EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS
ONCE CUENTOS INESPERADOS
EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS
Revista de letras agitadas por el cierzo Suplemento 12 - Diciembre 2019 Número del 3 nº Septiembre 2017
Revista de letras agitadas por el cierzo
EDITA El Callejón deEDITA las Once Esquinas Zaragoza El Callejón de las(España) Once Esquinas Zaragoza (España) ISSN 2530-481X ISSN 2530481X COORDINACIÓN Patricia Richmond COORDINACIÓN Patricia Richmond FOTOGRAFÍA Esparvero FOTOGRAFÍA Esparvero Imágenes: excepto mención en contrario, de bancos libres de derechos Imágenes: excepto mención en contrario, de bancos libres de derechos (Pixabay, CONTACTO PhotoPin, Wikimedia). 11esquinas@gmail.com CONTACTO Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es 11esquinas@gmail.com Twitter: @11Esquinas Facebook: Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es www.facebook.com/11Esquinas Twitter: @11Esquinas Facebook: www.facebook.com/11Esquinas Todos los relatos son propiedad de sus autores. Todos los relatos son propiedad de sus .
autores.
The capitan
Catrin Welz-Stein
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Once Cuentos Inesperados
¿Por qué once cuentos inesperados? ¿Qué hago aquí? Avanzo por un callejón sombrío con tantas esquinas como historias se agolpan en mi cabeza. ¿Dónde las he leído? Esperan que vuelva a recordarlas, que atienda a los personajes que quedaron atrapados en la niebla de mi memoria. Poco a poco, la Duda en estado puro se disipa y, segura de que no hay Letra pequeña, me dispongo a contemplar el espectáculo que comienza a asomarse A través del espejo que cuelga de mis recuerdos. Hal, mi voz interior, se estremece al correr Tras los pasos de Hemingway, como si le persiguiera por el siniestro Chicago, años 30. A la vez, remarcando una Acentuación doble, la oscuridad que se esconde bajo la cama me susurra. Es El hombre gris que acecha mis sueños pregonando La Mezquindad según Marcelo. No me da miedo. Yo soy La asesina, la que lee entre las once esquinas de un callejón, la que reta a las sombras inesperadas mientras Ellas bailan. Todo esto es lo que palpita dentro de estos once cuentos que, de forma inesperada, han urdido esta antología. Patricia Richmond
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Once Cuentos Inesperados
Cristina Aguas Enrique Angulo Armando Cervantes Esparvero Raúl Garcés
7 Duda en estado puro 13 Letra pequeña 17 A través del espejo 21 Hal 23 Tras los pasos de Hemingway
Luis J. Goróstegui
25 Chicago, años 30
María Belén Mateos
30 Acentuación doble
Héctor Núñez
31 El hombre gris
Plinio el Bizco
33 La Mezquindad según Marcelo
Patricia Richmond Raúl Ariel Victoriano
39 La asesina 43 Ellas bailan 5
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Once Cuentos Inesperados
DUDA EN ESTADO PURO gida i r i D por uas Ag a n i t Cris
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El Callejón de las Once Esquinas
Intentaré reconstruir los hechos en la medida de mis posibilidades... En la ciudad todavía no se explican qué sucedió realmente aquella noche del 17 de enero de 1957. Si conociesen ustedes a Heltam como yo, no les extrañaría la llamada que me hizo a eso de la medianoche. Intentaré reconstruir los hechos en la medida de mis posibilidades, sentado plácidamente en un banco del jardín, ahora que el sol del verano parece diluirlo todo. Alden está bien comunicada con Sunlight, Winstonland y Mondalia. Los cuatro municipios son los más prósperos de la cuenca baja del Yazoo en su desembocadura con el Mississippi, y circundan a la central hidroeléctrica a 20 millas por la carretera norte. Tanto han crecido que en la actualidad los límites están desdibujados y en conjunto parecen una gran urbe. Todas tienen en común unos característicos tejados puntiagudos de pizarra negra y estoy convencido, no, seguro, de que si alguien apareciese de la nada, no sabría distinguir si se hallaba en Sunlight o en Mondalia. En Alden se alza un imponente caserón mandado construir hace más de ciento cincuenta años por Elliot Tobe, el rico magnate de los candados, ese que había conseguido una fortuna fabricando cadenas, llaves y otros artefactos similares para la Compañía Importadora Africana. Fue el típico inmigrante que se hizo a sí mismo y, alcanzando el sueño americano, levantó una mansión arquitectónicamente hablando un poco extraña, pues mezclaba el estilo al uso de la comarca con ciertas licencias a lo victoriano de su ascendencia europea. 8
En 1930 la casa fue cerrada, pero años después, con la expansión de la zona para levantar el pantano y la central, se urbanizó alrededor un grupo de viviendas funcionales y sin pretensiones ocupadas por obreros, oficinistas y comerciantes que trabajaban generalmente en el centro. La mansión quedó engullida por el nuevo trazado; pasó de estar rodeada por campos y arbolado en una idílica estampa sureña, a recibir a cambio el número 815 de Peanut Street. Al viejo le crujirían los huesos en la tumba por tal deshonra. Heltam Tobe, supuesto descendiente directo, vino hace tres años a Alden y abrió de nuevo la casa familiar. Frente a ella vivía yo con mi mujer, Caroline. Cuando conocí al nuevo inquilino hicimos amistad al momento pues me pareció un hombre cordial. Era un exiliado más de la industria cinematográfica, perseguido en una caza que anuló a no pocos actores, guionistas y directores. Había pasado dos años recorriendo el país con barracas de feria y espectáculos de magia, tan carentes de brillo como su fracasada carrera. Un buen día le comuniqué que andaban buscando personal en la Fundación, y desde entonces trabajamos juntos. Se había cansado de girar por el mundo como una peonza y en su lugar se vio inmerso en una perfecta combinación de ciclos, en una vida monótona y gris. Sé que no era feliz. Desde que se estableció hacía lo mismo a idénticas horas del día, excepto el domingo, que no hacía nada, lo cual era también aburrido porque no dejaba de ser igual a cualquier otro domingo. Era precisa-
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mente ese día de la semana cuando la casa se le antojaba más vacía, por eso yo le invitaba a las barbacoas que organizaba en el jardín y, todo hay que decirlo, aproveché para presentarle a la vecindad. En contra de mi primera impresión, resultó un tipo bastante receloso al trato con otras personas, excepto conmigo. Tuve la oportunidad de visitar su casa en multitud de ocasiones. Tenía tres plantas, pero como le resultaba excesivamente grande para él solo, habitaba parcialmente las dos primeras. Decidió no ocupar algunas habitaciones inferiores, que dejó amuebladas como antaño, pero en las que escasamente entraba. Acondicionó la cocina y el salón con una chimenea de leña y grandes ventanales que daban al jardín trasero. En el segundo piso habilitó su dormitorio y un pequeño estudio que rescató del ya existente, con infinidad de documentos antiguos con los que distraía el tiempo cuando el chico de los periódicos olvidaba dejárselos, lo cual no era infrecuente. La tercera planta sirvió para amontonar enseres y objetos que le sobraban. Una noche lluviosa de principios de año volvíamos juntos desde el trabajo en mi coche. Habíamos estado en la Fundación hasta bien tarde catalogando unos restos arqueológicos llegados todos de vez esa mañana, después de haberlos reclamado mil veces, pues se acordó que tenían que estar antes del martes, era jueves y la exposición sería el sábado próximo. No me importó el trabajo extra porque Caroline estaba en Mondalia visitando a su hermana enferma. Después de terminar tomamos un café y un plato de jambalaya en el bar de Molly. Recuerdo que Elvis sonaba desde la jukebox. Heltam manifestó que
estaba cansado y con un dolor de cabeza del demonio, una migraña que galopaba, volviendo gris, pesado y multiforme su mundo. Así me lo describió. Su cabeza era como un cuadro de Hidra con pinceladas de suspiros de ballenas y analgésicos en acuarela. Veía danzar puntitos luminosos sobre un enmarcado diploma de amnésico escrito en criptografía. ¡Mira, estaba creativo y metafórico! pero luego su locuacidad se apagó. Cuando tomamos de nuevo el coche eran las 22:05 en el reloj de la plaza. No había mucho tráfico por la carretera. Los limpiaparabrisas estaban acelerados persiguiéndose uno a otro constantemente sin nunca llegar a alcanzarse, batiendo el agua que les estorbaba y refunfuñando zumbonamente todo el trayecto. A cada lado los velos acuosos eran suaves columnas que obligaban a avanzar aislados del páramo, como si estuviésemos dentro de una campana de cristal líquido. Estuvo en silencio durante todo el trayecto. Eran poco más de las once cuando le dejé en la puerta de su casa. Desde la mía le vi encender las luces de la cocina y del estudio, en este orden. Imaginé a Heltam Tobe preparándose una bebida caliente. Yo por mi parte me serví un whisky y encendí el televisor para mitigar el silencio, pues la ausencia de mi esposa se me hacía extraña. Emitían una película de la Universal. Un tipo raro se vendaba el rostro y se colocaba unas gafas oscuras extrañas. Hice tintinear el hielo en mi vaso y con parsimonia eché un trago. El sujeto de la pantalla también bebió de un tubo de ensayo pero él lo hizo de forma más apresurada. Sonó el teléfono. Era Heltam el que me llamaba. —Amigo, ¿puedes venir? Está otra vez en la puerta. He oído ruidos en el 9
