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Cien

CINCO DE LA MAÑANA y abre los ojos de lunes a domingo. No necesita poner un despertador. Han sido tantos años de madrugar, que en su cabeza el sol empieza a salir desde las cuatro y media. El gallo canta diez para las cinco, y los pájaros la acompañan cantando para que termine de abrir sus pesados párpados. Se levanta haciendo esfuerzo de la pequeña cama individual en la que duerme. Tiene ochenta y seis años. Le cuesta ponerse en pie. Calza unas chanclas viejas y desgastadas, como su cama.

Mi abuela tiene el dedo índice del pie más grande que el pulgar. Ya no puede cortarse las uñas. A veces las deja muy largas hasta que alguien decide ayudarla. Camina a oscuras hasta el baño para lavarse el poco cabello que le queda. Cano y seco. Frota su cara. Parece que cada arruga guarda un dolor. Lava su cuerpo con una esponja amarilla que raspa en una barra de jabón. Los pies ya no los alcanza, sólo les deja correr el agua.

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Cuando termina, toma una toalla con esas manos cansadas y manchadas, de pecas, de años. Seca su torso, su cara. Se pone con trabajos la ropa interior, encima un camisón blanco. Encima del camisón blanco, una blusa y una falda. A veces un suéter negro. Conserva las chanclas

Toma un peine y comienza a cepillarse las canas. Se mira en el espejo. Los cabellos largos, negros y lacios ya no están. Nota que sus cejas han perdido vellos. Y sus ojos brillo y pestañas. Los cierra por un momento,

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para intentar engañar al espejo. Se imagina en sus veinte, pero cuando los abre, sigue teniendo ochenta y seis años. Repite en su cabeza que aún es bella y sonríe. .

Sonríe, pero ya no tiene dientes. Recuerda como los fue perdiendo, uno a uno. Ganaba años, per-día dientes. En un vaso lleno de agua reposa la dentadura de porcelana que mandó a hacer cuan-do empezó a tener problemas para morder. Toma su cepillo de dientes, coloca pasta y limpia la dentadura. Enjuaga su boca y con ambas manos, se la coloca. Vuelve a mirar al espejo. Ahora ya puede volver a fingir sonrisas.

Su piel ahora es seca. Toma un frasco de crema que huele a rosas de Castilla y la unta en sus meji-llas y su frente . La piel de su rostro parece un valle de montañas, el cauce de un río que nunca desemboca. Estira sus arrugas, pero no logra hacerlas desaparecer. Las cuenta, para asegurarse que no han salido más, pero confunde el número antes de llegar a diez . Vuelve a empezar y se cansa a la mitad. Desiste.

Después del rostro vienen los brazos. Vienen las manos, la parte más seca de su cuerpo. Toma más crema y masajea sus manos. Siguen ásperas, duras, llenas de callos. Sus manos rechazan la crema. Son unas rebeldes. Le reclaman por limpiar los pisos, por tender la ropa, por atender a los niños, al marido. Sus manos están cansadas. A veces le piden que pare, pero ella no las deja. Les unta crema y las pone a trabajar.

Cuando termina el ritual de belleza, camina cojeando a la cocina a preparar el café. Saca una olla grande y pone a hervir los frijoles. Saca del refrigerador jitomate y cebolla. Los comienza a cortar. Toma la caja de huevos, que reposa arriba del microondas. Diez huevos para empezar. Los rompe uno por uno sobre el sartén. Les echa una pizca de sal y los comienza a batir. Vierte el jitomate, la cebolla. Apaga la olla de los frijoles. Apaga la olla del café. Toma la bolsa de pan que cuelga de un clavo a un lado de la puerta de la cocina y lo lleva todo a la mesa. Servilletas, platos, cubiertos y tazas también.

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Sirve el desayuno a sus hijos, al marido, a los nietos. A las ocho de la mañana todos están des-piertos. Prende el televisor con las noticias. Sigue preparando más huevo, más frijoles, más café. Prepara también el lunch de los niños. Ayuda a ponerles la chamarra. Está pendiente de la hora, no permite que a nadie en la casa se le haga tarde.

Mi abuela es la última en desayunar. Toma un pedazo de pan, se sirve café. Remoja el pan en el café. Y así repetidamente, hasta que logra saciar su hambre. A veces toma otro bolillo de la bolsa y le unta frijoles. Le gusta mucho el pan.

Termina de desayunar. Recoge la mesa, lava los platos, las ollas, las tazas. También comienza a lavar ropa, a barrer el piso, a limpiar los vidrios. En una mano carga una cubeta llena de cloro, en la otra, un trapo. Se agacha a recoger pequeñas basuras que van saliendo por debajo del sillón. Siente dolor, no puede volver a enderezarse. Tarda un minuto e intenta coger fuerzas para incor-porarse. Suelta el asa de la cubeta, avienta el trapo. Comienza a inhalar y exhalar. Toma asiento en un sillón y comienza a llorar.

Llora por los años que le pesan. Llora por las rodillas que le fallan, por el ojo que está perdiendo. Llora porque ya no se siente tan viva. Llora porque fueron pocas las veces que vio el mar. Porque quiere salir a bailar, al cine. Quiere salir a correr. Quiere jugar con muñecas en el jardín, pero es muy tarde, es muy tarde.

