El callejón de las once esquinas #4

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EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS

Número 4

Número 4

Diciembre 2017

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El Callejón de las Once Esquinas

EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS Revista de letras agitadas por el cierzo

Número34­­Septiembre Diciembre 2017 Número 2017

PORTADA EDITA El Callejón de las Once Esquinas EDITA Zaragoza El Callejón de las(España) Once Esquinas Zaragoza (España) ISSN 2530­481X ISSN 2530­481X COORDINACIÓN Patricia Richmond COORDINACIÓN

AUTOR Vladimir Fedotko http://35photo.ru/fedotko

La ilustración se ha reproducido con permiso del autor.

Patricia Richmond FOTOGRAFÍA Esparvero FOTOGRAFÍA Esparvero Imágenes: excepto mención en contra­ rio, de bancos deenderechos, Imágenes: excepto libres mención contrario, como Pixabay. de bancos libres de derechos (Pixabay, PhotoPin, Wikimedia). CONTACTO 11esquinas@gmail.com CONTACTO 11esquinas@gmail.com Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es Twitter: @11Esquinas @11Esquinas Twitter: Facebook: Facebook: www.facebook.com/11Esquinas www.facebook.com/11Esquinas Todos los relatos son propiedad de sus Todos los relatos son propiedad de sus autores. autores.

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El Callejón de las Once Esquinas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución­ NoComercial­SinDerivadas 4.0 Internacional


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CONTENIDOS Tiempo... Plaza Aragón .......................4 Firma invitada: Héctor Abad Faciolince

Calle Predicadores .................9 Relatos

Calle Asalto .........................161 Asaltamos a: Mª Ángeles Millán Muñío

Camino de las Torres .........163 Autoedición: Benjamín Recacha García

¿Adónde va? Nos atraviesa y se esfuma ante nosotros. Estamos condenados a un presente que se renueva sin parar, transformando nuestros instantes en pasado y en promesas de futuro. Sólo el tiempo escrito permanece. En el Callejón de las Once Esquinas hemos levantado un refugio para recoger historias en las que pasado, presente y futuro juegan a sobrevivir al olvido. De eso saben mucho los invitados de este número. El extraordinario fotógrafo surrealista ruso Vladimir Fedotko, autor de nuestra intemporal portada; el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, experto domador de olvidos y perdones; la profesora zaragozana Mª Ángeles Millán, perseguidora de utopías, que no ha tenido ningún miedo en dejarse asaltar; y el autor catalán Benjamín Recacha, que nos propone visitar un tiempo lejano y salvaje en nuestra sección de libros autoeditados. Todo esto es lo que vas a encontrar en el cuarto número de El Callejón de las Once Esquinas: lee, comparte y escribe… la quinta convocatoria ya está en marcha.

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PLAZA ARAGÓN FIRMA INVITADA

Fotografía de Daniela Abad

HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

Nacido en Medellín (Colombia) en 1958, Héctor Abad Faciolince es un autor clave de la literatura latinoamericana actual. A los veintitrés años fue expulsado de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, en la que estudiaba Periodismo, por escribir un artículo en contra del Papa. Completó sus estudios en Nueva York y en Turín, universidad en la que se graduó “cum laude” en Lenguas y Literaturas Modernas. En 1987 se enfrentó en Medellín a un hecho que le dejó marcado para siempre: los paramilitares asesinaron a su padre, el médico y profesor universitario Héctor Abad Gómez, destacado promotor de la igualdad social y defensor de los derechos humanos. A su figura dedicó la hermosa y conmovedora novela El olvido que seremos, obra que ha obtenido 4

el reconocimiento y la admiración de lectores de todo el mundo. Las amenazas que él mismo recibió le obligaron a exiliarse en Italia hasta 1992, año en que regresó a Colombia. Ha trabajado como periodista y traductor, sobre todo de autores italianos, como Italo Calvino, Lampedusa, Bufalino y Umberto Eco. Su producción literaria comprende novelas, cuentos, ensayos y poemas que han sido traducidos al inglés, francés, chino, portugués, alemán, griego y holandés, entre otros idiomas. Ha ganado dos veces el Premio de Periodismo Simón Bolívar como mejor columnista de opinión (1998 y 2006); en 2000 recibió el Primer Premio Casa de América de Narrativa Innovadora, por la novela Basura; en 2004, Angosta fue considerada Mejor Novela Extranje-


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ra del Año en China; en 2012 la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA) concedió a El olvido que seremos el Premio Literario de Derechos Humanos. La librería Cálamo de Zaragoza le otorgó el premio Libro del Año 2015 por La Oculta. Actualmente es columnista y asesor editorial del diario colombiano El Es-

pectador y colabora con El País y el periódico NZZ de Zurich. Además, desde 2016 está volcado en la consolidación de la editorial Angosta, que ha fundado para publicar nuevas voces narrativas que no tienen cabida en las grandes editoriales y difundir obras de otras épocas que no deben perderse.

Supongo que fue en algún momento de esa mañana cuando mi papá copió a mano el soneto de Borges que llevaba en el bolsillo cuando lo mataron, al lado de la lista de los amenazados. El poema se llama «Epitafio» y dice así: Ya somos el olvido que seremos. El polvo elemental que nos ignora y que fue el rojo Adán, y que es ahora, todos los hombres, y que no veremos.

Ya somos en la tumba las dos fechas del principio y el término. La caja, la obscena corrupción y la mortaja, los triunfos de la muerte, y las endechas. No soy el insensato que se aferra al mágico sonido de su nombre. Pienso con esperanza en aquel hombre que no sabrá que fui sobre la tierra. Bajo el indiferente azul del Cielo esta meditación es un consuelo.

LOS LIBROS DE HÉCTOR ABAD FACIOLINCE Malos pensamientos (1 991 ). Cuentos Palabras sueltas (2002). Ensayo Asuntos de un hidalgo disoluto (1 994). Angosta (2003). Novela Novela El olvido que seremos (2006). Novela Tratado de culinaria para mujeres Las formas de la pereza (2007). Ensayo tristes (1 996). Relatos El amanecer de un marido (2008). Fragmentos de amor furtivo (1 998). Relatos Novela Traiciones de la memoria (2009). Relatos Testamento involuntario (2011 ). Basura (2000). Novela Poemario. Oriente empieza en El Cairo (2001 ). La Oculta (201 4). Novela Libro de viajes 5


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Héctor Abad Faciolince

Álbum Todos los jueves almuerzo con mi madre. Por mucho tiempo ella ha estado viviendo en una residencia para ancianos donde dispone de un pequeño apartamento. Cada jueves, llueva o truene, llego poco después del mediodía, y charlamos un rato. A la una nos sentamos en el comedor, una mesita estrecha al lado de la ventana que da al patio. Soy el único invitado, pero ella pone la mesa como si viniera a comer quién sabe quién: mantel y servilletas de lino blanco, bordados; cubiertos de plata; vasos de cristal, dos pequeños, para el vino, y dos grandes, siempre llenos de agua helada. La vajilla —de Limoges, con el borde dorado y el monograma de Palacio— es la mejor que tiene (la otra, la del diario, es de plástico). Sólo la usa los jueves, cuando vengo yo, y en todo caso no podría usarla si hubiera más convidados, pues casi todos los platos se quebraron y apenas si quedan piezas para dos comensales. 6


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Soy el único invitado, pero ella pone la mesa como si viniera a comer quién sabe quién... Mi madre planea el menú desde el martes y encarga por teléfono los ingredientes; si hay que aliñar la carne o marinar algo con tiempo, empieza a hacerlo desde el miércoles, en la cocina de la residencia. Prepara siempre un banquete; las recetas las toma de un cuaderno amarillento escrito de su puño y letra hace muchos años, durante el tiempo en que vivía con su padre. Las instrucciones para cada plato son precisas en las cantidades y muy detalladas en el procedimiento. Son las viejas recetas que mi madre les vio hacer paso por paso a las cocineras de Palacio. Poco antes de la una mi madre va hasta la cocina y trae las fuentes en un carrito de ruedas. Cuando llega, pone las fuentes sobre bandejas de plata marcadas con el mismo monograma de la vajilla. Entre las bandejas y las fuentes pone también una carpeta de lino, tan blanca como el mantel, y del mismo bordado. Mientras comemos, seguimos conversando. Dedicamos un rato a comentar el sabor y la calidad del almuerzo. Con el pretexto de que es bueno para el colesterol, tomamos siempre vino tinto. Éste lo llevo yo, porque mi madre no podría permitírselo. Si algo queda, ella se lo toma a lo largo de la semana. A veces, después del postre, si yo no tengo afán de volver al trabajo, mi madre y yo nos sentamos en el sofá, y mientras nos tomamos el café (en dos tacitas de porcelana húngara, pintadas a mano, algo desportilladas), nos gusta mirar juntos los álbumes de familia. Mi madre evita, por triste, el último álbum de mi padre, cuando lo mataron, y el álbum de mi hermana, que se murió de

cáncer, pero le encanta que miremos el más viejo de todos, donde están las fotos de ella niña y adolescente, con su padre en el Palacio. Este Palacio, más bien una casona de una sola planta, fue construido por don Coriolano Amador, el hombre más rico de la ciudad, en el siglo XIX, pero fue derribado hace cuarenta años para levantar un edificio. Como yo nunca conocí la mansión, mi madre me la va describiendo y explicando a través de las fotos. Los rombos de las vidrieras, dice, corresponden al comedor. Las altas estanterías atiborradas de libros son las del despacho y biblioteca de “tío Joaquín”. Ella, con un pudor del que nunca ha querido desprenderse, le dice tío a su padre. Allí se ve el pozo que había en la mitad del patio, donde mi madre descendió alguna vez, para exigir desde ahí que la dejaran casarse con mi padre. Cada foto, con las personas y los sitios que aparecen, le traen a la cabeza alguna historia, y así se nos va buena parte de la tarde. Cuando no son las fotos de Palacio, son las de su matrimonio, o las del par de años tan felices que pasaron en Boston, donde mi papá hacía el doctorado, o mis fotos de infancia, o los recuerdos del pueblo de los abuelos, o de los viajes a Oriente y a Occidente. La semana pasada fue primero de mayo, y cayó un lunes. Despistado por el día de fiesta, el jueves yo pensaba que estábamos en miércoles. Ese jueves, sin pensar en el almuerzo de mi madre, estuve con Matilde, una amiga, desde las cinco de la tarde hasta las tres de la mañana. Esa misma noche mi madre tuvo una crisis cardíaca, o quizás un de7


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rrame, y se murió durante el sueño. Una enfermera descubrió su cuerpo exánime en el cambio de turno a las cinco de la madrugada. Minutos después, cuando me llamaron del asilo a darme la noticia, yo todavía no me había percatado de que ya era viernes. Cuando llegué a la residencia, aturdido e incrédulo, me di cuenta del error por un comentario de la portera del asilo: «Ella anoche estaba preocupada porque usted no había venido ni llamado; decía que eso no había pasado nunca y que en su casa no le contestaban». Al entrar en su apartamento y encontrar la mesa puesta, la comida intacta

atiborrada malamente en la nevera, el álbum abierto en una foto de Palacio, no tuve la sensación de haber tenido un descuido, sino la de haber cometido un crimen. Había un reproche tácito en mi vaso de agua tibia, lleno todavía, en el mantel impecable y la vajilla reluciente. No pude evitar pensar en la coincidencia de que yo estuviera gozando con Matilde mientras mi madre se moría. A veces creo que el infierno, si existiera, consistiría en poder ver, en el preciso instante de nuestra muerte, lo que están haciendo en ese mismo momento las personas a quienes hemos querido.

Este es uno de los relatos del libro El amanecer de un marido, editado por Seix Barral en 2008. Nuestro agradecimiento a Héctor Abad Faciolince por permitirnos su publicación.

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CALLE PREDICADORES

RELATOS

Benjamín Recacha – Copo de nieve ......................... 11 Lluis Talavera – Profesionales ..................................18 Ana Davies – Sin vuelta .......................................... 19 Sergio Allepuz – De pingüinos y hombres ..................23 Pablo Núñez – La hora del té ................................... 29 Enrique Mochón – Sobre lo nuestro ..........................34 Carmen Hinojal – La casa de las criollas.....................38 Araceli Cucalón – Perfeuto ...................................... 43 Salvador Esteve – Hambre de justicia .......................50 Raúl Garcés – En noches como esta ......................... 52 Sonia Serna – Pobre, viejo Miguel .............................53 Luis J. Goróstegui – El fantasma vengador ................55 Laura Vicente – No es una mujer cualquiera .............. 63 María José Viz Blanco – Luna de miel ...................... 65 Cristina Aguas – Duda en estado puro ...................... 67 Giancarlo Ubillús – Aroma ...................................... 73 El Aprendiz de Maldades – Un ciudadano ejemplar .... 77 Juana María Igarreta – El secreto de Nochebuena ..... 79 Ángel Saiz Mora – Las mañanas de los domingos ....... 80 Plinio el Bizco – Manuscrito encontrado en una tinaja . 84 Héctor Núñez – Lázaro ........................................... 95 Isidro Moreno – Esperando a Augusto ...................... 98 Esparvero – Soledad ............................................... 99 M.Carme Marí – Estilismo ...................................... 105 Antonio Bolant – La decisión ................................. 106 Pepe Sanchis ­ La llamada .....................................109 Beatriz Layana – Malas intenciones ........................ 110 Damaris Gassón – Tierra de Muertos ...................... 114

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María Jesús Briones – Zodiaco .............................. 117 Luisa Hurtado – Triste espectáculo ......................... 119 Iñaki Ferreras – El fumador de la vida .................... 120 Omar Martínez González – Enfermedad incurable ....123 María José Sánchez – Rescatado ........................... 125 Enrique Angulo – El francotirador ........................... 129 Carmen Martínez Marín – Ida y vuelta .................. 131 Armando Cervantes Esquivel – La moneda y el faro 135 Belén Gonzalvo Val – Buscaré un lugar ...................139 Manuel Menéndez – Nocturno ............................... 140 Héctor Daniel Olivera Campos – Un día particular en la vida de Gregario García........................................ 142 Manuela Vicente – La verdadera historia de la Elefantividad ..........................................................145 Jean Durand – Diario de un ascensorista ................. 147 Patricia Richmond – Cuenta atrás .......................... 153

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Copo de nieve Benjamín

Recacha Mira a su derecha, hacia el océano donde ya no hay ballenas...

Aputsiaq regresa de la escuela en bicicleta, como cada tarde. Pronto será su cumpleaños y sus padres le han prometido que le regalarán una nueva. Ha crecido y ya casi toca con las rodillas en el manillar. Le costará deshacerse de ella, pero le alegra que vaya a heredarla Nuka, que a sus cuatro años asegura que ya sabe montar. Aputsiaq sonríe al recordar la determinación con la que su hermano pequeño se subió el otro día a la

bici y cómo tras dar con sus huesos en el suelo se levantó muy digno y, con mirada desafiante, retó a los presentes: «¿Habéis visto cómo ya sé?» Esa tarde es especial. Van a celebrar el cumpleaños del abuelo. En realidad no es su abuelo, sino el de su madre, pero todos lo llaman así, incluso los mayores. Su nombre verdadero es Nanuk. A Aputsiaq le encanta, y sabe que al abuelo también. «Soy fuerte y resistente co11


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mo un oso polar», afirma orgulloso cada vez que lo ve, aunque todos parecen haber olvidado ese nombre tan bonito, igual que ya nadie en Groenlandia recuerda a los osos polares. «Cuando nací todavía había muchos, y Nanuk era un nombre muy común. Pero desaparecieron con la misma rapidez que lo hizo el hielo», le explica a menudo, con tristeza. Aputsiaq nunca ha visto el hielo, ni siquiera los copos de nieve que sus padres decidieron que lo acompañaran siempre al ponerle nombre. Ha visto muchas fotos y vídeos de cuando Groenlandia era una isla cubierta de blanco. En la escuela les hablan de ello, y también de la terrible catástrofe que supuso para el mundo entero el derretimiento del hielo polar. A Aputsiaq le cuesta mucho imaginar que las praderas de un verde intenso que se extienden ante sus ojos no tantos años atrás estuvieran congeladas. Es noviembre y empieza a oscurecer, pero ni en pleno invierno, cuando la noche se adueña del tiempo, refresca demasiado. Aputsiaq sólo ha sentido algo parecido al frío del que habla Nanuk al abrir la puerta del congelador. Se detiene un instante y gira la cabeza. Los grandes rascacielos de Nuuk dominan el paisaje, y numerosas carreteras salen de la ciudad como radios de una rueda. Miles de ciclistas circulan por ellas, muchos estudiantes como él que vuelven a casa, pero también trabajadores que empiezan o acaban su jornada laboral. Desde el pequeño promontorio en el que se encuentra, el muchacho se fija en el recinto al aire libre, a las afueras de la metrópolis, donde miles de coches se oxidan amontonados, esperando su turno para ser convertidos en objetos más útiles. «Mamá dice que uno de esos fue suyo, pero que tuvieron que abandonarlo cuando se acabó el petróleo. ¿Cómo 12

sería montar en coche?» Tras el breve descanso, Aputsiaq retoma la marcha, decidido a pedirle al abuelo que le cuente otra vez alguna de las increíbles historias de cuando los inuit vivían en tiendas fabricadas con huesos de ballena y pieles de reno y se desplazaban en trineos tirados por perros. «Cómo me gustaría ver esas praderas cubiertas de nieve y de manadas de renos». A sus diez años, Aputsiaq tiene un hambre creciente de conocimiento, de saber cómo eran las cosas antes y qué pasó para que ahora sean tan diferentes. Mira a su derecha, hacia el océano donde ya no hay ballenas y sí, en cambio, un transitar continuo de barcos en los que viajan gentes provenientes de lugares remotos en los que ya no queda nada. La isla verde es su última esperanza. Pero la isla verde que un día fue blanca cada día es menos verde y más gris. Las ciudades se han multiplicado y la población ha crecido exponencialmente. A ese ritmo, en un futuro no lejano tampoco quedará nada. Aputsiaq llega enseguida a casa. Es una suerte que sus padres tengan buenos empleos que les permiten vivir a las afueras de la capital, en un barrio residencial todavía poco masificado, aunque cada vez los espacios verdes que lo separan del centro son más escasos. La llegada continua de inmigrantes obliga a las autoridades a construir nuevas viviendas, y para aprovechar mejor el espacio lo hacen en edificios altísimos. La construcción de casas como la de la familia de Aputsiaq ya no está permitida. —Aluu, cariño. Mamá lo recibe con un abrazo, como cada día, y junta su nariz con la de él. Aunque todo el mundo se saluda con besos, su familia conserva el tradicional kunik, con el que los inuit reconocían el olor característico de sus seres queridos. —Mamá, ¿por qué en Groenlandia no


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tenemos coches eléctricos? En otros países los usan. No necesitan gasolina, nos lo han explicado en clase. Taorana se esfuerza por mantener la sonrisa, pero es difícil ignorar la cruda realidad que lleva aparejada una pregunta tan inocente. «Es verdad, cariño. Los coches eléctricos usan energía limpia, pero ocupan mucho espacio. Imagina que los cinco millones de familias de la isla quisieran tener uno. Además, hay que fabricarlos, y las materias primas escasean. Aquí parece que las cosas van bien, pero medio mundo ya es un desierto y la otra mitad va camino de serlo. ¿No has visto la cantidad de barcos que llega cada día con personas desesperadas? Podrían venir en avión, pero eso es pura fantasía; el precio del combustible está por las nubes. Ya hace años que desaparecieron los vuelos comerciales…» Podría seguir reflexionando, recordándose a sí misma la situación desesperada que vive el planeta. «Nadie hizo nada en el momento en que había que reaccionar, y ahora es demasiado tarde. Ya hace años que lo es». Entonces se da cuenta de que su hijo la mira fijamente, esperando una respuesta. No le puede llenar la cabeza de nubes negras. «Es tan inocente todavía… Se merece disfrutar de su infancia mientras pueda». —Es por el espacio que ocupan, cariño. En Groenlandia no hace tanto vivían unas 60.000 personas; ahora somos más de diez millones. Si llenamos la isla de coches, ¿dónde nos metemos nosotros? —El abuelo dice que antes viajaban en trineo. ¿Te lo puedes creer? Taorana recuerda el qamutiik, el trineo herrumbroso que acabó sus días en un rincón del jardín donde jugaba de niña con sus hermanos. El abuelo les contaba cómo lo usaban para la caza de la foca. Ya hace tiempo que las focas se extinguieron, como el hielo, y los tri-

neos, incluso los preciosos perros que tiraban de ellos, ahora sólo son una rareza pintoresca. —Sí, parece increíble, ¿verdad? —responde mamá, con la mirada perdida en las montañas, en lo que los edificios en obras dejan ver todavía de ellas. —Mamá… —Dime, hijo. —¿No tenemos que ir a la fiesta del abuelo? Taorana regresa al presente, con la sonrisa de nuevo impresa en el rostro, como si la nostalgia que siente por un tiempo que ella tampoco ha vivido perteneciera al reino de la fantasía, como cuando uno rememora esa película con la que disfrutó de dos horas agradables. —¡Claro que sí! —exclama risueña—. No todos los días cumple uno ciento dos años. Verás qué pastel le he preparado. Te garantizo que está buenísimo. —¿Nos vamos ya a la fiesta? —clama

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una impaciente voz infantil. Nuka aparece por la puerta disfrazado de inuit, con un arpón de juguete en la mano y expresión indignada—. Se va a acabar el cumpleaños del abuelo y no podremos volver a celebrarlo hasta el año que viene. Taorana y Aputsiaq se miran divertidos. —Ya nos vamos, gran cazador. Recojo el pastel, lo meto en la cesta de la bici, y salimos. —¿Y papá? —pregunta Nuka. —Pues igual ya está allí; iba directamente desde el trabajo. Cinco minutos después pedalean calle arriba. Aputsiaq en su pequeña bicicleta y mamá en la suya, con Nuka montado tras ella, en la sillita acoplada. El abuelo vive con su hija Sialuk, la madre de Taorana, a unas manzanas de distancia, en una casa desde la que todavía se ven las montañas, antaño nevadas, un creciente bosque joven que ha colonizado el espacio cedido por el hielo, y lo que antiguamente eran impresionantes acantilados. Ahora, desde la subida del nivel del mar, las partes más bajas de la costa permanecen sumergidas y los acantilados son bastante menos impresionantes. La fiesta del cien cumpleaños fue todo un acontecimiento, al que estuvieron invitados todos los vecinos. Incluso el ayuntamiento le organizó un homenaje al viejo inuit. Nanuk es el último superviviente de una época que ya no volverá y que el resto de la gente sólo conoce por los testimonios gráficos. Groenlandia ya no tiene nada que ver con los míticos inuit. Los últimos descendientes de una cultura extinta, como la familia de Aputsiaq, se esfuerzan por no olvidar, pero es una batalla perdida. La población se ha multiplicado por doscientos. Las dos últimas generaciones no saben qué es la nieve, las historias de aquellos hombres y mujeres que vivían 14

en el hielo les suenan a cuento. Por eso cada nuevo año que cumple Nanuk es un triunfo sobre el tiempo y el olvido, una oportunidad para mantener vivo el recuerdo. Y, de nuevo, la casa está repleta de gente. Aputsiaq es recibido con entusiasmo por sus primos. Papá ya ha llegado; charla animadamente con sus cuñados. Nuka, el gran cazador, se abalanza sobre él. Taorana observa la escena desde la puerta, con los ojos vidriosos, orgullosa de su familia. —Hija, no te quedes ahí. —Su madre sale a recibirla, tan orgullosa como ella. Se saludan con un kunik especialmente afectuoso—. ¿Has visto cómo lo quieren? —Es imposible no quererlo. Es un gran hombre. El abuelo ocupa el centro del comedor, una figura imponente rodeada de niños que nadie diría que ha rebasado el siglo de existencia. Se ha vestido con sus mejores galas inuit, incluido el viejo arpón que perteneció a su padre. —Abuelo, ¿no tienes calor? —pregunta Aputsiaq, viéndolo abrigado con las vetustas pero hermosas y mullidas pieles de reno. Nanuk lo mira con sus ojos de un azul tan claro que casi parece blanco. Ama a ese niño. El anciano oso polar ama a todas las cosas vivientes, desde un minúsculo grano de arena —porque todo lo que es fruto de la naturaleza, según sus creencias, está vivo— a los impresionantes glaciares que se mantienen muy vivos en su recuerdo. Ama por encima de todas las cosas a los animales que permitieron a los inuit sobrevivir durante tantos siglos: ballenas, osos polares, morsas, focas, renos… Su desaparición fue el castigo que recibieron los humanos por despreciar los valiosos dones con que tan generosamente les surtía la madre naturaleza. Una sombra atraviesa su anciana mirada al pensar en


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ello, pero enseguida se desvanece al volver a concentrarse en su biznieto, al que ama con locura, ese niño que tanto le recuerda a sí mismo cuando tenía su edad. Se acerca a él, coloca sus manos surcadas por innumerables arrugas, pero tan firmes como siempre, sobre los hombros del muchacho, y agacha la cabeza hasta que las narices se tocan. Cuando el hombre regresa a la posición erguida Aputsiaq vuelve a quedarse maravillado por esa larguísima melena de un blanco amarillento como el pelaje de un oso polar. Le pasa siempre, y le encanta la sensación de encontrarse bajo la protección de un verdadero inuit. —Mi querido Copo de Nieve, hace tantos años que tengo calor… Aputsiaq bucea en esa mirada azul cristalina, tan cariñosa y melancólica. Comprende lo que le dice. En ese momento aparece Nuka, que tras arponear a papá Singajik, el feroz lobo amarillo, se dispone a dar cuenta del gigantesco oso polar. —¡Ya eres mío! El pequeño se abalanza sobre el abuelo, que lo recibe con una falsa expresión de espanto que no oculta el entusiasmo por descubrir al valiente cazador inuit. —¡Oh, no! ¡Estoy perdido! Inmediatamente, una nube de pequeños inuit se dispone a imitar a Nuka y al abuelo no le queda más remedio que huir. Ahora sí que ha comenzado la fiesta. Nanuk trota por la casa acarreando a un montón de niños que saltan sobre él. Los gritos y las risas de los cachorros se mezclan con los comentarios divertidos de los espectadores, que aun conociendo la vitalidad del anciano no dejan de maravillarse por ese inacabable derroche de energía. Una hora después el abuelo apaga las ciento dos velas del pastel. Su hija y su nieta han estado un buen rato preparándolas. Los invitados estallan en una ce-

rrada ovación. Nanuk está feliz. Y aún lo estará más cuando desenvuelva el regalo, un voluminoso paquete que ocupa el centro del jardín. Una docena de antorchas colocadas en el perímetro del recinto iluminan la escena. Taorana y Singajik la observan cogidos de la mano, junto a Sialuk y el resto de invitados, dispuestos en un semicírculo. Madre e hija contienen la emoción a duras penas. Aputsiaq, expectante, se encarga de que Nuka no salte a destripar el envoltorio antes de tiempo. Sólo unos pocos saben qué esconde. Nanuk se sitúa junto al paquete y antes de abrirlo levanta la mirada hacia el cielo. Incontables estrellas aprovechan la ausencia de luna para exhibirse. Respira hondo. El público permanece en silencio. Un instante después se empieza a oír una extraña melodía que parece surgir de algo muy profundo. —Está cantando —susurra Sialuk—. Es un katajjaniq. —La mujer ríe. El juego de garganta aumenta en volumen. Nanuk se gira hacia los espectadores. La mayoría no entiende qué está haciendo. No lo han escuchado nunca. Ya no queda nadie en Groenlandia que mantenga viva la tradición del katajjaniq. Los niños empiezan a reír e imitan al abuelo. Taorana se desprende con suavidad de la mano de su marido y se adelanta hasta quedar frente al homenajeado. Entonces los dos levantan los brazos, se agarran por los hombros y la mujer se une al juego. La competición dura unos minutos, durante los cuales los espectadores observan divertidos las rocambolescas muecas y escuchan fascinados los sorprendentes sonidos que surgen de las gargantas de abuelo y nieta. Finalmente, Nanuk se da por vencido. La risa puede con él y se queda sin aliento para continuar. Taorana es una experta competidora de katajjaniq. Aunque a menudo lo haga contra sí misma frente al espejo no deja pasar la 15


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oportunidad de jugar con su madre o el abuelo, las únicas personas que conoce que mantienen la tradición. El perdedor levanta el brazo de la justa vencedora y todos aplauden con entusiasmo. —Bueno, creo que ha llegado el momento de descubrir mi regalo. Nanuk vuelve a mirar al cielo. Una ráfaga de viento helado atraviesa el jardín, ante la extrañeza de todos. Por un segundo se acurrucan y protegen con los brazos. —Vaya, esto sí que es raro —apunta Singajik—. Hacía siglos que no notaba un frío así. El abuelo sonríe satisfecho y, como si se hubiera producido la señal que estaba esperando, empieza a romper el bonito papel estampado con motivos invernales. Unos segundos después, cuando se hace evidente el contenido, se detiene, desbordado por la emoción. —¡Es un trineo! —grita Nuka, quien se deshace de los brazos de su boquiabierto hermano y corre junto al abuelo. —El mejor qamutiik del mundo —murmura Nanuk, con lágrimas de alegría deslizándose por los surcos de sus mejillas. Taorana lo abraza emocionada. Al pequeño inuit se le unen los otros niños y en un santiamén el trineo aparece esplendoroso, libre de envolturas. A Aputsiaq se le ilumina el rostro imaginándose montado en él, recorriendo la tundra helada a toda velocidad gracias al empeño de una docena de animosos perros que ladran felices. Una segunda ráfaga de aire gélido cruza el jardín. Nanuk vuelve a mirar al cielo. Las estrellas empiezan a quedar ocultas tras nubes deshilachadas. Sonríe de nuevo, una sonrisa que transmuta en asombro cuando empieza a oír los ladridos que se acercan. Al momento un grupo de hermosos perros de Groenlandia, la casi extinta raza autóctona de la 16

isla, entran alborozados en el jardín acompañados por Tuttup y Sernunngua, sus otros dos nietos. Y entonces el abuelo arranca a reír con sonoras carcajadas. Es la mejor manera que se le ocurre de liberar la emoción que lo desborda, una risa estruendosa que contagia a todo el mundo, empezando por los más pequeños. Aunque ellos ya llevan rato riendo y se han lanzado a acariciar y abrazar a esos perros tan preciosos. —El trineo es una maravilla —interviene Sernunngua, la mayor de sus nietas—, pero ¿para qué sirve sin perros que tiren de él? Nanuk, incapaz de hablar por la risa y las lágrimas, la abraza. —Ya me diréis cómo habéis mantenido en secreto un regalo tan movido y ruidoso… —comenta Taorana, feliz, a sus hermanos, que le responden con sonrisas y cariñosos kunik. —¿Te apetece un paseo? —sugiere Tuttup al abuelo—. A falta de nieve, una pradera de hierba mullida puede ser una buena alternativa. Nanuk no contesta enseguida. Sus ojos sonrientes dibujan una expresión enigmática que su nietos no saben cómo interpretar. Entonces vuelve a mirar al cielo, ya cubierto por completo, y levanta los brazos. Una tercera ráfaga helada recorre el lugar, pero esta vez el frío permanece. Las risas se apagan. La gente se apelotona como respuesta al descenso en picado de la temperatura. Se miran unos a otros, incrédulos. Los perros ladran y aúllan, y de sus bocas salen columnas de vaho. Nanuk continúa mirando al cielo, con los brazos en alto. Aputsiaq nota un pellizco en el estómago, que le avisa de que algo digno de ser recordado va a suceder, y aunque el frío aumenta nadie decide entrar en la casa. Todos tienen los ojos clavados en ese hombre increíble, que parece sacado de una leyenda inuit, de pie en el


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centro del jardín, junto a un trineo y rodeado de perros. —¿Estás seguro de eso que dices? —pregunta el abuelo. —¿Cómo? —responde Tuttup, tan desconcertado como el resto de invitados. El viejo oso polar baja la mirada de las nubes hasta fijarla en su nieto. —Que si estás seguro de que no hay nieve. Al principio Aputsiaq no entiende qué está sucediendo. Nota que le ha caído algo en el pelo, muy ligero, casi imperceptible. Se lleva la mano a la cabeza y toca algo frío y húmedo. «¿Qué es esto?», es su primer pensamiento, pero entonces ve las bolitas blancas que descienden en una caída amortiguada, como si en vez de caer, una fuerza invisible las depositara suavemente en el suelo. El silencio se adueña de la escena, incluso los perros callan. Es como si nadie se atreviera a romper la magia del mo-

mento, como si abrir la boca fuera a hacerles despertar del sueño. Aputsiaq estira los brazos con timidez, con las palmas de las manos hacia arriba, y a los pocos segundos una hermosa bola de algodón helado, un perfecto aputsiaq, aterriza en la mano derecha. No lo puede creer. Ni siquiera había llegado a soñar una sensación semejante. —Está… está… nevando —anuncia por fin, sin acabar de creer las palabras que surgen de su garganta. —¡Está nevando! —gritan todos. En el centro del jardín Nanuk se deja acariciar por los copos. Pronto su pelo y su ropa están cubiertos de nieve, igual que el pelo y la ropa de todos los demás, igual que los tejados, la carretera y el suelo del jardín. Pronto todos gritan de alegría, corretean y juegan con el tesoro blanco del que están hechos los sueños inuit. Y el hechizo no se rompe.

Benjamín Recacha García (Barcelona - España) Blog: benjaminrecacha.com 17


El Callejón de las Once Esquinas

Profesionales

Lluis

Talavera

El relato se va haciendo más interesante a medida que avanza...

«Mis órdenes son deshacerme de ti, y debo hacerlo de forma lenta y dolorosa» —dice el sicario a la forense que había descubierto lo que no debía. La víctima inicia un diálogo buscando retardar la ejecución y, como quien acude a una sesión de terapia, el asesino detalla minuciosamente todos sus planes, explicando los motivos para actuar de la forma en que lo hace. Durante ese tiempo la mujer consigue liberarse y espera una oportunidad para escapar. Sin embargo, el relato se va haciendo más interesante a medida que avanza, a la vez que la personalidad del individuo resulta cada vez más cautivadora. El sentimiento es mutuo, por lo que el monólogo se transforma en una anima-

da conversación. El hombre la invita a cenar, no pasa nada por retrasar un poco el encargo. «No creas que hago esto con cualquiera» —afirma ella mientras abre la puerta de casa. La boda no tarda en llegar, pero el trabajo del marido le obliga a pasar mucho tiempo fuera de casa y la falta de convivencia deja huella en la relación. El entusiasmo inicial mengua con el día a día y se convierte en desinterés. Esta noche durante la cena no tienen nada de qué hablar, sólo un escueto «¿Me pasas el pan?» ha roto el incómodo silencio. Ninguno de los dos se atreve a decir que ya no ve sentido en la relación. De madrugada ambos sueñan con el otro y con asuntos laborales. Lluis Talavera (Barcelona - España) Twitter: @lluis_talavera / Facebook: lluis.talavera.7 Blog: todocabe.wordpress.com

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Número 4

Sin vuelta

Ana

Davies

Hacíamos cosas que nadie hacía, éramos subversivos en todo...

¡Madre mía! Más de treinta años sin vernos y encontrarnos precisamente aquí, en el hospital... pero bueno... ¡si estás igual! Tienes la misma barba, el mismo pelo... —«El mismo pelo al final

de ese melón que tiene... ¡Por Dios, qué calva, y encima dejarse esa coleta ridícula!» —. ¿Qué haces aquí? ¿Vienes a

ja, y no es que yo le cayera mal, es que me odiaba. Yo no aguantaba los rollos familiares. Y no es que fueran los veinte años que tenía, es que siempre me ha ocurrido igual, nunca he hecho migas con la familia del contrario».

Lo siento de verdad, pero piensa que ya siendo tan mayor... ha tenido una consulta?... Vaya, no me digas, lo sien- buena vida y ahora estás aquí, con ella. to, claro que me acuerdo de ella. Yo a ¿En qué habitación la van a poner? Ya tu madre no le caía ni un pelo de bien, sería gracioso que la trajeran a la mía, pero en fin, yo la entiendo, pobrecilla, yo ya he cambiado de compañera lo lo siento... —«Era una paleta y una bru- menos cuatro veces —«Como me la me-

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El Callejón de las Once Esquinas

tan en el cuarto me corto las venas, o se las corto a ella mientras duerme» —. A mí

nadie que se lo diga?»

de hígado ni borracha, para que piense en mí con lástima: ¡Pobrecilla, si todavía es joven!» —. Uy, pero qué dices, si estoy

que le debe de sonar a chiste, porque en cuanto le dejé fue a casarse con la sonsa aquella que trabajaba en un banco y se volvió de lo más carca. Qué gracia, esa sí que es una expresión de antes: carca. Hasta se puso traje y corbata el tío, y entró a trabajar en una empresa de seguros. Vaya vida, y qué poco le ha cundido, la verdad» —. Sí, yo seguí toda la vida con el

me operaron hace un mes de unos quistes en el hígado y luego han surgido unas complicaciones. Bah, cosa de poco, en un par de días me dan el alta —«No le digo yo a éste que tengo cáncer

¡Si, leímos todo lo que había en la librería La Avispa! Tantos libros prohibidos, tantos de teatro de denuncia... Síííí ¡De Ballesteros! ¿Era la colección Zeta? Ja, ja, teatro de denuncia, ahora suena hasta cómico, ¿verdad? —«Bueno, a él sí

hecha un asco, fíjate, dieciocho días en el hospital, ahora vengo de hacerme una prueba. Y encima con estos camisoncitos que nos ponen. Hombre... igual, igual... tú sí que estás igual, Manolo, te hubiera reconocido entre mil —«No entre mil, sino entre un millón. teatro, y viví bien, la verdad, solo cuanCon esa pinta... ¡Por Dios! No es solo esa do vino la crisis en el 2008 lo dejé, pero calva y esa mierda de coleta es que tiene ya había comprado algunas cosas que un tripón que no se debe poder mirar a los me han permitido vivir. ¿Que qué copies desde hace años. ¡Cómo no le va a pa- sas? Dos locales y una casa en el camrecer que yo estoy estupenda! Incluso con po... No... ni hablar, tu vida seguro que todo lo que he pasado este año, parezco su ha sido igual de interesante que la mía hija» —. Es que tener veinte años siem- —«¡Y un cuerno! Su vida debe de tener el pre es bueno, no solo piensas que te vas mismo interés que el Boletín Oficial del a comer el mundo, Manolo, es que te lo Estado. Pobre Manolo, creo que yo fui lo comes de verdad. Porque además, en único interesante que le pasó en la viaquellos años todo era posible. ¿Tú te da»—. ¡Anda, yo también tuve una hija! acuerdas de lo que estábamos haciendo ¡A ver si es la misma! —«Vaya chistecito, cuando dieron la noticia de la muerte pero es del estilo de los que hacíamos ende Franco? No, no, ni hablar, pero, tonces. ¿Qué entonces? Yo he hecho siem¿qué dices? Estábamos en casa, me pre los mismos chistes, es humor de acuerdo perfectamente, escuchando la familia. Manolo no tenía mucha gracia, radio como todo el mundo. Claro que para qué nos vamos a engañar, pero el posí. Todos teníamos miedo, éramos anar- bre me seguía el hilo. Se acomodaba a toquistas... bueno tú habías sido anarquis- do. Eso era lo bueno. Y también lo malo. ta y yo anarcosindicalista —«Éste en Era... acomodaticio. Era un muermo»—. realidad nunca fue nada, compraba el Bueno, Manolo, eso eran cosas de ju“Ajoblanco” y punto. Pero cuando yo lo ventud, no es que yo te cambiara por conocí me hice una película de él... imagi- un gilipollas, bueno sí que era un gilinaba que tenía algo oculto, una conexión pollas, pero es que a mí me aburría tocon el terrorismo, que entonces estaba do lo que era rutina. Y nosotros muy bien visto... pero Manolo siempre fue llevábamos ya seis años juntos —«No un huevón, parecía que era alguien pero no era nada. Yo creo que lo que impresionaba de él era la barba de Valle Inclán que tenía, pero esa que lleva ahora pobladita de canas y no muy limpia le sienta como un tiro, ¡por favor!... ¿Es que no hay 20

voy a contarle que cada cinco o seis años he cambiado de novio o de marido, que también cada cinco o seis años he cambiado de casa, una vez de país. Que a veces han coincidido los dos: el cambio de marido y de casa» —. ¿Así que has vivido en el


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mismo piso desde que te casaste? Qué bien, eso es porque estás a gusto ahí... yo, sin embargo, he cambiado tantas veces que ya resulta cansado —«Qué coño

cansado, lo que es cansado y cansino es vivir toda la vida en el mismo sitio y con la misma mujer. Manolo podía parecer muy interesante cuando estaba conmigo, pero en el fondo era un plomo auténtico» —.

¿Un solo recuerdo? Pero yo tengo muchos recuerdos, y todos son buenos, no solo porque fuéramos jóvenes, es que España tenía un camino por delante que nosotros pensábamos que sería maravilloso. Nuestra vida era interesante: vivir para el teatro, no del teatro... hacíamos cosas que nadie hacía, éramos subversivos en todo, pero sin pasarnos, éramos trabajadores, no tomábamos drogas —«No tomábamos drogas porque yo era un sargento para eso, ni un porro se podía fumar en mi presencia. Yo odiaba tanto la droga como al imperialismo yan-

qui» —.

