El Callejón de las Once Esquinas #11

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EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS


El Callejón de las Once Esquinas

EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS

Revista de letras agitadas por el cierzo Número311­ Septiembre - Septiembre 2019 Número 2017

Revista de letras agitadas por el cierzo

EDITA El Callejón deEDITA las Once Esquinas Zaragoza El Callejón de las(España) Once Esquinas Zaragoza (España) ISSN 2530-481X ISSN 2530­481X COORDINACIÓN Patricia Richmond COORDINACIÓN Patricia Richmond FOTOGRAFÍA Esparvero FOTOGRAFÍA Esparvero Imágenes: excepto mención en contrario, de bancos libres de derechos Imágenes: excepto mención en contrario, de bancos libres de derechos (Pixabay, CONTACTO PhotoPin, Wikimedia). 11esquinas@gmail.com CONTACTO Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es 11esquinas@gmail.com Twitter: @11Esquinas Facebook: Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es www.facebook.com/11Esquinas Twitter: @11Esquinas Facebook: www.facebook.com/11Esquinas Todos los relatos son propiedad de sus autores. Todos los relatos son propiedad de sus .

autores.

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Cris Ortega

«Steam Heart

»

www.crisortega.com La ilustración se ha reproducido con permiso de la autora.

El Callejón de las Once Esquinas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons AtribuciónNoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional


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Deuda

¿Cómo se salda una deuda tan inmensa como la que ata al Callejón de las Once Esquinas con sus autores y lectores? Ni ofreciendo los once corazones de nuestro ejérCONTENIDOS cito privado de musas podríamos equilibrar la balanza. Que un proyecto tan humilde como el Callejón llegue, tras casi tres años de andadura, al mágico número 11 se debe a la ilusión compartida con personas que, coPlaza Aragón ....................... 4 mo nosotros, creen en el poder de las redes sociales como motor de unión e intercamEscritora invitada: bio. Nuestro profundo agradecimiento a todos los amigos que han participado en estas Sofía Rhei once convocatorias y a los lectores que descargan la revista o la leen a través de las redes. Gracias a vosotros, las esquinas de este callejón literario se han extendido hasta puertos inimaginables. Gracias también a los generosos ilustradores y escritores que Calle Predicadores ............. 27 aceptaron nuestra invitación para enseñarnos a navegar en la travesía de cada uno de esos once números. Relatos llegados de Contentos y orgullosos, celebramos este onceniversario con la alegría fantástica que Argentina, España, Inglaterra, derrochan las invitadas de este número espeMéxico, Uruguay cial: la maravillosa ilustradora Cris Ortega, autora de la extraordinaria portada, y la inigualable escritora Sofía Rhei, creadora de Róndola, un mágico mundo regido por el número once. ¡Quién mejor que ella! nos acompañan los autores selecCamino de las Torres ....... 185 Además, cionados en la última convocatoria y reseñamos el libro de relatos de un buen El libro del trimestre es de amigo del Callejón: Raúl Ariel Victoriano. Y, para rematar la celebración, os ofrecemos Raúl Ariel Victoriano un volumen extra con los mejores cuentos publicados en estos primeros once números. Todo esto es lo que vas a encontrar en el undécimo número de El Callejón de las Once Esquinas: lee, comparte y escribe… La duodécima convocatoria ya está en marcha. 3


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PL AZA ARAGÓN FIRMA INVITADA

SOFÍA RHEI Pasión fantástica

LA CADENA DE HIERRO El cazador de hadas no caza demasiadas, pero lo intenta con ahínco. Cambia de aspecto cada día para que las astutas criaturillas, con sus insoportables risitas, no lo reconozcan nada más verle. Al menos, eso es lo que cree. Lo cierto es que el cazador de hadas muere cada día, devorado por las hadas, y su memoria es puesta en otro cuerpo, aún más ridículo, para que las hadas se sigan riendo de él. El bosque profundo

Sofía Rhei

Fotografía de Chaoko Harlekin 4


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«Si no te has encontrado antes con Sofía Rhei, este es el momento. Se ha cruzado en tu destino y tiene poder: ya no vas a dejar de leerla. Es capaz —y bien lo demuestra en esta colección— de construir historias con lo inverosímil, de jugar ante tus ojos con sus palabras, de hipnotizarte con sus tramas».

José Carlos Somoza Prólogo de El bosque profundo

Hacemos nuestras las palabras de José Carlos Somoza para presentar a Sofía Rhei, sin duda, una de las escritoras más valientes, experimentales y fantásticas del panorama actual español. Nació en Madrid en 1978 y, muy pronto, se convirtió en una lectora voraz. En los libros de autores como Angela Carter o Italo Calvino descubrió la poesía que transmiten las historias más oscuras y fantásticas y se forjó en ella una vocación artística que la llevó a licenciarse en Bellas Artes. Además, estudió música, literatura e idiomas. Sus comienzos profesionales estuvieron alejados de la literatura: profesora de dibujo, niñera, pinche de cocina, monitora de idiomas para bebés… hasta que, poco a poco, consiguió introducirse en el mundo de los libros como traductora y lectora profesional de narrativa juvenil para editoriales españolas, francesas, estadounidenses e italianas. A la vez, su nombre comenzó a brillar como poeta experimental, llegando a obtener el premio Zaidín de Poesía «Javier Egea» en 2007 por Otra explicación para el temblor de las hojas. Sus poemas se caracterizan por explorar nuevas formas de expresión gráfica al servicio de la palabra: poesía en 3D, troquelada, en Morse, collages, soportes que dan forma a títulos como Alicia Volátil, Las flores de alcohol o Química. Sofía es también una escritora de prosa brillante, sólida, precisa y hermosa en cualquiera de los géneros que domina. Su prolífica obra narrativa, traducida al inglés, francés, portugués, italiano, japonés, ucraniano y esloveno, comprende más de treinta libros humorísticos, de fantasía y de ciencia ficción, tanto para niños y adolescentes como para adultos.

