Once Cuentos Escogidos

Page 1

EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS

ONCE CUENTOS ESCOGIDOS


EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS

Revista de letras agitadas por el cierzo Suplemento al ­nºSeptiembre 11 - Septiembre 2019 Número 3 2017

Revista de letras agitadas por el cierzo

EDITA El Callejón deEDITA las Once Esquinas Zaragoza El Callejón de las(España) Once Esquinas Zaragoza (España) ISSN 2530-481X ISSN 2530­481X COORDINACIÓN Patricia Richmond COORDINACIÓN Patricia Richmond FOTOGRAFÍA Esparvero FOTOGRAFÍA Esparvero Imágenes: excepto mención en contrario, de bancos libres de derechos Imágenes: excepto mención en contrario, de bancos libres de derechos (Pixabay, CONTACTO PhotoPin, Wikimedia). 11esquinas@gmail.com CONTACTO Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es 11esquinas@gmail.com Twitter: @11Esquinas Facebook: Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es www.facebook.com/11Esquinas Twitter: @11Esquinas Facebook: www.facebook.com/11Esquinas Todos los relatos son propiedad de sus autores. Todos los relatos son propiedad de sus

Enrique Meseguer

Imagen de Enrique Meseguer en Pixabay

.

autores.

El Callejón de las Once Esquinas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons AtribuciónNoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional


Once Cuentos Escogidos

¿ Por qué once cuentos? El Callejón de las Once Esquinas despegó en marzo de 2017. En un momento dorado para las revistas digitales de narrativa, ¿qué podía aportar una nueva publicación? Nuestro objetivo siempre ha sido crear un espacio en el que, gracias a las nuevas tecnologías y herramientas que proporcionan las redes sociales, escritores aficionados de todo el cibermundo pudiéramos compartir historias y aprendizaje, sin limitar géneros ni estilos literarios. Estas esquinas han saltado continentes, como muestran los 432 relatos publicados tras las convocatorias de selección. Corresponden a 130 autores diferentes con residencia en doce países: Alemania, Argentina, Chile, Colombia, Cuba, España, Inglaterra, México, Perú, Puerto Rico, Uruguay y Venezuela. Tenemos mucho que agradecer: a las personas que participan con sus propuestas y que, sean seleccionadas o no, siguen enviándonos sus textos; a los artistas que generosamente nos cedieron sus obras para iluminar nuestras portadas (gracias Alfredo Scaglioni, Jaime Sanjuán, Matt Dixon, Vladimir Fedotko, Kevin Sloan, Lora Vysotskaya, Nathalia Suellen, Shiori Matsumoto, Gabriel Pacheco, Maggie Taylor y Cris Ortega); a los extraordinarios maestros que aceptaron la invitación para acompañarnos (profundo agradecimiento a Fernando Aínsa, querido padrino con esquina propia en nuestro corazón, Patricia Esteban Erlés, Alberto Chimal, Héctor Abad Faciolince, Amparo Dávila, Andrés Neuman, Pilar Pedraza, José María Merino, Solange Rodríguez Pappe, Félix J. Palma y Sofía Rhei); y, por supuesto, a los lectores que nos siguen trimestralmente. Haber alcanzado el número 11 es un acontecimiento que hemos querido celebrar ofreciendo un resumen de lo que ha sido la revista durante estos casi tres años de actividad en forma de antología de cuentos escogidos. Seleccionar solo once relatos ha sido una labor muy difícil, pues muchos son los que han quedado para siempre en nuestra memoria. Pero había que elegir y hemos recuperado una muestra representativa de todos los géneros publicados. ¿Son los mejores? Son, ciertamente, un ejemplo del derroche de ilusión que, número tras número, caracteriza a los relatos del Callejón. Para vosotros son estos Once Cuentos Escogidos del Callejón de las Once Esquinas.

Patricia Richmond 3


El Callejón de las Once Esquinas

DODECÁLOGO DEL CUENTISTA I Contar un cuento es saber guardar un secreto. II Aunque hablen en pretérito, los cuentos suceden siempre ahora. No hay tiempo para más y ni falta que hace. III El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento, o su muerte por asfixia. IV En las primeras líneas un cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, paradójicamente, si es demasiado brillante se olvida pronto. V Los personajes no se presentan: actúan. VI La atmósfera puede ser lo más memorable del argumento. La mirada, el personaje principal. VII El lirismo contenido produce magia. El lirismo sin freno, trucos. VIII La voz del narrador tiene tanta importancia que no siempre conviene que se escuche. IX Corregir: reducir. X El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación. XI En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad caber en un minuto. XII Narrar es seducir: jamás satisfagas del todo la curiosidad del lector.

ANDRÉS NEUMAN

4


Once Cuentos Escogidos

Sergio Allepuz

7 De pingüinos y hombres

Antonio Bolant

14 Crónica de la luna vencida

Carmen Hinojal

21 Agua

Luisa Hurtado Enrique Mochón Pablo Núñez Héctor D. Olivera Campos

23 Siguiendo el programa 25 Sobre lo nuestro 29 El luthier 35 El club de los 27

Isabel Pedrero

41 Una promesa

Benjamín Recacha

49 Copo de nieve

Ángel Saiz Mora

57 Ensayo general

Ignacio Urtiaga

61 La maleta de la señora Tillmore 5


El Callejรณn de las Once Esquinas

6


Once Cuentos Escogidos

De pingüinos y hombres Sergio

Allepuz George: …Nosotros tenemos un futuro. Tenemos a alguien con quien hablar, alguien a quien le importamos. No tenemos que estar en un bar tirando el dinero porque no sabemos a dónde ir. Si esos tíos van a la cárcel, se pueden pudrir allí porque no tienen a nadie que les importe. Pero nosotros no... Lennie: ¡Pero nosotros no! ¿Y por qué? Porque… yo cuido de ti, y tú cuidas de mí; ahí está el porqué —se echó a reír, feliz. Fragmento de “De ratones y hombres” (John Steinbeck)

CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 4, diciembre 2017 7


El Callejón de las Once Esquinas

I Tocando fondo El hombre que un día salió en calzoncillos a la calle y gritó puta no era un exhibicionista ni estaba loco de remate. Aquel hombre de los calzoncillos blancos, tipo slip, se llama Manuel y era yo, cuando salí a despedir, de semejante guisa, a mi mujer. Ella huía en coche, calle abajo, abandonando nuestro dulce hogar. Al volante: el amante, villano de esta historia y monitor de spinning en el gimnasio del barrio. En el asiento del copiloto: ella, la esposa infiel, Marta. Y en el asiento de atrás: mi hijo adolescente y el de Marta: Manolito. Desde el día de lo de los calzoncillos, duermo mal todas las noches. Sueño que un misterioso secuestrador enmascarado me castiga sin piedad por mi fracaso marital. El desconocido me ha obsequiado con todo tipo de torturas, incluyendo: la audición entera de la discografía de David Bisbal, a todo volumen; el ataque de un perro caniche lamiéndome el cuerpo desnudo, previamente embadurnado en salsa barbacoa; y la aplicación y posterior desaplicación de cera depilatoria en mis partes más íntimas. Hoy no ha sido diferente y, por eso, esta mañana he saltado de la cama sudando, en estado de pánico. Poco a poco, he vuelto a la realidad y me he percatado de que no estaba en el Sahara, con el cuerpo enterrado hasta la cabeza en la ardiente arena del desierto y rodeado de escorpiones. Hace muchísimo calor, es verano, y me derrito como un cucurucho de limón mientras me ajusto la corbata para ir a trabajar, del mismo modo que un reo sacaría brillo a sus ca8

denas para dar el último paseo hacia el cadalso. Cualquier día emigraré al Polo Sur, con los pingüinos emperadores. Ellos son mis ídolos, unos animales como Dios manda: feos, fuertes y formales (como el título de la vieja canción de Loquillo y los Trogloditas). Son feos por su cuerpo rechoncho, tan poco de moda en estos tiempos de esbeltez; son fuertes, pues sobreviven a sesenta grados bajo cero con vientos de más de doscientos kilómetros por hora; y, sobre todas las cosas, son formales con su pareja, que les dura para toda la vida. Por eso quiero mandarle una postal de pingüinos emperadores a Marta. Tras trece años viviendo para ella y para Manolito, apareció el imbécil del gimnasio y me los robó a los dos. Creo que todo fue culpa del spinning de las narices, por eso los pingüinos no van al gimnasio: están gorditos, eso es cierto, pero están unidos. En la agencia de viajes donde trabajo no pasa el tiempo. Miro el reloj de la pared durante siglos, pero sus agujas no se mueven jamás. De hecho, su pila se agotó hace tres años, como mi perra vida, y el jefe no se ha molestado en cambiarla. Por eso el maldito cacharro sigue en la pared, muerto a la vista de todo el mundo, engañándonos con sus manecillas quietas. Pronto se descompondrá el cadáver y saldrán los muelles y demás mecanismos a través de su reseca piel de metal. Odio a todo el mundo en general; desde lo de Marta por lo menos. Entra gente risueña por la puerta de la agencia y me pregunta dónde deben irse ellos


Once Cuentos Escogidos

de vacaciones. Pienso: «Si no lo sabes tú, imbécil, ¿cómo lo voy a saber yo?». Al próximo que me entre con la preguntita lo mando con billete de solamente ida a visitar a los pingüinos, para que se le refresquen las ideas en la Antártida. Y es que la gente no sabe lo que quiere. Yo sí: quiero mi familia; esa que me quitó el entrenador de spinning entrometido. Pero la reconciliación ya no podrá ser. Por lo menos eso tuvo el detalle de aclararme Marta la última vez que nos vimos. Yo, arrastrándome de rodillas por el suelo, y lloriqueando, le supliqué muy dignamente que volviera. Y ella me expuso su punto de vista: —Eso no pasará nunca, Manolo. ¡Quítatelo de ese cabezón que tienes! A un pingüino jamás le hubiera contestado eso su querida pingüina. Con un frío del carajo y un polluelo indefenso al que proteger de una naturaleza tan hostil no queda tiempo para el spinning. Por eso estoy aquí, en la calle, en mi descanso del mediodía, agazapado dentro del coche y vigilando la puerta del gimnasio con el corazón a mil por hora. Es patético, diréis. Incluso infantil, añadiréis; pero no tengo otra cosa mejor que hacer y yo con mi miseria personal hago lo que me da la gana. De repente aparece él. ¿Y ella? ¡Da igual! Salgo del coche sacando pecho como un pingüino emperador en celo y me enfrento al macho alfa de la bandada. «No bajaré mi mirada ante él», pienso. Entonces, me invaden las musas y, mirándole a los ojos, le digo de todo menos bonito, a voz en grito y en rima libre. Él, muy condescendiente, me responde: —Manolo, no te hagas más daño y olvídala de una puta vez. Ella ya no te quiere. Ese «ella ya no te quiere» ha sido de mal gusto y, además, yo odio la condes-

cendencia. En un instante, muto de pingüino emperador a burro pirenaico, nacido libre y coceador. Solamente los amigos me llaman Manolo y el del spinning no es amigo mío, eso seguro. Así que bajo la mirada ante él (simulando humillación), apunto a su entrepierna y le pego una coz rápida y fuerte en sus innobles partes. El objetivo: hacer el máximo daño posible con un solo golpe. Tras el atentado salgo corriendo calle abajo al más puro estilo guerrillero revolucionario. Debo «vivir hoy para luchar mañana», como se suele decir en estos casos. El cachas se queda atrás, retorciéndose en el suelo y jurando en arameo. ¡Que se joda! Rompió la ley sagrada del pingüino y merece lo peor. De vuelta en la agencia, el jefe se niega a encender el aire acondicionado (por su garganta, dice, el muy tacaño) y yo, sudando a chorros por la excitación y por el calor, miro hipnotizado durante horas el reloj averiado. Si yo pudiera detener el tiempo en un día concreto, lo haría en el anterior a la primera visita de Marta al gimnasio. Así, despertaríamos siempre en esa jornada y nos pasarían las mismas cosas cada 24 horas, sin poder evitarlo, como en la película Atrapado en el tiempo. Ella no lograría conocer a su fornido amante, seríamos felices un día tras otro y comeríamos perdices. Meditando en estos imposibles, se consume la tarde y salgo de la oficina como alma que lleva el diablo. Quiero llegar a mi pisito de divorciado cuanto antes. ¡Fantástico! El ascensor está estropeado: haré deporte. «Puedo estar tan en forma como mi rival», pienso. Subo las escaleras de dos en dos hasta la tercera planta, donde paro a recuperarme. Toso. Mi boca se ha secado misteriosamente y mi corazón late tan fuerte que parece querer atravesarme las costillas: 9


El Callejón de las Once Esquinas

necesito una bebida isotónica y un desfibrilador. Tras recuperar ligeramente el aliento, decido bajar el ritmo de mi ascenso y subir poco a poco, con sabiduría. Tras un millón de años llego arrastrándome, cual gusano, a mi puerta del sexto piso: ¡hogar dulce hogar! Pero me recibe la nevera casi vacía: solo hay dos yogures caducados que se ríen en mi cara a carcajadas y una naranja podrida, escondida bajo un extraño polvillo verde que se mueve. Decido que cenaré pizza a domicilio en el sofá y que lo llenaré todo de migas, al más puro estilo: «Pingüino machote sin hembra a la vista». Tras oír cómo se cagaba en mis ancestros el repartidor de las pizzas (por hacerle subir andando los seis pisos), devoro la cena y veo la tele hasta las tantas. Por fin se entrecierran mis ojos y me voy a la cama. Duermo en mi pisito de divorciado cuando, a pesar del calor sofocante, me invade el frío. Siento que miles de agujas congeladas se clavan en mi carne provocándome un intenso dolor. Resulta que estoy desnudo, atado sobre una pista de hielo, y me estoy convirtiendo en un carámbano humano por segun10

dos. Entonces aparece mi secuestrador de nuevo. Anda torpemente y se acerca hasta quedarse quieto frente a mi nariz, para quitarse el pasamontañas. «Finalmente nos veremos las caras, bellaco», pienso. Pero ¿cómo?, ¡no puede ser! Creo que me he vuelto loco y el pingüino emperador gigante, con su pasamontañas todavía en la mano, comienza a bailar claqué. La atadura de la muñeca izquierda está suelta. Con un atlético y acrobático salto (siempre que sueño soy más ágil y también más guapo que cuando estoy despierto, no sé por qué) trato de darme la vuelta para que el frío deje de destrozarme la espalda; pero, caigo al vacío y algo estalla en mis labios: es la mesilla de noche. Ahora estoy a salvo del secuestrador, pero magullado y confuso. Me sangra el labio inferior y el superior lo noto como una morcilla de Burgos. Suena el despertador que dejé olvidado en el comedor la noche anterior y lo dejo sonar y sonar; pero, para mi desesperación, no se apaga solo. ¡Malditas pilas alcalinas! Las compró Marta hace cinco años y no fallan ni un solo día. Me torturan


Once Cuentos Escogidos

doblemente. En primer lugar, me recuerdan que ella compraba las pilas mejor que yo, y, en segundo lugar, me hacen acudir puntual a un trabajo de mierda, con un jefe de mierda que no arregla un maldito reloj de mierda que se detuvo hace tres años de mierda. ¡Esto no puede seguir así! Soy la vergüenza de la raza humana. Lloro por una mujer que me ha olvidado. Tengo un hijo al que apenas veo, por culpa de un régimen de visitas demencial y, cuando lo

hago, no sé ni de qué hablar con él. De repente recuerdo que ayer insulté y le pegué una patada en los genitales a Antonio (sí, queridos lectores, conozco el nombre del monitor de spinning desde el principio, pero me resistía a darle fama literaria gracias a este brillante relato). También recuerdo que, tras la bajeza de mi hazaña, salí corriendo como un conejo. Mi vida debe cambiar. Sé que debe cambiar, pero ¿cómo?

