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La consagración laical Donec Formetur:
Instituto San Gabriel
La consagración
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Laical
El Instituto San Gabriel Arcángel, afiliado a la Sociedad de San Pablo, «erigido canónicamente por la competente autoridad de la Iglesia» (can 573, párrafo 2), cumple plenamente con las normas que cualifican la vida consagrada.
Estas normas ponen como requisito esencial la asunción de los consejos evangélicos de pobreza, castidad, obediencia, entendidos en el sentido de «don divino que la Iglesia ha recibido de su Señor y que con la gracia conserva siempre» (LG, 43). La profesión pública de los consejos evangélicos, reconocidos como tales por la Iglesia, permite, por lo tanto, «conseguir la perfección de la caridad en el servicio del Reino de Dios», para dedicarse, «con nuevo y especial título», a la edificación de la Iglesia, amando a Dios sobre todas las cosas y preanunciando a los hombres la gloria celestial.
La consagración laical, mediante la asunción pública de los consejos evangélicos, desciende de una “especial vocación”, obrada por el Espíritu Santo en favor de quien la profesa y de toda la Iglesia, con la condición de que se celebre en un instituto de legítima autoridad, como es precisamente el Instituto San Gabriel Arcángel. Ella posee una valencia propia, respecto a lo bautismal, desde el momento en que las personas consagradas «reciben una nueva y especial consagración que, sin ser sacramental, le empeña a hacer propia … la forma de vida practicada personalmente por Jesús y propuesta por él a los discípulos» (Vita Consecrata 22c). Tal forma de vida permite hacer presente a Cristo casto, pobre y obediente en este tiempo ajetreado, «teniendo fija la mirada en la paz futura, la bienaventuranza definitiva que Alégrate 13
se alcanza junto a Dios» (n. 33). La vida consagrada, en efecto, es una vida bienaventurada, que deriva de la donación de toda la persona al Señor Jesús y a la Iglesia, consciente de ser «templo del Espíritu Santo» (1Cor 4,1920), para manifestar al mundo las inescrutables riquezas de Cristo». Y son precisamente las finalidades asociadas a esta oferta gratuita de sí mismo, en relación personal de carácter esponsalicio con Dios, al que pertenecemos y que debemos glorificar con nuestro cuerpo, según las instrucciones paulinas, para expresar el valor apostólico profundo de la asunción canónica de los votos de castidad, pobreza, obediencia.
Toda relación esponsalicia expresa la alegría de la unión íntima de las personas implicadas. Tanto más cuando tal relación, por obra del Espíritu Santo, se hace con Dios y con su Cuerpo Místico. Solo en este caso se puede vivir la renuncia a los bienes y a los deseos terrenos como expresión de un placer siempre en crecimiento, porque está ordenado a la misma medida de la oferta de toda la persona a Dios. La profesión de los consejos evangélicos, superando las mismas exigencias de la persona, se manifiesta como la mejor forma de adoración a Dios, «en espíritu y verdad» (Jn 4,24), en vistas de un objetivo único y exclusivo: la formación del hombre definitivo y perfecto, el Cristo en sí (Gal 4,19). Tal es el fin último de la relación esponsalicia y mística con Dios y con la Iglesia, que cada persona consagrada debe acrecentar y satisfacer, actuando su nuevo estado de vida eclesial, en medio de un mundo insensible a las dinámicas divinas. El conocimiento de tal elección, fruto de la renuncia de cuanto naturalmente más amamos, es fuente de una alegría incomprensible para muchos, pero bien conocida, por ejemplo, por una madre que siente haber concebido y lleva en sí el fruto maravilloso del amor. No tendría
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sentido, de otra manera, la renuncia a la satisfacción de la propia naturaleza, si no es en vista de una mucho más gratificante concepción interior y personal, pero difusiva como solo puede serlo el bien.
La persona consagrada a Dios, cuanto más llena y santificada está por el Espíritu Santo, tanto más en grado está de formar el correspondiente «cuerpo celestial» (2Cor 5,2), ordenando el hombre terreno a la imagen de Cristo. El cual posee efectivamente «el poder de someter a él todas las cosas y de transformar nuestro mísero cuerpo en su cuerpo glorioso» (Fil 3,12). Si todas las energías humanas están orientadas a la procreación y a la transmisión de la vida, el desapego y la renuncia de los bienes de orden terreno, mediante la profesión de los consejos evangélicos, consolida y transfigura el don de la fecundidad, dando razón a lo proclamado por Jesús Maestro sobre el hacerse “eunucos por el reino de los cielos» (Mt 19,12). Todas las energías, en efecto, en vez de ordenarlas según la naturaleza, son orientadas sursum ad Dominum, en alto al Señor, con el fin de poder «ser revestidos de nuestro cuerpo celestial… para que lo que es moral sea absorbido por la vida» (2Cor 5,2-4) […].
En tal sentido, la mortificación del hombre viejo, del hombre carnal, destinado a perecer, expresada concretamente mediante la asunción de los consejos evangélicos, está ordenada a la imagen de Cristo que se determina, en varios grados, en la persona consagrada, ya en esta vida. Tal estado, en efecto, propiciado por la gracia divina, depende de la práctica continua de los votos de castidad, pobreza, obediencia. Quienes los profesan en este mundo, con meticulosa observancia, se convierten en signo eficaz del común proyecto que hace de ellos una específica y penetrante unidad carismática. De hecho, la misión fundamental de todos los que han sido llamados a consagrarse a Dios y a la Iglesia, en la modalidad secular, es precisamente la de conservar y transmitir, con todo el empeño posible, el carisma original que ha recibido el Fundador, el beato Santiago Alberione, como está enunciado, de manera específica, en Estatuto del Instituto Paulino San Gabriel Arcángel, consolidándolo, irradiándolo en las situaciones específicas de vida, para la gloria de Dios, por el bien de los hermanos.
Giancarlo Infante, isga (Italia),
De "Io sono con voi", sept/oct 2019, pp. 19-21
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