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El Santo Cristo de la Colegial de Osuna. Espiritualidad ignaciana para la íntima plegaria

El Santo Cristo de la Colegial de Osuna

Espiritualidad ignaciana para la íntima plegaria

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(Texto íntegro de la conferencia pronunciada en el Casino de Osuna el 2 de marzo de 2018)

Amuchos, el título de esta ponencia le resultará cuanto menos desconcertante. El devoto crucificado que hoy todos conocen con el título de la Misericordia no se denominó siempre de ese modo. De hecho, así es nombrado al menos desde 1734 por lo que, de los 395 años que el Cristo cumple este presente 2018, 284 ostenta el título de la Misericordia y los 111 primeros de su existencia, núcleo fundamental de esta charla, no se le conoce denominación exacta. Es posible que se lo conociera como el Cristo de Fontiveros, aunque este tipo de crucifijos de oratorio generalmente aparecen en los documentos con la denominación de “Santo Cristo”.

Asimismo, la segunda parte de mi propuesta nos acerca al pensamiento de san Ignacio de Loyola, militar y líder religioso de la Contrarreforma, y fundador de la Compañía de Jesús, de la que fue su primer general. Será el modo en que la Compañía considere el uso de ciertas imágenes e iconografías la que entronque con la concepción original de nuestro Cristo a la par que se emparente con uno de sus referentes, el actual Cristo de la Buena Muerte. Con él compartirá caracteres formales, aunque, como veremos, tanto sus precedentes como consecuentes serán otros, así

Foto: Paco Segovia

Foto: Paco Segovia

como la titularidad de sendas cofradías. En 1924, se fundaba la hermandad universitaria de Sevilla, adoptando como imagen titular al antiguo Cristo de los jesuitas y realizando una primera estación de penitencia en 1926 solamente con el paso de Cristo. Poco después, en 1928, se conformaba la cofradía ursaonense en torno al Cristo de la colegial, adoptando la titulación con la que ya se conocía, de la Misericordia, aprobándose sus primeras reglas al año siguiente.

Es precisamente en este año, 1928, en el que Antonio Muro localiza en el archivo de protocolos notariales de Sevilla el contrato del Crucificado. “Sepan quantos estos esta carta vieren, como yo Juan de Mesa, maestro escultor besino desta ciudad de Sevilla en la collación de San Martín otorgo e conosco que estoy convenido y consertado en él Ledo. Diego de Ontíveros, canónigo de la Iglesia Colegial de la Villa de Osuna, questá presente, en tal manera, que e de ser obligado y me obligo de faser, e que fasére de escultura encarnado un Cristo crusificado con su crus, que la crus a de ser de aciprés, y la figura del Cristo de sedro. El qual faré y acabaré en toda perfesión, conforme el dicho arte descultura, a contento y sastifasion del dicho canónigo, ya vista de maestros del dicho arte. El cual daré acabado y encarnado de oy dia de la fecha desta carta en seis meses primeros siguientes. El qual le e de dar y entregar en las casas de mi morada donde lo a de recibir por su cuenta y riesgo”.

Recientemente, la licenciada en Historia del Arte Ana María Cabello Ruda, en un artículo titulado “Juan de Mesa y el Crucificado de la Misericordia de la colegiata de Osuna (Sevilla)” nos ofrecía un recorrido desde la villa en el siglo XVII y el origen del linaje de la Casa de Osuna hasta llegar a la talla del Cristo destacando ubicación, su encargo y devoción, acudiendo al argumento de brillante calidad técnica y poca exigencia monetaria. La comparativa con otras efigies dentro del entorno artístico y comercial de Mesa atestiguan tal aseveración. El Cristo de Osuna estaría ejecutado en cedro con una cruz de ciprés y todo encarnado, con 6 cuartas de alto, un precio de 100 ducados (1100 reales) y un plazo de 6 meses. Martínez Montañés con su Cristo de la Clemencia (1603-1604), 300 ducados, pero tasado en 500. Francisco de Ocampo estipulaba 1600 reales por el Crucificado del Calvario, de dos varas y 5 meses.

Culmina la aproximación a la figura, con un esbozo de la hermandad en los albores del siglo XX. Asimismo, existe una hipótesis de escasez de medios económicos como el motivo por lo que el canónigo acude a Mesa. Por otro lado, el hecho de desplazarse a la urbe hispalense para encomendar en persona su Cristo nos indica por un lado la importancia personal del encargo y, por el otro, un vínculo algo más próximo con Sevilla de lo que a priori podríamos pensar.