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En 2016 obtuvo el galardón Spirit ofDedication de la European Science Fiction Association, por su dedicación a la literatura infantil. Sus libros para niños son célebres. En Los hermanos Mozart, por ejemplo, deslumbra a los pequeños recreando el reino mágico de Rücken, creación de los auténticos Wolfgang y Narnnel Mozart para escapar de la opresión del mundo adulto. Una de sus sagas famosas es la que narra las aventuras de El joven Moriarty, el niño más malo del siglo XIX. Porque sí, se trata de él, James Moriarty, el eterno rival de Sherlock Holmes. Su triste y peculiar infancia es la excusa para urdir tramas que muestran, como telón de fondo, la riqueza cultural, artística y científica de la época victoriana, de la mano de personajes reales y literarios como Darwin, Verne, Carroll, Alicia o el doctor Watson. Además, su novela Flores de sombra es uno de los títulos más vendidos en el ámbito de la literatura juvenil española. Sofía Rhei es una autora valiente, que arriesga para innovar, y lo demuestra especialmente en su fantasía para adultos. Dentro de este tipo de propuestas, encontramos libros hermosos, raros, joyas para el lector apasionado por los mundos extraños. Especialmente poderosa es su vinculación con la magia que destila la naturaleza. Así, en El bosque profundo, una recopilación de microrrelatos poéticos y macabros inspirados en los cuentos populares europeos, ilumina las zonas oscuras de ese bosque que todos llevamos dentro, para extraer lo que yace oculto, con la guía de las cartas del Tarot, que ilustran bellamente el libro. En Oculi Arboris sigue explorando el universo del bosque profundo y arma una novela magnética y asombrosa, a través de unos personajes sobrenaturales distintos a los que acostumbran a poblar los relatos de este tipo de ficción. Róndola, que obtuvo en 2017 el premio Celsius a la mejor novela de ciencia ficción y fantasía y fue finalista del Kelvin 505 y del Ignotus, es tal vez su obra más ambiciosa, pues invirtió seis años en su redacción. En ella, Sofía nos ofrece un cuento de hadas delirante, claro homenaje a Terry Pratchett y su Mundodisco, en el que un grupo de peculiares princesas se rebela contra un destino de hilo y agujas para decidir su propio rumbo. Paladines, juglares, brujas, dragones, maldiciones, a todo se enfrentarán con picardía y humor, mucho humor. Ella misma ha reconocido que sus géneros preferidos son el weird (fantasía 6


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oscura con elementos sobrenaturales) y la ficción especulativa. Sus relatos de ciencia ficción abundan en las antologías y revistas del género. Céfiro, Ánima, El grupo que lo controla todo son excelentes muestras de su talento narrativo en estos campos. El cuento El libro pequeñito ha sido incluido en la antología de autoras de corte fantástico Insólitas, publicada con gran éxito este año por la editorial Páginas de Espuma. Y no hemos terminado. Nos encontramos también ante una maestra de la novela humorística, por supuesto, con algún toque insólito. Espérame en la última página y La importancia del quince de febrero son ejemplos de su forma de combinar humor, romance y fantasía. Sofía Rhei es, además, creadora de juegos de tablero, compositora de canciones, ilustradora, librera en proyecto… ¿Quién puede resistirse a ella? Nosotros, no. Por eso os invitamos a leer en este número del Callejón El crujido de la cereza al romperse, un relato de ciencia ficción con toques philipkdianos. LOS LIBROS DE SOFÍA RHEI

Fuente: La Nave Invisible, web de ciencia ficción, fantasía y terror en femenino. LITERATURA PARA ADULTOS

POESÍA Las flores de alcohol (La Bella Varsovia, 2005) Versiones (Ediciones del Primor, 2006) Química (El Gaviero Ediciones, 2007) Otra explicación para el temblor de las hojas (Ayuntamiento de Granada, 2008) Alicia volátil (Cangrejo Pistolero, 2010) Sextinas (Hiperión, 2011), con Chús Arellano y Jesús Munárriz. Bestiario microscópico (Sportula, 2012) La simiente de la luz (Lapsus Calami, 2013) La belleza de la bestia (Lapsus Calami, 2015) NOVELA Róndola (Minotauro, 2016) Espérame en la última página (Plaza & Janés, 2017) Domori (Editorial Cerbero, 2017) Oculi Arboris (Editorial Cerbero, 2018) La importancia del quince de febrero (Plaza & Janés, 2019) COLECCIONES Las ciudades reversibles (UCLM, 2008) - Relatos El bosque profundo (Aristas Martínez, 2018) - Microrrelatos 7


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ANTOLOGÍAS EN LAS QUE APARECE Más allá de Némesis (Sportula, 2013): Calipso. Crónicas de tinieblas vol. 3 (Sportula, 2014): El orden de la trama. Retrofuturismos (Ediciones Nevsky, 2014): La cicloteca de BubbleLon. Terra Nova vol. 3 (Fantascy, 2014): Ánima. Alucinadas (Palabaristas, 2014 - Sportula, 2015): Techt. Alucinadas II (Palabaristas - Sportula, 2016): Informe de aprendizaje. Barcelona Tales (NewCon Press, 2016): Secret Stories ofDoors. Cuentos desde el otro lado (Nevsky, 2016): El libro pequeñito. Retrofuturo. (Cazador de Ratas, 2016): La máquina de los deseos. Para el Maestro. Historias en honor de Terry Pratchett (autoeditado, 2017): Sandwiches de pepino en pan sin corteza. Alucinadas III (Palabaristas, 2017): El grupo que lo controla todo. Poshumanas (Libros de la ballena, 2018): Informe de aprendizaje. Insólitas (Páginas de Espuma, 2019): El libro pequeñito.

LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL Saga Flores de sombra Flores de sombra (Alfaguara, 2011) y Savia negra (Amazon, 2012) Saga Krippys (con el pseudónimo Cornelius Krippa) 1. Las gafas más raras del mundo (Montena, 2012) 2. Problemones y problemazos (Montena, 2012) 3. Día de lunáticos (Montena, 2012) 4. El refugio de los monstruitos (Montena, 2012) 5. Una misión explosiva (Montena, 2013) Saga El joven Moriarty 1. El joven Moriarty. El misterio del Dodo (Ediciones Nevsky, 2013) 2. El joven Moriarty y la planta carnívora (Ediciones Nevsky, 2013) 3. El joven Moriarty y los misterios de Oxford (Ediciones Nevsky, 2015) 4. El joven Moriarty y la ciudad de las nubes (Ediciones Nevsky, 2016) Cuentos y leyendas de objetos mágicos (Anaya, 2011) Adivinanzas con beso para las buenas noches (Alfaguara, 2014) Un elefante en el país de los ciegos (Loqueleo, 2014) El pícaro Nasrudin (Loqueleo, 2014) Olivia Shakespeare (Edelvives, 2014) Leyendas sobre dragones (Loqueleo, 2014) Leyendas con poderes mágicos (Loqueleo, 2014) La calle Andersen (La Galera, 2014), con Marian Womack. Los hermanos Mozart. El reino secreto (Diquesí, 2015) Cómo tener ideas (Narval, 2016) El pájaro de fuego / Firebird (Ediciones Nevsky, 2017) Piel de asno / Donkey Skin (Ediciones Nevsky, 2017) 8


