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El ascensor

TOMABA CAFÉ CUANDO LEYÓ el primer artículo que llamaba su atención en siete meses. El paso detenido por la sección de clasificados había concluido sin suerte, pero antes de cerrar el periódico y terminar su tinto sentado en la mesa del fondo leyó Ministro de trabajo propone nueva ley de contratación por horas. Escribía la periodista citando al ministro: a un ingeniero de sistemas no lo necesitas todo el día en la oficina, sino dos horas. Terminó el café de un sorbo y pidió la cuenta. Era su oportunidad, pensó al mirar el reloj en su muñeca. Iría a contarle su plan a Patricia. —¿Viste lo que anda proponiendo el gobierno? —dijo al viejo que le servía desde que frecuentaba este bar y que se acercaba con la cuenta entre las manos.

Sacó el dinero de su abrigo todavía húmedo y lo dejó caer sobre la mesa. —Lo de siempre —respondió el mesero mientras recogía las monedas.

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Cogió el maletín de cuero desgastado y se despidió haciendo un gesto con la cabeza. —Disculpe, señor, el periódico no se lo puede llevar —escuchó que le decía el viejo ya detrás de la barra.

Lo arrojó sobre el mostrador sin mirar atrás y salió.

Alzó el cuello de su abrigo mientras sus pasos se mezclaban con el

Carlos Ospina Marulanda 111

sonido de los carros circulando por la ciudad que comenzaba a encharcarse. Repasaba las palabras que usaría al verla. Tardó unos diez minutos en estar frente a ese enorme bloque de cemento levantado en medio de las casas coloniales del barrio antiguo. Se detuvo pensativo ante la época en la que estas construcciones representaban el efímero auge del país. Ahora las oficinas eran apenas ocupadas por viejas firmas de abogados y políticos sin tarjeta. Era temprano, pero Patricia ya debería estar adentro. —¿Y eso, doctor? —lo recibió el portero. —Recojo unos papeles y salgo, Ramón —lo saludó al pasar.

Subió al ascensor y marcó el botón del último piso ignorando las preguntas de más que hacía Ramón tras él. Cuando las puertas se volvieron a abrir, salió sobre un pasillo mal iluminado con olor a café frío. Reconocía las oficinas desiertas y las fotocopiadoras aún fuera de servicio. Buscaba el despacho del fondo. Es mi momento, se dijo al verlo cerrado. Alcanzó a escuchar la voz de Patricia que gritaba al teléfono, un grito agudo. Giró la perilla con su mano libre y empujó la puerta. La vio levantar los ojos sentada tras el escritorio, la mirada encendida. —Patricia, te traigo noticias —dijo buscando el recorte mojado del periódico en los bolsillos del abrigo. —Felipe, ¿qué carajos hace acá? —respondió ella sin saludarlo—. ¿Cuántas veces tengo que decirle que ya no trabaja para nosotros? No entiendo cómo todavía lo dejan pasar de la portería.

Dijo esto señalando con el índice la puerta por la que él no había terminado de entrar y retomó su llamada. Él rehízo sus pasos en silencio sin dejar de mirarla. El ascensor se abrió de inmediato, como si hubiera estado esperándolo. Mientras descendía, contaba las monedas que le harían falta para tomarse el último café de la mañana.

112 El ascensor

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