Esta misma investigadora, publicaba el año pasado con un jugoso artículo en relación al citado canónigo donde sacaba a relucir multitud de aspectos biográficos que daban luz a este desconocimiento acerca de su persona. De su padre, Cristóbal Galán, el testamento y fundación de una capellanía y del canónigo la limpieza de sangre y el testamento. De la capellanía de Cristóbal Galán, fundada en 1594, su primer capellán sería su hijo Diego que aún no era sacerdote. Testa dos años más >

tarde, en 1596, siendo sepultado en el enterramiento que disponía en la iglesia mayor de la villa. De los datos vitales que emanan del documento destacaremos la declaración que, de su primer matrimonio con Francisca de Cueto Bahamón, tiene 3 hijos: nuestro Diego y Cristóbal Galán Fontiveros y Pedro de Cueto, frailes profesos en el convento de san Pablo de Sevilla, donde toman el hábito.

Ya en relación a Diego, el 29 de enero de 1603 comienza el proceso de limpieza de sangre que le permitiría el acceso a la canonjía, siendo el tercero. Lo referido en el testamento, fechado a 27 de noviembre de 1633, hace que tengamos una idea de ciertas preocupaciones del personaje al que aluden: en nuestro caso es una preocupación por su capilla y enterramiento, conjunto que deberá mantenerse y conservarse a toda costa. Asimismo, determina 3 misas cantadas en santa Catalina, precisamente convento de dominicas. Asimismo, refiere que sus hermanas heredarán y vivirán en la casa que él mismo heredó de su tío, Pedro de Fontiveros, al igual que su sobrino Diego si volviese de las Indias donde se encuentra en la fecha de redacción del testamento. Este dato es muy interesante para hilar la genealogía del canónigo. En los fondos documentales del Archivo de Indias encontramos referencias de un tal Alonso de Ontiveros, natural y vecino de Osuna, hijo de Diego de Ontiveros y Catalina Salido, quien el 3 de febrero de 1592, solicita licencia para pasar a la Nueva España. Tenemos la fortuna de poseer también el auto de bienes de difuntos de éste, fechado a 1611, en Tulancingo (actualmente en el estado mexicano de Hidalgo) nombrando como heredera su hija, Catalina de Ontiveros Salido, en cuyo testamento declara ser hermano de Pedro de Ontiveros (por lo que podría ser tío del canónigo) y se hace patente su relación tanto con los religiosos y curas de la colegial como con la orden de santo Domingo, al otorgar poder al fraile dominico Pedro Hidalgo para hablar en nombre de la heredera.

Juan de Mesa en 1623

Es muy posible que llegara a oídos del canónigo el nombre de Juan de Mesa a través de la propia orden de santo Domingo que, por otro lado, conocía perfectamente el quehacer del escultor. Precisamente, en 1619 había concertado con su mentor Luis de Figueroa un relieve de la Asunción el cual se ubicaría en el convento de san Pablo, cenobio principal de los dominicos sevillanos y complejo donde precisamente profesaban los hermanos de Fontiveros.

Disponemos otro vínculo a través del ducado de Medina Sidonia. Consta documentalmente la ejecución de unos frascos de pólvora para el duque, señor del coto de Doñana, para una jornada de caza con su majestad el rey Felipe IV, en 1619. Esta obra no está aceptada por el grueso de la crítica, aunque la relación con la casa nobiliaria es patente, así como con multitud de fundaciones de patrocinio. Es sabida la intervención de Mesa en este tipo de recintos para, por ejemplo, los mercedarios de Sanlúcar de Barrameda (san Ramón) o los de la capital onubense (san Antonio Abad) desde fecha temprana. No quedan aquí las realizaciones para esta orden, en el mismo año, 1619, y para el fraile dominico Jorge de Acosta y en colaborador con el pintor de imaginería Vicente Perea, ejecuta una Virgen del Rosario para Indias que podría identificarse con la que actualmente se conserva en Carora (Venezuela). Del mismo modo, procedente quizás del extinto convento de dominicas de santa María de Gracia y de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo citar el san Juan Bautista que hoy conserva el convento de santa María la Real (Bormujos) fechado hacia 1625. Gran parte del patrimonio de este reciente cenobio proceden del referido de Gracia donde también tenía retablo el santo Domingo que las dominicas sevillanas guardan celosamente en su clausura y que hace tiempo atribuimos a su quehacer.