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El crujido de la cereza al romperse

I — SHERRY PREFERÍA VOLVER a casa caminando, porque el hovercraft era el espacio transitorio en el que los estudiantes de cursos superiores, eufóricos por haber terminado las clases del día, se desfogaban con discusiones a gritos y carcajadas. Después de horas de represión y de agachar la cabeza, la línea 376 era un paraíso de libertad en el que podían reafirmarse como futuros machos agresivos o hembras competitivas. A Sherry le resultaba repugnante. Sin embargo, aquel día llovía, y Sherry (se empeñaba en usar aquel nuevo nombre en lugar de Svetlana) le

había prometido a sus padres que tomaría el hover cuando hiciera mal tiempo. La familia había llegado de Siberia hacía tres años, y su madre no dejaba de repetir que si quisiera que su hija muriera de una pulmonía, se habrían quedado allí en lugar de mudarse a Chicago. Dedicó miradas de soslayo a los adolescentes (a ella aún le faltaba un año para serlo según el idioma inglés) mientras avanzaba por el pasillo valorando las posibilidades de que alguno de los grupitos decidiera tomarla con ella. Vio un sitio libre, justo al final del tranvía, entre una anciana de aspecto hosco y un 9


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hombre muy delgado, de tez amarillenta, que parecía estar a punto de desmayarse por desnutrición. Era el lugar perfecto para que nadie la molestara. Una vez se hubo sentado, se dedicó a repasar, susurrando, el poema que Mademoiselle Loustau le había encargado que aprendiera para recitar en clase. Sherry era la alumna más destacada de la clase de francés avanzado. En ella, prefería que la llamaran Cerise. —Le Chêne un jour dit au roseau: Vous avez bien sujet d'accuser la Nature…

La anciana torció el gesto y dirigió sus ojos hacia ella de manera lenta y deliberada. Sherry se puso a recitar la fábula para sus adentros en lugar de susurrarla, aunque sabía que así acabaría perdiendo el hilo. Efectivamente, lo perdió. Y mientras los adolescentes, a los que despreciaba con la certeza de que nunca se convertiría en uno de ellos, continuaban con su ruidoso aprendizaje del mundo real, y la anciana chasqueaba los labios y cerraba los ojos ante cada improperio, Sherry se dedicó a explorar el entorno. Frente a ella, en el dorso de plástico del asiento, había varias pintadas hechas con rotulador, y pegados en el lateral, un par de rechicles de colores chillones. Esos tonos llamativos, tan sedientos de atención como los adolescentes, eran una de las cosas que más le llamaba la atención del nuevo mundo en el que le había tocado vivir. En Siberia las cosas eran del color de las cosas, pero en Chicago, en aquel 1983, todo quería lucir con un brillo más intenso y moderno de lo que le correspondía. Las pulseras no eran de cobre y esmalte, sino de un plástico fluorescente inventado para las naves estratosféricas. Los helados no eran de crema; parecían hechos de puro azul eléctrico. Incluso los 10

cabellos de las personas, de hombres y mujeres de todas las edades, formaban un muestrario variopinto de todos esos tonos con los que ningún ser humano podría haber nacido jamás. El primer juguete que Sherry había recibido al llegar a Chicago era una muñeca Rainbow Dash, vestida con unos tonos más deslumbrantes que los del mismísimo arcoíris. En la imaginación de la niña, el personaje había sido el hada mágica responsable de llenar de colores imposibles la ciudad, tornándola veloz y enloquecida con ellos. El tranvía dio un frenazo para no atropellar a una quimera. Los adolescentes se agarraron unos a otros, encantados; la anciana frunció los labios con desaprobación mientras se llevaba una mano al pecho, y Sherry, en ese movimiento brusco, entrevió una franja verde pistacho en el lateral del asiento de delante, justo entre los chicles pegados y la pared de metal. Se agachó para ver de qué se trataba, y comprobó que era una cinta de casete que se había deslizado hasta allí. Sherry podía verla solo desde un ángulo determinado, y pensó que si fuera más alta, jamás se habría dado cuenta. Entonces percibió algo más. De la casete de plástico chillón colgaba un cordel rojo. Sherry dedujo que el objeto había sido colocado allí a propósito. Y sonrió. Aquello le resultaba fascinante. Gente escondiendo cintas para que otros no las vieran… La curiosidad espoleó la imaginación de la niña, que se puso a sopesar hipótesis que se bifurcaban en otras hipótesis igual que las ramas de un árbol se bifurcan una y otra vez en otras ramas más cercanas al fruto. Aprovechó que la anciana le dirigía un bufido a un grupo de revoltosos, y


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Obra de Humberto Nieto L.

de un rápido tirón del cordel rojo, tal y como había previsto, consiguió sacar de la hendidura la cinta de audio. Con el corazón latiendo acelerado, la guardó en la mochila de Rainbow Dash sin que nadie la viera, y se sintió tan culpable como si hubiera robado algo. Aquella noche, después de cenar, cuando estuvo segura de que nadie la molestaría, Sherry se ocultó bajo las sábanas con el reproductor de música que le habían regalado los abuelos por las buenas notas. Se puso los auriculares que le había comprado su padre poco después para que no lo molestara y observó una vez más la cinta de plástico verde. Leyó la extraña frase que tenía escrita a rotulador negro: « < rouge». Y pulsó el botón que tenía un triángulo apuntando al futuro. Al principio se sintió decepcionada. Allí no había música ni ningún sonido agradable, sino un galimatías de pala-

bras en una mezcolanza de idiomas. Pensó que tenía suerte, ya que sabía lo que significaban todas las palabras, unas en ruso, otras en inglés y varias en francés. Incluso comprendía las que nunca había oído, fuesen nuevas o inventadas, pero cuyo significado brotaba naturalmente del sonido. No eran frases sueltas: le estaban contando una historia. Era una aventura muy extraña, en la que un león que se comportaba y vestía como una persona descubría que si se pintaba la lengua con un rotulador especial era capaz de saborearse a sí mismo. Luego iba a una especie de escuela en la que le enseñaban a abrir… De repente, Sherry se sintió mareada, como si se hubiera dado un golpe en la cabeza, y notó que le temblaban las manos. Pero enseguida se le olvidaron ambas cosas, porque con la siguiente frase la cabeza se le llenó de imágenes en mo11


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vimiento, un caleidoscopio de fragmentos deslumbrantes. Los centros de placer de su cuerpo se encendieron, llenándola de una euforia tan cálida y acogedora que decidió quedarse en ella. A la mañana siguiente, la madre de Sherry no fue capaz de despertarla. Vio que la niña se había quedado dormida escuchando música y que tenía los dedos agarrotados sobre las teclas del aparato. La zarandeó varias veces, tratando

de desperezarla, pero no fue posible. La niña estaba profundamente dormida. El médico fue a visitarla por la noche, y diagnosticó que la niña había padecido un episodio de fiebre del que se estaba recuperando. Recomendó que la dejaran dormir. Cuarenta horas más tarde, Sherry despertó por fin. Lo primero que hizo fue pedir el radiocasete.