II Resurgiendo Sonia baila el chachachá como los ángeles y yo la sigo, extasiado, sobre el pulido suelo de madera del centro cívico municipal. Me apunté a clases de bailes de salón y allí estaba ella: los lunes, los miércoles y los viernes de ocho a nueve de la noche. Es más joven que yo, más feliz y alegre que yo, más optimista y, en general, más de todo que yo. Apareció radiante en mi vida, con violines de fondo y un rojo clavel en la boca, para salvarme de mi penosa rutina y convertir la vida de ambos en un tango. Simpatizamos inmediatamente: nos contamos nuestras vidas el tercer día y nos acostamos juntos la quinta noche. Es brillante, genial y medicinal. Está curándome un dolor profundo que ya daba por crónico e irrecuperable. Si la veis por la calle quizá no os parezca gran cosa; pero, para mi corazón, ella lo es todo ahora. Me empiezo a reconciliar con la humanidad. Comemos juntos un menú cada mediodía y hace semanas que no espero a nadie a la salida de ningún gimnasio. Sonia es bióloga, especialista en aves y doctorada con una

brillante tesis sobre ¡los pingüinos emperadores! Me lo contó tan tranquila, como si eso no significara nada especial, mientras tanto yo me derretía por dentro y me pellizcaba por fuera (no fuese a estar soñando). Ella, como yo, adora y respeta a esos animales y pasamos horas hablando de ellos en la cama. Han desaparecido mis pesadillas. Ahora duermo feliz: feliz como un pingüino. Solamente me queda una pena y se llama Manolito. Hemos perdido el contacto y creo que prefiere a su nuevo y musculoso padre. Sonia le quita hierro al asunto y me advierte sobre la adolescencia. «El chico regresará a ti», me dice. «Eres su único padre y deberás tenderle la mano cuando él se dé cuenta de eso», insiste. Han pasado cuatro años desde mi salida en calzoncillos a la calle gritando puta. Tres, desde la coz en los cataplines a Antonio. Dos, desde la última vez que hablé en persona con Manolito. Y uno, desde el primer chachachá con Sonia. Las cosas ocurren muy rápido: acabamos de llegar a la Antártida. Sonia con11


El Callejón de las Once Esquinas

siguió una beca de seis meses para venir a estudiar el cambio climático y sus posibles efectos en nuestros pájaros favoritos, y aquí estamos los dos, mano a mano, cumpliendo nuestros sueños, recopilando datos para la universidad y amándonos como ya creí que era imposible hacerlo. Nunca pensé que podría existir tanta calidez en el Polo Sur, aunque únicamente sea debajo de las mantas. Pero admito que sigo preocupado por Manolito, quien las últimas semanas en España no me contestaba al teléfono, ni tampoco me ha respondido las docenas de correos electrónicos que le he mandado desde la Antártida. Está claro: salió cabezón, como su padre. Pero esta mañana Sonia me ha sacado de la cama de un codazo. Me había dejado el ordenador encendido toda la noche y allí, en la pantalla, flotaba un mensaje con un remite inconfundible: manugarcia17@gmail.com. Nervioso como una novia en el día de su boda me he sentado frente al teclado y he abierto la misiva. Manolito decía estar preparado para perdonarme. «¿Perdonarme?», me he preguntado extrañado. Pero, tras seguir leyendo lo he comprendido rápidamente. No luché lo suficiente por él. Y opina que fui un cobarde al no aceptar un humillante régimen de visitas que me convertía en papá dos fines de semana al mes y en desconocido los restantes días de nuestras vidas, pero que al menos hubiese permitido que no perdiéramos del todo el contacto (como nos había ocurrido). Además, considera que deserté del todo cuando huí al Polo Sur. No simpatiza con Antonio (yo tampoco, la verdad, no creo que sea necesario que dé detalles) y piensa que, después de tanto tiempo de distanciamiento, algún día deberíamos hablar de hombre 12

a hombre y sin rencor. He mirado a Sonia, quien, de espaldas a mí, ha simulado examinar concienzudamente los niveles de carbono de unas muestras de hielo, permitiéndome de este modo derramar algunas lágrimas con cierta intimidad. Tras respirar hondo y henchido de orgullo por las sabias palabras de mi hijo, me he enfrentado al teclado, respondiendo: «Si quieres comprender a tu padre y perdonarle su increíble falta de luces, ven a la Antártida este febrero. Observaremos a los pingüinos y conocerás a Sonia. Yo hice ambas cosas y soy feliz. Besos. Postdata: tráete una buena bufanda, hace un frío de tres pares de cojones». Febrero es un buen mes para venir al Polo Sur porque es verano en la Antártida. Si mi hijo viniera, pasearíamos los tres y nos hartaríamos de ver pingüinos emperadores y a sus polluelos. Aprenderíamos muchas cosas y yo tendría el privilegio de conocer al hombre en el que se está convirtiendo mi hijo Manuel, que para mí ya no será Manolito nunca más. Con la esperanza de ese reencuentro me conformo. Ya no odio a la gente en absoluto. Ni siquiera me molesta oír la palabra spinning. Parece que la cicatriz se cierra después de casi un lustro y mi reconciliación con el mundo es completa: estoy en paz. Cuando regresemos a España estaré preparado para enfrentarme a Marta y para hablar de mejorar el tema de la custodia. Incluso me disculparé con Antonio por mi patética agresión. No pienso fallarle de nuevo a Manuel: esta vez no huiré a ninguna parte.


Once Cuentos Escogidos

III Epílogo Después de cenar, reviso el correo. Manuel ha respondido: «Nos vemos en febrero. Traeré bufanda. Besos. Manolito».

Relato ganador del VIII Certamen Literario Alfambra ,Teruel, 2014. Sergio Allepuz Giral (España) Blog: sergiallepuz.webnode.es

13


El Callejón de las Once Esquinas

Crónica de la luna vencida

Antonio

Bolant

«Si llega la lluvia, sus vívidas puntadas se inyectarán en la tierra inhabitada, ahogando la última muerte, alumbrando la primera vida».

I Aquel amanecer de inicios de primavera se despertó nublado. Hacía un buen rato que había salido a buscar hierbas y raíces que repondrían la despensa medicinal asignada a mi cargo, cuando las nubes cumplieron su amenaza y un repentino aguacero me obligó a buscar refugio en un abrigo de rocas. Allí la encontré, tras unos arbustos, moviéndose con torpeza entre los cadáveres de su familia. Aquel asomo de vida peleaba a muerte por las póstumas gotas de calostro que la lluvia diluía en los pezones de su madre inerte. Aún conservaba parte de la placenta compartida con sus hermanos, arrojados ya muertos a la estepa, como un maternal manto de despedida extendido antes del

malogrado parto, pero que empezaba a marcar con delatores aromas la senda del hambre de los depredadores. Por suerte, o quién sabe si por la lluvia, fui el primero en percibir el olor de un alumbramiento que tiró de mí y me atrapó con la adherencia de un vínculo. Con cuidado, recogí a la pequeña loba y la acomodé entre mis brazos mientras mis labios pronunciaban sin pensar la palabra Kuna, «nueva vida» en mi lengua. En ese momento, cesó de llover. Conocía muy bien la sensación de crecer sin familia; mi padre se había encargado de ello. Nunca ocultó la amargura de haber salido perdiendo en mi parto, el mudo reproche de no ser yo quien ocupara la tumba de mi madre, de

CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 3, septiembre 2017 14


Once Cuentos Escogidos

su compañera. No soportaba que un alfeñique enclenque le hubiera arrebatado el calor a sus noches y la luz a sus días, y un cazador inútil quedara para avergonzarle como un incomprensible estigma de los dioses. De no ser por Shatnûr, el viejo chamán de rostro inexpresivo y aspecto circunspecto que me acogió y cuidó, mi infancia hubiera sido imposible; sólo él podía enfrentarse al gran líder y reprobarle que dudara de los designios trazados tras las circunstancias de mi nacimiento. Shatnûr fue mi maestro, mi mentor. Me infundió confianza y me enseñó a respetarme a través del respeto hacia el otro, fuera hombre o bestia. Defendía que toda vida tiene un propósito, que la mía era una coordenada boreal en el atlas del destino. Entonces no comprendí qué quiso decir. Llegué al poblado con Kuna en brazos ante la visible aprensión de quienes me cruzaba. Aunque mis congéneres estaban acostumbrados a ignorar mis idas y venidas, no pasó desapercibida la presencia de una loba recién nacida, de una alimaña. Shatnûr la acogió de buen grado y con su ayuda la lobata salió adelante. Pero los recelos del resto, lejos de calmarse, estallaron a las pocas semanas con los primeros alborotos del juguetón cachorro. Ni la intermediación del influyente chamán evitó la tajante orden de deshacerme de «la bestia». Me la llevé pensando en la manera de desobedecer a mi padre y decidí ocultarla en una pequeña gruta entre los recovecos de unas grandes rocas. Kuna comprendió con rapidez la situación y aprendió la importancia de la espera. Durante la noche, aguardaba a que se colara el alba cuando apartaba la piedra con la que protegía la entrada. Durante el día, me esperaba paciente mientras

cazaba pequeñas presas, ayudado de torpes trampas que fui perfeccionando con la práctica. Una infancia de soledad desarrolla la observación y agudiza la percepción del entorno, lo que me resultó muy útil para cuidar de ella. A finales de verano, se había convertido en una espléndida loba, y yo, sin apenas darme cuenta, había adoptado una nueva vida.

II En ese tiempo aprendimos a cazar juntos, como si de un juego se tratara. Nos ocupaba la mayor parte del día tender emboscadas a roedores y aves de vuelo corto. Eran escurridizos, pero a base de errores averigüé las debilidades que nos daban ventaja. Cada vez fallábamos menos, cada vez éramos más letales. Resultaba una actividad tan excitante que, en algún descuido, nos acercarnos demasiado al poblado y alguien debió de vernos. Mi padre estalló en cólera. Semejante desobediencia fue el agravio definitivo, la última deshonra de un hijo vergonzante cuyo intolerable acto de indisciplina le proporcionó el pretexto necesario para desterrarme a pesar de la proximidad del invierno. La gruta era demasiado pequeña, por lo que nos vimos obligados a buscar otro refugio en las estribaciones de las montañas que se alzaban sobre el horizonte. ¡Qué valor demostró mi joven compañera ante el umbral de aquella cueva ocupada por un león cavernario! El impresionante inquilino aceptó la provocación de sus gruñidos, cruzó el telón negro de la abertura y antes de abalanzarse, cayó aplastado bajo una avalancha de rocas que provoqué desde lo alto de la entrada de la que ahora era nuestra caverna. Conseguimos así una guarida amplia y sobre todo segura, donde el antiguo olor de su propietario 15


El Callejón de las Once Esquinas

y un fuego permanente mantenían alejadas a las bestias. Shatnûr me había mostrado el poder de los amuletos, de modo que, esa misma noche —en parte por protección, en parte por acercar su recuerdo—, me fabriqué un collar de garras de león que ya no abandonaría mi pecho. Entretanto avanzaba el otoño, prosperaban nuestros éxitos de caza; siempre pequeñas presas que Kuna levantaba de sus madrigueras y conducía a donde les esperaba un lazo, un foso camuflado o cualquier otra trampa de las muchas que aprendí a tender. Trabajar en equipo nos concedió una oportunidad frente a la intemperie. Pasamos de ser dos lobos solitarios a un tándem de espíritus audaces que se compenetraban a la perfección, más allá de la barrera de las especies. Fluíamos como torrentes sobre el viento que peina la estepa, como fuego que abraza al barro, fortaleciéndolo. Pareciera que los cuatro elementos se hubieran reunido en dos hijos de la tierra. Nos convertimos en compañeros inseparables de un viaje peligroso pero enriquecedor, casi amantes que compartían el mismo lecho, salvo en las noches de luna llena, cuando la dama blanca tiraba de su instinto con invisibles hilos de luz mortecina hacia la noche de sus congéneres. Tuve que aprender a controlar los celos provocados por el inevitable influjo que ejercía sobre ella, a esperar paciente su regreso tras el cese de los aullidos y, ya cercano el alba, sentir su agitación cuando se arrebujaba entre mi duermevela y la calidez del fuego de la caverna.

que en su especie suele ayudar en la crianza. Quizá lo rechazara tras la cópula, quién sabe si por considerarme su único compañero; el caso es que parió una camada de cuatro crías en una larga estación donde la nieve cubría la práctica totalidad de la entrada de nuestra cueva y transformó los alrededores en un desierto inhóspito que congelaba la respiración. Aquel útero de piedra y fuego nos resguardó del inclemente tiempo, y el acopio de bayas de otoño y carne desecada nos aseguró el alimento durante la lactancia de los cachorros. En las monótonas jornadas de cobijo, solía observar el baile de sombras que las umbilicales llamas tomaban de las siluetas de los lobeznos y proyectaban en las paredes como pinturas tiznadas en constante movimiento. Una de ellas llamó mi atención; la de Upalei. Le puse ese nombre por la escasa prominencia de su cara, excepcional en su especie y, a buen seguro, la culpable de que sus hermanos III Con las primeras nieves, Kuna re- la relegaran de sus juegos. Desde un gresó embarazada. Sola, sin el macho principio me sentí identificado con esa 16


Once Cuentos Escogidos

lobezna de hocico corto. Las gotas de agua que saltaban desde los témpanos anunciaron el final de un aislamiento interminable. Como en otras ocasiones que la nostalgia apretaba, me acerqué a hurtadillas al poblado para confortar mi abandono, pero las cosas no parecían andar demasiado bien. Además de un paisaje desolado, el invierno les había dejado una mella muy profunda. Me llamó la atención la escasez de carne ahumada y de pieles tendidas al sol, el deambular lánguido de la gente, la ausencia de humo de hoguera en no pocas tiendas y sobre todo el eco mudo del silencio, roto bruscamente por algún llanto infantil que reverberaba con un estruendo desgarrador encogiendo el aire en mi interior. Con el ánimo abatido, volví con la manada envuelto en una pesadumbre que se mitigó al momento de ser recibido con los honores de un cabeza de familia.

IV Poco a poco reanudamos la actividad interrumpida por el tiempo helado. Mientras jugaban y se fortalecían, los cachorros aprendieron a encaminar pequeños animales hacia mis trampas. Ellos me consideraban el líder de su manada y solían mantener una equilibrada

distancia entre confianza y pleitesía que desaparecía cuando abrazos y caricias tomaban el relevo. Pero con Upalei esa distancia se diluía; sentía una inevitable predilección por ella que le significó ante sus hermanos y le comportó sus respetos Ylos celos parecen ser patrimonio de los humanosY. A excepción de Kuna, sólo a Upalei permitía compartir mi lecho de pieles. Su madre presentía su singularidad y aceptaba ese lazo invisible que nos mantenía unidos. El invierno siguiente superó en dureza al anterior; no por la crueldad del intenso frío, sino porque, tras la última luna llena del otoño, Kuna no regresó. Y el frío pasó adentro, derribando los pilares de su compañía. Y un espeso quebranto cubrió de llanto los anocheceres imperdonables que me dejaron suspendido sobre las abisales fronteras del desmoronamiento. Upalei tironeaba de mí, tratando de proporcionar un asidero al desconsuelo en un intento desesperado de sostener mi cordura y dirigirme hacia a la manada olvidada. Tuve, tuvimos que aprender a vivir sin ella, pagando el peaje que la muerte cobra hasta hacer rebrotar la existencia que se había atascado en la ponzoña de mi interior. La gélida estación se marchó, aunque ya nunca lo haría del todo. Reanudamos las jornadas de caza cargados con los escombros de su ausencia, como una manada de lobos fuerte y unida, siempre unida salvo en las dolorosas noches de luna llena, cuando la fulgente ladrona volvía a tirar del títere instinto, dejándome colmado el recuerdo y saciado el resentimiento hacia su inhóspito influjo que me dejó sin compañera. Por primera vez, sentí el odio del que culpa. Por primera vez, comprendí a mi padre. 17


El Callejón de las Once Esquinas

V El tiempo estaba cambiando. Los veranos no lograban sacudirse del todo el frío dejado por los largos inviernos. La vegetación mermaba y los grandes mamíferos que lograron sobrevivir migraron en busca de pastos suficientes; el hambre irrumpió en el poblado. Los hombres, grandes cazadores de bisontes y bueyes almizcleros, se vieron obligados a rasgar la piel de la gran madre buscando madrigueras con más desesperación que pericia. Los escasos resultados eran a menudo insuficientes para una desnutrición que no se marchaba y que sesgaba primero fuerzas y después vidas. Necesitaban ayuda, necesitaba ayudarles. Shatnûr me había enseñado que luchar por razones que tienen sentido hace que la posibilidad de perder merezca la pena. Así, en un amanecer otoñal, cubierto de niebla e incertidumbre, entré en el poblado aferrado a una antorcha. Las caras de sorpresa se desencajaron cuando tras de mí brotaron de la bruma cuatro grandes lobos arrastrando sendos camastros repletos de piezas de caza, pieles y carne desecada. Despacio, mientras los famélicos brazos que sujetaban arcos y lanzas se destensaban, recorrimos cada una de las tiendas que establecían el perímetro del asentamiento. Repartimos la carga y, sin romper el silencio, nos adentramos de nuevo en la niebla. Algunos pasos después, fuera del alcance de las miradas, tomó forma el cuerpo de Shatnûr difuminado entre el vaporoso gris. Se acercó sin decir nada y colocó su mano derecha sobre mi pecho al tiempo que la izquierda se posaba en el suyo. Pude escuchar las palabras de su corazón que latían en nombre de todo un pueblo. Pude sentir los abrazos en cada sístole, la rotunda gratitud de las 18

diástoles. Luego, se agachó sin vacilar frente a Upalei para acariciarle la parte ventral del cuello. Ante mi sorpresa, esta le respondió lamiéndole el rostro. Se enjugó, se levantó y desapareció.

