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Las moscas de la casa

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Arde Providencia

Arde Providencia

Hay asuntos que no se nombran. Pensar en ellos causa escozor. El asalto sexual ulula en la zona circunvalar y el abuso sexual gime en la habitación oscura. Los casos se han amontonado en el rincón de la casa.

Lo innombrable es purulento, humedece el vestido de encaje rosa, los pantalones cortos y los zapatos blancos de charol. Sin respuesta a los antidepresivos. La depresión es profunda. La terapia electro convulsiva bajo sedación como opción de tratamiento. “Es horrible”, relatan quienes han sentido que el cuerpo se quema por dentro.

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Hablar del horror y lo atroz es intolerable. Tanto dolor. En el Departamento de San Andrés, Providencia y Santa Catalina las moscas merodean sobre las desapariciones en altamar y alrededor de los homicidios. Mujeres y hombres transitan la locura aislados. Bajo llave. Por su parte los niños y adolescentes experimentan pesadillas terroríficas. Deambulan bajo un cielo cerrado.

Se intenta desestimar lo innombrable. No son cifras, son historias. El mar turquesa es testigo del último aliento de los desaparecidos. El corazón se paralizó al sentir las bocanadas de sedimentos marinos. Los homicidios y muertes violentas se consultan en las redes sociales como el último rumor o chisme hasta que la noticia tiene que ver con uno.

Los foráneos y turistas creen que en la Isla del mar de siete colores nadie enloquece.

Las generaciones venideras, los hijos y nietos recibirán lo que la familia no ha podido digerir. En una isla tan pequeña con tantas cosas por decir. ¿Cómo puede construirse una historia con relatos incompletos? ¿Cómo sentirnos parte del devenir de una familia y un pueblo sin reparaciones? Justicia. Que no se perpetúe la violencia. Que no se destruyan los vínculos.

Armar relatos. Permitir que los hijos y nietos de los desaparecidos puedan darle sentido a eso que no entendie-

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