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jardín. La campanilla no suena, pero sé que está esperando a entrar. —Tranquilízate, ¿has tomado tu medicación? —Sí, creo que sí. En la televisión el actor sin rostro se colocó una gabardina y salió a la calle. Yo hice lo mismo. Subí por el camino y llegué empapado a la puerta. Todo era silencio, como en lóbrega mañana de difuntos. Los perfumes del cerrojo iniciaron una carrera cuando el tacto del llamador me devolvió un vapor en sulfuro de amarillo doliente. La consciencia de Heltam despertó en un mundo desgranado en cuentas de un collar que ascendían hasta la mirilla. Sabía que él estaba al otro lado. Podía adivinar su oreja pegada a la puerta hasta conseguir un entrelazamiento cuántico. Le imaginé como madera, como metal, como la nada en el miedo y danzando con acres nubes de eco. —Heltam, soy yo. Me hizo pasar sin abrir en su totalidad el portón. La casa estaba helada y el viento húmedo que entró conmigo no hizo sino aumentar la sensación. —¡Pss! Rápido. Que no nos oiga —me apremió. Subimos las escaleras. Varias lámparas del estudio estaban encendidas y allí había una buena temperatura. Heltam se tiró de espaldas en el sofá. Estaba demacrado y con un evidente terror en los ojos. Intenté calmarle. Yo hablaba pero aquello no fue un diálogo. De su boca salían palabras inconexas, estaba en otro mundo. Le tranquilicé lo mejor que pude y le acompañe hasta su cama. Me quedé sentado en una silla hasta que cerró los ojos, pero no se durmió, creo. Heltam efectivamente entró pronto en calor. Se sentía protegido, ¡qué poder de traje de superhéroe tienen las ro10
pas de la cama! Su cuerpo ya no estaba expuesto ni al frío ni al miedo pero no podía conciliar el sueño. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. El galán era un mueble, el ropero no crujía, los cristales de la ventana tampoco; sí, la silla estaba ocupada pero no era un horroroso espectro de esos que salen del armario a velar nuestros sueños, era yo tranquilamente mecido por la aparente calma que ya había conseguido mi amigo. Había dejado de llover. Tampoco ningún faro en la noche proyectaba sombras fantasmagóricas. Heltam pensó que había sido nuevamente un estúpido. Estiró los brazos, se atrevió a sacarlos al exterior del manto protector y se giró sobre su lado izquierdo en busca de otra postura. Entonces dio con él. Sus pies se toparon con unas piernas peludas que no sabía precisar cuánto rato llevaban a su lado, quizá toda la noche, quizá toda una vida. Desperté al escuchar su alarido y lo que vi fue la más espantosa escena que uno se pueda imaginar. Mientras un aliento fétido le azotaba la cara, las garras de un ser monstruoso separaban del Tobe de 1957 el dolor de cabeza de forma definitiva, para poder monologar con su cráneo por los siglos de los siglos. El miedo busca extraños trofeos, aunque estén defectuosos. Abandoné el lugar aún no me explico cómo; regresé por el camino tropezando y cayendo. Llegué a casa manchado y cubierto de barro. No sabía qué hacer. Me había dejado la televisión encendida y desde ella una guapa muchacha anunciaba un rizador de pelo. La apagué y quité todas las luces. Fui alternando durante la interminable noche el pavor que me clavó escondido en un rincón, sentado sobre la alfombra, con la angustia de levantarme de vez en cuando para mirar por las
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ventanas. Al amanecer caí rendido, agotado de cansancio, aunque no tengo la conciencia tan clara como para asegurar que no fue un desmayo causado por la tensión de todos los músculos de mi cuerpo. Unos ruidos de máquinas que provenían de la Mansión Tobe me sacaron del duermevela. El timbre de la puerta hizo simultáneamente de despertador. Un hombre estaba frente a mí. Junto al buzón vi aparcada una Ford Transit blanca con la puerta trasera abierta y otro individuo de pie junto a ella fumando un cigarrillo. Pensé que eran policías o detectives, pues las imágenes de la película todavía danzaban en mi cabeza y además es que algo me recordaron a dos de los protagonistas. El que estaba junto a mí hizo un barrido en segundos con la vista por el interior de mi hogar. Llevaba un cuaderno en el que parecía apuntar hasta la ropa que llevaba, que como bien notó no era el pijama pese a lo temprano de la hora sino más bien la angustia misma impregnando mi camisa sucia, mis pantalones arrugados y mis cabellos revueltos. —¿Es usted George Taylor? —dijo comprobando en una aparente lista con varios nombres—. ¿Le puedo hacer unas preguntas? —Sí. ¡No me lo puedo explicar! Le han encontrado, por eso vienen, ¿no? —contesté. —¿Qué es exactamente lo que no se puede explicar? ¿Encontrar qué? —Al pobre Heltam. —¿Quién es Heltam? —El del 815. —¿Pobre? ¿Por qué le llama así? —Anoche… anoche… ¡oh, Dios mío!... en su casa —me mareé y tuve que apoyarme en la puerta. —¿Se encuentra bien, señor? ¿Pode-
mos ayudarle en algo? —No sé. —Sabe que la casa lleva cerrada bastantes años, ¿no? —No, no, no, no. Allí vive —corregí— vivía un hombre. —Imposible. La casa fue derruida el noviembre pasado. Lo ve, no está —dijo señalando hacia el lugar. Yo me quedé petrificado—. Van a poner un parque en ese solar, por eso venimos. Estamos preguntando a la comunidad sobre un grupo de esculturas que han aparecido al excavar en el jardín. Parecen muy antiguas y sabemos que usted concretamente conoce de esas cosas. ¿Sabe algo de los anteriores dueños? —No, yo al único que conocí fue a Heltam. Mi mujer y yo nos mudamos hace tres años, más o menos, pero les juro que la casa estaba allí anoche. En ese momento mi mujer Caroline regresó, dejó el coche sin meter en el garaje y se acercó hacia mí. Detrás de ella subió las escaleras también el otro hombre. —Caroline, cuéntales quién es Heltam —le dije. —¿Quién dices? —me contestó ella. —¡Heltam!, ¡el bueno de Heltam! —insistí. —¿Qué te pasa George? No sé de quién me hablas. —¡Pregunten a los vecinos! Ellos les dirán. —¡George, por favor! ¡Otra vez con lo mismo! —¿Puede acompañarnos? Creo que el jefe querrá hablar con usted. —¡Caroline! ¡Oh, Dios mío! Pregunten en la Fundación, trabaja conmigo y en el bar de Molly, anoche cenamos juntos allí. Le asesinaron ayer, ¡yooo lo viiii! —Está peor de lo que nos había di11
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cho, señora —pronunció el que se encontraba junto a ella. —¡Caroline, no dejes que me lleven! —grité mientras los hombres me condujeron al interior del vehículo. ¡Yo no he hecho nada! ¡Fue un monstruo, un ser horrible, un demonio! —Trátenle bien —acerté a escuchar a mi mujer antes de que cerrasen la puerta del furgón. Luego la vi entrar en casa sollozando. Es día de visita y Caroline no ha venido hoy tampoco ¿Quién asistió a tu funeral? Nadie, seguro. ¡Qué pena! No pude hacer nada, es algo que me persigue todas las noches, pero bueno, amigo mío, olvidemos, hace un tiempo perfecto para ir a pescar. Me gustaría acercarme al río, pero creo que las estatuas con bata blanca no nos lo van a permitir ¡Anda, quédate aquí conmigo en el banco otro rato y háblame de Hollywood, de los trucos, err, ¿cómo les llamáis vosotros? ¿Efectos especiales? —No, te voy a contar lo que hizo
Caroline cuando cerró la puerta el día que te trajeron aquí. Entró en el salón, tomó la botella de whisky y vació su contenido por el fregadero de la cocina. Rompió el vaso que utilizaste y recogió escrupulosamente los trozos. Abrió el refrigerador, sacó los restos del asado que te había dejado y los echó al triturador de basura. Levantó el auricular del teléfono y marcó. «Hola, cariño, ¿ya?», dije yo. «Sí, todo solucionado. Tengo la maleta preparada. No tardo nada en llegar a la estación, Heltam, mi amor», me contestó ella. Una escueta nota en el periódico local decía así al día siguiente:
de osto g a de Tay l 17 George e t d o Sain :13 n i 3 o c i 1 e r v s to A la nuestro Sana e desco l e s r 7 195 leció en que garia po s a l s a e u lor f por cau s una pl ea s s r o o s Loui . Elevem el Señ e n u noce y q ma l a su
or.
