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El corazón de una Hermandad

¿Qué sucedería si la aurícula izquierda no quisiera recibir de las venas pulmonares la sangre oxigenada para enviarla al ventrículo izquierdo, que a su vez la manda al resto del cuerpo por la arteria aorta? ¿O que la válvula mitral se hartara de su labor aduanera y no colaborara para facilitar que la sangre fluya entre la aurícula izquierda y el ventrículo izquierdo? Las respuestas a estas preguntas son muy fáciles. De todo corazón.

El cuerpo humano, esa maravillosa creación de Dios, nos sirve como perfecta metáfora. O, tal vez, alegoría. Una metáfora, o quizás una alegoría, que ayuda a ofrecer una explicación del (buen o mal) desenvolvimiento del hombre, o sea todos nosotros, ya sea a título individual, ya sea a título colectivo en asociaciones de cualquier naturaleza. ¿Cuántas veces hemos oído proponer cautela, prudencia o respeto con un «hay que actuar con cabeza»? Es decir, con cerebro. O, también, ¿no se ha censurado algo, en alguna ocasión, con un expeditivo «se ha hecho con los pies»? Que viene a significar mal o muy mal, aunque el hacedor pedestre sea el mismísimo Leonel Messi.

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El corazón —aurículas, ventrículos, válvulas...— es tan vital como el cerebro, pues facilita con su continuo bombeo entre sístoles y diástoles que la sangre llegue a los distintos órganos del cuerpo. Se trata de un órgano fundamental que, además, es de los que más pronto se desarrollan. Pero, y tomo aquí prestada una frase del psicólogo Óscar Castillero, «no es una masa uniforme, sino que está configurada por diferentes elementos». Concretamente, 13, número que a muchas personas causa repelús.

Añade Castillero una elemental consideración:

«Aunque su funcionamiento puede parecer simple, lo cierto es que su latir supone la coordinación del movimiento del músculo cardíaco y el correcto funcionamiento de sus diferentes partes. Su importancia es tal que el cese de sus funciones provoca nuestra muerte.»

Una hermandad, ya sea de penitencia, ya sea de gloria, ya sea sacramental, también está configurada o integrada por diferentes elementos. Éstos no son otros que sus hermanos. Gracias a Dios, más de 13. Dicho sea no por recelo supersticioso, pues 13 comensales hubo en la Sagrada Cena y tras ella Judas Iscariote culminó la más vil de las traiciones que jamás acontecieron, sino por feliz estadística cofradiera.

Ellos, los hermanos, forman el corazón de la hermandad, y una hermandad constituye en muchísimos casos, la mayoría de ellos, herencia devocional de siglos. Una herencia transmitida sin impuestos ideológicos y sólo signada por el amor, apasionado amor, hacia unos sagrados titulares ante los que muchos de esos hermanos quizás aprendieran a rezar porque ante Ellos, sus sagrados titulares, los llevaron sus abuelos o sus padres para testimoniarles y hacerles partícipes de la fe.

Y en la hermandad, ese corazón que late y sigue latiendo por más arrechuchos de todo tipo que pueda sufrir a causa de los achaques de los tiempos, ese corazón que salva dificultades por más espinosas que éstas sean, cada hermano tiene su función, su atribución, su misión, que puede ser más o menos activa. Pero se supone que el hermano siempre estará estimulado por el loable fin de contribuir al sostenimiento y buen funcionamiento del órgano común, la hermandad, bajo las prescripciones de unas reglas que ha debido de jurar. Cada elemento cordial, cada hermano, es muy importante y está llamado a desempeñar una labor vital, pero sin obstruir la de ningún otro; antes al contrario, colaborando con él, para así integrar una maquinaria perfecta. La necrosis de un órgano, o parte de él, por falta de riego sanguíneo a causa de la oclusión de una arteria no es otra cosa que el infarto.

«¡Viva Nuestro Padre Jesús Caído!»

Se llamaba Carlos Enrique Martínez Salas. Para nosotros, sus amigos y compañeros en el instituto Francisco Rodríguez Marín, era simplemente Carlos Salas. Para el resto de Osuna, todos aquellos vecinos que lo conocieran, era el sobrino de don Desiderio, el cura propio de la iglesia de Santo Domingo y párroco de la Asunción, el presbítero de Vallejimeno (Burgos) que llegó en los años 50 y aquí, después de casi medio siglo de ministerio, se quedó para siempre. Carlos, el sobrino del cura, se nos fue por causa natural —súbita, fatal— el 22 de noviembre.

Su inesperado adiós a los 60 años ha dejado heridas en el alma y en el corazón. Riojano de Canales de la Sierra, a Osuna llegó para estudiar Bachillerato y aquí residió durante muchos años.

Inteligente y alegre, aplicado y travieso, se hacía querer presto. Mi afecto se mantuvo indeleble en el tiempo, a pesar de algún humano desvarío. Estudió Medicina en Sevilla. Desde 1987 fue profesor en la residencia escolar Las Canteras, de Puerto Real, donde ha dejado honda huella tanto en el profesorado como en el alumnado. La biblioteca del centro lleva ahora su nombre y un árbol ha sido plantado en su memoria.

Con él celebré muchas charlas telefónicas. Hasta pocos días antes de su óbito. Siempre me llamaba, o enviaba un mensaje, cuando llegaba la Semana Santa. Nunca se olvidó de Osuna, ni tampoco de los Cojo, mi familia materna, en especial del tío Salvador. El saludo, invariablemente, comenzaba con un expresivo e inequívoco «¡Viva Nuestro Padre Jesús Caído!» Su Madre, Nuestra Señora de los Dolores, la Virgen de la Merced, que es Puerta del Cielo, lo ha tenido que acoger bajo su manto para que goce de eterna Gloria junto a su Hijo, el Señor de la Caída, El que sale a la calle para bendecir a la antigua Villa Ducal en la tarde del Jueves Santo.

José María Aguilar

Vocal de la Junta Rectora de la Hermandad de Jesús Caído Archivo: Angelita Bernal

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