Portal de los dioses (adelanto)

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Portal de los dioses



Portal de los dioses


Portal de los dioses © 2018, Marcos Fabián Cortéz © 2018, Tríada Ediciones Ltda. Calle Huérfanos 1160, of. 1101 Santiago, Santiago de Chile Tel.: (56 2) 2697 3623 www.triadaediciones.net Colección Ciencia ficción Impreso en Chile Primera edición, 2018 ISBN: 978-956-9362-14-9 Diseño y diagramación: Tríada Ediciones Diseño de portada: Tríada Ediciones Ilustración de portada e interiores: Mauricio Gabella Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.

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Para Luis González y Marta Guerra

«La muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente». François Mauriac



La realidad no tiene forma ni figura. La búsqueda de la ilusión termina en nada. La realidad y la ilusión no son diferentes. Son idénticas, una y la misma. Baikun



Libro primero



이별 La separación

Ese 1978 no trajo solo cambios físicos a mi cuerpo adolescente. Fue un año atípico. Marcado por eventos que no me sería fácil olvidar. No en el ámbito político, pues la dictadura seguía su curso y parecía interminable, como el imperio de los césares o el de los sultanes. A mis trece, no entendía ni las causas ni sus efectos. Mis preocupaciones eran otras. Marzo llegó y los nervios me invadieron durante el primer día de clases. Introvertido como era, mi madre, siempre preocupada de cada detalle, había dispuesto de todo lo necesario para ese momento. Una vez uniformado, cerré los ojos y percibí el olor a cuero del bolsón de colegio que me embriagaba con su hálito, lleno de objetos tan nuevos como aquel año en la Enseñanza Básica. En su llaneza, mamá consideró importante que me sintiera cómodo. El pantalón del uniforme, por ejemplo, muy bien planchado: sin doble línea. Una camisa celeste que relucía de limpia, el chaleco azul marino y una corbata del mismo tono. Fue el año en que conocí a esa muchacha con un nombre difícil de pronunciar. Me pareció novedoso que el mismo uniforme le sentara distinto a Hye Sun Park, la chica nueva venida de Corea, cuyas facciones no concordaban con las demás niñas de su edad y que se integraba al séptimo grado. 15


Inclinó su torso para saludarnos. Su llegada no pasó inadvertida. Especialmente para mí. Me quedé embobado al verla. Creo que fue amor a primera vista. No lo sé. Quizás fue su rostro, su mirada o tal vez esa suerte de misterio que la envolvía. Algo en ella generó antipatía en mis compañeros. La maestra le señaló un pupitre junto al mío y la invitó a tomar asiento. Esto me llenó de entusiasmo. Sentí que mi suerte mejoraba. Caminó con lentitud. Cabeza gacha, ojos pegados al piso. Las miradas la siguieron hasta que se acomodó. Era callada igual que yo, sin embargo, tuvimos afinidad, aunque al principio no me fue fácil romper el hielo e hilvanar una conversación coherente. Hice preguntas tontas, pero se mostró cordial. Ella fue mi primer contacto con el mundo asiático y también con el género femenino de manera más íntima. Con el tiempo nos hicimos grandes amigos. Una tarde cualquiera, mi madre me reprendió al verme regresar a casa completamente descompuesto. —¡Qué poco te dura el orden! —me reprochó, pero nunca le dije que mi aspecto era producto de una pelea con un bravucón de esos que nunca faltan. Insultó a Hye Sun y yo, dándomelas de gentleman, intervine en el asunto. A pesar de no salir bien librado de la gresca, obtuve como compensación mi primer beso. Caló hondo en mí su mirada. Percibí el aborrecimiento hacia aquel muchacho que la insultó, aunque no tendría de qué preocuparse por mucho tiempo. En seguida supe que esa misma noche fue atacado, ¡qué digo!, ¡más bien despedazado! por un can de respetable tamaño, según la versión de los testigos. Otros dirían que se trataba de un simple quiltro, de esos que abundan en las calles, pero igual de terrorífico que el perro fantasma en «El mastín de los Baskerville» de Arthur Conan Doyle. El caso provocó revuelo a nivel nacional. Hubo histeria colectiva. Incluso salió en las noticias. 16


Sería el primero de una serie de sangrientos crímenes que tendría a los habitantes de la ciudad temerosos, tanto o más que yo, al vivir en un barrio de numerosas jaurías. Las calles de Santiago ya no eran seguras. A la persecución y tortura de dirigentes y miembros de los partidos políticos de la Unidad Popular, había que sumarle esta seguidilla de asesinatos. El ambiente se tensó aún más. Ese año se sacrificaron muchos quiltros. ¿Perros salvajes? La teoría no tuvo sentido en mi cabeza hasta que, al poco tiempo, se descubrió que no se trataba de cualquier perro, sino de un espécimen único en su clase. Según testimonios de quienes creyeron verlo, era de gran tamaño y se asemejaba a un lobo. La prensa escrita se aventuró a publicar retratos hablados de ese al que comenzaron a llamar «engendro». Uno de esos dibujos llegó a mis manos. Me estremecí al ver el aspecto feroz que le dieron al animal. Desde ese momento vi con otros ojos a los perros. A raíz de esto, Hye Sun cambió, se volvió menos sociable. Su padre, el señor Chol-Jin Park, le prohibió salir en las tardes e ir a las fiestas comerciales del curso, a las ferias artesanales, las peñas folklóricas e incluso al cine. Amenazó con regresar a su país si lo desobedecía. Así se nos pasó el tiempo. «Regresar a su país…». Me quedó dando vueltas aquella frase. Salvo lo que Hye Sun me contaba, poco sabía acerca de la península de Corea. Conocía eso sí algunos de sus platos típicos: el Sundae por ejemplo o el Kimchi, que estuvo a punto de achicharrarme las entrañas con su picor cuando lo probé la primera vez. Estábamos en su casa en los alrededores del Cerro Blanco, y no fue una experiencia digna de compartir con los amigos. Su padre, sin embargo, no me dirigía la palabra, y peor aún, me hizo sentir como un ladrón que pretendía robarle su más preciada joya. Sentí el peso de su desaire. Quizás por ese hermetismo propio de la comunidad coreana frente a los chilenos. Nos juzgaban, entre 17