VI Antes de cada amanecer del séptimo día repetíamos el recorrido como un ritual y la gente nos observaba a distancia con una mezcla de gratitud y recelo. Pasábamos como un río manso que empapaba la tierra seca y del que nadie se atrevía a beber. Hasta que, en el quinto amanecer, mi padre salió de su tienda y se dirigió hacia nosotros. Desconcertado, indiqué a los lobos que se detuvieran. Se situó delante de mí, me miró brevemente y paseó con ostensible incredulidad las yemas de sus dedos por cada garra de mi collar. Después, tomó unos instantes mis hombros entre sus manos y sin mediar palabra regresó a su tienda. Aquella fue su forma de darnos la bienvenida. Con un simple gesto había calmado las aguas turbulentas. A partir de entonces, nuestras llegadas se convirtieron en una celebración. Las visitas se hicieron más frecuentes y duraderas, aunque no siempre trajéramos comida. Los niños y los lobos no tardaron en congeniar, acostumbrados como estaban estos últimos al contacto humano que los pequeños no escatimaban. Para mí, esta situación significaba sortear por fin un pasado impenetrable; un niño sin familia que ya de hombre el destino parecía compensarle con dos. VII Una noche en que la redondez plateada lucía sobre un nítido manto de estrellas, cuando los lobos habían acudido a entremezclar sus cuadrúpedas sombras bajo su luz, Shatnûr, con su inexpresivi-


Once Cuentos Escogidos

dad habitual, me tomó del brazo y me condujo con turbadora solemnidad a la tienda de mi padre. Sin mover un músculo de la cara, me señaló la entrada y se alejó. El anciano guerrero estaba sentado en el centro del gran cono de pieles ensimismado en el crepitar de una hoguera amansada; pareciera que el humo de sus pensamientos volara hacia la abertura de la cúspide truncada para pintar en el lienzo estrellado una segunda Vía Láctea. Se levantó con lentitud, indicó que me acercara y me entregó cuidadosamente un objeto largo envuelto en piel de león. Se trataba de un hacha tallada, la que le entregó mi abuelo al cruzar la niñez, la herencia de decenas de generaciones, el nexo con mis antepasados. Por primera vez, buscó mi mirada para quedarse en ella mientras yo sostenía tembloroso su posesión más valiosa. Nunca me había sentido tan próximo a él. Esa mirada irradiaba, so-

bre un silencio ensordecedor, la admiración por el hombre en el que me había convertido y la inmensa gratitud por calmar la hambruna de su pueblo, de nuestro pueblo. Me invitó a que me sentara y la conversación fluyó como agua que se filtra entre las rocas para buscar un lecho. Pude notar bajo la vieja lumbre de la arrogancia las ascuas del arrepentimiento. Esa noche, en su tienda, dormí en paz con el pasado. Esa noche me reconcilié con mi padre. A veces, los errores, latentes bajo el implacable poso del tiempo, encuentran cauce en lo sombrío. El hombre, al masticar su orgullo antes de tragárselo, consiguió no perderse el respeto a sí mismo, pero para el altivo jefe, haberse dejado cegar por el dolor que la muerte inflige y saldar la rabia con el destierro de quien les había salvado la vida, suponía mucho más que asumir una equivocación; le aplastaba el convencimiento de haber fallado a su pueblo. Así, aplicándose implacables leyes ancestrales, mi padre se marchó antes del amanecer, para siempre. Sólo encontramos su cetro de mando en la entrada de la tienda del miembro más anciano del consejo y su penacho de plumas tendido junto a mí.

VIII Finalizado el verano, regresamos de nuevo a nuestro refugio de piedra. Necesitábamos prepararnos durante el otoño para que el invierno nos concediera la oportunidad de volver. Fue un tiempo frío de impaciencia y agitación en el que la danzante hoguera destilaba la evocación de la inolvidable mirada de mi padre, de las acogedoras voces de la gente; donde las tiznadas paredes no dejaban de murmurar la ausencia de Kuna. Traté de asimilar los acontecimientos 19


El Callejón de las Once Esquinas

que habían entrado a borbotones desde aquel primer encuentro bajo la lluvia y que me habían arrastrado entre dos mundos contrapuestos que ahora parecían querer confluir. Era consciente de que el reto de sobrevivir en este páramo blanco me había dado un lugar en la tierra, pero en mi interior se abría paso el deseo de vivir entre mi pueblo, algo que sabía imposible sin la compañía de los lobos. Con el inicio del deshielo, nos acercamos al poblado no sin cierta incertidumbre que se deshizo con rapidez ante la calidez del recibimiento. Reanudamos la convivencia con el propósito de convertir cada instante en un punto de encuentro. Ocupé mi tiempo en enseñar a los cazadores a elaborar trampas y a cazar junto a los lobos. Con cada pieza cobrada, el trabajo en equipo se volvía más fluido, más espontáneo. Poco a poco, los hombres fueron confiando en ellos hasta dejar atrás los recelos. Los niños estaban encantados con sus compañeros de juegos y las expresivas miradas de las mujeres desbordaban alivio. Aquellas gentes, mi gente, se convirtieron en nuestro hogar y nosotros dejamos de ser sus invitados; el invierno siguiente, como los sucesivos, ya no regresaríamos a la cueva.

IX Relumbraba el último plenilunio de la tardía primavera. Liberada del velo oscuro de las nubes que la merodeaban, la luna reapareció como blanca partitura sobre un negro atril abovedado. Parecía desafiar a la luminosidad de la

gran hoguera alrededor de la cual todos estábamos reunidos, como solíamos, tras la puesta de sol. Los lobos se sumaron de inmediato al coro de los aullidos y salieron con prisa hacia la tenue oscuridad, solo que, antes de diluirse entre las sombras, Upalei aminoró la carrera hasta detenerse. Durante unos instantes permaneció plantada ante la estela plateada de sus hermanos. Yo la observaba sorprendido. Notaba bajo su pelaje el intenso forcejeo entre su voluntad y el atávico influjo que tiraba de su piel. La mía se había erizado pellizcada por el tiempo paralizado. Era una lucha desigual, como las que obligan a derrotar imposibles, pero esa loba atesoraba la entereza de la que no teme construir. Por fin, tras unos momentos encarnizadamente sostenidos, Upalei se sacudió la tensión acumulada, se giró con parsimonia y trotó hasta donde me encontraba, en busca del calor de la hoguera. Y allá arriba, parásita, codiciosa, vencida, quedaba la luna suspendida. En esa ocasión, como en otras muchas, Upalei eligió la compañía humana, como también harían los descendientes de sus hijos. Con la piel aún erizada, hundí mi mano en el pelo de su lomo y sentí la misma sensación, la misma sacudida que tiró de mí la primera vez que encontré a su madre. Entonces reparé en Shatnûr, que no había dejado de observarnos. Tal vez fuera mi imaginación o el baile de las llamas en su hierático semblante, pero me pareció advertir una especie de mueca que bien pudiera parecerse a una sonrisa.

Antonio Bolant Rodríguez (España) 20


Once Cuentos Escogidos

Agua

Carmen

Parece que dentro rumorease el mar...

MARCELA llegará hoy, mamá. Quizás debiera posponer este encuentro que no deseo, que temo. Nunca quiso poner los pies sobre esta alfombra, ni contemplar con sus ojos tristes los retratos que yo le hiciera. Tu presencia sigue aquí todavía, en la casa, de la que siempre fuiste reina y señora. Cerciorándote de que todo está en orden: el mantel impecable, con tus rosas de papel en el búcaro; la cocina reluciente. La fruta en el frutero: una manzana, un par de naranjas y bananas. De cera, por supuesto. Todo está así perfecto, inmutable: como usted lo quiere. Sé que lo he hecho bien. Como es su costumbre, vendrá por la noche, acariciará mi frente y sentiré sobre mis

Hinojal

labios su boca desmayada. Cuánto tarda Marcela, madre. Presiento que no se atreverá a venir. Ya son las seis, y el tiempo, que amenaza tormenta, parece detenido en la esfera del reloj. Estoy otra vez sediento. Miro su retrato, madrecita. Y, como siempre, pido de usted su aprobación. Bajaré al sótano a saciarme, aunque muy pronto tendré que reponer los botellones, que guardo previsor en el arcón.

—Hijo, no bebas tanto en las comidas. Es de mal gusto, y parece que no disfrutas con mis guisos. —Sí, mamá. Pero el puré es tan espeso… me es imposible tragarlo. —Este chico es un odre, no me come

CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 10, junio 2019 21


El Callejón de las Once Esquinas

nada, sólo se hincha de agua. ¡Deja la jarra en paz! ¡Déjala te digo, ahí, quieta! —Ya la dejo madre, mírela, ni una sola gota derramada, ni una sola.

Decía que con cada cucharada de puré me había tragado un océano. Y, será que tiene razón, madre. Tengo el estómago tan hinchado, que parece que dentro rumorease el mar. Mamá, tengo miedo, miedo de que explote en el salón, sobre la alfombra. Temo que se desborde y arrase la mesa, y que se escurra bajo la puerta de su dormitorio y se lleve el perchero, empapando el sombrero de fieltro de papá. Pero soy débil y no puedo dominar esta ansia por beber. ¡Toque mi barriga madre!, redonda, como su vientre preñado en toda su plenitud. El grifo de la bañera ya no gotea desde su muerte. Hace mucho que no me baño. De sobras sé que la piel también absorbe la humedad, ni siquiera la tocaré. Marcela no ha venido, y las agujas del reloj de pared se han detenido en las siete. ¿Se da cuenta, mamá? Desde que ya no está conmigo, no vienen los tíos a vernos: ni Pascual, ni Anselmo... ni ninguno de nuestros parientes. El sábado les vi pasar, juntos, como de costumbre. Venían de otro entierro. Comentaban la novedad que relataba la prensa sensacionalista: «Han encontrado, pulcramente facturados en paquetes de kilo, cinco cuerpos desmembrados de mujer». Me siento agradecido por sus halagos: soy un hombre concienzudo y limpio. Siempre es importante que se reconozca una buena labor. Todos contentos, ellos tienen su portada y yo he satisfecho mi necesidad de beber.

Nuestros parientes debían conocer a las finadas. Son tan sensibles, que lloraban a lágrima viva. Tuve que alejarme de ellos, no quería que me empaparan la camisa. Yo sé, mamá, que hubieras distinguido que la mancha no era de agua, ese cerco salino que deja la lágrima es inconfundible. Ya ve, nada les dije, y me volví para casa. Pero calle, escuche… creo que un coche se ha detenido en la calle. ¿Será Marcela? ¿Habrá venido en contra de mi pronóstico? Sí, madre, no me mire así. Estoy angustiado, pero no soy un llorón, ni siquiera lloré su muerte y usted sabe por qué. Perdone un momento, que voy a abrir. No es Marcela, mamá. Hay un coche de policía con la sirena puesta. Y un hombre y una mujer, vestidos con uniforme, que aguardan a que les abra. Ya le dije que Marcela no vendrá. Sí, claro que lo sabía. Desde ayer tarde, madre. Pero no quería preocuparla. No me lo reproche, ella se empeñó. Se empeñó que nos bañáramos. Si me hubiera pedido otra cosa… Pero quiso hacer unos largos, nadar como en los tiempos de la escuela. Yo me negué, la advertí, la empujé, perdió pie… En un segundo flotaba inerte en la piscina. Aún puedo ver sus ojos tristes. Y las uñas de colores intentando agarrarse al borde resbaloso. La siento, viene en mi busca. Como un torrente me envuelve, me asfixia: ¡Protéjame, madre! ¡Le juro que no la maté!, a ella no…. Usted nunca hubiera permitido que matara a mi hermana. ¡Fue el agua! Que me arrastra desbocada, hundiéndome para siempre en la humedad de sus entrañas.

Carmen Hinojal Amores (España) 22


Once Cuentos Escogidos

Siguiendo el programa Luisa

Hurtado Eran los elegidos para vivir o las traidores que habían huido...

de los Los padres padresdedeloslospadres padres de palos dres de de los los humanos que que transporto padres humanos transabandonaron un día launTierra, plaporto abandonaron día laun Tieneta un herido de muerte que ya rra, planeta heridoendeel muerte era elimposible Ellos tomaron en que ya vivir. era imposible vivir. una decisión sus viEllos tomarondifícil: una hipotecar decisión difícil: das y las desuslasvidas generaciones les hipotecar y las de que las geseguían porqueunales simple neraciones seguíanesperanza, por una una promesa o una quimera. simple esperanza, una promesa o unaNavegamos quimera. juntos desde entonces, Navegamos yo he sido juntos testigo desde mudo entonde su largoyoviaje de sutestigo evolución. ces, he ysido mudo de su Enviaje un principio los Primeros, aún largo y de su evolución. conEn el recuerdo de su planeta natal en un principio los Primeros, la retina, toaún con transmitieron el recuerdo dea sus su hijos planeta do lo que supieron: la vi-a natal en lapudieron retina, ytransmitieron da yhijos la muerte, éxitospudieron y los errores, sus todo lolosque y sula bellezala yvida el horror, dudando siemprey enpieron: y la muerte, los éxitos los tre si eranla los elegidos vivirdudando o las traidores errores, belleza y elpara horror, siemque entre habíansihuido cuando las cosas pusieron feas. pre eran los elegidos para sevivir o las traiPero aquellos hombres y mujeres desapadores que habían huido cuandohace las mucho cosas sequepusieron recieron, el espaciohombres es oscuroyymujeres frío, no hace hay puntos en feas. Peroy aquellos muchoazules que deél y es difícil distinguir una esestrella saparecieron, y el espacio oscurode yotra. frío, no hay puntos azules hijos de los hijos una de sus hijos de hanotra. leído en mi memoria todo en él yLos es difícil distinguir estrella lo queLosfue,hijos perodese los sienten y presos de un destinotodo que no hijossolos, de susabandonados hijos han leído en mi memoria lo

CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 3, septiembre 2017 23


El Callejón de las Once Esquinas

que fue, pero se sienten solos, abandonados y presos de un destino que no han podido elegir. Oigo su enojo en mis pasillos. Han empezado a creer que la Tierra los echó, que sólo son los herederos de los que fueron desheredados, que detrás de sí se quedó la vida y el aire y las plantas y el azul que construía olas, y que las otras imágenes que tengo, las guerras, los escombros y la hambruna son aquellas que los Primeros les dejaron queriendo engañarlos como a niños. Y yo, que sólo traslado sus vidas presas del tiempo y del espacio, no tengo más misión que viajar hacia un sitio que no conocerán huyendo de un lugar que nunca vieron. Mido el descontento, siento que ha llegado la hora y ejecuto el programa. Hago que a sus terminales llegue la fatal noticia: la Tierra ha dejado de existir; es el último mensaje del último superviviente, sólo para ellos. Registro cómo sus ojos se nublan, cómo se hace el silencio y ahora juntos, juntos de nuevo, seguiremos nuestro viaje hasta llegar algún día a algún sitio en algún tiempo. Luisa Hurtado González (España) Blog: microrrelatosalpormayor.blogspot.com.es

Luisa Hurtado González (Madrid ­ España) Blog: microrrelatosalpormayor.blogspot.com.es

24


Once Cuentos Escogidos

Sobre lo nuestro

Enrique

Mochón

Siempre había temido ese momento...