Incluso podemos mencionar un último contacto, el pintor Jerónimo Ramírez, el cual el 5 de agosto de 1622 se comprometía a realizar las pinturas del retablo de la cofradía de Nuestra Señora de la Antigua en el convento dominico de san Pablo en Sevilla. Esto no tendría mayor trascendencia y sería algo circunstancial de no ser porque poco antes, en 1621, será el que actúe como intermediario de la imagen del Crucificado que hoy preside la madrileña catedral de la Almudena., como veremos más tarde.

Dejando de lado esta relación clara entre la obra de Mesa y su entorno con el convento dominico mayor de la ciudad donde profesaban los hermanos de Fontiveros, gran parte de su fama pública en la Sevilla del momento se la proporcionaban las imágenes realizadas para las cofradías. En 1623, Mesa ya ostentaba imágenes maravillosas en el seno de corporaciones penitenciales tanto en Sevilla (Amor, Conversión, Gran Poder) como fuera de ella Nazareno de La Rambla (Córdoba).

En el momento en que Fontiveros se presenta en el taller de Mesa, poco antes de septiembre de 1623, éste se encontraba trabajando para la cartuja de las Cuevas, importante contrato ya que había sido incumplido por su maestro Montañés y los cartujos acudieron a su persona para culminarlo con el san Juan Bautista y la Virgen de las Cuevas, un auténtico homenaje al clasicismo de su mentor. Asimismo, acababa de entregar, en 1622, a un influyente comerciante vasco el inefable Cristo de la Agonía para la localidad de Bergara (Guipúzcoa), y se encontraba saliente de un importante contrato jesuita para el colegio sevillano de san Hermenegildo cuyas imágenes de los santos fundadores, Ignacio y Francisco Javier, se habían llevado a cabo con motivo de la celebración de su canonización.

Es su especial relación de los jesuitas la que proporciona el trasfondo de la obra del canónigo. Cuando Fontiveros le pide un Cristo Crucificado, de tamaño menor que el natural, pensando en su oratorio particular en la iglesia colegial de Osuna, Mesa tiene como punto de partida espiritual un simulacro específico con unos resultados estéticos de gran fortuna y un contenido espiritual que va más allá de la materia, tanto así, que se va a convertir en un paradigma de mimesis. Cierto es que existe una cercanía estética con el Crucificado sevillano advocado de la Buena Muerte, aunque, como veremos, el vínculo aquí es más conceptual y tiene mucho que ver con el trato, uso y función que los jesuitas otorgaban a las imágenes.

Los jesuitas y el uso de las imágenes

Roberto Bellarmino, sacerdote, cardenal, arzobispo e inquisidor jesuita en la época de la contrarreforma, defendió la fe y la doctrina católica denominándose “martillo de herejes”. Su obra Controversias expone el pensamiento sobre la veneración de imágenes: pueden ser objetos de culto sin peligro de caer en idolatría; no se cree en ellas, como en cualquier ente vivo, pero a través de ellas se honra lo que representan; el fin último trasciende siempre del humilde instrumento señal-imagen y si los santos merecen un culto –dulia–, sus imágenes y reliquias se transforman en instrumentos de ese culto.

En la misma línea, el propio san Ignacio abogaba por “alabar los ornamentos, edificios de iglesias, asimismo imágenes y venerarlas según lo que representan”. En sus Ejercicios Espirituales, publicados en 1548, propulsa la utilización de imágenes y extremar su realismo y verismo, visualidad y tactilidad, es decir, llegar a la realidad a través de los sentidos, Nos decía que “la aplicación de los sentidos es fácil y útil”.

Por su parte, el jesuita cordobés Martín de Roa en su obra fechada en 1613, De la antigüedad, uso y veneración de los santos, imágenes y reliquias, vuelve a incidir en la importancia de los sentidos: “El uso de las imágenes fundado está en la naturaleza y propiedades del hombre. Porque siendo así, que ninguna cosa tiene entrada en el alma si los sentidos no le dan puerta, el mismo [42r] Dios nos enseña las cosas invisibles por las visibles, el espíritu por el cuerpo...”. Sobre todo el sentido de la vista, cuya primacía argumentaba con estas palabras: “la pintura con sus colores y faiciones visibles, puede grandemente enseñar al entendimiento con su presteza; y la vista della grabar más profundamente en el alma las cosas con su viveza [...] Ver un retablo de la muerte de IESV Christo, de su Pasión, de los tormentos de un mártir, quien duda, sino hace más impresión en el alma que oírlo contar?. Para llegar a la realidad la imagen era el mejor medio pero no cualquiera. ¿Pintura?. Ésta lo hacía mediante el engaño de la vista pero aquí se trataba de mostrar la realidad tal cual. Por ello, las imágenes escultóricas, dada la inmediatez de su tridimensionalidad cumplirían a la perfección este cometido. Hubo ejemplos destacados de este llamado trampantojo o “trampa para el ojo” como el Cristo Crucificado que Zurbarán llevó a cabo en 1627, de nuevo, para la sacristía del convento dominico de San Pablo de Sevilla