II— GUNTHER LA NIÑA ESTUVO esperando durante más de una hora, en la que no dejó de mirar su reloj de plástico fosforescente, pero cuando empezó a caer la noche se puso a temblar de frío y decidió irse. Antes pegó cuidadosamente un dibujo en el pedestal de la escultura de la Diosa Ishtar. Él la observaba, en la penumbra. En cuanto Gunther estuvo seguro de que la niña no podía verle, fue hacia la escultura y recogió el dibujo. Representaba, con trazos rápidos y algo erráticos, a un león con traje de chaqueta en el momento de sumergirse en una bañera, de fondo aparentemente infinito, llena de peces muertos, mandarinas y burbujas de jabón. Flotando en el aire había más burbujas de jabón, algunas con reflejos distorsionados de la escena, y también mandarinas. Varias parecían estar pelándose solas. A pesar de su cualidad alucinógena, era evidente que el dibujo había sido hecho por la niña. Eso significaba que había escuchado «León infrarrojo». No estaba bien. Ese tipo de material no debería haber caído en las manos de alguien de su edad. Decidió seguir a la niña. Sus pasos 12

arrastrados, que expresaban decepción de modo muy elocuente, la condujeron hasta un pequeño edificio de apartamentos. Él esperó en la calle para asegurarse de cuál era el piso en que vivía, observando atentamente las ventanillas que se iluminaban. Suspiró, dejando que el vaho formara una silueta fantasmagórica frente a su rostro, mientras pensaba qué hacer. Cuando le llegó la cinta en la que se proponía la reunión anónima en la estatua del parque a una hora concreta, pero sin especificar el día, Gunther jamás habría sospechado que la misteriosa convocatoria resultaría proceder de una niña con coletas vestida de colorines. No tenía sentido. Solo cabían dos explicaciones. La primera era que sus padres conocieran el secreto y pertenecieran al movimiento deltágono. Si fuera el caso, alguien debería decirles que no dejaran las cintas por ahí sueltas. La segunda posibilidad era que la niña, que obviamente hablaba los idiomas necesarios, puesto que había comprendido el texto, como demostraba el dibujo, hubiera encontrado por casualidad la cinta en un tranvía, o en la oruga, en el punto de intercambio de


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algún miembro. Tampoco estaba de más advertir a la asociación de los riesgos de aquel método de intercambio, que si bien garantizaba el anonimato, podía dar lugar a situaciones tan rocambolescas, precisamente, como aquella. ¿Qué posibilidades había de que alguien que conociera aquella combinación de idiomas encontrara la cinta? No muchas, desde luego. Pero en una ciudad tan multicultural como Chicago, lo extraordinario no podía despreciarse. Solo existía una manera de saber si los padres de la niña eran o no eran deltagonistas, de modo que Gunther se frotó las manos, no tanto para templar los dedos como para infundirse ánimos, y subió al cuarto piso. —Buenas tardes, mi nombre es Roy Deleuze y soy psicólogo en el colegio de su hija. La expresión de la madre acusó cierta alarma. Gunther adivinó enseguida su nacionalidad, pero prefirió no utilizar el ruso. De hecho, elevó la dificultad de su léxico para calibrar el nivel de competencia lingüística de la mujer. —No, no se preocupe, señora. En absoluto. El rendimiento de su hija, así como su actitud, son excelentes. Estas visitas son rutinarias, solo queremos estudiar los progresos de los estudiantes extranjeros. Gunther fue invitado a entrar, y mientras parloteaba jerga académica sin sentido, deslizó casualmente dos o tres preguntas que le permitieron descartar la posibilidad de que la madre de Svetlana fuera deltagonista, pese a que su inglés era excelente, propio de una persona que ha recibido una educación esmerada. —Su hija resulta especialmente brillante en las clases de francés —aseguró—. ¿Es un idioma que hable alguien de su entorno?

—No, la verdad es que no —aseguró la mujer, que parecía estar algo avergonzada de su ignorancia. Entonces cambió de expresión, y bajó la voz: —La verdad, señor De… —Deleuze. —Deleuze… es que estamos algo preocupados por ella. Últimamente está muy nerviosa, como si esperara algo. Es como si no fuera ella misma, como si mi niña hubiera crecido demasiado en poco tiempo. No sé si lo que digo tiene algún sentido… —Por supuesto que lo tiene, señora. Se trata de una edad muy difícil —la tranquilizó él. La madre suspiró. —Una noche la encontramos inconsciente. Se pasó varios días durmiendo y nos preocupamos mucho. El médico le recomendó reposo, pero aunque su cuerpo descanse, yo creo que su cabeza no se detiene nunca. ¿Cree usted…? ¿Creen ustedes que Svetlana podría ser demasiado inteligente? Hasta el punto de que eso pudiera ser un problema para ella, quiero decir. La niña asomó la cabeza desde su habitación, mordiéndose un labio. Gunther sonrió, y habló dirigiéndose a ella:

—Ma petite, j’ai trouvé ton message dans la cassette et je viens t’aider. Tu dois dire à ta mère que tu me connais et que je viens de ton lycée.

