Estamos ad portas de un proceso inédito en Chile, como es el escribir nosotros mismos nuestra Carta Fundamental. El documento que entrega el marco por donde se mueve el país, que reemplazará al parchado proveniente de la dictadura que sufrimos entre 1973 y 1990. De ese proceso se ha escrito bastante tanto en este como en otros medios. Es por ello que el foco de este artículo es directamente otro. De antemano indico que no es el tema más ni el menos importante y de seguro habrán otras discusiones en torno a los otros alcances a discutir en la Convención Constituyente. El laicismo, léase la separación de las iglesias y el estado, es un principio básico de libertad que debe estar, indirectamente, en el primer punto de la Constitución y luego de manera directa o explícita en algún otro en adelante. “El estado de Chile es ... laico...”. Los puntos suspensivos dependerán de los otros adjetivos que se le pongan en ella. Plurinacional o unitario, democrático, republicano, etc. Dependerá de lo que resuelva la Convención. Pero la palabra “laico” debe estar en esos adjetivos. El laicismo es sinónimo de libertad y primo hermano de democracia. Es la palabra que permite, hoy más que nunca que compartimos el territorio nacional con habitantes provenientes de otras nacionalidades y costumbres, que se cobijen bajo ella nuestras ideas respecto a los orígenes y otras preguntas fundamentales que se responden en el sagrado fuero interno, inviolable ante coerción y coacción alguna desde el estado. Sin laicismo, la libertad se ve disminuida, puesto que de algún modo u otro es imposible que nuestras ideas puedan ser maduradas sin el intervencionismo del estado, que por la fuerza que tiene en su actuar puede desequilibrar la balanza sin posibilidad de contrarrestarlo. Cuando hablo de la fuerza del estado, no me refiero a las armas ni a los efectos de una tiranía (como las que hay en los estados islámicos u otros), sino a la potencia que tiene la oficialidad de los actos públicos, el control y la administración de los edificios públicos y, por sobre todo, de la gestión que deben hacer de la educación pública donde las inocentes, dóciles y maleables mentes de nuestros niños son el target de los contenidos que se presentan, desde la tierna edad de los 4 o 5 años. ¿Cómo es posible no recibir influencia de un acto público que tiene el manual principal de uno de los 4200 credos existentes el día de hoy[Shouler, 2012]? ¿Cómo se soslaya la celebración de un acto republicano mezclado con uno religioso, como el Te Deum, a modo de celebración de la independencia de un país (Chile es uno de los 5 países en el mundo que mezcla una fiesta republicana con una religiosa)? ¿Cómo un ciudadano puede aceptar aperturar las sesiones de estado de un país en nombre de una de las deidades de turno? En fin. Son muchas las preguntas que caben en una nación que no respeta los principios básicos de la laicidad y que influencian el campo de las creencias, dando privilegios inaceptables a una por sobre las 4199 restantes o a quienes, intelectualmente se sitúan en otros planos que no colindan con las que están fuera de la racionalidad y que requieren del componente fé para existir. Y así como las respuestas son muchas, la respuesta es una sola y gira alrededor del núcleo que indica que es poco posible, improbable o difícil que se pueda ignorar esa avalancha de situaciones en las que se es bombardeado por publicidad de una u otra y el sano proceso de búsqueda, elección o investigación de las creencias para adoptar una o no, se ve dañado y coaccionado en ese sentido. El caso de la educación, sobretodo la pre-escolar y escolar, es el extremo de esta influencia y derivada de proselitismo a la que se ven afectados los niños.
