la Caída, Dios nunca se dio por vencido. Dios creyó en el ser humano, sabía que la reconciliación era posible. Sigue creyendo hoy, independientemente de nuestras acciones, de forma absolutamente incondicional. Su Agua acabó con la piel de la manzana. Él nos creó y eso nos da valor y potencial. Él puso el Bien en nosotros, puso Su Luz en nuestro Corazón. Por tanto, debemos mostrar respeto por nuestros hermanos y por nosotros mismos, valorar y apreciar la vida como el regalo que es y teniendo en cuenta de Quién viene. Asumir con humildad nuestros errores pero también reconocer toda la belleza y la grandeza que albergamos, porque donde están nuestras virtudes está Dios susurrado nuestros compromisos.

Hay Verdad en nosotros ¡La hay en verdad! Solo hay que mirar hacia uno. Sólo hay que mirar a los demás, entrar en su pupilas y llegar hasta el corazón. Pues somos la obra de Dios, Él fue nuestro Miguel Ángel, su “Aliento Divino” nos pinceló y en nuestra alma guardamos su firma. Como “Seres luminosos”, en nuestro interior se encierra el valor del Universo. No somos “bruta materia”. Somos hombres y mujeres hechos a Imagen Y semejanza de Dios. No lo olvidemos.

Manuel Jesús Rangel Torrejón

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