A Svetlana le brillaron los ojos. Tuvo un instante de duda, pero enseguida dijo, esta vez en inglés: —Me alegro de verle por aquí, profesor. —Yo también me alegro de verte, pequeña. Le estaba informando a tu madre de tus excelentes resultados escolares. La madre de la niña sonrió orgullosa y fue a la cocina a preparar un batido de

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larvas mientras Gunther y la niña conversaban en francés. Antes de irse, Gunther le dio a la madre su teléfono personal. Al día siguiente, la niña y él volvieron a encontrarse. Ella estaba más nerviosa que el día anterior. Le dijo que prefería que la llamaran Sherry. Confirmó que había encontrado la cinta en un tranvía de línea y le describió el efecto que le había causado la primera vez que la escuchó. Le contó que había repetido la escucha una y otra vez, pero que nunca había conseguido ver «los mismos colores» que al principio. —He hecho muchos dibujos —admitió con vergüenza, como si fuera un pecado. —El que dejaste en la estatua me pareció excelente —le dijo Gunther—. Y también tengo que felicitarte por tu habilidad para escribir el mensaje para nosotros. Una palabra en ruso, otra en inglés, otra en francés, ordenadas de manera que nadie que supiera solo uno de los tres idiomas pudiera comprenderlo. La niña sonrió, y eso hizo brillar sus ojos por un instante. Pero después volvió a ponerse triste. —Gunther, necesito más cintas. Al menos otra. Antes de escuchar eso yo estaba contenta. Me conformaba con los colores que me rodeaban, ¿sabes? Jugaba con las muñecas, me hacía pulseras, me pintaba los labios con caramelo y me lo pasaba bien. Leía libros normales y me gustaban. Pero ahora… nada está vivo. Es como si hubiera vuelto al mundo en el que no hay brillo, pero peor. —Sherry, esas cintas no están pensadas para gente de tu edad —dijo sacudiendo la cabeza—. Contienen imágenes…, ideas… que es necesario haber vivido para comprender. La cinta 14

que escuchaste te hizo daño, ¿recuerdas? Tuviste que dormir mucho. —Fue maravilloso —recordó temblorosa—. Creo que estaré triste siempre si no consigo escuchar más historias así. Gunther cerró los ojos. Todo aquello lo abrumaba. Los creadores del delta lo diseñaron buscando una experiencia intensa, desde luego. Habían combinado todos los tipos conocidos de sugestiones semánticas y auditivas, incluyendo franjas subliminales en el límite de la audición, buscando producir contrastes y placeres sofisticados y extremos. Una droga de lujo que solo podrían degustar las personas de alto nivel intelectual y cultural. —Me da miedo darte cosas que te puedan afectar demasiado —reconoció Gunther. —¡Existen más! —La mirada se le iluminó con la intensidad de una demente—. ¡Lo sabía! ¡Sabía que ese cuento no podía ser el único! —Gunther, ¡dame más cintas! J’en ai vraiment be-

—Su temblor se intensificó—. No se lo diré a nadie, te lo prometo. Una gota de sudor frío le resbaló por la frente, y en aquel momento parecía cualquier cosa menos una niña. Gunther sintió ansiedad. Quería ayudarla, pero no sabía cómo hacerlo. Algunos adultos habían desarrollado cierto grado de adicción. Quizá a todos les había sucedido algo que podría entenderse como tal, en cierto modo. Pero nunca se había dado ningún caso de pérdida de control. —Te daré lo que quieras —suplicaba la niña—. Mi pantalla mágica. La hucha… Tengo bastantes monedas dentro. Decías que te gustó mi dibujo… ¡Te daré todos los demás! Te daré a Rainbow Dash. Por el tono de voz de la niña resultasoin.


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ba evidente que desprenderse de cualquiera de aquellas cosas supondría un sacrificio considerable. Estaba mendigando desesperadamente, sin rastro de orgullo o dignidad. Parecía una adicta a lamer baterías, una comehongos. Gunther se estaba agobiando. No estaba acostumbrado a negociar con niños, y menos aún con niñas. Sherry estaba visiblemente alterada, y si no era agradable contemplar los efectos del delta en adultos hechos y derechos, ver los estragos que causaba en una mente infantil era un espectáculo aterrador. Trató de calibrar qué le haría más daño a la niña, si una nueva dosis o soportar la abstinencia. Se dijo que esta no parecía estar dando muy buen resul-

tado y que, después de todo, si ya había soportado la primera historia, seguramente la segunda le causara un efecto menor. Sí, lo más sensato era proporcionarle otra cinta, e iniciarla en el delta. Si su madurez y nivel intelectual le permitían comprenderlas, ¿quién era él para limitarle el consumo? Con un poco de suerte, las comprendería solo a medias, ya que estaba seguro de que las capas de alusiones sexuales le pasaban desapercibidas, cada vez le causarían menos euforia y terminaría por cansarse. —Está bien —acabó transigiendo—. Mañana te traeré otra. A las siete de la tarde del día siguiente Gunther le entregó a Sherry «Vor15


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pium», de Dick, basada en «Alicia cayendo hacia abajo abajo». Era el texto más parecido a un libro infantil que pudo encontrar. A medianoche recibió la llamada de

la madre de la niña, que le comunicó, angustiada, que habían tenido que llevar a su hija al hospital. Había entrado en coma por causas desconocidas.

III— CHARLIE —TENEMOS que ayudarla, Charlie. Nosotros la hemos metido en esto. —¿Cómo que nosotros? —resopló ella—. Tú solito, Gunther. Es cosa tuya. Eres tú quien la ha liado parda. —Ya lo sé… —Sumergió la cabeza entre sus manos, presa de la ansiedad—. Ya sé que ha sido culpa mía y asumo la responsabilidad. Pero eso no es un motivo para dejarla tirada. —Mira, no soy de piedra, ¿vale? —dijo Charlie resoplando nuevamente—. Ni un puto bioborg sin emociones aunque a veces lo parezca. Es solo que no creo que lo que propones tenga posibilidades de funcionar. Y serían muchísimas horas de trabajo. —Merece la pena intentarlo —susurró Gunther—. Si hubieras hablado con ella una sola vez, no lo dudarías, Charlie. Es tan brillante y espabilada… Incluso colocada mantenía un espíritu luchador y determinado. Se parece a ti. —Menudo cabrón estás hecho —dijo ella riendo—. Ahora intentas hacerme la rosca… y lo que es peor: despertar en mí mecanismos de identificación. ¿Con quién te crees que estás hablando? No pretenderás que muerda mi propio anzuelo... —Él suplicó con la mirada—. Bueno, lo de hacerme la rosca funciona mejor que otras cosas. Decías que estabas dispuesto a pagarnos. Nunca será bastante para compensar la interminable cantidad de horas que es necesario invertir en algo que no va a servir para 16