En ellos, dada su incapacidad de debatir, discutir e investigar temas relacionados con las creencias, el catecismo entra sin filtro alguno, así como los mitos del viejo pascuero, del ratón de los dientes o el otrora “viejo del saco” y su posibilidad de elegir su manera de vivir la espiritualidad y entender los orígenes del universo y del hombre, sin haber recibido presiones, fue impuesta, está ya limitada o cuando menos influenciada y pierde grados de libertad. Por otro lado, sin democracia, el laicismo es casi imposible. Las religiones actúan bajo el miedo [Russell, 1927] y es esa característica, sabida por los dictadores o tiranos,la que en todos los casos sin excepción, ha impuesto un credo particular o el ateísmo a los habitantes de ese país, sin posibilidad alguna de que sus habitantes tengan la posibilidad de elegir cómo vivirán esa característica tan humana de manera abierta, sin sufrir discriminación ni, en los casos extremos, pérdida de la vida por pensar de manera distinta a la del régimen. Es así como la cúpula de las Iglesias Católica y Evangélica apoyaron la dictadura chilena y otras más en latinoamérica. En el franquismo el papel del clero católico fue fundamental en sus inicios para dar justificación al actuar militar [Nuñez de Prado, 2014]. En las teocracias islámicas, como Afganistán, Irán, Pakistán, entre otros, ni hablar. En China, aún cuando en el papel se dice que existe libertad de culto, necesitan de una autorización para funcionar y si no la tienen son objetivo de persecución. En síntesis, si no hay democracia, aún con todos los defectos que pueda tener este sistema, es muy difícil que pueda existir el laicismo o derechamente pueda ser un Estado Laico. Chile, hoy, goza de un régimen democrático que hay que cuidar. Prueba de ello es esta fiesta constitucional que viviremos en poco tiempo más y que nació respaldada por un 80% de sus ciudadanos en plebiscito sin precedentes. La Constitución del 1980, impuesta en dictadura, cortó el ritmo laico que traía la de 1925 e incorporó preceptos propios de una religión y además incorporó leyes y decretos, como el 924 para educación, que literalmente borraron con el codo lo poco que se escribió con la mano en esa carta y los estragos los hemos vivido hasta el día de hoy desde muchas aristas. La garantía que involucra el dejar explícito en la Constitución que Chile es un Estado Laico, es grande y permitirá y promoverá la necesidad de rehacer leyes y decretos que están reñidos con el laicismo. La calidad de él, es decir, la laicidad, es un factor medible y necesario cada vez más tanto en Chile como en Latinoamérica [Blancarte, 2011], donde la religión ya dio varios pasos adelante formando partidos políticos o influyendo entre sus adherentes, olvidando que un legislador o una autoridad, primero se debe a su país y debe realizar su trabajo abstrayéndose de sus creencias personales y militancia religiosa. Es así como los debates de leyes técnicas como el aborto, la eutanasia, matrimonio civil, divorcio, métodos anticonceptivos, inclusión, diversidad y otros más, se vieron empañados por intervenciones que buscaban justificación en pasajes de textos pertenecientes exclusivamente a los que, voluntariamente, adhieren a esos credos o preceptos. Alguna vez escribí al respecto y creo que la raíz de ello es, primero, que la adherencia a ellos no es de carácter masivo, como antaño ni, al parecer, muy aceptada entre su propio público, pues si así lo fuera, no tendrían necesidad de estar involucrándose en los asuntos legislativos de un país. Bueno, pero no hablaremos de las causas, sino de los hechos mismos. Y los hechos muestran lo anterior, sumado a actos públicos, intervención en la educación, juramentos en nombre de alguna deidad, actos masivos y asistencias a ceremonias religiosas de un credo en horario de trabajo y con la publicidad ingente del Estado.
La invitación está hecha. El día de la elección, busquen y apoyen a quienes tienen al Estado Laico entre sus principios, pues ellos ya entendieron la importancia que supone una sana separación de funciones entre las iglesias, limitadas a unos pocos, y el Estado, necesariamente cobijo de todos los habitantes, sean permanentes o pasajeros, del país. Un Estado Laico es garante promotor de la tolerancia y la igualdad, principios algo pasados a llevar de un tiempo a esta parte. La totalidad de los que votaremos es posible que no veamos los frutos reales de un Estado Laico garantizado en la Constitución, pero sin duda, nuestros hijos agradecerán ese acto cuando ya puedan pensar por sí mismos. Como lo recordaba un gran amigo en una de sus charlas sobre ética, “una persona mayor de edad”, según Kant, “se caracteriza por su autonomía, que es la capacidad de poder tomar decisiones y hacerlo”. Demos a nuestros sucesores las herramientas para que ese proceso sea fecundo, amplio y sin las barreras que tuvimos que sortear mucho de nosotros en nuestra niñez, adolescencia y juventud. Es por eso que esta Convención Constituyente es una oportunidad para el laicismo. Tenemos, como el país maduro cívicamente que creemos y queremos ser, que garantizar un Estado Laico en ella para que todos los habitantes del país, hoy más diversos que nunca, puedan ejercer, sin influencia alguna, el sano y enriquecedor proceso de búsqueda y elección del camino filosófico y espiritual con que llevará su vida. No es difícil ilusionarse en este período previo y querer, ¿por qué no?, imitar el artículo N° 1 de la constitución de Francia e indicar sin miedo que Chile es una república o un Estado Laico.
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