En este contexto generalizado de uso y veneración de la imagen se encuadra el encargo del santo Cristo de la Casa Profesa sevillana, firmado el 13 de marzo de 1620, dato corroborado por el mismo escultor gracias al conciso pergamino autógrafo que introduce en el Cristo indicando autoría y fecha: “Ego feci Joannes de Mesa, anno 1620”. Con ello apreciamos una preocupación por dejar testimonio claro de la paternidad de la imagen y eso deriva de la gran trascendencia que se esperaba de su hechura, de profunda significación en el seno de la Compañía.

Otro documento hallado en el interior de la imagen nos aporta datos trascendentales como el solicitante del Cristo, refiriendo: “mando hacer esta Santa hechura de Santo Cristo el Padre Francisco... Osa... Sis... mero Padre de la Compañía de Jesús siendo Juan de Mesa escultor besino desta ciudad de Sibilla natural de Córdoba. Acabose a 8 del mes de septiembre 1620 años”. Fijémonos que el nombre fragmentado se corresponde con toda seguridad con Francisco de los Cameros, quien llegó a ser rector del Colegio Inglés (1621-27), Osuna (1630-34) y Cádiz (163841) siendo también el que encarga el retablo para las imágenes en 1621. Desde este año, el Crucificado y su Magdalena a los pies reciben el culto y veneración de toda la Compañía, hasta que en 1687 “hizo y doró el P. Vice Prepósito, Nicolás de Burgos, el retablo que hoy tiene en la Iglesia el Santo Cristo añadiéndole a los dos lados las imágenes de Nuestra Señor Dolorida y del Apóstol san Joan y en el segundo cuerpo el nacimiento de este mismo Señor en que parece quiso con los dos leños de Cruz y Pesebre juntar la cuna y la sepultura, el Alfa y el Omega de la vida del Señor o su principio y fin: y a 28 de diciembre de este año se publicó la patente del nuevo Prepósito”.

¿Qué explicación podemos dar a este encargo? ¿Un retablo con poco más de sesenta años que decide cambiarse añadiendo otras imágenes? Será la historia de otro crucificado la que nos ilumine esta parcela, incluso las circunstancias de su comitente pueden ponerse en directa relación con los anhelos de Diego de Fontiveros. Ciertamente este nuevo Cristo debía realizarse “conforme al que esta hecho en la compañía de Jesús en la casa profesa de esta ciudad de Sevilla”. El Crucificado y la Magdalena eran colocados en su altar el primer domingo de cuaresma de 1621. Tal día fue el 28 de febrero y tan solo días más tarde, el 16 de marzo, Mesa firmaba “en fabor de geronimo rramires uezino en la collacion de la madalena y digo que por quanto yo soy conbenido y concertado con el susodicho de hazer una hechura de un chisto del natural conforme al questa hecho en la conpañia de jesus en la casa professa desta ciudad de seuilla acabado de toda perfecion [...] y la dicha hechura de xpo que ansi tengo de hazer la tengo de dar puesta en su cruz tosca y con su diadema todo en la perfección”. No es descabellado pensar que Jerónimo Ramírez estuviera presente en el propio evento de la entronización y más aún siendo discípulo de Juan de Roelas, quien había realizado los lienzos para la majestuosa máquina retablística de la iglesia pocos años antes (1604-1606).