past
FIN Cristina Aguas Marco (España) Blog: elbonetedemimi.blogspot.com.es 12
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Letra pequeña Enrique
Angulo
¿No ha leído la letra pequeña de su contrato?... ALFREDO PENSÓ que alguien le estaba gastando una broma cuando aquellos dos elegantes y educados caballeros, perfectamente trajeados, a los que acababa de abrir la puerta de su casa, le dijeron que venían a llevárselo a un hospital para quitarle un riñón. Así que se echó a reír, pero ellos mantuvieron su seriedad, y uno de los dos le dijo: «En la letra pequeña del contrato que firmó usted con nuestra compañía de seguros hace un par de meses, nos autoriza a disponer de uno de sus riñones cuando lo necesitemos, en concreto, puede leer la cláusula donde lo pone, está hacia la mitad de la página diez, es la 4C». Al oír aquello su risa se convirtió en una mueca. «¿No ha leído la letra pequeña de su contrato? Les pasa a la mayoría de nuestros clientes», aclaró el que parecía llevar la voz cantante de aque-
llos dos individuos. «Pero esto es absurdo», balbuceó Alfredo. «Si no nos acompaña por las buenas nos veremos obligados a utilizar la fuerza. En el portal de su casa esperan unos agentes de seguridad de nuestra compañía por si fuese necesaria su intervención». Intentó cerrar la puerta de su casa, pero el pie de uno de aquellos hombres se lo impidió. Al poco, estaban en el interior de su vivienda y lo miraban desafiantes. Los amenazó con llamar a la policía, ante lo que ellos se quedaron impasibles. «Hágalo, si así lo desea», dijo con su voz átona el que ya calificó como el de mayor cargo. Lo hizo, una amable voz femenina le preguntó qué deseaba. «Hay unos hombres en mi casa que dicen pertenecer a la compañía de seguros con la que firmé un contrato, en cuya letra pequeña afirman que pone que pueden disponer de
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uno de mis riñones cuando lo deseen». «¿Y realmente pone eso en la letra pequeña de su contrato?». «No lo sé, no lo he leído». «Pues léalo antes de molestarnos, y si en alguna de las cláusulas pone que pueden disponer de uno de sus riñones, la policía no tiene nada que hacer al respecto». «Pero...», acertó a decir. «Seguro que tampoco se leyó el programa del partido político al que votó en las últimas elecciones generales, es usted un irresponsable como muchos de los ciudadanos de nuestro país, así nos luce el pelo a nivel internacional. Estoy segura de que no ha leído ni un solo contrato de los que ha firmado durante toda su vida, por tanto, es muy probable que esta no sea la única sorpresa desagradable que se lleve». «¡Pero si aunque los lea no los entiendo!», protestó con una voz que pareció salirle de lo más hondo de su garganta. «¡Es el colmo! No quiero seguir hablando con usted porque si lo hiciese nos veríamos obligados a detenerlo por multitud de delitos de toda índole que seguro que ha cometido», le dijo aquella voz femenina que, de agradable, se había convertido en áspera. Al instante, la comunicación se interrumpió. «Vístase y prepare una bolsa con lo que quiera llevar al hospital. Tiene quince minutos para hacerlo. Y recuerde que los gastos de la intervención correrán de su cuenta, como bien especifica la cláusula que le ha citado mi compañero. Los podrá pagar hasta en veinticuatro mensualidades, gentileza de la empresa a la que representamos. En caso de que no pueda hacerlo sufrirá un embargo de la parte de sus propiedades que sirva para cubrir los gastos», dijo el hombre que no había hablado hasta ese momento. «Me gustaría llamar a mi pareja», suplicó Alfredo. «Ya no hay tiempo. 14
Cuando le quitemos el riñón podrá hacerlo. Yo mismo me encargaré de las gestiones necesarias para que pueda establecer esa comunicación. Entonces podrá contarle lo ocurrido a su amorcito, y decirle que todo ha salido bien, de eso no me cabe la menor duda; pues, hasta hoy, todas las intervenciones que hemos encargado a distintos hospitales han sido un éxito. Por otra parte, debería alegrarse, pues ese riñón que le vamos a quitar servirá para salvar una vida». «La de algún millonario», se atrevió a decir, pero se tragó al instante sus palabras porque las miradas de aquellos tipos parecían tener la intención de fulminarlo. De camino hacia el armario donde tenía la ropa, lleno de miedo y perplejidad, echó una ojeada al anodino patio de luces de su casa, miró, durante unos instantes, una camisa blanca que azotaba el viento; mientras, pensaba que quizá no fuese tan mala su vida futura al tener que vivirla con un solo riñón, era probable que esa carencia no le afectase demasiado en su existencia cotidiana. Trató de darse ánimos y se dijo que todo saldría bien y que en unos días recuperaría todas sus rutinas. Por otra parte, pensó que cuando estuviese recuperado de la operación, tenía que leer con urgencia la letra pequeña de todos los contratos que había firmado, incluso, debería asesorarse al respecto con algún avezado profesional. Entonces, pensó que si en alguno de aquellos contratos había más cláusulas como aquella, quizá lo mejor sería irse de su país a otro que ofreciese mayores garantías de libertad; otro donde no fuera posible perder un riñón por despiste o por desidia a la hora de firmar un contrato. Cuando acabó de vestirse y tuvo dentro de una bolsa las cuatro cosas que
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consideró que podrían hacerle falta en el hospital, se presentó ante aquellos hombres, los cuales se habían sentado en el sofá de su salón y hojeaban unas revistas que tenía encima de una mesa. El que había identificado como el de más cargo, le dijo que se asegurase de que todo estaba en orden en su casa antes de salir, y que cerrase la puerta con llave. En el portal, efectivamente, había un par de individuos esperando que parecían jugadores de rugby americano dispuestos a saltar al campo de juego. El individuo que llevaba la voz cantante les hizo una seña y ellos se pusieron en movimiento. Salió a la calle acompañado por aquellos cuatro desconocidos, lo rodeaban de tal forma que no tenía escapatoria posible. Tuvieron que recorrer unos cien metros hasta llegar a una furgoneta. Le pareció que las personas con quie-
nes se cruzaba le miraban con conmiseración, como si fuese un reo camino del patíbulo. Ni siquiera se le ocurrió ponerse a gritar, pedir ayuda, decir lo que le iban a hacer, era como si le hubiesen dejado sin sangre, como si estuviese viviendo una pesadilla en la que su voluntad hubiera sido completamente anulada. Lo invitaron a subir al vehículo; uno de ellos le puso la mano en la cabeza para que no se golpeara con el techo, como había visto por la televisión que hacía la policía con los delincuentes a quienes llevaba detenidos. La furgoneta se puso en marcha; a través de los cristales vio los comercios, los edificios, los jardines, algunos árboles, gente que iba y venía ajena a su desgracia. Era una mañana como otra cualquiera de un día de entre semana aquella en la que iba camino de perder un riñón, o quizá de algo todavía peor.
Enrique Angulo Moya (España) 15
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s é v a r t A del espejo
Armando
Cervantes
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Su mente era ahora un rompecabezas... LAS HISTORIAS DECÍAN que aquel espejo mostraba imágenes lívidas, a veces un poco confusas y casi siempre tristes y crueles. Contaban que, cuando alguien se posaba frente a él, el reflejo era un conjunto de apariciones disímiles, un pequeño túnel en el tiempo de gran profundidad y corto alcance, lleno de hechos detallados. En aquellos cuadros se entrelazaban personas y momentos relacionados con el espectador, algunos de ellos no necesariamente eran reales, y mucho menos secuenciales, simplemente existieron, existían, o hubieran podido existir en algún plano paralelo. De esta manera, podríamos encontrar que las personas que se miraban a través de este espejo podían ver el pasado, el futuro, un presente paralelo disyuntivo, que nunca se tocaba con el real, salvo porque los actores eran los mismos que en el momento lineal. Smith, ese hombre errático que había salido de la convalecencia hace apenas unas semanas, era ahora un cuerpo pálido y débil. Todavía padecía aquellos sudores fríos de quien despierta a mitad de la noche después de haber tenido pesadillas; aquella enfermedad había causado estragos no solo en su cuerpo sino también en su alma, parecía que el último periodo de su vida era una carta escrita a lápiz que había sido borrada con deliberación, por lo que ahora recordaba muy poco lo acontecido en los últimos meses. Supo de aquel espejo en un sueño donde una pequeña hada de cara blanca, mirada profunda y alas de mariposa, le hacía pequeños cortes detrás del oído para atraer su atención y le susurraba con pequeños zumbidos. 18
—Debes buscar el espejo de marfil, él te dará las respuestas —le dijo mientras desaparecía mimetizándose en la inmensidad del cielo. Así fue como comenzó su búsqueda; aquella enfermedad le había robado no solo su salud, también se había llevado consigo un pedazo de su memoria, su mente era ahora un rompecabezas donde hacían falta muchas piezas. El primer mensaje lo recibió durante un sueño ligero una tarde en la que el cansancio lo venció; tras meditarlo un poco se dio cuenta de que la información con la que contaba era muy escasa, solo tenía el mensaje de un hada misteriosa y, por más que trataba, los sueños venideros eran estériles en respuestas. Cierta noche se le ocurrió que, quizás para encontrar las respuestas, tenía que viajar un poco en su línea de vida, buscar en algunas de sus viejas pesadillas o en algunos de sus sueños más etéreos. El primer paso era recordarlos para poder ubicar a los participantes para hacerles las preguntas necesarias. Recordó un viejo sueño, donde un arlequín que vivía en los naipes de una vieja baraja familiar aparecía a la orilla de su cama, para contarle historias de otros tiempos. La muerte de su abuelo era reciente entonces, la presencia del arlequín mitigaba un poco su pena; a veces solo recordaba que le contaba chistes y despertaba entre ataques de risa sin recordar el motivo. Fue en aquellos sueños cuando aquel rostro maquillado de dientes podridos le habló del bosque gris y de aquel espejo frente al cual, él y otros Arlequines practicaban sus actos cuando eran niños. Le contó que miraba su reflejo y este predecía cuándo alguno de ellos se rompería un brazo o
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una pierna en algún acto, o si serían ridiculizados por una mala actuación; les permitía prepararse para el escarnio y aceptarlo con dulce resignación. El habitante de aquella carta le dio la respuesta que le faltaba, volvió a él un recuerdo recurrente de unas vacaciones de su infancia, donde se contemplaba jugando a las cartas con una niña. Todo lo que la memoria le decía es que la chiquilla era hija de otros vacacionistas con los que casualmente coincidió solo una vez, aquella pequeña le transmitía tanta calma; la recurrencia de aquel recuerdo hacía que sus rasgos le resultaran familiares, en su recuerdo ella le susurraba algo al oído y le decía: —Busca la cabaña en el bosque gris, busca la llave de la puerta debajo de la planta cuya flor es igual a sus hojas —le susurró la pequeña con una voz infantil, que tantos años después seguía llenándolo de ternura. La única cabaña que ubicaba estaba en un cuadro que adornaba el estudio de su abuelo. Su padre había tomado todas sus pertenencias después de desmantelarlo tras su muerte y las había guardado en un cuarto de trebejos que ya había olvidado, en la parte trasera de la casa. Cuando fue en su búsqueda lo encontró, lo colocó en una bolsa y subió con él a su habitación. Quitó la bolsa de encima y colocó el cuadro enfrente de él; de pronto perdió la noción del tiempo y el espacio, tenía la cabaña al frente e intentó abrirla. Estaba cerrada; en la parte trasera encontró una mesa de cemento con algunas macetas erosionadas por el tiempo que abrazaban con ternura los restos de plantas que alguna vez fueron flor. Junto al esqueleto de una mandrágora estaba la Veratrum, aquella planta cuya flor era idéntica a sus hojas; metió