nada más, y quizá ni siquiera para eso, pero ¿de qué cantidad estamos hablando? A Gunther se le aceleró el pulso. Sintió que estaba a punto de conseguirlo. —Tengo cuatro mil, pero puedo conseguir más dentro de unos meses. —Con eso no tenemos ni para mantequilla de anacardos —dijo Omm. En el refugio nuclear vivían y trabajaban tres personas, y las características de su arte habían modelado la relación entre ellas. O quizá fuera al contrario. La complejidad de escribir y grabar los formatos delta corría en paralelo con lo laberíntico e intrincado de los nexos emocionales, intelectuales y sexuales que existían entre ellos. Charlotte Jane Dick, conocida por todos como Charlie, era la escritora. Inventaba las tramas y las hacía encajar en los formatos de ficción interrumpida que ella misma había ideado. Parte del proceso consistía en generar un abanico de neologismos, o palabras elásticas, como ella las denominaba, capaces de transmitir de una manera sintética varios conceptos, emociones o imágenes a la vez. —¿Cómo llegó hasta ti el mensaje de la niña? —Me lo trajo una de vuestras seguidoras, una mujer joven, eslava, que se hace llamar Yun. Sabía que soy coleccionista y que tengo casi todo lo que existe. Quería intercambiarme aquella


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por alguna otra cosa. Le di una copia de «Diábolus in nexus» a cambio de la casete grabada por la niña. El motivo de que Gunther conservara tantas cintas era que no las consumía ni necesitaba de manera compulsiva, como le sucedía a la mayor parte de los deltagonistas. Había algo en él que le impedía dejarse llevar por las grabaciones hasta el punto de entrar en éxtasis o perder el sentido. Las disfrutaba de una manera equilibrada, algo distante, y aunque a veces le causaba cierta envidia ver la capacidad de abandono de sí mismos que tenían otros, ver los efectos que podía llegar a causar esa pérdida del yo compensaba con creces esa carencia. —¿Qué le pasaste a la niña? —le preguntó Charlie a Gunther. —«Vorpium» —susurró este, culpable. —¡Estás majara! —exclamó Yves, el psicólogo dianóstico. Se encargaba de seleccionar las palabras y frases que había que amplificar sónicamente e introducía las franjas subliminales. Seguía trabajando mientras conversaba, y sin darse cuenta, hizo sonar una frase modificada con la que estaba trabajando. Charlie se arrancó un zapato y se lo arrojó para que detuviera la reproducción. Gunther recordó que la autora evitaba voluntariamente escuchar deltas para no contaminarse, pues la mente era su único instrumento de trabajo. Para el coleccionista siempre había sido un misterio que la escritora más importante de deltas, prácticamente la creadora del formato, jamás hubiera escuchado ninguno. Era como un fotógrafo que trabajara a ciegas. —¡Es lo único que se me ocurrió! Pensé que al estar inspirado en una obra infantil… Charlie se llevó las manos a la cabeza. rareza

—Puede que el Jabberwocky fuera escrito para niños, cosa que es discutible desde muchos puntos de vista, pero te aseguro, y deberías saberlo por experiencia, que «Vorpium» es el delta que ha dado más problemas. —Nunca me olvidaré del par de lesbianas que se pusieron a oírlo mientras follaban y se quedaron pilladas —apuntó Yves—. Nos dijeron que era responsabilidad nuestra y tuvimos que ir a separarlas. Gunther se dio cuenta de que Charlie fruncía sutilmente el ceño al oír la palabra lesbiana. —Bueno, ¿y qué hicisteis? —preguntó—. Es un caso parecido. —Sus mentes habían caído en un estado de letargo —dijo Omm—. Pasa con frecuencia. Les pusimos fragmentos cortos, clips hipnóticos más suaves tratando de que salieran del sueño inducido. Pero no es lo mismo que un coma clínico, colega, y menos en una niña. —Omm era el ingeniero y artista sonoro que mezclaba las lecturas con efectos, vibraciones y ecos que llevaran a su cumbre de intensidad el proceso hipnosemántico. En aquel momento estaba diseccionando tegumentos de tenias secas para montar las grabaciones en microsurco que contenían. —Si se puede ayudar a los del letargo —propuso Gunther, esperanzado—, también podrá hacerse algo con Sherry. Había pensado que quizá grabando secuencias que pueda reconocer, relacionadas con su entorno, se podría hacer que deseara regresar a él… Omm e Yves se miraron con expresión escéptica. —Este tío es de un optimismo deprimente —aseguró el francés. El ingeniero le dio un trago a su cerveza púrpura. —Mira, Gunther —se le encaró Char17


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lie, tensa—, a veces no hay tu tía. A veces se quedan así, arrugados como una pasa, con sonrisas de gilipollas y babeando. —Y a veces es incluso peor —gimió Yves—. A veces ni siquiera sonríen. Tienen los ojos inyectados en sangre y la cara crispada de terror. Es como si se hubieran quedado congelados para siempre en el momento de máximo terror de sus vidas… —… y no pudiéramos hacer nada para evitarlo —continuó Omm, automáticamente. Era el intérprete modal. Con su voz acariciante de hipnotista hacía una primera grabación del texto, cargada de inflexiones, deformando expresivamente las palabras y frases seleccionadas por Yves. Era frecuente que uno de ellos terminara la frase del otro. Formaba parte del proceso de interpenetración dinámica, que es como lo llamaban. Todos y cada uno de los pasos de la creación de un delta estaban tan embebidos los unos de los otros como un guiso cociéndose a fuego lento. —Creía —dijo Gunther, desviando la mirada— que siempre se habían podido… solucionar esas cuestiones. —Procuramos que no se sepa demasiado —reconoció Charlie—. Perderíamos clientes. —Pero —Gunther tragó saliva, pálido—… es mejor perderlos como clientes que perderlos literalmente, ¿no? —En todos los libros hay un prospecto que explica los riesgos —se justificó Charlie. Y se hizo un silencio, durante el que varias miradas significativas se tendieron entre los miembros del delta. —Perdona, Gunther —le dijo Yves, modulando su voz aterciopelada para expresar educación y sensatez—, pero 18