Con toda probabilidad este Cristo fue realizado para el oratorio privado que poseía en su vivienda don Francisco de Tejada y Mendoza, presidente de la Casa de la Contratación entre 1616 y 1618 pasando posteriormente a ser miembro del Consejo de Castilla y residir en Madrid, siendo el pintor Ramírez un mero mandatario. Esto es comprensible pues tanto él como su familia mantuvieron estrecha relación con los jesuitas e, incluso, el padre Juan Bautista de Poza dedica una publicación de 1629 titulada Práctica para ayudar a bien morir en la cual recomendaba la imagen del Cristo Crucificado. Incitado por sus recomendaciones, en 1633, testa e indica que ha adquirido una capilla en el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús en Madrid para enterramiento familiar que presidiría “el Christo grande que tengo en mi oratorio”. Tal simulacro fue adquiriendo gran devoción llegando a ser el motivo central de una reforma de la capilla con una finalidad específica: conformar una espiritual >

“composición de lugar”: este contexto icónico buscado era muy querido para las prácticas jesuitas. La capilla se convertía en un espacio abierto de meditación sobre los últimos episodios de la Pasión, objeto de la tercera semana de los Ejercicios Espirituales ignacianos, adaptándola como sede de los “Ejercicios de la Buena Muerte”.

En 1670 los herederos de Tejada dejaron de pagar lo acordado para la compra de la capilla por lo que se acordó que el Colegio fuese el nuevo propietario pasando, además, el ajuar y las imágenes. Se encargan a Pedro de Mena una Dolorosa, San Juan y una Magdalena al pie de la Cruz para así completar el Calvario en 1671. La elección de Mena no es algo azaroso ya que en 1664 se documenta su maravillosa Magdalena Penitente para los jesuitas de Madrid. Tal sería su impacto espiritual, que para la nueva configuración de la capilla se pensase en su gubia. Este cambio en la concepción del espacio de meditación provoca un afán de emulación en las demás casas de la Compañía el cual, además, surge auspiciado por la primera congregación de la Buena Muerte que germina en el Gesú de Roma en 1648, recogiendo toda la devoción como práctica jesuítica que se profesaba desde 1600 en Venecia. Ejemplo tardío es el conjunto vallisoletano de Juan Alonso Villabrille y Ron (iglesia de san Ignacio, actual San Miguel) ya en la década de 1730.

Pero esta eclosión de la práctica de los ejercicios de la Buena Muerte tenía otra explicación. El pontífice Alejandro VII promulga en 1655 un breve mediante el cual se concedían indulgencias a quienes practicaran de la meditación sobre la Pasión en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Es más, en su propia tumba, llevada a cabo por Bernini entre 1673 y 1674, introduce una alegoría de la muerte.

Foto: Paco Segovia

Por lo tanto y volviendo a los interrogantes de 1687, cuando la casa sevillana encarga el retablo y las imágenes de la Dolorosa y el san Juan (recordemos que la Magdalena gubiada por Mesa ya la tenía) se estaba emulando las capillas de la Buena Muerte de otras casas jesuitas, es decir, se estaban imitando no solo los valores estéticos sino también el trasfondo conceptual.

La estrecha relación del Cristo con el contexto de la Buena Muerte ocasionará la adopción de dicho título en el siglo XVIII. Precisamente, el 13 de noviembre de 1727, con motivo de las canonizaciones de San Luis Gonzaga y San Estanislao se nombra al crucificado de Mesa como “santo Christo de la buena muerte”. Poco después, en 1735, el padre Manuel Peña erige la congregación de la Buena Muerte en el seno de los jesuitas sevillanos. Quizás sea otra casualidad, pero el Cristo ursaonense aparece precisamente nombrado con el título de la Misericordia el año antes de conformarse esta congregación, en 1734, y en relación a una procesión de rogativa.

El Cristo de Fontiveros: significación y trascendencia

En la esencia del Crucificado yace su carácter reflexivo siendo foco de las plegarias del devoto. Es la iconografía más importante del arte cristiano y la que ostenta el significado más profundo. En las aproximaciones a los simulacros más celebrados de nuestra Historia del Arte siempre se ha considerado que el estudio de los antecedentes y consecuentes era algo trascendente. Ciertamente, lo es. Sin embargo, además de este apartado físico, material y estético, los condicionantes de otra índole, ya sean económicos, sociales o intelectuales, a día de hoy se imbrican en el estudio de las imágenes para intentar conseguir una historia global de las mismas.