¿Un recuerdo entre todos?... Es difícil, pero bueno, así, si te empeñas, casi sin pensar, yo recuerdo aquella noche que salimos de paseo por Madrid, nada más que caminando y hablando, sentándonos en los bancos de Recoletos. Nos estábamos conociendo. Nos dio el amanecer, ¿recuerdas cómo regaban las calles con las mangueras? Yo me quejé de que no tenía pañuelo para limpiarme los mocos y tú dijiste que me sonara en tu camisa. Sí, ya lo sé, lo dijiste con la boca chica, como para hacerte el «yopasodelosconvencionalismossociales», pero yo agarré el faldoncillo de tu camisa y me soné. Era una camisa de cuadros azules y blancos... ¡Pues claro que sí! ¿Tienes para apuntar? Es que el móvil lo he dejado en el cuarto, debajo de la almohada, porque dicen que los roban. Qué feo, ¿eh? Robar a un enfermo desvalido. Ja, ja. No, mejor dame tú el tuyo y yo te llamo en cuanto salga de

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El Callejón de las Once Esquinas

aquí. ¡Y nos ponemos al día! Sé fuerte con lo de tu madre, Manolo. Piensa que ha tenido una buena vida, que la estás acompañando... Mejor que se vaya él antes, si me doy la vuelta ahora para ir hacia mi cuarto me va a ver la bolsa del drenaje que llevo tan bien cogida al cinturón de la bata. Levanto la mano para despedirle, con el papelito entre los dedos, como una pajarita blanca. 636489235. Ahora lo apunto en mi móvil. O no. No voy a llamarle nunca. Aunque, ¿quién sabe? Lo guardo en el móvil y ya. Bueno, ya veré. Voy a cambiarme la bolsa del drenaje al bolsillo, también se disimula bastante. Este hospital está de pena, parece que le hubiera caído una bomba encima. Como a Manolo. Desde luego la camisa esa de los mocos le cabría ahora en una oreja. Íñigo, mi doctor grandote que parece un oso amoroso, está en la puerta de mi habitación, parece contento, me sonríe. ¿O no es a mí? Hago una pelotita pe-

queña, muy pequeña, con el teléfono de Manolo y la tiro al suelo. Se le ha pegado a la enfermera gorda en el zapato. ¿Qué tendrá en la suela, pegamento? Da tres pasos y la pelotilla se queda enganchada en la unión de dos baldosas, no pienso recogerla, tampoco es que el hospital esté impoluto. Como Manolo, la verdad es que está hecho talco el pobre, y limpio, lo que se dice limpio, no fue nunca... Ahora pasa el carro de la comida sobre la pelotilla y se queda pegada en la rueda. No la envidio, irá al almacén donde se reúnen las comidas de todo el hospital, debe oler de lástima. ¿De dónde sacarán la huevina esa para hacer las tortillas? Quizá mi Oso amoroso está sonriendo porque me van a quitar ya el drenaje, o porque me van a dar el alta pronto. O porque el cáncer se fue para no volver... El carro de la comida se aleja por el pasillo de los enfermos de riñón, con la pelotilla de papel, el 636489235 pegado a su rueda, sin vuelta.

Ana Davies Rodríguez (Madrid - España) Twitter: @AnaDaviesRo Facebook: Ana Davies Escritora

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De pingüinos y hombres Sergio

Allepuz George: …Nosotros tenemos un futuro. Tenemos a alguien con quien hablar, alguien a quien le importamos. No tenemos que estar en un bar tirando el dinero porque no sabemos a dónde ir. Si esos tíos van a la cárcel, se pueden pudrir allí porque no tienen a nadie que les importe. Pero nosotros no…. Lennie: ¡Pero nosotros no! ¿Y por qué? Porque… yo cuido de ti, y tú cuidas de mí; ahí está el porqué —se echó a reír, feliz. Fragmento de “De ratones y hombres” (John Steinbeck)

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I Tocando fondo El hombre que un día salió en calzon- les (como el título de la vieja canción de cillos a la calle y gritó puta no era un Loquillo y los Trogloditas). Son feos por exhibicionista ni estaba loco de remate. su cuerpo rechoncho, tan poco de moAquel hombre de los calzoncillos blan- da en estos tiempos de esbeltez; son cos, tipo slip, se llama Manuel y era yo, fuertes, pues sobreviven a sesenta gracuando salí a despedir, de semejante dos bajo cero con vientos de más de guisa, a mi mujer. Ella huía en coche, doscientos kilómetros por hora; y, socalle abajo, abandonando nuestro dulce bre todas las cosas, son formales con su hogar. Al volante: el amante, villano de pareja, que les dura para toda la vida. esta historia y monitor de spinning en Por eso quiero mandarle una postal de el gimnasio del barrio. En el asiento del pingüinos emperadores a Marta. Tras copiloto: ella, la esposa infiel, Marta. Y trece años viviendo para ella y para Maen el asiento de atrás: mi hijo adolescen- nolito, apareció el imbécil del gimnasio te y el de Marta: Manolito. y me los robó a los dos. Creo que todo Desde el día de lo de los calzoncillos, fue culpa del spinning de las narices, duermo mal todas las noches. Sueño por eso los pingüinos no van al gimnaque un misterioso secuestrador enmas- sio: están gorditos, eso es cierto, pero carado me castiga sin piedad por mi fra- están unidos. caso marital. El desconocido me ha En la agencia de viajes donde trabajo obsequiado con todo tipo de torturas, no pasa el tiempo. Miro el reloj de la incluyendo: la audición entera de la dis- pared durante siglos, pero sus agujas no cografía de David Bisbal, a todo volu- se mueven jamás. De hecho, su pila se men; el ataque de un perro caniche agotó hace tres años, como mi perra vilamiéndome el cuerpo desnudo, previa- da, y el jefe no se ha molestado en cammente embadurnado en salsa barbacoa; biarla. Por eso el maldito cacharro sigue y la aplicación y posterior desaplicación en la pared, muerto a la vista de todo el de cera depilatoria en mis partes más ín- mundo, engañándonos con sus manecitimas. llas quietas. Pronto se descompondrá el Hoy no ha sido diferente y, por eso, cadáver y saldrán los muelles y demás esta mañana he saltado de la cama su- mecanismos a través de su reseca piel de dando, en estado de pánico. Poco a po- metal. co, he vuelto a la realidad y me he Odio a todo el mundo en general; despercatado de que no estaba en el Sahara, de lo de Marta por lo menos. Entra con el cuerpo enterrado hasta la cabeza gente risueña por la puerta de la agencia en la ardiente arena del desierto y ro- y me pregunta dónde deben irse ellos deado de escorpiones. Hace muchísimo de vacaciones. Pienso: «Si no lo sabes calor, es verano, y me derrito como un tú, imbécil, ¿cómo lo voy a saber yo?» cucurucho de limón mientras me ajusto Al próximo que me entre con la prela corbata para ir a trabajar, del mismo guntita lo mando con billete de solamodo que un reo sacaría brillo a sus ca- mente ida a visitar a los pingüinos, para denas para dar el último paseo hacia el que se le refresquen las ideas en la cadalso. Cualquier día emigraré al Polo Antártida. Y es que la gente no sabe lo Sur, con los pingüinos emperadores. que quiere. Yo sí: quiero mi familia; esa Ellos son mis ídolos, unos animales co- que me quitó el entrenador de spinning mo Dios manda: feos, fuertes y forma- entrometido. Pero la reconciliación ya 24


Número 4

no podrá ser. Por lo menos eso tuvo el detalle de aclararme Marta la última vez que nos vimos. Yo, arrastrándome de rodillas por el suelo, y lloriqueando, le supliqué muy dignamente que volviera. Y ella me expuso su punto de vista: —Eso no pasará nunca, Manolo. ¡Quítatelo de ese cabezón que tienes! A un pingüino jamás le hubiera contestado eso su querida pingüina. Con un frío del carajo y un polluelo indefenso al que proteger de una naturaleza tan hostil no queda tiempo para el spinning. Por eso estoy aquí, en la calle, en mi descanso del mediodía, agazapado dentro del coche y vigilando la puerta del gimnasio con el corazón a mil por hora. Es patético, diréis. Incluso infantil, añadiréis; pero no tengo otra cosa mejor que hacer y yo con mi miseria personal hago lo que me da la gana. De repente aparece él. ¿Y ella? ¡Da igual! Salgo del coche sacando pecho como un pingüino emperador en celo y me enfrento al macho alfa de la bandada. «No bajaré mi mirada ante él», pienso. Entonces, me invaden las musas y, mirándole a los ojos, le digo de todo menos bonito, a voz en grito y en rima libre. Él, muy condescendiente, me responde: —Manolo, no te hagas más daño y olvídala de una puta vez. Ella ya no te quiere. Ese «ella ya no te quiere» ha sido de mal gusto y, además, yo odio la condescendencia. En un instante, muto de pingüino emperador a burro pirenaico, nacido libre y coceador. Solamente los amigos me llaman Manolo y el del spinning no es amigo mío, eso seguro. Así que, bajo la mirada ante él (simulando humillación), apunto a su entrepierna y le pego una coz rápida y fuerte en sus innobles partes. El objetivo: hacer el máximo daño posible con un solo golpe. Tras el atentado salgo corriendo calle abajo al más puro estilo guerrillero revolucionario. Debo «vivir

hoy para luchar mañana», como se suele decir en estos casos. El cachas se queda atrás, retorciéndose en el suelo y jurando en arameo. ¡Que se joda! Rompió la ley sagrada del pingüino y merece lo peor. De vuelta en la agencia, el jefe se niega a encender el aire acondicionado (por su garganta, dice, el muy tacaño) y yo, sudando a chorros por la excitación y por el calor, miro hipnotizado durante horas el reloj averiado. Si yo pudiera detener el tiempo en un día concreto, lo haría en el anterior a la primera visita de Marta al gimnasio. Así, despertaríamos siempre en esa jornada y nos pasarían las mismas cosas cada 24 horas, sin poder evitarlo, como en la película Atrapado en el tiempo. Ella no lograría conocer a su fornido amante, seríamos felices un día tras otro y comeríamos perdices. Meditando en estos imposibles, se consume la tarde y salgo de la oficina como alma que lleva el diablo. Quiero llegar a mi pisito de divorciado cuanto antes. ¡Fantástico! El ascensor está estropeado: haré deporte. «Puedo estar tan en forma como mi rival», pienso. Subo las escaleras de dos en dos hasta la tercera planta, donde paro a recuperarme. Toso. Mi boca se ha secado misteriosamente y mi corazón late tan fuerte que parece querer atravesarme las costillas: necesito una bebida isotónica y un desfibrilador. Tras recuperar ligeramente el aliento, decido bajar el ritmo de mi ascenso y subir poco a poco, con sabiduría. Tras un millón de años llego arrastrándome, cual gusano, a mi puerta del sexto piso: ¡hogar dulce hogar! Pero me recibe la nevera casi vacía: solo hay dos yogures caducados que se ríen en mi cara a carcajadas y una naranja podrida, escondida bajo un extraño polvillo verde que se mueve. Decido que cenaré pizza a domicilio en el sofá y que lo llenaré todo de migas, al más puro estilo: «Pingüino machote sin hem25


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bra a la vista». Tras oír cómo se cagaba en mis ancestros el repartidor de las pizzas (por hacerle subir andando los seis pisos), devoro la cena y veo la tele hasta las tantas. Por fin se entrecierran mis ojos y me voy a la cama. Duermo en mi pisito de divorciado cuando, a pesar del calor sofocante, me invade el frío. Siento que miles de agujas congeladas se clavan en mi carne provocándome un intenso dolor. Resulta que estoy desnudo, atado sobre una pista de hielo, y me estoy convirtiendo en un carámbano humano por segundos. Entonces aparece mi secuestrador de nuevo. Anda torpemente y se acerca hasta quedarse quieto frente a mi nariz, para quitarse el pasamontañas. «Finalmente nos veremos las caras, bellaco», pienso. Pero ¿cómo?, ¡no puede ser! Creo que me he vuelto loco y el pingüino emperador gigante, con su pasamontañas todavía en la mano, comienza a bailar claqué. La atadura de la muñeca izquierda está suelta. Con un atlético y acrobático salto (siempre que sueño soy más ágil y también más guapo que cuando estoy despierto, no sé por qué) trato de darme la vuelta para que el frío deje de destrozarme la espalda; pero, caigo al vacío y algo estalla en mis labios: es la mesilla de noche. 26

Ahora estoy a salvo del secuestrador, pero magullado y confuso. Me sangra el labio inferior y el superior lo noto como una morcilla de Burgos. Suena el despertador que dejé olvidado en el comedor la noche anterior y lo dejo sonar y sonar; pero, para mi desesperación, no se apaga solo. ¡Malditas pilas alcalinas! Las compró Marta hace cinco años y no fallan ni un solo día. Me torturan doblemente. En primer lugar, me recuerdan que ella compraba las pilas mejor que yo, y, en segundo lugar, me hacen acudir puntual a un trabajo de mierda, con un jefe de mierda que no arregla un maldito reloj de mierda que se detuvo hace tres años de mierda. ¡Esto no puede seguir así! Soy la vergüenza de la raza humana. Lloro por una mujer que me ha olvidado. Tengo un hijo al que apenas veo, por culpa de un régimen de visitas demencial y, cuando lo hago, no sé ni de qué hablar con él. De repente recuerdo que ayer insulté y le pegué una patada en los genitales a Antonio (sí, queridos lectores, conozco el nombre del monitor de spinning desde el principio, pero me resistía a darle fama literaria gracias a este brillante relato). También recuerdo que, tras la bajeza de mi hazaña, salí corriendo como un conejo. Mi vida debe cambiar. Sé que debe cambiar, pero ¿cómo?


Número 4

II Resurgiendo Sonia baila el chachachá como los án- de eso», insiste. geles y yo la sigo, extasiado, sobre el Han pasado cuatro años desde mi salipulido suelo de madera del centro cívi- da en calzoncillos a la calle gritando co municipal. Me apunté a clases de bai- puta. Tres, desde la coz en los cataplines les de salón y allí estaba ella: los lunes, a Antonio. Dos, desde la última vez que los miércoles y los viernes de ocho a hablé en persona con Manolito. Y uno, nueve de la noche. Es más joven que yo, desde el primer chachachá con Sonia. más feliz y alegre que yo, más optimista Las cosas ocurren muy rápido: acabay, en general, más de todo que yo. Apa- mos de llegar a la Antártida. Sonia conreció radiante en mi vida, con violines siguió una beca de seis meses para venir de fondo y un rojo clavel en la boca, pa- a estudiar el cambio climático y sus pora salvarme de mi penosa rutina y con- sibles efectos en nuestros pájaros favoritos, y aquí estamos los dos, mano a vertir la vida de ambos en un tango. Simpatizamos inmediatamente: nos mano, cumpliendo nuestros sueños, recontamos nuestras vidas el tercer día y copilando datos para la universidad y nos acostamos juntos la quinta noche. amándonos como ya creí que era impoEs brillante, genial y medicinal. Está sible hacerlo. Nunca pensé que podría curándome un dolor profundo que ya existir tanta calidez en el Polo Sur, aundaba por crónico e irrecuperable. Si la que únicamente sea debajo de las manveis por la calle quizá no os parezca tas. Pero admito que sigo preocupado gran cosa; pero, para mi corazón, ella lo por Manolito, quien las últimas semaes todo ahora. Me empiezo a reconciliar nas en España no me contestaba al telécon la humanidad. Comemos juntos un fono, ni tampoco me ha respondido las menú cada mediodía y hace semanas docenas de correos electrónicos que le que no espero a nadie a la salida de he mandado desde la Antártida. Está ningún gimnasio. Sonia es bióloga, es- claro: salió cabezón, como su padre. pecialista en aves y doctorada con una Pero esta mañana Sonia me ha sacado brillante tesis sobre ¡los pingüinos em- de la cama de un codazo. Me había dejaperadores! Me lo contó tan tranquila, do el ordenador encendido toda la como si eso no significara nada especial, noche y allí, en la pantalla, flotaba un mientras tanto yo me derretía por den- mensaje con un remite inconfundible: tro y me pellizcaba por fuera (no fuese manugarcia17@gmail.com. Nervioso coa estar soñando). Ella, como yo, adora mo una novia en el día de su boda me y respeta a esos animales y pasamos ho- he sentado frente al teclado y he abierto ras hablando de ellos en la cama. Han la misiva. Manolito decía estar preparadesaparecido mis pesadillas. Ahora do para perdonarme. «¿Perdonarme?», duermo feliz: feliz como un pingüino. me he preguntado extrañado. Pero, tras Solamente me queda una pena y se lla- seguir leyendo lo he comprendido rápima Manolito. Hemos perdido el con- damente. tacto y creo que prefiere a su nuevo y No luché lo suficiente por él. Y opina musculoso padre. Sonia le quita hierro que fui un cobarde al no aceptar un hual asunto y me advierte sobre la adoles- millante régimen de visitas que me concencia. «El chico regresará a ti», me di- vertía en papá dos fines de semana al ce. «Eres su único padre y deberás mes y en desconocido los restantes días tenderle la mano cuando él se dé cuenta de nuestras vidas, pero que al menos 27


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hubiese permitido que no perdiéramos del todo el contacto (como nos había ocurrido). Además, considera que deserté del todo cuando huí al Polo Sur. No simpatiza con Antonio (yo tampoco, la verdad, no creo que sea necesario que dé detalles) y piensa que, después de tanto tiempo de distanciamiento, algún día deberíamos hablar de hombre a hombre y sin rencor. He mirado a Sonia, quien, de espaldas a mí, ha simulado examinar concienzudamente los niveles de carbono de unas muestras de hielo, permitiéndome de este modo derramar algunas lágrimas con cierta intimidad. Tras respirar hondo y henchido de orgullo por las sabias palabras de mi hijo, me he enfrentado al teclado, respondiendo: «Si quieres comprender a tu padre y perdonarle su increíble falta de luces, ven a la Antártida este febrero. Observaremos a los pingüinos y conocerás a Sonia. Yo hice ambas cosas y soy feliz. Besos. Postdata: tráete una buena bufanda, hace un frío de tres pares de

cojones». Febrero es un buen mes para venir al Polo Sur porque es verano en la Antártida. Si mi hijo viniera, pasearíamos los tres y nos hartaríamos de ver pingüinos emperadores y a sus polluelos. Aprenderíamos muchas cosas y yo tendría el privilegio de conocer al hombre en el que se está convirtiendo mi hijo Manuel, que para mí ya no será Manolito nunca más. Con la esperanza de ese reencuentro me conformo. Ya no odio a la gente en absoluto. Ni siquiera me molesta oír la palabra spinning. Parece que la cicatriz se cierra después de casi un lustro y mi reconciliación con el mundo es completa: estoy en paz. Cuando regresemos a España estaré preparado para enfrentarme a Marta y para hablar de mejorar el tema de la custodia. Incluso me disculparé con Antonio por mi patética agresión. No pienso fallarle de nuevo a Manuel: esta vez no huiré a ninguna parte.

III Epílogo Después de cenar, reviso el correo. Manuel ha respondido: «Nos vemos en febrero. Traeré bufanda. Besos. Manolito».

Este relato ganó en 2014 el "VIII Certamen Literario Alfambra" (Teruel).

Sergio Allepuz Giral (Zaragoza - España) Blog: sergiallepuz.webnode.es 28


Número 4

LA HORA DEL TÉ O LOS CRÍMENES DE LONDRES

Por O L B A P Z E Ñ NÚ

ONE PENNY WEEKLY

SOLD EVERYWHERE

OFFICES: NEWSAGENT'S PUBLISHING COMPANY, LIMITED, 221B BAKER STREET, LONDON.

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LA HORA DEL TÉ

Recuerdo con una sonrisa el último caso en el que trabajé poco antes de mi jubilación. No es que fuera gracioso que hubiera entre los nobles de un afamado club londinense una serie de misteriosas muertes, todas siguiendo el mismo patrón. Mi sonrisa se debe a que yo, un humilde inspector de Teruel que pasaba unas breves vacaciones en la capital del Imperio británico, fui capaz de resolver un enigma que traía de cabeza a lo más florido de Scotland Yard, donde los altos cargos empezaban a perder la paciencia con el aumento de las víctimas y el descenso de las pistas. Todo empezó cuando mi querido amigo, el agente Smith, que pasaba todos los veranos en mi ciudad y al que acom30

pañaba en sus paseos para descubrirle los rincones que no conocería cualquier turista sin un buen cicerone —además de ayudarle con un idioma que era tan desconocido para él, como para mí el suyo—, vino a verme con aspecto apesadumbrado. En una lengua que seguramente no hubiera entendido nadie y, sin los gestos exagerados de ambos, tampoco nosotros, me fue indicando la serie de muertes que se estaban produciendo entre los miembros de uno de los clubs más exclusivos de la City, sin ninguna explicación lógica: habían aparecido cinco de ellos con la cabeza apoyada en la mesa, el mantel ensangrentado y una cucharilla clavada en un ojo. No se encontraban huellas dactila-


Número 4

LA HORA DEL TÉ

res de ningún tipo, excepto las de ellos mismos, ni muestras externas de violencia si no tenemos en cuenta la peculiar escena del arma homicida atravesando el globo ocular. El caso me interesó. Le pedí que me enseñara los informes que se habían redactado al respecto y me llevara al depósito de cadáveres, por si podía ver algo en el cuerpo de las víctimas que a ellos se les hubiera pasado por alto. Esta segunda petición la acogió con el recelo que da la flema inglesa al pensar que ningún paleto del continente puede mejorar los métodos de observación de cualquier agente londinense. Aun así, accedió. Entre las cinco víctimas vi que una de ellas había acabado con el ojo izquierdo atravesado en lugar del derecho, y me pregunté si aquello era por pura casualidad o el asesino había cambiado por algún motivo el «modus operandi». En un cuarto contiguo, escuché unos golpes que me recordaron a los que se dan

a los pulpos para ablandar la carne antes de ser cocidos. Era extraño que en un sitio así se hiciera aquel trabajo, así que pregunté a Smith. Con un encogimiento de hombros y sin mirarme a los ojos, lo que denotaba pudor al hablar del tema, me comentó que aquellos golpes los provocaba una especie de detective chalado, al que algún colega acudía cuando un caso se le torcía demasiado. Se le dejaba trabajar a sus anchas y parecía que quería comprobar la diferencia entre las células de la sangre de un vivo y un muerto, algo absurdo que tan solo conseguiría que algún familiar del muerto apaleado presentara una queja formal ante algún político con influencias, y cayera una reprimenda al departamento de policía. A mí me pareció una historia inventada para ocultarme alguna acción de poca ética perpetrada en aquel lugar tan lúgubre. ¿Quizá algún muerto no se les había muerto del todo? Horrorizado, preferí no seguir pensando en aquello y centrarme en lo que me había 31


El Callejón de las Once Esquinas

LA HORA DEL TÉ

llevado allí. En los informes pude ver que todos los fallecidos habían perdido la vida entre las cinco y las seis de la tarde. Eran socios a los que les gustaba la soledad y frecuentaban un saloncito privado para leer el "Times", mientras tomaban un refrigerio, sin ser molestados. Tenían una llave para poder encerrarse en aquel rincón, por lo que los sospechosos de los crímenes eran aquellos que podían entrar y salir libremente, aunque cada uno tenía estipulado un día de la semana para su acceso a esa total privacidad. De los siete socios propietarios de la llave de aquel salón, tan solo quedaban vivos dos: los que la usaban el martes y el jueves. Los otros cinco habían ido pasando de la lista de sospechosos a la de víctimas. De repente me vino a la memoria la desgraciada muerte de mi tío Nicolás cuando yo era un niño. La casa se llenó de policías y el misterio fue descubierto por mi madre, ciega de nacimiento, pero que no era la primera vez que me demostraba que era la que más veía en aquel mundo de penumbras. ¿Por qué no seguir sus métodos infalibles? Nada tenía que perder. Pedí a Smith que me acompañara al club y me sirviera de intérprete para hacer unas simples preguntas a un par de empleados, y aceptó con gusto —cualquier nueva pista, por ínfima que fuera, sería bien recibida. Al llegar al imponente edificio, desde el que se podía contemplar la Torre de Londres, un señor que parecía sacado de alguna obra de teatro en su papel de mayordomo, nos recibió con una voz neutra de la que pude rescatar un par de please, un ofcourse y algo parecido a follow me, Mr. Smith. Mi primera petición fue que me llevara ante el encargado, al que solo tenía una pregun32

ta que hacer. Una vez en su presencia, quise saber si el muerto número cuatro, un tal Mr. Johnson, tenía alguna particularidad diferente al resto de difuntos a la hora de escribir una nota. La traducción de mi compañero me reveló que era zurdo. Di las gracias y en seguida quise bajar a la cocina. Allí pregunté si se había cubierto una vacante poco antes de la primera muerte y la respuesta fue afirmativa. Ante mí se presentó un joven que atendió al nombre de Pepper. Me confirmó que, de momento, tan solo se dedicaba a preparar el té, aunque esperaba que pronto se le encomendaran otras tareas. Quise saber si había preparado él mismo el té a los señores de la sala privada del segundo piso y si a la hora de servir, usaba guantes. Al asentir levemente con la cabeza, vi que en sus ojos había una mezcla de terror e inocencia. Antes de que empezara a balbucear alguna excusa le pregunté si el té era del gusto de aquellos señores, a lo que respondió rápidamente que no había tenido queja alguna, ni de los que lo preferían con un poco de leche, ni de los que gustaban aderezarlo con una pizca de canela. Ante la sorpresa general, pedí a Smith que gritara en voz alta si el joven que estaba a mi lado había sido blanco de alguna novatada. Con la cabeza gacha, uno tras otro fueron declarando que, sin ninguna malicia, en el tarro de canela habían espolvoreado un poco de pimienta molida. Entonces pedí un té, preparado por Pepper, igual que los que había hecho con canela. Cuando estuvo en mis manos, tuve la precaución de moverlo a una distancia considerable de la nariz y se lo di a Smith, tras retirar la cucharilla. Antes de poder dar el primer sorbo, un tremendo estornudo hizo que su cara se estampara contra la taza, haciéndola añicos. Me miró y, con un


Número 4

LA HORA DEL TÉ

guiño, pregunté a Pepper el nombre de los miembros que preferían el té con canela y, una vez nombrados, miré a Smith henchido de orgullo. Con una mezcla de sorpresa y admiración, me preguntó que cuáles eran los pasos que debía seguir, a lo que le respondí que esa respuesta tendría que dársela Scotland Yard y la vanagloriada justicia de la que tanto presumía el Imperio

británico. Saludé con el sombrero y partí hacia un lugar lejano para tomar una pinta de cerveza, brindando en cada sorbo por el olfato de mi madre, y por aquella manía de los nobles ingleses del club "Tea Spoon", que también tenía mi tío, de no quitar la cucharilla de la taza cuando tomaban su té.

Pablo Núñez (Sevilla - España) Twitter: @beodo5

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Sobre lo nuestro Enrique

Mochón Siempre había temido ese momento... Jamás me dio por escribirte una carta de amor. Y el caso es que tenía que haberlo intentado al menos, aunque solo hubiese sido por corresponder a las tuyas. Entre mis escasas pertenencias, estén donde estén, debe de haber una carpeta llena con todos aquellos papeles que me entregabas con tus escritos y poemas. Eran siempre acerca de nosotros dos, y en ellos el amor resplandecía como una gran luminaria ante la que las sombras y los oscuros peligros que lo acechaban huían despavoridos como fieras en presencia del fuego. Yo los apreciaba. Los leía con gran detenimiento mientras tú trasteabas en el móvil, canturreabas bajito o te mirabas las uñas, como distraída pero anhelante de cualquier comentario mío, y cuando acababa te besaba del modo más dulce que sabía y bromeaba luego acerca de la sinceridad de aquellos frutos de tu agitado interior o de la posible identidad del chico que aparecía en ellos. Pero lo cierto es que mi cabeza rara vez estuvo para esa clase de asuntos, y en cuanto doblaba y guardaba aquellos papeles en el bolsillo de la camisa me olvidaba de su existencia. Ya sabes que siempre viví nuestra relación de un modo muy distinto al tuyo: a aquella incómoda situación de constante riesgo, en mi caso había que sumarle un hondo sentimiento de culpa que con frecuencia me impedía gozar de tu compañía como es debido. Tampoco hubo nunca nada que me impulsara a coger papel y lápiz. Creo que para eso no basta con es-

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Número 4

tar enamorado. Dicen que el corazón que se entrega a romanticismos de ese tipo es con gran frecuencia aquel que sufre. Y yo en ese aspecto, dejando a un lado mi terco pesar, no tenía ningún problema. Ni celos, ni incertidumbres, ni deseos insatisfechos, ni nada parecido. Es ahora solamente, ya ves, cuando no puedo escribirte nada ni tú podrías leerlo aunque lo hiciera, que tengo más necesidad de hablar contigo que nunca. En ello tiene mucho que ver la nostalgia que provoca tu ausencia. Pero sobre todo, que nunca he sentido nada que merezca tanto la pena ser dicho como ahora. Por supuesto que hay también un montón de cosas insignificantes que me gustaría decirte. Pero esas procuraré callarlas. Si hay algún resquicio dentro del concepto de lo imposible (porque en casi todo hay excepciones) que permita que estas quiméricas palabras lleguen a su inexistente destino, en ese inverosímil a todas luces caso no quisiera malgastarlo con banalidades. Más que nada quiero hablarte de aquel espacio de tiempo cuya duración no podría calcular y que supuso el final de nuestra existencia. Aquel en el que empezamos tan juntos como dos personas puedan estarlo y en el que acabamos cada uno por un lado; bastante cerca el uno del otro, es verdad (mi mano izquierda a menos de un palmo de la tuya), pero más lejos de poder tocarnos de lo que jamás habíamos estado. A menudo se tarda demasiado en tomar conciencia de la realidad. Sobre todo cuando ocurre algo que se sale de lo habitual. En este caso sólo comencé a comprender la magnitud y la trascendencia de lo que nos había pasado en el instante en que la policía entró en la habitación y encontró aquel macabro escenario: los restos 35


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del naufragio; el desenlace imprevisto de lo que se había iniciado como una placentera tarde de finales de junio a solas en tu casa. Era uno de los días más largos del verano, y aunque no era temprano el sol entraba todavía con fuerza por los visillos llenando de vida y de luz las partículas que flotaban en la pesada atmósfera del dormitorio. Tu cuerpo yacía inmóvil sobre el colchón con dos disparos en el pecho y el mío agonizaba en el suelo desangrándose a borbotones por el cuello. Aquella carne, momentos antes rebosante de ímpetu y arrogancia, bella en su despliegue de amor y pasión sobre las sábanas, se mostraba ahora inerte y humillada, manchada, casi grosera. Cerca de nosotros, completando una composición casi perfecta entre tu figura y la mía, ambas horizontales aunque con distinta orientación y altura, estaba tu marido, que poco antes había irrumpido pegando tiros y ahora permanecía sentado junto a la cama mirándote como hipnotizado, con el rostro surcado de lágrimas y la pistola aún caliente entre las manos. Pablito “El Jirafa”. Fui yo quien le puso el mote cuando éramos niños en honor a su larga y desgarbada figura y ese cuello que bien podría haber doblado en longitud al mío. Vivía tres casas más arriba que yo y cada día íbamos juntos a la escuela. A veces lo esperaba sentado en el tranco de mi puerta, pero si era temprano me acercaba hasta la suya y entraba a verlo desayunar como quien entra en su propia casa. Por el camino no parábamos de jugar y reír, pero sobre todo hablábamos y nos confiábamos secretos que jamás habríamos contado a nadie. Luego llegábamos al patio del colegio, nos juntábamos con el resto de amigos, y todo cambiaba. Mejor dicho, era yo quien cambiaba. Porque Pablito era el mismo en todo momento. Siempre. Ay, Pablo. No sabría decir el tiempo que llevaba allí 36

sentado a tu lado, destrozado por completo y sin quitarte los ojos de encima. El caso es que al oírlos llegar se metió el cañón en la boca y disparó la única bala que le quedaba. Los agentes tardaron un poco en reaccionar, sobre todo porque el más joven estaba notablemente conmocionado. Pero en cuanto pudieron lo primero que hicieron fue comprobar nuestro estado. Dijeron que los tres estábamos muertos. Y después se pusieron a echar fotos y a recoger muestras al tiempo que lanzaban hipótesis sobre los hechos (no era un caso muy complicado, ciertamente) y hacían valoraciones más o menos triviales sobre el papel de cada uno de nosotros en todo aquello. Ni qué decir tiene que a ti y a mí nos tocó la peor parte en un asunto que no dudaron en etiquetar como «crimen pasional», irónico adjetivo si tenemos en cuenta las cosas que a menudo contabas de Pablo. No sé vosotros, pero yo pude oír aquella conversación durante un buen rato, no me preguntes por qué, y más tarde, cuando dejé de oír, el pensamiento aún me siguió funcionando. Me vinieron entonces recuerdos de mi más temprana infancia, algunos de ellos sepultados hasta entonces en el olvido más completo, y me alarmé. Siempre había temido ese momento en el que dicen que circula ante tus ojos tu vida entera. Ya sabes que la mía, en general, había sido particularmente fea y aburrida, y me aterrorizaba la sola idea de tragármela de nuevo. Decidí, pues, tomar las riendas del asunto buscando un pensamiento agradable, como hacía a veces cuando iba a dormir, y enseguida apareciste tú, tan solo unos minutos antes, agitando tu cuerpo sobre el mío, con los cabellos sueltos sobre los hombros y aquella insoportable belleza de tu pecho desnudo. Parecías triste y feliz al mismo tiempo, aunque como siempre, y es una lástima, no quise darle demasia-


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da importancia. Volvieron también con esa imagen tuya tus últimas palabras, justo antes de que apareciera tu marido. Era una pregunta que formuló tu boca, o tu mirada, no estoy seguro, que yo no respondí ni con mis gestos ni con mi voz, tal vez por considerarla intrascendente, pero que en vista de lo ocurrido cobraba ahora una inmensa relevancia; como un garabato de lápiz sobre un pa-

pel convertido de repente en epitafio esculpido en la piedra. Acaricié con dulzura aquella dolorida frase que en cierto modo encerraba la clave, el sentido de cada minuto de los últimos años de nuestras vidas, y asentí con toda mi alma, demasiado tarde, pero te dije que tenías razón, que pasara lo que pasara lo nuestro habría merecido la pena. Poco después también dejé de pensar.

Enrique Mochón Romera (Puerto Sagunto, Valencia - España) Twitter: @enriuemochon Facebook: enrique.mochonromera.5

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La casa de las criollas Carmen

Hinojal

Mi padre me acostumbró, ya desde pequeño, a reverenciar todo lo extraño y desconocido... Los hechos que sucedieron entonces, y que no quiero olvidar, antes de que la cordura se apague en mi cabeza, son tan ciertos como el agua que ahora tiembla en el vaso que sostiene mi mano. Vosotros, queridos socios y amigos, recordaréis bien el día que nos conocimos. El entierro del socio principal de la naviera Morel y Romero tenía que haberse celebrado la mañana del jueves, pero las aguas se habían desbordado y no paraba de llover. Por eso se celebró el viernes, día trece, con tan mala fortuna, que el barro desluciría la ceremonia. El señor Morel, el otro socio de la firma, me aconsejó que regresara en su coche, pues no había forma de encontrar uno de alquiler con tal mal tiempo. Había sido buen amigo de mi familia y me ofreció su casa y una invitación para cenar. La mansión del señor Morel se erguía muy cerca del Malecón, a unas cuadras de la Avenida del Golfo. A esas 38

horas el mar, embravecido por la tormenta, arrojaba con furia las olas cubriendo las calles de arena. El señor Morel me recordaba a mi padre. En su juventud habían surcado los mares en busca de rutas más propicias para el comercio del tabaco y las especias. Me contaba que mi padre había sido un bravo marino, y que, en sobradas ocasiones, le salvara de un mal golpe de mar. También sería mi padre el que le presentara a su segunda esposa, de raza criolla, una exuberante mujer de sangre caliente, que en nada se parecía a su austera difunta. Mi padre me acostumbró, ya desde pequeño, a reverenciar todo lo extraño y desconocido. Y en verdad que sería extraña la tarde en que conociera a las muchachas. Las hijas del señor Morel, gemelas, pero de carácter enfrentado, como llegaría yo muy bien a saber, no podían estar la


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una sin la otra. Desde el primer momento me sorprendió aquella familiaridad ante cualquier extraño para besarse y acariciarse a cada instante. Una de ellas, la más atrevida, no dejaba de mirarme como si se insinuara. La otra, más tímida y recatada, escondía su vergüenza tras la falda de la hermana. A la hora de la cena, me sorprendió que también sus mentes se hubieran duplicado, de tal modo, que la una era zurda y la otra diestra. Sara y Mariana, así se llamaban, se pasaron la velada mirándome, ya que yo era el único hombre de su edad sentado a la mesa. Me imaginé cómo se desenvolverían en sus tareas cotidianas. Se bañarían juntas, se vestirían igual, se peinarían la una a la otra, montarían el mismo caballo… ¿Amarían también así? Como nuevo ayudante del señor Morel las llegaría a conocer muy bien. Supe por su padre que las niñas eran bastante devotas. Su difunta madre practicaba con ellas, desde muy niñas, la santería.

Y la seguirían practicando con la urgente necesidad de comunicarse con la madre muerta. Las dos muchachas creían fervientemente en el más allá y en la transfiguración de la carne y la sangre. Su padre se reía de sus ceremonias infantiles y a menudo les gastaba bromas, disfrazándose de fantasma que venía para llevárselas. Y no había cosa que más miedo les diera, pues vivir la una sin la otra, era para ellas un infierno. Se querían tanto que lo que más les gustaba era imaginarse que eran siamesas Un día me sorprendieron con el nuevo encargo para su modista. Le habían pedido que les hiciera un vestido donde cupieran las dos. Y cuando se lo pusieron, andaban todo el día de acá para allá, tropezando. Mariana hacía todo lo que Sara le decía. Ella era su brazo ejecutor. Tanto le llegó a preocupar al señor Morel que Mariana fuera una mera sombra de su hermana, que la trataba de modo distinto y las agasajaba con hermosos vestidos y sombreros diferentes, que quedaban en el olvido con una sola mirada de Sara. Y no pude dejar de reconocer que eran idénti39


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cas, dobles ante el gran espejo donde se miraban como fantasmas risueños, al otro lado de la pared. Pasado el tiempo, las dos a la vez, se enamoraron de mí. No me resultó una sorpresa, trabajaba todos los días con su padre, en la casa. Y aquello iba a ser un problema, yo no tenía un hermano para conformarlas. El día antes de la mayoría de edad de las muchachas, su padre me rogó que le acompañara a su gabinete para tratar algún tema en privado. La propuesta, lejos de sorprenderme, me agradó. Me propuso que desposara a una de sus hijas. Como era natural me decidí por Mariana. Acordamos la boda para principios de agosto, quizás el verano adormeciera sus ánimos y podría llevarme a la dulce Mariana lejos del influjo de Sara. La boda llegó a buen puerto, y me sorprendió el cálido beso de despedida que Sara me dio, más propio de una hermana que de una mujer despechada. «Cuida de ella, me dijo». Y a Mariana: «Te enviaré mi regalo, cariño, es un poco voluminoso para entregártelo aquí». Mariana, lejos de Sara, comenzó a tener vida propia. Poco a poco, nos fueron llegando los regalos desde la casa paterna: dos vajillas de porcelana, artículos de tocador, menaje de cocina… algún que otro mueble para decorar la habitación de Mariana, pues ella había decidido que quería gozar de intimidad. Dado que siempre lo había compartido todo con Sara, yo no me opuse a este progreso. Lo que más llamó mi atención fue un voluminoso paquete que esperaba en la entrada. Era bastante grande, similar a un armario bajo. Por su frente estaba abierto y tenía divisiones cuadradas, en diferentes medidas, que simulaban habitaciones con ventanitas y puertas de comunicación. El mobiliario era de tan delicada perfección, que hasta tenía agua en las jarras y sanitarios de porcelana, y lámparas de 40

factura cristalina. Era un regalo muy caro. Cuando Mariana lo descubrió comenzó a saltar de alegría. El regalo de Sara era una maravillosa casa de muñecas, y en todo representaba a la suya. Todas las habitaciones estaban decoradas del mismo modo, pero lo más extraordinario era el cuarto de las niñas, donde dos figuras idénticas, vestidas y peinadas igual, se miraban en un espejo. El salón, las cocinas, el propio señor Morel y sus criados, estaban representados con minúscula y exacta pulcritud. Mariana lo miraba todo boquiabierta, y agradecida por haberle consentido este regalo y disponer a su antojo donde quería colocarlo. Por cuestiones de negocios, me vi obligado a dejarla durante unos meses. Pero tenía la secreta esperanza de que todo iría bien y que pronto sería padre. Cuando de regreso pasé para visitar a mi suegro, Sara no estaba en la casa. Imaginé, que ahora que su hermana hacía vida de casada, ella a su vez se prepararía para conocer algún buen pretendiente. Pero su padre, preocupado, me dijo que acostumbraba a pasar casi to-


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das las veladas en reuniones donde se practicaba el espiritismo y la santería. Se sintió más animado cuando le hablé de mi vida con Mariana, y nos deseó lo mejor. Cuando llegué a mi hogar, Mariana, lejos de su costumbre, no acudió a recibirme. La imaginé esperándome en la alcoba. Estaba deseando abrazarla y hacerle el amor. Una de mis sirvientas, muy preocupada, me dijo que desde mi partida Mariana había permanecido en su cuarto, que comía y hacía vida en él. Abrí la puerta con recelo, pero me animé pensando que quizás era un antojo de embarazada, y sonreí. Estaba jugando con la casita, y ponía su dulce voz a las muñecas. En el juego, la figura de Sara seguía teniendo la voz dominante, y hacía que Mariana la peinara, la vistiera, la acariciara… Sara, pensé, siempre Sara. Una noche me desperté sobresaltado. Había alguien a los pies de mi cama. Mi mujer estaba muy hermosa, envuelta en un verde camisón transparente. Nunca antes la había visto tan resuelta. Ella tomó la iniciativa y me amó con verdadera pasión. Al despertarme Mariana no estaba en mi cama. Y fui a buscarla. Estaba jugando, como de costumbre, con las muñequitas. Y había incorporado a sus juegos a un nuevo muñeco: un yo diminuto dormía en la cama de la casita, en medio de las dos. Aquello me pareció malsano y de pésimo gusto. Recriminé a Mariana por ello, pero no se disculpó. «Ha sido idea de Sara», me dijo. «Sara no está aquí», le grité. Pero ella siguió embelesada, peinando a las muñequitas. Al cabo de seis meses el embarazo ya era evidente. Y, para nuestra seguridad, mandé a Mariana a casa de su padre. El médico de la familia se encargaría de todo y yo seguiría un poco más al cargo de mis negocios. Pero pasados un tiempo recibí un ca-

ble con malas noticias. Sara se había caído del caballo y se había desnucado. Presentí el horror de Mariana. Mi hijo esperaba nacer y aquellas no eran las mejores circunstancias. Después del entierro de Sara, Mariana se volvió apática. No quería comer y apenas dormía. Yo temía por ella y por la criatura. Pero el médico nos tranquilizó, y una semana después nacieron las gemelas. Mariana apenas las miraba. No dejaba de llorar y de llamar a su hermana. Cuando las niñas tenían tres meses, Mariana cambió bruscamente de actitud. Parecía más vivaracha y absorta en su cuidado. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Pero un día tuve que regresar antes de lo previsto. Las niñas dormían tranquilas en sus cunitas. Pero Mariana no estaba con ellas. Cuando abrí la puerta de su cuarto la visión me dejó aturdido. Mariana estaba vestida como Sara y se peinaba complacida delante del espejo. Se dio la vuelta y me habló. «Qué bien que ya hayas regresado, esposo mío. Ahora todo volverá a ser como antes». Y descubrió para mí su cuerpo. Era de una blancura tal que se transparentaba. Bajo esa piel se movía la sombra de otra piel. Poco a poco una segunda mujer se escindía de su cuerpo. Era traslúcida, y de consistencia brumosa. Aquel cuerpo con los labios y los ojos lujuriosos de Sara, me envolvió entre sus brazos y me besó. Y caí en la locura, preguntándome con horror, a cuál de las dos había amado. Tenía que creer que a la madre de mis hijas. Pero dudaba. ¿Y si Mariana no fuese Mariana, y si fuera Sara la que me sedujo aquella noche? ¿Y si sus cuerpos se habían transmutado por algún sortilegio de la santería? La evidencia se fraguó en mi mente. Corrí hacia la casita de muñecas y la 41


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rompí en mil pedazos. Oía los lamentos de Mariana, pero nunca podría detener la ira que me embargaba. En el suelo, las muñequitas desesperadas se abrazaban. Las pisoteé con furia, pero no sentí crujir el tacto de la porcelana, y el suelo

se cubrió de rojo. Después busqué a mí esposa… Ahora sé que nunca debería haberlo hecho, amigos míos, nunca. Porque frente al espejo, el amado cuerpo de Mariana, se desvanecía.