JAMÁS me dio por escribirte una carta de amor. Y el caso es que tenía que haberlo intentado al menos, aunque solo hubiese sido por corresponder a las tuyas. Entre mis escasas pertenencias, estén donde estén, debe de haber una carpeta llena con todos aquellos papeles que me entregabas con tus escritos y poemas. Eran siempre acerca de nosotros dos, y en ellos el amor resplandecía como una gran luminaria ante la que las sombras y los oscuros peligros que lo acechaban huían despavoridos como fieras en presencia del fuego. Yo los apreciaba. Los leía con gran detenimiento mientras tú trasteabas en el móvil, canturreabas bajito o te mirabas las uñas, como distraída pero anhelante de cual-

quier comentario mío, y cuando acababa te besaba del modo más dulce que sabía y bromeaba luego acerca de la sinceridad de aquellos frutos de tu agitado interior o de la posible identidad del chico que aparecía en ellos. Pero lo cierto es que mi cabeza rara vez estuvo para esa clase de asuntos, y en cuanto doblaba y guardaba aquellos papeles en el bolsillo de la camisa me olvidaba de su existencia. Ya sabes que siempre viví nuestra relación de un modo muy distinto al tuyo: a aquella incómoda situación de constante riesgo, en mi caso había que sumarle un hondo sentimiento de culpa que con frecuencia me impedía gozar de tu compañía como es debido.

CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 4, diciembre 2017 25


El Callejón de las Once Esquinas

Tampoco hubo nunca nada que me impulsara a coger papel y lápiz. Creo que para eso no basta con estar enamorado. Dicen que el corazón que se entrega a romanticismos de ese tipo es con gran frecuencia aquel que sufre. Y yo en ese aspecto, dejando a un lado mi terco pesar, no tenía ningún problema. Ni celos, ni incertidumbres, ni deseos insatisfechos, ni nada parecido. Es ahora solamente, ya ves, cuando no puedo escribirte nada ni tú podrías leerlo aunque lo hiciera, que tengo más necesidad de hablar contigo que nunca. En ello tiene mucho que ver la nostalgia que provoca tu ausencia. Pero sobre todo, que nunca he sentido nada que merezca tanto la pena ser dicho como ahora. Por supuesto que hay también un montón de cosas insignificantes que me gustaría decirte. Pero esas procuraré callarlas. Si hay algún resquicio dentro del concepto de lo imposible (porque en casi todo hay excepciones) que permita que estas quiméricas palabras lleguen a su inexistente destino, en ese inverosímil a todas luces caso no quisiera malgastarlo con banalidades. Más que nada quiero hablarte de aquel espacio de tiempo cuya duración no podría calcular y que supuso el final de nuestra existencia. Aquel en el que empezamos tan juntos como dos personas puedan estarlo y en el que acabamos cada uno por un lado; bastante cerca el uno del otro, es verdad (mi mano izquierda a menos de un palmo de la tuya), pero más lejos de poder tocarnos de lo que jamás habíamos estado. A menudo se tarda demasiado en tomar conciencia de la realidad. Sobre todo cuando ocurre algo que se sale de lo habitual. En este caso sólo comencé a comprender la magnitud y la trascendencia de lo que nos había pasado en el 26

instante en que la policía entró en la habitación y encontró aquel macabro escenario: los restos del naufragio; el desenlace imprevisto de lo que se había iniciado como una placentera tarde de finales de junio a solas en tu casa. Era uno de los días más largos del verano, y aunque no era temprano el sol entraba todavía con fuerza por los visillos llenando de vida y de luz las partículas que flotaban en la pesada atmósfera del dormitorio. Tu cuerpo yacía inmóvil sobre el colchón con dos disparos en el pecho y el mío agonizaba en el suelo desangrándose a borbotones por el cuello. Aquella carne, momentos antes rebosante de ímpetu y arrogancia, bella en su despliegue de amor y pasión sobre las sábanas, se mostraba ahora inerte y humillada, manchada, casi grosera. Cerca de nosotros, completando una composición casi perfecta entre tu figura y la mía, ambas horizontales aunque con distinta orientación y altura, estaba tu marido, que poco antes había irrumpido pegando tiros y ahora permanecía sentado junto a la cama mirándote como hipnotizado, con el rostro surcado de lágrimas y la pistola aún caliente entre las manos. Pablito “El Jirafa”. Fui yo quien le puso el mote cuando éramos niños en honor a su larga y desgarbada figura y ese cuello que bien podría haber doblado en longitud al mío. Vivía tres casas más arriba que yo y cada día íbamos juntos a la escuela. A veces lo esperaba sentado en el tranco de mi puerta, pero si era temprano me acercaba hasta la suya y entraba a verlo desayunar como quien entra en su propia casa. Por el camino no parábamos de jugar y reír, pero sobre todo hablábamos y nos confiábamos secretos que jamás habríamos contado a nadie. Luego llegábamos al patio del colegio, nos juntábamos con


Once Cuentos Escogidos

el resto de amigos, y todo cambiaba. Mejor dicho, era yo quien cambiaba. Porque Pablito era el mismo en todo momento. Siempre. Ay, Pablo. No sabría decir el tiempo que llevaba allí sentado a tu lado, destrozado por completo y sin quitarte los ojos de encima. El caso es que al oírlos llegar se metió el cañón en la boca y disparó la única bala que le quedaba. Los agentes tardaron un poco en reaccionar, sobre todo porque el más joven estaba notablemente conmocionado. Pero en cuanto pudieron lo primero que hicieron fue comprobar nuestro estado. Dijeron que los tres estábamos muertos. Y después se pusieron a echar fotos y a recoger muestras al tiempo que lanzaban hipótesis sobre los hechos (no era un caso muy complicado, ciertamente) y hacían valoraciones más o menos triviales sobre el papel de cada uno de nosotros en todo aquello. Ni qué decir tiene que a ti y a mí nos tocó la peor parte en un asunto que no dudaron en etiquetar como «crimen pasional», irónico adjetivo si tenemos en cuenta las cosas que a menudo contabas de Pablo. No sé vosotros, pero yo pude oír aquella conversación durante un buen rato, no me preguntes por qué, y más

tarde, cuando dejé de oír, el pensamiento aún me siguió funcionando. Me vinieron entonces recuerdos de mi más temprana infancia, algunos de ellos sepultados hasta entonces en el olvido más completo, y me alarmé. Siempre había temido ese momento en el que dicen que circula ante tus ojos tu vida entera. Ya sabes que la mía, en general, había sido particularmente fea y aburrida, y me aterrorizaba la sola idea de tragármela de nuevo. Decidí, pues, tomar las riendas del asunto buscando un pensamiento agradable, como hacía a veces cuando iba a dormir, y enseguida apareciste tú, tan solo unos minutos antes, agitando tu cuerpo sobre el mío, con los cabellos sueltos sobre los hombros y aquella insoportable belleza de tu pecho desnudo. Parecías triste y feliz al mismo tiempo, aunque como siempre, y es una lástima, no quise darle demasiada importancia. Volvieron también con esa imagen tuya tus últimas palabras, justo antes de que apareciera tu marido. Era una pregunta que formuló tu boca, o tu mirada, no estoy seguro, que yo no respondí ni con mis gestos ni con mi voz, tal vez por considerarla intrascendente, pero que en vista de lo ocurrido cobraba ahora una in27


El Callejón de las Once Esquinas

mensa relevancia; como un garabato de lápiz sobre un papel convertido de repente en epitafio esculpido en la piedra. Acaricié con dulzura aquella dolorida frase que en cierto modo encerraba la clave, el sentido de cada minuto de los últimos años de nuestras vidas, y asentí con toda mi alma, demasiado tarde, pero te dije que tenías razón, que pasara lo que pasara lo nuestro habría merecido la pena. Poco después también dejé de pensar.

Enrique Mochón Romera (España)

28


Once Cuentos Escogidos

El luthier

Pablo

Núñez CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 9, marzo 2019 29


El Callejón de las Once Esquinas

Sin duda era una misión difícil...

El deseo Manuel pasó la noche en la playa con un tarro vacío, intentando atrapar una estrella fugaz. Su cabeza era un hervidero donde la llama de un deseo incumplido le quemaba las entrañas y había tomado una determinación: buscar ayuda en el universo. De repente vio una luz que se acercaba y su corazón empezó a desbocarse. Con el sigilo de un puma que va tras su presa, se acercó y, de un zarpazo, consiguió meterla en su bote. Al mirarlo detenidamente, vio que lo que había cazado era una luciérnaga, y el entusiasmo del principio se fue diluyendo en una mezcla de angustia y decepción. Cuando la luna comenzó a apagarse, cogió su presa, la guardó en la mochila y se marchó, dejando las huellas de su desilusión esparcidas por la arena. Lo que no sabía es que allá arriba, por petición expresa de su madre, las constelaciones habían hecho horas extras para que Manuel encontrase su estrella fugaz, y que lo que se movía dentro de su tarro no era una luciérnaga.

El encargo Aquella mañana el sol tardó en salir, quizá porque los gallos comenzaron a cantar más tarde, pensaron algunos. El amanecer tuvo que dejar los preámbulos rojizos y las sombras de las fachadas encaladas desaparecieron sin previo aviso. La noche había sido larga y en el pueblo los sonidos de la vigilia permanecieron amortiguados más de lo habitual, hasta que un torbellino surgió de cada casa, 30

intentando emparejar los pasos de las costumbres con el de sus horarios. Manuel, inmune al extraño efecto que se había apoderado del ambiente y a las carreras de sus vecinos, llegó a su casa. Como venía haciendo desde que su padre le enseñó el oficio, abrió su taller y colgó encima de la puerta un letrero de madera en el que se podía leer: «Luthier. Se afinan instrumentos y se crean melodías». Se sentó en su taburete y se puso a trabajar en la reconstrucción del laúd que un ermitaño le había traído hacía unas semanas. Aquel hombre no era lo que aparentaba ser, más bien, parecía un hechicero: sus ojos eran capaces de atravesar los pensamientos ajenos y Manuel lo supo cuando cruzaron sus miradas. Algo familiar se le escapaba, mas él no era adivino y su profesionalidad estaba por delante de cualquier enigma. Le pidió que pusiera todos los sentidos para que el instrumento sonara igual que antes de ser destruido. Sin duda era una misión difícil, pero si alguien tenía la habilidad de llevarla a cabo, era él. No en vano, ya había sacado de sus manos una flauta a la que consiguió amoldar las notas precisas para que un chico librase a un pueblo cercano de una plaga de ratones.

Mariposas Al sonar las once en el reloj del ayuntamiento, la cadencia de su pulso aceleró el ritmo y se perdió en un mundo imaginario, hasta que unos golpecitos en la puerta lo sacaron de su ensueño. Abrió y allí estaba el motivo de sus desvelos. María venía con sus


Once Cuentos Escogidos

cántaras de leche a despacharle el litro diario que él le pedía con el cuerpo embebido en un amor tan recatado, que apenas le salía un hilillo de voz. Ella le sirvió su leche y le sonrió, y todas las mariposas que vivían dentro de Manuel se pusieron a volar a la vez. Aquel efecto se iba apagando poco a poco; le duraba hasta que María doblaba la esquina para seguir su ruta. Manuel se sentó de nuevo a reanudar su tarea sin fijarse en que un pequeño haz de luz se revolvía en la alacena.

María María era un alma joven que siempre vestía con ropas claras, como la luz que desprendía, hasta que la muerte de su marido la encerró en unos rigurosos trajes negros que le hacían rozaduras en el alma. Aquel hombre había llegado a un acuerdo con sus padres: a cambio de unos cuartos y un papel firmado en el que les dejaba el pajar, las vacas y la lechería en herencia, María fue entregada en matrimonio. Ella, todo dulzura, guardaba en su interior el temperamento de una fiera salvaje cuando se le atacaba, y en la noche de bodas, al sentir muy cerca el aliento amargo del marido, sacó de su liguero un puñal. Se lo puso en la garganta y juró delante del crucifijo que coronaba la cama que si le rozaba alguna vez, las sábanas acabarían teñidas con su sangre. Romualdo se amilanó ante la determinación de aquellas palabras y hasta el día de su muerte durmió en la habitación de invitados. Con la mirada llena de asombro y vergüenza, le pidió que, para guardar las apariencias, se comportaran como una pareja bien avenida. María accedió ante los ruegos de aquel hombre, para evitar las habladurías con que ciertos vecinos envenenaban las vidas ajenas y engaña-

ban el tedio de las suyas.

Manuel Manuel siempre vivió entre los consejos de su padre y las enseñanzas de su madre. Él le mostraba todos los secretos del oficio y, mientras aprendía a tejer los orificios por los que las melodías salían, se preguntaba cómo les daba para comer con aquel trabajo, pues en el pueblo solo había un músico, el organista de la iglesia que, una vez al año, poco antes de la misa del gallo, pedía a su padre que afinara el órgano, lo único de valor en una parroquia donde habían más desconchados que santos. Lo descubrió cuando empezó a revisar los libros de contabilidad. Hasta entonces, no supo que por las manos de su padre pasaba todo lo que emitía algún sonido en la Sala Dorada de la Musikverein de Viena, en los conciertos de año nuevo. Tiempo después, averiguó que no solo se dedicaba a afinar los instrumentos, sino que, en alguna ocasión, había señalado cuál era el director que debía escoger 31


El Callejón de las Once Esquinas

astrología mezcladas con algunas leyendas. De ahí le vino a Manuel el amor por el universo y, cada vez que quería resolver algún misterio, se iba a pensar mientras miraba la inmensidad del firmamento. A su madre se la llevó el destino disfrazado de tranvía, justo cuando se lanzó a la calzada para salvar al hijo de su vecina, que se había desenroscado del regazo de aquella mujer para lanzarse por una canica que había visto en el empedrado de la calle. Durante mucho tiempo, el cielo estuvo negro para Manuel, hasta el día en que conoció a María.

El encuentro

la orquesta para que aquellos instrumentos sacaran toda la belleza que tenían dentro. Murió sin hacer ruido, sentado en su taburete mientras limpiaba una flauta travesera. Aquel año, la orquesta comenzó el concierto con una marcha fúnebre en su honor. Su madre le contaba cada noche una historia inventada y, los fines de semana, lo llevaba al puerto. Se sentaban en un banco de piedra a contemplar las estrellas, y allí le fue dando nociones de 32

Por el pueblo se había propagado que un nuevo sacerdote había echado con sus lecturas y homilías a los cuatros santurrones que nunca faltaban a misa. Aquella novedad hizo que la parroquia se llenara a la semana siguiente y que, desde entonces, no quedase ningún rincón vacío cada vez que predicaba. A Manuel le picó la curiosidad y un domingo se puso su traje menos gastado y cruzó por primera vez la puerta de la parroquia sin el encargo de afinar el órgano. Aquel día, el padre Carlos se puso a leer los primeros capítulos de «El conde de Montecristo». Cuando llegó al instante en que encerraban a Dantés en el castillo de If, comenzó la homilía hablando de la capacidad única de Dumas para crear una aventura desde sus primeras páginas y santificar una venganza. Tras una pausa, bajó del púlpito y, entre los bancos, siguió diciendo que Dios, sin duda, le dio a ese hombre un don que supo explotar por el bien de sus prójimos, y algunas cosas más que Manuel dejó de escuchar en el momento que vio a María. Cuando terminó la


Once Cuentos Escogidos

misa, como si un resorte le hubiera empujado hacia una de las pilas, sacó de ella agua bendita ahuecando la palma de la mano y se la ofreció delante de su marido. Ella, con la yema del índice, le rozó y se hizo la señal de la cruz, dejando unas gotitas humedeciendo su frente y llevándose el corazón de Manuel para el resto de sus días.