El Cristo de Fontiveros no se encuentra ajeno a esta casuística. Es más, muestra a la perfección cómo una efigie se erige en confluencia del bagaje que venimos señalando. No obstante, en el plano estético, puede responde a priori al Crucificado de la Buena Muerte, pero existen otras piezas más cercanas a nuestro Cristo. Uno de los dos simulacros con el que lo emparentamos más fehacientemente es el Cristo de la Vera+Cruz de las Cabezas de san Juan, cuya entrega se sitúa el 8 de marzo de 1624, por lo que su ejecución fue paralela al del Osuna. Las comparativas de su parangón estético son muy elocuentes. Sin embargo, existe un precedente de ambos y que, al parecer, tuvo que encontrarse en el taller largo tiempo hasta su partida a tierras americanas. Me refiero al Cristo de la Buena Muerte de la iglesia de san Pedro de Lima.

Tenemos constancia que el hermano jesuita Nicolás de Villanueva traslada a la Ciudad de los Reyes “una escultura de bulto de un Cristo Crucificado de tamaño natural de hombre por valor de 1600 pesos”. A priori solo se constata el traslado de la imagen por el jesuita a Lima. Sin embargo, Mesa firma un poder notarial en 1625 otorgando potestad al pintor Fabián Jerónimo, avecindado en Lima, para que pudiese cobrar lo que le adeudaban por la hechura de un Cristo Crucificado que había enviado a Lima y no habían satisfecho el pago completo. La fecha de ejecución se encontró en la base de la cruz en el curso de una restauración: Juan de Mesa 1622. Quizás la reelaboración de la historia fuese algo parecido a esto: el recinto donde se encuentra el Cristo fue el Fue Antiguo Colegio Máximo de San Pablo y la iglesia que hoy vemos es la tercera, acordada construir en base a los planos de la iglesia del Gesú en Roma en 1618, siendo diez años más tarde concluidas tres de las capillas de la iglesia a falta de la cúpula, que lo haría en 1635. Tres años después se llevaría a cabo la solemne dedicación.

Se da la circunstancia que es en pleno proceso de construcción, 1622, cuando culmina el último envío de la magna y dilatada obra del retablo de San Juan Bautista de la catedral de Lima, ya citado antes. Comprobado está que ese “estilo sevillano” que se importaba en la escultura y que incluso algunos >

artífices difundieron fijando residencia en la propia urbe; si a esto unimos que las imágenes pasionistas de Mesa cumplían las expectativas teológicas jesuitas, se formalizaría el encargo con el escultor con el fin de ocupar un lugar privilegiado en la iglesia del flamante colegio limeño. Mesa cumplió con la ejecución finalizada en el mencionado año de 1622. No obstante, debido a alguna circunstancia la imagen demoró su envío a tierras americanas, permaneciendo presumiblemente en el taller o en alguna de las ubicaciones jesuitas de la ciudad de Sevilla pues el traslado no se llevó a efecto hasta diciembre de 1624, “entre muchos objetos más para el culto y el ornato del Colegio”, por lo que el crucificado se encontraba presumiblemente en el taller entre estos años de 1622 a 1624, coincidiendo éste con el de Osuna y Las Cabezas. Por su parte, no sería hasta 1625 cuando llegara a Lima sin un lugar concreto ya que, durante años fue conocido como Cristo de la Penitenciaría. Esta capilla, finalizada en 1659, estaba destinada a los ejercicios de oración y penitencia y es donde celebraban sus reuniones entre otras congregaciones, la Escuela de Cristo. ¿Es casualidad que cumpliese una función similar al Santo Cristo de la Profesa de Sevilla? Posiblemente no.

Pero su contacto con la espiritualidad no se ciñe al plano exclusivo de la Compañía. Según nos relata el padre Salazar, el virtuoso jesuita peruano Alonso Messia instituye la “Devoción de las tres horas de la agonía de Cristo Nuestro Señor y método con que se practicaba en el Colegio Máximo de San Pablo de la Compañía de Jesús de Lima y en toda la provincia del Perú”. Podemos leer en su Vida que “para más parecerse a Christo Crucificado usó mucho de la devoción de orar en Cruz. Unas veces de rodillas, otras veces de pie o tendido en el suelo, ya en su aposento, ya de noche en la iglesia, se estaba por largo tiempo representando la cruel postura en que padeció su Dios y como extendidos así los brazos se elevaba su consideración hacia el misterio […] Practicaba y recomendada mucho por consejo de santa Gertrudis, este modo de honrar al Señor Crucificado con el recuerdo de su dolor y de su ignonimia”. Es elocuente que estos modos de orar podamos rastrearlos desde tiempo atrás y en un contexto muy conocido por nuestro canónigo, concretamente en las 9 maneras de santo Domingo. Según nos ilustra un anónimo miniaturista del siglo XIII, a través de un manuscrito con maravillosas ilustraciones conservado en la biblioteca vaticana y fechado entre 1260 y 1288. Podemos apreciar la similitud de algunos modos con los que el padre Messia adoraba a este Cristo limeño de Mesa –que desde antiguo se lo conocía como “Cristo de los Ejercicios”– aglutinando un pretérito bagaje devocional, haciéndolo propio en pleno siglo XVIII.