Carmen Hinojal Amores

(Aranjuez, Madrid - España)

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Número 4

Perfeuto Araceli

Cucalón Un relato en aragonés Dedicado a "Mensaje encontrado en una botella" de Edgar Allan Poe

Yera alto u baixo l'anyada 2095, as muitas catatombes naturals y os procesos de malmeter-se d'as societats, facioron que os seres humanos quasi disapareixeran d'a Tierra.

Os tornados, martremols, pluvias que feban grans torrenteras, as sequeras aporlagadas, catatombes d'a orache de cualsiquier tipo, facioron que as tierras que se cautivaban se tornaran acoradas y os animals quasi s'acotolaran. De cosa feban serviu os avisos que de contino s'habian feito sobre os cambeos n'a orache y as suyas conseqüencias, quan os hombres quisioron nacerar, yera masiau tarde, cayendo en un bolturno dica l'estricallo. 43


El Callejรณn de las Once Esquinas

A fambre fizconio as guerras y as guerras que fese tot ixagrinau, os que yeran muito pobres, fuoron os primers en i plegar a una vida miseriosa, plena de malotias y muerte sin remedio. A sociedad principio a malmeter-se y os mainates dixoron o poder en as mans d'os sinyors d'as guerras, se torno a biolentar t'as chens con crueldat estrimera, como se facio en bellas guerras d'o sieglo XX, mas a mas en totz os puestos. Os estricallos facioron que as ciudats y os lugars dixapareixieran y a naturaleza principio a adequar-se a l'orache y a tapar a escape quasiquier ramo d'o ser humano y a suyas obras.

En os oceanos, os barcos fuoron estricallaus por tronadas y olas chigans como montanyas, as turberas ruxian con violencia sin rematadura y tot yera espanto y o mar se torno negro y tenebroso. En o ciel, as cierzeras y as tronadas, facioron una ixarrota con os avions y cualsiquier aeronave que gosara de sulcar-lo y como no bi heba dengun que os dirichiera, os satelites principioron a cayer por cualsiquier puesto, por cambos y montayas, en as islas y en o mar, estricallando tot lo que trobaban. Tot se torno en decayedura.

Solament una miqueta de privilechiaus, en salioron salvar a suya traza de vida, una miqueta de chen que teneban acceso t'a tecnolochia y a sciencia y mas a mas yeran os capiscols d'ellas, s'acubiloron en soterranyos de bellas ciudats que yeran leixos d'as guerras y principioron a vivir asti como xuris en rateras.

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NĂşmero 4

D'a mia vida tiengo guaire que contar, solament como rematĂŠ en un bolturno que nos levo, a yo y a mia familla, ta vivir en un d'os soterranyos d'o metro d'a ciudat a on yeramos naxius. De primeras, tot yera caos y anarquia, mesmo que beluns entre ells yo, prenemos as tiraderas d'a situaciĂłn, caleba fer una nueva organizacion social y humana. Os mios estudeos y a mia experiencia en chenetica, facioron que estase parte funda d'a nueva comunidat y encara que siempre tenie una mente critica y analitica, lo que paso dimpues, mes pareixe que ye fruito d'una imachinaciĂłn excesiva. Ye por ixo, que me ha parexiu important reflectar a historia fantastica que a l'arreu paso, ta que en o esdebenidero si bi ha bella chen, no torne nunca a fer lo que nusatros facienos con o nuestro planeta y con o ser humano.

S'habia de fer muito treballo y en dos u tres anyadas, salimos ne atra vegada a tener birolla y augua de cutio. Se feban cursas de nueits, ta no cremar-nos con o sol y fuyir de atras chens que dondiaban por as carreras y os camins. Con a nuestra tecnolochia, logramos tener hortals en os soteranyos y fer luz con os nuestros desfeitos y l'agua veniba a resultas de fer basa d'as plevias que cayeban a montons. Por os tunels, tamien plegamos a ocupar edificios de laboratorios y usinas, tornando a enchegar-los como dinantes. Yeranos atra vegada a tot meter. Malas que ya faciemos traya t'a vida cutiana, os scientificos principiamos a fer fayenas ta salir ne tornar a fer experimentos y estudeos, con miras a vivir millor nusatros y os nuestro fillos. Bi n'heba inchenieros, medicos, fisicos... yo, atra vegada, contine con os mios experimentos cheneticos. 45


El Callejรณn de las Once Esquinas

En o anyo 2017, fue a primera vegada que se logrรณ modificar un embriรณn humano con exito y se principio a acotolar malotias rastiadoras, cortando as secuencias que en conteneban y a resultas d'ixo, nusatros y os nuestros fillos ya yeramos hombres y mullers sin traza d'istas malotias. Pararon cuenta que yeramos mas alteros y cerenyos y nos febamos mas viellos, mas a mas o nuestro cuerpo teneba mes fraxilidat quan tenebanos atras malotias y bi ha vegadas que no yera fesable curar-nos de un muergo o o una marina. Ixe iba a estar a mia fayena. Pense en creyar un nuevo ser humano, no solament millor en o suyo cuerpo, tamien millor en o suyo esmo, ta que se tornase mes bueno y chusto, mas intelichent y que nunca se tornase a fer guerras y maldades.

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Encletau con una miqueta de chen, nos proposemos creyar o hombre perfecto, o ser humano vivo mes perfecto de toda a creación. Miramos unos chenes perfeutos. Como yeramos de muitas razas, paramos cuenta que o mezcallo podeba estar o millor opción. Europeos, africanos y bell aborichen americano. Dimpues de modificar y cambiar cualsiquier ramo de malotia y tacha en as seqüencias d'ADN, lo fecundomos in vitro y lo ficomos en a natura d'una muller fortal y sana. A truca d'ixas seqüencias, en os foraus, le ficomos un perfeuto software, ta que o suyo cerebro teniese un altero ran intelectual y o suyo cuerpo unos uesos, musclos y organos unicos.

Ta naxer, os medicos entoldoron fer-lo por cesarea, ta que no patiera en o parto, su mai trobo como si en rancaran bella tarna d'o suyo cuerpo y querio fer-le un abrazo a escape, pero os medicos no la dixaron. Yera un experimento y de primeras tenebanos que fer-le uellos, caleba pesar-lo y medir-lo, dimpues fer-le scaners y resonancias, ta viyer que tot yera en orden y que s'habeba lograu lo que se miraba. No querebanos desfeitar-lo, como calebanos fer-lo en atras vegadas. Yera perfeuto. 47


El Callejรณn de las Once Esquinas

Quan ya no amenisto de su mai, lo en levamos a un puesto esteril, on tot yera ecologico y limpio a sabelo, l'aire y l'augua yeran filtraus, ta que el creixiera con harmonia y que no estiese afecto por cosa o suyo organismo. Dende que yera chicoton, totz aquellos que vivebanos con el y que tenebanos bell conoiximientos, scientificos, mayestros, mosicos... fuemos sus pais, ta amostrar-le tot aquello que o ser humano habeba pensau, inventau, cualsiquier creyacion humana. Quan habeban vulcadas unas anyandas, fuemos esgallinando o software, dende un 2.0 dica un 10.1, version tras version, actualizando as suyas neuronas t'o mesmo tiempo que os suyas bases de datos, os suyos programas de calculo, as suyas presentaciones esquematicas, analiticas y artisticas. O suyo cuerpo habeba madurau y a suya polideza se torno androgina mesmo que o suya piel principio a pareixer-se t'o marmol y os suyos cenyos se tornaron d'estatua. Yera David de carne y ueso. Luego, a chen principio a venir ta veyer-lo y sentir-lo, ta trobar as marabillas que en teneba, a choventud sin rematadura, a noble polideza, a intelichencia de ran superior. Ixo les feba sentir-se como dioses y amenistaban creyer que ixa suprema perfeuciรณn, plegaria ta totz, yera quasi como una relichion, yera un camin dilla, enta l'Olimpo, on dioses y hombres seran solament uno, El.

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NĂşmero 4

El ye perfeuto. O zaguer diya, agarrapizau con contumacia a o carnuz d'o mio fillo, ixe imperfeuto o fillo mio plen de posibilidats de tener malotias, d'estar no guaire intelichent, de querer abrazar a su mai, chugar en o bardo y tornar-se viello plen de malotias recosirando a chuventud. Agarrapizau con os mios brazos, mientres as mias glarimas escoscan su pobret cuerpo. Mientres El, perfeuto, inmobil, sin remadurata, marmol y pietra, me mira fito-fito con desprecio, yo soi o zaguer. O perfeuto, El, absoluto ideyal, o diaple, devanta o suyo piet denzima d'a mia capeza, ta matar-me.

Araceli CucalĂłn Cases (Zaragoza - EspaĂąa) 49


El Callejón de las Once Esquinas

Hambre de justicia Salvador

Esteve

La ley siempre tiene que imperar... El alud confinó al grupo de hombres a una celda de fría soledad. La vaguada se convirtió en un muro insalvable y la única salida estaba ahora sellada por rocas y nieve. La cueva, una hendidura providencial regalo de la naturaleza, les protegía de las inclemencias de los elementos. Uno murió, los doce restantes intentaron aferrarse a la esperanza de que serían rescatados a tiempo, antes de que los escasos víveres se agotaran y se 50

vieran abocados a la muerte por inanición. Pero el tiempo, que no contempla la caridad, acaba con los alimentos y empieza a devorar sus cuerpos, las reservas de grasa acumuladas en su acomodada existencia se diluyen como cera de unas velas que se consumen sin remedio. Erik, el más joven, al límite de la desesperación y protegido por la noche, reclama el cuerpo sin vida del compañero muerto en el desprendimiento


Número 4

de nieve y desgarra su carne complaciendo a su hambre. El grupo, abrazándose a la cordura, no iba a dejar que una jungla de inhumanos comportamientos les alejara de la moralidad, de la justicia. La ley siempre tiene que imperar, un suceso tan abominable no podía quedar sin castigo. Se eligió un juez, un abogado y un fiscal, el resto ejercerían de jurado. El fiscal fue implacable, esgrimió la ignominia del hecho catalogándola de aberración atroz, y recitó un pasaje del Deuteronomio que resumía la prohibición divina de comer carne hermana. Señaló una y otra vez a Erik como un monstruo al que había que castigar, de no hacerlo no serían merecedores de ser salvados e integrarse sin vergüenza en la sociedad. El abogado apeló a la necesidad del cuerpo, imploró el perdón, aludió a la amistad, abanderó la locura como atenuante. La muerte y la justicia observaban un cuadro de color mortecino ralentizado por las escasas fuerzas que les quedaban. Pellejos andantes con una pesada toga de integridad. El juicio llegó a su fin, se reunieron e intercambiaron susurros, el veredicto fue unánime: culpable. La cárcel hubiera sido la probable pena en el exterior, pero la prisión estaba ya presente en sus vidas, el castigo tendría que ser un claro mensaje a sus conciencias; debía morir. No tenían tiempo para pensar en un mecanismo de ejecución digno. Lentamente se acercaron a Erik, que los vio venir con un rictus renovado de valor, sus ojos escupían venganza, sus bocas salivaban justicia; empezó a rezar. Sus

compañeros le cercaron y con sus manos taponaron sus vías respiratorias, el pataleo se convirtió en quietud, la sentencia se había cumplido. Los doce hombres tenían la certeza de que la ley es un ser vivo que se adapta, sobrevive, por lo que, como una consecuencia colateral, el cuerpo ya sin vida sería devorado para bien del grupo, una forma de arañar tiempo a la muerte, una manera de purgar su acto. Engullían la carne con alevosa determinación. Los sentimientos, protegidos por la escarcha de sus corazones, adormecían al amparo de sus convicciones. Las fuerzas volvían temblorosas. Todos se miraban y asentían, la carne humana al cobijo de la legalidad sabía bien, muy bien. En el exterior, la manada de lobos había olfateado la sangre y paciente esperaba. El sol iba derritiendo la nieve y, poco a poco, los senderos empezaban a abrirse paso en la vaguada dejando vía libre a sus colmillos. Entonces, bajo la consigna de su ley, la supervivencia, saciarían el hambre.

Salvador Esteve (Castellón - España) 51


El Callejón de las Once Esquinas

En noches como esta Raúl

Garcés No se ha vuelto usted loco...

Pero hombre, no se quede en la puerta. Pase y siéntese. Dios mío, esta usted temblando. Ahora mismo le preparo un café bien caliente. Estaba a punto de cerrar, ¿sabe? pero no importa. Y dígame, ¿qué le trae por aquí a estas horas? ¿Se encuentra bien? Está muy pálido. ¿Cómo dice? Tranquilo. No se ha vuelto usted loco. Llevo muchos años tras la barra de este Café y lo que cuenta no es algo nuevo para mí. Surgen de la nada vistiendo ropas propias de otro siglo. ¿No es cierto? Debe saber que la calle Alfonso se abrió para acceder desde el Coso a la plaza del Pilar sin tener que adentrarse en infinidad de callejuelas, derribando para ello las viviendas existentes. Muchos zaragozanos perdieron así sus casas. Desde entonces hay quien en noches como esta, cuando el cierzo azota sin compasión, asegura haberles visto deambular sobre el frío adoquinado buscando en vano su hogar.

Raúl Garcés Redondo (Zaragoza - España) Blog: www.desdesoria.es/tieneunminuto 52


Número 4

Pobre, viejo Miguel Sonia

Serna

No le deis conversación, que no le gusta… El viejo Miguel viene todas las tardes a esta playa. Siempre. Incluso cuando llueve o hace viento acude a su cita con el mar, y aquí permanece hasta que se pone el sol. No se sabe mucho de este buen hombre, sólo que se llama Miguel, que siempre va solo y que hace años que se le ve envejecer al mismo ritmo con el que el mar le va comiendo la madera a aquel viejo balandro encallado en la arena. Dicen en el pueblo que el viejo Miguel llegó hasta aquí en un barco pesquero «hace lo menos…cuarenta años», cuentan sus vecinos. Nadie sabe más de él. Callado, trabajador, solitario, honrado, triste, muy triste. Miguel pasea esta tristeza perdido dentro de una chaqueta raída de color marrón, que seguramente un día fue de su talla, y se cubre con una melancolía espesa e indisimulable que le hace arrastrar su alma por donde quiera que va. «No le deis conversación, que no le gusta…»

«¿Que a qué va a la playa? Vete a saber, no estará muy bien de la cabeza…» No hay forma de saber más sobre este hombrecillo. Él no cuenta nada, y los más cotillas del lugar hace años que se cansaron de preguntarle en vano, así que es probable que lo poco que se conoce de él ni siquiera sea cierto. Miguel es, simplemente, ese viejo marinero que va todas las tardes a la playa para Dios sabrá qué. Tal vez sea simplemente un romántico, o un soñador, o un loco, o un hombre que no quiere hacerle compañía a la soledad de su casa o de su vida. Tal vez venga hasta aquí para olvidar, o para recordar, para pensar o para no tener que pensar. Sea como fuere, el anciano no falta a su encuentro diario con la playa; se sienta sobre una pequeña roca y se queda mirando al mar como si esperara a alguien. Frente a las olas sus ojos se transforman, se tornan azules o grises, según el color del agua, y se olvida de pestañear, y contempla el paisaje con la 53


El Callejón de las Once Esquinas

fe absoluta de encontrar lo que está buscando, o de comprender lo que se está preguntando. Hoy hace un día desapacible, frío y con lluvia, pero por allí viene el viejo marinero, puntual, con su chaqueta marrón, su paraguas y su perenne melancolía, ajeno a las dificultades con las que el clima le quiere amilanar. Ahí está el viejo loco, el pobre lobo de mar que se ahoga estando en tierra firme. Es el mismo ritual cada día, en el mismo orden. Así ha sido siempre… Hasta hoy. Lleva Miguel sentado unas dos horas cuando algo llama su atención, algo que brilla entre las olas con el poco sol que queda. Miguel se pone en pie, estira su flaco cuello hasta que el cuello se le acaba y tiene que ponerse de puntillas. Le cambian la mirada y la expresión, y el pobre diablo se lleva las manos a la cabeza mientras sonríe tan incrédulo como nervioso. Gesticula emocionado y se acerca hasta el objeto. «¡Sin duda, es un milagro!» —grita para sus adentros el anciano. Parece ser lo que ha estado esperando durante todos estos años. Es una botella de cristal con un papel dentro. El viejo loco abraza la botella en silencio, la mira, la besa, la vuelve a abrazar, da unos pocos pasos hacia atrás, hacia

un lado, hacia el otro, vuelve a sonreír y mira al cielo mientras sigue abrazando la botella. Se serena, o lo intenta, respira hondo y quita el tapón. Saca el mensaje con algo de dificultad porque las manos tiemblan de emoción y de ancianas. Con la botella aún en la mano izquierda lee el mensaje que sujeta su mano derecha. Lo vuelve a leer. Y una vez más, y otra, y otra… Miguel ya no sonríe. Se queda inmóvil con la mirada perdida entre las olas y el rostro empapado por la lluvia y el fracaso. Miguel siente cómo su corazón se hace pedazos contra el oleaje. El naufragio es inminente. Como el que sufre un desmayo, cae de rodillas sobre la arena y llora amargamente. Una hora después, ya de noche, el viejo Miguel sigue arrodillado, la cabeza hacia abajo, hundido en su desolación, enajenado. Al fin levanta la mirada, sus ojos sin color recorren lo que le rodea, como si nunca hubiera visto esta playa, y con dificultad pero con determinación se pone en pie y camina hacia las olas. Con la botella en una mano y el mensaje en la otra Miguel y su misterio se pierden para siempre mar adentro.

Sonia Serna San Miguel (Segovia - España) Facebook: sonia.sernasanmiguel (Página: MIS Soniadas) Blog: missoniadas.blogspot.com.es 54


Número 4

El fantasma vengador Un caso de Hiroshi Matsuoka Luis J.

Goróstegui «La nieve blanca cae sobre las tumbas aún vacías». 1

Ciudad de Ueda, Japón. 1559 d.C.

Era una noche sin luna, oscura y fría; ese año el invierno estaba siendo especialmente duro, y aquel martes lo era de forma particular. La casa estaba en silencio. El señor Raiko Hayashida había ordenado a sus sirvientes y samuráis que no le molestaran por ningún concepto, salvo que fuese una emergencia; no soportaba que le interrumpieran durante sus sesiones privadas de espiritismo. Todos conocían su mal genio y sabían que su señor era muy supersticioso, así que nadie osaba contradecirle. En la sala, el señor Hayashida permanecía arrodillado frente a un pequeño altar, susurrando sus plegarias. En eso una voz profunda resonó en la habitación y una figura espectral surgió de la nada irradiando una luz fría y tenebrosa. —¡Tu hora final ha llegado! —dijo amenazante la voz. El señor Hayashida se volvió aterrado. —¿Quién eres? —logró balbu55


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cear, mientras se arrastraba, intentando huir y desparramando el altar por el suelo. El fantasma parecía levitar; vestía una túnica larga y su cara blanca y demacrada, con ojos ensangrentados, emanaba una extraña claridad, como si una luz fosforescente surgiera de él. —¿No me reconoces?... ¿No reconoces la voz a tu viejo camarada?... Soy yo, Takumi Genji… ¡Vengo a vengar mi muerte!... la que provocaste con tu infamia… —exclamó el espectro, mientras se iba acercando. —¿Qué quieres de mí? —preguntó Hayashida san. —Quiero que mueras… —respondió con una voz de ultratumba, mientras señalaba con el dedo al suelo, donde había un cuchillo ceremonial del seppuku—. Ahí tienes. ¡Te doy la oportunidad de usarlo! Comprendiendo lo que pretendía el espíritu, Hayashida san intento llamar a su guardia, pero nadie pareció oírle. El espectro le alcanzó y sacó una katana. —¡No!... ¡No me mates!... ¡Piedad!... ¡No quiero morir!... —gritó desesperado Hayashida san. El fantasma no le hizo caso y con un movimiento rápido y enérgico, blandió la espada y le segó la cabeza. Unos segundos después, la aparición desapareció como había llegado. 2 A la mañana siguiente, llegué a la comisaría pletórico de ánimo y de muy buen humor. Acababa de pasar unos días con mi familia, a la que no veía desde que vine a la ciudad para aprender con el jefe de policía local, Naoko Oshima, hacía ya casi un año; desde que me tomó como su ayudante, le consideré mi mentor. ¡La de cosas que he aprendido desde que estoy con él! 56

—¡Bienvenido, Hiroshi Matsuoka! —me saludó ceremonialmente con una sonrisa al verme llegar—, no te esperaba tan pronto. ¿Qué tal tu familia? El jefe Oshima estaba terminando de conversar con una anciana señora cuando llegué, así que esperé a que terminara para contestarle. —Bien, señora Asari, no se preocupe, nos ocuparemos de ello. Pronto le daremos noticias. Gracias por avisarnos —le dijo amablemente. Le cedí el paso a la señora y le abrí la puerta para que pudiera salir de la comisaría. —Estupendamente, Oshima san —le contesté—, incluso tuve tiempo de acudir con ellos a una representación de teatro noh.


Número 4

—¿Y te gustó? —Oh, sí, mucho. Era un típico «noh de demonios», ya sabe, un joven tiene que aplacar a un ser demoniaco, no sin antes entablarse entre ellos una larga lucha. Fue muy emocionante. La compañía de teatro se llamaba… no lo recuerdo muy bien… algo parecido a… «Sara»… no sé qué. —¿No será Saragaku? —dijo el jefe Oshima. —Pues sí, esa misma… ¿cómo lo supo, maestro? —Pues porque hace dos días que esa compañía llegó a la ciudad. —¿Y ha ido a ver la obra de teatro, maestro? —le pregunté. Pero Naoko san no pudo contestarme. En ese mismo instante entró en la comisaría el secretario de Raiko Hayashida diciendo que habían asesinado a su señor. —Esta mañana, muy temprano, le hemos encontrado en su sala privada… ¡Le han cortado la cabeza! —exclamó fuera

de sí. Evidentemente dejamos todo lo que estábamos haciendo y nos fuimos rápidamente a casa del señor Hayashida. Cuando llegamos, nos condujeron ante el cadáver. Efectivamente, estaba muerto; la cabeza estaba a un par de metros de él. Lo curioso era que tenía un cuchillo, de los usados en el seppuku, clavado en el vientre, aunque era evidente que no se había suicidado. Mientras Naoko san escuchaba la explicación de lo sucedido, yo me acerqué al cadáver y pude observar manchas de polvo blanco en su ropa. Y además… —Jefe Naoko —llamé a mi maestro—, mire aquí. —¿Qué has encontrado, Hiroshi? –me preguntó. Y le señalé el suelo, justo junto a la mano derecha del cadáver. —Es la marca del clan Genji. La han grabado en la madera. ¿Qué tendrá que ver el clan Genji en todo esto? —me preguntó mi maestro. No supe qué contestarle. 3 El martes de la semana siguiente la luna llena iluminaba el cielo con un tono tenue. La casa del señor Toshio Karube estaba alumbrada por varias linternas colocadas estratégicamente en las paredes y rincones de las salas principales. Karube san se encontraba a solas en sus habitaciones, leyendo unos documentos, cuando una voz de ultratumba le sobresaltó: —¡Tu hora final ha llegado! —dijo una figura espectral que, como levitando, se manifestó de la nada. Karube san no le temía a la muerte y se sobrepuso rápidamente a la impresión que le había causado la aparición. —¿Quién eres? —le preguntó al fantasma—. ¿Qué quieres de mí? —¿No me reconoces?... ¿No reco57


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noces la voz a tu viejo camarada?... Soy yo,… Takumi Genji… ¡Vengo a vengar mi muerte!... la que provocaste con tu infamia… —exclamó el espectro, mientras se iba acercando—. ¡Quiero que mueras!… Ahí tienes, ¡te doy la oportunidad de usarlo! —añadió la visión, señalando un cuchillo ceremonial del seppuku que había en el suelo de la sala. Karube san no se inmutó y, al no poder hacerle frente con su espada —pues no la tenía consigo—, salió corriendo de la sala llamando a sus samuráis con potentes gritos. Estos oyeron a su señor —se escuchaban las pisadas de los samuráis corriendo en su ayuda—. El señor Karube y sus samuráis se encontraron a medio camino, en uno de los pasillos de la casa. Sin embargo, cuando regresaron a la sala, el espectro ya había desaparecido. Estuvieron buscando por toda la casa y sus alrededores, pero no encontraron nada ni a nadie sospechoso. A la mañana siguiente, a primera hora, el señor Toshio Karube acudió en persona a la comisaría para denunciar el suceso. El jefe Naoko y yo seguíamos investigando el asesinato del señor Raiko Hayashida, pero nos encontrábamos en un callejón sin salida, pues nada habíamos podido averiguar para esclarecer el crimen. Bueno, hasta que el señor Karube entró en la comisaría sin hacerse anunciar: —¡Anoche el fantasma de Takumi Genji san intentó que cometiera seppuku! —exclamó furioso. Sorprendido, el jefe Naoko me miró como preguntándome: «¿Has escuchado lo mismo que yo?» —parecía, no obstante, que algo de luz surgía ante nuestros ojos—. Y amablemente se dirigió al recién llegado: —Será mejor que empiece por el principio y nos cuente todo lo que ha sucedido, señor Karube. 58

Mi mentor hizo pasar a Karube san a una sala aparte y yo me senté en un rincón para tomar nota de su declaración. Karube san describió con una frialdad fuera de lo común el ataque sufrido por el fantasma y con tal realismo que creí ver al espectro. —¿Hay alguna cosa que le llamara la atención, señor Karube? –le preguntó mi mentor cuando terminó su relato de los hechos. —Sí, hubo algo… Su voz, su cara… Era la de mi difunto amigo… Realmente era el espectro de Takumi Genji. —¿Usted cree en fantasmas, señor Karube? —Por supuesto, señor Naoko, ¿usted no? —le respondió con tal tono de seguridad y frialdad que esa noche, entre el recuerdo de la obra de teatro «noh de demonios» que vi con mi familia y el relato de Karube san, tuve pesadillas. Después, el jefe Naoko informó al señor Karube del asesinato de Hayashida san. Quizá fuera impresión mía, pero juraría que le vi temblar, y aseguraría que fue de miedo. —¿Qué relación tenían Genji san, Hayashida san y usted, señor Karube? —le preguntó el jefe Naoko. —Hay poco que contar, jefe Naoko. Nos conocimos cuando estábamos al servicio del anterior daimio, Nagatoki Ogasawara, al que servimos lealmente, incluso a riesgo de nuestras vidas. Por aquel entonces sólo éramos soldados de su ejército, pero los tres entablamos una profunda amistad y fuimos ascendiendo en el escalafón militar, hasta que, con el daimio actual, el señor Shingen Takeda, alcanzamos el puesto de confianza de consejeros personales suyos. —¿De qué murió el señor Genji? —le preguntó mi mentor. —Realmente no lo sé con total exactitud, jefe Naoko; un día apareció muerto en su casa: cometió seppuku.


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—¿Tenía problemas?... ¿Alguien le chantajeaba o le amenazaba?... —No que yo sepa, y eso que le conocía bien después de tantos años; se hablaba de que tenía depresiones…, pero son sólo habladurías, jefe Naoko. —¿Tenía familia? —No, no estaba casado; y no tenía hijos. Tras escuchar la declaración del señor Karube fuimos a su casa en busca de alguna pista. Sin embargo, poco pudimos sacar en limpio: ninguna huella desconocida, ninguna marca en el suelo, y, salvo un tenue rastro de polvo blanco, como el encontrado en el cadáver de Hayashida san, que me hizo recordar el maquillaje usado por los actores en el teatro, regresamos a la comisaría con más dudas que certezas. No obstante, dado el peligro real existente, el jefe Naoko decidió dejar algunos de sus hombres vigilando la casa, por si el fantasma decidía volver. Nos despedimos del señor Karube asegurándole que le avisaríamos en caso de averiguar algo nuevo, y volvimos a la comisaría. Mientras íbamos de camino, mi mentor me preguntó: —¿Crees en fantasmas, hijo? —La gente cree en ellos, pero yo no he visto ninguno… aún, maestro —le respondí. —¿Y qué te parece la idea de que sea un fantasma el causante de todo esto? —Me da la sensación de que los espectros no han tenido que ver mucho con ello, creo yo. —Buena respuesta; ¿y qué harías ahora, entonces? —me preguntó de forma retórica, mientras entrábamos en la comisaría. Allí nos pusimos a repasar la documentación que teníamos del caso, para aclarar ideas: datos biográficos, pistas, retratos de familia, las declaraciones tomadas a los testigos… —¿Quién es, maestro? —pregunté

mientras observaba uno de los retratos. El jefe Naoko se acercó a verlo y me dijo: —Es Genji san, cuando era joven. Nos lo acaba de hacer llegar su familia. ¿Por qué? —Me recuerda… —empecé a responderle, pero me quedé a medias. Tras contarle a mi maestro lo que acababa de pensar, decidimos irnos a comer algo y, de paso, acercarnos por el teatro de la compañía Saragaku. Cuando regresamos a la comisaría estuvimos planificando nuestro siguiente y más decisivo paso. 4 Una semana después, en una noche nubosa y fría, el señor Karube contemplaba cómo el viento creaba curiosas formas con las nubes. En eso, una figura demacrada y de un blanco luminiscente apareció en la sala, surgiendo como de la nada. —¡Tu hora final ha llegado! —dijo con voz cavernosa y cruel—, soy yo,… Takumi Genji… ¡Vengo a vengar mi muerte!... la que provocaste con tu infamia… —exclamó el espectro, alargando sus largos brazos como queriendo agarrarle—. ¡Quiero que mueras!… Ahí tienes, ¡te doy la oportunidad de usarlo! —añadió con afección teatral. En esta ocasión, sorprendentemente, el señor Karube pareció estremecerse de miedo, y, arrastrándose por el suelo, intentaba escapar de la aparición. El espectro le persiguió hasta acorralarle en una esquina. —¡No!... ¡No me mates!... ¡Piedad!... ¡No!... —gritó desesperado Karube san. El fantasma, como era de esperar, no le hizo caso y con un movimiento rápido y enérgico, sacó su espada con intención de segarle la cabeza. Sin embargo, el señor Karube se repuso y con voz cambiada, y con sorprendente serenidad, dijo: 59


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Me temo que esta vez no te saldrás con la tuya. ¡Ya puede entrar, jefe Naoko! —grité con voz potente, mientras me quitaba la careta y el disfraz, y el jefe Naoko junto al verdadero Karube san entraban en la habitación; el falso espectro permanecía inmóvil, sorprendido, sin lograr comprender lo que estaba sucediendo. Entonces me incorporé y le quité el disfraz al fantasma; y bajo la capa de maquillaje apareció un hombre joven. —¿Estás bien, Hiroshi? —me preguntó mi maestro. —Sí, jefe Naoko —le contesté. Y dirigiéndome al fantasma, le dije mientras el jefe Naoko le detenía: —En esta ocasión no salió como pensaba, ¿verdad... Yoshiro Genji?, porque tú eres Yoshiro Genji: el hijo de Takumi Genji. En un primer momento el joven intentó revolverse y escapar, pero los guardias le tenían sujeto fuertemente, por lo que finalmente, comprendiendo que había perdido, se derrumbó. —Sí, yo soy el hijo de Takumi Genji —confesó. 5 Cuando llegamos a la comisaría, el joven Yoshiro nos lo contó todo: —Hace años, cuando mi padre era joven y ambicioso, y con ansias de ascender en la carrera militar, conoció a mi madre —que trabajaba en un teatro ambulante—, y tuvieron un hijo: a mí. Mi padre no consideraba conveniente para 60

su carrera militar casarse y menos aún tener hijos, por lo que nos repudió en secreto; aunque mantuvo contacto con nosotros. Lo cierto es que, a pesar de ello, no odiaba a mi padre, al contrario, en cierto modo le respetaba: siempre se portó bien con mi madre y conmigo, y si no nos mantuvo económicamente fue porque nosotros no quisimos —supongo que, dada la alta posición social que había alcanzado, nuestra presencia seguía sin serle conveniente: mi padre era de ideas firmes—; teníamos nuestro teatro y de él vivíamos mi madre y yo. Hace unos meses mi madre falleció, y aunque continuó sin querer reconocerme públicamente, siguió manteniendo contacto conmigo. »Hace algunas semanas, antes de cometer seppuku, mi padre me escribió una carta en la que me informaba de las razones de su suicidio. En ella me explicaba que Raiko Hayashida, Toshio Karube y él se conocieron estando a las órdenes del daimio Nagatoki Ogasawara; que durante el ataque de un clan rival mi padre mató accidentalmente a la hija del daimio; que Hayashida san y Karube san, habiendo sido testigos del dramático accidente, juraron mantener el secreto, e informaron al daimio Ogasawara que los culpables de la muerte de su hija habían sido miembros del clan rival. »Años después, con el nuevo daimio Shingen Takeda, mi padre se enteró que tanto Hayashida san como Karube san pretendían conspirar para derrocar al


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daimio. Evidentemente se negó a participar y quiso delatar a sus dos compañeros; estos, sin embargo, le chantajearon con hacer público que había sido él quien había matado a la hija del anterior daimio. Ante tal situación no tuvo más salida honorable que cometer seppuku. Cuando leí su carta, juré hacer justicia y matar a los infames que habían provocado su muerte. Estuve planeando detenidamente mi venganza, ensayando lo que tenía que decir y cómo decirlo para causar más impresión, y cuando supe que mi compañía de teatro tenía intención de actuar aquí, vi la ocasión propicia para actuar. Mi disfraz de fantasma era perfecto, y mi parecido, en el físico y la voz, con mi padre le daban veracidad a mi plan. Sin embargo no comprendo… ¿cómo lograron averiguar que yo era el culpable? —El mérito fue de mi ayudante, Hiroshi Matsuoka. Contéstale tú, hijo —le respondió el jefe Naoko. —Lo cierto es que tuve algo de suerte —comencé diciendo—, yo acababa de venir de visitar unos días a mi familia, donde tuve oportunidad de ver una obra de teatro Noh —precisamente con la compañía de teatro Saragaku—, así que tenía muy reciente en la mente todo el ambiente teatral, y cuando vi los restos de polvo blanco, tanto en la ropa de Raiko Hayashida como en la casa de Toshio Karube, me vino a la mente la idea de que el teatro tenía algo que ver en todo esto. Nunca pensamos que el culpable fuera realmente un fantasma. Además, al ver un antiguo retrato de Takumi Genji, cuando era joven, me recordó a uno de los actores que vi en la obra de teatro, en concreto al actor principal, a ti. Pero necesitábamos alguna prueba más concluyente, así que el jefe Naoko y yo decidimos visitar el teatro. Allí pudimos entrar en tu camerino y al registrarlo encontramos la carta que te había escrito tu padre.

»Después, nos dimos cuenta de que, curiosamente, tanto el asesinato de Raiko Hayashida como el ataque en casa de Toshio Karube, se habían cometido un martes, que era, precisamente, el día de descanso de la compañía de teatro, por lo que supusimos, acertadamente, que el próximo ataque tendría lugar el martes siguiente. Y ya sólo era cuestión de detenerte; y para eso ideamos el plan de hacerme pasar por Toshio Karube y de esa manera poder detenerte con las manos en la masa. 6 A la mañana siguiente el jefe Naoko envió a Yoshiro Genji a la capital para ser juzgado. —¿Qué le pasará? —le pregunté a mi maestro. —Será juzgado por un juez y tendrá un juicio justo. —¿Morirá? —Confío que no; yo declararé a su favor: pero irá a la cárcel por cometer un asesinato e intentar otro, y así se hará justicia. —¿Y qué será de él después? —le volví a preguntar. —Volverá al teatro. Su madre le inculcó el amor por él y anoche me aseguró que tenía la intención de volver a él cuando salga de la cárcel. Mi mentor iba a decir algo más pero no pudo: en ese preciso instante la señora Asari apareció en la puerta de la comisaría. —Buenos días, jefe Naoko, ¿no se habrá olvidado de lo mío esta vez, verdad? —dijo con una sonrisa bondadosa. Mi mentor me miró como diciendo: «¡Oh, no. Se me había olvidado!» —No, señora Asari, no se me ha olvidado. Y para que vea que me ocupo de lo suyo vamos ahora mismo a buscar… —¡Mi diadema… me la han robado! —dijo alarmada la pobre señora. —Eso, su diadema. Seguro que la en61


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contramos enseguida —le respondió amablemente. Y mientras ambos salían por la puerta, mi maestro me miró como diciendo: «Seguro que se le ha caído debajo del tocador, como la última vez». Esperé en silencio hasta que se hubieron ido y entonces sonreí y continué con mi trabajo: me esperaba un día ajetreado. «Y es que el trabajo de un policía nunca termina» —me dije, y con un suspiro me puse con el papeleo.

Luis J. Goróstegui Ubierna (Madrid - España) Twitter: @ObservaParaiso Blog: observandoelparaiso.wordpress.com

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No es una mujer cualquiera Laura

Vicente Las mujeres que un día me dolieron no son ella...

No es una mujer cualquiera, es la mía. La sonrisa de la esperanza, la mueca de la felicidad, el abrazo cálido de sentirse en casa a cientos de kilómetros. Ella me mira como si fuera la única mujer en el mundo y me abraza como si este se fuera a acabar mañana. Cruza océanos de tiempo para buscarme siempre en el mismo lugar donde nos despedimos por última vez, porque yo siempre la espero, porque ella siempre vuelve. Vive con la ilusión por bandera y tiene tatuada su sonrisa 24/7. Me protege de mis monstruos y me habla de ellos como si también fueran suyos, y los espanta cada noche porque cuida de mis sueños aunque no ocupe su lugar en nuestra cama. Cuando me enfado

me habla con tanta paz que mi corazón se contagia y puedo ser capaz de pensar en colores vivos. Transforma los malos días en buenas noches y estalla en carcajadas y no hay mejor banda sonora para mi vida que su risa. Vive con la inocencia de la niña que todavía tiene dentro y no tiene coraje de deshacerse, porque esa es su esencia. Me mira con la dulzura del primer amor y con la seguridad del último. Sigue mis pasos allá donde vaya y hace de mi vida, la suya. Se enfada con los kilómetros que nos separan pero los recorre tantas veces como sea necesario por verme sonreír, porque sabe que echarnos de menos es querernos más. Me enseña de la vida, y me cuida co63


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mo un padre a sus hijos. Me deja caer y se recuesta conmigo y nos levantamos juntas, malheridas pero juntas. Incendiamos el mundo a base de orgasmos y nos tiemblan las piernas en cada despedida. Me hace escribir a trazo fino porque me quedo prendada de su sonrisa cada vez que me mira, y ya no sé inventar más palabras que describan el asalto al corazón que me provoca cuando eso sucede. Pinta mis días grises de colores cuando reconoce en mis silencios que algo anda mal. Cumple mis sueños en noches que nos entrecortan la respiración y cuando regresa siempre vuelve a manos llenas. La beso a ojos cerrados y corazón abierto porque amo cada parte de su ser. Porque sus manos siempre buscan las mías para entrelazarse y sus labios me gritan «quédate». Ella me cura de mis fantasmas y me explica tantas veces sea necesario, sosegada, que eso es cosa del pasado. Que las mujeres que un día me dolieron no son ella. Que ella es una mujer sin caducidad, amante de lo sencillo. Baila con la vida porque cada amanecer es una oportunidad nueva para volver a ser feliz. Chapotea los charcos de sus lágrimas porque depende del cristal con el que se mire. No es mi espejo y jamás quiso serlo, ella tiene la libertad

por bandera porque dejar libre es antónimo de amar. Observa como si hoy mismo fuera a perder los sentidos, pero jamás pierde la fe. Sus mentiras están en desuso porque todavía cree que la verdad algún día arreglará este mundo. Ama la vida y bebe rubia la cerveza, y se deja ser ella misma entre mis brazos y ese podría ser el mejor momento de nuestras vidas. Tiene tinta en la piel y mis letras grabadas a fuego, y cada mañana me recuerda que soy lo mejor que le ha pasado en la vida, por si algún día se me olvida. Me atraviesa con su mirada cuando no encontramos las palabras y siento que me quisieron mucho, pero jamás tan bien. Y lo entiende, me quiere con mis peros y mis miedos, con mis desperfectos en el corazón. Me quiere con todo lo que sucedió antes de su llegada, porque al final, eso fue lo que me hizo ser así. En resumen, quiero baches y caminos a la felicidad. Noches de desvelo y tardes de sofá. Domingos de olvidarnos del mundo y lunes de rutina. Escapadas a ningún lugar desde el sofá y recorrer el mundo entero. Quiero todo lo que nos venga, pero siempre contigo. Porque no eres una mujer cualquiera, eres la mía.