El duelo A pesar de que Romualdo seguía respetando los deseos de su mujer, no consentía que ningún intruso tuviera la más mínima intención de pensar en ella, y el luthier había traspasado con creces la barrera del decoro. Tiró del brazo de María y siguieron su camino, mas él no olvidó aquella afrenta. A la mañana siguiente, Manuel encontró una nota atrapada en la puerta del taller. Romualdo lo retaba a un duelo la noche siguiente junto al faro abandonado, justo cuando sonara la última campanada de las doce. Aquel faro nunca había dejado de alumbrar, aunque se tenía constancia de que se había cumplido el deseo del último farero: lanzar sus restos al mar. No obstante, la luz seguía dando vueltas, mostrando a los pocos barcos que navegaban por esos lares el brillo de las mareas y la espuma de los temporales. A la hora fijada, los duelistas se encontraron frente a frente, Romualdo, con un sable en la mano derecha, Manuel, con un laúd. Antes de que Romualdo pudiera dar la primera estocada, creyendo que el arma de su contrincante era un trabuco camuflado, Manuel se puso a rasgar las cuerdas del instrumento. Aquella mezcla de notas discordantes se enredó en el cuello de Romualdo, que cayó de rodillas, hasta que un si be-

mol final acompañó su último aliento. Por primera vez, Manuel había usado el laúd que le regaló su padre y que sólo contenía dos melodías, tras tocar la que atraía a la muerte. Enrabietado por haberle quitado la vida a un hombre, destrozó el instrumento contra el faro y corrió hasta la playa, a rezar una plegaria por aquel desgraciado que no supo por qué ni cómo había muerto.

Caso cerrado Los oficiales del pueblo, al encontrar el cuerpo de Romualdo sin aparentes signos de violencia, lo llevaron al forense que, tras un somero estudio, determinó que el deceso lo había provocado un fallo cardiaco. Desde ese día María fue obligada por la familia a guardar un luto riguroso, mientras se frotaban las manos pensando en el pajar, las vacas y la lechería. Y así fue como María sustituyó a Romualdo y comenzó a despachar la leche por el pueblo, y un luthier que jamás la probaba, pues le descomponía el vientre, encargaba un litro diario.

El laúd Manuel reconoció el laúd que le trajo aquel extraño. En un primer momento pensó que, quizá, fuera un detective disfrazado que quería mostrarle la certeza de que la muerte de Romualdo había sido premeditada. Una vez reconstruido, tendría la prueba incriminatoria y al culpable. Si su destino era pasar el resto de sus días en una mazmorra, él no pondría impedimento. Con el esmero que siempre ponía en su trabajo, fue dando vida de nuevo a aquel laúd, introduciendo entre sus cuerdas las dos úni33


El Callejón de las Once Esquinas

cas melodías para las que fue diseñado, Ahora, coge el laúd y haz lo que tienes y lo dejó colgado en la pared, a la espera que hacer». de aquel hombre y de los acontecimientos que vinieran con él. La melodía

El ermitaño No tuvo que esperar mucho tiempo para que vinieran a recoger su encargo. Nada más entrar aquel hombre, sin mediar palabra, Manuel descolgó el instrumento y se lo entregó. El ermitaño, entonces, pidió una escofina y se puso a perfilar los bordes de madera de aquel laúd, hasta que de la boca del mismo fue saliendo la sombra de un pentagrama. Luego, dejó una nota entre las cuerdas, se lo devolvió y, tras quitarse el gorro que le tapaba el rostro, fue despareciendo poco a poco. La nota «Hijo mío, he podido ver el sufrimiento que te ha provocado el matar a un hombre. Piensa que eras tú, o él, e hiciste lo correcto. Ya no tendrás que preocuparte más por esa melodía, me la he llevado conmigo a mi faro, donde mi espíritu se retiró cuando me llegó la hora. Es un buen sitio. Desde allí puedo verte y, de noche, alumbro a tu madre para que sea la estrella que más brilla.

Cuando leyó la nota, Manuel al fin supo por qué le era tan familiar la mirada de aquel hombre. Abrió la puerta y vio que el faro estaba encendido, apuntando al cielo, hacia una estrella que brillaba más que las demás. Agarró el laúd y, con pasos decididos, se dirigió a la casa de María. Se apoyó en un árbol y comenzó a tocar aquella melodía que tan solo podía interpretarse una vez en la vida, y que era efectiva si la persona que la escuchaba sentía lo mismo que él. María abrió y lo llamó por su nombre y le hizo un gesto para que entrase. Lo dejó en el salón mientras trasteaba en su vestidor y, al instante, volvió con todos sus trajes negros hechos un ovillo, se acercó a la chimenea, y los fue quemando uno a uno. Después, lo cogió de la mano, lo llevó a su habitación, y cerró la puerta. En ese momento, en la casa de Manuel, una luciérnaga empujó el tarro donde estaba encerrada y lo rompió. Una vez libre, se quitó su disfraz y comenzó a volar de regreso a su trozo de cielo, dejando una estela a su paso, como si fuera una estrella fugaz.

Pablo Núñez (España) 34


Once Cuentos Escogidos

El club de los 27 Héctor Daniel Olivera Campos

No iba de farol... CUANDO LLEVAS TODA LA tu vida, y los figurantes que quedan sueVIDA viviendo en el mismo barrio se len ser vecinos recalcitrantes y malhuproducen fenómenos indeseables; uno morados, siluetas cuya contemplación de ellos consiste en que acabas cono- no te inspira otra cosa que hastío o irriciendo a todos los zumbados del vecin- tación. Los notas y los colgados no emidario. A medida que creces y te gran; sales a comprar el pan y allí están adentras en ese páramo que es la vida ellos, poblando el paisaje urbano con la adulta, los lazos que te unían con tus misma furia que hace veinte años. Ellos amigos de la juventud se van diluyendo te saludan, te abordan, te piden tabaco abrupta o lentamente. Las personas que y, lo que es peor aún, te conocen por el te apetecería frecuentar se mudan, ha- nombre y se enganchan a darte la murcen mutis por el foro en el escenario de ga con el propósito de volcarte todas sus

CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 6, junio 2018 35


El Callejón de las Once Esquinas

obsesiones. Supongo que lo que digo no es muy compasivo, pero macerarse años y años en el apartamento-colmena de un polígono, contemplando un eterno desfile de idénticos rostros que el transcurso de los años va pudriendo con lentitud, tampoco es la mejor trinchera que puede depararte esta vida para derrochar compasión. El Beni era uno de los colgados del barrio. Nunca llevó los cabellos largos, pero todos sabíamos, desde la época en que éramos jóvenes despreocupados que matábamos el tiempo en el parque bebiendo litronas mientras escuchábamos música y arreglábamos el mundo en extensas charlas que duraban hasta el amanecer, que el Beni era rockero de corazón. Cuando los heavys existían y mecían sus soberbias pelambreras al viento, el Beni ya los despreciaba, como los apóstatas que según su credo eran. Para el Beni, tras Led Zeppelin, todo lo que había seguido después era decadencia y fango. Pasaron los años y los heavys se quedaron calvos, firmaron hipotecas y tuvieron hijos —en eso quedó toda su rebeldía—. Pero el Beni permaneció inalterable como si hubiese hecho un pacto con el diablo: delgado, estatura media, cabellos negros escasamente colonizados por las canas, una pose y un tono de voz que denotaban un malhumor sempiterno, la mirada hostil y una indignación perpetua; solterón, por supuesto. El Beni vestía modosamente, hacía años que había colgado la cazadora cruzada de cuero negro en la percha 36

del armario y ya no se le distinguía de cualquier parroquiano. Yo le recordaba de mis tiempos mozos, y aunque por entonces, veinticinco años atrás, ya nos parecía un tío raro, no teníamos conciencia de que fuera alguien que padeciera un probable, aunque nunca desvelado, desorden mental. El tipo, claro está, me conocía y siempre que me lo tropezaba por el barrio —los colgados siempre pululan por la vía pública, parece que no tengan casa—, me abordaba para soltarme alguna diatriba, mayormente contra la música comercial: «Tío, tío, ya no quedan músicos auténticos. ¿Dónde hay ahora mismo un Led Zeppelin o un Deep Purple?». Su apego a los dinosaurios del rock constituía una pasión que se antojaba entre entrañable y ridícula. Sentía nostalgia por un tiempo que ni siquiera él había vivido y su adoración por la «autenticidad» —su palabra favorita— no era más que una adhesión fanática a los discursos caducos que había parido una avariciosa máquina de la mercadotecnia de tiempos remotos. Es cierto que nun-


Once Cuentos Escogidos

ca fui melómano, así que el seguidismo fan de los grupos siempre ha quedado muy lejos de mi completa comprensión. Jamás pertenecí del todo a mi generación; no atesté habitaciones enteras con cajas de vinilos, no viajé al extranjero para asistir a un concierto de mi grupo, no exhibí camisetas con la estampa de mi grupo favorito, no me tragué toda la filosofía barata que vomitaban la inacabable legión de críticos musicales en su amalgama de pedantería y esnobismo; todo esto, ahumado por el humo de un millón de porros. Mis amigos se construyeron una identidad a través de la música, yo no, y siempre me parecieron adocenados y maleables, no hallé en aquellos acordes la épica que ellos encontraron. El Beni se había quedado colgado para siempre en aquella época, atrapado por siempre en aquella mística de plástico. Con el paso de los años, incluso el Beni se fue desdibujando, ya no me tropezaba tan a menudo con él y sólo de vez en cuando me lo encontraba en la biblioteca pública, tomando en préstamo compactos de estilos musicales que él juraba y perjuraba despreciar con toda su alma. Ya no se arremolinaba a mí, no me contaba batallitas y al reconocerme se limitaba a ejercitar un lamentable gesto de saludo, apenas un gruñido. El 25 de julio de 2011 me encontraba en la biblioteca leyendo la prensa, en concreto, repasaba los artículos que informaban sobre la matanza acaecida en Utoya, Noruega. Un tal Anders Behring Breiwik, noruego de pura cepa, treinta y dos años de edad; alto, rubio, ojos claros; que se definía en su página de Facebook como cristiano conservador (el día que dijeron aquello de «no matarás», faltó a misa), nacionalista; aficionado a la caza, al culturismo, a la

música trance, a videojuegos como World of Warcraft y a la serie televisiva Dexter (protagonizada por un forense justiciero y psicópata); había perpetrado un doble atentando en el que habían sido asesinadas cerca de un centenar de personas. Llevaba todo el fin de semana interesado en el caso. Behring, «se llama igual que el estrecho de Bering —pensé—, un nombre apropiado para un estrecho de mente», era un ultraderechista aterrado por la «islamización» de Europa, de la que culpaba a «violentas organizaciones marxistas»; granjero ecológico, masón y lector de Stuart Mill, George Orwell, Maquiavelo y Kafka; vamos, como se suele decir, alguien con una empanada mental importante. En la foto que publicaba la prensa, extraída de su perfil de Facebook, se veía a un joven bien parecido, con pinta de niño pijo —estaba titulado en Comercio y era hijo de un diplomático— enfundado en un sweater Lacoste, ¡fíate de las apariencias! Sus víctimas eran miembros de las juventudes socialdemócratas. Personalmente, también me caían fatal los niños trepillas que se apuntan a las juventudes de los partidos políticos mayoritarios con la esperanza de medrar, pero, ¡de ahí a acribillarlos a balazos! Siguiente duda, ¿un solo tirador podía aniquilar a casi setenta personas? ¿Estábamos ante un nuevo Lee Harvey Oswald? Me hallaba enfrascado en mis reflexiones acerca de la masacre de Noruega, cuando el Beni me sacó de mi ensimismamiento, zarandeando mi hombro: —Tío, tío, ¡qué desgracia! —me dijo con sus ojos húmedos. No sabía yo que el Beni fuera tan humanitario. —Sí, ha sido una desgracia muy grande, hay mucho colgado hijo de puta suelto por el mundo —le respondí. 37


El Callejón de las Once Esquinas

—Hablo de Amy Winehouse. Aquello era para cagarse y no tener con qué limpiarse, el tipo estaba triste por la muerte de la cantante británica: —¿Pero…, te gusta el soul? —Yo creí que la tía era un pastel, que iba de pose, pero ha demostrado ser una tía auténtica. —¿Cómo? —Muriéndose a los veintisiete ha demostrado que no iba de farol, que vivía lo que cantaba y cantaba lo que vivía. «¡Joder! —pensé—, ya estamos con el puto malditismo». —Muerta a los veintisiete. No entiendo a esa gente que teniendo éxito, talento, juventud y dinero, se autodestruyen. —Claro que no lo entiendes, tío, se ha de tener un espíritu muy refinado para entenderlo. Sus palabras me molestaron, así que le repliqué picado: —Tú sólo entiendes lo que te venden. Donde tú ves glamour, mito y culto, yo 38

sólo advierto la historia sórdida de una persona politoxicómana con un entorno más preocupado en explotarla económicamente que en ayudarla a superar sus adicciones y que, ahora, tras su muerte, se van a lucrar como nunca. —No es eso tío, no es eso. Ella no quería rehabilitarse, ya lo dijo en su canción Rehab, no, no y no. Ella ha ingresado en el club de los veintisiete porque entendía que la vida después de esa edad tan sólo es decadencia. —¿El club de los veintisiete? —Sí, hombre, la edad a la que mueren los grandes: Robert Johnson, Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Jim Morrison, Kurt Cobain y ahora Amy Winehouse. Y también… —hizo una pausa como si lo que fuese a decir a continuación fuese una profanación— Cecilia y Nino Bravo. —¡No me jodas! O sea, que mola palmarla a los veintisiete. —Yo hubiera querido morir a los


Once Cuentos Escogidos

veintisiete —el Beni soltó aquella frase con los ojos brillantes. —Pero ¿qué dices? —Piénsalo, morir a los veintisiete supone fallecer en pleno esplendor de la juventud. Los veintisiete son el punto de inflexión, la cumbre, la cima de Sísifo; a partir de esa edad solo ruedas hacia abajo. Tu cuerpo aún podrá conservar algunos años más el vigor juvenil, pero a partir de los cuarenta se irá marchitando, perderás belleza y lozanía, aparecerán los achaques y las limitaciones, pondrás proa a la vejez; cada vez que visites al médico temerás que te den una mala noticia. A los veintisiete has vivido ya todo lo importante, las experiencias que te ocurran después de esa edad difícilmente despertarán en ti pasiones arrebatadoras, ya no vivirás febrilmente, cada acontecimiento tendrá un regusto a déjà vu. A medida que te hagas mayor verás que los sueños no se cumplen. Caerán tus ideales como pétalos de una flor ajada y tan sólo te quedará el amargo cáliz del escepticismo. Me quedé con la boca abierta, no sabía si la parrafada que me acababa de soltar el Beni era lo más lúcido o lo más desquiciado que había escuchado en mi vida. Supongo que satisfecho por su victoria dialéctica, el Beni decidió dar por terminada la conversación, se despidió con cortesía y se marchó de la biblioteca a pasear su duelo por el barrio. Una semana más tarde volvía a pisar los suelos de la biblioteca. Al entrar en la sala de lectura, la bibliotecaria me hizo una seña para que me acercara al mostrador de préstamos: —¿Te acuerdas del Beni? —Sí, la semana pasada, estuve hablando con él, ¿le ha pasado algo?

—Le han encontrado muerto en la bañera de su casa. —¡Jolines! —Murió el día en que cumplía cincuenta y cuatro años. Abandoné la biblioteca anonadado por la noticia. Mientras caminaba por la calle con rumbo al bar más próximo en el que tomarme un trago a la salud del Beni, reparé en que cincuenta y cuatro es el doble de veintisiete. «¡Serás cabrón! —pensé—. Acabas de entrar en el club de los veintisiete por partida doble». Me imaginé al Beni dentro de una caldera en el último círculo del infierno dándole la brasa a sus ídolos y sonreí.

Héctor Daniel Olivera Campos (España) Blog: hectoroliveracampos.blogspot.com.es 39


El Callejรณn de las Once Esquinas

40


Once Cuentos Escogidos

Una promesa

Isabel

Pedrero CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 11, septiembre 2019 41


El Callejón de las Once Esquinas

Mientras tú estés a mi lado...