tenemos que deliberar a solas unos minutos para decidir. El interpelado asintió y salió del refugio nuclear a fumarse un canuto de hebras de plátano. Estaba amaneciendo y el sol anaranjado teñía de un color cálido e intenso la hierba cubierta de escarcha. El refugio estaba en las afueras de la ciudad, alejado de todo excepto de una gasolinera solitaria cuyos dueños eran aficionados a la literatura expandida. La mujer, Molly, pertenecía al mismo grupo de lectura en el que Gunther había conocido el formato delta, seis o siete años antes. Recordaba con nitidez el efecto que le había causado el primer relato que leyó, «Exoperla». Había sido creado por la propia Dick y su anterior equipo de colaboradoras y amantes, que en aquel entonces eran dos mujeres. Era un libro cuyos contenidos subliminales se escondían en imágenes e intervenciones gráficas, con algunas palabras escritas en desorden, impresas de manera borrosa o apenas perceptible, destacadas en determinado color. Los esfuerzos y recompensas oculares contribuían al proceso de sugestión y autohipnosis. Aquel primer texto le había causado reacciones muy intensas, incluyendo temblores cercanos al orgasmo, pero su capacidad de provocar sensaciones extremas distaba mucho de las avanzadas cintas delta. Gunther, como la mayor parte de los aficionados a los libros-droga, había experimentado un proceso paulatino, degustando primero formatos menos agresivos y preparándose para las siguientes fases, aunque no fuera consciente de ello. A pesar de su incapacidad de disfrutar de los deltas como otras personas, Gunther disfrutaba con las narraciones.


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Pese a que para él no eran alucinógenas, al menos eran alucinantes. Recordaba con nitidez las primeras sensaciones confusas y las emociones complejas que le habían causado algunas de las obras maestras de Dick, como «Miriápodo». Era una alegoría acerca de alguien sepultado vivo y que, al encontrarse en esa situación de privación de oxígeno, experimenta el mayor orgasmo de su vida y moría como consecuencia. Otras escuchas memorables habían sido «Aconstrucción» y «Antigüén de almacedades», firmada esta última con el pseudónimo Charles Dick’ns. Su única novela publicada de manera convencional, en el circuito del libro impreso, se llamaba «Verdad» y narraba, con un tomo extremadamente verosímil, cómo un personaje que tenía el mismo nombre de la autora asesinaba a su hermano gemelo y se deshacía del cadáver. La novela alcanzó cierta notoriedad y provocó un escándalo, así como numerosas denuncias que daban por cierto lo narrado. Llegó incluso a realizarse una investigación policial. En otros libros de la autora hablaba también de aquel hermano. En uno de ellos lo retrataba como un enfermo recluido en una institución demental, y en otro, como una mujer con genitales dobles. Gunther le dio una patada a una piedra, furioso consigo mismo. ¿Por qué no se le había ocurrido darle a Sherry uno de aquellos libros de papel? Había estado dándole vueltas durante horas y aquella idea salvadora ni se le había pasado por la cabeza. Pero ahora Sherry no podía leer. La única vía que tenían para llegar a ella, si existía alguna, era el sonido. Se puso a caminar para no quedarse helado, pero los dientes le castañetea-

ban. El equipo tardó en ponerse de acuerdo. —Gunther —le llamó Charlie, desde la puerta del refugio. Estaba de mal humor. Se acercó al trote, deseando fervientemente una respuesta positiva. Si no fueran capaces de ayudarle, o no quisieran, no sabría qué hacer. —Le hemos dado muchas vueltas —dijo Charlie—. En menudo lío nos has metido a todos. Si los padres descubrieran qué le ha pasado a su hija, cundiría el pánico y podríamos acabar todos entre rejas. —Gunther le dio la razón con un suspiro, que adoptó la forma de una cabeza de dinosaurio de vapor—. Por supuesto, hay que encontrar al descerebrado que va dejando las cintas en los autobuses… —No creo que se trate de una sola persona —masculló Gunther—. Ni que dejen de hacerlo por mucho que se lo pidáis. Es como un juego que les da una emoción añadida. Y eso es bueno para no llamar la atención. Puede que haya intercambios por los que no percibáis dinero, pero son también prácticamente imposibles de rastrear. No hay modo de que pudieran llegar hasta vosotros. —Eso está por ver —gruñó la escritora, encendiéndose su propio canuto. No le habían invitado a entrar de nuevo. Gunther esperaba, aterido de frío y ansioso por la respuesta, a que se dignara a comunicarle el resultado de la deliberación. Charlie lo observó atentamente. —¿De verdad crees que esa niña se parece a mí? —le preguntó Charlie observándolo atentamente. Mostraba una vulnerabilidad que él nunca había percibido. Gunther asintió con sinceridad. Charlie se quedó pensativa. 19


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Hemos decidido ayudarla —dijo al sino a la nuestra. fin—. Pero no lo haremos a tu manera,

IV— ÉL —¿DÓNDE están los disfraces? —preguntó Yves. Charlie señaló una bolsa de Adidas situada en la parte trasera del vehículo. —Creo que es mejor que nos los pongamos en algún cuarto de baño. Sería un poco sospechoso que tres enfermeros salieran de este trasto tan llamativo, ¿no? —tanteó Gunther. —¿Qué tiene de malo este trasto? —ladró la escritora fulminándolo con la mirada. «Pues que está completamente cubierto de grafitis y que ninguna persona normal lo usaría para desplazarse. Que llama la atención de la gente y sobre todo de la policía», pensó Gunther. Puede que Yves y Charlie estuvieran acostumbrados a colarse en sitios y que tuvieran experiencia en cosas así, como le habían asegurado, pero Gunther preferiría no arriesgarse a llamar la atención. —Hemos venido en furgoneta precisamente para podernos cambiar en ella —observó el cuadriculado Yves. —Como queráis —dijo Gunther rindiéndose. —No te agobies, tío. —Charlie sonrió—. Hemos dejado a Omm en casa, así que todo saldrá bien. —Seguro que nos da mala suerte incluso desde el búnker —se lamentó Yves. Unos minutos más tarde, los tres enfermeros que habían salido de la furgoneta polícroma entraron por la puerta de servicio del hospital, tratando de actuar con naturalidad. Sabían en qué habitación estaba Sherry gracias a una 20

llamada de teléfono en la que Charlie se había hecho pasar por una abuela rusa que apenas hablaba inglés. Caminaron en silencio por el pasillo y tomaron un ascensor en el que no había ningún médico. Gunther se dijo que aquello era otro error: seguramente hubiera ascensores específicos para el personal. Estaban cometiendo una equivocación tras otra. Sabían que la niña estaría sola a aquella hora. No había sido difícil pinchar la línea telefónica de una familia en apuros, incapaz de prestar atención a los detalles mientras su hija yacía inconsciente. La habitación tenía las paredes verde aséptico, en el que los dibujos de Sherry que habían pegado en ella sus padres parecían relieves. Eran imágenes de trazos entremezclados, en las que gruesos rayos fluorescentes perfilaban figuras de animales, objetos y seres quiméricos. Charlie se detuvo a observarlos, como atraída por un imán, mientras Yves empezaba a ponerle los auriculares de un equipo de gama alta que había llevado consigo. —Espera un momento —le dijo Gunther, acercándole el reproductor de casetes de Rainbow Dash—. Creo que será más eficaz si lo escucha con esto. —La calidad será una mierda —dijo Yves frunciendo el ceño. —Sí, pero el sonido tendrá la textura que le resulta familiar, ¿no crees? El francés se lo pensó unos segundos, y después extrajo la cinta de su equipo y la introdujo en el de la niña mientras