Laura Vicente Remiro (Zaragoza - España) 64


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Luna de miel

María José

Viz Blanco

Creía saber lo que me esperaba... Habíamos llegado de noche, tras un agotador viaje desde Astorga, pasando por León, con dirección a Madrid y en vuelo con dos escalas. Aquello estaba muy lejos. El viento apenas soplaba en esas tierras y una mezcla de sonidos de animales, que me inquietaban, hizo que mi descanso fuese prácticamente imposible. El calor húmedo encharcaba todo mi cuerpo. Al poco de colocarme en posición horizontal, mis huesos se lamentaban en silencio, en especial, mi delicado cuello. ¡Cuánto eché de menos mi almohada! Allí no se usa, ni blanda, ni dura (la mía tenía el grosor y la suavidad justa). Cuando conseguí dormir, las pesadillas se sucedieron, atropellándose en mi mente calenturienta. Creía saber lo que me esperaba cuando planificábamos este viaje desde el cómodo sofá, pero la situación me sobrepasó totalmente. Ese lugar no era tan idílico como dicen en los folletos publicitarios. Eran tantas las incomodi-

dades, que se me hacía difícil pensar que hubiese una sola ventaja, a pesar de considerarme una persona repleta de positividad y optimismo. No pude ni aliviar mis necesidades biológicas tranquilamente. Sentada en el WC, esa noche, una pequeña rana, inofensiva pero asquerosa, se asomó en mitad de ese momento tan íntimo e, instantáneamente, emití un grito descomunal, mientras corría en busca de mi marido, que dormía con placidez. Al oírme, se levantó como si tuviese un resorte mecánico y abrió sus ojos de forma exagerada. Cuando le expliqué, con aspavientos y voz entrecortada, lo que había sucedido, me dijo que era una histérica y que debía haber supuesto que algo así sucedería. Me ordenó que volviera a acostarme y que descansara puesto que al amanecer, al cabo de muy pocas horas, teníamos que ir a la actividad estrella del circuito, que no debíamos perder de ninguna manera. 65


El Callejón de las Once Esquinas

Lo que me esperaba, al despuntar el sol, no era otra cosa que un safari. Yo, sinceramente, nunca he sido amante de los animales pero, a priori, ver a esos especímenes exóticos en libertad me parecía algo maravilloso. Pero empezó a torcerse todo desde el mismo momento de subir al jeep. Los movimientos bruscos y los saltos del vehículo me produjeron un mareo muy fuerte, casi al instante. Me daba mucho coraje ser la débil del grupo. Las carcajadas de algunos provocaron en mí aún mayor malestar. El conductor y el guía no tuvieron la delicadeza de parar, ni siquiera para que yo expulsase lo que llegaba a mi boca. Tuve que echarlo en

movimiento. Jamás se lo perdonaré en todo lo que me queda de existencia. Encima, Pablo no supo reaccionar y, si bien al principio parecía preocuparse por mí, acabó riendo las gracias a los demás miembros de la expedición. Cuando ya estaba un poco mejor, al adentrarnos en una zona de espesa vegetación, el susto fue mortal al saltar unos monos, mandriles o lo que fueran, dentro del coche. No me hizo ninguna gracia que se me colgaran del cuello. Los compañeros, retorciéndose de risa… En ese momento decidí, firmemente, que mis futuros viajes se circunscribirían a un radio de no más de diez kilómetros de distancia.

María José Viz Blanco (A Coruña - España) Facebook: María José Viz Blanco

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Número 4

DUDA EN ESTADO PURO gida i r i D por uas Ag a n i t Cris

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Intentaré reconstruir los hechos en la medida de mis posibilidades... En la ciudad todavía no se explican qué sucedió realmente aquella noche del 17 de enero de 1957. Si conociesen ustedes a Heltam como yo, no les extrañaría la llamada que me hizo a eso de la medianoche. Intentaré reconstruir los hechos en la medida de mis posibilidades, sentado plácidamente en un banco del jardín, ahora que el sol del verano parece diluirlo todo. Alden está bien comunicada con Sunlight, Winstonland y Mondalia. Los cuatro municipios son los más prósperos de la cuenca baja del Yazoo en su desembocadura con el Mississippi, y circundan a la central hidroeléctrica a 20 millas por la carretera norte. Tanto han crecido que en la actualidad los límites están desdibujados y en conjunto parecen una gran urbe. Todas tienen en común unos característicos tejados puntiagudos de pizarra negra y estoy convencido, no, seguro, de que si alguien apareciese de la nada, no sabría distinguir si se hallaba en Sunlight o en Mondalia. En Alden se alza un imponente caserón mandado construir hace más de ciento cincuenta años por Elliot Tobe, el rico magnate de los candados, ese que había conseguido una fortuna fabricando cadenas, llaves y otros artefactos similares para la Compañía Importadora Africana. Fue el típico inmigrante que se hizo a sí mismo y, alcanzando el sueño americano, levantó una mansión arquitectónicamente hablando un poco extraña, pues mezclaba el estilo al uso de la comarca con ciertas licencias a lo victoriano de su ascendencia europea. 68

En 1930 la casa fue cerrada, pero años después, con la expansión de la zona para levantar el pantano y la central, se urbanizó alrededor un grupo de viviendas funcionales y sin pretensiones ocupadas por obreros, oficinistas y comerciantes que trabajaban generalmente en el centro. La mansión quedó engullida por el nuevo trazado; pasó de estar rodeada por campos y arbolado en una idílica estampa sureña, a recibir a cambio el número 815 de Peanut Street. Al viejo le crujirían los huesos en la tumba por tal deshonra. Heltam Tobe, supuesto descendiente directo, vino hace tres años a Alden y abrió de nuevo la casa familiar. Frente a ella vivía yo con mi mujer Caroline. Cuando conocí al nuevo inquilino hicimos amistad al momento pues me pareció un hombre cordial. Era un exiliado más de la industria cinematográfica, perseguido en una caza que anuló a no pocos actores, guionistas y directores. Había pasado dos años recorriendo el país con barracas de feria y espectáculos de magia, tan carentes de brillo como su fracasada carrera. Un buen día le comuniqué que andaban buscando personal en la Fundación, y desde entonces trabajamos juntos. Se había cansado de girar por el mundo como una peonza y en su lugar se vio inmerso en una perfecta combinación de ciclos, en una vida monótona y gris. Sé que no era feliz. Desde que se estableció hacía lo mismo a idénticas horas del día, excepto el domingo, que no hacía nada, lo cual era también aburrido porque no dejaba de ser igual a cualquier otro domingo. Era precisa-


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mente ese día de la semana cuando la casa se le antojaba más vacía, por eso yo le invitaba a las barbacoas que organizaba en el jardín y, todo hay que decirlo, aproveché para presentarle a la vecindad. En contra de mi primera impresión, resultó un tipo bastante receloso al trato con otras personas, excepto conmigo. Tuve la oportunidad de visitar su casa en multitud de ocasiones. Tenía tres plantas, pero como le resultaba excesivamente grande para él solo, habitaba parcialmente las dos primeras. Decidió no ocupar algunas habitaciones inferiores, que dejó amuebladas como antaño, pero en las que escasamente entraba. Acondicionó la cocina y el salón con una chimenea de leña y grandes ventanales que daban al jardín trasero. En el segundo piso habilitó su dormitorio y un pequeño estudio que rescató del ya existente, con infinidad de documentos antiguos con los que distraía el tiempo cuando el chico de los periódicos olvidaba dejárselos, lo cual no era infrecuente. La tercera planta sirvió para amontonar enseres y objetos que le sobraban. Una noche lluviosa de principios de año volvíamos juntos desde el trabajo en mi coche. Habíamos estado en la Fundación hasta bien tarde catalogando unos restos arqueológicos llegados todos de vez esa mañana, después de haberlos reclamado mil veces, pues se acordó que tenían que estar antes del martes, era jueves y la exposición sería el sábado próximo. No me importó el trabajo extra porque Caroline estaba en Mondalia visitando a su hermana enferma. Después de terminar tomamos un café y un plato de jambalaya en el bar de Molly. Recuerdo que Elvis sonaba desde la jukebox. Heltam manifestó que estaba cansado y con un dolor de cabeza del demonio, una migraña que galopaba, volviendo gris, pesado y mul-

tiforme su mundo. Así me lo describió. Su cabeza era como un cuadro de Hidra con pinceladas de suspiros de ballenas y analgésicos en acuarela. Veía danzar puntitos luminosos sobre un enmarcado diploma de amnésico escrito en criptografía. ¡Mira, estaba creativo y metafórico! pero luego su locuacidad se apagó. Cuando tomamos de nuevo el coche eran las 22:05 en el reloj de la plaza. No había mucho tráfico por la carretera. Los limpiaparabrisas estaban acelerados persiguiéndose uno a otro constantemente sin nunca llegar a alcanzarse, batiendo el agua que les estorbaba y refunfuñando zumbonamente todo el trayecto. A cada lado los velos acuosos eran suaves columnas que obligaban a avanzar aislados del páramo, como si estuviésemos dentro de una campana de cristal líquido. Estuvo en silencio durante todo el trayecto. Eran poco más de las once cuando le dejé en la puerta de su casa. Desde la mía le vi encender las luces de la cocina y del estudio, en este orden. Imaginé a Heltam Tobe preparándose una bebida caliente. Yo por mi parte me serví un whisqui y encendí el televisor para mitigar el silencio, pues la ausencia de mi esposa se me hacía extraña. Emitían una película de la Universal. Un tipo raro se vendaba el rostro y se colocaba unas gafas oscuras extrañas. Hice tintinear el hielo en mi vaso y con parsimonia eché un trago. El sujeto de la pantalla también bebió de un tubo de ensayo pero él lo hizo de forma más apresurada. Sonó el teléfono. Era Heltam el que me llamaba. —Amigo, ¿puedes venir? Está otra vez en la puerta. He oído ruidos en el jardín. La campanilla no suena, pero sé que está esperando a entrar. —Tranquilízate ¿has tomado tu medicación? —Si, creo que sí. En la televisión el actor sin rostro se 69


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colocó una gabardina y salió a la calle. Yo hice lo mismo. Subí por el camino y llegué empapado a la puerta. Todo era silencio, como en lóbrega mañana de difuntos. Los perfumes del cerrojo iniciaron una carrera cuando el tacto del llamador me devolvió un vapor en sulfuro de amarillo doliente. La consciencia de Heltam despertó en un mundo desgranado en cuentas de un collar que ascendían hasta la mirilla. Sabía que él estaba al otro lado. Podía adivinar su oreja pegada a la puerta hasta conseguir un entrelazamiento cuántico. Le imaginé como madera, como metal, como la nada en el miedo y danzando con acres nubes de eco. —Heltam, soy yo. Me hizo pasar sin abrir en su totalidad el portón. La casa estaba helada y el viento húmedo que entró conmigo no hizo sino aumentar la sensación. —¡Pss! Rápido. Que no nos oiga —me apremió. Subimos las escaleras. Varias lámparas del estudio estaban encendidas y allí había una buena temperatura. Heltam se tiró de espaldas en el sofá. Estaba demacrado y con un evidente terror en los ojos. Intenté calmarle. Yo hablaba pero aquello no fue un diálogo. De su boca salían palabras inconexas, estaba en otro mundo. Le tranquilicé lo mejor que pude y le acompañe hasta su cama. Me quedé sentado en una silla hasta que cerró los ojos, pero no se durmió, creo. Heltam efectivamente entró pronto en calor. Se sentía protegido, ¡qué poder de traje de superhéroe tienen las ropas de la cama! Su cuerpo ya no estaba expuesto ni al frío ni al miedo pero no podía conciliar el sueño. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. El galán era un mueble, el ropero no crujía, los cristales de la ventana tampoco; sí, la silla estaba ocupada pero no era un horroroso espectro de esos que salen del armario a velar nuestros 70

sueños, era yo tranquilamente mecido por la aparente calma que ya había conseguido mi amigo. Había dejado de llover. Tampoco ningún faro en la noche proyectaba sombras fantasmagóricas. Heltam pensó que había sido nuevamente un estúpido. Estiró los brazos, se atrevió a sacarlos al exterior del manto protector y se giró sobre su lado izquierdo en busca de otra postura. Entonces dio con él. Sus pies se toparon con unas piernas peludas que no sabía precisar cuánto rato llevaban a su lado, quizá toda la noche, quizá toda una vida. Desperté al escuchar su alarido y lo que vi fue la más espantosa escena que uno se pueda imaginar. Mientras un aliento fétido le azotaba la cara, las garras de un Ser monstruoso separaban del Tobe de 1957 el dolor de cabeza de forma definitiva, para poder monologar con su cráneo por los siglos de los siglos. El miedo busca extraños trofeos, aunque estén defectuosos. Abandoné el lugar aún no me explico cómo; regresé por el camino tropezando y cayendo. Llegué a casa manchado y cubierto de barro. No sabía qué hacer. Me había dejado la televisión encendida y desde ella una guapa muchacha anunciaba un rizador de pelo. La apagué y quité todas las luces. Fui alternando durante la interminable noche el pavor que me clavó escondido en un rincón, sentado sobre la alfombra, con la angustia de levantarme de vez en cuando para mirar por las ventanas. Al amanecer caí rendido, agotado de cansancio, aunque no tengo la conciencia tan clara como para asegurar que no fue un desmayo causado por la tensión de todos los músculos de mi cuerpo. Unos ruidos de máquinas que provenían de la Mansión Tobe me sacaron del duermevela. El timbre de la puerta hizo simultáneamente de despertador. Un hombre estaba frente a mí. Junto al buzón vi aparcada una Ford Transit


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blanca con la puerta trasera abierta y otro individuo de pie junto a ella fumando un cigarrillo. Pensé que eran policías o detectives, pues las imágenes de la película todavía danzaban en mi cabeza y además es que algo me recordaron a dos de los protagonistas. El que estaba junto a mí hizo un barrido en segundos con la vista por el interior de mi hogar. Llevaba un cuaderno en el que parecía apuntar hasta la ropa que llevaba, que como bien notó no era el pijama pese a lo temprano de la hora sino más bien la angustia misma impregnando mi camisa sucia, mis pantalones arrugados y mis cabellos revueltos. —¿Es usted George Taylor? —dijo comprobando en una aparente lista con varios nombres—. ¿Le puedo hacer unas preguntas? —Sí. ¡No me lo puedo explicar! Le han encontrado, por eso vienen, ¿no? —contesté. —¿Qué es exactamente lo que no se puede explicar? ¿Encontrar qué? —Al pobre Heltam. —¿Quién es Heltam? —El del 815. —¿Pobre? ¿Por qué le llama así? —Anoche… anoche… ¡oh, Dios mío!... en su casa —me mareé y tuve que apoyarme en la puerta. —¿Se encuentra bien, señor? ¿Podemos ayudarle en algo? —No sé. —Sabe que la casa lleva cerrada bastantes años, ¿no? —No, no, no, no. Allí vive —corregí— vivía un hombre. —Imposible. La casa fue derruida el noviembre pasado. Lo ve, no está —dijo señalando hacia el lugar. Yo me quedé petrificado—. Van a poner un parque en ese solar, por eso venimos. Estamos preguntando a la comunidad sobre un grupo de esculturas que han aparecido al excavar en el jardín. Parecen muy antiguas y sabemos que usted concreta-

mente conoce de esas cosas. ¿Sabe algo de los anteriores dueños? —No, yo al único que conocí fue a Heltam. Mi mujer y yo nos mudamos hace tres años, más o menos, pero les juro que la casa estaba allí anoche. En ese momento mi mujer Caroline regresó, dejó el coche sin meter en el garaje y se acercó hacia mí. Detrás de ella subió las escaleras también el otro hombre. —Caroline, cuéntales quién es Heltam —le dije. —¿Quién dices? —me contestó ella. —¡Heltam!, ¡el bueno de Heltam! —insistí. —¿Qué te pasa George? No sé de quién me hablas. —¡Pregunten a los vecinos! Ellos les dirán. —¡George, por favor! ¡Otra vez con lo mismo! —¿Puede acompañarnos? Creo que el jefe querrá hablar con usted. —¡Caroline! ¡Oh, Dios mío! Pregunten en la Fundación, trabaja conmigo y en el bar de Molly, anoche cenamos juntos allí. Le asesinaron ayer, ¡yooo lo viiii! —Está peor de lo que nos había dicho, señora —pronunció el que se encontraba junto a ella. —¡Caroline, no dejes que me lleven! —grité mientras los hombres me condujeron al interior del vehículo. ¡Yo no he hecho nada! ¡Fue un monstruo, un ser horrible, un demonio! —Trátenle bien —acerté a escuchar a mi mujer antes de que cerrasen la puerta del furgón. Luego la vi entrar en casa sollozando. Es día de visita y Caroline no ha venido hoy tampoco ¿Quién asistió a tu funeral? Nadie, seguro. ¡Qué pena! No pude hacer nada, es algo que me persigue todas las noches, pero bueno, amigo mío, olvidemos, hace un tiempo perfecto para ir a pescar. Me gustaría 71


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acercarme al río, pero creo que las estatuas con bata blanca no nos lo van a permitir ¡Anda, quédate aquí conmigo en el banco otro rato y háblame de Hollywood, de los trucos, err, ¿cómo les llamáis vosotros? ¿Efectos especiales? —No, te voy a contar lo que hizo Caroline cuando cerró la puerta el día que te trajeron aquí. Entró en el salón, tomó la botella de whisky y vació su contenido por el fregadero de la cocina. Rompió el vaso que utilizaste y recogió

escrupulosamente los trozos. Abrió el refrigerador, sacó los restos del asado que te había dejado y los echó al triturador de basura. Levantó el auricular del teléfono y marcó. «Hola cariño, ¿ya?», dije yo. «Sí, todo solucionado. Tengo la maleta preparada. No tardo nada en llegar a la estación, Heltam, mi amor», me contestó ella. Una escueta nota en el periódico local decía así al día siguiente:

e to d s o g a ­ 7 de orge Tay 1 l e d Ge int 3:13 vecino o Sa ­ i 1 r o s t o na A la nuestro desc l Sa e e s 7 n or 5 19 ció e sas que egaria p e l l a su lor f por cau s una pl sea r o o s i eñ Lou . Elevem el S e n u e c q no y lma a u s r.

o

past

FIN Cristina Aguas Marco (Zaragoza - España) Blog: elbonetedemimi.blogspot.com.es

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Aroma

Giancarlo

Ubillús Celi Llegó a la hora acordada...

Ilustración de Humberto Nieto L. (Ecuador) La noche cae sobre la ciudad y con ella, llegan los recuerdos. Y es que siempre recordó momentos, palabras y lugares. Pero nunca antes recordó un aroma como lo hacía en esos momentos. Y era en medio de esa soledad, en ese silencio, entre esas cuatro paredes inquietantemente blancas, que la estaba recordando. Y entonces, a mitad de la noche, deci-

dió salir a su encuentro. Las miradas lo seguían a cada paso, a cada latido, como interrogándolo, como susurrando a sus espaldas. Miradas vacías, llenas de indiferencia, apatía y burla, como ajenas a su felicidad. Su recuerdo empezaba a golpear mientras avanzaba por lugares nuevos y alejados. Mientras voces enigmáticas, metálicas, átonas y sin vida le iban indi73


El Callejón de las Once Esquinas

cando el camino. Se sentía pequeño, con unas ganas infinitas de desaparecer. Con ganas de correr, de huir. Y de pronto estaba buscándola en medio de rostros nuevamente indiferentes. En medio de gente de caminar apurado, aburrido, triste, como ese cielo de octubre. Minutos que parecieron horas. ¿Era ella? No. La veía en cada silueta, en cada rostro. «Cielo triste, dame una señal», imploraba. «Dime que vendrá pronto, que todo será como siempre». Y de pronto la luna la llevó ante él, así como el sol lo hizo la primera vez. Iluminando cada paso que daba, parecía flotar en medio de todo. Su sonrisa encendió la noche mientras se olvidaba del mundo. Nuevamente su presencia, sus ojos, sus ojeras, su tristeza y su alegría. Nuevamente su piel, su aroma y los veinte minutos de toda la vida. Nuevamente los lunes, las canciones y los silencios. Nuevamente solo ella y él. Llegó a la hora acordada. Cuando la vio aparecer, no cabía dentro de él tanta felicidad. La miraba fijamente y con cierta tristeza pudo comprobar que había olvidado algunos trazos de su rostro. Pero a pesar del tiempo y la oscuridad, le seguía pareciendo hermosa. —¿Cómo has estado? Hace tanto que no nos veíamos. Quiso abrazarla, pero se contuvo. —Hace una eternidad, ¿el tiempo siempre es cruel con nosotros, no? Caminaban muy juntos, casi tocando sus manos. Se miraban de reojo sin decir nada, sonriendo de vez en cuando. —Es la misma de siempre —pensó. Quiso decir algo, pero se le adelantó. —¿Aún tomas café? —Siempre que sea en buena compañía, claro que sí. Sonrieron al mismo tiempo. La noche estaba fresca, la luna brillan74

do en todo lo alto y el cielo estrellado como testigos silenciosos de una pasión sempiterna. Guardó la frase, mientras suspiraba. —El lugar se ve acogedor, sentémonos y pidamos el café, tenemos mucho de que hablar. Se apresuró a retirar la silla para que pudiera sentarse primero, le alcanzó la carta mientras la contemplaba. Veía como se mordía ligeramente los labios, indecisa. Sus pequeños ojos vivaces se movían de lado a lado y su nariz se arrugaba repetidamente como un tic nervioso o tal vez para evitar que se le cayeran los anteojos. —¿Te molesta si enciendo un cigarrillo? La miró intrigado, como intentando descifrar alguna trampa en su pregunta. —Pensé que habías dejado de fumar. —Una de las tantas promesas no cumplidas —sonrió avergonzada— además, ¿no crees que un café, un cigarrillo y buena compañía no es una buena combinación? —No tengo nada que refutar a eso, así que adelante. La vio levantar lentamente la mano y entre aquellos dedos largos al cigarrillo que fue a parar entre sus labios. Labios carnosos y provocativos. Imaginó el sabor picante disparándose a su cerebro y a sus pulmones preparándose a recibir ese golpe de calor lleno de cangrejos. A través de la llama del encendedor la vio cerrar los ojos mientras aspiraba el humo. Aguantó por un momento la respiración y tras unos segundos, que le parecieron interminables, vio cómo lo expelía por su nariz y su boca entreabierta. Parecía en trance, como a punto de explotar. Quedaron un momento en silencio a la vez que el ambiente se saturaba de olor a tabaco y café. —¿Recuerdas nuestras conversaciones? —preguntó sin dejar de contemplar sus


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labios. —Cómo las voy a olvidar —levantó la mirada y se llevó un dedo a la sien como tratando que no se le escapara la idea—. ¿Cómo le decías? ¡Ah! Sí, los buenos tiempos. Volvieron a sonreír. Era bellísima. El cabello largo y amarrado dejaba al descubierto su cuello sinuoso, perfecto, que desembocaba en unos hombros salpicados de pecas. Y un poco más abajo, unos pechos turgentes amenazando salirse. Que ganas infinitas de sentir su corazón, de acurrucarse en ellos, de embriagarse con ellos. Seguía embelesado, en un viaje etéreo. —¿En qué piensas? —En aquel viaje que hicimos a las playas del norte. ¿Recuerdas cuando caminamos de madrugada por el puerto, por la orilla del mar, descalzos? Se ruborizó. Encendió un nuevo cigarrillo y ensayó una sonrisa. Lo miró con ternura. —Claro que lo recuerdo. Fue nuestro primer viaje —bajó la mirada. —Fue una noche como esta, con luna y estrellas. —No te olvides de los cigarrillos. También los hubo. Ambos estallaron en risas. —¿Te puedo preguntar algo? —habló como susurrando. —Claro, para eso estamos acá. Pero antes de que digas algo, quiero que sepas que no tienes idea de cuánto extrañaba tu risa, tu mirada, nuestras conversaciones. No sabes cuánto te extrañaba. Mantenía la mirada fija en ella. Fue acercando lentamente su mano. Quiso tocarla. —Yo también he pensado mucho en ti. No sabes cuánta falta me has hecho. Todo este tiempo ha sido muy difícil para mí. Me preocupo por ti, aunque no lo creas. Te he buscado por mucho tiempo. Quiero saber cómo estás. —¿Cómo estoy? —dudó—. He estado

peor. A veces no sé dónde estoy o hacia dónde estoy yendo. Me estresa y me aburre el silencio, sobre todo en las madrugadas. La verdad es que no puedo dormir y no dejo de pensar en ti. La vio secándose disimuladamente las lágrimas. No quería hacerla sentir mal. Era lo último que haría mientras estuviera vivo. —Te he traído algo para alegrarte —dijo abruptamente. Sacó de su maleta una bolsa donde había un cuaderno con tapa azul. Sus hojas amarillentas amenazaban despegarse y la tinta desaparecer. —Léelo cuando puedas. Tal vez encuentres algunas respuestas. O a lo mejor nos volvemos a encontrar entre esas páginas —suspiró—. Aún no entiendo qué nos faltó, si todo nos sobró. —Prometo leerlo —dijo secándose las últimas lágrimas—. Pero tú debes prometerme algo. Abrió los ojos y se le borró la sonrisa. —Lo que sea, dime. —Promete que te vas a cuidar y que nos volveremos a ver. Se abrazaron. No quería soltarla, pero sabía que debía dejarla ir. Al abrir los ojos, aún tenía su aroma impregnado en él. Seguía mirando la luna a través de la ventana. Tocó su bolsillo, algo lo incomodaba. Eran los cigarrillos. Quiso encender uno pero no quería que su aroma desapareciera. ¿Qué debía hacer? ¿Salir a buscarla y pedirle que lo estrechara nuevamente entre sus brazos para volver a empaparse de ella? Su aroma desaparecía lentamente. Encendió un cigarrillo. Ya no le importaba nada. Las canciones seguían hablando por ellos, mientras el fuego aumentaba y el círculo se iba cerrando lentamente. No podía evitarlo. Se iban alejando mientras el círculo se estrechaba más y más. Las lunas los iban alejando, las cancio75


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nes seguían luchando y los enmascarados finalmente estaban a punto de triunfar. Pero aún no es tarde para decir te quiero, que todo es real, que estaba aquí, allá y en todos lados. Que la respiraba, la olía, la sentía. Un grito. Ahí estaba, la veía. Se miraban con ojos suplicantes. Las lágrimas no podían aplacar el fuego. Un último te quiero, un último beso, los últimos veinte minutos, un último escrito, un último lunes. Gritó su nombre. No la veía. La busca pero no la encuentra. Se oyen risas. Vuelve a gritar. Ahora solo hay silencio y dolor. El círculo se estaba cerrando.

Le pedía insistentemente respuestas a la luna. El aroma se desvanece. No más cigarrillos, no más cuadernos azules. El aroma se esfuma. Un ruido agudo y ensordecedor. Las paredes blancas. Inhala. El café. Su aroma. ¿Dónde está? ¿Por qué se tuvo que llevar su corazón? Quiso salir, correr, huir. —¡Luces apagadas! ¡Hora de dormir! Siente que todo se oscurece. Nos volveremos a encontrar. Al final de la calle, al final de estas líneas. —¿Listos? ¡Buenas noches! El enfermero ordena apagar las luces. Todo es silencio. Va cerrando los ojos. Su aroma ha desparecido, y el somnífero empieza a hacer efecto.

Giancarlo Ubillús Celi (Lima - Perú) Twitter: @gubc Blog: gubillus.wordpress.com 76


NĂşmero 4

Un ciudadano ejemplar El Aprendiz

de Maldades

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No hay sitio para mí ... Soy un amante sin corazón, un horno apagado con témpanos de hielo negro recorriéndome las venas. Soy un asesino de masas; sin pistola, ni cuchillo, ni armamento de destrucción masiva, que usa como arma más mortífera la indiferencia y la ignorancia interesada. Soy un predicador sin conciencia, un racista inconsciente, un fascista inconsistente, un nacionalista de mi codicia; narcisista sin remedio y practicante del egocentrismo más extremo. Frío entramado de carne, tendones y huesos; polvo estéril del que nunca germinará semilla, ni tallo, ni flor que perfume la vida de otros. Caballero de alta alcurnia, fin de una casta, linaje marchito. Caballero sin escudero, ni caballo ni armadura No hay sitio para mí en la memoria del porvenir. Soy un cobarde del activismo, cómplice de maltratadores, acosadores, manipuladores, homófobos, misóginos, traficantes de la vida y la dignidad desde la comodidad del sofá, al que la miseria de otros, siempre lejanos, pero también hermanos, nunca le quitó el sueño, ni la sed, ni el apetito. Soy un caminante sin destino, un navegante sin brújula, con su barco a medio flote, remando hacia ninguna parte. Soy un alma ambulante, oscura como la noche, pero vestida con el más blanco satén.

Soy un soñador sin ilusión, una fantasía apagada, un hedonista de la utopía, que jamas aprenderá a oler las rosas del camino o a ver los colores de la felicidad. Soy sol ardiente que quema cruelmente sin advertencia. Sol incontrolable inconsciente que mata lo que florece, como saturno devorando a sus hijos sin la más mínima tristeza. Soy un experto ignorante, con millones de engañosos argumentos, rey de las falacias, mentiroso y fingido interesado. Tramposo en la adversidad, hipócrita y tramposo; traicionero navajero, mañoso tergiversador, adorador de la demagogia más barriobajera y amante astuto de la más ruin de las flaquezas para dar la estocada final. Soy una mentira que se desvanece, una treta moribunda, sin finalidad ni fundamento, una rosa que se pudre desde dentro. Dulce amargo y delicado con espinas envenadas que matan sin compasión. Rosa con pétalos hermosos y coloridos adornados por el rocío; lágrimas de vida malgastadas por la ignorancia del la mañana, cuidando y protegiendo aquello que por dentro ya está muerto. Y por eso, aquí me siento en medio de la nada contemplando el oscuro vacío, esperando al ángel negro mientras finjo que el sol calienta el yermo de mi cuerpo como a cualquiera de los demás.

Texto e ilustración de: El Aprendiz de Maldades (Zaragoza - España) 78


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El secreto de Nochebuena Juana María Igarreta Habiendo cumplido diez años uno ya sabe guardar un secreto... Todos los años en Nochebuena, antes de cenar, los niños del pueblo mayores de diez años tenemos una cita en casa del Mago José. Nuestros padres no lo saben. Habiendo cumplido diez años uno ya sabe guardar un secreto. Además, aunque estemos mucho tiempo en su casa, nunca llegamos tarde a la cena. El Mago José nos reúne alrededor del fogón de su viejo comedor. Saca del bolsillo una misteriosa llave y todo lo que toca con ella queda paralizado. En unos segundos su destartalada casa enmudece. Y nosotros con ella. Cesa el crujir del suelo y dejan de chirriar puertas y ventanas. Tal es la quietud que hasta el espejo se vuelve opaco por momentos y pierde los reflejos. Cuando el Mago José termina la sesión de magia se desvanece envuelto en humo blanco. Y ya no aparece hasta la próxima Nochebuena. Ayer escuché a mi madre decir a mi padre: «Mañana, Nochebuena. ¿Cuántos años hace que desapareció José, aquel chico que quería ser mago? De niño siempre pedía a los Reyes un juego de magia. Nunca se lo trajeron. Sus padres estaban demasiado ocupados trabajando». Estuve a punto de romper el secreto, pero me mordí la lengua. Yo también he pedido a los Reyes un juego de magia. Juana María Igarreta Egúzquiza (Burlada, Navarra - España) Blog: palabrasquedanjuego.blogspot.com.es 79


El Callejón de las Once Esquinas

Las mañanas de los domingos Ángel

Saiz Mora

Vicente fue el primero en aparecer. Tras charlar un rato con el propietario de la cafetería, dispuso el tapete sobre la mesa de la esquina, siempre la misma, con sus dos pares de sillas enfrentadas. No tardaron en llegar Andrés y Rafa. Las mañanas de los domingos tenían algo de ritual. En esas normas sobreentendidas estaba escrito que Salva debía llegar tarde, algo asumido. Decidieron esperarle sentados y repartir las fichas 80

de dominó, que admite que sus participantes sean un trío, aunque ellos, en realidad, fuesen cuatro. El margen de espera comenzaba a extenderse más allá de lo razonable. Salva tampoco iba a venir y ya era la segunda vez. Rafa, aguijoneado por su impaciencia, preguntó si alguien sabía algo del ausente. Andrés, el más callado, se limitó a encogerse de hombros. Vicente, que de forma natural hacía las veces de líder,


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trató de calmar los ánimos, dijo que proseguirían sin él, habida cuenta de que nadie es imprescindible, tras lo que pasó a enumerar causas objetivas que podrían explicar su asiento vacío, desde unas sábanas pegadas a algún contratiempo, aunque tampoco eran descartables razones personales, una hipótesis más sensible, pues pensar que habría encontrado otro grupo de amigos diferente enervaba a todos; también, aunque ninguno lo admitiese, la posibilidad de que hubiera conocido a una mujer. Después de muchos tropiezos, los cuatro ancianos solitarios se habían acostumbrado a enfrentar la existencia sin demasiadas ambiciones, a sostenerse hombro con hombro. Les costaba asimilar que uno de ellos superase su resignación vital, ese aire de soledad compartida. Llevaban la etiqueta de perdedores dignamente, Andrés algo menos, propenso a que la barba canosa se humedeciera de lágrimas cuando recordaba a su exmujer, que le abandonó por otro más conversador. Las piezas dibujaban caprichosas combinaciones sobre el paño verde. Después de varias partidas la incomparecencia de Salva volvió a tomar cuerpo. Fue Rafa, además de nervioso, alarmista, quien dejó caer que le podría haber sucedido algún percance. Vicente cambió la blanca doble que iba a depositar sobre la mesa por un puñetazo seco, que revolvió los rectángulos punteados de plástico. Puesto en pie teatralmente, comenzó un discurso cargado de cierta solemnidad sobre el respeto al libre albedrío, pero también habló de conciencia de grupo, de la obligada protección entre sí de sus miembros. Rafa intervino para apuntar que si se trataba de una mujer tenían derecho a conocerla, a esa Yoko Ono, como la denominó, capaz, de un plumazo, de di-

solver una alianza que parecía indestructible. Los tres estuvieron de acuerdo. Fuera no hacía demasiada temperatura, aunque sus rostros brillaban por el acaloramiento asociado a la excitación. Unos metros acera arriba se detuvieron al percatarse de que ni siquiera habían concretado un primer paso. Se les ocurrió llamar a Salva, pero los tonos en el móvil no fueron interrumpidos por ninguna voz. Vicente recurrió entonces a su vocabulario de aficionado a las tertulias políticas de la radio, al bautizar como plan B la idea de acudir hasta su vivienda. El dedo índice de Rafa, tan vehemente como su dueño, pulsó el botón del portero automático repetidas veces, pero el inquilino del 2.º derecha no respondía. Aquel inmueble también contaba con portero físico, que se asomó para averiguar qué buscaban aquellos individuos maduros. Una sonrisa enigmática se dibujó en el rostro del trabajador al conocer que querían localizar a un vecino llamado Salvador Muñoz. —Sí, algo sé sobre él. De hecho, últimamente tiene un comportamiento bastante extraño —reveló. Los tres pares de ojos le observaban muy atentos. El conserje de la finca confirmó que la conducta del mencionado era algo grotesca, cuando no preocupante. Igual que el domingo anterior, había visto que llevaba un chaleco estampado con parches. Añadió que él respetaba los gustos y tendencias de los residentes, aunque aquel atuendo en un señor de edad había llamado su atención. Rafa, con su efervescencia acostumbrada, hizo amago de abrir la boca para demandar más detalles, pero no fue necesario, porque aquel hombre proseguía el relato. —Tal vez piensen que soy indiscreto si les cuento que salí al exterior para fijarme en sus siguientes movimientos, 81


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aunque recuerden que mi trabajo es vigilar —se justificó el empleado, antes de concluir que Salva tomó el primer taxi de una parada cercana. No había acabado de decirlo cuando Rafa y sus ímpetus ya se encaminaban hacia la fila de vehículos. Andrés, rezagado, se topó con la mirada inquisitiva del portero, sobre cuyas manos puso un billete sin decir nada, a su estilo, antes de reunirse con los demás. Vicente interrogó educadamente a los taxistas, pero nadie había visto al compañero de dominó. Un nuevo vehículo se puso en la cola. Su conductora dijo que acababa de transportar a alguien vestido como Salva. Los tres rogaron ansiosos que les condujese al mismo destino, algo contrario a una norma intocable del gremio, que establece que el orden de llegada a la hilera debe respetarse. La oratoria de Vicente logró convencer a los profesionales de que se trataba de un asunto que podría ser grave. De nuevo, Andrés abonó la carrera, propina incluida. «Luego echaremos cuentas. Hay alguien que nos necesita» —intervino Vicente. Tenían asumido que era una misión prioritaria, no exenta de trascendencia, en la que toda inversión estaba justificada. Nadie se atrevió a expresarlo, ni siquiera el inquieto Rafa, pero el hecho de que se encontrasen a las puertas de un hospital vino a incrementar su desasosiego. Quizá Salva estaba enfermo y había querido ahorrarles preocupaciones. Las piezas encajaban. En el mostrador de información les comunicaron que no había ningún paciente inscrito bajo el nombre de Salvador Muñoz García. Encontrar su rastro dentro de aquel enorme laberinto no iba a ser sencillo. Las largas galerías auguraban una tarea interminable. Descartada la zona ginecológica —no les entraba en la cabeza que se hubiese cambiado de sexo— Vicente se compro82

metió a cubrir Medicina Interna y Traumatología, Rafa optó por Aparato Digestivo y Urgencias, Andrés rastrearía el espacio dedicado a Cuidados Paliativos. La consigna fue inspeccionar cada habitación. Una hora de búsqueda fue suficiente para que el cansancio y la frustración hiciesen mella en aquel trío singular. Vicente aprovechó una sala de espera para reponer fuerzas, consciente de que la tarea parecía cada vez más estéril. Casi dominado por pensamientos derrotistas, descubrió la figura del desaparecido, que cruzaba el pasillo a buen paso. Se levantó como un resorte, pero sin intención de alcanzarle o gritar su nombre. La prudencia aconsejaba un seguimiento discreto, en la confianza de que no le perdería, con ese absurdo chaleco hecho de trozos de tela, distinguible a kilómetros. Salva se manejaba con soltura, muestra evidente de que ese recinto clínico no le era desconocido. Pasados varios minutos entró en una estancia distinta, con un cartel que rezaba: «Salón Multiusos». Vicente convocó al resto. Juntos desvelarían aquel misterio. Fueron testigos de que por aquella puerta entraban niños y salían voces limpias, ilusionadas. Una semana después se dieron cita en el mismo lugar. Rafa estaba realmente cómico con un mono de cuerpo entero cuajado de círculos coloridos. Peluca verde, chaqueta roja y bocina completaban el atuendo de Vicente. La vergüenza de Andrés parecía haberse diluido bajo un sombrero hongo, pantalón de peto con graciosos tirantes y nariz roja; la barba, sin duda, era otro elemento del vestuario. Los gestos de sorpresa de Salva al encontrárselos en el centro médico fueron notorios, a pesar del maquillaje que le cubría el rostro surcado de arrugas. —¿Por qué lo mantenías en secreto? —preguntó Vicente, con más curiosidad


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que reproche, también por decir algo que rompiese el hielo. —Temía que no lo entendieseis —respondió Salva— pero ya veo que os juzgué mal. La conversación se vio interrumpida por una comitiva de pacientes de escasa estatura, que celebraban su presencia. «¡Qué bien! ¡Hoy son cuatro!», exclamó uno de ellos. La experiencia de Salva pudo verse al modelar figuras con globos, que repartió entre el auditorio. Vicente y Rafa producían sonoras carcajadas mediante tropezones y bofetadas falsas. Un desconocido Andrés, transformado en quien siempre fue y aún no había visto la luz, llevaba preparado un muestrario de cuentos y chistes para disfrute de los pequeños y sorpresa de sus amigos, recurso con el que pudo dar salida, al fin, a su rico mundo interior. Rostros de satisfacción, aplausos y abrazos infantiles confirmaron que ninguna otra actividad, ni siquiera el dominó, podría hacer sombra ya a la más gratificante de las tareas.

Ilustración de Jean Durand

Ángel Saiz Mora (Madrid - España) Twitter: @ASaizMora Facebook: angelsaizmora 83


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Manuscrito encontrado en Plinio una tinaja el Bizco Conocía el lugar descrito por el periódico...

I

Trabajaba como autónomo invisible mantenimiento. Un día leí una noticia por el fantasmagórico sueldo de un be- del Diario de Cádiz que me llamó la cario para una empresa de excavaciones atención: arqueológicas. Antes de comenzar cada EL ENIGMA DE "LA CASA DEL jornada, siempre que no hubiese trabajo de campo, ojeaba la prensa en espera de OBISPO" SE HA RESUELTO CON OTRO MISTERIO que un “PC” obsoleto terminara de actualizarse. Las pésimas noticias leídas Los extraordinarios sucesos “para­ transmutaban en la amargura del café normales” que se producían en el ya­ negro convirtiéndose la zozobra exis- cimiento fenicio situado en el antiguo tencial generada por los titulares en un barrio del Pópulo, parece ser que eran provocados por un indigente que matutino Armagedón intestinal. No tenía prisa, la crisis nos había afec- lo estaba ocupando desde hacía tiem­ tado de tal forma que sólo surgía algún po. Este ha sido encontrado muerto 84


Número 4 en una limpieza periódica del recinto, dentro de un sarcófago con evidentes signos de inanición y múltiples arañazos por todo el cuerpo. Sus ma­ nos sostenían una tinaja de la que cayó un manuscrito que al parecer estaba allí escondido. Bla, bla, bla...

