CÓMO SE H
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LAS CATEDRALES COMO RETO TÉCNICO
La conquista del espacio
MIGUEL SOBRINO GONZÁLEZ ESCULTOR Y DIBUJANTE ESCUELA SUPERIOR DE ARQUITECTURA DE MADRID
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MIGUEL SOBRINO GONZÁLEZ
cabo de leer un artículo a favor de las vacunas, en el que un famoso escritor critica a quienes se oponen a tales medicamentos afirmando que «cada vez hay más sujetos deseosos de regresar al medievo». Podría haber dicho que esas personas refractarias a la vacunación pretenden volver a la Antigüedad, al Renacimiento o mejor, ya que las vacunas comenzaron su andadura en el tránsito de los siglos xviii al xix, al Siglo de las Luces; pero entonces nadie habría entendido el argumento. Porque, puestos a criticar algo, ¿hay un recurso más eficaz que tildarlo de «medieval»? El trato (o mejor dicho el maltrato) hacia la Edad Media, como si fuese un bloque temporal homogéneo de, nada menos, mil años, es un indicador fiable para medir cierto tipo de pereza intelectual. El Medievo es así el punching-ball de todos los puños, la percha de todos los golpes. Algún día usaré las generosas páginas de Patrimonio para extenderme sobre las inmensas luces que proyectó sobre la humanidad ese período histórico. Ahora me basta con recordar la sorna con que la medievalista Régine Pernoud observaba Notre Dame de París mientras se dirigía hacia un cónclave académico dedicado a dirimir si hubo civilización durante ese tiempo: ¿podría haber una respuesta más contundente a ese insidioso interrogante que una catedral gótica? Las novelas, series televisivas y películas medievaloides, tan abundantes, explican la erección de las catedrales como la respuesta impulsiva de un pueblo ignorante, aterrado por el temor de Dios. Según ficciones tan exitosas, el motor de esa arquitectura complejísima y sublime no sería la ciencia constructiva, el dominio de las técnicas, el conocimiento de los materiales, la ambición por ensanchar los límites de los saberes que se profesan, sino la simple y burda superstición. Propongo pues que se busque a un grupo
de personas ignaras y supersticiosas (y, por supuesto, poco aseadas), como tantos se imaginan a los hombres y mujeres medievales, y que se les ponga a levantar una catedral. A ver qué les sale. Ya he explicado en otros lugares que el uso religioso era solo uno más de cuantos acogían las catedrales. Toda catedral condensaba las funciones que antes ostentaban los foros romanos: presididos, sí, por el templo principal de
la ciudad, pero donde también existían comercios, la basílica donde se negociaba y se impartía justicia, el mercado, la curia desde la que se gobernaba, el escenario de las grandes ocasiones políticas, el lugar del paseo y la conversación… y acogiendo otros cometidos que en tiempos antiguos se encontraban extramuros, como el solar funerario. Incluso contando con su misión primordial como cabeza religiosa de la dió-
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