Semana Santa en Zaragoza
Vox Temporis, Vox Dei La Semana Santa de Zaragoza disfruta de excelente salud y, tras el inmenso reguero de dolor, muerte y contratiempos que ha causado la pandemia, hoy la considero todavía más necesaria y fuere que nunca en el conjunto de la pastoral de nuestra diócesis. Me refiero, claro está, solo a las diversas y variadas celebraciones procesionales y públicas que recuerdan, representan y veneran en calles y plazas la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Me complace sobremanera expresar una vez más mi entusiasmo sin límites y mi convicción profunda en defensa y apoyo de “nuestra” Semana Santa desde este privilegiado ambón de la Junta Coordinadora y precisamente en estas vísperas en que nos disponemos a vivir con inmenso gozo las Bodas de Diamante de la Cofradía del Santísimo Ecce Homo a la que dediqué la mayor parte de mi larga vida ministerial. Ambos datos, la publicación en la que escribo estas líneas y mi responsabilidad durante setenta años como capellán de los “Terceroles”, los “Costaleros”, los de las “Matracas”, (¡qué hermosas resonancias nos traen estos viejos nombres!) me animan a evocar “sine ira et studio “, a modo de agradecido adiós y de sincera confesión personal, un hecho histórico que ha inspirado toda mi labor no solo en mi cofradía sino también en cuantas ocasiones se me ha pedido intervenir en esta parcela concreta del apostolado seglar. En efecto, hemos vivido no hace mucho un evento memorable que nos ayuda a interpretar correctamente la esencia, el espíritu y las vicisitudes por las que ha discurrido en los últimos años la Semana Santa que se vive al aire libre, a la
luz de los cielos. Tal acontecimiento ha sido, sin duda alguna, el Concilio Vaticano II (1962-65) en el que, en mi criterio, hay que situar el origen, la razón, el contenido y hasta la explicación del florecimiento y dinamismo que venturosamente tienen en la actualidad nuestras cofradías. En el número 10 de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia leemos: “La Liturgia es la cumbre de toda la actividad religiosa y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza”. Esta rotunda afirmación conciliar que tan directamente nos afectaba sorprendió a los fieles y pastores españoles de entonces con el paso cambiado y supuso en aquellos ya remotos años un verdadero punto de inflexión en la manera de entender y celebrar la Semana Santa. Por fidelidad y obediencia a la Iglesia, todos, clérigos y laicos, nos
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sentimos interpelados por esas palabras y obligados a realizar un esfuerzo colosal para revisar las celebraciones de la Semana Santa y adaptarlas al pensamiento conciliar. La tarea fue difícil y arriesgada, tanto más cuanto que no se trataba de hacer solo pequeñas modificaciones o leves arreglos improvisados sino de un cambio de mentalidad en toda regla, de una verdadera conversión. Conscientes de que estaba en juego la pervivencia de un fragmento importante y bellísimo del patrimonio espiritual y social de la Iglesia optamos por salvar tan gran tesoro. Reducir el esfuerzo a una simple revisión cosmética hubiera sido un serio error. Por eso, capellanes, Hermanos Mayores, Juntas directivas y la práctica totalidad de los cofrades preferimos someternos a la catarsis que nos exigía la Iglesia mucho mejor que dejarnos vencer por la como-