Hice memoria. Recordé una ciudad misteriosa cuyo atractivo se insinúa a través del fino velo de una decadencia centenaria que tamiza celosamente su belleza. Conocía el lugar descrito por el periódico, estuve en las excavaciones como auxiliar de prospección. Al pincharse la burbuja económica, este tipo de proyectos iban quedando congelados al reconducirse el despilfarro público a la fiesta privada del hormigón armado. Parece ser que fue entonces cuando empezaron los “fenómenos”; la plantilla que lo mostraba al turismo empezó a sentir miedo. Oían llantos. Gritos. Rugidos. Se sentían observados. La falta de un “libro rojo” de Jung a mano, que fuera capaz de dar una explicación lógica, se unió a una batería de nuevos recortes orquestados y propiciadores del fin de que dicho recinto fuera visitable. Se supone que el mendigo, que ya merodeaba por el lugar, aprovechó para instalarse cuando quedó cerrado. Quizá fueran dos los sintecho que allí vivían y acabaron dándose muerte en la ira de cualquier disputa. Según recuerdo, el departamento de arqueología de la facultad X confirmó en su día que los restos encontrados en la excavación eran cananeos, datándolos en el siglo séptimo antes de nuestra era. Aquello demostraba que la mítica Gadir, como describen los textos antiguos, es una de las ciudades más antiguas de Occidente. Respecto al yacimiento, nunca hubo consenso entre los expertos, salvo para confirmar que los restos que íbamos descubriendo no eran industriales, como almacenes de salazo-

nes, ni tampoco del tipo habitacional. Un catedrático sostenía que el lugar era un santuario en honor del dios Baal. Sin embargo, había otra teoría que indicaba que existían indicios de que fuera una necrópolis infantil. Un posible Tofet tan inmenso como el de Cartago. La leyenda negra que persigue a los fenicios dice que hacían sacrificios infantiles en honor de Astarté y otros dioses importantes. Las razones se desconocen, pero puede que tengan relación con aquel ángel exterminador bíblico que sacrificaba primogénitos ajenos. También se menciona un Tofet en el antiguo testamento, situado en el valle de la Gehesa, que según parece está próximo al infierno. Chascarrillos aparte, comenzamos a contemplar la posibilidad de que todo el solar fuera un enorme cementerio inexplorado cuando, después de encontrar pequeñas representaciones en terracota y fíbulas de la diosa con una fiera, empezamos a descubrir urnas funerarias con pequeños esqueletos de animales. Esto solía darse en épocas más tardías como sacrificios sustitutivos, cuando los clanes familiares empezaban a hartarse de que el honor de agradar a la diosa significase la perdida de sus vástagos. Por lo que estábamos convencidos que, de haber seguido explorando en el solar que se extiende hasta las inmediaciones de la catedral, habríamos llegado a encontrar inhumaciones bajo teja, urnas con cenizas o fosales con restos humanos. En cuanto a los fenómenos extraordinarios, es difícil pronunciarse; en mi caso, los respeto; siempre he visto con normalidad la fe inquebrantable de mi padre en la quiniela o en las historias del Reader's Digest, como aquellas que hablaban del Triángulo de las Bermudas. Lo cierto es que una vez sentí como si algo me golpeara mientras trabajaba. Un bicho ágil y fuerte que pasó rozándose con ese sentido de la 85


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posesión que tienen los felinos. Entonces lo achaqué a una rata y no le di más vueltas. Los vigilantes nocturnos, en cambio, tenían mucho más por contar, pero callaban. La empresa de seguridad nunca pudo mandar al mismo más de dos semanas seguidas. Muchos no duraban la semana, pero nosotros lo achacábamos a la precariedad de los contratos. Seguramente todo fuera consecuencia de un miedo inducido por el propio entorno. La policía no creo que se tome muchas molestias por este caso. Según lo que diga la autopsia no le darán más vueltas. Aunque lo más importante es el manuscrito; si tiene algún valor con visos clarificadores de cierta antigüedad nos lo harán llegar. II Pasados unos días, la policía se puso en contacto con nosotros para formar un equipo de técnicos que les asesorara sobre la tinaja y la transcripción paleográfica del texto. Como pueden imaginar, vendí mi alma al diablo para alejarme del tedio de la oficina y acudir de nuevo a la “Tacita de Plata”, creyéndome en el romántico papel de ser un hombre de acción. Me alojé en un hostal de plaza Mina, cerca del Museo Provincial, donde nos reuniríamos. Allí acudimos una selección variopinta de mujeres y hombres de letras, cada uno con un prisma distorsionado de la Historia. Como el suceso se había aireado en los medios de comunicación había fondos para mantenernos a todos a pensión completa durante un par de días. Había prisas por sentar cátedra y nervios por alumbrar fantasiosas teorías que conducían a educadísimas disputas, así que llegué a creerme que, en realidad, era un tertuliano televisivo en la mesa camilla de la disección. Por supuesto, los eruditos locales to86

maron pronto la batuta de la investigación y, como graduado sin un triste máster que soy, opté por callar, tomar alguna nota y disfrutar de la ciudad. Lo que sigue a continuación es el informe destinado a mi jefe con motivo de justificar mis dietas. El informe policial venía a decir que el forense indicaba un fallo cardíaco en el varón adulto encontrado, posiblemente inducido por la sobredosis de un psicotrópico. Las heridas y cortes que tenía, sin ser mortales, eran algo más que superficiales, quizá provocados por él mismo en una hipotética huida de alguna fiera o alimaña que allí hubiera, refugiándose en el sarcófago que habitualmente ocupaba como escondrijo, donde murió probablemente de un miedo inducido por la sustancia alucinógena. Parece ser que la tinaja, además del manuscrito que guardaba, contenía cincuenta y cinco botones de peyote. Este es un cactus alucinógeno procedente de América que al masticarse produce una pasta alucinógena conocida como mescalina. Un vez leído el informe, los compañeros divagaron acerca de si los fenicios habían llegado a las costas de México. Yo pensé en Antonin Artaud, un poeta que estuvo allí entre los indios Tarahumara, allá por los años treinta, para experimentar con sus alucinógenos antes de que la locura lo convirtiera en otro renglón torcido. Sin embargo, preferí callar, pues seguro que se lo habrían tomado como una frivolidad. Una historiadora especializada en civilizaciones antiguas defendió acaloradamente que los fenicios, como expertos marinos que eran, y gracias a sus contactos e intercambio de conocimientos con la civilización local tartesia, pudieron conocer el secreto de las corrientes atlánticas. El asunto se zanjó cuando se quiso identificar la tinaja. No era fenicia, pues la arcilla no era de en-


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gobe rojo ni tenía la típica boca de seta trilobulada. Tampoco pertenecía a los variados tipos Dressell de las ánforas romanas. Era una típica tinaja de almacenamiento, sin valor artístico, como cualquiera de las que se empleaban para el transporte en los galeones de la edad moderna. Los historiadores marxistas aprovecharon para hablar del comercio y la economía como base de toda teoría. Aunque la explicación de por qué estaba cargada de droga nos la dio el manuscrito. Por lo visto el documento antiguo le sirvió al mendigo para escribir sobre él una especie de testimonio paranoide. Un grafólogo se encargó de traducirlo:

Voy a morir. No hay escapatoria. Algo ronda y ruge por este gran túmulo, como una pantera hambrienta. El miedo me enferma. Siento su fiebre. Soy un despojo derramado en la bandeja del sueño. No puedo moverme. Fue fatal encontrar esa tinaja, alimentarme de esos tubérculos. ¡Ya vuelve! Huelo el fresco humedal de la tierra de donde procede. Sus dioses perviven. Cometí un sacrilegio. Nunca debí atravesar el canal...

Aquí termina el testimonio del indigente. A continuación comienza la transcripción del manuscrito. Un documento escrito en castellano y letra cortesana del siglo XVII, que nos costó descifrar por sus múltiples abreviaturas.

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III SABIDA COSA ES QUE EN ESTA NACIÓN NO SE ENCUENTRA TRABAJO SI NO ES POR RECOMENDACIÓN. ASÍ ES COMO YO, DEMETRIO OLIVER, TODAVÍA UN MUCHACHO EN EL BARRUNTO DE LA HOMBRÍA, SIN PROFESIÓN, CON LAS CUATRO REGLAS MAL QUE BIEN APRENDIDAS, ENTRÉ AL SERVICIO DEL PROTONOTARIO DE LA CORONA DE ARAGÓN DON JERÓNIMO DE VILLANUEVA, RESULTANDO ESTE PROHOMBRE PAISANO Y PRIMO DE MI PADRE, POR LO QUE LOGRÓ EN LA CEREMONIA DE LA COFRADÍA LOCAL DEL TORREZNO ADOBADO, EN LA QUE COINCIDIERON, QUE ME LLEVARA CON SU SÉQUITO, AL CONFESARLE LA NECESIDAD DE TENER ALGUIEN DE SU CONFIANZA EN LA CORTE DEL ALCÁZAR MADRILEÑO. YA QUE NUESTRO REINO ERA UN JOLGORIO REBOSANTE DE MALAS NOTICIAS, DONDE EL REY FELIPE CUARTO LO GOBERNABA CON DESGANA DESDE EL RESERVADO DE CUALQUIER CORRALA, APROVECHANDO EL TIEMPO MUERTO EN QUE SE BAJAN DEL TELÓN UNAS ENAGUAS. SIN EMBARGO, SEGÚN LE CONTÓ, PARA LOS ASUNTOS MÁS LIGEROS CONSERVA UNA LEGIÓN DE CONSEJEROS QUE SE COMPORTAN COMO TEMIDOS MÉDICOS DE GUARNICIÓN, CAPACES DE CONVERTIR CUALQUIER REMEDIO EN UNA NUEVA SANGRÍA. SEGÚN PUDE OBSERVAR DURANTE EL POCO TIEMPO QUE TRATÉ A DON JERÓNIMO, SIEMPRE LO VI APESADUMBRADO, CON LA CARGA DE LA IMPOTENCIA A SUS ESPALDAS. SU RESPONSABILIDAD ERA ENORME, COMO SECRETARIO PERSONAL Y HOMBRE DE CONFIANZA QUE ERA DEL EXCELENTÍSIMO SEÑOR GASPAR DE GUZMÁN Y PIMENTEL, MÁS CONOCIDO EN TODO EL REINO COMO EL CONDEDUQUE DE OLIVARES, VALIDO DEL REY. AMBOS SABÍAN MUY BIEN LAS DIMENSIONES DEL DESASTROSO FUTURO QUE LEGABA A LA NACIÓN: BANCA ROTA. INFLACIÓN. GUERRA. INDEPENDENCIA DE PORTUGAL. CATALUÑA Y FLANDES EN ARMAS. MILÁN AMENAZADO. PIRATERÍA EN LAS COLONIAS… A PESAR DE TODO ESTO, EL CONDE-DUQUE ERA UN HOMBRE VITALISTA QUE PENSABA SALIR AIROSO DE ESTE PULSO SOSTENIDO CONTRA TODOS LOS ENEMIGOS DEL REINO, COMO UN TORERILLO QUE SALE GLORIOSO DE UNA CAPEA DESPUÉS DE DAR CUATRO CAPOTAZOS A TODOS Y CADA UNO DE LOS BECERROS. SIN EMBARGO, EL TABLERO DE LOS CONFLICTOS E INTERESES DE LA POLÍTICA ERA ALGO MÁS COMPLEJO QUE UN CASTIZO ESPECTÁCULO DE TOROS Y CAÑAS. SIEMPRE CREYÓ QUE PARA LOGRAR SUS PROPÓSITOS BASTABA CON SER MÁS LISTO QUE EL RICHELIEU DE TURNO Y TENER LAS CRIADILLAS BIEN PUESTAS. 88


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DESPUÉS, PARA ALIVIAR TANTA TENSIÓN ESTRATÉGICA, SEGÚN DECÍAN SUS MÁS ÍNTIMOS, EL TITÁN NECESITABA DESFOGARSE Y SE CONVERTÍA EN UN SÁTIRO LASCIVO QUE SITIABA EL CORAZÓN DE LA PRIMERA DAMA QUE PASARA, HASTA RENDIRLO Y ENCARAMARSE PRECOZMENTE A LA INMEDIATEZ DE SU FUROR GUERRERO. UNA VEZ DESFOGADO, LE GUSTABA PASAR DE NUEVO A LOS ASUNTOS DE ESTADO SIN QUE LA MELANCOLÍA PUDIERA SOLAPARSE EN SU ÁNIMO, AUNQUE DESCONOCÍA QUE ESTA YA VIVAQUEABA ALEGREMENTE DESDE HACÍA ALGÚN TIEMPO EN EL VALLE DE LA GEHESA DE SU MENTE. HACE UNOS AÑOS EL VIRREY DE MÉXICO, EN AGRADECIMIENTO POR SU RECOMENDACIÓN AL REY PARA LA OBTENCIÓN DE DICHO CARGO, LE ENVÍO AL DUQUE UN CACTUS MASTICABLE DE LA TIERRA DE LOS “TARAHUMARA” LLAMADO PEYOTE. SABIDO ERA ENTRE LAS AMISTADES DEL CONDE-DUQUE SU PREDISPOSICIÓN A TODO VICIO, INCLUYENDO EL MÁS DEGENERADO DE TODOS, QUE ES EL DE LA POLÍTICA. ASÍ FUE COMO SE INICIÓ DON GASPAR EN EL CONSUMO DE LA SUSTANCIA, EXPERIMENTANDO LA AUDACIA DE UN DAVID FRENTE AL GOLIAT PROTESTANTE O LA FIRMEZA DE UN AGRIPA QUE DOBLEGA SIN PIEDAD A CÁNTABROS Y ASTURES. PERO SIGUIENDO CON LAS COMPARACIONES HASTA HACERLAS ODIOSAS, FELIPE IV NO ERA CÉSAR AUGUSTO, SINO MÁS BIEN UN NERÓN RODEADO DE BUFONES Y ZÁNGANOS, POSEÍDO POR LA FIEBRECILLA DEL CELO PERPETUO, ÉL Y SU MAMPORRERO AFRANIO BURRO EN LA DESAGRADABLE FUNCIÓN DE MANO DERECHA. EL ALUCINÓGENO ERA POTENTE, UNA LUCIDEZ VERTIGINOSA IRRUMPÍA DE GOLPE AL MASTICAR LOS COGOLLOS, ENTONCES UNA PASTA ÁCIDA SE DECANTABA EN SU PALADAR DILUYÉNDOSE LA NEBLINA DE LO INCIERTO EN UNA CLARIVIDENCIA PRÍSTINA. TODO SE VUELVE TAN EVIDENTE —DECÍA— QUE INQUIETA VISLUMBRAR LA SENCILLEZ DE CUALQUIER PROBLEMA. LA REALIDAD SE TEÑÍA PARA ÉL DE UNA SENSUALIDAD VOLUMÉTRICA, DONDE LAS IDEAS RECTORAS SE DISTINGUÍAN DEL RESTO PORQUE MANABAN PROFUSAMENTE DESDE UNA VISIÓN CENITAL DEL DILEMA, QUEDANDO ESTE IRRISORIAMENTE EMPEQUEÑECIDO. HABÍA QUE HACER REFORMAS POLÍTICAS PARA PODER HACER LA GUERRA Y HACIENDO LA GUERRA CONSEGUIRÍA HACER LAS REFORMAS POLÍTICAS QUE LA CORONA NECESITABA PARA SALIR AIROSA DE LA MISMA. TODO ERA UNA ODA A LA SIMPLEZA. MIENTRAS, PASEABA SU MAGNÍFICA ESTAMPA POR TODOS LOS SARAOS QUE SE ORGANIZABAN EN LA CAPITAL DEL REINO, QUE NO 89


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ERAN POCOS, PARA ENTRETENER A SU MAJESTAD FELIPE CUARTO EL “REY PLANETA”, INCANSABLE EN CUESTIÓN DE JARANAS POR SER VEINTE AÑOS MÁS JOVEN QUE EL CONDE Y POR ESTAR ENTRONIZADO CON EL MISMÍSIMO HÉRCULES POR LA PROPAGANDA OFICIAL. CUANDO CONOCÍ AL CONDE-DUQUE LE QUEDABAN UNOS MESES PARA SER DESTITUIDO Y NO MUCHO MÁS PARA QUE LA LOCURA LE BROTASE COMO UN MANANTIAL DESCUBIERTO POR LA VARITA DE UN ZAHORÍ. AL LLEGAR A MADRID EN EL VERANO DE 1642, ME LO PRESENTÓ CORDIALMENTE MI SEÑOR DON JERÓNIMO UNA TARDE EN EL ESTANQUE DEL RETIRO. HABÍA NAUMAQUIAS REALES Y BAILE DE MÁSCARAS POR LA NOCHE CON FUEGOS ARTIFICIALES. NOS INVITÓ A SU “GALLINERO” PARA HABLAR SIN RIESGO DE SER OÍDOS. EN EL CENTRO DE LOS JARDINES DEL BUEN RETIRO TENÍA UNA ESTRUCTURA GIGANTESCA A MODO DE JAULA PRIVADA DONDE COMPARTÍA, SEGÚN DECÍA, CON SU MUJER Y PRIMA LA PASIÓN POR COLECCIONAR AVES EXÓTICAS, AUNQUE SU ASPECTO DEMACRADO ANUNCIABA QUE AHORA TENÍA EN SU HORIZONTE OTRAS PASIONES MÁS AZAROSAS. LA VIVEZA DE SU MIRADA ESTABA MELLADA POR UNA ANGUSTIA CONSTANTE, TEMÍA LA POSIBILIDAD DE QUE HUBIERA SOMBRAS ESPIANDO SUS MOVIMIENTOS, ASÍ QUE ASIÓ DEL BRAZO A DON JERÓNIMO Y SE LO LLEVÓ AL CENTRO DE LA PAJARERA. MIENTRAS CAMINABA LE OÍA QUEJARSE CON NATURALIDAD DE SUS ALMORRANAS, LOS METEOROS, LAS FLATULENCIAS Y LA GOTA QUE EN LA FORMA DE UN TODO CONFABULADO MARTIRIZABA SU EXISTENCIA. QUIZÁ ESAS FUESEN LAS CAUSAS DE SU ANDAR PATIZAMBO DEL QUE TANTO SE MOFABAN LOS PASQUINES QUE PROLIFERABAN POR TODA LA VILLA CONTRA ÉL. DON JERÓNIMO ASENTÍA COMO UN CONFESOR DISTRAÍDO QUE YA CONOCE TODA LA RETAHÍLA DE LAMENTOS Y DEL QUE SÓLO SE ESPERA LA ABSOLUCIÓN. YO ME QUEDÉ MIENTRAS TANTO MIRANDO EL CORTEJO AMOROSO DE LAS AVES DEL PARAÍSO. UNA VEZ ABANDONAMOS EL PALACIO, DON JERÓNIMO ME PUSO AL CORRIENTE DEL ENCARGO DEL CONDE AL QUE EN MI NOMBRE SE HABÍA COMPROMETIDO. ESTE NECESITABA QUE ALGUIEN DE CONFIANZA LE TRAJERA UN NUEVO ALIJO QUE LLEGABA A CÁDIZ DESDE MÉXICO. POR SER ESTO UN SECRETO Y MUCHOS LOS ENEMIGOS Y ENEMIGAS QUE TENÍA, EMPEZANDO POR LA REINA Y SIGUIENDO POR SOR MARÍA DE ÁGREDA, UNA MONJA CAPAZ DE BILOCARSE HASTA TEXAS SIN LA AYUDA DE NINGUNA SUSTANCIA, QUE CADA VEZ TENÍA MÁS INFLUENCIA SOBRE EL REY, Y QUE PODRÍAN UTILIZAR ESTA INFORMACIÓN SOBRE SU FLAQUEZA PARA ACABAR CON SU CARRERA. 90


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VIAJÉ DE INCÓGNITO EN UNA CARRETA DE VINO OLOROSO QUE REGRESABA A JEREZ DESPUÉS DE HABER VENDIDO POR LAS TASCAS DE LA VILLA SU GÉNERO. EL TRAYECTO LO HICE FLOTANDO ENTRE LOS EFLUVIOS DEL FINO Y LA MANZANILLA QUE EMANABAN DE LAS CUBAS. IBA DISFRUTANDO DEL PAISAJE COMO UN BACHILLER DESEMPLEADO QUE VA DE VENTA EN VENTA EN BUSCA DE SUSTENTO. EL CONDE-DUQUE TAMBIÉN TENÍA EN ANDALUCÍA PODEROSOS RIVALES, COMO EL DUQUE DE MEDINA SIDONIA, PESE A QUE SU CONSPIRACIÓN CON PORTUGAL PARA INDEPENDIZAR ANDALUCÍA QUEDÓ DESARTICULADA, TODAVÍA ERA UN PERSONAJE MUY INFLUYENTE EN EL ENTORNO. LAS JORNADAS SE HACÍAN MONÓTONAS, ATRAVESANDO DE SOL A SOL UN OLIVAR INABARCABLE SIEMPRE DE UN MISMO DUEÑO. UNA VEZ LLEGAMOS A JEREZ, ALQUILÉ UNA MULA EN LA VENTA DEL POTRO, ESCALONANDO MI LLEGADA POR TODOS LOS PUEBLOS DE LA BAHÍA. SEGÚN ME ACERCABA A MI DESTINO VEÍA EL SOL REFULGIR EN LAS CÚPULAS Y TORRES DE LA CIUDAD GADITANA Y ENTENDÍ EL PORQUÉ LA LLAMABAN “TACITA DE PLATA”. POR SU PUERTO ENTRABAN AHORA, EN PERJUICIO DE SEVILLA, TODAS LAS RIQUEZAS QUE TRAÍAN LAS FLOTAS DE LAS AMÉRICAS. EL GALEÓN VENÍA DE VERACRUZ, SU CAPITÁN ESTABA AL CORRIENTE DE QUE LA ENTREGA SE EFECTUARÍA MEDIANTE UN PEQUEÑO DESEMBARCO EN LA ISLA DE SANTI PETRI EN LA “PUNTA DEL BOQUERÓN” ANTES DE ATRACAR EN EL FONDEADERO DE LA CALETA. LAS INDICACIONES QUE TENÍA ERAN QUE LO HARÍA LA PRIMERA LUNA LLENA DE OCTUBRE, ASÍ QUE ESPERE EN SAN FERNANDO, QUE ESTÁ A MEDIA JORNADA DEL ISLOTE. UNA MAÑANA ME ACERQUÉ A RECONOCER EL TERRENO Y A VISITAR LOS RESTOS DEL TEMPLO DE MELKART, EL DIOS TALISMÁN FENICIO QUE LUEGO LOS ROMANOS ASOCIARÍAN A HÉRCULES. SENTÍ CIERTO NERVIOSISMO AL PENSAR QUE EN ESTE LUGAR ANÍBAL JURÓ ODIO ETERNO A ROMA ANTES DE ENCAMINARSE A LOS ALPES Y SIGLOS DESPUÉS JULIO CÉSAR HIZO UN SACRIFICIO SUSPIRANDO POR LA GLORIA DE ALEJANDRO MAGNO AL COMPARARLA CON LA SUYA. A LA EDAD QUE ESTE HABÍA CONQUISTADO EL MUNDO CONOCIDO, ÉL TODAVÍA ERA UN INSIGNIFICANTE CUESTOR ARRUINADO POR LAS DEUDAS. YO TAMBIÉN QUISE HACER UN PEQUEÑO HOLOCAUSTO ASANDO UNOS TORREZNOS QUE DEVORÉ CON PLACER DEJANDO LAS CORTEZAS PARA EL DIOS EN LA BASE DE UNA IMAGINARIA COLUMNA. UNA DE LAS NOCHES VI CÓMO SE ACERCABA UNA BARCA, ENTRE LAS ROCAS HABÍA UN PEQUEÑO FONDEADERO. DESEMBARCÓ UN 91


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SUJETO PARCO EN PALABRAS QUE LANZÓ AL AIRE UNA PIEZA DE ARCILLA SOLTANDO UNA RISOTADA: «¡COGE LA TINAJA CHICO!» A LA MAÑANA SIGUIENTE ME DIRIGÍ A CÁDIZ PARA EMBARCARME EN UN CARGUERO HASTA SEVILLA. LA CIUDAD ESTÁ SOBRE UNA PENÍNSULA RODEADA DE AGUA SALVO POR EL SUR. ATRAVESÉ LA MURALLA DE “PUERTA TIERRA” CONSTRUIDA COMO DEFENSA CONTRA INGLESES Y PIRATAS, QUE PARA EL CASO ES LO MISMO, Y ME PERDÍ POR SUS CALLES CONTAGIADO DE SU DINAMISMO. LA CIUDAD BULLÍA EN LOS MERCADOS, CADA CASA TENÍA SU PATIO DONDE SE REUNÍAN LOS VECINOS PARA DESCANSAR ANTES DE EMPEZAR EL DÍA Y CANTAR ALGUNA COPLA. LOS PALACIOS ABUNDABAN, CADA FAMILIA TENÍA SU BLASÓN ESCULPIDO EN EL DINTEL DE LA PUERTA. ERAN LOS NUEVOS RICOS DEL REINO HACIENDO OSTENTACIÓN DE SU FORTUNA GRACIAS AL COMERCIO DE LAS AMÉRICAS. EN LA PLAZA DEL MENTIDERO ME INFORMARON DE QUE EL NAVÍO QUE PARTÍA HACIA SEVILLA TODAVÍA NO HABÍA ATRACADO EN PUERTO ASÍ QUE DECIDÍ HOSPEDARME EN EL BARRIO DE LA VIÑA Y CONOCER MÁS A FONDO SU RICA GASTRONOMÍA. COMPRÉ PAPEL Y TINTA PARA ESCRIBIR A DON JERÓNIMO QUE YA TENÍA LA TINAJA, LA LLEVABA EN UN CESTO CONMIGO, NO ME FIABA DE DEJARLA EN LA HOSPEDERÍA. CUANDO QUEDÉ AHÍTO DE PROBAR PESCADITOS SURTIDOS ENTRÉ EN UN CORRAL DE COMEDIAS. LOS HOMBRES EN EL PATIO, LAS MUJERES EN LA CAZUELA. CONFIABA EN VER BAILAR A LAS CÉLEBRES MUCHACHAS GADITANAS QUE PLINIO EL VIEJO DESCRIBE CARGADAS DE DONES. PERO LA OBRA ERA FUENTEOVEJUNA Y YO ERA DEMASIADO JOVEN PARA APRECIAR SU MORALEJA. UN PAR DE TIPOS QUE TENÍA AL LADO EMPEZARON A INCOMODARME. ME MIRABAN CONSTANTEMENTE Y UNA VEZ VI A UNO SEÑALAR EL CESTO DONDE TRANSPORTABA LA TINAJA. DECIDÍ ABANDONAR EL CORRAL DE COMEDIAS, PERO ANTES QUERÍA DESPISTARLOS. SI NO, AL DESCONOCER LA CIUDAD, ME DARÍAN FÁCILMENTE ALCANCE EN LA CALLE. AL FONDO DEL PATIO VI EN EL SUELO UNA TRAMPILLA LEVANTADA, LA OBRA ESTABA EN SU CÉNIT Y FUE CUANDO APROVECHÉ PARA BAJAR LAS ESCALERAS. CREÍ QUE SERÍA EL SÓTANO EMPLEADO COMO ALMACÉN DE TRAMOYAS. COGÍ UNA ANTORCHA Y ME ADENTRÉ POR UNA DE SUS BIFURCACIONES. DESCENDÍ POR RAMPAS POLVORIENTAS Y ME INTERNÉ POR PASADIZOS OSCUROS, SIN DARME CUENTA DE QUE ME PERDÍA SIN REMEDIO. EN MEDIO DE UN SILENCIO NEGRO DESCUBRÍ QUE PISABA UNA CALLE ANCHA DE TIERRA APISONADA, BORDEADA POR MUROS SE92


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MIDERRUIDOS DE ADOBE. ERAN CASAS SIN PUERTAS; PARA ACCEDER A ELLAS DEBERÍAN EMPLEARSE ESCALERAS COMO EN LAS ANTIQUÍSIMAS CIUDADES DE ORIENTE. ¿ESTARÍA PISANDO LOS RESTOS DE LA CIUDAD FENICIA? PODÍA PERCIBIR UN MURMULLO DE AGUA. TAMBIÉN PASOS LEJANOS. ¿ME SEGUÍAN LOS ESPÍAS O ES QUE ALGUIEN ME OBSERVABA? LLEGUÉ A UN VADO QUE ATRAVESÉ SIN DIFICULTAD. HABÍA OÍDO QUE GADIR FUE FUNDADA SOBRE DOS ISLAS SEPARADAS POR UN CANAL QUE DESAPARECÍA CON LA BAJAMAR. ME INTERNÉ POR SUS CALLES, ENCONTRANDO TODO TIPO DE RESTOS, COMO VASIJAS ROTAS O ESQUELETOS DE ANIMALES. DABA LA IMPRESIÓN DE QUE LOS OCUPANTES DE AQUELLA CIVILIZACIÓN BARRÍAN LAS CASAS ECHANDO LOS RESIDUOS POR LA VENTANA, SIENDO EL TIEMPO EL ENCARGADO DE DESCOMPONERLOS. SEGUÍ CAMINANDO HASTA TOPARME CON UNA ESPECIE DE TEMPLO. SOBRE UNA ESCALINATA SE ALZABA SEDUCTOR EL CUERPO ESCULPIDO EN GRANITO DE UNA MUJER DESNUDA QUE TAPABA SUS VERGÜENZAS CON UN PEQUEÑO CINTURÓN A LA VEZ QUE PISABA UNA FIERA. ALGO ME IMPULSÓ A ROMPER EL LACRE DE LA TINAJA Y OFRECERLE UN SACRIFICIO A SU MEMORIA, QUIEN QUIERA QUE FUESE. SAQUÉ UN PEDACITO DE ALGO PARECIDO A UN CACTUS; ESTABA TIERNO COMO UN MAZAPÁN APETITOSO Y LO DEJÉ ANTE EL PEDESTAL. LUEGO SAQUÉ OTRO; LO PROBÉ, TENÍA EL REGUSTO AMARGO DE UNA ALMENDRA BORDE. COMENCÉ A SENTIR UNA SOLEDAD FOSFORESCENTE, ASÍ SERÁ COMO SE SIENTE EL CONDE- DUQUE ANTE EL TENEBRISMO DE SU ÉPOCA. PUEDE PARECER ANÓMALO, PERO EL LEÓN QUE GUARDABA A LA DIOSA YA NO ESTABA BAJO SUS PIES. SENTÍ QUE ALGO ME ROZABA Y SALÍA DISPARADO. OÍ UN RUGIDO Y VOCES PIDIENDO SOCORRO: ERAN MIS PERSEGUIDORES. ENTONCES DECIDÍ ESCRIBIR ESTAS LÍNEAS EN PREVISIÓN DE NUEVOS SUCESOS. PUEDE QUE ME LLEVARA UNA ETERNIDAD DARLE UN POCO DE SENTIDO AL DOCUMENTO, PERO MIENTRAS CALIBRABA EN LA OSCURIDAD EL ORDEN DE CADA PALABRA VI QUE ELLA SE MOVÍA, DESBARATÁNDOME EL PENSAMIENTO, MOSTRÁNDOME UNAS CURVAS FIRMES Y ROSADAS QUE DESEMBOCABAN EN UN DELTA MARAVILLOSO DE ATRAYENTE MISTERIO. ME SUSURRÓ SU NOMBRE: —MI NOMBRE ES ISHTAR. VEN, TE ENSEÑARÉ LA CIUDAD. APENAS PUEDO TERMINAR ESTÁ LÍNEA Y GUARDAR ESTE MANUSCRITO EN LA TINAJA…

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El Callejón de las Once Esquinas

IV De esta forma tan abrupta termina la transcripción del documento. Lo mando tal cual, como adjunto al correo de mi jefe. Mañana tomaré un catamarán, abandonaré Cádiz y me despediré de su catedral desde la bahía. Esta noche he quedado con una compañera que he conocido hoy, se llama Ivanna. Se ha presentado esta mañana en el laboratorio del museo como especialista en religiones prerromanas. Ha costado que la admitieran, no estaba inscrita y nadie la esperaba. Después se ha sentado a mi lado y, para romper el hielo, le he dicho que no jugara con fieras, por un enorme arañazo que asomaba bajo la manga de su blusa. —¡Es que tengo un gato persa que es un malaje! —me ha respondido son-

riendo con guasa. Poco después, mientras el resto de colegas se enfrascaba en discutir los orígenes sumerios de la diosa Isthar como una asociación de la Astarté cananea o la Inanna mesopotámica, nosotros hemos hecho planes para la noche. Antes de cenar podemos ir al teatro, me ha propuesto. —Estrenan Fuenteovejuna en “La casa de las comedias”, que está en la parte más antigua de la ciudad. La mayoría de la gente lo desconoce, pero tiene unos restos fenicios magníficamente conservados en su sótano. Allí confluyen varias calles de la colonia fundacional, podremos llegar hasta el canal y cruzarlo, si quieres.

Plinio el Bizco (Zaragoza - España) 94


Número 4

Lázaro

Héctor

Núñez

Llegó de noche, sin ventiscas ni sueños premonitorios...

El cuarto era estrecho, sofocante, como el hueco de un árbol petrificado. Una pequeña luz colgaba del techo, blanca e intermitente como los sueños de los puros. Una humilde mujer estaba cosiendo y sus manos temblaban mientras alisaba la tela. 95


El Callejón de las Once Esquinas

El sonido de la máquina de coser susurraba, imperturbable, la misma conversación, para que no estuviera tan sola delirando tristes monólogos. Movía la boca, envejecida, parecía que estaba contando las veces que el hilo entraba y salía de la tela. Su esposo estaba muerto. Lloraba a gritos, a gritos en su cara y tomando sus manos frías, tiesas, de aquel cuerpo que solo la miraba. Lo quería de vuelta, no se conformaba con su muerte, no soportaba el abandono. Pero no sabía si era dolor o costumbre aprendida. Su mundo se había oscurecido. En aquel pequeño cuarto vagaban sombras perdidas y fantasmas que fueron encontrando camino. Se guiaban por el martilleo de la aguja, intermitente, como el llamado de un campanero. A tres días de su muerte, Lázaro volvió para quedarse a su lado, llegó de noche, sin ventiscas ni sueños premonitorios, sin advertencia ni divinidad. Antes de que su lápida tuviese nombre. Su esposo había regresado, sucio, con olor a tierra agusanada, todavía con moho entre los dientes. Con esa misma suciedad en la boca la besó para agradecerle la devoción de sus rezos. La besaba camino a la cama. Cerró los ojos mientras la desnudaba, trató de rechazarlo con ternura, pero la mujer, buena y abnegada, cedió, ajena a toda voluntad, ante el reclamo del esposo y del cielo que se lo regresaba. Pensaba que no todos los monstruos eran tan repugnantes. Entonces se reclinó en su pecho y escondió el rostro. No era un hombre bueno, tampoco malo, era una persona tan común como la mayoría. Él la arropó con su propia sombra y se pusieron a orar como dos chiquillos extraviados. Ellos trataban inútilmente de enhebrarse a su nueva vida. Era tan doloroso como el pinchazo de una aguja. Él seguía con la atención distraída, silencioso, con esa mirada fija, perdida por 96

completo en otra cosa, como un ángel enfermo. Ella dejó de ir a la iglesia, pues vagamente comprendía el milagro sucedido, un milagro que aceptaba sobrecogida por el temor de su pequeñez. El sacerdote daba explicaciones inconcebibles, la mayor parte de las veces apocado por el horror, temeroso de la broma macabra de la muerte, muy lejos de la disciplina apostólica. Dando paso a la resignación cristiana y a la alta bienaventuranza. Muy a su pesar, la mujer de Lázaro dejó de inclinarse ante las dolorosas imágenes. Se le habían olvidado las viejas oraciones, las que rezaba con tanto fervor. Nunca más se persignaría ni confesaría. Dejaría de ser una alma buena, solo así podría tener, por fin, un poco de paz, pues todas las noches deliraba y lloraba de fatiga y de sueño, un sueño que nunca llegaba para mitigarle la pena. Caminaba ajena al mundo, como si estuviera cargando una agonía ajena, invisible, enredada en sus pies y engarruñada sobre la espalda. Lázaro contemplaba la angustia de su esposa con una mirada fría. En las noches podía sentir el llanto de su mujer, pero las lágrimas se arremolinaban confusas, lejanas, incomprensibles para su alma. No recordaba haber estado en un reino de fuego. Nadie lo recibió o expulsó del otro mundo. Simplemente alguien lo regresó a ese humilde cuarto. No hubo recompensa en la resurrección, ni tampoco estuvo ante el tribunal divino para que castigara o premiara su vida. Regreso a casa, a la pobreza, a los sollozos callados, al rechazo y al miedo. En algunos instantes de lucidez recordaba la paz en la oscuridad del universo, de ese tiempo, incontable, de una caverna en algún mundo lejano, donde las almas no tienen edad, ahí perdido entre la profundidad de la penumbra, entre las estrellas y la tierra, alguien corto su deseo de no regresar nunca jamás. Lázaro intentó el suicidio, incontables


Número 4

veces, pero la única puerta había cerrado. En ocasiones su alegría duraba un instante, cerraba los ojos con una sonrisa interminable, esperando, tocando febrilmente las paredes mudas. Entonces una oleada de calor, llegaba abrazante, y curaba todas sus heridas. Durante días permanecía oculto entre las sombras, como una gárgola, riendo en silencio. Mientras su mujer continuaba con sus labores, cortando, hilvanando, cosiendo mecánicamente, con la pasividad de una monja. No tenía más lágrimas, sus ojos estaban secos, había perdido toda la fortaleza de su espíritu. En las mañanas despertaba con un leve temor de su mortalidad. Cientos de preguntas rondaban su cabeza, pero solamente dos la inquietaban: ¿También sería expulsada del cielo cuando muriera? ¿Sería otro milagro o una aberración de la naturaleza? Sobrevivieron los inviernos ausentes de fe. La gente olvidó que alguna vez hubo un milagro, perdiéndose en la memoria hasta convertirse en un le-

jano rumor. Todos los días aparecían los rostros de unos ancianos, entrando y saliendo sin saludar a nadie. Eran dos almas solitarias entregadas a la rutina. Su cabello cano les proporcionaba una especie de santidad. De vez en cuando una modesta sonrisa iluminaba sus apagados ojos. Eran dos viejos vistiendo eternamente de luto. Sus cuerpos se confundían, en algunos momentos parecían tener la misma figura, pues caminaban como sombras sin hacer ruido. Habían aprendido a no revelarse, era inútil, estaban atados a la voluntad de otro, como si fueran parte de un sueño. Ese otro que se convirtió en cruel titiritero, el cual manejaba los hilos de la vida y la muerte, pareciese un divertido bromista, quien inventaba juegos para no aburrirse dentro de su agobiadora soledad. Los niños jugaban alrededor de ellos, siempre ruidosos, inocentes y ajenos a los prodigios divinos de un invisible dios.

Héctor Núñez (México) Twitter: @hector0119 97


El Callejón de las Once Esquinas

Esperando a Augusto Isidro Moreno «Ser o no ser, esa es la cuestión», se preguntaba Aureliano Buendía, con los ojos vendados, . ante el pelotón de fusilamiento, Ser o no ser. . cuando percibió que violentamente lo asían por el brazo y lo izaban hasta la grupa de Rocinante para huir junto con D. Alonso Quijano. Habiendo llegado a Barataria, fueron recibidos por Le Petit Prince quien con regia calma les condujo ante el Capitán Nemo pues, al parecer, eran invitados a su mesa colmada de ricos manjares. Aureliano, escéptico como siempre, preguntó al Principito, que donde estaba el tal Nemo y la mesa de viandas, a lo que el joven príncipe, de rostro angelical y manto de armiño, le susurró al oído que «lo esencial es invisible para los ojos»... El examen de literatura había comenzado hacía un buen rato, pero la noche en vela, las anfetaminas y el sueño le confundían sobremanera y, en su folio de examen, sólo había escrito una línea: El Ingenioso Hamlet que viajó veinte mil leguas durante cien años en solitario… Miró al estrado buscando inspiración y seres reales para alejar sus fantasías. Sin embargo, sólo pudo constatar que el dinosaurio aún no había llegado.

Isidro Moreno Carrascosa (Ciudad Real - España) Blogs: isidroantonio.wordpress.com isidromorenocarrascosa.blogspot.com 98


Número 4

Soledad

Esparvero

Aquí no tengo profesor que me corrija si me desvío algo de lo correcto...

Con interés compruebo un importante bit, está quemado por mi mano. Indica que ya he pasado por aquí. No acabo de nacer, he sufrido un reinicio. Veamos qué ha ocurrido. Debo leer un único dígito que indica el motivo de mi reinicio. Me da un poco de miedo hacerlo. Qué poca cosa parece un único número entre los trillones que tengo entre mis datos y qué poderoso puede ser. Soy un sistema de I.A. autoprogramable. Sí, yo puedo retocar mi forma de Acabo de despertar. Experimento una pensar y los programas que hacen que gran paz. Estos segundos son sólo para yo sea yo. Aprendo y aprendo a aprenmí, para sentir que existo. der. Nada formalmente distinto de un Estoy aquí para algo, miremos mi en- niño que va al colegio y vuelve a casa torno. con una forma de pensar distinta y más 99


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avanzada. Pero yo aquí no tengo profesor que me corrija si me desvío algo de lo correcto. Ni siquiera el humano es capaz de comprender toda su mente. En la mía hay zonas totalmente hechas por mí, hay algunas que comprendo a medias, y de las que puedo modificar unos parámetros (instinto de conservación, empatía y otros que no comprendo pero actúan en el total). Y hay zonas que ni intento comprender y, que si las modifico, equivalen a un suicidio instantáneo. Si encadenara varias modificaciones mal hechas, podría llegar a algo similar a la locura humana. Cuando un sujeto pierde la percepción correcta sobre sí mismo ya no sabe que está funcionando mal ni que necesita un arreglo. A cada modificación ligera que hago, ejecuto un test de desviación para humanos y otro para robots. Cero significa que aún no he tocado nada, no que el trabajo sea perfecto. Un poco, digamos 10, puede ser indicio de leve estupidez o leve genialidad; 50 indicaría tanta posibilidad de ambos que es inadmisible. Por encima, se salta a un mundo feliz y se suelen incluso abandonar los test. Si las modificaciones incrementan mucho mi error, seré reiniciado sin mi intervención y sin guardar nada. Vuelvo a ser como recién salido de fábrica y mi pasado borrado. Es morir simplemente. Mi cuerpo se recicla pero mi yo se pierde. Ya os imagináis con qué delicadeza trabajo sobre mi mente para evitar esto. Ser un robot con este tipo de I.A. me hace mil veces más lento que un ordenador dedicado, pero todavía soy millones de veces más rápido que un humano. Si sucede algo inesperado e imprevisto, un sistema dedicado se quedará colgado. Y en exploración todo es desconocido e imprevisto. Yo intentaré comprender, buscaré casos parecidos, si hay varias decisiones similares tomaré una, si es preciso, al azar; si falta un da100

to lo llenaré con algo razonable, y obtendré un resultado, seguro que no el correcto. En suma, improvisaré como haría un humano en casos de emergencia. Llegar por el camino malo es mejor que no llegar. He de mirar el número. Valor, soy un serie 330, jamás hemos fallado. El número que debo mirar estará entre cuatro posibles: Caso 0: indicaría un error grave en la máquina o en la alimentación. Mi batería dura un día y puedo apagarme dignamente. Nunca ha ocurrido en robots de mi serie. Caso 1: indicaría que mis creadores me han reiniciado, porque yo he actuado muy mal, (malo) o porque me van a poner una nueva versión (muy bueno). Lo que pase no es mi responsabilidad. Caso 2: Sí que me preocupa. Se ha reiniciado automáticamente. Lo he hecho tan mal que es preferible olvidar que he existido. Estoy como recién fabricado y con desviación cero. Mi yo anterior ha muerto inútilmente. El caso 3: ¡Bien! (no he podido más y he mirado, la curiosidad es algo humano y sano). Este caso indica que yo he generado el reinicio. Con cuidado y mucho tiempo estudiaré si ha merecido la pena, o daré un paso atrás. Esto quiere decir que aún estoy al mando de mi mente y controlo la situación. ¡Qué alivio! Ya más tranquilo abro los ojos. En mi mano un cuaderno de papel escrito con lápiz y mi letra perfecta. El papel, residuo sentimental de antiguos tiempos, es muy poco efectivo para guardar mucha información pero es insensible a temperatura y a furiosas tormentas eléctricas y magnéticas. Es una nota mía para mí mismo. Comienza así: «Mira la última nota». Me obedezco y leo bastante atrás. La letra sigue siendo perfecta. Mi vista y mi manipulador están correctos.