BALASAB SE MIRÓ AL ESPEJO. Tenía la piel grisácea, con unas profundas arrugas que le cortaban las facciones. Se pasó por la cabeza una mano huesuda y blanquecina, moteada por las manchas del sol. Respiró hondo, tosiendo tan fuerte al soltar el aire que acabó doblándose por la mitad. Al volver a erguirse y sentir el chasquido de su columna vertebral, decidió que no podía seguir así. Se vistió con cuidado, no sería la primera vez que se rasgaba la fina piel con un botón. No se puso sus mejores galas, ya no era tiempo de eso, optando por un pantalón y una camisa básicos de color azul, ese color siempre había resaltado sus ojos. Salió a la calle cuando el sol aún no había comenzado a ponerse. Era pronto pero, por su aspecto, no podía permitirse otro horario. El camino lo tuvo que hacer despacio, afianzando cada paso y parándose a retomar el aliento de cuando en cuando. Había transcurrido demasiado tiempo, se había dejado demasiado. Estaba claro que no podía seguir así, a pesar de todo, a pesar de su promesa. «Serás la última. No habrá nadie más hasta que muera», había prometido. Pero ahora, cuando veía su final tan cerca, sabía que había sido una promesa vacía que nunca llegaría a cumplir. No se dejaría morir. —Liv... —susurró. Los recuerdos de aquella noche le golpearon tan fuerte que tuvo que sentarse en uno de los bancos de la calle. Apoyó los codos en las rodillas, hundiendo la cabeza entre las manos. El aire se le hacía un nudo en los pulmones 42

y sintió que era incapaz de respirar. La recordó como si fuese algo tangible, como si pudiese estar sentada a su lado en el banco cogiéndole de la mano. La conoció en un bar, uno cualquiera, uno de tantos. No recordaba en qué ciudad había sido y tenía dudas sobre en qué época fue. Hacía demasiado tiempo, de eso no tenía ninguna duda. Le bastaba con mirarse al espejo para comprobarlo. Se acercó a ella en la barra. No estaba sola, pero se había apartado de su grupo. Su instinto le decía que ella no debería estar allí. Al colocarse a su lado, antes incluso de hablar con ella, lo sintió. —¿Lo has notado? —le preguntó sin más. —¿La electricidad? —preguntó ella. Su sonrisa decía mucho más que sus palabras. Él le devolvió una de sus sonrisas ensayadas hasta la perfección. —Mi nombre es Alan —dijo Balasab. —Liv —respondió. Balasab tuvo la sensación de que era un nombre tan falso como el suyo. No le importó—. ¿Vas a sacarme ya de aquí o seguimos preguntándonos cosas que no nos importan? Agradeció la forma directa en la que se le había insinuado. Podía ser la primera vez, en todo el tiempo que llevaba allí, que no tuvo que seguir los pasos habituales del cortejo. La sonrió de forma sincera, había algo en ella que sentía de forma diferente al resto. La cogió de la mano y volvió a sentir la electricidad. Se besaron por primera vez mientras esperaban al taxi. Era complicado para Balasab recordar cuál de los dos había


Once Cuentos Escogidos

besado a quién. Fue una atracción física de ambos cuerpos que les unió en el medio. En realidad, eso habría sido lo más lógico. Pura física, puro instinto. No podría haber nada más en ese encuentro. Tampoco recordaba con claridad lo ocurrido en el trayecto hasta su apartamento. Recordaba las frías manos de Liv por debajo de su camiseta, recorriendo cada centímetro de su torso como si estuviese leyendo bajo su piel. Recordaba haber sentido sus dientes mordiéndole el labio inferior y el sabor de la sangre mezclado con su saliva. Pero, sobre todo, recordaba ese deseo incontrolable que le cegaba y la mirada lasciva del conductor a través del espejo retrovisor. Nunca antes había perdido la conciencia de sí mismo como en aquel taxi. No existía nada más que Liv, su piel y su olor inundándolo todo. El recuerdo de haber subido a su apartamento desapareció por completo de su mente y sólo conservaba imágenes sueltas de lo que ocurrió después. Liv, de pie frente a él, se desnudaba de forma lenta y controlada, con una elegancia sensual que le hizo sentir torpe cuando él se había quitado la ropa con prisas y de forma atropellada. Volvió a sentir el tacto de sus uñas en su espalda y el sabor salado de su piel. Pudo volver a notar su largo pelo, que cambiaba del rojo al naranja en sus recuerdos, rozándole los muslos cuando se agachó entre sus piernas. Y recordó, con total nitidez, haberla observado a través del espejo cuando se había sentado sobre él: aquel movimiento ondulante de sus caderas y los dos pequeños bultos en los omoplatos que, en ese instante, le parecieron perfectos. La imagen de sus ojos tornándose violáceos mientras dejaba salir un grito de placer

desde el fondo de su garganta, flotaba ante sus ojos. Balasab gimió en aquel banco, dejándose llevar por el éxtasis del recuerdo. Liv se quedó dormida a su lado y, ya en aquel instante, él tenía un recuerdo confuso de lo que acababa de ocurrir, como si hubiera pasado en otra vida. Rozó su espalda con la yema de los dedos, justo en el lugar en el que había visto aquel bulto que se movía como si tuviera vida propia. Su piel estaba suave y tersa, más fría de lo normal, teniendo en cuenta que él aún la tenía cubierta de sudor; pero no notaba nada extraño. «¿Qué eres?», había pensado. —Lo que no estabas buscando —respondió Liv como si le hubiera escuchado mientras se giraba para mirarle a los ojos. Balasab sintió de nuevo aquel deseo que le cegaba y le hacía perder el con43


El Callejón de las Once Esquinas

trol de la situación. Fue consciente, en ese momento, de que él no había terminado con su cometido. Ella seguía allí, tumbada a su lado, sonriéndole de forma extraña. Cerró los ojos intentando reconducir sus pensamientos para no volver a perderse entre su piel. La lucha de su propia naturaleza contra el deseo animal le hacía respirar de forma agitada. —¿Qué eres? —preguntó esta vez en alto y de forma sobria. —Puede que la pregunta correcta sea: ¿qué eres tú? Sintió que el ensueño se esfumaba, recuperando sus pulsaciones, y abrió los ojos. Ella se había sentado frente a él y le miraba extrañada, inclinando la cabeza hacia un lado. Esa fue la primera vez que sintió el peligro en una parte primaria de su cerebro. Balasab sonrió. Hasta entonces, se había sentido atrapado en una espiral que no le dejaba sacar la cabeza para respirar, arrastrándole entre sus piernas, mientras le embriagaba con sus labios. Pero el peligro era algo que controlaba y eso le devolvía la cordura. Se sintió lúcido por primera vez desde que Liv le había sonreído. Le devolvió la mirada, dejando que la profundidad de su ser se mostrara en sus globos oculares, tornándose negros por completo. Aquella mirada, que era como asomarse a un vacío infinito, solo la veían sus víctimas antes de que las vaciase. Por norma general, Balasab solía elegir un objetivo y modificaba su cuerpo según los deseos subconscientes de su víctima. Al contrario que otros de su especie, que se empeñaban en tener siempre un determinado aspecto físico y siempre ajustado a los cánones de belleza de la época, él había entendido que 44

los cánones no siempre funcionaban y que era mucho más efectivo adaptarse a sus deseos más profundos. Nunca le había importado modificar su cuerpo. De hecho, había descubierto miles de formas diferentes de placer al hacerlo. Con el aspecto y la actitud adecuada para cada objetivo, se acercaba a ellos y les decía exactamente lo que querían escuchar. Era muy sencillo, sólo había que tocar la música adecuada para que todos acabasen bailando para él. El final siempre era el mismo: les turbaba la mente, emborrachándoles de deseo, consiguiendo que todo su mundo se derrumbase a su alrededor y únicamente existiera Balasab. Se entregaban al placer en la misma cama en la que yacía con Liv, buscando el sumun, el éxtasis extremo. Cuando acababan gritando desde las entrañas, abandonándose al placer infinito de ese instante, veían el negro de sus ojos y comprendían que ya era tarde. Les arrebataba todos y cada uno de los días que les quedase por vivir, dejándoles grises y secos. Los cuerpos, desmadejados, eran engullidos por el espejo como parte del pago. El tiempo que les quedara de vida a aquellos infelices pasaba a formar parte del contador del inmortal Balasab, tras pagar el tributo a su Creador. Pero con Liv, todo había sido diferente desde el principio. Se había mostrado a ella basándose en los cánones. En su momento creyó que era lo que a ella le gustaba, ahora entendía que era lo que ella le había hecho creer. Ese ensueño de deseo en el que no podía pensar con claridad más allá de su piel, era igual al que sentían sus víctimas. Y por eso se le había escapado el momento del éxtasis sin pensar en su propia naturaleza, dejando a un lado la vida que pudie-


Once Cuentos Escogidos

ra sacar de ella y entregándose al placer que le ofrecía de forma absoluta. Ahora entendía que aquellos bultos que creyó ver a través del espejo eran tan reales como el violeta de sus ojos. —Llegados a este punto —había dicho Liv—, creo que lo mejor es que lleguemos a una tregua. Balasab supo que esa podía ser la mejor de las opciones que se abrían ante él. Empezar una guerra no entraba en sus planes. —Que yo llegue a una tregua contigo, beltrame —dijo Balasab, refiriéndose a su raza para dejar claro que sabía lo que era—, no implica que el resto de los míos la vaya a respetar. —Puedo decirte lo mismo, byaxar —respondió juguetona, indicando que ella también lo sabía. Tras haber dicho eso, Liv se arrodilló en la cama dejando que las dos poderosas alas celestes emergieran de sus omoplatos, mientras sus colmillos crecían y sus ojos volvían a brillar. En respuesta, la piel desnuda de Balasab se tornó del negro brillante de la brea caliente y las púas brotaron de su espina dorsal y ambos se dejaron llevar por la espiral de lujuria desde su propia naturaleza durante años. —No volveré a cazar mientras tú estés a mi lado —le había prometido a Liv. —No volveré a cazar mientras tú estés a mi lado —respondió ella, y se forjó la promesa que les encadenaría. Una lágrima amenazaba con rodar por las mejillas arrugadas de Balasab y se hundió, aún más, en aquel banco. No recordaba cuánto tiempo había transcurrido desde que Liv había sido eliminada, al descubrir su unión. Se miró las manos temblorosas. Hacía tiempo que su cuerpo se había degradado y sentía

que su reserva de vida empezaba a escasear. Habrían transcurrido más de doscientos años desde aquello, sin lugar a dudas. —Lo siento, Liv —murmuró para sí, sintiendo que la estaba defraudando por aquello. Se levantó de aquel banco y siguió caminando hacia su destino. Necesitaba un nuevo objetivo, una nueva víctima que le entregase los años de vida que le quedaran, aunque fueran pocos. Con el aspecto que tenía en esos momentos, no podía optar a nadie con media vida por delante, pero podía conseguir lo suficiente para ir rejuveneciendo unos cuantos años y así, poco a poco, volver a la edad física necesaria para optar a víctimas en la flor de la vida. Era una espiral maldita que había que recorrer tramo a tramo. Se apoyó en la puerta del centro de reuniones y volvió a recordar el calor que emanaba entre las piernas de Liv, cerrando los ojos extasiado por el recuerdo. La estaba traicionando y nunca se lo perdonaría. «Mientras tú estés a mi lado», recordó. Pero ella ya no estaba a su lado, no estaba rompiendo su palabra. De todos modos, la palabra de un byaxar nunca había sido de fiar. Aun así, tomó una decisión drástica para sentirse mejor consigo mismo. Se escondió tras una esquina y convirtió su cuerpo en el de una mujer. No volvería a ser Alan para nadie. Entró al centro de reuniones atusándose el cabello con las manos y desabrochando un botón de la camisa para que no le molestara en sus nuevos pechos. Se alegraba de haber elegido ropa básica, no desentonaba en el cuerpo de mujer. Se acercó al hombre que parecía más vital de entre todos aquellos ancianos. 45


El Callejón de las Once Esquinas

Está bien este sitio, no lo conocía —dijo Balasab de forma casual y con una voz dulce y amable. —¿Cómo te llamas, encanto? —le preguntó aquel hombre, sonriendo de forma pícara, dejándose engatusar. —Liv —respondió Balasab sin pensarlo. —Ese no es un nombre real —replicó el hombre, riendo divertido. Para aquel hombre no había sido más que un juego de cortejo, pero para Balasab aquella respuesta fue una revelación. Fue consciente, en ese instante, de que ninguno de los dos supo el nombre real del otro. A pesar de todo lo que habían compartido, siempre fueron Liv y Alan. Tuvo la impresión de que aquella profunda conexión con la que se sentía encadenado a ella se tambaleaba desde sus cimientos. Por fin empezaba a verlo todo de forma clara. Liv era una beltrame y, como tal, lo único que buscaba era acabar con los byaxar y, por aquel entonces, Balasab era reconocido como uno de los que más vidas segaba. Él siempre se había vanagloriado de que ningún beltrame había conseguido matarle. Qué imbécil había sido. Habían enviado a Liv para acabar con él, pero no clavándole una daga en los ojos, sino haciéndole perder la razón por culpa del deseo hasta que se encadenase a una promesa que le haría perder la vida por su propia voluntad. Si no cazaba, no acumulaba años. Los beltrames no tenían más que sentarse y esperar a que se consumiera. Y casi lo habían conseguido, no le quedaría más de una década. Sintió su pecho latir de nuevo, pero esta vez el deseo era diferente: no era un deseo carnal, era el deseo de la venganza. Pero antes, debía recuperar su juventud. Le dio la mano a aquel hombre, 46

sonriéndole de forma pícara, haciendo que se cegara de deseo. Dos horas más tarde, mientras el espejo líquido engullía aquel cuerpo vacío, miraba su reflejo concentrándose en su propio aspecto. Había rejuvenecido unos años, pero no los suficientes. Las arrugas aún le marcaban la piel y tenía los pechos blandos y fláccidos. Necesitaría cinco, o tal vez seis víctimas más para volver a ser joven y deseable. Después, buscaría a Liv. El cuerpo rejuvenecido de Balasab se movía de forma rítmica mientras se aferraba a las caderas del hombre que estaba en su cama. Por primera vez desde que comprendió todo, había vuelto a su forma de hombre. Hacía tanto tiempo que era mujer, que temía haber perdido sus habilidades. Subió su mano por su espalda, haciendo que el hombre se arquease, hasta llegar a la cabeza. Le tiró del cabello con la fuerza justa para hacer que se irguiera y quedarse de rodillas. Balasab, tras él, no dejaba de mover sus caderas mientras le mordía el cuello. Aquel hombre emitió un gemido sordo, abandonándose al placer, poniendo los ojos en blanco. Al mismo tiempo, los de Balasab se tornaron negros por completo absorbiendo cada instante de vida que le pudiera quedar. Sintió la juventud corriendo por su interior, apretando sus músculos, haciendo que su corazón bombease con vigor y llenando de aire sus pulmones. Su pelo volvía a ser fuerte y sus ojos grandes y brillantes. Dejó surgir su propio cuerpo, notando el calor negro de su piel y las púas de su espina dorsal emerger; sintiéndose libre. Se acercó al espejo y colocó la palma de la mano sobre la superficie.