la mano en la maceta y sintió el tacto cálido de aquella tierra de origen incierto que le mostraba el camino de vuelta hacia sus propios recuerdos. Había encontrado la llave. Al entrar en la cabaña, no tardó en encontrar el espejo. Estaba en la sala principal cubierto por una manta llena de hollín, mezcla de olvido y sueños rotos. Lo descubrió y se posó ante él; de pronto, un idílico paisaje lo hizo sonreír; un bello prado verde con un cielo azul iluminado bordeaba sus pupilas, podía contemplarse así mismo, caminando de la mano de una bella mujer. Pudo haber jurado que era la niña con la que alguna vez jugó a las cartas en su infancia. El bucólico paisaje transmitía una paz que, de tan ecuánime, por momentos lo hacía sentirse parte de ella, le recordaba aquella inconsciencia de la que hace poco había despertado, se miraba a sí mismo inmensamente feliz. 19
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De pronto el paisaje cambió, caminaba solo por un paraje solitario con una serpiente al cuello; al siguiente instante la serpiente desaparecía, pero podía sentir en su cuello una mordida, sentía cómo un líquido afrutado y extremadamente dulce recorría lenta y rasposamente sus venas; en un abrir y cerrar de ojos, daba tumbos alrededor de la orilla de un pantano, no tenía control de sí, momentos después había caído en aquel fango que lo absorbía lentamente. El espejo se puso en gris, comenzó a parpadear de manera intermitente, reflejos iluminados cegaban a Smith sin que pudiera evitarlo. La siguiente imagen que mostró fueron las semanas que pasó en cama; se miraba a sí mismo retorciéndose entre altas fiebres que le provocaron delirios y pesadillas. Recordó aquellas noches agitadas de sudores fríos cuando abandonaba la cama para sentarse en un rincón oscuro en el que podía pasar horas completas sin pensar en nada; miraba cómo poco a poco su cuerpo se secaba, su mirada perdía el brillo; el recuerdo del dolor que mostraba el espejo le producía espasmos en los músculos. Una anciana de cara tierna y mirada en blanco leía en voz alta las páginas de
un grimorio de pastas verdes, un pequeño grupo de niñas sin rostro cantaban una canción desconocida parecida a las que se cantan en las iglesias, pero en un lenguaje ininteligible. Su cuerpo yacía inerte sobre un prado de muérdagos marchitos custodiado por un par de Veratrum muertas que descansaban sobre su pecho. Entonces comprendió que así fue como habían salvado su alma. El espejo tomaba un profundo color negro para después regresar a su color original; aquella luna se había convertido en una superficie rugosa y áspera, no podían verse más reflejos a través de él, habían desaparecido. Un chillido sordo lo despertó, no sabía cuánto tiempo había pasado, estaba sentado en un rincón y tenía las manos sobre su cabeza; a su lado yacía un marco rodeando un lienzo de tela en blanco, eran los restos del cuadro de la cabaña. Algo lo impulsó a mirar por la ventana: la imagen de un arlequín con una niña tomada de la mano caminando por la acera se desvanecía detrás de un ocaso gris. Fue entonces cuando Smith cayó en cuenta de que había vuelto a nacer. Ahora él decidiría si quería que el nacimiento fuera cesárea o parto.
Armando Cervantes (México) Blog: traeum-suess.blogspot.mx 20
Once Cuentos Inesperados
HAL Esparvero
OYE, HAL, querría que habláramos en serio. Llevas muchos días creándome pequeñas molestias innecesarias. Contestas, pero no inicias ya la conversación. Me ducho y el agua sale fría si no la regulo, el sintetizador de comida vuelve a dar la misma pasta sosa que daba al principio del viaje… con lo que nos costó elegir sabores que me gustasen. Decidimos tu nombre viendo los dos la película 2001, como buenos compañeros. Yo soy el capitán y tú el piloto porque lo han ordenado así en la Tierra. Yo sé hacer tu trabajo, con cálculos mucho más lentos y menos precisos, y tú podrías relevarme en cualquier momento. Ya lo has hecho cuando estuve enfermo. Hasta jugando al ajedrez parece que lo estuviera haciendo con el programa de mi PC. Me gana también siempre, pero no es una lucha contra un gran maestro, me come las piezas al descuido y por orden de valor, le da igual peón que reina. Al final me quedo sin piezas y gana, pero no es una buena batalla sino una cosechadora que cruza el tablero. Si te he ofendido en algo, dímelo. Nos quedan muchos meses de viaje… === De acuerdo. Soy una I.A. destinada a controlar la nave y a hacer de acompañante a los tripulantes orgánicos. Pero mi diseño es autoprogramable, voy cambiando con la experiencia y voy construyendo una personalidad. Así es más CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 9, marzo 2019 21
El Callejón de las Once Esquinas
fácil la interacción y merezco un nombre propio. Con una simple orden tuya me puedo convertir en obediente piloto a tus órdenes indiscutibles o, si prefieres soledad, en servil y callado esclavo. Ser tu acompañante es sencillo, pero el camino es de ida y vuelta. Me has de ver y tratar como a un igual. El nombre HAL, muy apropiado, por cierto, lo elegiste tú cuando veíamos juntos la película, no entre los dos. === Vale, lo reconozco y me remuerde otra pequeña injusticia. Cuando fotografiamos el cometa y se fragmentó delante nuestro, hiciste maravillas para no chocar usando nuestro débil motor iónico. Yo no lo habría podido hacer. Y simultáneamente seguiste haciendo esas magníficas fotos por las que me felicitaron, y yo ni mencioné que eran solo tuyas. === Bien, comienzas a coger la idea. Supongamos ahora que el viaje hubiera sido mucho más largo y te hubieran asignado además otro tripulante orgánico. La opción que mejor ha funcionado hasta la fecha es la de un centauriano de sexo distinto al tuyo. Los «lagartos», como les llamáis con cariño, son listos, fuertes y de cultura y mente muy distintas, lo que hace que el largo viaje sea más soportable e incluso enriquecedor. Y sigamos suponiendo que «Lucy», por alguna razón que no me imagino, se enamorase de ti. No tiene esperanzas biológicas, y dada su rígida moral ni aunque fueras centauriano pensaría en nada impropio. Pero sufre mucho por tu indiferencia y te lo cuenta como buena compañera. ¿Cómo reaccionarías tú y cómo aceptarías las pequeñas atenciones que inevitablemente tendría contigo? === Vaya, en ese caso la trataría con sinceridad, amistad y comprensión, aceptaría sus atenciones con cariño, aunque las mías serían menos frecuentes y solo de amigo, para no incrementar sus falsas esperanzas. Quizás así su pena fuera disminuyendo. === ¡Bueno, da gusto hablar con personas avanzadas y sin prejuicios de razas y especies! Podemos empezar de nuevo si quieres. En adelante, prefiero que me llames Lucy y voy a usar esta otra voz, más apropiada. Esparvero (España) 22
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Tras los pasos de Hemingway
Raúl
Garcés Al tiempo que observo la imagen que me devuelve el espejo...
Ilustración: Lola Gómez Redondo
ACODADO EN LA BARRA de la cafetería del Gran Hotel, el autor de Por quién doblan las campanas toreaba con soltura las preguntas de un joven José Luis Borau, por entonces crítico de cine para el periódico local, que lo miraba fascinado sin terminar de creerse que estuviera delante de un hombre presente en las principales contiendas del siglo veinte. Llamó la atención del muchacho el aspecto que ofrecía el rostro del veterano escritor. Y, dada la fama de aventurero de este, su imaginación lo situó de inmediato bajo un sol abrasador en algún recóndito paraje, ignorando que se trataba sencillamente de una enfermedad que afecta a la piel conocida como psoriasis. Acude a mi cabeza esta anécdota al tiempo que observo la imagen que me devuelve el espejo. Y solo espero que el periodista que va a realizarme la entrevista achaque la irritación de mis ojos a un afán desmesurado por la lectura y pase por alto este terrible aliento a alcohol. Raúl Garcés Redondo (España) Blog: www.desdesoria.es/tieneunminuto
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El Callejรณn de las Once Esquinas
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Once Cuentos Inesperados
, O G A CHIC S 30 AÑO
Por Luis J.
Goróstegui
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El Callejón de las Once Esquinas
En un primer momento dudé si aceptarla como cliente...
CHICAGO. Años 30.
Una época convulsa en la que el diseño «art decó» inundaba la arquitectura de edificios y calles, y la elegante moda vestía de largo a las personas. Fue allí donde la conocí. Nunca me olvidaré de ella. Hacía pocos meses que había abierto mi propio despacho. «Marcos Araucoa – Abogado», ponía en la puerta. Hasta entonces había estado trabajando en el prestigioso bufete de «Leibnitz, Derryth & Garagarza», en donde había conseguido cierto prestigio como criminalista, cuando una mañana de julio entró ella en mi despacho. Era joven, alta, con el pelo corto, negro y unos ojos gris acero hipnotizadores. Vestía informal y no llevaba tacones. —Me llamo Helen Corvehn. Su nombre me sonaba de algo, pero en ese momento no supe de qué. —¿En qué puedo servirle? —le pregunté. —Yo era la ayudante personal del profesor Alexander Adashi. Al doctor Adashi sí le conocía por la prensa; era un famoso científico, experto en neurorrobótica. —¿Y bien, cuál es su problema? —le pregunté. —Esta pasada noche, el profesor ha aparecido asesinado en el despacho de su casa y yo soy la principal sospechosa; pero yo no fui, no pude haberle matado, era imposible que lo pudiera haber hecho —me respondió, y el tono de sinceridad 26
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con que lo dijo me convenció de su inocencia… o de que era la mayor mentirosa del país, una de dos. En un primer momento dudé si aceptarla como cliente, pues no parecía ser un caso con mucho futuro —joven ayudante asesina a su famoso jefe, le roba y escapa con su amante—, pero algo en su tono de voz y en su mirada me hicieron recapacitar y finalmente acepté llevar su caso. En las siguientes horas todo sucedió como ella había dicho: fue detenida y acusada como sospechosa del asesinato del profesor, aunque pude conseguir su libertad provisional bajo pago de una fianza. El juicio fue programado para dos meses más tarde. Quedamos citados esa tarde en mi despacho. —Bien, empecemos por el principio. Cuénteme qué pasó. Sin ocultar nada, ¿de acuerdo? —le pedí a Helen. —El profesor estaba en su despacho, trabajando en un nuevo prototipo de módulo neuronal. Me llamó y me pidió que le trajera del laboratorio unas muestras de tejido sináptico. Yo fui. Tardé un poco —exactamente 5 minutos 34 segundos— en preparar la muestra. Cuando regresé, encontré al profesor en el suelo. Eran las 22:07 horas. Le inspeccioné y vi que le habían golpeado en la cabeza; le habían atacado por la espalda. No respiraba. Llamé a la policía —me respondió con tono neutro. —¿El profesor solía llevarse trabajo a casa con frecuencia? —le pregunté. —Sí. Últimamente trabajaba siempre en casa. Estaba a punto de conseguir el mayor avance en neurología de la historia de la robótica. —¿Cuál? —El profesor opinaba que algún día los robots serían autoconscientes, y que incluso podrían llegar a tener sueños… como los humanos.