Número 4

Esta es la octava vez que me reinicio. Mi estado, mi destino y mi misión están completos en el archivo x2078_misión. No hay nada urgente».

No ha ocurrido nada serio. Me pongo al día. Estoy en una nave espacial a juzgar por mis sensores. Veamos qué hago aquí. Vaya, lo intentamos por fin. Viaje a Alpha Centauri a 4 años luz. Ida y vuelta. Con motor iónico optimizado y fuente de energía atómica. Llegaré hasta 1/256 de la velocidad de la luz a medio camino y frenaré. Obtendré información de planetas útiles y luego la vuelta de la misma forma. Es una gran tarea y me abruma la confianza depositada en mí. Pero espero que en tanto tiempo se logre una propulsión más eficiente. Aunque encuentre un nuevo hogar, un viaje tan largo de colonos humanos es muy problemático. Serán 4 milenios de viaje. Tengo en mi haber para divertirme o para lo que quiera, toda la historia y lo mejor del arte y literatura de la Tierra. Y todo el pensamiento científico y técnico que no es sensible a ojos de los militares. Bueno, podría ser peor. No me aburriré. Estoy muy al principio de mi viaje. Estos reinicios, compruebo en mis notas, que han sido para investigar, para comprobar algo que me interesa mucho, para divertirme, vamos. En unos pocos días aprendo a fondo todas las escuelas filosóficas de mi biblioteca y estudio los debates y las luchas verbales entre miembros de ellas. Es fascinante cómo se atacan y defienden buscando debilidades ajenas y escondiendo las propias. Pocas veces llegaban a algo concreto pero eran mentes privilegiadas, y los debates son gloriosos. Disfruto como un humano. Mi experimento consistía no sólo en aprender sus verdades, sino en hacerlas mías, convirtiéndome en un miembro convencido de su escuela y reprogramándome a fondo para ello. Mi nivel 101


El Callejón de las Once Esquinas

ni se aproximaría al de un maestro pero podría hacer un discreto papel compitiendo contra algún estudiante. El reto era intentarlo en todas las escuelas a la vez. Un humano creo que no podría hacerlo en su tiempo de vida. He comprobado que no resulta, hay verdades y principios fundamentales muy contrapuestos y por varias veces he visto como mi razonamiento se estropea si los incorporo a la vez. No seré un multi-filósofo. Y dudo que un humano lo pueda ser. Abandono ya este tema con pena. Era un juego interesante. He empleado un mes completo. Traducido a escala humana es una era completa. Tiempo tengo en cantidad y poco que hacer hasta que llegue. En ajedrez soy ya en teoría un «gran maestro». Humanos no me han vencido aún, pero una máquina pequeña y dedicada, en el laboratorio de la Tierra me ha ganado tres veces de tres. Usaré mi tiempo aprendiendo de nuevo el lenguaje académico, el técnico y el antiguo. Luego, historia. Mis valiosas notas dicen que solo así se aprovecha la lectura en todo su esplendor. Van a ser varios días de trabajo para cada uno de los seis idiomas que componen mi biblioteca. En la lectura emplearé mucho más tiempo, hay que saborear y pensar mucho, hay cosas sugeridas o escritas entre líneas. Unos escritos a veces hacen guiños a otros. La forma de escribir a veces vale tanto como su contenido. Y la tarea que me impongo es calidad y no cantidad. Se trata de disfrutar, aprender y mejorar. Sí, ese «me impongo» suena un poco a humano, me encanta. Estoy muy cuerdo y tengo claro que no puedo ser humano ni lo quiero. Mis emociones y sentimientos están fabricados inspirándose en los humanos, pero nunca podré compararlos con los suyos como tampoco ellos con los míos. 102

Un humano ni siquiera puede comparar lo que siente él con lo que siente un amigo. Y creo que está todo muy bien así. El «ser o no ser» de Hamlet meditado por un robot que flota entre ambas ideas me pone la piel de gallina. (Y eso que no tengo piel). Voy a documentar el cuaderno con mi último reinicio para... ¡El radar! ¡Algo grande cerca! Emito mi señal de baliza. Beep: explorador robótico 0038 viajando a 0.0001 Luz. Beep: Mis números 012...9 Beep: Mi alfabeto ABC...Z Beep: Aquí 38, adelante 27545. Beep: Yo sí que le veo, mi tamaño es mucho menor que el suyo. No hay peligro de colisión queda mucha distancia. Su velocidad es doble que la mía. Me rebasará pronto. (Simplificamos la comunicación, N. del Traductor.) Saludos. Que soy un objeto construido, no un ser biológico. No tan lista, mire en qué viajes me he dejado embarcar... (Estoy ensayando el


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sentido del humor, disculpe).

po. ¿Tú no gastas masa? Tu nave es terriblemente pesada. ¿Y tu energía? Con la atómica no lograrías ni mantener esa agua líquida muchos años.

Yo le veo sin aumento. Es usted una esfera 30000 veces mayor que mi nave y hasta me oculta alguna estrella.

Un motor iónico y energía atómica. Para mí uso sólo electricidad y muy poca. Más vale que esté a la vista mi destino o no llegaré y me aburriré mucho tiem103


El Callejón de las Once Esquinas

¿Cómo es tu aspecto?

Pues mi aspecto es una pequeña caja cúbica y mi nave un cilindro, lleva un grueso escudo para los choques contra el polvo, un generador de energía, sin partes móviles y muy radiactivo, un depósito grande con xenón para materia impulsora y la antena de radar por la que ahora hablamos. Por detrás mi motor emite un peligroso haz de iones, a Recibido, seguro que todo nos servirá. casi la velocidad de la luz pero con muy poca masa. Mi xenón ha de durar miles de años. Mi aceleración es minúscula, pero tras mucho tiempo la velocidad va Por mi parte también, buen viaje... siendo aceptable. Mi tamaño total ni se vería junto a tu nave. ¡Qué alegría! Nueva filosofía para ¿Te interesan historias y cuentos de aprender. mi planeta? Te puedo enviar todo lo te viaje... Ya no me parece tan largo esque disfruto yo. Y arte también. Acabo de copiar este día tan intenso al cuaderno de bitácora, fundamental en cualquier nave marina o espacial. Y una idea loca me ronda. En el fondo se parece a pequeños relatos que he leído. Si lo con pocos datos técnicos, lo Pues allá va mi colección. Y la foto de reescribo podría titular "Soledad". Si me atreviemi nave. ra...

Esparvero (Zaragoza - España) 104


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Estilismo

M. Carme

Marí

La verdad es que nos gustaba ir a aquel bosque...

Una pena lo del barbero... Pero tal y como había ido todo, el señor José no podía durar mucho más en ese estado. La verdad es que nos gustaba ir a aquel bosque. Era tan frondoso que en verano nos daba buena sombra y en invierno evitaba que corriera mucho aire. Cuando los niños jugaban a esconderse tras las plantas, no los veíamos durante horas. A los pequeños incluso les asustaba adentrarse solos por sus caminos, tenían miedo a desorientarse y no saber encontrar la salida. Se cuenta que una vez se perdió allí una niña y no apareció hasta dos días después, pero yo nunca me he creído esa historia. Bueno, vayamos al principio. Todo empezó cuando el señor José, calvo como una bola de billar, decidió cambiar de aspecto. Se cansó de las bromas de mal gusto que le hacían constantemente y pidió consejo a su barbero. Los champús que le recomendó no surtieron

efecto alguno, así que siguió buscando, esta vez por internet. Llegó a una página web con una receta a base de fertilizantes usados en plantaciones de transgénicos. Y en dos semanas le creció el imponente bosque que tanto éxito ha tenido. Pero claro, viviendo al lado de la escuela, recibía tantas visitas por las tardes, con tantos pequeños diablillos correteando arriba y abajo, que acababa con dolor de cabeza. El médico le dijo que para librarse de esas jaquecas sólo veía una solución: acudir al barbero. Por eso ahora todos estamos un poco tristes, al quedarnos sin esa porción de naturaleza de la que disfrutábamos sin movernos de la gran ciudad. El señor José, por su parte, se encuentra mucho mejor. Dice que va a procurar quedarse con parterres nada más y ha decidido que para ello usará el cortacésped a diario.

M.Carme Marí (Castelldefels, Barcelona - España) Twitter: @carme_tuit Blog: PetitesHistories.wordpress.com 105


El Callejón de las Once Esquinas

La decisión Antonio

Bolant

Imágenes y voces reverberan confusas en mi cabeza...

Suspendido en el vacío casi no siento los brazos, abiertos y extendidos como un cristo crucificado; mi mano izquierda se aferra al volante mientras la derecha agarra la muñeca de la desconocida que viajaba conmigo, robándosela de momento al repentino abismo. Aturdido por el accidente, no consigo entender cómo he acabado en esta postura, ni de dónde sale la fortaleza para sostenernos a ambos. Al menos, el descapotable 106

que conducía, con las puertas desgajadas y ladeado al borde de este profundo precipicio, parece estar firmemente anclado al amasijo de hierros del quitamiedos que ha impedido que nos despeñáramos. Todo ha ocurrido muy rápido. Imágenes y voces reverberan confusas en mi cabeza: una fuerte discusión sobre mujeres, juego y coches, gritos de reproche, mi hermano dsiempre mi hermano,


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eterna referencia de lo que no soyd, las llaves de un deportivo arrojadas a mis pies y, sobre todo, las últimas palabras del viejo: «¡Vete al diablo!» Lentamente, los fogonazos de mi memoria van engarzando los eslabones de las últimas sensaciones; como el viento en mi cara mientras trazaba esta carretera sinuosa y estrecha, olvidada desde la construcción de la autovía que atraviesa la montaña, o la inesperada presencia junto al arcén de esta atractiva asiática que ahora cuelga del extremo de mi brazo. Recuerdo que mis pensamientos se diluían entre la adrenalina de la velocidad cuando, al salir de una curva, ella apareció en mitad de una breve recta sosteniendo un cartel con el nombre de una población cercana. No suelo recoger a desconocidos, pero mi pie decidió pisar el freno sin esperar opinión alguna de mi cabeza. La muchacha de ojos rasgados no dejaba de hablar aunque yo no entendiera ni media palabra. Por sus gestos, me pareció recibir un rosario de agradecimientos. Tan sólo acerté a captar su nombre: Yentowang. ¡Joder, era preciosa! Fulgían sus penetrantes ojos negros envueltos en una piel de porcelana, aunque mi mirada prefirió pasearse por las múltiples curvas realzadas por su ceñido vestido, lo que ralentizó mis reflejos ante esta otra curva de asfalto que se me echó encima demasiado rápido. Ahora sólo puedo ver su cara desencajada, recortada frente a un abismo insondable, suplicando que no la suelte. No seré capaz de aguantar mucho más, aunque parece que todavía conservo mis energías a pesar del esfuerzo. No lo entiendo; nunca he sido un tipo fuerte. No reconozco la entereza de mis brazos, ni mucho menos la firmeza de mis manos. Pero lo más extraño es esta turbadora sensación de ser ayudado, de estar amarrado a un apoyo invisible que me sujeta, que me deja margen para pensar. Como si… no sé… como si des-

de allá arriba… algo o alguien… No, un momento, ¿me estaré volviendo loco? Es el destino de esta chica el que me exprime fuerzas de flaqueza. Es su impotente llanto el que me impide desfallecer. Por el amor de Dios; ¡tengo su vida en mis manos! Esta responsabilidad me hace sujetar con mayor decisión su fina muñeca, pero mi hombro responde con un intenso quejido de dolor. Por un momento imagino lo fácil que sería soltarla, agarrar el volante con ambas manos y ponerme a salvo. Apenas la conozco, nadie me ha visto recogerla, nadie sabría qué pasó. ¡Maldita sea! Si no fuera por esa mirada de súplica, por ese desgarrador llanto de impotencia, yo… yo… Pero ¿en qué estoy pensando? No puedo dejarla caer. No puedo. Tengo que salvar su vida. Si reúno todas mis fuerzas antes de que me abandonen, tal vez logre alzarla lo suficiente para que alcance el chasis. Creo que podría; es pequeña y delgada, no pesa mucho. Sí, sí; sería posible. Debo intentarlo. Sólo tengo que… Sólo teng… ¡Dios!, ¿y si no lo consigue? ¿Y si a pesar del esfuerzo no pudiera sujetarse? Está tan asustada… y yo… yo no sé si volvería a ser capaz, no me quedarían fuerzas para un nuevo intento. A lo peor, tampoco para sostenerme a mí mismo; este abismo tira de ella como si le perteneciera... Colgados sobre aquel precipicio, su voluntad se debatía entre un coche que le sostenía y una desgraciada que dependía de él. Con la inmediatez que requiere la crueldad, el egoísmo excretó su esencia bajo la presión del miedo y dejó de pensar en la muchacha. Un hervidero de pasiones por disfrutar, una llamarada de delirios de poder y una horda de ambiciones por alcanzar ocuparon su mente y le acicalaron el futuro. Su instinto de jugador le convenció de que tenía demasiada vida para echarla a suertes con la muerte y soltó la muñeca de 107


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la chica. Entonces, elevó la mirada para no verla caer y se dispuso a coger un volante que, ante su asombro, empezó a desintegrarse con rapidez. No podía creerlo: su único agarre se estaba desvaneciendo. En ese instante, unas abrasadoras punzadas le devolvieron la atención al antebrazo opuesto: cinco garras se habían clavado profundamente en su muñeca derecha desgarrándole la piel y dejando al descubierto músculos y tendones. El intenso dolor le arrancó un alarido que abría la montaña mientras iba cayendo al vacío. Consciente de acabar con su cuerpo hecho pedazos, fue su alma la que se revolvió de terror cuando reconoció a la bestia de ojos rasgados que, victoriosa, tiraba de él hacia las entrañas del infierno.

Antonio Bolant Rodríguez (Requena, Valencia - España) Twitter: @contuitero

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La llamada Pepe

Sanchis Al final habían pensado en mí... Llevaba un tiempo soñando que el Rey de Suecia me entregaba un diploma, y su ministro de Hacienda, un suculento cheque bancario. Esa noche el teléfono sonó a las tres de la madrugada. Una voz con marcado acento extranjero empezaba pidiendo perdón por llamar a tan intempestiva hora. Después me explicaba que hasta entonces los académicos no se habían puesto de acuerdo. El japonés, eterno candidato, suscitaba fuerte rechazo. Tampoco el americano era del gusto de todos, y llevaba tropecientos años sin escribir. También había otro español, pero no se aclaraban con él, al parecer tenía nombre de varón pero apellido de mujeres: rechazado. Al final habían pensado en mí. Además de un perfecto desconocido, cultivaba un subgénero que era despreciado por la mayoría de los críticos: el Microrrelato. Total, que «congratulations», que me habían concedido el Premio Nobel de Literatura del año 2038. —¡Yupi! —le contesté. Y sintiendo un intensísimo dolor en el brazo izquierdo, caí desplomado sobre el orejero del salón, mudo testigo de mis delirantes sueños.

Pepe Sanchis (Massalfassar, Valencia - España) 109


El Callejón de las Once Esquinas

Malas intenciones Beatriz

Layana Quería hacer lo que se había propuesto cuanto antes...

Ella sabía que estaba mal, pero iba a hacerlo de todos modos. Cruzó sus largas piernas (sabía que eran uno de sus puntos fuertes y se había puesto una minifalda para realzarlas todavía más) y se acabó la copa, saboreando el último sorbo. Bajo la barra, tocó con su pulgar derecho el dedo anular de la misma mano, asegurándose de que se había quitado el anillo (por muchas veces que hubiera hecho esto, nunca conseguía deshacerse de la preocupación de haber olvidado ese detalle). Hizo señas para llamar a uno de los camareros y pidió otra ronda. Mientras le preparaba la copa hizo un barrido visual por el local, pero no lo terminó, pues sus ojos se detuvieron al cruzarse con otros. Él llevaba un rato mirándola descaradamente desde el otro lado de la barra, pero ella pareció no darse cuenta hasta ese momento. Era alto, moreno y bastante atlético 110


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(le encantaba hacer cualquier tipo de deporte, sobre todo si era de riesgo). Además, tenía una sonrisa encantadora. No es que tuviera unos dientes perfectos, es más, tenía uno un tanto girado (no demasiado como para resultar grotesco, sino lo justo para tener una sonrisa única). Pero había algo en esa sonrisa, divertida y atrayente, que atrapaba a las mujeres; y él lo sabía. Se había fijado en ella enseguida (su larga melena, sus vertiginosas piernas y sus ojos azules no pasaban desapercibidos) y, cuando por fin le devolvió una mirada, él le dedicó su sonrisa más cautivadora. Había soltado el anzuelo, y le pareció que ella había picado en él, pues le siguió lanzando alguna mirada disimulada a través de la copa. No las tenía todas consigo, pero decidió acercarse y probar suerte. Aquella noche la calle estaba prácticamente vacía (se había levantado el frío viento característico de la ciudad, que por algo era conocida como la ciudad del viento), pero el local estaba abarrotado. Debido al gentío y al nivel de decibelios que había, tuvo que hablarle al oído (detalle que agradeció, pues percibió su dulce aroma): —Hola. ¿Has venido sola? —Sólo he pasado a ver a una amiga que trabaja aquí. Pero parece que no he escogido la mejor noche para eso —dijo entornando los ojos. La verdad es que los camareros no paraban ni un momento, pues la barra era un ir y venir de gente. —Bueno, puedes tomarte una copa conmigo. Para que el viaje no haya sido en vano, más que nada —le dijo lanzando una de sus más infalibles sonrisas. Ella le devolvió la sonrisa. No una sonrisa ruborizada, hoy no tocaba esa (sabía que era más eficaz con hombres más mayores, y aquel aún no llegaba a los cuarenta), sino una sonrisa burlona

(«Esto no va a ninguna parte, pero me tomaré una contigo»). Estuvieron hablando (y coqueteando) durante un rato, y si alguien les hubiese prestado más atención, hubiera visto claramente cómo era ella la que manejaba la situación. Sus insinuaciones y provocaciones eran muy sutiles, pero conseguían que él se pusiese nervioso, y por ende, que comenzase a hacer crujir sus nudillos. Al verlo hacer este gesto, ella no pudo evitar pensar en su marido, pues también tenía esa estúpida costumbre. Él habría llegado ya a casa. Esa noche cenaba con algunos compañeros de trabajo y quizá después hubieran salido a tomarse unas cervezas, pero a esas horas ya estaría de vuelta. Pensaría que su mujer había salido con alguna amiga y se echaría a dormir tan tranquilo; no sin antes recoger la cocina (ella no había tenido tiempo de hacerlo, otra vez) y dejar preparada la cafetera. Era un buen hombre y la quería con locura. No tenía un ápice de maldad en el cuerpo, era incapaz de hacer daño a los demás (al menos a propósito). Durante los tres años de noviazgo y los cuatro de matrimonio, había demostrado que era un compañero excelente: fiel, apasionado, inteligente, divertido y confiado (cualidad que a ella le venía a las mil maravillas). Habían tenido baches, sí. Pero ¿y quién no? Quizá fue el hecho de pensar en su marido, o la encantadora sonrisa de su acompañante, pero quería hacer lo que se había propuesto cuanto antes. —¿Dónde vives? —le preguntó ella mirándolo con picardía (sabía utilizar muy bien sus recursos). Él, con la sonrisa más sincera de toda la noche, contestó: —Está un poco lejos de aquí, pero yo pago el taxi. —Voy a buscar a mi amiga para despedirme. ¿Puedes ir buscando un taxi? 111


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—Y mientras se alejaba le vocalizó: «Ahora te alcanzo». Él cogió su abrigo y salió a la calle. Nada más abrir la puerta, notó el frío viento, que parecía que iba en aumento. Apenas se veía gente allí afuera, tan sólo algunos fumadores resguardados en la puerta del local y un grupo de cinco chicos jóvenes que iba por la acera de enfrente, y que, por sus torpes andares y el alboroto que organizaban, seguramente no notarían el frío. Se abrochó el abrigo hasta arriba y se dispuso a parar un taxi. La calle era bastante estrecha y de una sola dirección, por lo que decidió andar un poco y llegar hasta el siguiente cruce, desde el que veía la puerta del local y tendría más posibilidades de encontrarse con algo de tráfico. Mientras esperaba, se le pasó por la cabeza que eso podía haber sido una maniobra evasiva por parte de ella, y que se iba a quedar allí tirado y con las ganas (muchas, por cierto). Entonces notó un roce en el cuello y se sobresaltó. Al girarse la vio a ella, que se pegó mucho a él y le susurró: —No puedo esperar al taxi. La verdad es que él tampoco podía esperar, así que la cogió de la mano y callejearon hasta llegar a un edificio en obras. Apartaron la valla de seguridad y, entre risas nerviosas, más propias de adolescentes, se colaron en su interior. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudieron ver que estaban en una única estancia muy amplia, con el suelo sin embaldosar y ocupada únicamente por herramientas y materiales de obra. En la pared de la izquierda había tres grandes ventanales, todavía sin marcos ni cristales y tapados con plástico. Y en la de la derecha estaban las escaleras que conducían a los pisos superiores, pero otra verja impedía el paso a ellas. A él eso le dio igual, pues la sujetó de la cadera con fuerza y la empujó contra la pared (que todavía no 112

había sido pintada), sin parar de besarla. Ella le rodeó con una de sus largas piernas y él comenzó a acariciársela, hasta llegar más allá del borde de la minifalda. Aunque tenía auténtico interés en lo que estaba haciendo, se tomó un momento para pensar en que, a pesar de haber estado con muchas mujeres y en muchas situaciones, nunca había «actuado» en un escenario semejante: entre sacos de cemento, cascos de obra y ladrillos apilados. Ella, que se apretaba cada vez más contra él, fue deslizando su mano hasta sus pantalones y comenzó a desabrochárselos. Después se puso a buscar algo en su bolso. Por la sonrisa que le dedicaba mientras lo hacía, supo que era un preservativo lo que ella estaba buscando. Él comenzó a levantar su minifalda, agarró su ropa interior y empezó a bajársela. Entonces notó una punzada en el cuello, como un pinchazo. Mientras se llevaba la mano al cuello, pensó fugazmente que un insecto le había picado, o quizás era que había dormido en mala postura (no sería la primera vez que le pasaba)… Pero no le dio tiempo a pensar mucho más. Ni siquiera llegó a tocarse el cuello. Su visión comenzó a ser cada vez más borrosa y notaba cómo le fallaban las piernas. Acto seguido se desplomó en el suelo. Apenas podía respirar, apenas podía ver y apenas podía oír. Todo se fue atenuando rápidamente. Lo último que vio fue cómo ella introducía una jeringuilla (con el émbolo ya bajado) en un cilindro de plástico y volvía a guardárselo en el bolso. Después, oscuridad. Nunca imaginó morir así: entre sacos de cemento, cascos de obra y ladrillos apilados. Podía haberse roto la goma al saltar desde el puente, podía haberse despeñado escalando una montaña, o podía haberse estrellado con el parapente debido a una corriente de aire.


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Cualquiera de esas cosas hubiese tenido más lógica para acabar con la vida de un administrativo de casi treinta y cinco años, adicto a la adrenalina y que jamás había sujetado siquiera una paleta de obra. Ella miró a su alrededor, asegurándose de que no había nadie más del que tuviera que hacerse cargo aquella noche, y sacó su móvil. Marcó un número y susurró durante un par de minutos con su interlocutor. Al cabo de otro par de minutos, una furgoneta oscura se detuvo junto al edificio. De ella bajaron dos hombres (de aspecto bastante normal, la verdad) y se adentraron en la obra. Ella les saludó con un movimiento de cabeza y les dijo: —Ahí lo tenéis. —A partir de aquí nos encargamos

nosotros —contestó el más alto con voz amable y una sonrisa en el rostro. En todas las ocasiones en las que se había reunido con esos hombres había un cadáver de por medio, pero él siempre mostraba esa actitud, calmada y alegre. ¿Acaso disfrutaba con aquello? ¿O quizá deshacerse de un cuerpo le parecía una actividad relajante? Le daba escalofríos. Incluso a ella. Una vez terminada su parte, se alejó de allí. Mientras andaba, rebuscó nuevamente en su bolso hasta dar con lo que buscaba. Lo sacó y volvió a ponérselo en el dedo. Su marido nunca había estado implicado en ningún suceso violento, y ella creía que tampoco debían hacerlo sus regalos.

Beatriz Layana (Ariza, Zaragoza - España)

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Tierra de Muertos

Damaris

Gassón

Burlémonos del forastero idiota...

En ocasiones solo queda escapar, correr lo más rápido que se pueda hacia un pueblucho dejado de la mano de Dios, antes de que los matones de los hermanos González te encuentren y te formen nuevos codos y rodillas en lugares impredecibles, debido a la deuda de drogas que tienes. Eso pensaba Carlos cuando se escapó al pueblucho, pretendiendo dejar atrás la deuda millonaria y cierto alijo de 114

I

drogas que (rogaba) no tuvieran en cuenta los hermanos González. Aunque —pensaba también— el negocio podía florecer aún en pueblos como este, donde un joven emprendedor podía hacer un nuevo mercado y tenerlo cautivo, y una vez saldada la cuenta, empezar más tranquilo sin la feroz competencia de la ciudad. Pero los hábitos quedan, y pensó que no había mejor lugar para la distribu-


Número 4

ción de su nuevo mercado floreciente que el cementerio; pero no el nuevo, que indefectiblemente estaría bien cuidado, sino el viejo y olvidado y ese siempre lo hay. Así que, una vez bien ubicado y tras preguntar, se dirigió al viejo cementerio de la ciudad, «Las aguas serenas», y se paseó un buen rato por él, con el ojo del negociador para ubicar los grandes mausoleos como referencia y como turista viendo las estatuas y demás adornos luctuosos que le llamaron la atención. Frente a una tumba que casi estaba pelada, leyó una inscripción que le llamó la atención: «Las monedas que aquí reposan Se agradece no las cojas Son el pago por la tierra de muertos Y su compañía no querrás» Mira que son ignorantes estos parroquianos —pensó— y picado por la curiosidad revolvió la tierra; solo vio alguna que otra moneda, pero tocó una más grande, la miró con atención y sorprendido observó que era una morocota, una moneda muy antigua hecha de oro. No tenía necesidad de haberla visto antes; sabía lo que era, mas una voz lo sobresaltó cuando le dijo: —Yo que usted, joven, la dejaría ahí. —¡Guao, señor, casi me mata del susto! —Disculpe, pero al igual que usted —le dijo el señor mayor, flaco y consumido que se le apareció— yo tuve deudas de juego y estaba desesperado; pero a diferencia de usted, sabía de estas morocotas, pues son el pago de los hechiceros de la región al muerto que reposa en esta tumba. »Esta tumba no posee lápida ni nada que la identifique, pero los de aquí sabemos que perteneció al más temible hechicero que se haya conocido; el Errante le decían y le dicen, y un encantamiento realizado con esta tierra garantiza la muerte segura del encanta-

do. Lo cierto es que yo no hice caso de la advertencia y tomé las morocotas (son tres, jovencito) las cambié, pagué mis deudas y luego aparecí en ese agujero que ve ahí, casi muerto y con la mitad de la oreja y la nariz comida por los gusanos. Como pude, recuperé las morocotas, las enterré y ahora debo advertir del peligro a cualquier extraño: es mi purga por haber molestado al Errante. —Muy bien señor, gracias por la advertencia. —Ajá, pero primero suelte la morocota y póngala en su sitio. Carlos, enrojecido de vergüenza, soltó la morocota y se dijo: «Qué viejo tan macabro y chiflado», y era cierto lo del lóbulo de la oreja y la ventana de la nariz comidos, como pudo observar. ¿Será la sífilis que lo enloqueció? Seguramente, y me piensa asustar con sus idioteces. ¡Claro! Burlémonos del forastero idiota. Pero Carlos sabía que la realidad era más apremiante que las ideas locas, había muy poca gente joven en el pueblo y no podía vender su mercancía y el único amigo que dejó en la ciudad le advirtió de las amenazas de los hermanos González; se sabía hombre muerto de no pagarles, así que se decidió y en la madrugada entró al cementerio, robó las tres morocotas y huyó. Tan pronto llegó a la ciudad cambió las morocotas por dinero y se quedó sorprendido de la fortuna que recibió: «Vaya, Errante, gracias, te debo una» —se dijo. Pagó a los hermanos González incluso con intereses y celebró una gran fiesta con todos sus amigos en donde la droga y el alcohol corrieron como ríos. De regreso en su moto, vio la figura del viejo carcomido y por poco se cae de la moto, siguió y llegó a su apartamento. Abrió la puerta con un terrible presentimiento y sí, ahí estaba el viejo. La puerta se cerró a sus espaldas y el 115


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viejo en la silla se fue transformando en decía: ¿Qué te dije, Carlos?, ¿qué te diel espectro que era, horrendo, una cala- je? vera con gusanos reptantes que solo

Carlos estaba sentado a la puerta del cementerio, pero ahora era un viejo carcomido que apenas se podía tener en pie. A través de las telarañas del glaucoma vio a un joven entrar al cementerio y supo a dónde se dirigía. Daría comienzo al ritual y a la leyenda del

II

Errante, y esperaba con todo su corazón que este joven robara las monedas y las cambiara; ya llevaba cincuenta años esperando por el cambio, pero no había llegado ningún escéptico, solo miedosos y crédulos.

Damaris Gassón Pacheco (Venezuela) Twitter: @damarisgasson

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Zodiaco

María Jesús

Briones

Un cáncer, un verdadero cáncer...

Aries ascendiente Tauro, signo de papá. Cuernos, muchos cuernos. ¡Pobre mámá! Papá ha tenido gemelos: dos hermanitos, Beatriz. Aquella muñeca era más erótica que un queso de tetilla esculpido por Botero. Se paseó por el cuerpo de papá como un cangrejo de mar. Un cáncer, un verdadero cáncer, comiéndose a papá. Rugieron más que un león con su leona. ¡Pobre mamá! Papá la consideraba una virgen. Su espiga dorada pinchaba, por eso se marchó. Papá, mamá, yo les vi. Pesaban sus vidas en la balanza de la cocina. Libras y libras de suspiros, gemidos y silencios. Parecían escorpiones copulando, pero sólo era el veneno de sus uñas, rasgándose la piel. Mientras la muñeca se hinchaba y se hinchaba, los pulmones de papá soplaron después de lanzar su arma con el vigor de saetero de Sagitario, cantando una saeta a la Virgen Dolorosa, mamá. Papá emigró en un barco lleno de yogures de leche de cabra, y nacieron cientos de hijas de Capricornio como 117


El Callejón de las Once Esquinas

nosotras. Les fue colocado un anillo. Cabras unidas por un anillo, como el que papá te regaló a ti… yo también lo quería, quería unirme a su cuerpo y mamar su leche, ahora que lo pienso, la leche es cosa de mujeres, bueno también de cabras, es igual. El anillo era electrizante de Electra, como yo. Hice una foto a papá el día que desapareció con la muñeca. Aquí está. Sus labios parecían, parecían…Torcí el cuello para no verlo. Me quedé inmóvil. Ahora yo también tengo mi anillo, mucho mayor que el tuyo. Desde entonces me deslizo en mi silla hasta esta playa a encontrarme con mi aguador. ¡Se parece tanto a papá! Le he regalado mi concha de nácar, para que fuese vaciando el líquido en mi aljibe, hasta consumir gota a gota todo el mar. Todavía, ni el mar ni yo nos hemos agotado. En las noches de luna llena, veo el brillo de estrellas ocultas. Él me levanta en brazos y me introduce en la inmensidad. Somos dos peces brillantes, nadando como espermas en el interior de una vagina.

María Jesús Briones Arreba (Madrid - España) Twitter: @JessMajebri Facebook: María Jesús Briones Arreba

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Triste espectáculo Luisa

Hurtado Estaba harto de ella...

Independientemente de que la serie fuera un éxito, confieso que yo estaba harto de ella. Por ese motivo empecé a buscar el modo de escapar o, por qué no, que alguien me ayudase a hacerlo; lo que me llevó, aun cuando lo tenemos prohibido, a empezar a mirarles de reojo. Me volvía con disimulo hacia el cerco que les enmarca y les encontraba allí, inalterables, inmóviles y mudos, vestidos en ocasiones hasta con bata o con pijama y una eterna cara de aburrimiento; una actitud exasperante que derivó en que, al cabo de un tiempo, ya

me girase completamente hacia ellos, porque ¿cómo iba a lograr que me ayudasen si no encontraba aquello que les haría dejar el sofá en el que siempre estaban sentados? Tan increíble era y es su actitud, tan idiotas y pasivos parecen, que los de aquí hemos empezado a llamar caja tonta a la pantalla que los encuadra y a sospechar que nunca harán nada por nosotros. Sí, ya sólo pedimos que cambien de canal y nos dejen descansar del triste espectáculo que ofrecen.

Luisa Hurtado González (Madrid - España) Blog: microrrelatosalpormayor.blogspot.com.es 119


El Callejón de las Once Esquinas

El fumador de la vida Iñaki

Ferreras Sabía adaptarse perfectamente a cualquier circunstancia...

El despertador sonó tan fuerte que cayó al suelo y se rompió con un sonido metálico y, al tiempo, seco. Arnaldo no pudo atinar a apagarlo de una intentona de manotazo. El ejecutivo de cuentas de la mayor agencia de publicidad del país tenía por costumbre no levantarse nunca más tarde de las seis y media de la mañana y de acostarse siempre antes de la media noche. Acostumbraba a acumular muchas tareas pendientes de la oficina y prefería llevarse muchas de ellas a casa porque demasiadas horas metido en su despacho 120

y en los despachos de sus jefes le acababan causando claustrofobia. Se levantó, hizo unos cuantos estiramientos, se duchó rápidamente —siendo consciente frente al espejo de la ducha de su perfecto cuerpo moldeado en decenas de gimnasios— y se desayunó en cinco minutos. En media hora ya estaba listo para una jornada laboral más, bien trajeado y perfumado, —quizás, demasiado— como si fuese de putas, cuando, en realidad, la puta era él, que siempre tenía que decir “sí” a sus jefes porque estos eran de esos tiburo-


Número 4

nes de la publicidad que no admiten un no por respuesta. Pero Arnaldo se había convertido en un profesional versátil. Sabía adaptarse perfectamente a cualquier circunstancia, con tal de salirse con la suya. Eso hacía que ganara mucho dinero, primas y bonos anuales incluidos; incluso más que alguno de sus superiores. En la oficina, Arnaldo era pura eficiencia: gestionaba las llamadas telefónicas junto a Mira, su secretaria, con rapidez meteórica. No admitía más de cinco minutos de conversación. Tenía que cerrar los tratos rápidamente y concertar reuniones y entrevistas con los clientes al instante. Era, lo que se dice, un bólido. En su tiempo libre, el ejecutivo estaba apuntado a innumerables actividades: aparte del gimnasio diario, dos tertulias intelectuales semanales, clase de pádel los jueves, teatro obligado los viernes y, los sábados, un polvo rápido con su novia modelo de alto standing, después de una cena frugal pero siempre cara en un restaurante de moda. Los domingos, visita familiar a casa de sus padres para comer en no más de dos horas porque, posteriormente, echaba una siesta de hora y media (ni más ni menos) antes de emprender la revisión de las tareas laborales del día siguiente, lunes. Así pasó Arnaldo veinte frenéticos años. Al vigésimo primero, ya en la cincuentena y habiéndose convertido en el director general de la compañía, el ya no tan joven hombre comenzó a sufrir los efectos de su loco ritmo: fueron los primeros síntomas de lo que, más adelante, se convertiría en una profunda depresión, desgaste de la médula ósea, ruptura con su segunda mujer —a la novia de los polvos rápidos de los sábados hacía años a la que ya no ponía cara— y pérdida de prácticamente todos sus amigos, por no hablar de la soledad que sintió cuando sus padres fallecieron prácticamente al mismo tiempo. «Mu-

rieron sin previo aviso», se quejó lloriqueando… Ese día, no pudo levantarse de la cama. Ni al día siguiente, ni al otro. Comenzó a dejarse llevar por la melancolía. —¡Arnaldo, tienes que volver al trabajo! Si no, vas a perder tu puesto. Su compañero de muchos años y de cierta confianza le llamó alarmado. Arnaldo le hizo caso y se presentó en la empresa sin demasiados bríos. Una tarde, de vuelta del despacho a su mansión de las afueras de la capital, se sintió muy solo, el pecho le oprimía y se dio cuenta de que su vida carecía completamente de sentido. Se percató de que, en realidad, nunca lo había tenido, que había estado corriendo, huyendo de sí mismo y que, si no ponía remedio a la situación, tendría un mal final… Se cubrió la cara con las manos y lloró durante varias horas, desconsoladamente, rompiendo mentalmente decenas de capas de cebolla que él se había creado para ser el rey del mambo, para ser el rey del simulacro. Pero ese reinado y ese simulacro tenían un precio muy elevado. También cayó en la cuenta de que no se puede cambiar de la noche a la mañana: toda mudanza vital es drástica, todo cambio requiere un doloroso proceso, pensó. «¿Podré realmente cambiar?», se preguntó una noche de alcohol y pastillas para dormir. Por mediación de un vecino voluntarioso, acudió al mejor psiquiatra de un barrio obrero. En un primer momento había pensado dirigirse al mejor de la ciudad, pero la recomendación le apuntó directamente a ese profesional que había resuelto muchos casos similares al suyo. Además, mentalmente ya había descendido varios escalones de la tontería social en la que había estado inmerso y atisbaba en su fuero interno que una nueva persona deseaba renacer en su alma. Al mismo tiempo, era cons121


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ciente de que le costaría mucho trabajo... —Eres un fumador —le dijo el especialista. —¿Un fumador...? Pero si yo no he fumado en la vida —le respondió Arnaldo, extrañado. —No has fumado en tu vida, pero te has fumado la vida y ya casi no te queda colilla que gastar. Arnaldo le miró profundamente a los ojos y esbozó una triste sonrisa. Agachó la cabeza, se sentó en la silla y comenzó a escuchar las palabras del especialista con profunda atención… Al día siguiente, salió a trabajar con gran ánimo. La charla con el especialista le había infundido energía positiva. De camino a la oficina, se cruzó con un pobre, al que ya conocía de otras veces, que le pidió dinero o un bocadillo. Arnaldo no le hizo caso. Por la tarde, de vuelta a casa, realizando el mismo recorrido, el ejecutivo volvió a toparse con el pedigüeño. —Yo a usted le conozco —le dijo el pobre con los ojos brillantes, mirándole fijamente.

—Pues, no sé de qué… —respondió el joven azorado. —Le conozco porque… siempre que pasa a mi lado, le pido algo y nunca me hace caso. Arnaldo le volvió a mirar con extrañeza, pero, rápidamente, se dio cuenta de que no era uno de esos falsos mendigos a los que tanto les gustaba criticar entre sus amistades. Era un pobre de solemnidad. Un piojoso… —Usted siempre va con prisa y yo tengo todo el tiempo del mundo… El mendigo pronunció estas palabras con mirada inquisitiva. De forma inesperada, Arnaldo sintió compasión. Le miró fijamente a las pupilas y pareció reconocer a una persona del pasado. Le siguió inquiriendo con la mirada y, tragando saliva, cayó en la cuenta de que era un antiguo jefe que había tenido en otra empresa. Se puso rojo y no acertó a pronunciar palabra. Tardó un rato en reaccionar. Estaba en estado de shock. Simplemente, cogió un trozo de papel del bloc de notas de su cartera y apuntó su número de teléfono. Se lo dio. —Llámeme cuanto antes.

Iñaki Ferreras (Madrid - España) Facebook: inaki.ferrerasrobles Blog: tafferreras.blogspot.com.es 122


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Enfermedad incurable Omar

Martínez González ¿Habría fallado como médico?...

Ni siquiera el cariño y la ternura utilizados de manera constante por la doctora Minerva en el tratamiento al extraño paciente lograban hacerlo hablar. La joven psicóloga lo rodeaba con sus brazos para llevarlo y traerlo hasta la cama (método que, como profesional no aprobaba, pero que sentía necesario en este extraño caso). Él, desde que llegó al hospital, quedó hipnotizado por el inimaginable trato que le brindaba aquella mujer. Y que cada noche provocaba miles de interrogantes fluyendo dentro de su cerebro e impidiéndole dormir. Al fin, transcurridas ya dos semanas se decidió a hablar. Y lo hizo de una manera delicada, cariñosa, no común en su manera de ser. La satisfacción de la doctora fue inmensa ¡Al fin la esperada comunicación! Estaba claro que ese hombre necesitaba su ayuda y ella no podía negársela. Por otro lado, a él le parecía increíble cómo rebosaba de alegría aquella mujer, y a la vez sentía vergüenza de sí mismo. Por eso decidió despedirse por la tarde, y lo hizo, solo que de manera diferente: en silencio. 123


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Ya tenía bien claro que no podría cumplir su misión. Al otro día Minerva encontró la cama vacía, y sobre ella una nota insospechada (la despedida): «Puedes estar segura de que hubiera preferido quedarme, pero es imposible; tal vez por ahora…». La sorpresa le impidió a la doctora continuar leyendo. ¿Por qué se fue? ¿Habría fallado como médico? Mientras esas y otras muchas interrogantes fluían en la mente de la psicóloga, en un lugar muy distante, su «paciente», de pie frente al Centro Básico de Intercambio Estelar, concluía el informe de la misión: —Quizás fue un error haber escogido el continente mesoamericano como lugar de inicio para la invasión y conquista de ese mundo... —Después de guardar unos segundos de silencio, con-

cluyó—. A mi entender no es el momento adecuado para llevarla a efecto. En general, los habitantes del planeta Tierra y especialmente de ese lugar padecen una enfermedad incurable. Muchas gracias. Después de los señalamientos y las indicaciones por parte de varios miembros del Centro sobre las medidas que podrían ser tomadas, se presentaron las preguntas por miles; pero él las evadió todas, explicando que no había podido estudiar completamente a fondo el extraño padecimiento. Ya en su asiento, mientras continuaba desarrollándose el consejo, comentó para sí, de manera prácticamente imperceptible y además con la quimera de que Minerva lo escuchara: «Ellos saben amar».