otras cosas, como gente individualista e hipócrita. También algo racista y hasta superficial en las relaciones amistosas. O tal vez veía en mí una amenaza, y cómo no, si mi relación con Hye Sun era más que simple cariño. No solo escuchábamos los casetes prohibidos de los grupos antidictadura, no, en esos años ya hacíamos planes para nuestro futuro: la universidad, el matrimonio y los hijos. El desasosiego irrumpía en mí cada vez que me apersonaba en aquella morada, como si del hogar de un chamán se tratase, donde la magia oriental flotaba en el aire. No lo sé. Me sentía fuera de lugar. En mi última visita, después de quitarme los zapatos para entrar, descubrí al señor Park en el pasillo lateral barriendo albo pelaje canino. Esto me llamó la atención porque no tenían perros. —Annyeong! —lo saludé. Inclinó la cabeza y enfiló hacia el patio trasero arrastrando la bolsa de basura, casi por cortesía. Tal vez su mal gesto se debió a mi falta de conocimiento del idioma, al no respetar la formalidad para decirle «hola», sobre todo porque él era mayor que yo. El respeto a los adultos es importante para los coreanos. Lástima que nosotros perdiéramos ese hábito. Como fuera, mi única motivación allí era su hija. Y cómo no, si a medida que nos volvíamos adolescentes ella se iba engalanando de una belleza exótica. Pero eran sus ojos los que me apresaban. Alguien dijo que «la mirada es la senda del amor» y la suya me cautivó desde el primer momento. También sus labios y su cuerpo. § En noviembre de 1984, durante el primer año de universidad y en una de las tantas noches en que nos reuníamos a estudiar, tuvimos nuestro primer encuentro íntimo. Bueno, casi... Ocurrió mientras escuchábamos «True» de Spandau Ballet. Al principio fueron meras caricias con la torpeza que generaba el nerviosismo. Ordenar sus cabellos, deslizar mis dedos por su cintura, explorar el escote 18


de su blusa. Nos dejamos llevar por esos impulsos propios de la juventud que buscaba experimentar sensaciones nuevas, prohibidas. Así fue que las prendas nos estorbaron y nos mostramos el uno al otro, desnudos, sin pudor, como en «Palomita Blanca» de Lafourcade. El encuentro se vio interrumpido por su padre, quien entró en la habitación hecho una furia. Me gritó en una mezcla de coreano y español. A ratos emitía raros sonidos guturales, quizás producto de la rabia que lo invadía. Parecía tener intenciones de hacerme pedazos con sus propias manos por mancillar la honra de su hija. No atendía los ruegos de Hye Sun, quien forcejeaba con él impidiéndole el paso. Yo estaba aterrado. Incluso creí ver que se le desfiguraba el rostro y que su tamaño aumentaba a cada segundo. Supuse que el miedo me hacía alucinar. —¡Huye, Damián! No tuvo que repetírmelo. Agarré como pude mi ropa y me escabullí hacia la calle. Corrí como si empeñara la vida en ello, a pesar de no llevar nada encima. A duras penas logré llegar a una avenida que circundaba el Cerro San Cristóbal. Allí me detuve a recobrar el aliento. Las calles estaban vacías a esas horas de la noche. Hacía frío y me arropé con la premura de las circunstancias. Miré alrededor. Las estrellas rodeaban la silueta del cerro recortada contra el cielo. Tenía un extraño presentimiento. Algo había en el ambiente que me inducía a sentir miedo, más bien pánico. Entonces se me heló la sangre en las venas cuando escuché aquel rugido que rompió el silencio. 19


No eran los leones del zoológico. Estaba muy lejos de aquel recinto. Era un bramido aún más intenso y cuya entonación percibía distinta de cualquier cosa que hubiese escuchado antes. Me invadió el terror al imaginar que el «engendro» o mastín, como yo lo había bautizado, deambulaba cerca. Estaban vivos en mi memoria aquellos retratos hablados que vi en la televisión. En seguida algo voluminoso corrió hacia mí al abrigo de las sombras y, embistiendo los vehículos aparcados en aquella avenida, fui atacado sin contemplación. Solo consciente de unos ojos brillando en la noche como dos luceros. Siniestros. El odio reflejado en ellos. Atiné a acurrucarme como un niño asustado y esperar a la muerte. § Una semana después, desperté en la Posta Central, internado de urgencia por mis graves heridas. Me enteré luego de que tuve suerte. Hasta ese momento, nadie había sobrevivido al ataque del engendro, salvo yo. No lograban explicar lo sucedido. Me interrogaron. Vino el Ejército, la CNI, la prensa, incluso un sujeto de facciones orientales que estaba muy interesado en mi experiencia, pero no le permitieron hablar conmigo. Lo único que yo quería era ver a mi amada Hye Sun. Lástima que su padre decidió volver a Corea, justo cuando Pinochet declaró estado de sitio en el país. De ahí en adelante, le perdí la pista. El paradero del mastín seguía siendo un misterio y a pesar de que ya no hubo más muertes, me quedó la sensación de que la historia no terminaba ahí.

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