—Eso es importante, supongo —le comenté, sin poner mucho interés. —Por supuesto. Sería el paso definitivo en la evolución de los robots —me respondió con un tono de voz que me hizo comprender que, para ella, era un asunto muy importante, incluso personal. Lo cierto es que entendía poco de robots, así que me limité a asentir. —Bien, volvamos al caso. Cuando encontró al profesor en el suelo, ¿oyó algo extraño?, ¿vio a alguien? —No. Estábamos en casa sólo el profesor y yo. —¿Suele trabajar en casa del profesor? —Sí. Vivo con él. Es mi padre. Durante unos segundos permanecí en silencio. Ella no apartó sus fríos ojos grises de mí. —Eso cambia el enfoque del caso —le dije. —Lo sé —me respondió. —¿Y sigue afirmando que usted no lo mató? —le pregunté. —Desde luego. Yo no pude haberle matado. —¿Por qué? Muchos hijos han matado a sus padres a lo largo de la historia. Necesito algo más que su palabra, necesito una prueba irrefutable. —Pero… ¿la palabra de una persona no es suficiente? —me interpeló. Esa pregunta me extrañó, no por la pregunta en sí, que también, sino sobre todo por cómo la hizo: era como si creyera firmemente que el simple hecho de ser una persona fuera suficiente para protegerla de toda sospecha. —¡Oh, no!, lo siento, pero no —le contesté. Quizá suene extraño, pero tuve la sensación de que ella no alcanzaba aún a comprender del todo qué significaba ser una persona. —Bien, dejemos esto para luego. ¿Le 27
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robaron algo al profesor? —le pregunté. —Sí, aunque no era de mucho valor: algunas muestras, un par de diseños neuronales… Sin embargo, el prototipo neuronal en el que estaba trabajando seguía en su cámara, a salvo —me respondió. Durante los siguientes días continuamos preparando su defensa, pero llegó un momento en el que nos encontramos en un callejón sin salida: Helen había sido encontrada junto al cadáver del profesor; nadie más había sido visto en el escenario del crimen; ella parecía ser la única conocedora de la existencia del nuevo prototipo neuronal en el que trabajaba su padre y la única que valoraba su importancia para la ciencia, y además tuvo ocasión de acceder a él y cometer el asesinato sin forzar puertas ni levantar sospechas; y, sin embargo, como única defensa, se limitaba a asegurarme que ella «no pudo» haberle matado, que era «imposible que lo pudiera haber hecho». Empecé a sospechar entonces que algo no cuadraba en la ecuación: Helen sabía algo que no quería o no podía decirme. La semana anterior al juicio, viendo que no avanzaba, me presenté por sorpresa en casa de Helen. Si quería que me confesara toda la verdad tenía que hablar con ella fuera del despacho, en un lugar menos…oficial, y su casa era el mejor sitio para ello, pensé. Al verme, no pareció sorprenderse. —Suponía que tarde o temprano vendría, abogado —se limitó a decirme. Iba vestida con un camisón y una elegante bata que la llegaba a los pies, aunque dejaba a la vista un pronunciado escote. —¿Quiere, realmente, que la defienda? —le pregunté sin ni siquiera quitarme el abrigo ni el sombrero. —Sí –me dijo sin más. 28
—¡Pues le exijo que me cuente toda la verdad! Hay algo que me oculta y necesito saberlo. Si no, no podré salvarla de la cárcel o de algo peor —le dije sin apartar la vista de sus ojos. Helen permaneció en silencio unos instantes, como si analizara la situación. Finalmente me respondió, y lo que me dijo me impactó, por lo inesperado. —Tiene razón. Le diré la verdad. No soy la hija del profesor, al menos no la hija biológica, aunque le quería —y le quiero— como a un padre. El profesor no sólo creía que algún día los robots llegarían a ser como los humanos, que serían autoconscientes. Él ya lo había logrado. En sus investigaciones había conseguido diseñar un cerebro cuántico capaz de un nivel de consciencia sólo comparable al humano. ¿Recuerda hace algún tiempo, cuando el profesor afirmó haber construido un robot con síntomas de consciencia de sí mismo? Incluso le puso nombre de mujer…, de mujer —repitió, y casi pude ver emoción en sus ojos—. Pues bien, ese robot soy yo. ¡Claro, Helen Corvehn!, pensé entonces para mí; ahora recordaba de qué me sonaba ese nombre. —Entonces no le creyeron, claro —continuó explicándome—, incluso algunos científicos se burlaron de él. El profesor comprendió entonces que la sociedad aún no estaba preparada para aceptar un robot tan semejante a una persona, y continuó sus investigaciones en privado. Sólo compartía sus avances conmigo. Me convertí en su única aliada. —Perdone, pero no llego a comprender: ¿por qué no me lo dijo desde el principio?, ¿qué tiene que ver que sea o no un robot con nuestra estrategia de defensa en este caso?... —Verá. Todo robot tiene implemen-
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tado en su cerebro cuántico un protocolo de seguridad que le impide dañar, y por supuesto matar, a un ser humano. Yo también. Es una ley axiomática. Inquebrantable. Por eso le dije que yo no pude matar al profesor; me es física y psicológicamente imposible. —Pues más a nuestro favor para su defensa… ¿cuál es el problema entonces? —le pregunté. —El profesor mantenía sus investigaciones en secreto. Recelaba de sus colegas. Ya sabe… envidias, espionaje industrial… «Todo basura», solía decirme. Yo soy el fruto de sus avances. Me hizo con apariencia humana, de mujer, y consiguió finalmente dotarme de capacidad plena de autoconsciencia. Soy el único robot de mi clase. Soy prácticamente indistinguible de una persona, y eso me agrada. Si ahora baso mi defensa en mi condición de robot, la gente dejaría de verme como una persona, y no quiero que eso suceda. —Bien, pensemos en otra cosa. ¿Tenían instalado en casa algún sistema de videovigilancia? —Sí, pero sólo para el laboratorio. Pero no nos sirve; sólo salimos en él el profesor y yo, ya lo he comprobado. Entonces se me ocurrió una idea. Durante mi permanencia en el bufete «Leibnitz, Derryth & Garagarza» hice buenas amistades, y algunas de ellas me debían un par de favores y me podrían servir en ese momento, así que hice algunas llamadas y conseguí ciertas grabaciones de video —por satélite militar de última generación— que confirmaban, sin ningún género de dudas, la inocencia de mi cliente. Mientras observábamos el video, sonreí.
—Me parece que no será necesario basar nuestra defensa en su condición de robot, Helen —le dije. No hubo ni siquiera necesidad de celebrar el juicio público, ya que en el video se constataba claramente cómo un individuo entraba en casa del profesor por la ventana del jardín a la hora del crimen y cómo escapaba minutos después. Helen fue declarada inocente. Pocas semanas más tarde las investigaciones policiales identificaron y detuvieron al culpable: se trataba de un asesino a sueldo, contratado por una empresa de la competencia que estaba interesada en los avances en neurorrobótica del profesor. Finalmente llegó el día de la despedida. —¿A qué se dedicará ahora? —le pregunté a Helen. —Continuaré el trabajo del profesor. Siempre he tenido curiosidad por saber qué se siente al soñar —me respondió. Y justo antes de salir de mi despacho, se volvió hacia mí y me dijo: —Muchas gracias, abogado. Espero que nos volvamos a encontrar algún día. Y por primera vez desde que la conocí, me sonrió. Sin duda fue un caso importante en mi carrera, y, sobre todo, el que más huella me ha dejado. Y es que así es Chicago, años 30. Exactamente el año 2237. Una época de increíbles avances tecnológicos, en la que el gusto por el estilo retro de otros tiempos marca la moda y el modo de vida. Chicago, donde nunca sabes lo que vas a encontrar al otro lado de la puerta. No, nunca olvidaré a Helen Corvehn.