La referida aproximación a Fontiveros de Ana Cabello concluye con una consideración del Crucificado de Mesa como pieza de valor estético para que dote de dignidad al enterramiento, al que, en su testamento, pretende proveer de un especial cuidado. Sin embargo, pensamos que la intención del canónigo va mucho más allá del mero goce visual, sino que viene a recoger un denso bagaje cultural, ideológico y, sobre todo, devocional. Desde este prisma, el Cristo cumpliría dos requerimientos: uno derivado del rezo y la plegaria; y un segundo, mucho más trascendente relativo al anhelo de salvación. San Ignacio, en sus Ejercicios Espirituales, refiere un coloquio ante Jesús en Cruz: “Imaginando a Cristo Nuestro Señor delante y puesto en cruz, hacer un coloquio: cómo de Criador es venido a hacerse hombre y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto mirándome a mí mismo lo que he hecho por Cristo lo que hago por Cristo lo que debo hacer por Cristo, y así viéndole tal, y así colgado en la cruz, discurrir por lo que se ofreciere. El coloquio se hace propiamente hablando, así como un amigo habla a otro, o un siervo a su señor, cuando pidiendo alguna cosa, cuando culpándose por algún mal hecho, cuando comunicando sus cosas, y queriendo consejo en ellas. Y decir un Padrenuestro”

El ejemplo paradigmático de esta reflexión es el archiconocido Cristo de la Clemencia de Vázquez de Leca, ejecutado entre 1603 y 1604, en cuyas cláusulas contractuales se exige:

...el dicho Christo crucificado a de estar bibo, antes de auer espirado, con la cabeça inclinada sobre el lado derecho, murando a qualquiera perssona que estuviere orando a el pie de él, como que está el mismo Christo hablándole y como quexándose que aquello que padece es por lo que está orando, y assí a de tener los ojos y rostro con alguna seberidad y los ojos del todo abiertos.

Los fundamentos teóricos de esta decisión proceden del propio concepto jesuita. La familiaridad con los postulados de la Compañía viene motivada por su estrecha filiación con el padre Hernando de Mata, de quien el arcediano era discípulo e hijo espiritual. Además, éste encabezó la Congregación de la Granada de la cual también era miembro, al igual que el escultor Martínez Montañés.

Por la reciente documentación hemos comprobado una específica preocupación de Fontiveros por su capilla y enterramiento, una especie de inquietud existencial hacia la muerte, la cual le llegaría al canónigo nueve años después de ejecutarse el Crucificado. Precisamente, uno de los cometidos más importantes de los jesuitas era el asistir al moribundo para que éste, desde la confesión, tuviese una buena muerte. Esto ya había motivado toda una literatura doctrinal procedente de las llamadas Ars moriendi de la Baja Edad Media. Postrimerías, ayudar a bien morir, preparación y eternidad son los conceptos clave que centran el discurso jesuita.

Cuando san Ignacio cavila en torno a las imágenes de crucificado que deben tomarse como ejemplo se fija en las indicadas por el beato agustino Tomás de Kempis, en su “Imitatio Christi” o imitación de Cristo, cuya primera edición data de 1418, siendo el texto católico más editado después de la Biblia. Éste recomendaba meditar acerca de la Pasión de Cristo a través del momento de la crucifixión. Dicho texto surgió al amparo de una literatura específica conocida como “Ars moriendi”, una especie de guías con los procedimientos para llegar a una buena muerte o cómo morir bien. Esto puede explicarse ya que se dan en un período de calamidades, males, pestes y epidemias donde la muerte estaba muy presente intentando sentar las bases de una “digna muerte cristiana”. Lo curioso es que el primero de

ellos, fechado en 1415, titulado “Tractatus artis bene moriendi”, obra de un fraile anónimo dominico, señala expresamente en su cuarto capítulo la “necesidad de imitar a Cristo”.

