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Espejo roto
YO TENÍA CERCA DE DOCE AÑOS cuando mi papá anunció que nos iríamos a vivir al campo. Para comenzar a habituarnos, fuimos a pasar el verano a una casa prestada muy antigua, de esas que alguna vez fueron bonitas. Nunca había estado tan lejos de la ciudad. El terreno era inmenso: había un río, un pequeño bosque y un campo de lavanda. Los días ahí eran largos y silenciosos. Mi mamá leía mientras mi papá salía en su camioneta a visitar terrenos en venta para nuestra nueva casa. El aburrimiento era parte de la rutina. Mi papá volvía tarde, mi mamá apenas hablaba. El perro del cuidador me daba miedo, era negro, peludo y no paraba de ladrar.
Así conocí al sobrino del cuidador, que había ido a pasar el verano con él. Su madre había muerto y su padre se había ido lejos. Mientras cenábamos le pregunté a mi mamá de qué había muerto la mamá de Rodrigo; no me respondió. Al día siguiente, mi mamá me dijo que saliera y jugara con él, porque ella y mi papá tenían que hablar. Todavía me daba miedo el perro, por suerte no ladró. A Rodrigo le gustaba explorar, buscar las madrigueras de los conejos y subir a los árboles. A mi no me gustaba tanto, pero iba con él porque era mejor que estar en la casa silenciosa.
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Un día de calor fuimos al río, Rodrigo y yo. Él se sacó la camiseta para meterse al agua, a mi me dio vergüenza. Me dio la mano para que no me tropezara con las piedras. Antes de bañarnos, nos quedamos
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parados —Eso aleja a los malos espíritus —explicó en tono solemne—. Me lo enseñó mi abuela. Esa noche me dio fiebre y mi mamá se enojó conmigo. Me dijo que nadie me había dado permiso para desaparecerme toda la tarde con ese niño, y menos para meterme al río sin pantalones. Me disculpé tosiendo. El perro que me daba miedo no paró de ladrar hasta que Rodrigo lo soltó para que saliera a correr. Era una noche oscura y ventosa. Me vino a ver a mi ventana; le dije que se fuera. Me daba vergüenza que me viera en pijama. Me sentí mal, él había salido porque sabía que los ladridos me asustaban.
A la mañana siguiente, escuché gritos. Mi mamá le gritaba a mi papá, y mi papá le gritaba a mi mamá. No distinguí las palabras. Bajé a la cocina cuando oí el estruendo. Mi mamá recogía el vidrio del suelo. Pedazos de espejo, y pedazos del jarrón donde estaban las flores. Se cortó el dedo, se mezclaron el espejo roto, la sangre y la lavanda. Olía a cloro y a metal. Mi papá se había ido. También nos fuimos nosotras. En el camino había un conejo muerto, destripado por el perro. No volvimos a la casa silenciosa, ni tampoco volví a ver a Rodrigo. Mi papá, tal como quería, se compró una casa en el campo y se fue de la ciudad. También se compró un perro, pero es un pastor alemán muy bonito que no me da miedo. A veces paso el verano en el campo con ellos, pero al igual que en la otra casa, reina el silencio. Cuando puedo pongo lavandas en un florero, con la esperanza alejar a los malos espíritus.
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Isabela Ramírez Payán
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Isabela Ramírez Payán Nació en Cali y vivió diez años en Bogotá. En ambas ciudades se ha desarrollado a nivel espiritual, mental, académico y profesional. Es Comunicadora Social, Periodista y Socióloga, apasionada por el sector cultural, especialmente el arte y la fotografía. Actualmente vive en Barcelona, donde cursa el Máster en Creación Literaria de la UPF.
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