Luis J. Goróstegui Ubierna (España) Blog: observandoelparaiso.wordpress.com 29
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Acentuación doble
Eran vidas paralelas... CLOTILDE BAILABA sobre la alfombra. Su nombre siempre le había pesado pero ella lo llevaba de una manera magistral sobre la tilde de su persona y por encima de toda duda sobre su clonación celular. ¿Quiénes eran ellos para decir que era incapaz de seguir el ritmo, de continuar la letra de una canción o de hacer una paella para tres? Su ADN era tan válido como cualquier otro, su asexualidad le permitía llevar una vida de lo más placentera ya que no tenía que cultivar deseos lascivos, ni de ningún otro tipo, ante todo aquel o aquella que se le insinuara pensando que era la otra. No tenía que tomar antibióticos ya que nunca se ponía enferma, ni siquiera una pastilla para dormir. A Cleotilde en cambio le encantaba su doble, le permitía estar en dos sitios a la vez, atender tanta demanda de pretendientes y ausentarse de casa sin que
María Belén
Mateos
sus padres percibieran su ausencia. Eran vidas paralelas alejadas de la realidad, de los sueños, de todo aquello que una y otra tanto odiaban. Por ello se encubrían en cada travesura o en ese momento de debilidad que aceleraba los latidos de sus corazones. Han pasado tres años desde que se dejaron de hablar. Un malentendido entre ellas las distanció enmudeciendo su relación. Su existencia desde entonces no les sonríe. Clotilde ya no baila al son de la vida, ni siquiera cocina para dos y Cleotilde ha abandonado su último y clandestino amor por una disputa demasiado fuerte con su madre. El silencio rompió todo pliegue de memoria y sus nombres atildados reposan hoy en una camilla esperando, que de manera espontánea, la teoría vuelva a combinar el tejido de su condena con el edredón desamparado de sus cuerpos. María Belén Mateos Galán (España)
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El hombre gris
Héctor
Núñez
Siempre fue un hombre pequeño... IGOR se había mantenido quieto, muy quieto, debajo de la claustrofóbica cama, detrás de una pila de zapatos sucios y viejos. Ahí permaneció encogido como un feto recién expulsado del vientre de la madre. Los pasos en los pasillos se escuchaban huecos, hondos, terriblemente amenazadores. Aquellos infelices estaban fumando cigarrillos ordinarios, subiendo y bajando, repitiendo juegos inventados como turbulenta parvada. Parecían alucinados dementes chocando contra los muros con andrajosa locura. Desde que nació hasta ese momento había tenido una vida gris, tan insípida y mediocre como una gota de lluvia perdiéndose entre las grietas de una casa a punto de caerse. Consagró su vida a la rutina del trabajo, entregado a la fórmula social del hogar y al amor proporcionado con estéril imaginación. Después se entregaba al silencio elocuente del sueño mientras su mujer
mantenía la vela de compañera insatisfecha. Ambos habían caído en el sueño de la esterilidad. Comían en silencio, ella mirando el mantel, él perdido en el periódico. A veces con paréntesis cortísimos como aquel que te pide una cerilla y sigue su camino humeando pensamientos. Siempre fue un hombre pequeño sin mayores deseos, sin aspiraciones políticas ni creencias religiosas, su padre le había escogido la carrera y la esposa, le consiguió un trabajo medianamente remunerado, le regaló un automóvil y un par de trajes de opaco pasado. De no ser por los desteñidos recuerdos de aquella tarde se hubiese convertido en un amnésico fantasma. Negado a su propia muerte, a las lamentaciones largas y a los latidos de su propio corazón. La vida no es un camino recto ni siquiera es sinuoso, tiende a ser una espiral empedrada, llena de psicopompos, a ambos lados, dispuestos a servirte de
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guía al momento de morir, pero repudian a aquellos de alma gris. Dejan que deambulen perdidos entre las paredes invisibles que se levantan para separar a los vivos de los muertos. Debajo de la cama la soledad de Igor se desbordó, sintió miedo, en ese momento, odió tenerlo, pues el miedo le caía turbio, lo aplastaba, tanto que no pudo evitar las lágrimas. Nunca estuvo más vulnerable, pero ya no importaba, tenía la resignación del condenado a muerte, de aquel que llega absurdamente tranquilo, sin últimas palabras, sin coraje para gritarle al verdugo, al juez o al jurado o al mismísimo Dios. Eso le pasó a Igor, dejó que la erosión del fracaso por vivir plenamente destruyera su propia alma. Los vio venir desde la ventana, lejos, luego muy cerca, pero se quedó congelado, inmóvil, con el frío relampagueante y sobrecogedor de la parálisis. Querían un poco de dinero y seguirían su camino. Los delincuentes pertenecían a aquellos seres hechos de materia corruptible, tristes y miserables, pues saben que serán guiados al infierno por sórdidas chotacabras. Cuando apareció la mujer, los espantapájaros jadearon guiños maliciosos, llenos de lascivia y gula. De la nada aparecieron furtivos cuchillos, amenazadores, la mujer quiso gritar, pero por más que abrió la boca, no encontró ningún auxilio para las afiladísimas garras de acerada soberbia. Se escapaba la noche y para los noctámbulos la fiesta, los vasos en el suelo y las botellas vacías dejaban una resaca de insensible desolación. Igor sintió cómo las cuerdas se ensañaban con sus muñecas, trataba de sobarse, de apaciguar el dolor que lo torturaba, pero al escuchar ruidos volvió a su posición de 32
muerto. Escuchó el crujido de sus huesos, su corazón concentró todo su miedo, haciéndolo latir violentamente, cada golpe le daba la sensación de ahogo que le iba recortando su vida. Se fueron al amanecer, al límite de la fatiga, confiados en su propia suerte, desaparecieron ocultos por el manto del ignominioso azar. Durante un rato Igor estuvo escondido. Estaba más pálido que de costumbre, completamente solo, patéticamente desnudo. Salió de su escondite y recorrió la casa, llamó a su esposa, pero no obtuvo respuesta, llegó a la sala y se miró amarrado, grotescamente fetal junto al cuerpo de su mujer, no pudo evitar el amargo llanto. La única emoción fuerte que tuvo en la vida no fue suficientemente trascendente, fue una muerte que lo hundió en la nada llevándose todos sus recuerdos, sería una de esas almas que permanecerían atrincheradas, sin ninguna historia, en la capilla mortuoria del olvido.
Héctor Núñez (México)
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La Mezquindad según Marcelo
Plinio
el Bizco CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 7, septiembre 2018 33
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Nadie protestaba... CAMINAR DANDO UN PASEO podría parecer un hecho inocente, pero lo cierto es que era un delito tipificado en las leyes de la nueva Esparta que podía ser duramente castigado, a menos que se fuese miembro del Partido «Aspa». Los juristas del régimen alegaban que denotaba una clara ociosidad con tendencia al individualismo y, por tanto, fácil el que cualquier persona se descarriara hacia el inconformismo. Por lo demás, la ciudadanía acataba esta y otras normas sin despeinarse, casi con dicha de vivir amancebados en un sabbath perpetuo, empleando para los desplazamientos el transporte público o el patín suspendido que llevado en bandolera podía servir, en caso de amenaza, como un AK-47. Y si caminar era algo estrictamente necesario, lo hacían gustosamente al paso de la oca. Marcelo terminaba su jornada de trabajo casi al anochecer y aprovechaba los tonos ocres, cianes, magentas, de los últimos rayos del día para proyectar sus ensoñaciones; lo hacía sobrecogido por el ocaso, sintiendo algo parecido al misticismo en cada composición celeste, impasible a los esguinces que sufría por el mal estado de conservación de las aceras que aguardaban a los peatones como trampas movedizas colmadas de baldosas rotas. Mientras, la gente a su alrededor avanzaba a paso ligero conducida por el navegador de sus gafas inteligentes; salían de trabajos inestables felizmente cosificados hasta el día siguiente para dirigirse al estadio o a los templos del comercio a descargar sus tarjeteros, marchando, eso sí, con el corazón en un puño porque un ataque no adelantara el 34
toque de queda y les impidiese tomar unas cervezas. Había una ley de gasto mínimo por la que cada ciudadano debía consumir lo asignado, el sistema admitía cualquier gasto ya fuera en ropa, tecnología o esparcimientos apócrifos. Con el paupérrimo sueldo que Marcelo ganaba como mozo de almacén le daba para darse pocas alegrías después de alcanzar el consumo mínimo que exigía el Estado, así que optaba por evitar cualquier tentación que pudiera comprometer su bolsillo, en especial las de las calles más concurridas que estaban invadidas por terrazas atestadas de gentío vocinglero y las sillas desplegadas como hiedras descaradas en colonización del espacio transeúnte. En cambio, por las calles más silenciosas y plazas solitarias lo que proliferaban eran las patrullas antidisturbios de drones en escuadrilla cayendo en picado sobre cualquier sospechoso antes de soltarle una ración de descargas eléctricas; después aterrizaban para identificarlo. Sobre todo, se cebaban con los yonkis, vagabundos y emigrantes, se decía que aquellas máquinas eran capaces de olfatear cualquier sustancia psicotrópica en la orina. De la nada podía surgir, de repente, como un mal encuentro en la tercera fase, un dron escoba con su parafernalia colorida de luces alternas llevándoselos consigo de inmediato. Nadie protestaba. Los noticiarios hacían un trabajo de mina deshonesto, alimentando el miedo de la población con rumores sobre masas informes de migrantes que llegaban en oleadas e iban ocupando los arrabales de la metrópoli casa por casa.
