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Arde Providencia
que abunda en este santuario de la biosfera.
Sin embargo, si bien el daño podría ser mayor aún, lo que se ha perdido es invaluable. El Parque Natural del Peak –la zona más afectada– está en el centro neurálgico de la biodiversidad nativa. Allí viven y se reproducen infinidad de especies y plantas que hacen parte de la cultura ancestral y la seguridad alimentaria regional.
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Además, esta afectación es de un alcance moral arrollador. La relación del pueblo raizal con las montañas de Providencia y su hábitat hoy calcinado hacen parte de su cosmogonía esencial, de su memoria y su sabiduría ancestral. Tanto así como el inmenso mar que se perdió en La Haya.
Sin embargo, el origen de la conflagración que apunta a las ya reiteradas ‘quemas’ de predios a cargo de ciertos agricultores –costumbre que algunos también califican de ancestral–, a pesar de estar inhibida por la normatividad ambiental se sigue practicando en impunidad lo cual resulta, por lo menos, deplorable.
Y claro está, es importante ponerlo de manifiesto sobre todo para que no se siga repitiendo. Es mortificante que persistan conductas sociales autodestructivas como la corrupción y muchas otras que se instalaron sin aviso en el archipiélago, permeando a vastos sectores de la sociedad que aúpan y cultivan su propagación. los dedos de sus pies elevándose del suelo, como si levitara, como si fugazmente ascendiera al cielo, como una santa.
Sin normas no hay paraíso. Sin mínimas reglas de respeto y convivencia tampoco hay paz y armonía ambiental. El espíritu de la reserva de Biosfera está vapuleado y se expresa de distintas maneras, cada vez más frecuentes, cada vez más dolorosas. Cada vez más difíciles de revertir.
Sus brazos, lánguidos y paralelos al cuerpo, eran un testimonio de su rendición, de su nula intención de provocar pelea, o siquiera defenderse. Puestos así, como postes, sintieron los tres segundos y ocho milésimas que duró su elevación, mientras sus hombros se encogían inertes y su espalda se curvaba sutilmente.
El golpe, había venido de abajo para arriba, con los nudillos al frente, impulsado por un movimiento curvo que agitó su mandíbula y provocó una onda en sus mejillas, como esas que hacen las rocas que tiran los niños al agua. Sus ojos que ya venían mirando el piso, describieron la hipérbola, mientras las gotas de sangre que le salían de la boca se adelantaban, dejando dibujada su vergüenza. Sintió pena por ella, y por el tiempo que el miedo la había detenido, sintió ira por culparse, y luego culpa nuevamente.
Pudo percibir en esa mano, el olor a cigarrillo y vino, a noche y a ira, pudo ver como todas sus memorias se apiñaban. Esa fracción de eternidad le alcanzó para dejar de amarlo para siempre, un poco mientras volaba, pero sobre todo mientras caía.
El derrumbe no fue tan coreografiado, los pies se le doblaron apenas entraron en el reino de la gravedad, su cuerpo acompañó el desplome, se veía como una de esas implosiones programadas para edificios viejos, sus ojos quedaron abiertos y fijos en el rastro goteante que estaba en el techo.
Pensó en ese momento, quizás, como un reflejo confortante, en las inusitadas combinaciones de detergentes que necesitaría para eliminar la mancha, en su visita a la tienda, y en donde conseguir una escalera que le diera el acceso al dibujo, que ahora decoraba la escena de ese crimen doméstico e íntimo.
Cuando se percató de lo inusual de su pensamiento, ahí sobre el suelo mirando su propia sangre, sonrió un poco. Ese era el final, fuera que él tomara un aire para reiniciar la faena, o que alguno de los dos se fuera de una vez y para siempre, y es que el sabor metálico que tiene la hemoglobina, en esa mañana se sintió como una poción liberadora.