En el plano teórico Kempis recomendaba meditar frente al Crucificado, pero ¿qué tipo de ellos se estaban dando en ese momento? No es otro que el denominado crucifijo gótico doloroso, así llamado por sus caracteres formales tan personales: dramatismo, patetismo, expresionismo, muerto y sufriente, donde se observa una preocupación específica por recrear los signos pasionarios como las laceraciones o la llaga del costado. Recordemos que éste es un símbolo muy importante ya que es la prueba de la divinidad en el momento de la lanzada de Longinos.

Sin embargo, el desarrollo de esta estética patética y expresionista, tras el Concilio, cambia pues no se considera decorosa, aspecto del que disponemos de referencias hasta bien entrado el siglo XVII. Al escultor frate Innocenzo da Petralia, conocido por sus representaciones cruentas del Crucificado que fueron rechazadas incluso en Roma, sufre un proceso inquisitorial por este particular. Fue absuelto ya que en el segundo informe acerca de su quehacer, se suavizó dado que se adjuntaba una estampa con el crucificado que Miguel Ángel dibujó para Vittoria Colonia en 1540.

El decoro de las imágenes fue uno de los puntos del debate propugnado en el Concilio de Trento (1545-1563). Al concluir se promulgó un corto decreto sobre el culto a los santos, reliquias e imágenes que tenía una doble finalidad: reafirmar la doctrina de la Iglesia Católica ante el avance del protestantismo y controlar la imaginería alejándola de toda superstición popular. La conciencia de que el arte constituía un medio mucho más eficaz que la palabra escrita para adoctrinar a los fieles como “Biblia para iletrados” hizo que fuera necesario promulgar una serie de normas con el fin de que el mensaje que transmitieran estas imágenes fuera lo más claro posible. Tales postulados tridentinos vinieron a señalar que el arte religioso debía tener un fin didáctico-moral, que en la obra debía primar ante todo la verdad y el decoro, que todo elemento profano debía ser eliminado del arte religioso, que el artista debía llevar una vida ejemplar y estar debidamente documentado a la hora de realizar una imagen sagrada (con la recomendación de que se recurriera incluso al consejo de los teólogos si fuera necesario), y, finalmente, se rechazaba toda iconografía nueva sin una previa autorización eclesiástica.

Uno de los mensajes más importantes giraba en torno a la confesión y a la penitencia. El ya citado Belarmino indicaba que para la confesión el mejor pasaje lo constituía las lágrimas de san Pedro, las cuales eran símbolo de arrepentimiento con una honda significación dogmática derivando a su constitución como símbolo del sacramento de la penitencia. Belarmino nos ofrece otro ejemplo: María Magdalena como imagen de la penitencia que, con la expiación de los pecados a través de las lágrimas, se erigió como motivo de meditaciones.

Tanto así que podemos entroncar el camino espiritual de la Magdalena con una erudición que manifestaba santa Catalina de Siena con el nombre de “doctrina de las lágrimas”. Nos dice que el deseo más grande del alma es alcanzar la perfección y ésta avanza hacia ese estado a través de las lágrimas que nacen del corazón. El corazón se manifiesta en los ojos. ¿Tiene presente Fontiveros las enseñanzas de la santa dominica en su Cristo? Es posible pues la misma nos relata en una de sus cartas: “Abraza a Jesús Crucificado, amante y amado, y en él encontrarás la vida verdadera porque es Dios que se ha hecho hombre. ¡Ardan tu corazón y tu alma por el fuego del amor obtenido de Jesús clavado en la Cruz!”. Recordemos que las misas por su muerte las mandó cantar en el convento de la santa en esta villa.

Estas lágrimas de santa Catalina, las del arrepentimiento de san Pedro y la redención de María Magdalena, son las que vemos en el Cristo de Fontiveros, única representación de crucificado de Juan de Mesa que las ostenta surcando su rostro, siendo esto algo que trasciende la propia documentación. Nada es accesorio y, al igual que muchos elementos en otros simulacros, (recuerden por ejemplo la espina) tuvo un hondo significado trascendental. Lo espiritual de este tipo de crucificados sólo podía entenderse cuando, en lo más recóndito y personal de tu oratorio, te arrodillabas ante él y dialogabas, imitabas y meditabas acerca del anhelo de salvación, fin último del más ferviente devoto. Su contemplación denota la piedad, la compasión, la clemencia y la misericordia que el canónigo Diego de Fontiveros buscó en las lágrimas de su Crucificado, a cuyos pies, descansaría el sueño eterno.

Monumento a Juan de Mesa en la plaza de San Lorenzo de Sevilla

José Carlos Pérez Morales Doctor en Historia del Arte

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