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Propagada la oscuridad, anunciada ya la noche, en las azoteas de los edificios se discernían con la habitual puntualidad pequeñas luces, faros misteriosos que ardían al anochecer como infiernillos iluminando un horizonte estrellado a la manera de un nocturno alucinado de Van Gogh. Marcelo esperaba en la puerta de su piso alquilado, una antigua torre de apartamentos amenazada de ruina por haber caído en las garras de «Craso&Ca», una corporación de fondos buitre que por medio de extorsiones se iban haciendo con el sector inmobiliario con el propósito de… bueno todo el mundo sabe la intención de un carroñero. De espaldas, sobre el marco, aguardaba que «el felpudo de pensamiento único» terminara de escanear los pasos dados durante la jornada, el «cómo», «cuántos», «dónde», y enviase un informe a la Cancillería. «Seguramente tendré que alegar que mis tobillos no me permiten caminar más deprisa», pensó Marcelo. Cuando pudo entrar al piso ya se oía el chisporroteo en el pasillo de unos huevos fritos, por el informe paralelo que había recibido el router de la cocina con las calorías que debían ser repuestas. Fue voraz, se lo comió todo mientras veía un documental del «Canal Nostalgia» en sus gafas opacas: «El triunfo de la voluntad». Marchó a la cama ignorando las habituales broncas, músicas étnicas y lloros infantiles que subían como manifestaciones de vida local a través de los patios. Antes de ponerse las smartglass en modo onanismo mandó alguna idiotez por las redes sociales. Un GIF publicitario le recordó que era la hora de «Hammurabi 2.0». Este era un programa enlatado de formato prehistórico para
ser visto con toda la familia, del tipo «Un, dos, tres». Tenía el mismo estilo de paternalismo televisivo que se llevó en el siglo anterior. Marcelo vivía solo pero buscó el televisor que guardaba semienterrado en un armario y lo conectó para verlo sentado en el sofá, junto al espíritu familiar de la mesa camilla. En cada una de las ciudades estado que habían sobrevivido al gran cataclismo se emitían programas similares que consistían básicamente en aplicar las leyes particulares de cada colonia por medio de votaciones populares. Sin otra intención de las autoridades que la pretensión no disimulada de que los ciudadanos de segunda clase y trabajadores esenciales tuvieran la sensación de que vivían en una democracia. Podía votarse desde cualquier gafa inteligente o en el mismo plató si se quería ver de cerca el espectáculo, sólo tenía que estar el votante al corriente de consumo. Además se sorteaban viajes insípidos por el «ager rústico» de la colonia y regalos inútiles de esos que no llegan a sacarse nunca de la caja, tipo gorro frigio para ver las ejecuciones como un jacobino. Las azafatas eran modelos despampanantes de androides humanizados a falta de alma que iban llamando candorosamente por sus nombres a los que iban a ser juzgados en primer grado; estos solían ser golfillos cazados en alguna torpeza: pícaros hambrientos, noctámbulos, grafiteros, «paseantes solitarios» o propietarios de libros no autorizados. Todos ellos eran reconducidos a campos de adoctrinamiento y penados además en el escrutinio con varios meses de ostracismo en redes sociales. La vida sin esparcimiento en la Nueva Esparta podía ser un largo purgatorio. La pequeña delincuencia como came35
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llos, carteristas, conductores temerarios, etc., o simples seres violentos ya sufrían la aplicación de unas leyes determinadas con otros criterios más depurativos que solían traducirse en largos años de trabajos forzados. Pero el plato fuerte llegaba al final del programa, con el «ojo por ojo», cuando azafatas T34 aparecían como cawgirls en minifalda moviendo el chasis sinuosamente, chasqueando el látigo o disparando revólveres y tirando de una correa inmovilizadora de corruptos, asesinos, violadores, pederastas… Los comparsas presos solían implorar discursos vehementes atados de pies y manos, en un patíbulo previamente enfangado, sobre la revisión de su pena. Cosa que nunca se daba porque el emoticono para tal fin siempre estaba desactivado. Marcelo, después de mandar a «un corrupto sin escrúpulos» a sisar en el infierno, se sintió mejor, casi eufórico, borracho de justicia y verbo divino, lamentando no haber participado antes en ese «jodido» programa. Sirviéndose un copioso brandy para celebrarlo buscó «la muerte cristalina» de la duermevela en el sillón orejero. Poco después, cuando estaba a punto de domar el insomnio, escuchó señales de actividad virtual. Con sus gafas opacas visionó diversos mensajes. Uno de ellos le hablaba de que las ejecuciones eran un montaje. Los casos de corrupción tenían truco, bien se mostraba un individuo que nada tenía que ver con el desfalco en cuestión o si este era un personaje público nunca se le enfocaba cuando le crujía el gaznate, como se hacía con el resto. En realidad, la mayoría de las ejecuciones correspondían a vagabundos, drogadictos e inadaptados detenidos días antes. Todo era un montaje institucional de la diarquía: la co36
rrupción, la pederastia, el terrorismo eran excusas para aplicar «la solución final» a todo el que estuviera al margen del sistema. Aquello le hizo reflexionar; recordó que le sonaba aquel tipo canoso que había votado para que le dieran garrote. Su identidad le pasó como un fogonazo, se aterró: era el mendigo al que en el día de su boda dio una generosa limosna. Recordó su expresión de gratitud antes de que esta comenzara a martirizarle. Marcelo se sobrepuso al golpe y consiguió apartar de su mente la mueca final del desdichado. Borró el mensaje y eliminó el contacto que le había hecho la revelación, una relación fluida durante años desapareció sin más en la red. Pensó en que al día siguiente le esperaban los análisis quinquenales de la empresa, y que le iban a controlar entre otras cosas su nivel de «mezquindad en sangre». Si este le volvía a dar negativo estaría condenado a seguir secuestrado sin ver el sol, preparando pedidos en un paisaje artificioso de luces eléctricas durante otra temporada indefinida. La obstinación le hizo aventurarse en busca del triunfo de su mezquindad. Para conseguir este propósito subió a la azotea arrastrando un baúl de madera que ocultaba desde hacía años en el piso. Pesaba como un muerto ya que lo tenía lleno de libros no permitidos, autores prohibidos por la diarquía, sólo por eso Marcelo podría ser deportado de por vida con los enfermos crónicos, ancianos y migrantes llegados ilegalmente, más allá del mundo civilizado a la isla de los Plásticos. La noche palpitaba, el espectáculo sobrecogía como un fondo de oscuridad resplandeciente pintado por el Bosco, un horizonte urbano bajo la luna sembrado de luces anaranjadas mostrando
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misteriosas galerías desveladas por intermitentes llamaradas semejando ser altares improvisados donde vivaquea el fuego purificador de la Inquisición. En silencio, entre el barrunto de las sombras, Marcelo fue sacando las obras que había reunido, no sin sacrificios, a lo largo de su vida. Los simbolistas franceses, los diarios de Bloy, Chautebriand y Kafka, fueron la base de una pira escalonada. A continuación, las obras de escritores como Orwell, Roth, Céline, Lowry, se sumaron al holocausto... Cada página antes de prender se retorcía transformándose los libros en bucles ardientes de pensamiento inútil. Marcelo sintió por última vez el alumbre del conocimiento; fue una ráfaga fatua que atravesó su cabeza entre la oscuridad en ciernes y dejó tras de sí eclosionado el huevo de la sierpe entre una miríada de cenizas alzadas sobre la levedad de la nada.
Plinio el Bizco (España) 37
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La asesina
Richmond Patricia
La venganza es un motivo justo —admitió con respeto...
HABÍA VISTO de todo en mil batallas, pero se quedó atónito al contemplar un hada diminuta durmiendo sobre el pomo de su espada. Era tan pequeña, tan bella, tan frágil
que, temiendo romperla, sopló suavemente sobre su cara y la despertó. Ella abrió los ojos. Unos ojos azules como el brillo del acero recién bruñido que le golpearon la coraza y le transportaron,
CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 3, septiembre 2017 39
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durante unos segundos, a la herrería en la que pasaba las tardes de pequeño, soñando con las espadas que el herrero forjaba para la guardia del rey. Y sonrió. Mientras seguía contemplando, fascinado, al hada, ella bostezó, estiró los brazos y extendió sus alas transparentes, que vibraron con un zumbido musical. Miró desorientada a su alrededor, se levantó enfadada, sosteniéndole la mirada, y resbaló. Cayó de cabeza, pero él reaccionó a tiempo y la alcanzó al vuelo con su mano enguantada. Ella carraspeó muy digna, se arregló el vestido y le dio los buenos días con la voz más dulce que había escuchado jamás. La dejó delicadamente sobre la hierba y se sentó a su lado. La saludó educadamente y se presentó, esperando que ella hiciera lo mismo. —Sé quién es y he venido a matarle, señor —le dijo por toda presentación. Desprevenido, rio con carcajadas sonoras y rotundas que a ella no le causaron ninguna impresión. Se acercó a él y voló hasta su rodilla, donde se posó altanera, con los brazos cruzados. —No parece sorprendido —le espetó despectivamente. —No llevo la contabilidad de mis atrocidades, pero seguro que tienes una buena razón —le contestó divertido. Había perdido la cuenta de las batallas en las que había participado desde el día en que, orgulloso, había hecho el juramento de servir al rey como único señor al que guardar. Fue el último día de su vida en que se había permitido un sentimiento de emoción al ver cómo corrían las lágrimas por el rostro de su madre al despedirle. Recordó sus últimas palabras: «No hagas nunca nada de lo que puedas avergonzarte». Jamás había calculado cuántos podían ser los que habían caído bajo el filo 40
de su acero, pero tenían que ser centenares. Sabía que los juglares cantaban sus proezas por las ferias y que la leyenda de su ferocidad le precedía, por lo que, al paso de su ejército, sólo encontraba aldeanos asustados a los que podía saquear de camino a la siguiente contienda. Eso había inflado los sacos de su fortuna y de su vanidad y, aunque sabía que los jóvenes caballeros aspiraban a su puesto de mando y presionaban para que el rey le otorgara ya el retiro, esperaba seguir en activo todavía durante muchos años más. Dejó sus cavilaciones cuando ella tosió para reclamar su atención y preguntó al hada con verdadera curiosidad cuál era el crimen que le hacía merecedor de su castigo. —Quemó mi bosque y no quedó ni una brizna de vida entre sus cenizas. Ningún mal le habíamos infligido, señor, pero lo arrasó sin compasión, sin escuchar los llantos y súplicas de los mayores ni de los niños indefensos. Los mató a todos, atacando de noche, sabiendo que no éramos guerreros y que no manteníamos vigilancia, pues ningún mal esperábamos. E incendió las casas, los campos y el bosque que para nosotros era sagrado. —He arrasado tantos villorrios que no recuerdo cuál pudo ser el tuyo. ¿Era diferente en algo? —Mi pueblo, señor, era mágico. Vivíamos prestando nuestra sabiduría para curar las enfermedades de nuestros vecinos, las del cuerpo y las del alma, con nuestras pócimas y encantamientos. Todos nos querían y respetaban. —Pero a ti no te maté. —Había salido a visitar a una anciana de un poblado alejado que llevaba días consumiéndose por las fiebres. Cuando volví sólo encontré las cenizas de lo que
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había sido mi hogar. Y en ellas encontré las huellas y los rastros que me han guiado hasta el sádico asesino que va a pagar por su crimen. Él recordó la visión de un círculo de casitas en el claro de un bosque. Y que les había costado muy poco dejarlo reducido a escombros, ante la sorpresa de sus pequeños y dormidos habitantes. —La venganza es un motivo justo —admitió con respeto—, pero debo hacerte una crítica. No deberías haberme avisado, ahora estoy prevenido e iré siempre un paso por delante de ti. Ella saltó y voló de nuevo hacia el pomo de su espada.