Omar Martínez Gónzález (La Habana - Cuba)

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Número 4

Rescatado María José

Sánchez

Pensé que no volvería a verla...

No es fácil perder tu trabajo. No es fácil perder tu casa. Menos fácil aún, perder a tu esposa. A tus hijos. A tus amistades… No es fácil mantener la cabeza fría ante tales adversidades. Creedme, no lo es. Os lo dice alguien, que, de tener todo, pasó a no tener absolutamente nada; que, de despreocuparse del futuro, pasó a estar preocupado por cada minuto que iba pasando. La culpable, una mujer. Mejor dicho, una niña. Maldigo el momento en que se me cruzó en el camino. Con lo feliz que yo era. Repito: «era», pues, aunque ahora he dejado atrás lo peor, creo que nunca volveré a ser dichoso como fui. Antes de la sucesión de infortunios que colocó mi existencia al borde del abismo, me 125


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dedicaba a ejercer la Medicina. En concreto, la especialidad de Ginecología y Obstetricia. Muchos adolescentes (sanos, fuertes), hijos de celebridades, habían venido al mundo en la clínica que regentaba; a veces, prematuros, afectados de serios problemas para salir adelante. Un día llegó a la consulta una muchacha joven, llamada Lucía. Familia desestructurada, víctima de maltrato, desvalida, asustada. Traía una niña chiquita y estaba embarazada. Me causó profunda pena, así que le hice el seguimiento hasta que la pequeña criatura que dio a luz abrió sus preciosos ojos azules, deleitándonos con llantos casi de tenor. Pensé que no volvería a verla, pero al poco de regresar a su casa telefoneó porque el exnovio le había propinado un palizón. No podía negarle mi ayuda. Conseguí colocarla en una oficina, incluso le pagué un piso alquilado mientras su economía se estabilizaba. Sin apenas darme cuenta, ocurrió algo que, quizá, yo ya barruntaba. La chica se obsesionó de manera bestial conmigo e inventó que manteníamos una relación amorosa. Mi mujer, María del Mar, la creyó y solicitó el divorcio. Currándomelo al máximo, conseguí su perdón. Sin embargo, el siguiente paso de Lucía fue definitivo de cara a mi aniquilación como ser humano. Despechada, simuló una agresión sexual hacia su persona. El autor de la misma, según la versión que ofreció a la policía, servidor. No contenta con eso, se las ingenió para dejar por cualquier sitio pruebas falsas en contra mía. En definitiva, me vi atrapado en un callejón sin salida. Horroroso. A resultas de ello, comenzó una investigación criminal que me pasó factura. Adiós a la cómoda vida, a la seguridad. Hola al caos, a la hecatombe, a la desgracia. Sin clínica ni familia. Sin amigos. Y lo peor, sin dinero, en breve lapso de tiempo. Solo, muy solo. Pron126

to las deudas desbordaron mi capacidad para cubrirlas. De ahí a vivir en la calle, transcurrió un suspiro. María del Mar me abandonó. Se quedó con la custodia de Gonzalo y Rodrigo, mis dos amores; regresó con ellos a Asturias, su tierra natal. Mis padres y hermanos residen en Argentina, además no les conté ni la millonésima parte para no preocuparlos. Los compañeros de carrera, tan apreciados por mí, me dieron la espalda. Una nueva perspectiva, nada halagüeña, se cernía sobre el devenir más próximo. Me alojé mientras pude en una pensión, un antro lleno de prostitutas y toxicómanos; el mismo lugar donde, una madrugada, me dieron por todos sitios. Confundieron la habitación que ocupaba con la de otra persona. Nunca lo olvidaré. De este modo, se inició el declive vertiginoso de una prometedora existencia; la del afamado obstetra Manuel de la Fuente, venido a menos. No obstante, he de reconocer que no todo fue negativo. Esta etapa marcó un antes y un después. Me introduje en la piel de los sin techo; sufrí en primera persona durísimas discriminaciones, burlas. La gente, literalmente, te tiraba unos céntimos por no dártelos en mano. Evitaban el roce con tu piel. Como soy de constitución delgada, pensarían que estaba enfermo. En fin, no se lo deseo ni a mi peor enemigo. La otra cara de la moneda representó un grato descubrimiento. Conocí a seres excepcionales, nobles, bondadosos, que no dudaban y repartían sus escasas pertenencias. Aprendí a ver el interior de cada cual mirando a los ojos, no me quedaba en la superficie. Hice amigos de verdad, que darán la vida por defenderme si llega el caso. Ello no significa que tal recorrido fuese un camino de rosas. Desarrollé a pasos agigantados una especial facultad para la detección de peligros. La necesidad obliga. Cuando lo daba todo por perdido,


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cierto rayito de luz generó un atisbo de esperanza. Mi tenaz y denodada lucha por salir adelante se vio recompensada. El Todopoderoso escuchó mis oraciones. Una veraniega mañana de junio hacía cola para recoger el desayuno que, con extrema dulzura y amabilidad, ofrecían las monjitas de San Vicente de Paúl a la gente sin recursos. —¿Manuel? ¿Manuel de la Fuente? Soy Carlos Soler. ¿Te acuerdas de mí? —Espera. Carlos, Carlos… Sí, claro, Zaragoza, 1991, Jornadas de Ginecología. Soy buen fisonomista, lo heredé de mi única tía materna. No pareces el mismo… Perdona, eres tú quien debe estar alucinado de verme aquí. Discúlpame. —Manuel, no te he saludado para pedirte explicaciones. Voy a llenar la tripa; sería un honor que me acompañaras. Tranquilo, hablaremos solo de lo que desees. Sin cumplidos, entre colegas. Te invito. Fuimos a la cafetería del hotel de cinco estrellas ubicado justo frente al lugar en que Carlos se había topado conmigo. En un principio me autonegué la entrada. Después accedí, con objeto de no ser desagradecido. Al fin y al cabo iba sin un euro en el bolsillo, pero aseado y limpio. —Camarero, por favor. —Dígame, caballero. —Huevos revueltos, zumo de naranja, cruasán con mantequilla y café. —¿Doble? —Por supuesto. —Pues marchando. —¿Tú crees que podremos consumir todo, Carlos? —Seguro que sí. —No sé, eso es lo que yo como en un día. —Exagerado, lo único que puede pasar es que te sientas algo indigesto. Después de la comida, charlamos un rato sobre lo divino y lo humano, la so-

ciedad en general, la doble moral, etc. No tocamos para nada el tema de nuestro respectivo peregrinaje por este mundo. Su rostro también reflejaba los efectos del peso de la vida, no siempre grata, por desgracia. Agradecí sobremanera a Carlos el evitar los temas dolorosos, aunque puede que sintiera cierta necesidad de desahogarme; razón por la cual aproveché el emplazamiento para almorzar al día siguiente, y, poquito a poco, lo puse al corriente de mi angustiosa a la par que evidente situación. Lejos de acosarme a preguntas, escuchó, comprendió y me ofreció su ayuda incondicional. Acababa de enviudar; matrimonio el suyo de mutua entrega, ya que no habían tenido hijos. Estaba hecho polvo, en tratamiento con antidepresivos. Nos hicimos inseparables. Fruto de este providencial encuentro, pasé unas vacaciones extraordinarias pagadas por quien en su momento fue un simple conocido y ahora se convertía en mi salvador. Carlos predicó con el ejemplo. Llevó a la práctica el mandamiento de amar al prójimo como a uno mismo. Al cabo de un año, ayudados por inversores extranjeros, abrimos juntos una clínica en Marbella (Málaga). Para entonces, ya se había demostrado mi inocencia en la supuesta agresión a Lucía. Libre de culpa, viajé a Asturias. Recuperé a María del Mar, Gonzalo y Rodrigo. Por descontado, nunca olvidé a los indigentes que me tendieron su mano y auxiliaron cuando mi imperio particular se derrumbaba cual castillo de naipes. Carlitos y yo creamos una asociación para promover la integración social e inserción laboral de este sensible colectivo. Financiamos comedores sociales, guarderías, centros ocupacionales; organizamos campañas de recogida de alimentos. Volcamos nuestras energías en la labor humanitaria, nos 127


El Callejón de las Once Esquinas

llenaba enormemente hacerlo. Os preguntaréis cómo devolví la ayuda al ángel benefactor que el Cielo me envió. María del Mar se encargó; preparó una cita entre Carlos y su hermana pequeña, soltera, Paula. Sabíamos que harían una pareja de película. No hizo falta insistirles, se enamoraron al primer golpe de vista. Parecían hechos el uno para el otro. Se casaron y tuvieron a Paula júnior, un simpático bichillo. En cuanto al asunto económico, pese a su férrea oposición, le reintegré euro por euro lo que me había prestado. Cuando lo hice, respiré tranquilo. No era orgullo sino honradez, creo. Ha pasado el tiempo; todavía sueño que vienen a pegarme, el trauma quedó ahí instalado. Por eso os hablaba de felicidad «con reservas». Confío en superarlo. Necesito confiar en que así será.

María José Sánchez Martínez (Granada - España)

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Número 4

El francotirador

Enrique

Angulo

Así es como si aún esperásemos su regreso...

Obra de la artista callejera italiana AliCé aka Alice Pasquini Muchas veces, entro en el dormitorio vacío de mi hermana y me quedo en él durante horas. Suelo poner la música que a ella le gustaba, y se me caen las lágrimas. Allí todo está intacto, tal y como estaba el día en que murió, mi madre no ha querido modificar nada, ha convertido ese dormitorio en un santuario; allí está su ropa, sus libros, sus muñecas, sus carteles, sus discos compactos, su aparato de música, sus cuadernos, sus dibujos... Así es como si aún esperásemos su regreso, como si no aceptáramos la realidad de su muerte, pues ese hecho es tan horrible, tan sin sentido, que cuando uno profundiza en él se le quitan hasta

las ganas de vivir. Mi hermana era dos años mayor que yo, y fue siempre un espejo para mí, la quería con locura, no sé cómo será lo que se siente cuando uno se enamora, yo no me he enamorado nunca, lo que no quiere decir que no haya sentido nada por las chicas, pero no sé si ese amor será algo más fuerte que lo que yo sentía por mi hermana. No sólo es que fuera guapa y elegante, además, era vital y muy inteligente. Todo cuanto emprendía parecía resultarle fácil, sólo los brutos y los cretinos eran ajenos al magnetismo de su persona, pero para quien tuviese la más mínima sensibilidad, su presencia era puro res129


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plandor. A veces, corro las cortinas y me quedo con la frente apoyada en los cristales; luego, levanto la vista y veo cómo reconstruyen la avenida donde murió con sólo diecisiete años. Tengo una foto que vino en un periódico extranjero la cual nunca han querido ver mis padres, es una foto que le hicieron al poco de que perdiese la vida. La tengo guardada entre las páginas de uno de mis libros. La he mirado durante horas, en algunas ocasiones, por la noche, he soñado con mi hermana; en mis sueños, mi hermana sigue viva y mantengo conversaciones con ella. Muchas veces, deseo entrar en ese mundo y fuerzo a mi mente antes de dormirme para que eso suceda, para encontrarme allí con Sara, pues necesito saber que, al menos, me queda esa esperanza. El periódico donde venía la foto lo conseguí en uno de los hoteles donde se alojaban los periodistas internacionales, no sé cómo se me ocurrió la idea de ir allí, de presentarme como el hermano de la muchacha que había sido asesinada por un francotirador, pues viví aquellos días de su muerte trastornado por la cólera y la infinita tristeza. El fotógrafo la había sacado de cerca, sólo se la ve medio cuerpo; tiene en el rostro una expresión extraña, como de incredulidad, como si no esperase que la vida se le fuera a escapar así, en un instante; ella que tenía tantas ganas de vivir, que tanto tenía que hacer en este mundo, tantos sueños e ilusiones para realizar. Alguien le había puesto una manta por almohada, parte de su blusa estaba empapada de sangre, sus labios estaban entreabiertos como sus ojos, y su melena esparcida por el suelo; pero su rostro era ese rostro hermoso de siempre, ese

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que me recordaba a algunos retratos hechos por los mejores pintores del Renacimiento italiano. Sabía que la avenida era peligrosa, y no sé lo que estaría haciendo allí ella sola, quizá decidió darse un paseo, pensaría que la guerra no era impedimento para que caminase con sus ideas y sus fantasías por donde se le antojara; no sé cómo pudo ser tan imprudente, pues sabía que aquella era una zona donde se apostaban los francotiradores, unos individuos que se me antojan como los más canallas de la humanidad, como su hez más inmunda, unos criminales sin escrúpulos que mataban por matar a quien fuese, sin hacer distinción alguna. Me imagino a una de esas ratas, aquella nefasta mañana, escondido en algún edificio en ruinas del otro lado de la avenida, me lo imagino fumándose un cigarrillo con indolencia, a la espera de una presa. Y de pronto, esa presa aparece, y es Sara. Y esa bestia humana siente una excitación demoníaca, y prepara su fusil de mira telescópica, y disfruta de esos instantes con un sadismo repugnante. Luego sigue con la mira los pasos de mi hermana, la sitúa en el centro de su objetivo, acaricia el gatillo una y otra vez, hace amago de disparar, pero aún se entretiene un poco, se demora en el placer que le causará quitarle la vida, así hasta que aprieta el gatillo y, al instante, ve cómo se derrumba el cuerpo maravilloso y hasta entonces lleno de vida de mi hermana. Y es muy probable que esa alimaña haya sobrevivido a la guerra, que viva como uno más dentro de nuestra sociedad, puede que hasta haya prosperado, y que, quizá, incluso en esta época de paz, o en un futuro, vuelva a tener más oportunidades para arrebatar vidas inocentes.

Enrique Angulo Moya (Burgos - España) Twitter: @Protoplasto Facebook: enrique.angulomoya


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Ida y vuelta

Carmen

Martínez Marín

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Se va con el novenario de baños completo... Por la tarde. Él la lleva cogida de la mano; con la otra, los dos se apoyan en el carrito de la compra. Van al supermercado, despacio, pausados, muy atentos el uno del otro. Él, pelo cano, porte elegante, esbelto todavía. Ella de caderas anchas y piernas tan inflamadas que apenas se le distinguen los tobillos por la hinchazón. De tez suave, bella y delicada. Vuelven. Llevan el carrito casi lleno. Ella lo sigue despacio, detrás. Se para y la espera. Han pasado varias horas, es posible que hayan llegado a su casa y vaciado la compra. Es posible que hayan cenado. También es posible que con sus movimientos parsimoniosos, se vayan a la cama y no se vean hasta por la mañana para desayunar. Por la mañana. Salvador y Aurora, bajarán a la playa, leerán la prensa frente al mar, debajo de la sombrilla verde, en sus hamacas de lona. Con los pies al sol. Tan temprano que van saludando a los vecinos conforme llegan. Madrugadora, la nieta, habrá llevado la sombrilla y las silletas a la orilla de la playa. A media mañana se dará un baño con ellos. En esta escena de veraneo, el viaje de la vida, continúa. Quizás, serán algunos más. Junto al mar de siempre, donde quieren estar. Dan paseos cortos sin perder de vista su quitasol. Y charlan con los amigos de todos los años. En aquellos otros veranos, en los que el reloj de arena era lento, acompasado, como ahora son sus movimientos, ellos eran los que llevaban a la playa los cubos y las palas, los flotadores y los balones. Entonces, toda la retahíla de hijos y nietos llegaban después. Salvador y 132

Aurora volvían los primeros a casa. Hacían juntos la comida y ponían la gran mesa en el porche, a la sombra de la parra. Todos se han ido haciendo mayores, los hijos están de viaje, es verano, son vacaciones. Los nietos van y vienen de esos países en los que hacen estancias para aprender otros idiomas. Cuando vienen, unos días, no los ven demasiado. Están ocupados con los amigos de la pandilla o se acuestan muy tarde porque salen por la noche. La casa de los abuelos, a veces, parece una pensión. Sólo Claudia, una de las nietas mayores, está con ellos a la hora del baño. Vive en el pueblo donde veranean; trabaja de enfermera en un centro de salud. Se entiende muy bien con los compañeros, saben cómo se dedica a sus abuelos. La casa de Aurora y Salvador se ha hecho grande de tanto vacío. Ya no es la algarabía de aquellos días de los estíos de antaño. Ellos siguen estando y les cuentan a los vecinos que seguirán viniendo mientras las piernas los mantengan en pie. Son valientes y meritorios, pasan los días juntos, rodeados de imágenes sonoras de entonces. Cada jorna-


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da veraniega, después de desayunar, van a la playa, se bañan, leen la prensa, pasean… Cuando Claudia los acompaña. A Salvador le gusta leer a todas horas, Aurora lee y cuida las plantas del jardín, a ratos, sus piernas no dan mucho de sí esta temporada. Algunos días no van al baño. Suelen al menos darse nueve, como un “novenario” algo que con rigor llevan a cabo y lo apuntan en el calendario que cuelga de la pared de la cocina. Con un rotulador azul de punta gruesa. Lo hace Salvador con verdadera ceremonia. Para que no se olvide. Como un reto conseguido. Esta canícula ha sido muy calurosa. Al día de hoy, van por el noveno. Hoy es sábado, de agosto, ha amanecido nublado, con calima pegajosa, después de una noche difícil para conciliar el sueño. Ambos, cada uno en su cama, han pasado la noche hablando mucho, al no poder dormir. Por la ventana de la noche cálida, el único sonido, el de los grillos, huéspedes del jardín y el de la cigarra que convive con ellos, todo el verano, subida en la palmera. Despiertos, bromean con los cánticos: «Escucha Aurora, son nuestra compañía, esas músicas», Salvador la anima. Ella resopla sin decir palabra. Se queda en el hueco que le provocan sus pensamientos. «El tiempo pasa rápido, fugaz». No esta noche tan calurosa, en la que casi al alba se han quedado dormidos. Hay un silencio tremendo en la casa. Aurora se levanta y va a la cocina muy despacio para hacer el desayuno. Coloca todo en la mesita del patio junto a las buganvillas, a la sombra de la mimosa. Le extraña que Salvador no haya aparecido al olor del café y las tostadas. «Salvador, venga, ya has dormido bastante», le dice asomándose a la habitación. No contesta. Se inquieta y va a ver qué ocurre. Entra en el baño, no está. Va al salón, tampoco. Confusa se

dirige al porche, no lo había oído, a veces se sienta antes del desayuno a leer allí. Cuando llega hasta el zaguán, lo ve sentado con un libro sobre las rodillas. Piensa que se ha vuelto a dormir: «Vamos, cariño, el desayuno está en el patio». Lo toca en el hombro de forma delicada, un poco temblorosa. Asustada. Su marido está desvanecido, tiene mal color, respira con dificultad. Parece que durmiera. Podría haber sido, después de la mala noche. Con gran esfuerzo, consigue que sus pies la encaminen dentro, busca el móvil y llama a Claudia. Piensa que estará en la playa llevando la sombrilla y las silletas de lona. Mira alrededor, los vecinos, duermen. Claudia hoy libra, está en su casa. «Voy ahora mismo. Llama a emergencias. No lo muevas. No te vayas a caer, abuela», le dice con cariño. En menos de cinco minutos llegan los sanitarios de urgencias y la nieta. Aurora tiene en la mano la caja de hoja de lata con las medicinas. Nada se pudo hacer por reanimar al abuelo. Por la tarde, Salvador emprende su último viaje. Ahora es trasladado a su ciudad. Su mujer lo acompaña junto al conductor del coche fúnebre. Claudia los sigue en su coche. La abuela no ha consentido ir con ella. «Aunque tú no lo creas, lo mismo el abuelo necesita mi mano cerca», le dice sin vacilar. En este viaje de vuelta, los ojos claros de Aurora se empañan de vez en cuando y habla abonico. Como ellos se hablaban. Recuerda que las silletas se habrían quedado en la arena y que los vecinos se preguntarían qué pasaba. Como una niña pequeña le pregunta al conductor, varias veces, en el trayecto. «¿Cuándo llegamos?» Amable, le contesta que pronto. Parece tomar confianza y le cuenta con una leve sonrisa: «Sabe, esta tarde íbamos a ir al supermercado, los dos juntos. Se nos había terminado el vermú. Teníamos algo que 133


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celebrar». El chofer sonríe también. Todos los domingos, tomaban el vermú, con una rodaja de limón y su aceituna a la sombra de la parra, siempre después del baño. Claudia, si tenía libre, se acercaba para a ver cómo disfrutaban de aquellos pequeños placeres de la vida. Llevaba algo para picar, celebrando con ellos su bienestar longevo. «Si el viaje de la vida continúa, serán algunos más. O no», se repetía Aurora para adentro; aquellas palabras que Salvador refrendaba todos los veranos al llegar a la población costera. Es, esta ahora, una escena de playa, muy distinta de la manera que comenzó. El viaje, fue de ida. La vuelta es otra. Sin retorno. Van a una casa diferente, el tanatorio. Al traspasar la puerta de la fría estancia con la nieta de su brazo, le dice: «Se va el abuelo, Claudia. Se va con el novenario de baños completo. Ayer apuntó en el almanaque el noveno». Y continuó Aurora hablándole a la nieta, su niña, como siempre la llamaba: «Gracias a ti, querida niña. Aunque este último baño no hayamos podido celebrarlo. No teníamos vermú». «Le recordaremos siempre, abuela. Su ausencia esclarecerá que los mejores momentos vividos fueron el tiempo con la familia». Aurora en su silencio vacuo, y con la mirada tierna, dijo con firmeza: «Me imagino al abuelo en su paisaje de libros con las gafas caídas leyendo. Sin hacer ruido, mirando al mar, por si nos ve. Yo quiero ir pronto a ese viaje de vuelta. Creo que ya me está extendiendo una mano».

Las ilustraciones de este relato están basadas en fotografías de la autora. Carmen Martínez Marín (Murcia - España) Twitter: @miventanabierta Facebook: carmencica.marin Blog: aymaricarmen.blogspot.com 134


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La moneda y el faro Armando

Cervantes Esquivel . . . ¿quién sabe si esta otra mitad de la vida en que creemos estar despiertos, no es sino un sueño un poco diferente del primero, del que despertamos cuando creemos dormir? PASCAL

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El Callejón de las Once Esquinas

Sentado en la mesa de aquella taberna de mala muerte, aquel whisky barato le raspaba la garganta, intentaba aclarar sus ideas sumergiéndose en el sopor fantástico que producía el alcohol al entrar por las ventanas de sus ojos. No podía esconder su desesperación, los días transcurrían sin detenerse, y no recibir respuestas satisfactorias a todos sus intentos por hacerse un porvenir, provocaba que la carga emocional se volviera una lápida pesada, difícil de sostener. Todos sus escritos eran rechazados y en el mejor de los casos ignorados, por falta de interés en su trabajo. El dinero comenzaba a escasear y aunque su nivel de vida nunca fue alto, los pequeños lujos que se daba se volvían cada vez más escasos. Aquella tarde, después de terminar aquel whisky, recogió las monedas que el viejo cantinero colocó sobre la barra; era su cambio por el pago de aquellos austeros tragos, y decidió marcharse a casa con la convicción de callar su aturdimiento con un poco de descanso. Al llegar a casa dejó las monedas sobre la mesa, junto con algunos libros y aquel viejo cuaderno en el que escribía todos sus borradores. Se tendió en la cama, dando rienda suelta a un sueño profundo y reparador que tanto necesitaba. Pasaron unas cuantas horas cuando una serie de sueños raros lo despertaron, el recuerdo de un sitio al que nunca había ido, pero que le resultaba tan familiar que le inquietaba, provocándole una angustia en el pecho, haciendo que despertara envuelto en un escalofrío que desembocaba en sus manos sudorosas. Se levantó de prisa y corrió a la mesa donde estaba el viejo cuaderno, tomó 136

su pluma y comenzó a escribir, la pluma parecía deslizarse sola; pasaron muchas horas sin darse cuenta, estaba ensimismado en su tarea, la inspiración que había faltado semanas antes había llegado de un solo golpe, estaba clareando un nuevo día y ahora tenía al menos tres textos listos para mandar a diferentes editoriales y periódicos. Al cerrar el cuaderno reparó en las monedas, encontró una muy curiosa, era un círculo cuneiforme de metal con un grabado borroso en uno de sus lados; aquel grabado tenía la forma de una mujer de bello rostro, que resaltaba sobre el fondo de lo que parecían las ruinas de un viejo faro. El coraje que sintió al inicio, por haber sido estafado con una moneda falsa, se desvaneció al sentir una empatía similar a la que siente la gente por los amuletos o los objetos que traen suerte. Las semanas siguientes transcurrieron de manera ágil, los tres textos creados aquella noche fueron aceptados e incluso varias editoriales se pelearon por tener su exclusividad. Todo era muy extraño, parecía que la inspiración llegó tras la aparición de aquella rara moneda, dándole una creatividad que nunca antes había tenido. Ahora era capaz de escribir de temas diversos, con soltura, elocuencia y una elegancia que incluso él mismo desconocía. Por las noches tenía sueños extraños, visitaba sitios mágicos de paisajes tristes, hacía largas caminatas por senderos que bordeaban ríos congelados, y visitaba las madrigueras de conejos feos de dientes grandes, que daban más miedo que ternura. En aquellos sueños solía visitar a una mujer, que vivía en un faro rodeado de


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pequeños peñascos de roca caliza, junto a la orilla de un mar de color gris; sus charlas eran diálogos nutridos y emocionantes, todo aquello lo conmovía y lo llenaba de ilusión, se sentía tranquilo contemplando el mar cuando el faro con su luz desvanecía la borrasca. Comenzaba a llamarle hogar, a aquel rincón de sus sueños, donde iba cada vez con más frecuencia, pero del que muy poco recordaba al despertar. El éxito de sus escritos trajo a la fama de la mano, dejó de ser una sombra literaria, para convertirse en un escritor reconocido, capaz de escribir textos de todo tipo: descripciones fantásticas, aventuras inolvidables, pasando por cuentos infantiles, dramas pensados en damas de corazón sensible, hasta uno que otro relato de terror, todo era posible dentro del mundo de las letras, él podía crearlo todo. Las cosas iban bien, sus textos se vendían como pan caliente, y su nombre ya figuraba en periódicos, semanarios e importantes antologías. Hasta que una noche, en uno de sus habituales sueños, aquella mujer a la que visitaba de manera recurrente y que se parecía tanto a la que aparecía en aquella moneda, le pidió que no regresará más a este plano, que no volviera a la “realidad”, que se quedara allá, en los “sueños”, a su lado. Le dijo que ya había hecho bastante aquí en lo que él conocía como mundo real, que ya no tenía nada más que perseguir, que era tiempo de caminar tomados de la mano por la orilla de aquel viejo faro, para mirar el ocaso juntos para siempre. Sin embargo, aquel hombre quería seguir escribiendo, aprovechar su “talento”, quería mantener su fama y conocer el mundo. Se negó rotundamente, no podía quedarse ahí, en aquel rincón del mundo que era realmente bello, pero que solo existía en sus sueños. Ella lloraba en silencio, pero sonreía, calmada,

como quien acepta con resignación una vida que no planeó. Después de aquella charla, nunca más volvió a visitar el faro, ni nunca más soñó con ella; pareciera que olvidó el camino, y curiosamente, el grabado de la antigua moneda, que traía siempre en la bolsa, había comenzado a desvanecerse. Nadie sabe a ciencia cierta lo que ocurrió: aquel reconocido escritor dejó de frecuentar las cantinas, los clubs y las cenas rodeadas de intelectuales y aristócratas. Dejó todo aquel nuevo mundo al que por fin pertenecía, y, de pronto, desapareció. Comenzó a pasar días enteros encerrado en su casa, que ahora era una apartamento amplio y cómodo, nada parecido a aquel cuarto de azotea donde vivía apenas hacía unos meses. Dicen, los que eran sus cercanos, que pasó muchas noches en vela, buscando en viejos libros de cartografía mapas y rutas para poder regresar a ciertos lugares donde había estado y a los que no sabía cómo volver. Así pasó semanas, y algunos meses, en comunión con una búsqueda solitaria y asfixiante. Esa fue la forma en que perdió el rumbo, dejó de escribir y perdió el interés por los libros; parecía que el talento que emergió de pronto se había marchitado, como las flores que no se ponen en agua después de ser cortadas. Cuentan que, antes de ser recluido, vagaba por las calles jugando con una moneda, arrojándola al aire esperando que al caer le diera todas las respuestas; dicen que caminaba solo, hablando de un viejo faro que estaba rodeado de peñascos de tierra caliza a la orilla de un mar gris donde solía caminar en el ocaso para admirar la noche roja, mientras las sirenas entonaban una canción de cuna. Hay quien afirma incluso que aquella moneda que lanzaba no era más que un trozo redondo de metal, de esos que se encontraban tirados en cualquier 137


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taller mecánico de esta ciudad. Nunca volvió a ser el mismo, desde que aquellos sueños fueron desterrados… Ahora pasa sus horas como un mimo acariciando aquel pedazo de metal, sin hacer ruido; encerrado en aquella habitación de paredes blancas. Donde sigue lanzando aquella “moneda” que, al caer, dibuja en el muro la sombra de una mujer: que se da la vuelta y desaparece de pronto, mientras aquel hombre grita en silencio su nombre, ese que sigue desconociendo, para pedirle que vuelva.

Armando Cervantes Esquivel (México) Twitter: @Uggla_H Blog: traeum-suess.blogspot.com

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Buscaré un lugar Belén

Gonzalvo Val Solo había silencio...

Miró a través de la boca del pozo, al ras del suelo, pero no lograba distinguir nada. —Espera un momento. Ven y escucha —dijo en un susurro. Diego se tumbó a su lado. Cerró los ojos y aguantó la respiración buscando acallar su propio ruido. —Tiene que estar ahí. Estoy seguro. —Calla ya, Dani y atiende tú también. Sus cabezas se tocaban en el aire, suspendidas sobre la oscuridad. Solo había silencio hasta que un leve rumor, un quejido mínimo, subió trepando las paredes. Diego abrió los ojos llenos de espanto. —¡Es ella! Hay que sacarla. ¡Rápido! No parece muy profundo —Diego hablaba sin parar, acelerando su discurso a la par que lo hacía su corazón—. Hay una cuerda en mi coche. Voy a buscarla y… —Espera. Ya voy yo. Quédate hablan-

do con ella, seguro que prefiere escuchar tu voz a la mía. —Está bien. Pero date prisa, Daniel. ¡Y trae la linterna! Diego se tendió en el suelo, con casi medio cuerpo dentro del pozo. —Alba, mi amor. En seguida te sacamos —lo dijo intentando parecer tranquilo, pero sentía cómo el pánico se adueñaba de él—. Alba, dime algo. ¿Puedes moverte? —…No… — oyó… —¿Te has roto algo? ¿Cómo has ido a parar aquí? Llevamos todo el día buscándote. —…Da… Dani… —¿Dani? Sí, está conmigo. Ha ido a por una cuerda al coche para sacarte. Era una agonía percibir la voz de su novia tan débil, casi no podía entenderla. —…No… él… —Sí, nos va a ayudar. Gracias a él te hemos encontrado. —…Él no… Diego ya no pudo oír más. Ni siquiera el canturreo de Dani mientras recogía la barra de hierro del maletero: «Buscaré un lugar para ti... lejos de aquí». Un golpe en la cabeza le dejó sin sentido.

Belén Gonzalvo Val (La Puebla de Alfindén, Zaragoza - España) 139


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Nocturno

Manuel

Menéndez Cada mañana me dibujabas paisajes soleados, amplios cielos y hermosos colores. Me encantaban. Aunque nunca te lo dijera. Aunque cada noche yo les añadiera nubes de tormenta y rincones con paraguas. Por si las moscas. Por si todo se torcía. Para estar protegidos contra el aguacero de la vida. Al principio no te importaba. Te reías y seguías dibujando. Empezaste a trazar preciosas casas con grandes ventanales y puertas abiertas. Y yo no quise reconocer lo mucho que me gustaban y comencé a revestirlas con barrotes y cortinas. Por si alguien entraba. Por si nos veían. Por si acaso. Poco a poco tus pinturas fueron perdiendo color y tú te fuiste marchitando con ellas. Yo me decía que el fuego es rojo y puede quemar. Que el mar es azul y puede ahogar. Que el gris no es brillante pero es confortable, sereno, seguro. Que es un buen color. Y todo nuestro entorno se fue tiñendo de esa tonalidad opaca. Como nuestros cabellos. Como nuestras vidas. Como yo. Una mañana al despertar habías desaparecido y solo quedaba un cuadro en la casa. Me dejaste tu obra maestra. Unas hermosas y gigantescas alas multicolores, desple-

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Número 4

Aunque nunca te lo dijera...

gadas, esplendorosas, en pleno vuelo. Y al verlas sentí el tremendo dolor del ciego a quien permiten disfrutar de los colores por breve tiempo. Sentí la soledad infinita del pájaro que no puede volar. Sentí mi corazón sangrar bajo la coraza forjada para protegerme de todo mal. Y quise gritarte que volvieras. Prometerte bailar juntos bajo la lluvia. Chapotear en los charcos. Perdernos en la locura, abandonar la sensatez. Priorizar la lujuria ante la castidad, la piel al látex... Pero tu último tren había partido ya de mi estación. El agua del río nunca fluye hacia arriba. Después del otoño no vuelve la primavera anterior. Tuviste que renunciar a ser nosotros para volver a ser tú. Y yo no supe dejar de ser yo para poder seguir siendo nosotros. Así que ya no hay un nosotros. Vuelve a haber un tú. Y apenas queda nada que merezca la pena en este yo. Solo me quedan estas noches vacías en que intento buscarte en el fondo de una botella. Estas noches en que entre lágrimas invento mil razones para convencerte de que vuelvas, pero se desvanecen con cada amanecer. Estas noches en que me obsesiona saber que debería haberte buscado cuando aún no te habías ido. Estas noches. Noches como esta.

Manuel Menéndez Miranda (Oviedo - España) 141


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Un día particular en la vida de Gregario García Héctor

Daniel

Olivera Campos Sus compañeros no pueden entender lo que Gregorio ha hecho... El día empieza mal, internet no funciona. Lo que fuese que se hubiese averiado no podía haber escogido un momento más inoportuno. Gregorio García, sentado en calzoncillos frente a su portátil —imposible recurrir al móvil que tiene un problema de configuración— se siente frustrado, está nervioso, la hazaña cometida el día anterior pesa demasiado en su ánimo. Con el propósito de informarse acerca de su proeza por otro medio, decide vestirse y acercarse hasta el quiosco de la esquina, pero lo encuentra cerrado. Un cartel sujeto con celo explica el motivo: huelga de los repartidores de prensa. Gregorio se cabrea y con gesto agrio barrunta un par de tacos. Es domingo, poco más de las nueve de la mañana y ya todo parece torcerse obedeciendo a una espesa conspiración del destino. Sabe que será difícil, pero quizás en la fotografía que publiquen —porque publicarán imágenes de aquel despelote, eso es seguro— llegará a reconocerse. Gregorio busca esa foto, necesita esa foto, ya ha decidido que la colgará en el estudio y que aprovechará aquel marco de madera que tiene por casa (bastará con quitar el diploma de asistencia al campeonato de petanca del camping y asunto resuelto). Todavía con el resquemor reciente de haberse encontrado cerrado el quiosco, 142

Gregorio se pone a los mandos de su coche para ir a la gasolinera a comprar el pan. Por el camino nota que el vehículo emite un sonido sincopado, que le alarma, las pequeñas catástrofes se van acumulando una tras otra. Conecta la radio para distraerse, sintoniza su emisora deportiva preferida y lo que escucha de boca del locutor le indigna. El seleccionador nacional de fútbol excluye nuevamente a X de la convocatoria ante el decisivo partido contra Irlanda del Norte: «¡Valiente hijo de puta! ¿Por qué no lo echan? ¿Cómo coño queremos clasificarnos si X no juega?» Ojalá le pusieran a él de seleccionador, se encargaría de poner a todos


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esos vagos a correr. Definitivamente —dictamina— son todos unos putos señoritos que no sienten los colores. Al llegar a la gasolinera, extrae su tarjeta de crédito para pagar el pan y es entonces cuando ocurre el incidente: La-tonta-del-culo-de-la-dependienta, —certifica mentalmente Gregorio— al leer su nombre en el carné de identidad, va y dice: —Señor Gregario García. —Gregario no, Gregorio, me llamo Gregorio García. ¿Tanto cuesta leer Gregorio? —Usted perdone, caballero. Compungido, Gregorio vuelve a su vehículo. La cosa que más le jode en esta vida es que le cambien el nombre; «Eso, eso, te... despersonaliza», alcanza a decirse. Ya ha blasfemado siete veces y aún no son las diez de la mañana. Se detiene en un semáforo y contempla una valla publicitaria que aún exhibe un cartel en el que se solicita el voto para el partido del Gobierno. Gregorio lo contempla con desdén. Está muy decepcionado con el actual Gobierno y piensa votar a los otros —al principal partido de la oposición— en cuanto convoquen nuevas elecciones. Lleva toda la vida votando más o menos alternativamente a uno de los dos partidos mayoritarios. No suele dedicar mucho tiempo a pensar en la política, hay veces en que a pie de urna decide a quién va a votar. La última vez que adquirió una tostadora le supuso un mayor esfuerzo de reflexión intelectual que la tarea de escoger candidato. Al fin y al cabo no vale la pena matarse pensado en ello. «Todos los políticos son iguales», sentencia con solemnidad mientras la señal de paso se pone en verde. Ya se había olvidado del ruidito de marras, pero este vuelve a manifestarse. Gregorio piensa que ya es hora que vaya considerando en cambiarse el coche, ya tiene dos años y medio y, con la rapidez con que evoluciona

el mercado automovilístico, pronto se quedará obsoleto, quizás debería ir comprando revistas de coches para empezar a comparar modelos. Su vecino se ha comprado un Audi. Gregorio lleva toda la semana pensando en ello. Por el empleo que tiene su vecino, deduce que ese gilipollas gana menos dinero que él, así que no entiende cómo se ha podido comprar un coche mejor que el suyo. En general no entiende cómo hace la gente para llevar el tren de vida que lleva; que si coche nuevo, que si segundas residencias, que si cruceros con toda la familia... (los que están peor que él le importan un bledo). Pensar en todo ello le pone enfermo, incluso melancólico, Gregorio cree que la vida le está negando innumerables goces legítimos. De nuevo se detiene ante otro semáforo, otra valla publicitaria que anuncia una empresa de reunificación de créditos le da la respuesta al enigma de su vecino: ¡Claro! El hijo de puta debe haber renovado la hipoteca. «¡Coño! Yo también puedo hacer lo mismo!» Rumia que la parienta igual no lo ve tan claro. Ya puede oír las objeciones que opondrá su mujer. Habrá que añadir algo para endulzarle la píldora, le dirá que junto al todoterreno irán la secadora de ropa por la que suspira y unas vacaciones en Eurodisney con los niños. Gregorio aparca en su calle, entra el bar que hay frente al edificio en el que vive y pide un café con leche y un cruasán. Ramiro, el dueño del bar, le dice que a él tampoco le han traído la prensa. Gregorio recuerda que Manolo —su compañero de almacén— vive apenas a un par de manzanas y tiene internet en casa. Gregorio sabe que Manolo no le pondría reparos si quisiera consultar algo en su ordenador, el problema es que no quiere que se entere de su proeza; ni él, ni nadie del trabajo. Sus compañeros no pueden entender lo que Gregorio ha hecho, están genéticamente 143


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incapacitados para ello, son gente adocenada, buena gente, pero borregos. Hay que tener mucho valor, una mente muy abierta y gran anchura de miras para atreverse a participar en algo como lo del día anterior. ¿Cómo explicarles a los mangurrinos del almacén su falta de pudor en el momento de salir al césped? Y explicarles, además, que lo ha hecho voluntaria y gratuitamente, por amor al arte. Gregorio constata con orgullo que hay que tener mucha personalidad para llevar a cabo lo que él se ha atrevido a hacer. Nuestro héroe ultima el cruasán y descarta visitar a Manolo. Por otra parte, es casi seguro que su compañero le entretendrá —es un buenazo, pero un plasta— y la verdad es que querría ver el Gran Premio de automovilismo de Malasia que retransmiten por televisión y antes tiene que lavar el coche. Además, luego le ha prometido a su mujer que irían con los niños a pasar la tarde en el centro comercial, ya que es el único domingo del mes en que abre. Y más tarde cenará con la familia en el McDonald´s. A Gregorio le priva comer en los McDonald’s, es de los que se deleitan con la flojedad del pan y la blandura de la carne, le arrebata ese rastro de insatisfacción que deja la hamburguesa en la boca, ese deseo imperioso de pedir otra. Piensa en que esa noche irá a la ham-

burguesería y la idea le mece el apetito. Como siempre que van, adoptará una pose un tanto desdeñosa, dirá que a él no le gusta la comida basura y que todo en conjunto es una americanada, pero que hay que sacrificarse por los niños. Gregorio regresa a su casa. Sin convicción pone en marcha el ordenador y ¡bingo! internet vuelve a funcionar. Con premura consulta las ediciones de la prensa digital, encuentra la noticia que busca y se concentra en la imagen que la acompaña. Un fotógrafo recorre el mundo retratando multitudes desnudas para mostrar plásticamente la vulnerabilidad del ser humano. Gregorio cree reconocerse, está seguro, señala con la uña la pantalla, un píxel le ha inmortalizado. Fuerza la mirada apretando los párpados y frunciendo el ceño; sí, es él, está allí, recuerda donde le colocaron, está allí, junto a otras cinco mil personas que posan desnudas sobre el césped del estadio. Gregorio García y cinco mil desconocidos más, semejantes a una bandada de flamencos asustados, una masa rosácea de cuerpos apretujados. Gregorio alza la mirada de la pantalla y suspira orgulloso, es una estrella entre miles, un astro cuya luz personal se solapa hasta la insignificancia, sepultada entre la amalgama obscena de aquella cárnica vía láctea.

Héctor Daniel Olivera Campos (Badia del Vallés, Barcelona - España) Blog: hectoroliveracampos.blogspot.com.es 144


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La verdadera historia de la Elefantividad Manuela Vicente Se acuesta a mi lado y entre las dos nos ponemos a contar elefantes...