Once Cuentos Escogidos

Necesito localizar a una beltrame —pronunció en su propia lengua. La imagen de Liv reverberó en el líquido. Estaba en un bar, bebiendo de un vaso ancho y rozando de forma lánguida el brazo de alguien sin definir. Sintió que las piernas comenzaban a flaquearle y se le nublaba la razón, como si una parte profunda de su ser aún estuviera bajo su influjo. Asentó los pies en el suelo y se estiró, volviendo a sentirse poderoso, pensando que solo era una beltrame más y concentrándose en el resto de la imagen. Reconocía aquel lugar, no era un bar cualquiera, no era uno de tantos, era el bar en el que ella le había embrujado. Se observó a sí mismo una vez más y se preparó para ir en su busca. Balasab se apoyó en la fachada del bar, temeroso de entrar. Al igual que los byaxar vaciaban de vida a sus víctimas, las beltrame les arrebataban sus sueños, su felicidad y su esperanza. Permanecían con vida, eso era cierto, pero de ellos no quedaban más que carcasas vacías: piel y huesos que vagaban sin rumbo. Balasab inspiró profundamente y sonrió. Sabía exactamente lo que tenía que hacer. —¿Me dejas invitarte a tomar algo? —No sin que antes me digas tu nombre —respondió Liv coqueta, mientras enredaba su pelo entre los dedos. —Evelyn —respondió la mujer. —Un nombre precioso, como tú… ¿y si vamos a un lugar más tranquilo? Se miraron a los ojos durante un instante y Evelyn asintió sonrojada. Liv la tomó de la mano con suavidad y salieron de aquel bar. El camino hacia casa de Evelyn lo hicieron como dos adolescentes, paseando

cogidas de la mano y sonriendo sin parar. No fue hasta llegar a su calle que Liv se acercó a ella, con los ojos brillantes de emoción, y le apartó el pelo de la cara para besarla con suavidad. Fue un beso suave y sencillo que encerraba cálidas promesas. No se dijeron nada más, no fue necesario. Se desnudaron despacio, bailando la una con la otra al son de una música que sólo ellas escuchaban. Liv la acarició bajando con la punta de los dedos desde el cuello, rozando su pecho de forma sutil y acariciando con el dorso de la mano su vientre firme y joven. Evelyn esperaba, respirando con cuidado para no romper la magia. La besó con cuidado, como si Liv fuese una joya que pudiera desaparecer al contacto, disfrutando de cada segundo de espera. Ella le devolvió un beso ansioso, apresurado, queriendo beber del dulce licor que Evelyn le insinuaba sin acabar de mostrarlo. —No tenemos prisa —susurró Evelyn a medio milímetro de su oreja, dejando que su aliento le acariciara el lóbulo. Evelyn acarició su piel con los labios, bajando despacio, recorriendo cada centímetro de piel desnuda mientras Liv se movía despacio, acompañándola. De nuevo, bailaban. Las manos se entrelazaron y se mezclaron las pieles, llegando a perder la conciencia de dónde acababa una y comenzaba la otra. Se rozaron con cuidado hasta que el calor de sus cuerpos se unió en un único ser ardiente. Entonces, y solo entonces, se entregaron al deseo de forma pura y sencilla como si nada ni nadie más pudiera llegar a existir ni en ese ni en ningún otro mundo. Liv apretó la mano de Evelyn con la suya, abandonándose al instante mientras arqueaba la espalda. Hacía demasia47


El Callejón de las Once Esquinas

do tiempo que nadie le transmitía las sensaciones que Evelyn le estaba regalando y había decidido que la mantendría a su lado. A veces, y solo a veces, Liv no les dejaba vacíos en el primer encuentro, sino que mantenía la magia durante un tiempo. Sólo cuando era precioso, sólo cuando era excepcional. Se mordió los labios, ahogando un gemido que no se permitía dejar escarpar desde hacía muchos años, desde aquel tiempo que compartió con Alan. Levantó la cabeza para mirar a Evelyn, comprendiéndolo todo. Los ojos negros del byaxar le sonrieron de forma malvada y supo que ya era tarde. Sintió que su interior se vaciaba como si alguien hubiera abierto un grifo y sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Lo último que pudo ver fue la imagen del

byaxar, en su forma original, lanzándole un beso a su reflejo en el espejo líquido. Balasab la había sonreído con todo el odio que había acumulado durante años. En el instante en el que ella arqueó la espalda y no vio el brillo violáceo en el fondo de sus ojos supo que su sospecha era cierta: las beltrames no conseguían bloquear el deseo si provenía de una forma femenina. Ellas, únicamente tenían poder sobre los hombres. Tenía que informar. Vio el cuerpo de Liv desapareciendo a través del espejo y no pudo evitar sentir una punzada de añoranza. Gracias a él, la eterna lucha entre byaxar y beltrames por fin se inclinaría hacia su bando. Se convertiría en leyenda. Pero eso ya no le importaba.

Isabel Pedrero (España)

48


Once Cuentos Escogidos

Copo de nieve

Benjamín

Recacha Mira a su derecha, hacia el océano donde ya no hay ballenas...

Aputsiaq regresa de la escuela en bicicleta, como cada tarde. Pronto será su cumpleaños y sus padres le han prometido que le regalarán una nueva. Ha crecido y ya casi toca con las rodillas en el manillar. Le costará deshacerse de ella, pero le alegra que vaya a heredarla Nuka, que a sus cuatro años asegura que ya sabe montar. Aputsiaq sonríe al recor-

dar la determinación con la que su hermano pequeño se subió el otro día a la bici y cómo tras dar con sus huesos en el suelo se levantó muy digno y, con mirada desafiante, retó a los presentes: «¿Habéis visto cómo ya sé?» Esa tarde es especial. Van a celebrar el cumpleaños del abuelo. En realidad no es su abuelo, sino el de su madre, pe-

CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 4, diciembre 2017 49


El Callejón de las Once Esquinas

ro todos lo llaman así, incluso los mayores. Su nombre verdadero es Nanuk. A Aputsiaq le encanta, y sabe que al abuelo también. «Soy fuerte y resistente como un oso polar», afirma orgulloso cada vez que lo ve, aunque todos parecen haber olvidado ese nombre tan bonito, igual que ya nadie en Groenlandia recuerda a los osos polares. «Cuando nací todavía había muchos, y Nanuk era un nombre muy común. Pero desaparecieron con la misma rapidez que lo hizo el hielo», le explica a menudo, con tristeza. Aputsiaq nunca ha visto el hielo, ni siquiera los copos de nieve que sus padres decidieron que lo acompañaran siempre al ponerle nombre. Ha visto muchas fotos y vídeos de cuando Groenlandia era una isla cubierta de blanco. En la escuela les hablan de ello, y también de la terrible catástrofe que supuso para el mundo entero el derretimiento del hielo polar. A Aputsiaq le cuesta mucho imaginar que las praderas de un verde intenso que se extienden ante sus ojos no tantos años atrás estuvieran congeladas. Es noviembre y empieza a oscurecer, pero ni en pleno invierno, cuando la noche se adueña del tiempo, refresca demasiado. Aputsiaq sólo ha sentido algo parecido al frío del que habla Nanuk al abrir la puerta del congelador. Se detiene un instante y gira la cabeza. Los grandes rascacielos de Nuuk dominan el paisaje, y numerosas carreteras salen de la ciudad como radios de una rueda. Miles de ciclistas circulan por ellas, muchos estudiantes como él que vuelven a casa, pero también trabajadores que empiezan o acaban su jornada laboral. Desde el pequeño promontorio en el que se encuentra, el muchacho se fija en 50

el recinto al aire libre, a las afueras de la metrópolis, donde miles de coches se oxidan amontonados, esperando su turno para ser convertidos en objetos más útiles. «Mamá dice que uno de esos fue suyo, pero que tuvieron que abandonarlo cuando se acabó el petróleo. ¿Cómo sería montar en coche?». Tras el breve descanso, Aputsiaq retoma la marcha, decidido a pedirle al abuelo que le cuente otra vez alguna de las increíbles historias de cuando los inuit vivían en tiendas fabricadas con huesos de ballena y pieles de reno y se desplazaban en trineos tirados por perros. «Cómo me gustaría ver esas praderas cubiertas de nieve y de manadas de renos». A sus diez años, Aputsiaq tiene un hambre creciente de conocimiento, de saber cómo eran las cosas antes y qué pasó para que ahora sean tan diferentes. Mira a su derecha, hacia el océano donde ya no hay ballenas y sí, en cambio, un transitar continuo de barcos en los que viajan gentes provenientes de lugares remotos en los que ya no queda nada. La isla verde es su última esperanza. Pero la isla verde que un día fue blanca cada día es menos verde y más gris. Las ciudades se han multiplicado y la población ha crecido exponencialmente. A ese ritmo, en un futuro no lejano tampoco quedará nada. Aputsiaq llega enseguida a casa. Es una suerte que sus padres tengan buenos empleos que les permiten vivir a las afueras de la capital, en un barrio residencial todavía poco masificado, aunque cada vez los espacios verdes que lo separan del centro son más escasos. La llegada continua de inmigrantes obliga a las autoridades a construir nuevas viviendas, y para aprovechar mejor el espacio lo hacen en edificios altísimos. La construcción de casas como la de la familia


Once Cuentos Escogidos

de Aputsiaq ya no está permitida. —Aluu, cariño. Mamá lo recibe con un abrazo, como cada día, y junta su nariz con la de él. Aunque todo el mundo se saluda con besos, su familia conserva el tradicional kunik, con el que los inuit reconocían el olor característico de sus seres queridos. —Mamá, ¿por qué en Groenlandia no tenemos coches eléctricos? En otros países los usan. No necesitan gasolina, nos lo han explicado en clase. Taorana se esfuerza por mantener la sonrisa, pero es difícil ignorar la cruda realidad que lleva aparejada una pregunta tan inocente. «Es verdad, cariño. Los coches eléctricos usan energía limpia, pero ocupan mucho espacio. Imagina que los cinco millones de familias de la isla quisieran tener uno. Además, hay que fabricarlos, y las materias primas escasean. Aquí parece que las cosas van bien, pero medio mundo ya es un desierto y la otra mitad va camino de serlo. ¿No has visto la cantidad de barcos que llega cada día con personas desesperadas? Podrían venir en avión, pero eso es pura fantasía; el precio del combustible está por las nubes. Ya hace años que desaparecieron los vuelos comerciales…». Podría seguir reflexionando, recordándose a sí misma la situación desesperada que vive el planeta. «Nadie hizo nada en el momento en que había que reaccionar, y ahora es demasiado tarde. Ya hace años que lo es». Entonces se da cuenta de que su hijo la mira fijamente, esperando una respuesta. No le puede llenar la cabeza de nubes negras. «Es tan inocente todavía… Se merece disfrutar de su infancia mientras pueda». —Es por el espacio que ocupan, ca-

riño. En Groenlandia no hace tanto vivían unas 60.000 personas; ahora somos más de diez millones. Si llenamos la isla de coches, ¿dónde nos metemos nosotros? —El abuelo dice que antes viajaban en trineo. ¿Te lo puedes creer? Taorana recuerda el qamutiik, el trineo herrumbroso que acabó sus días en un rincón del jardín donde jugaba de niña con sus hermanos. El abuelo les contaba cómo lo usaban para la caza de la foca. Ya hace tiempo que las focas se extinguieron, como el hielo, y los trineos, incluso los preciosos perros que tiraban de ellos, ahora sólo son una rareza pintoresca. —Sí, parece increíble, ¿verdad? —responde mamá, con la mirada perdida en las montañas, en lo que los edificios en obras dejan ver todavía de ellas. —Mamá… —Dime, hijo. —¿No tenemos que ir a la fiesta del abuelo? Taorana regresa al presente, con la sonrisa de nuevo impresa en el rostro, como si la nostalgia que siente por un tiempo que ella tampoco ha vivido perteneciera al reino de la fantasía, como cuando uno rememora esa película con la que disfrutó de dos horas agradables. —¡Claro que sí! —exclama risueña—. No todos los días cumple uno ciento dos años. Verás qué pastel le he preparado. Te garantizo que está buenísimo. —¿Nos vamos ya a la fiesta? —clama una impaciente voz infantil. Nuka aparece por la puerta disfrazado de inuit, con un arpón de juguete en la mano y expresión indignada—. Se va a acabar el cumpleaños del abuelo y no podremos volver a celebrarlo hasta el año que viene. Taorana y Aputsiaq se miran diverti51


El Callejón de las Once Esquinas

dos. —Ya nos vamos, gran cazador. Recojo el pastel, lo meto en la cesta de la bici, y salimos. —¿Y papá? —pregunta Nuka. —Pues igual ya está allí; iba directamente desde el trabajo. Cinco minutos después pedalean calle arriba. Aputsiaq en su pequeña bicicleta y mamá en la suya, con Nuka montado tras ella, en la sillita acoplada. El abuelo vive con su hija Sialuk, la madre de Taorana, a unas manzanas de distancia, en una casa desde la que todavía se ven las montañas, antaño nevadas, un creciente bosque joven que ha colonizado el espacio cedido por el hielo, y lo que antiguamente eran impresionantes acantilados. Ahora, desde la subida del nivel del mar, las partes más bajas de la costa permanecen sumergidas y los acantilados son bastante menos impresionantes. La fiesta del cien cumpleaños fue todo un acontecimiento, al que estuvieron invitados todos los vecinos. Incluso el ayuntamiento le organizó un homenaje al viejo inuit. Nanuk es el último superviviente de una época que ya no volverá y que el resto de la gente sólo conoce por los testimonios gráficos. Groenlandia ya no tiene nada que ver con los míticos inuit. Los últimos descendientes de una cultura extinta, como la familia de Aputsiaq, se esfuerzan por no olvidar, pero es una batalla perdida. La población se ha multiplicado por doscientos. Las dos últimas generaciones no saben qué es la nieve, las historias de aquellos hombres y mujeres que vivían en el hielo les suenan a cuento. Por eso cada nuevo año que cumple Nanuk es un triunfo sobre el tiempo y el olvido, una oportunidad para mantener vivo el recuerdo. Y, de nuevo, la ca52

sa está repleta de gente. Aputsiaq es recibido con entusiasmo por sus primos. Papá ya ha llegado; charla animadamente con sus cuñados. Nuka, el gran cazador, se abalanza sobre él. Taorana observa la escena desde la puerta, con los ojos vidriosos, orgullosa de su familia. —Hija, no te quedes ahí. —Su madre sale a recibirla, tan orgullosa como ella. Se saludan con un kunik especialmente afectuoso—. ¿Has visto cómo lo quieren? —Es imposible no quererlo. Es un gran hombre. El abuelo ocupa el centro del comedor, una figura imponente rodeada de niños que nadie diría que ha rebasado el siglo de existencia. Se ha vestido con sus mejores galas inuit, incluido el viejo arpón que perteneció a su padre. —Abuelo, ¿no tienes calor? —pregunta Aputsiaq, viéndolo abrigado con las vetustas pero hermosas y mullidas pieles de reno. Nanuk lo mira con sus ojos de un azul tan claro que casi parece blanco. Ama a ese niño. El anciano oso polar ama a todas las cosas vivientes, desde un minúsculo grano de arena —porque todo lo que es fruto de la naturaleza, según sus creencias, está vivo— a los impresionantes glaciares que se mantienen muy vivos en su recuerdo. Ama por encima de todas las cosas a los animales que permitieron a los inuit sobrevivir durante tantos siglos: ballenas, osos polares, morsas, focas, renos… Su desaparición fue el castigo que recibieron los humanos por despreciar los valiosos dones con que tan generosamente les surtía la madre naturaleza. Una sombra atraviesa su anciana mirada al pensar en ello, pero enseguida se desvanece al volver a concentrarse en su biznieto, al que


Once Cuentos Escogidos

ama con locura, ese niño que tanto le recuerda a sí mismo cuando tenía su edad. Se acerca a él, coloca sus manos surcadas por innumerables arrugas, pero tan firmes como siempre, sobre los hombros del muchacho, y agacha la cabeza hasta que las narices se tocan. Cuando el hombre regresa a la posición erguida Aputsiaq vuelve a quedarse maravillado por esa larguísima melena de un blanco amarillento como el pelaje de un oso polar. Le pasa siempre, y le encanta la sensación de encontrarse bajo la protección de un verdadero inuit. —Mi querido Copo de Nieve, hace tantos años que tengo calor… Aputsiaq bucea en esa mirada azul cristalina, tan cariñosa y melancólica. Comprende lo que le dice. En ese momento aparece Nuka, que tras arponear a papá Singajik, el feroz lobo amarillo, se dispone a dar cuenta del gigantesco oso polar. —¡Ya eres mío! El pequeño se abalanza sobre el abuelo, que lo recibe con una falsa expresión de espanto que no oculta el entusiasmo por descubrir al valiente cazador inuit. —¡Oh, no! ¡Estoy perdido! Inmediatamente, una nube de pequeños inuit se dispone a imitar a Nuka y al abuelo no le queda más remedio que huir. Ahora sí que ha comenzado la fiesta. Nanuk trota por la casa acarreando a un montón de niños que saltan sobre él. Los gritos y las risas de los cachorros se mezclan con los comentarios divertidos de los espectadores, que aun conociendo la vitalidad del anciano no dejan de maravillarse por ese inacabable derroche de energía. Una hora después el abuelo apaga las ciento dos velas del pastel. Su hija y su

nieta han estado un buen rato preparándolas. Los invitados estallan en una cerrada ovación. Nanuk está feliz. Y aún lo estará más cuando desenvuelva el regalo, un voluminoso paquete que ocupa el centro del jardín. Una docena de antorchas colocadas en el perímetro del recinto iluminan la escena. Taorana y Singajik la observan cogidos de la mano, junto a Sialuk y el resto de invitados, dispuestos en un semicírculo. Madre e hija contienen la emoción a duras penas. Aputsiaq, expectante, se encarga de que Nuka no salte a destripar el envoltorio antes de tiempo. Sólo unos pocos saben qué esconde. Nanuk se sitúa junto al paquete y antes de abrirlo levanta la mirada hacia el cielo. Incontables estrellas aprovechan la ausencia de luna para exhibirse. Respira hondo. El público permanece en silencio. Un instante después se empieza a oír una extraña melodía que parece surgir de algo muy profundo. —Está cantando —susurra Sialuk—. Es un katajjaniq. —La mujer ríe. El juego de garganta aumenta en volumen. Nanuk se gira hacia los espectadores. La mayoría no entiende qué está haciendo. No lo han escuchado nunca. Ya no queda nadie en Groenlandia que mantenga viva la tradición del katajjaniq. Los niños empiezan a reír e imitan al abuelo. Taorana se desprende con suavidad de la mano de su marido y se adelanta hasta quedar frente al homenajeado. Entonces los dos levantan los brazos, se agarran por los hombros y la mujer se une al juego. La competición dura unos minutos, durante los cuales los espectadores observan divertidos las rocambolescas muecas y escuchan fascinados los sorprendentes sonidos que surgen de las gargantas de abuelo y nieta. Finalmente, Nanuk se da por venci53