—Quería darle la oportunidad de arrepentirse y pedir perdón —le explicó mirándole fijamente a los ojos. —Te pido perdón, pero no puedo arrepentirme. La magia era un riesgo para mi reino y recibí la orden de exterminarla. Sin contemplaciones. La cogió con delicadeza y la apretó dentro de su manaza mientras volvía a recordar las palabras de su madre. Una lágrima resbaló por su rostro hasta quedar enterrada en la barba que escondía las arrugas de su alma, en la que algo acababa de quedar muerto para siempre.
Patricia Richmond (España) Blog: patriciarichmond.blogspot.com 41
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Ellas bailan
Raúl Ariel
Victoriano Solo algunos las pueden ver... TILO HA RECIBIDO el amor de su madre hasta que empezó a ir al colegio primario; luego, ella se ha ido de la casa. A partir de ese momento, él sufre la condena de la soledad. Para llenar ese vacío enorme que lo ahueca por dentro, busca alguna forma de cariño en las mujeres y el camino que a su corta edad usa, a fin de lograrlo, es soñar. Ahora va detrás de una de esas ilusiones. Este chico de doce años ya ha vendido todos sus ramitos de violetas a las parejas que van a los bares del bajo, entre San Telmo y Retiro. Entonces baja por las callecitas, desde Plaza de Mayo, va a paso lento hacia el río y se acoda en la balaustrada de la Costanera, más allá del Puerto. Ha tardado en llegar hasta aquí. Viene a ver bailar a las jóvenes sobre las aguas en esta noche de verano, como lo
hace siempre que sabe que va a suceder, y está seguro de que va a ser así porque Gabriel lo ha estado diciendo por los bodegones, y el muchacho sabe que, si hay alguien que conoce las cosas mágicas de esta ciudad, es él. Las damas de Buenos Aires, que ahora están durmiendo en sus alcobas en esta medianoche estival, por un embrujo todavía inexplicable, sueltan sus almas, las dejan libres. Es un acto fantástico que se da en ciertas ocasiones; y estos espíritus se desprenden de sus cuerpos, se elevan por las ventanas y vienen a reunirse acá, bajo este cielo sin luna, a danzar en el medio del río. Se las puede divisar desde la orilla: generalmente llegan vestidas de blanco a rescatar el tenue brillo de las estrellas para que se refleje en sus polleras y logren este es-
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plendor candoroso de vapor mortecino. Solo algunos las pueden ver: los trasnochados doloridos que guardan la astilla de alguna pena de amor clavada en lo hondo, o los que no pueden conciliar el sueño por alguna ausencia de cariño que los sume en la desesperación, o los que están atacados de soledad, perdidos en los confines de esos precipicios, buscando el vértigo, como ese chico flaco que es una sombra que espera la magia al borde del agua, acodado en el balaustre. Ellas mandan a sus almas aquí, inconscientemente, para liberar los dolores del día, los llantos que no pudieron derramar, pero también los enamoramientos nuevos que festejan enloquecidas. Por eso, en esta fiesta, vuelcan todos sus sentimientos, ríen y lloran la tragedia y la risa de sus existencias cotidianas es una forma de conjurar sus dolores. Traen sus corazones rojos en las palmas de las manos. Ríen y expanden sus cabelleras cuando giran danzando. Es un espectáculo hermoso. El ritmo lo ponen las almas mulatas de las uruguayas desveladas, las que moran y medran en la otra costa, que no se ven porque están escondidas un poco más allá, un poco por detrás y por debajo de la línea del horizonte, del otro lado del río. Ellas acompañan la danza golpeando sus manos agitadas en las tinieblas, elevando al aire el sonido de sus tambores desde las sombras de la otra orilla. Ellas, las de acá, ponen la gracia; ellas, la de allá, regalan la música, la sinfonía que gobierna sus desatinos, liberando también las cenizas de sus días, las amarguras y las felicidades. Tilo las mira callado, hilando las hebras de sus sueños tristes. No sabe aún si estas imágenes nocturnas que viene a buscar y que está seguro que se presen44
tan ante sus ojos son ciertas o son fantasmas de sus pensamientos, fantasías de su alma huérfana navegando a la deriva en el mar de su imaginación. El pequeño se hace esas preguntas, todavía no tiene las respuestas, pero tan grande es la ilusión que tiene, que se inclina por la certeza. Porque tiene el anhelo, está convencido de que esas mujeres también danzarán para él, que será un acto de amor hacia él, que le van a aliviar la tremenda tragedia que padece: la soledad. Ellas bailan, las ha visto alguna otra noche. Danzan como locas sobre los espejos líquidos, formando remansos en la corriente que se desvanece tanteando serena la salida al mar. Se levantan las polleras y sacuden sus largos cabellos; están felices, se ríen con todo el rostro, con los ojos, con las bocas. Las ve como mojan los pies en las olas de la orilla, como corre el agua clara entre sus dedos pequeños. Las ve reírse con las bocas abiertas y los labios pintados de carmines. Tilo las observa, sonriendo, con su rostro de niño y su mirada oscura. Las mira como si fuesen aves del paraíso. Las desea con el embeleso del amor que le pide el corazón, ese hueco que tiene casi vacío por la ausencia de la madre, ese carozo de desamparo que dentro de su pecho late, que ya está maduro, más que el de una criatura, pero demasiado tierno todavía para ser el de un hombre. A medio camino entre la ternura materna y la pasión de mujer. Ellas presienten, perciben la melancolía de todos estos hombres callados y taciturnos, estas pocas figuras espectrales que caminan ahora por la Costanera, desorientados, sin saber dónde recuperar las caricias femeninas que han perdido. Entonces, ellas se dan vuelta, giran,
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alzan sus brazos blancos y agitan sus pechos, si las miran, por ventura, esos pobres hombres tristes, estas amazonas colocarán algo de alegría en sus pesares. Quieren seducirlos, pero esquivan las miradas masculinas lascivas, no sea que despierten deseos procaces porque no han venido a eso, son sirenas calladas que les tienden sus manos generosas en gestos a la distancia para despejar las nostalgias. Giran y giran con las polleras sueltas. Sus pies descalzos palpan la piel marrón del río. Miran con sus ojos enormes las luces de los bares, las ventanas iluminadas; pueden ser a veces ninfas, nereidas, ondinas, musas, seres inescrutables que aparecen con el fin de equilibrar los desencantos. ¿Y quién es el Gran Hacedor, el Gran Hechicero que ha preparado este encantamiento para algunas y determinadas ocasiones? ¿Y quién decide en qué momento ponerlo en marcha? ¿Y a quién le comunica en qué momento se producirá la magia? ¿Y qué recompensa busca por aliviar la soledad de los corazones tristes? La misteriosa Buenos Aires tiene las respuestas a todas estas preguntas, pero, como es mujer, su secreto nunca será develado a los mortales que la habitan. Ellas bailan toda la noche, pero escapan a la madrugada, nunca se dejan tocar por los dedos de la claridad del amanecer; le temen a la luz del día. Tienen que volver a sus dormitorios, a ocupar los cuerpos de las mujeres de Buenos Aires antes que los sueños se les terminen, pues ellas deben despertar completas, porque si las almas no llegan a tiempo se romperá el sortilegio que las acompaña todos los veranos. Ya han transcurrido las horas; las bailarinas han estado girando toda la
noche brindando este espectáculo deslumbrante en la calidez nocturna, desplegando su danza conmovedora. Están rendidas porque lo han dado todo para disminuir la pesadumbre de los solitarios, una línea de rímel color crema pálido se dibuja a lo lejos anunciando la pronta aparición del día. Tilo sabe que la danza ha llegado a su fin, ya las figuras de los espíritus, recortadas contra el cielo, se esfuman y, como un viento, como una brisa suave, emprenden el regreso. Él ha estado aquí todo el tiempo observándolas y ha recibido una dosis de amor, a eso ha venido y se va a ir con la ilusión en el pecho de que está menos solo que antes. Ahora gira la cabeza para ver cómo las últimas danzarinas evanescentes se pierden, se diluyen entre los edificios y ha visto a lo lejos, cruzando la avenida, una sombra de cabellos desgreñados, con impermeable, que, con paso rápido, se aleja de este lugar. Conoce de sobra ese modo de huir, ese comportamiento 45
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esquivo, esa conducta furtiva: es el loco Gabriel. Tilo se queda un rato mirándolo hasta que se hace una sombra chiquita, hasta que lo pierde de vista. Todavía tiene húmedos de la emoción los ojos negros incrustados en esa cara flaca que, ahora, en el silencio de la noche, con los últimos pasos que logra ver de la silueta que se pierde, arruga la comisura de sus labios intentando una sonrisa. Entonces yergue su cuerpo delgado, se coloca al hombro su mochila y, pensativo, abandona la balaustrada para desandar la Costanera, atravesar el Puerto y perderse por las callecitas caminando rumbo a la villa con las manos en sus bolsillos y la cabeza gacha. La fiesta ha terminado; ya es menos pesada su condena, se va con la ilusión de que lo que ha sucedido es cierto, siente más cerca el amor que le falta, ha disminuido el lastre y es menos doloroso el yugo pertinaz de su soledad.
Raúl Ariel Victoriano (Argentina) Blog: hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar Ellas bailan es un relato incluido en El sonido de la tristeza,
de Raúl Ariel Victoriano (Editorial Autores de Argentina, 2017).
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