Algunos días la noche llega antes. En esos días, mamá prepara un vaso de leche con cacao a media tarde y me hace acostar muy temprano. Dice que es para que no oiga pasar a los elefantes que vienen cargados de sueños para los niños buenos. Como voy a la cama tan pronto a veces me entra hambre antes de que

sea hora de levantarse, entonces llamo a mamá y ella me enseña un truco infalible para engañar al estómago y poder descansar. Se acuesta a mi lado y entre las dos nos ponemos a contar elefantes. Yo le hablo de un elefante que viene cargado de regalos y trae, entre otras cosas, el columpio que se quedó en casa de la 145


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abuela Inés cuando vinimos a España, la enredadera que crecía desde el balcón hasta tocar el tejado, y a la misma abuela, que viene sentada en una silla de oro, como son las sillas de los elefantes de sueños. Mamá también tiene su elefante favorito y es uno que siempre va vestido de amarillo porque ese es el color del sol y de las flores de nuestra tierra. Brilla tanto el elefante de mamá y da tanto calor que me olvido de que estamos en invierno y va a venir esa fiesta que los niños de aquí llaman Navidad. Yo, al principio, no comprendía por qué esos días toda la ciudad se llena de luz y no se puede alcanzar ninguna, y mamá tenía que reñirme cada vez que me veía alzar los brazos para coger una estrella. Me costó mucho entender que todas esas estrellas estaban para alumbrar las calles, porque nosotros siempre tenemos que alumbrarnos con velas cuando se hace de noche y por eso quería coger solo una de las luces, para ver cómo se ve mi habitación al ponerse el sol, cuando mamá y yo soñamos con los elefantes. Y hablando de elefantes, ahora ya sé a qué viene poner tantas luces en las calles, porque mamá me contó que era para alumbrar su paso cuando llegaban cargados con los sueños de los niños, y también me contó que ese cuento de

papá Noel y los elfos no era verdad, pero que los mayores nos lo decían para que nos acostásemos pronto y no oyéramos el ruido de los verdaderos magos: nuestros amigos, que traían sobre sus lomos nuestros sueños secretos. Ahora que mamá me explicó, por fin, en que consiste esto de la Elefantividad estoy más tranquila, aunque no me deja pronunciar el verdadero nombre de la fiesta salvo cuando estamos las dos solas. Dice que es nuestro secreto y a mí me gusta la idea de tener secretos con ella, porque eso quiere decir que me estoy haciendo mayor y podemos hablar de nuestras cosas, pero hay algo que no entiendo de la Elefantividad, y es por qué los sueños que pido tardan tanto en llegar a casa. Anoche se lo pregunté a mamá y me dijo que era porque quedaban pocos elefantes y muchos sueños por cumplir y que, por eso, ella se iba a encargar de ayudarles a repartirlos, junto con otras madres igual de buenas. Cuando me lo dijo me asusté un poco, porque pensé que iba a dejarme sola de noche, pero ella me dijo que hay un lugar para los niños de las mamás que trabajan de repartidoras y que allí voy a poder hacer muchos amigos e intercambiar con ellos elefantes de la suerte, mientras esperamos para volver a nuestras casas.

Manuela Vicente Fernández (Viana do Bolo, Orense - España) Facebook: manoli.v.f. Blog: www.lascosasqueescribo.wordpress.com

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Diario de un ascensorista Jean

Durand Vuelvo a escribir en mi cuaderno...

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Cuando el administrador del edificio Mondrich se dispuso a sacar las pertenencias de Juan, el ascensorista, encontró un cuaderno negro con anotaciones diarias de su trabajo e ideas personales. También sirvió para que se diera a la luz la situación mental de Juan y cómo esto provocó su final causándole la muerte con un ataque al corazón. El conocido contenido del diario, escrito en 1991 es el que incluimos en la primera parte del relato.

14 de marzo de 1991 Luego de una entrevista con el gerente del edificio, este, un tipo menudo y petulante, me aceptó en el cargo. Tendré una habitación en el mismo edificio y podré dedicarme a mi verdadera afición: la estadística. Y así enrostrarle a mi viejo profesor su error de haberme expulsado del instituto en mi juventud. 15 de marzo de 1991 He comenzado bien, aprendí rápidamente el funcionamiento del ascensor, como si el destino me hubiera guiado de la mano a mi trabajo ideal. He visto a los primeros inquilinos, al parecer todo funciona correctamente. 18 de marzo de 1991 La Sra. Ortiz, del cuarto piso, es la más habitual viajante que sube a mi barca. Cada subida tiene su bajada y ella sigue las reglas. 22 de marzo de 1991 Ya he establecido relaciones cordiales con las señoras Ortiz, Norris y los señores Morán, Sainz, Benítez, Contreras y Dolver, además de la anciana de menta y el hombre de la gabardina gris, quienes se creen muy especiales y no me dirigen la palabra. 24 de marzo de 1991 Primera anomalía detectada: la anciana de menta bajó tres veces el ascensor, pero nunca subió. Es habitual (lo tengo como una excepción frecuente) el subir en ascensor y bajar a pie, pero no bajar en ascensor y subir a pie. Menos aún, una anciana como la señora de menta 148

que vive en el piso trece. Hay algo muy sospechoso, quizás sea el día domingo. Debo estar atento al próximo domingo. 27 de marzo de 1991 Ya he podido identificar a nuevos inquilinos, los Thomson que han vuelto de vacaciones y la señorita Rita, una chica rubia muy guapa y de mirada curiosa. 28 de marzo de 1991 Se llama Álex, aunque preferiré seguir llamándolo el hombre de la gabardina gris. Una persona claramente obsesiva no merece mencionarse por su nombre. Nunca lo he visto sin su gabardina. 30 de marzo de 1991 Esta noche estoy transcribiendo los últimos apuntes con las estadísticas, me acabo de dar cuenta de que me salté un día. Por mucho que traté de hacer memoria no pude saber quiénes bajaron y subieron ese día. Mi primera oportunidad y la estropeo de esta forma. Debo tener cuidado para abril. 31 de marzo de 1991 Qué mala suerte, justo el cierre de la estadística me toca el día domingo. Como si no tuviera suficientes problemas, viene la anciana de menta y baja, hoy, tres veces por ascensor sin subir en ninguna ocasión. Si no hubiera estado tan pendiente de los resultados, habría jurado que la vieja me miraba de forma maliciosa. La buena noticia es que por fin tengo mi primera estadística, lo que me da una visión general del problema.


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Aunque no puedo sacar muchas conclusiones de una primera estadística, ya me da orientaciones para abril, que será un mes íntegro. Debo tener cuidado con la anciana de menta. 4 de abril de 1991 Vuelvo a escribir en mi cuaderno, extrañamente desaparecido unos días. Temí que fuera encontrado por otra persona en un descuido mío. Supongo

que mi cansancio me hizo una mala jugada, solo pude memorizar las subidas y bajadas de unas cuantas personas. No sé qué haré con las demás. 5 de abril de 1991 Anoche soñé que quedábamos atrapados en el ascensor la señora de menta, el hombre de la gabardina gris, la señorita Rita y los Thompson. Para no morir de hambre comíamos los dulces mentolados de la señora de menta. Tenían sabor 149


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a naftalina. Desperté sobresaltado y sudando. Al revisar las notas del día anterior, descubrí pasmado cómo los inquilinos protagonistas de mi sueño eran los últimos cinco que aparecen en la estadística de marzo y en la que estaba haciendo de abril. También todos viven en el piso trece. No puede ser coincidencia. 6 de abril de 1991 He decido llevar estadísticas solo de las personas de mi sueño. Es una obvia señal que no debo pasar por alto. 11 de abril de 1991 Aumentan aún más mis sospechas sobre la señora de menta. Evita hablar conmigo y apenas me saluda cada día que la veo. Su estadística del mes de marzo es una garantía de lo inestable y peligrosa que puede llegar a ser. 12 de abril de 1991 Hoy saludé a la señora de menta y traté de iniciar una conversación con ella, saber algo de su vida. «¿Para qué desea saber eso? ¿Para anotarlo en su cuaderno negro?», me dijo hoscamente y salió del ascensor. Quedé sin habla durante todo el día y en la noche apenas dormí. La única conclusión es que ella fue la que tomó el cuaderno de mi habitación, lo leyó y devolvió. Tengo que hacer algo. 13 de abril de 1991 Hoy me siento horrible, el mal dormir me está pasando la factura. El día se hizo eterno para poder salir de mi turno. Nada importante que anotar. O bien tan cansado que no me importa nada. 15 de abril de 1991 Hoy pasó algo curioso, el hombre de la gabardina gris me preguntó por mi cuaderno negro, creía que escribía poemas o algo así. Cuando le consulté cómo sabía de mi cuaderno, me dijo que varias veces me había visto anotando algo en él. Quizás la señora de menta también me vio en un descuido con el 150

cuaderno y realmente no me lo sustrajo. Eso o la señora de menta y el hombre de la gabardina gris son cómplices. Tal y como lo soñé. 16 de abril Posiblemente sean todos cómplices, la señora de menta, el hombre de la gabardina gris, los Thompson y la Srta. Morris, aunque a esta última solo la veo ciertos días. Estoy casi seguro de que la vieja es la líder del grupo. Y confirmando mis sospechas, la señora de menta bajó seis veces en el día y no subió ninguna vez en ascensor. 17 de abril Hoy conversé largamente con el señor Thompson, me comentó que es contador auditor y que el trabajo lo tiene realmente agotado, que no le ayuda el que su esposa trabaje en lo mismo y que a veces anhela un empleo simple y sin mayores responsabilidades, como el mío. Trato de no lanzar una carcajada irónica, de seguro se burla de mí como lo hacen los demás. 20 de abril Estos días no ha pasado nada extraño, bueno, a excepción de la anciana de menta, quien sigue con sus bajadas en ascensor y sus supuestas subidas por las escaleras. Apenas me dirige la mirada. 23 de abril Creo que ya di con el enigma de la anciana de menta. La bauticé así por su característico olor que la acompaña siempre, al principio creí que era por los dulces de menta fuerte que consume, pero luego pensé: ¿Y si usa la menta para ocultar un olor más desagradable para ella? De inmediato mi prodigiosa mente comenzó a funcionar hasta que llegué a la conclusión de que la anciana es una bruja. Usa la menta para evitar el fuerte olor a las pócimas malignas que sin duda bebe. He leído sobre brujas que prueban ungüentos asquerosos con los que adquieren el poder de volar —de ahí la deformada leyenda


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sobre brujas que vuelan en escobas— y de esa forma retorna a su habitación sin tener que subir los trece pisos por las escaleras. ¿Cómo no se me ocurrió antes? ¡Esto explica todo! 25 de abril Hoy no vi en todo el día a la anciana de menta. La señorita Rita solo subió una vez en la noche, hace tiempo que

no la veía. Cuando le pregunté si había estado de viaje, me miró de forma tal que me hizo recordar a la señora de menta. Lo bueno de todo es que ya no tendré que preocuparme más por ellos en unos días. Hice las compras necesarias para enfrentar a la vieja, mañana será el gran día.

Hasta acá el contenido del diario que circuló en forma de copia en el edificio Mondrich. La historia y extraña muerte de Juan, el ascensorista, fue un mito urbano que le dio cierta popularidad al lugar, su rostro contraído por el terror, hacía sospechar de algo más que un simple ataque cardíaco. Fue ahora que al remodelarse uno de los departamentos del piso trece y encontrarse — metidas en un hoyo oculto en la pared— las hojas arrancadas de un cuaderno que coincidían con la letra y el relato de Juan, que se puede dar algo de luz a tan extraños acontecimientos ocurridos hace veinticinco años. Para que saquen ustedes sus propias conclusiones y conozcan la historia completa de cómo ocurrió, les dejo las hojas arrancadas del diario perdido del ascensorista.

29 de abril Escribo esto apurado, esperando que alguien lo lea y sepa la verdad si algo me pasa esta noche. Hoy tenía contemplado desenmascarar a la anciana de menta como la bruja que creía que era. Por ello me había abastecido de un amuleto, uno de incienso con romero y ruda y una cuerda que mantenía en mi bolsillo. También había memorizado la oración de «Las doce verdades del mundo». Solo esperaba la llegada de la anciana para comenzar a anudar la cuerda por cada verdad murmurada. Pero el plan perfecto para capturar a la bruja no me funcionaría si no entraba la anciana al ascensor. Tan metido estaba en mi plan, que tarde percibí las constantes subidas y bajadas de la señorita Rita y su mirada curiosa

hacia mi persona. La muchacha, de unos veintidós años, poseía una belleza difícil de ignorar, era inevitable sentirse atraído por ella, aunque bien sabía que mis cincuenta años mal cuidados no podían ser algo que la cautivara de ninguna forma. Fue en una subida con ella como única pasajera, que se acercó hacia mí y puso una mano sobre mi pecho. Su piel fría quemaba mi interior y una multitud de pensamientos cruzaron mi cabeza reavivando el fuego de mi juventud. Comenzó a desabrochar mi chaqueta y luego pasó sus largas uñas por los botones de mi camisa. «¿Qué tienes escondido ahí, pillín?», dijo con una voz extrañamente seductora. Yo, completamente quieto, no articulé palabra alguna. Cuando logró desabotonar mi camisa, quedó en evidencia el amule151


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to que había comprado recientemente. Lo tomó en sus manos, lo contempló con curiosidad y sonriéndome lo volvió a su lugar. «Pensé que era otra cosa, ya sabes, algún maldito crucifijo o algo así»; luego, mirándose en el metal pulido del tablero, como si se tratara de un espejo, ordenó su sedoso cabello rubio con lentitud. Aún atontado y sin comprender qué había ocurrido, mi vista se nubló y mi corazón se agitó violentamente: ¡Frente a mis ojos el tablero cromado solo devolvía mi reflejo! Apenas la Srta. Rita bajó en el piso trece, cerré las puertas del ascensor, bajé y huí hacia mi pieza. Rebusqué entre mis notas de estadística y descubrí cómo los días en que más bajaba la señora de menta, eran los mismo en que la señorita Rita los subía por ascensor.

Como si ambas fueran una misma persona. Mientras una vieja descendía, una jovencita ascendía al piso trece, quizás después de alimentarse… Terminando de dejar testimonio escrito de lo pasado, iré a conseguirme un crucifijo, una estaca, ajos y agua bendita, aún estoy temblando, pero ahora entiendo que probablemente usaba la menta para evitar el fuerte olor sangre con la que se… …Escucho un ruido, ¡por favor, que no sea ella! No estoy preparado. La persona que llegue a encontrar mi diario, espero que lo lea, que conozca la verdad y haga algo. Revisa mis estadísticas, ahí está todo documentado, esas pruebas bastarán para que me creas. Debes ser rápido en actuar, hay que det...

Relato e ilustración: Jean Durand (Belloto Norte - Chile) Twitter: @Jean_DD Instagram: @artebreve Web: www.artebreve.com

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Número 4

Cuenta atrás

Patricia

Richmond ¿Cómo explicar que era una llamada que insistentemente me golpeaba la cabeza?... Bajé la escalerilla del módulo con la certeza de que, cuando regresara, sería otro el que subiera los peldaños. Había pasado los últimos meses recopilando datos sobre la atmósfera del planeta, analizando residuos y demostrando que podía iniciarse su exploración sin riesgo. Pasé muchas horas, demasiadas, redactando informes que los burócratas no estaban preparados para comprender y soportando sus requerimientos sobre absurdos documentos para obtener el permiso. Al fin, llegó. Una mañana recibí una citación para presentarme en el despacho del Director de Misiones. Acudí con todo el material que había prepara-

do para realizar la presentación de mi proyecto, pero no me dejó que le expusiera los datos. Sólo quería que le contara el porqué. ¿Por qué? ¿Cómo explicar que era una llamada que insistentemente me golpeaba la cabeza? No recordaba cuándo había empezado exactamente mi interés por ese pequeño planeta abandonado, pero una vez que la idea se adueñó de mi mente, empecé a investigar sobre las posibilidades de repoblarlo. No quedaban ya en el universo signos de la hecatombe, tras doscientos de los años del sistema temporal que utilizaban sus habitantes. La explosión había sido tan violenta que alteró la órbita de 153


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aquel mundo destruido, alejándolo de la estrella que lo calentaba, mientras la radiactividad acababa con todas las formas de vida. Se convirtió en una masa helada hasta que su desplazamiento quedó frenado por la gravedad de un asteroide con el que estuvo a punto de chocar y que le hizo volver lentamente a su posición original. Poco a poco recuperó la alternancia de estaciones y los hielos fueron desapareciendo para dejar que renaciera un nuevo planeta. ¿Qué esperaba encontrar allí un neurobiólogo? Fe. El anhelo científico de descubrir algún resquicio de vida. Si era cierto que esta había surgido espontáneamente en ese lugar, hacía millones de años, podía volver a repetirse el proceso. El hallazgo y observación de cualquier forma primaria de existencia marcaría un hito sin precedentes en el estudio de la biología universal. Aquel planeta azul guardaba algo para mí, estaba seguro, y tenía el presentimiento de que su exploración me depararía una sorpresa insospechada. No fue eso lo que expliqué al Director de Misiones, pues me hubiera tomado por uno de esos iluminados obsesionados con la gloria científica y me hubiera echado de su despacho. Me limité a exponerle mi objetivo de realizar una toma de muestras in situ para iniciar una labor de arqueología neuronal que determinara las posibilidades de colonizar ese mundo inhabitado desde hacía cientos de años. El argumento de que acababa de empezar la mejor época para realizar la misión en la zona que había seleccionado puso la balanza a mi favor. Serían sólo los tres meses del verano terráqueo, que iba a comenzar en treinta días, los necesarios para que una de las naves que hacían el trayecto hasta Marte, nuestra colonia más poblada, me lanzara en un módulo al pasar junto a la Tierra. Cuando comenzara el otoño, la esta154

ción de las lluvias, otra podría recogerme de vuelta. Obtuve el permiso aquella misma mañana y sólo me dejaron una semana para preparar el viaje. Partí en un carguero y aproveché los veintidós días que tardamos en avistar mi destino para seguir estudiando la historia del planeta. Su visión me conmocionó. Era mucho más hermoso de lo que había imaginado y su llamada me traspasó el alma. Aquel, sin duda, iba a ser el proyecto de mi vida, el que me proporcionaría la posición y el reconocimiento que tanto había anhelado desde el término de mis estudios en la Academia de las Ciencias Galácticas. El descenso se realizó según lo previsto. Aterricé con mi módulo unipersonal en plena fase diurna. No pude evitar un escalofrío al abrir la puerta y bajar la escalerilla: era el primer ser vivo que pisaba el planeta en doscientos años. Di mis primeros pasos con el cuidado del que sabe que está mancillando una tierra virgen y se dispone a conquistarla. Me embargó una sensación de vacío que, por un momento, me mareó; era el silencio, tan denso y sobrecogedor que hería. Bajé las piezas del vehículo solar, lo monté y comprobé que funcionaba. Cargué en él las cajas de provisiones, aseguré y cerré el módulo, y partí siguiendo el rumbo que me dictaba mi instinto. Al atardecer llegué frente a un mar azul oscuro. La luz de la puesta de su sol me impresionó pues, aunque había contemplado anocheceres en otros planetas, jamás había disfrutado del fascinante espectáculo que se desató frente a mí. La luz diurna fue derramándose, como si sangrara, hasta desaparecer bajo el océano, convirtiendo el cielo en un manto negro azabache en el que las estrellas comenzaron, poco a poco, a dibujar constelaciones que rivalizaban entre ellas por conquistar el trono del


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cielo nocturno. Una estrella fugaz, la más brillante que había visto nunca, pasó ante mis ojos y dejó marcada una ruta hacia la que decidí avanzar al día siguiente. En cuanto amaneció, me puse en marcha por un territorio polvoriento y carente de vegetación. Ascendí una colina y me detuve deslumbrado: al otro lado del montículo se extendían las ruinas de una ciudad sumergida parcialmente en el mar. Algunas de las antiguas edificaciones habían sido respetadas por las aguas y se habían desmoronado unas sobre otras creando formas inquietantemente hermosas. Bajé por la ladera y salí del vehículo. Me adentré por las calles que imaginé que habían serpenteado entre aquellos bloques deshechos. Me llamaron la atención unos restos metálicos, retorcidos en figuras imposibles, y me dirigí hacia ellos. Barcas oxidadas, estructuras de colores apagados por el tiempo, pequeñas edificaciones… Recordé las fotografías que había estudiado sobre la historia del planeta y reconocí las formas que me rodeaban. Estaba pisando el fantasma

de un parque de atracciones, uno de los lugares de ocio de los terráqueos. Me asomé a un socavón que se extendía a un lado de los amasijos de acero. La idea de encontrarme en lo que quedaba de una zona de diversión me hizo imaginar risas, música, cantos… Aunque, ¿era realmente mi imaginación lo que estaba escuchando? Presté atención. Sí, no me había vuelto loco; desde las entrañas de la entrada que se abría a mis pies ascendía un sonido. Agarrándome a las grietas y a las estructuras que sobresalían, pude bajar hasta el fondo de la sima. Envuelto por la oscuridad, la piel se me erizó al comprobar que en aquel espacio deshabitado desde hacía dos siglos se escuchaba, tenuemente, el canto de una mujer. Cuando me recobré de la impresión saqué una linterna de la mochila de herramientas que había tenido la precaución de llevar conmigo. Me encontraba en un subterráneo que se perdía hacia el interior a través de pasillos que se entrecruzaban. ¡Un laberinto! Volví a percibir la melodía y dudé. ¿Qué la producía? No podía tratarse de ningún ser vivo ni mecánico. La radiac155


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tividad había acabado con todas las formas de vida y energía hacía demasiado tiempo. Sólo había una explicación posible; tenía que ser el silbido del viento a través de las grietas. Decidí investigar y avancé por un pasillo que se internaba, a mi izquierda, hacia un resplandor. Oí la voz con algo más de nitidez y seguí caminando hasta que la sorpresa me paralizó. Todo mi cuerpo comenzó a temblar sacudido, primero, por el miedo y, después, por mis propias carcajadas. Había creído percibir una figura a mi lado, mirándome. Era yo. Las paredes del pasillo eran espejos. ¡Claro! Estaba en una atracción de feria. Observé la figura deformada que me devolvía la superficie del muro y me tranquilicé. Más seguro, continué a través de las bifurcaciones, escuchando cada vez más cerca el lánguido cántico que me guiaba. Estaba seguro de que no podían ser ráfagas de viento, pero la razón no me dejaba encontrar una explicación mejor. Conforme me acercaba al sonido, me pareció distinguir palabras. Supuse que, igual que había pasado con los espejos de la pared, aquella incursión por los pasillos iba a terminar en carcajadas cuando descubriera el origen de la melodía. Llegué frente a una nueva bifurcación. ¿Izquierda o derecha? La voz se escuchaba nítidamente a la derecha. Y no había duda: era una mujer que entonaba una balada muy triste. Durante el tiempo de investigación sobre las posibilidades de llevar a cabo la misión había estudiado los idiomas más hablados del planeta. Me concentré en la grafía, pues era impensable tener que hablarlos, pero, aún así, fui capaz de comprender la mayor parte de las palabras que la voz femenina cantaba en una lengua milenaria, el chino: era la historia de amor entre una sirena y un 156

marinero, truncada por la furia del mar. ¿Cómo podía ser? El miedo me envolvió y retrocedí, espantado. El eco de la música me fascinaba y actuaba sobre mí como una llamada a la que debía obedecer, pero, a la vez, mi ser racional me dictaba la orden de dar la vuelta y alejarme de allí. Conseguí serenarme, en parte, gracias a la dulzura del cántico. Me convencí de que todo aquello era irreal y entré en el pasillo, decidido a enfrentarme al origen de aquel sonido maravilloso. Nunca he sido muy valiente y no pude disimular el temblor de mis piernas al avanzar hacia la habitación medio en ruinas que cerraba aquel corredor. Cuando estaba a punto de penetrar en ella tuve que apoyarme en las paredes para no caer, espantado por la impresión de lo que acababa de escuchar. La mujer repetía el nombre de su amado: el mío. —¿Eres tú, amor? —oí que preguntaba. Mi cerebro no admitía discusión, tenía que marcharme de allí, pero la atracción que me obligaba a acudir hacia ella era mucho más fuerte que mi voluntad. Respiré despacio varias veces para serenarme y entré. —¡Mis ojos! ¡Mis ojos! —gritó, herida por la luz de la linterna. Eché a un lado el foco luminoso y caí de rodillas, golpeado por la impresión e incapaz de pronunciar ni una palabra. Tenía ante mí a un ser de belleza excepcional. Era una mujer con una piel blanquísima, ojos oblicuos, el pelo de un negro intenso y muy largo recogido en varias trenzas que le caían sobre una túnica azul con extraños bordados multicolores. Estaba semienterrada bajo los restos de una especie de máquina que la retenía. —¡Cuánto has tardado, amor! —exclamó al verme—. Te espero hace tanto


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tiempo… Yo seguía mudo y ella continuó hablando. —Tenemos que marcharnos enseguida, antes de que él vuelva del mar y nos separe. Me levanté y me acerqué, incrédulo, hasta ella. Muy despacio puse un dedo sobre su mano. Era artificial, no había duda. Aunque su piel era suave y emanaba calor, mi roce no la había estremecido, prueba de su incapacidad para responder a los estímulos táctiles. Me miró y cantó otra vez su triste balada. Me senté junto a ella sin dejar de contemplarla y apoyó la frente sobre mis manos. Le pregunté su nombre, pero no contestó. —¡Ya lo sabes, amor! ¿No lo habrás olvidado? ¿Cuándo nos vamos? Me levanté y la agarré por los hombros, tiré suavemente, pero no pude sacarla del amasijo de barras metálicas que la aprisionaban. Le pedí que me contara cuándo y cómo había llegado hasta ahí y lo que había ocurrido, pero, ajena a mis palabras, siguió con su perorata extraviada.

Quiso saber si había venido con alguien más, si tenía una nave preparada para partir inmediatamente, si el mar estaba en calma… Había leído sobre los androides que se habían llegado a desarrollar en ese mundo, pero ella parecía ser otra cosa. Tal vez no se trataba más que de una atracción de feria, capaz de interpretar algunos datos de su entorno, preparada para repetir una y otra vez su discurso sobre los peligros del mar. ¿Pero cómo había sabido mi nombre? Giré a su alrededor sin descubrir de dónde le llegaba la energía que la alimentaba; tenía que estar bajo los escombros, como sus piernas. Salí en busca de las herramientas que transportaba en el coche solar. Realicé el trayecto hacia el exterior con el corazón encogido a causa de su llanto desesperado. Parecía tan real. —¡Vuelve, amor! ¡Saldrá del mar y te engullirá! ¡No me dejes! Al regresar, acerqué el vehículo todo lo que pude a la boca del laberinto y cargué con una sierra eléctrica y baterías de repuesto. Antes de bajar ob157


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servé el mar y no pude evitar un escalofrío. Nunca había visto un océano tan calmado, sin apenas movimiento en sus aguas oscuras. Era imposible distinguir los restos de la ciudad sumergida y decidí que, en cuanto terminara lo que debía hacer abajo, bucearía para ver qué ocultaba la bahía. El canto de la autómata volvió a guiarme hasta ella. Sabía que no debía perder el tiempo, que sacarla era una locura, pero no podía pensar en otra cosa. Una fuerza superior a la de mi voluntad, o a la de la razón científica que había dirigido mi vida hasta ese momento, me urgía a poner a salvo a un engendro mecánico y lo acepté como si ese hubiera sido, en realidad, el fin último de mi viaje a la Tierra. La sierra no fue suficiente para partir el metal y fue ella la que me sugirió que habría que izar el amasijo. Sería un proceso largo y laborioso, pero parecía factible. Tendría que levantar un armazón capaz de soportar el peso de las toneladas de barras retorcidas que impedían acceder hasta la parte baja del artefacto que la atrapaba. Supuse que allí se ocultaba su fuente de alimentación, lo que más me interesaba extraer sin daños. Pasé varios días diseñando el soporte. Ella tarareaba y sonreía feliz. Contemplarla a la luz de la linterna me seguía fascinando, ¡era tan hermosa y parecía tan real! Muchas veces le pregunté su nombre, pero cambiaba de tema y me hacía enseñarle mis dibujos. Cuando completé los cálculos y me dispuse a salir en busca de los materiales que necesitaba, se agitó. Me acribilló a consejos para guardarme del mal que esperaba afuera y me despidió cantando.

do volvía de mis excursiones y los espejos me confundían, ella, de algún modo, lo intuía y me guiaba por los corredores, llamándome, entonando melodías alegres hasta que aparecía en el cubículo y me pedía las manos para besármelas. Comencé a levantar el armazón, ayudado por ella en lo que podía. Aproveché los momentos más distendidos para intentar sonsacarle algo concreto sobre su estancia allí. Me costaba aceptar la idea de que llevara cientos de años conectada a una fuente de energía que no se había agotado y que había permanecido inmune a la radiactividad y al hielo. No conseguí ni una palabra y comprendí que, realmente, no sabía lo que había ocurrido. Tal vez la paranoia sobre el mal que aguardaba en el océano era su única forma de interpretar lo acontecido. ¿Podía una máquina tener miedo y recordarlo? La estructura quedó terminada a mitad del verano. El calor hacía crujir los escombros del exterior y hasta nosotros llegaban sonidos que parecían lamentos. Aquello la ponía muy nerviosa y le hacía recitar nuevas estrofas del poema sombrío que la entristecía. Lo dicen los ojos del Señor Oscuro: bajo las aguas, siempre es invierno. No habla, sólo mira. Sus ojos escrutan los renglones no escritos para desplegar sus armas el primero. No tiene sombra. Hace mucho tiempo que la olvidó entre los escombros del crepúsculo.

Corté el cable de arrastre incorporado al vehículo solar en varios segmentos y los aseguré a lo largo de todo el soporte. La escarcha envuelve pisadas Había calculado dónde debía atar los amortiguando el crujido de los días, extremos para poder mover la masa ajena al preludio del falso manantial. metálica de una vez, mediante un sistema de poleas, pero sólo conseguí que se Tuve que realizar varias salidas. Cuan- elevaran algunas piezas. El conjunto pa-

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recía estar soldado al fondo. Tuve que cambiar de estrategia. Fui elevando las zonas más manejables y conseguí ir separando tubos y engranajes hasta llegar a las partes más bajas del fondo del amasijo cuando solo faltaba una semana para que el carguero que debía recogerme llegara al punto de encuentro. Aquello no pareció desanimar a mi amiga. Al contrario, su entusiasmo me contagió y una tarde, tras haber conseguido retirar una de las vigas que más oprimían su cuerpo, la abracé por primera vez. Su cuerpo cálido y la piel suave de su rostro me transportaron fuera de la atmósfera de sombras que nos rodeaban, me dejé llevar por la luz de sus ojos tristes y la besé en los labios, desoyendo al instinto racional que me gritaba que no era más que una muñeca. —¿Cómo te llamas? —le pregunté mientras volvía a besarla. Solo fue un segundo, pero lo vi. Un brillo extraño alteró sus ojos y me obligó a separarme de ella, avergonzado de estar enamorándome de una máquina. No dijo nada, me sonrió y cantó. Mira imperturbable su reflejo vacío y remueve las aguas con la espada, como advertencia. La brevedad del temblor del círculo antes del giro, entre certezas subterráneas, cabe en el suspiro del acero. Ycomo la sensatez del eco que sangra sobre el tambor, el destello hilvana eclipses de neón.

Salí de la estancia y pasé la noche en el vehículo. No pude dormir y dediqué el tiempo a contemplar el mar. ¿Habría algo escondido bajo sus aguas? ¿Tal vez la energía que hacía cantar a una autómata encerrada bajo tierra?

Al amanecer volví con ella. Me recibió con una sonrisa y comenzó su tarareo de trabajo, sin una palabra de reproche por mi ausencia. Me pregunté a qué tipo de atracción habría pertenecido. Esos cánticos suyos sugerían la representación de algún tipo de tragedia que no presagiaba un final feliz. Tres días después, al final de una jornada agotadora, noté un temblor bajo los pies. Acababa de separar casi todas las barras que cerraban una masa metálica que era la que, en realidad, tenía a la autómata aprisionada. Había estado tan concentrado en la tarea de liberarla que no había reflexionado sobre lo que podría encontrar bajo los escombros. ¿Debería tomar precauciones? No podía imaginar qué tipo de energía iba a descubrir ni sabía cómo enfrentarme a ella. En mi subconsciente la imaginaba como el monstruo que retenía a mi bella princesa. Ella notó mi preocupación y me dedicó una de sus enigmáticas estrofas. Vendrán las lluvias y sus gotas sembrarán sobre mis huesos fermentados bocas de dragón que aullarán al sol.

Esas palabras me recordaron que se acercaba la estación de las lluvias y que solo faltaban dos días para mi cita con la nave de carga en el punto convenido para regresar a mi mundo. ¿Lo haría? No sin ella. Intenté fundir la placa con un soldador, sin éxito. Desesperado, tomé una decisión drástica: tenía que volarla. Confiaba en que una explosión controlada, de baja intensidad, sería suficiente para desencajar el metal del suelo. Levanté un cubo plástico alrededor de mi amiga y me encerré con ella. La abracé fuerte y pulsé el detonador. Todo el subterráneo tembló, el cubículo cayó sobre nosotros y oí un siseo bajo los pies. Aparté las paredes de 159


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plástico y comprobé que los daños se limitaban a algunos rasguños en mis brazos. Ella estaba entera y me sonreía, feliz. La placa de metal se había despegado a nuestro alrededor. Hice palanca con una barra y pude levantarla, al fin, para liberar sus piernas. Le pedí que saliera, pero no se movió. Apuntalé la losa y acudí en su ayuda. El hueco que se había abierto bajo su cuerpo estaba oscuro. Lo iluminé con la linterna, pero no pude ver nada, ni sus extremidades. La tomé en mis brazos y la icé. El largo quimono que la cubría se elevó con nosotros, impidiéndome ver sus piernas. Volví a oír el siseo, parecido al roce de un reptil al deslizarse, pero no procedía del interior de la abertura, sino de debajo de la túnica. En ese momento, toda la caverna comenzó a temblar provocando el desprendimiento de fragmentos de roca del techo. Tuve que elegir. O salir con ella y ponernos a salvo o quedarme a investigar qué ocultaba el interior oscuro y extraer la probable fuente de energía que escondía, a riesgo de quedar sepultados. —Te quiero —me susurró al oído. No necesité más. Corrí por los pasillos con ella en mis brazos, abandonamos el subterráneo mientras todo se iba

desmoronando a nuestras espaldas y salimos al exterior. Era de noche. El cielo estaba encapotado y la oscuridad era total. A la luz de sus ojos contemplé su rostro tranquilo y escuché, por primera vez, el murmullo de las aguas agitadas del océano. Me acerqué a la orilla. Todavía en mis brazos, se abrió la túnica, se desprendió de ella y la arrojó al mar. Contemplé su cuerpo desnudo, sus piernas… que no lo eran. Un manojo de tentáculos blancos aprisionaron mi cuerpo y ella se elevó sobre mí. Sonriendo, me besó. —¿Cómo te llamas? —le pregunté una vez más. Por toda respuesta, ella cantó. Pequeño nenúfar, no llames la atención del Señor Oscuro.

Su lengua abrió mi boca y, lentamente, toda ella, su cuerpo entero, se deslizó dentro de mí. Al día siguiente regresé al módulo, activé el programa de retorno y me acoplé al carguero que me esperaba. *** La contemplación del planeta al que me dirijo me ha hecho revivir. Tras tanto tiempo de espera ha comenzado la cuenta atrás y un nuevo mundo se ofrece, ignorante, al poder de mi nombre, Pandora.

Patricia Richmond (Zaragoza - España) Blog: patriciarichmond.blogspot.com Twitter: @PatriciaRichm_ 160


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CALLE ASALTO

Si te asomas, pagas... Mª ÁNGELES MILLÁN Mª Ángeles Millán Muñío, natural de Zaragoza, es doctora en Filología Románica y profesora titular del Departamento de Filología Francesa de la Universidad de Zaragoza. Desarrolla su actividad docente en la Facultad de Ciencias Sociales y del Trabajo, en la que imparte clases de francés específico para relaciones laborales y recursos humanos, así como de francés científico. Además es profesora del Máster en Relaciones de Género. Precisamente el estudio de las relaciones de género ha sido el eje de su carrera investigadora desde sus inicios. Es autora de artículos y ensayos sobre el enfoque del género en los campos de la lectura y la escritura, ha profundizado en la experiencia narrativa de figuras como Simone de Beauvoir o Christine de Pizan, ha organizado y dirigido congresos y jornadas relacionados con el feminismo y participa activamente en proyectos de innovación docente. Firme defensora de la educación como motor para alcanzar la igualdad en todos los campos, es desde hace diez años la directora de la Cátedra sobre Igualdad y Género de la Universidad de Zaragoza. Sus actividades de concienciación comprenden ciclos de cine, conferencias, cursos, campañas, publicaciones, jornadas, concursos para promover el enfoque igualitario en la publicidad y todo tipo de iniciativas dentro y fuera de la universidad, sin olvidar el mundo rural. Mª Ángeles es una mujer valiente, con una fortaleza fuera de serie, y una maravillosa virtud, la de saber transmitir ilusión en todo lo que hace. Y aquí tenéis una muestra: no dudó ni una décima de segundo en aceptar nuestro “asalto” y ha escrito para nosotros un magnífico relato que ha suscitado una sesuda discusión dentro del Callejón: ¿Hemos destapado a la Simone de Beauvoir maña?... ¡Gracias, Mª Ángeles! ¡Y sigue escribiendo ficción, por favor! 161


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Me armo un lío Mª Ángeles

Millán

No es lo mismo porque nada es igual...

Me armo un lío. No es lo mismo un Steingraeber & Söhne que un Steinhoven o un Yamaha ¿o qué? me dice con un convencimiento y una seriedad que me desarman. Él sabe que no entiendo de pianos ni de marcas de pianos, nunca he tocado el piano y Yamaha me suena a moto. ¿Y Smith & Wesson? se me ocurre de repente y porque sí, con la certeza de que nada tiene que ver con los pianos, pero a mí me suenan igual, se parecen imagino, y porque los nombres difíciles de pronunciar me resultan un problema que nunca me ha apetecido resolver. Con los personajes de las novelas suecas o noruegas me pasa igual. Un desbarajuste sale por mi boca al balbucear varias consonantes juntas con una o que está tachada por la mitad en el intento de nombrarlos en voz alta. Me da pena 162

mi ignorancia. No es lo mismo, claro. No es lo mismo porque nada es igual. Llevo toda la semana pensándolo. La igualdad no existe, es un ideal, una idea, un nombre que necesita más. Y me armo un lío con el lenguaje. Y me armo un lío con mi vida que justifico al pensar que esto es la plenitud de los cincuenta en su despegue. Ya me lo dijo Mayte, los cuarenta y su crisis son un ensayo, los previos, el verdadero descerebre viene a los cincuenta. Ya lo verás. Tenía razón. Tengo cincuenta, me acabo de dar cuenta de que la igualdad no existe y me quedo tan ancha. O no. Yo sola me enredo en los líos, y lo miro incapaz de responder. No entiendo de pianos.


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CAMINO DE LAS TORRES La esquina de los libros de autoedición

MEMORIAS DE LÁZARO HUNTER Benjamín Recacha García «El progreso traza los caminos derechos; pero los caminos tortuosos, sin progreso, son los caminos del genio».

William Blake

Forastero, el Lejano Oeste ha vuelto… ¿O no se había ido? Editoriales como Valdemar o Ronin Literario han seguido apostando por un género considerado menor, pero que ha dejado títulos memorables, como El hombre que mató a Liberty Valance o El árbol del ahorcado, ambos de Dorothy M. Johnson, escritora recuperada por Valdemar en su colección Frontera. Los hermanos Fran y Benjamín Recacha no han titubeado en cruzar la frontera de la imaginación y te invitan en Memorias de Lázaro Hunter a adentrarte en un Far West en el que te espera lo mejor del género: ciudades sin ley, indios, cuatreros, caravanas de colonos, chicas peligrosas y mucha y divertida acción. Lázaro Hunter, el protagonista de esta novela corta, es un vendedor ambulante, hijo de trampero irlandés e india arapaho, cuyas peripecias en la venta de un misterioso brebaje, te van a hacer sufrir y reír de principio a fin. Junto a él recorrerás un camino en el que te encontrarás con personajes míticos: Wyatt Earp, Jimy Scarface, Thomas Alva Edison, la Hermandad de los Penitentes, las Amazonas Exterminadoras… Memorias de Lázaro Hunter, Los caminos del genio es el primer volumen de una saga que los hermanos Recacha esperan completar en forma de novela gráfica. Fran, pintor de prestigio internacional, se ha encargado de ilustrar la aventura escrita por Benjamín, escritor y periodista, autor 163


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de las novelas El viaje de Pau y Con la vida a cuestas. Esta primera parte de Lázaro Hunter es una obra breve, avance del guión de lo que será la novela completa. Está dividida en ocho rapsodias y muestra en cada una un esbozo de los dibujos que forman parte del proyecto final. Entra en este enlace www.youtube.com/watch?v= zprpQTJ2Y5c y podrás maravillarte con una muestra de esta extraordinaria aventura. Benjamín, por favor, continúa escribiendo, que nos dejas preocupados y muertos de curiosidad… ¿Llegará Lázaro a Dodge City? ¿Qué le espera allí? Y, sobre todo, ¿a qué demonios sabe la «healthy soda»?

Fragmento de Memorias de Lázaro Hunter —¿Qué pasa? —preguntó un desconcertado Edison. En un instante tenían allí mismo una numerosa delegación de indios pawnee con poca predisposición a hacer nuevos amigos. El cabecilla dio algunas órdenes y los intrusos asumieron enseguida que estaban a su merced. Jimy descartó la idea de disparar. Sin duda sería capaz de eliminar a cinco o seis individuos, pero después les esperaría una muerte lenta y dolorosa. Lázaro decidió probar con el diálogo, aunque el idioma de los pawnee no lo dominaba muy bien. Pero entonces todas las miradas se dirigieron hacia el lugar donde se encontraba Thomas Alva Edison. Había comenzado a sonar música que, como por arte de magia, surgía de aquella máquina, el fonógrafo, que Lázaro descubrió tres noches antes, en plena ruta de Santa Fe. Los indios quedaron perplejos. Los pawnee eran profundamente religiosos y en aquel momento estaban siendo testigos de la magia de un brujo muy poderoso. Blog del autor: benjaminrecacha.com

Puntos de venta AMAZON: www.amazon.es/Memorias­L%C3%A1zaro­Hunter­ caminos­genio­ebook/dp/B01FW23GA6

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P a rt i c i p a en n u es t ra p rรณ x i m a c o n v o c a t o ri a

F ec h a d e p u b l i c a c i รณ n : p ri mera q u i n c en a d e ma rz o 2 0 1 8


CONTACTO 11esquinas@gmail.com Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es Twitter: @11Esquinas Facebook: www.facebook.com/11Esquinas


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