Mi abuela nunca jugó con muñecas. Limpiaba la cocina desde los seis años. Ayudaba a su mamá a coser. Cuando cumplió setenta y cinco le regalé una muñeca de porcelana. Nunca había tenido una. Me lo repetía cada vez que llegaba navidad y me veía jugar con las muñecas que yo recibía de regalo. Mis muñecas hablaban, se movían, comían y hacían del baño. Ella nunca tuvo una has-ta los setenta y cinco años Le regalé una muñeca de porcelana y al poco tiempo la olvidó, la abandonó, la perdió. La reemplazo por otras cosas, como toda niña

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a los setenta y cinco años.

Mi abuela llora a ratos. Cuando mi abuelo se enoja se esconde en la cocina. Acomoda la fruta. Limpia el refrigerador. Se limpia las lágrimas. Prepara la comida y la sirve esperando que eso le recupere a el buen humor. A veces no lo hace y se dejan de hablar por días. Ella siempre es la primera en volver a platicar. Le cuenta lo que escuchó en las noticias, le pregunta si quiere más café. Llevan sesenta y cinco años de casados. Una vez llevé a un novio a su casa. Me dijo que quería volver a ser joven y tener un novio como el mío.

Se casó a los veinte años. Al año vinieron los hijos. Unas gemelas. Se embarazó cinco veces se-guidas. Tuvo seis hijos. Cinco mujeres, un hombre. Le quedan cinco. A ratos también llora por su hija, la que murió. Toma monedas de la pequeña bolsa que guarda en un cajón de la cocina. Sale arrastrando los pies camino a la iglesia. Tarda más de media hora en llegar. Compra una veladora y va al nicho donde están las cenizas de su hija. reza, llora y toma un respiro para volver a casa. Se siente más liberada. Aunque la rodilla le falla, el camino de regreso se hace más rápido.

Vive con dos de sus hijos. Los que siempre fueron solteros. Los demás están desaparecidos. A veces se acuerdan de ella y la llaman para contarle de sus viajes y la nueva casa o el nuevo carro que acaban de comprar. Se alegra de escucharlos. Les cuenta algunos chismes de la casa. Les cuenta de la cirugía de ojos que pronto le van a hacer. Espera que se preocupen por ella, que ven-gan a verla. Cuando cuelga el teléfono, se pone a llorar. Llora porque también necesita cuidados. Llora porque también quiere viajar. Quiere aprender a manejar y huir con gafas de sol al mar. No lo dice, no se queja. Hay que estar pendiente a sus suspiros. Cuentan historias inconclusas de una playa a la que nunca llegó, en sus veinte, con un bikini, bañándose en agua salada.

Mi abuela, desde que tengo memoria, jamás descansa. Aunque esté

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enferma, aunque esté vieja. De un lado a otro. Así le enseñó su mamá. Se casó, tuvo hijos. Ahora limpia, cocina, cuida.

Cuando la casa está limpia. Sale a la tienda de la esquina por alimentos para preparar la comida. Ya no puede caminar hasta el mercado. Pone a hervir el pollo. Prepara el caldo. Cuando termina de cocinar, por fin respira. Va por una cobija a su cuarto para taparse los pies y se sienta en el si-llón.

A veces, cuando no hay nadie en casa se pone a ver telenovelas. Se queda a la mitad dormida y sueña con otra vida. Imagina viajes, imagina el mar. No se ve con hijos, no se sabe casada. Tiene dos novios. Terminó la universidad. No sabe cocinar.

De pronto llega la parálisis del sueño y llora porque no puede despertar. Llora porque no puede gritar. Abren la puerta de su casa y ve a una mujer vestida de negro acercase al sillón en el que duerme. Es su pesadilla recurrente. Intenta calmarse, intenta despertar. No lo logra. En sueños sigue llorando.

Se vuelve a abrir la puerta y entran los hijos, los nietos, los bisnietos. Entra mi abuelo. El ruido la despierta. Salta del sillón. Mira a sus lados. Intenta recuperarse. Despertó. Sólo fue una pesadilla. Se seca las lágrimas.

La casa se llena de voces, de gritos. Los niños corren. Mi abuela termina de despertar. Saluda a sus hijos, a sus nietos, a los bisnietos. Recupera el aliento. Intenta recordar su sueño antes de la pesadilla. Cierra los ojos, ve el mar.

Por atrás alguien la abraza. Las mañanitas empiezan a sonar. Cumple ochenta y siete años. Ella no lo recordaba. Hay un pastel en la mesa. Todos la abrazan. Le cantan, le aplauden. La besan. Antes de soplar las velitas le gritan que pida un deseo. Cierra los ojos repasa su sueño:la juventud, los novios, la universidad. Los abre. Le sonríen quince bocas. Los cierra. Pide cumplir ochenta y ocho, ochenta y nueve, noventa y cien.

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Anaïs Faner Anglada

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Anaïs Faner Anglada (Ciutadella de Menorca, 1997). Licenciada en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona. Actualmente cursa el Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra.

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