El Callejón de las Once Esquinas

do. La risa puede con él y se queda sin aliento para continuar. Taorana es una experta competidora de katajjaniq. Aunque a menudo lo haga contra sí misma frente al espejo no deja pasar la oportunidad de jugar con su madre o el abuelo, las únicas personas que conoce que mantienen la tradición. El perdedor levanta el brazo de la justa vencedora y todos aplauden con entusiasmo. —Bueno, creo que ha llegado el momento de descubrir mi regalo. Nanuk vuelve a mirar al cielo. Una ráfaga de viento helado atraviesa el jardín, ante la extrañeza de todos. Por un segundo se acurrucan y protegen con los brazos. —Vaya, esto sí que es raro —apunta Singajik—. Hacía siglos que no notaba un frío así. El abuelo sonríe satisfecho y, como si se hubiera producido la señal que estaba esperando, empieza a romper el bonito papel estampado con motivos invernales. Unos segundos después, cuando se hace evidente el contenido, se detiene, desbordado por la emoción. —¡Es un trineo! —grita Nuka, quien se deshace de los brazos de su boquiabierto hermano y corre junto al abuelo. —El mejor qamutiik del mundo —murmura Nanuk, con lágrimas de alegría deslizándose por los surcos de sus mejillas. Taorana lo abraza emocionada. Al pequeño inuit se le unen los otros niños y en un santiamén el trineo aparece esplendoroso, libre de envolturas. A Aputsiaq se le ilumina el rostro imaginándose montado en él, recorriendo la tundra helada a toda velocidad gracias al empeño de una docena de animosos perros que ladran felices. Una segunda ráfaga de aire gélido 54

cruza el jardín. Nanuk vuelve a mirar al cielo. Las estrellas empiezan a quedar ocultas tras nubes deshilachadas. Sonríe de nuevo, una sonrisa que transmuta en asombro cuando empieza a oír los ladridos que se acercan. Al momento un grupo de hermosos perros de Groenlandia, la casi extinta raza autóctona de la isla, entran alborozados en el jardín acompañados por Tuttup y Sernunngua, sus otros dos nietos. Y entonces el abuelo arranca a reír con sonoras carcajadas. Es la mejor manera que se le ocurre de liberar la emoción que lo desborda, una risa estruendosa que contagia a todo el mundo, empezando por los más pequeños. Aunque ellos ya llevan rato riendo y se han lanzado a acariciar y abrazar a esos perros tan preciosos. —El trineo es una maravilla —interviene Sernunngua, la mayor de sus nietas—, pero ¿para qué sirve sin perros que tiren de él? Nanuk, incapaz de hablar por la risa y las lágrimas, la abraza. —Ya me diréis cómo habéis mantenido en secreto un regalo tan movido y ruidoso… —comenta Taorana, feliz, a sus hermanos, que le responden con sonrisas y cariñosos kunik. —¿Te apetece un paseo? —sugiere Tuttup al abuelo—. A falta de nieve, una pradera de hierba mullida puede ser una buena alternativa. Nanuk no contesta enseguida. Sus ojos sonrientes dibujan una expresión enigmática que su nietos no saben cómo interpretar. Entonces vuelve a mirar al cielo, ya cubierto por completo, y levanta los brazos. Una tercera ráfaga helada recorre el lugar, pero esta vez el frío permanece. Las risas se apagan. La gente se apelotona como respuesta al descenso en picado de la temperatura.


Once Cuentos Escogidos

Se miran unos a otros, incrédulos. Los perros ladran y aúllan, y de sus bocas salen columnas de vaho. Nanuk continúa mirando al cielo, con los brazos en alto. Aputsiaq nota un pellizco en el estómago, que le avisa de que algo digno de ser recordado va a suceder, y aunque el frío aumenta nadie decide entrar en la casa. Todos tienen los ojos clavados en ese hombre increíble, que parece sacado de una leyenda inuit, de pie en el centro del jardín, junto a un trineo y rodeado de perros. —¿Estás seguro de eso que dices? —pregunta el abuelo. —¿Cómo? —responde Tuttup, tan desconcertado como el resto de invitados. El viejo oso polar baja la mirada de las nubes hasta fijarla en su nieto. —Que si estás seguro de que no hay nieve. Al principio Aputsiaq no entiende qué está sucediendo. Nota que le ha caído algo en el pelo, muy ligero, casi imperceptible. Se lleva la mano a la cabeza y toca algo frío y húmedo. «¿Qué es esto?», es su primer pensamiento, pero entonces ve las bolitas blancas que descienden en una caída amortiguada, co-

mo si en vez de caer, una fuerza invisible las depositara suavemente en el suelo. El silencio se adueña de la escena, incluso los perros callan. Es como si nadie se atreviera a romper la magia del momento, como si abrir la boca fuera a hacerles despertar del sueño. Aputsiaq estira los brazos con timidez, con las palmas de las manos hacia arriba, y a los pocos segundos una hermosa bola de algodón helado, un perfecto aputsiaq, aterriza en la mano derecha. No lo puede creer. Ni siquiera había llegado a soñar una sensación semejante. —Está… está… nevando —anuncia por fin, sin acabar de creer las palabras que surgen de su garganta. —¡Está nevando! —gritan todos. En el centro del jardín Nanuk se deja acariciar por los copos. Pronto su pelo y su ropa están cubiertos de nieve, igual que el pelo y la ropa de todos los demás, igual que los tejados, la carretera y el suelo del jardín. Pronto todos gritan de alegría, corretean y juegan con el tesoro blanco del que están hechos los sueños inuit. Y el hechizo no se rompe.

Benjamín Recacha García (España) Blog: benjaminrecacha.com 55


El Callejรณn de las Once Esquinas

56


Once Cuentos Escogidos

Ensayo general Ángel

Saiz Mora

CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 6, junio 2018 57


El Callejón de las Once Esquinas

Era hora de regresar...

HABÍA PEDIDO EL DÍA LIBRE en el trabajo con la excusa falsa de hacer una mudanza. Se marchó igual que todas las mañanas, tras despedirse de su reina y de su princesa, pero en lugar de tomar el metro terminó sentado en un banco del parque Aluche. Una cuadrilla de jardineros comenzaba la jornada. Un ciclista pasó a su lado, también varios corredores de fondo. Tras un rato calculó que Alicia ya estaría camino de la oficina, después de dejar a Laurita en el colegio. Era hora de regresar. Abrió la puerta de casa con el menor ruido posible. Lo último que deseaba era que la chismosa de la vecina se percatara de su presencia, sabía que iba a faltarle tiempo para salir a preguntar por qué había vuelto tan pronto. Necesitaba discreción absoluta para sus propósitos, que no hubiese testigos a los que les extrañase su conducta, menos que nadie la pregonera del vecindario. Una vez en casa, como si hubiera dado marcha atrás al reloj, se puso el pijama de nuevo para introducirse en la cama. Bajó todas las persianas. Después vino el detalle más importante dentro de su plan: cerrar los ojos, con la intención de no abrirlos hasta nueva orden. En esas condiciones acertó a desconectar a la primera el despertador de la mesilla, fue suficiente un leve toque con el dedo índice de la mano izquierda. A partir de ahí empezaba de forma oficial el trabajo de campo, su experimento sobre el terreno. 58

La visibilidad era nula, pero supo llegar sin problemas hasta el cuarto de baño. Esta vez no olvidó dejar bajada la tapa del inodoro, como tantas veces le recomendaba su mujer, su reina. Más difícil fue distinguir entre el champú, el acondicionador y el gel, algo que consiguió por la forma de los envases. Vestirse de nuevo con la misma ropa fue menos complicado de lo que creía, aunque tardó más de lo habitual sin el sentido de la vista, al igual que para dejar la cama hecha. Nada que no pudiera mejorarse con algo más de práctica, pensó, animoso. Supo reconocer cada mueble del salón. Desde esa nueva perspectiva los libros de los estantes parecían emanar un olor más intenso. Gracias al tacto pudo llegar sin dificultad hasta la cocina, aunque tropezó con uno de los taburetes, que no estaba en su sitio. Dio cuenta de la tostada del que fue su segundo desayuno. El conocimiento del terreno hizo que dejar el plato y los cubiertos en el lavavajillas resultase bastante sencillo. Había comido con tranquilidad, hasta se permitió encender la radio para sintonizar las noticias, sin importarle que fuesen las mismas que había escuchado ya. Antes de salir decidió visitar la habitación de Laurita. Desde Dora la Exploradora a Pepa Pig hizo un repaso por los muñecos de peluche, que reconoció gracias a la yema de los dedos. El cuerpo cuadrado de Bob Esponja era inconfundible. Satisfecho, su mano exploró,


Once Cuentos Escogidos

con cuidado y cariño, el cajón secreto de la pequeña, donde guardaba sus más preciados tesoros. En lo más profundo palpó algo que, aunque no pudiera ver, conocía de sobra: recortables de muñecas y un cuadernillo de tapas duras, que su inteligente princesa utilizaba como diario. Accedió al portal con todo el sigilo que fue capaz de reunir. Dentro del ascensor su autoestima sufrió un pequeño revés, cuando en lugar de pulsar la planta baja fue a parar a los sótanos. Sin amilanarse, se aseguró de elegir el botón preciso en un nuevo intento. Ya en la calle palpó la fachada de la tienda de frutos secos y más cosas regentada por unos asiáticos muy amables. Acera adelante, sin perder el contacto con la pared, contó uno, dos, tres portales, antes de torcer a la izquierda en la esquina, hasta alcanzar el puesto ambulante de churros y chocolate, con

sus vahos de fritanga inconfundibles. Fiel al propósito que se había hecho, de no levantar los párpados bajo ningún concepto, determinó la dirección y la velocidad de los coches mediante el sonido, también el momento preciso para cruzar la calzada con el semáforo en verde. El cristal frío del escaparate y el aroma de los productos horneados desvelaron que se hallaba ante la panadería. No lo tenía previsto en su itinerario mental, pero aquí introdujo un factor de dificultad dentro de esa ruta a través de las tinieblas que se había impuesto. Entró para comprar una barra y una bolsa de madalenas. Sabía que el dependiente, de nacionalidad rumana y muy discreto, no iba a preguntarle el motivo por el que llevaba los ojos cerrados. Extrajo un billete de la cartera y guardó el cambio en su monedero, una acción corriente que, bajo sus curiosas circunstancias, vi59


El Callejón de las Once Esquinas

no a ser otro pequeño reto, del que salió airoso. A la altura del centro comercial del barrio sus pies reconocieron la ristra de escaleras, que subió y bajó varias veces, solo por el gusto de hacerlo. Lo hizo de forma pausada, sin tropiezos. Desde ahí a la boca de metro supuso que todo debería ser sencillo, territorio conocido, por eso le sorprendió toparse con un contenedor de obra, instalado esa misma mañana. Su rodilla tropezó contra una de las duras esquinas de metal, tras lo que soltó un par de improperios. Estuvo a punto de abrir los ojos de forma instintiva, pero reprimió ese impulso para sustituirlo por el contrario. De alguna forma, al apretar las pestañas con rabia, la molestia se hizo más llevadera. Por los pasillos del tren subterráneo recibió algunos roces con viandantes que pasaban raudos a su lado, pero no fue increpado por ninguno, al contrario, al creerle ciego le ofrecieron ayuda, que él declinó con amabilidad. Se detuvo en el andén, después de un cuarto de hora desde que pisó la calle sumido en una oscuridad voluntaria, un tiempo que estimó razonable y esperan-

zador. Había completado el trayecto sin demasiados problemas ni titubeos. No tuvo que ser ayudado por otras personas. Prueba conseguida, se dijo. No pudo por menos que sonreír, complacido de que su cerebro hubiera demostrado saber orientarse de forma distinta y compleja. Se sentía muy orgulloso, hasta importante, como si fuese el primer hombre en poner el pie en la Luna. Incluso bajo unas circunstancias tan adversas como la falta de visión era capaz de ser autónomo. Ahora podría ganar mucho dinero. Se imaginaba lleno de fama y aplausos al superar todo tipo de pruebas en algún concurso o reality show de la televisión, esos tan disparatados en los que a veces vendan los ojos a la gente. Fue en ese momento cuando decidió abrirlos. Estaba dentro de la estación de Aluche, que carece de túneles, pero tenía la sensación de percibir el entorno con las limitaciones de estar dentro de uno. Esa noche decidió que ya estaba preparado para comunicar a la reina y a la princesa algo que solo él conocía desde semanas atrás, lo de su glaucoma irreversible.

Ángel Saiz Mora (España)

60


Once Cuentos Escogidos

La maleta de la señora Tillmore Ignacio Urtiaga

Ilustración del autor

Bajo ningún concepto...

«Todavía no están preparados», decía la señora Tillmore, siempre con un tono entre riguroso y resignado, justo antes de bajar cuidadosamente la tapa, ajustar las correas laterales y cerrar con llave. Exactamente igual que hizo esta mañana al cerrar la maleta antes de irse, no sin antes advertir severamente a los dos operarios de la mudanza que «trataran con delicadeza sus cosas» y que «bajo ningún concepto», repitió, «bajo ningún concepto, se acercaran a la maleta, la tocaran y mucho menos hicieran el amago de abrirla, la abrieran o miraran su contenido». Pero, desgraciadamente, este tipo de afirmaciones lanzadas al

CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 10, junio 2019 61


El Callejón de las Once Esquinas

viento aquí, en pleno corazón del condado de Kildare, y casi en cualquier parte de este mundo, suena a desafío, a pretenciosa provocación, a incitación, a órdago al niño desobediente que casi todos llevamos dentro, con lo que, una vez más, se los ha encontrado a la vuelta sin poder evitar el fatídico desenlace. Por eso ahora arrastra pesadamente los cadáveres de los trabajadores por la madera oscura que conforma el suelo del apartamento en dirección a la bañera, donde ha preparado una mezcla de hidróxido de potasio y agua que los hará desaparecer en unos días. Y, como en otras ocasiones, tiene que darse discreta y ágilmente a la fuga. Pero hoy la sempiterna huida, quizá por ser menos esperada o simplemente más precipitada, o igual porque la señora Tillmore estaba más afectada que otras veces —al menos eso me ha parecido notar en su expresión y sus ojos cansados—, o simplemente por puro azar,

ha quedado abortada en tan solo un instante. El instante en que sus botines negros de suela de cuero resbalaron en el tercer escalón e hicieron que cuerpo y maleta, acompañados de un simpar concierto de percusión y crujidos de huesos, descendieran atropelladamente piso y medio en la empinada escalera de caracol de este típico portal irlandés. La suerte, en definitiva, no nos ha acompañado. La maleta ha quedado semiabierta en el descansillo y la pobre señora Tillmore es más que probable que no pueda recuperarse de esa fractura escandalosa que se adivina en su cuello y que ha puesto en su cara una máscara de horror que se va pintando de blanco según van pasando los minutos. Abstraído por el delicado haz de luz que entra desde el exterior me debato entre intentar escapar y esconderme o esperar a que alguien me encuentre. «Todavía no están preparados», decía la señora Tillmore.

Ignacio Urtiaga (España) 62



CONTACTO 11esquinas@gmail.com Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es Twitter: @11Esquinas Facebook: www.facebook.com/11Esquinas


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.