Laicismo del siglo XXI No sé si es posible decidir o sentenciar tajantemente que el laicismo es una filosofía o modelo de sociedad nuevo o viejo, pues en la larga historia del hombre surge recién a fines del siglo XIX en una Francia que empezaba a abrazar la república y abandonar el imperialismo y la monarquía, donde el rey era el representante de un dios en la tierra. Sin contar que uno de los primeros “movimientos” laicistas se dio tras la Paz de Westfalia en 1646, son ya cerca de 200 años “promedio” que el mundo ilustrado lleva hablando de laicismo. Y si bien los desafíos laicistas fueron muy distintos en sus inicios, que como comenté, no sólo tuvieron confrontación con un clericalismo férreo y dominante, de esos tiempos en que quienes se oponían a los dogmas acariciaban el calor de la hoguera, sino ese en que en su punto cúlmine tuvieron contra gobernantes con el derecho real proveniente desde una deidad. Un clericalismo que acaparaba no sólo el gobierno político, sino además tenía bajo su alero todas las áreas desde donde se puede controlar una sociedad. La administración civil, la educación, el control de las imprentas, la ciencia, etc. En ese contexto se dieron las primeras reyertas para librar a la sociedad del dogmatismo, del fanatismo y de la carencia de libertad de culto, inexistente por supuesto en aquel entonces. El camino ha sido largo (o corto...todo es relativo) y lleno de altibajos, dificultades y la férrea defensa de un, cada día sin embargo más alicaído poder eclesiástico y sus fieles más dogmáticos, que debido a su visión absolutista y cerrada pretenden seguir imponiendo sus credos a la fuerza. El siglo XXI presenta otros desafíos y, en particular en Chile, la Convención Constituyente supone una mirada a futuro para una sociedad que ya ha cambiado y dista asaz, como comprobamos en la revista Occidente de marzo recién pasada, de la del 1600 o de aquella de finales del 1800. En resumen, si es que no leyó lo citado, hoy la sociedad está cada día más lejos de los credos, con un creciente desapego de las religiones, mucho, pero mucho más educada -y quizá sea ese el factor más importante en la ecuación creyentes/nivel educacional- y sin dudas con más y mejor acceso a información o datos lejanos del antiguo círculo social que terminaba condicionando la vida de los habitantes de un país o una nación. Una sociedad globalizada y capaz de saber lo que pasa a miles de kilómetros de su lugar de origen y, por supuesto, acceder a dicho nicho informativo y culturas. Ese es el entorno actual que tiene frente de sí el inédito órgano con la misión de presentar la Carta Magna que regirá la sociedad de los cincuenta años siguientes. Pero no todo es color de rosa y nada dice que las cosas serán tan fáciles, y en contra de ello juega el nivel de conocimiento que puedan tener los constituyentes en un tema, a veces, algo lejano al devenir cotidiano y más cercano a los entornos académicos o especializados en las bondades del laicismo y el correcto concepto de Estado Laico, que tiende a ser confundido a veces. En mi humilde opinión, la definición de laicismo -separación del estado y las religiones- y de Estado Laico -Estado independiente de las religiones- no son tan difíciles de comprender pero sus detractores han tergiversado tanto su término como su aplicación que, a veces para quienes están lejanos a sus concepciones, cuesta asentarlo. Un Estado Laico, reitero, independiente de cualquier religión debe tener dos principios básicos en sí mismo. El primero de ellos la libertad de culto y el segundo de ellos, y quizá el que más les cuesta o duele a los más dogmáticos, la neutralidad frente a ellos tanto en la ideología como en lo administrativo respecto a las instituciones de carácter privado que organizan su ejecución, en aquellos donde se aplica esa figura. Este es sin