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Gunther le colocaba los auriculares fluorescentes. Yves miró a Charlie en busca de aprobación. Ella asintió. El dedo de un adulto accionó la pequeña tecla verde chillón. —Tardará veintiún minutos en llegar al punto culminante —le explicó Charlie a Gunther. —¿Tanto? —exclamó este, alarmado—. Eso hace que las posibilidades de que nos encuentren sean… —Alarmantemente altas —le respondió ella, guiñándole el ojo. Gunther respiró hondo, tratando de tranquilizarse, y propuso establecer un sistema de guardias en la puerta. —No seas idiota —le respondió Charlie—. Las enfermeras se darían cuenta; eso sí que llamaría la atención. Mejor nos quedamos aquí los tres. Tras esas palabras, regresó a la pared de los dibujos y se quedó con el que más le gustaba, una versión de estilo cubista del hombre leonino subido sobre unos patines hechos de espinas de pescado y atravesando una tundra negra. No habían transcurrido cinco minutos cuando Sherry inclinó la cabeza hacia el lado derecho. —¿Habéis visto eso? —señaló Gunther, entusiasta. Charle sonrió. Se acercaron a la cama y vieron cómo los ojos de la niña parpadeaban rápidamente. —¿Crees que es buena señal? —le preguntó Gunther a Yves. Este se quedó pensativo y no contestó de inmediato. El coleccionista se asustó aún más—. ¡Di algo! ¿Y si lo que estamos haciendo es peor? ¿Y si la mata? —chilló. Charlie le atizó una colleja. —Cállate ya o te largas —susurró amenazante antes de acercarse a la puer-

ta para interceptar una posible inspección. —No creo que su estado pueda agravarse —dijo por fin Yves. Se hizo un silencio. —No lo has dicho muy convencido —susurró Gunther. —Ya han pasado casi nueve minutos —dijo Yves mirando su reloj—. Creo que los signos de movimiento son positivos. Está reaccionando a la escucha. Como si hubiera oído sus palabras, Sherry sonrió. La prevención y el temor de Gunther se esfumaron. —¡Está contenta! —Debe de estar descubriendo el sexo. —¿Cómo? —preguntó Gunther, que no estaba seguro de haber oído bien. —Tú querías mostrarle el pasado. Pero hemos pensado que tendría más impacto enseñarle el futuro. De paso, la haría madurar, lo que le resultará útil en caso de que se recupere. Es una manera preventiva de evitar que vuelva a entrar en estado catatónico al escuchar más cintas. —Así que está experimentando la vida adulta… —masculló para sí el coleccionista de experiencias. Efectivamente, la boca de la niña se curvó con el pliegue inconfundible del placer extremo. Su respiración se aceleró. Después entró en un estado de tristeza. Al rato, su rostro mostró una preocupación que se fue transformando en angustia. Palideció y la piel de la cara se volvió visiblemente más seca. Varios de sus cabellos encanecieron. —¿Qué le pasa? —preguntó Gunther, alarmado. El monitor de funciones corporales emitió un silbido de alerta, indicando alteraciones en el sistema cardiovascular de la niña. Rápidamente, 21


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Charlie desenchufó la máquina para evitar que acudiera nadie—. ¿Qué habéis hecho? ¿Qué clase de vida le habéis diseñado? —No nos poníamos de acuerdo —dijo Charlie—, de modo que grabamos varias versiones simultáneas. —¿Cuántas? —Gunther tragó saliva. —Siete —reconoció Yves. —¿Siete vidas paralelas? —susurró indignado Gunther—. ¿En veintiún minutos? Charlie abrió mucho los ojos. —Igual nos hemos pasado. El texto lo grabé yo misma, para que la voz fuera de mujer, y la verdad era que se me fueron ocurriendo cosas mientras lo hacía. —Yves mostraba más sorpresa que arrepentimiento, como si un error de cálculo por su parte estuviera fuera de lugar. —¡Hay que detener la cinta! ¡La está poniendo peor! —pidió Gunther. —No, no creo que sea buena idea —le respondió Yves—. Muchos procesos mentales necesitan clausura. Si lo interrumpimos de repente, eso sí que sería traumático. El coleccionista, recordándose a sí mismo que el francés era especialista en hipnosis y sabía de lo que hablaba, refugió la cabeza entre las manos. No lo dijo en voz alta para no empeorar las cosas, pero en el interior de su mente no dejaba de gritarles: «¿Y qué habría sucedido si nos hubieran interrumpido a mitad de la escucha? ¿Qué pasará si nos sorprenden en los próximos minutos, tan cerca del final? ¡Sois unos inconscientes!». Tenía la sensación de que a Charlie le interesaba más la niña como sujeto de estudio y experimentación que como un ser humano que respiraba y latía. Verla tendida en aquella cama de hospi22

tal le resultaba desasosegante. —Quedan dos minutos —advirtió Gunther. Sherry se agitaba cada vez más. Unas diminutas arrugas empezaron a insinuarse en la comisura de sus ojos, terriblemente tensos. Ni siquiera con deltas especialmente diseñados para expandir la percepción temporal se le habían hecho nunca tan largos dos minutos a Gunther. Al menos, Sherry ya no parecía estar sufriendo. Tenía el cuerpo tenso y sus funciones vitales estaban disparadas, pero su rostro expresaba serenidad, sabiduría, resignación. Estaba experimentando la vejez y, quizá en alguna de esas vidas simultáneas, hubiera conocido ya a la mismísima muerte. Yves la observaba, fascinado. Entonces, sin abrir los ojos, la niña agarró fuertemente la mano de Charlie, que estaba a su derecha. —¡Qué susto, joder! —exclamó esta. Sherry empezó a hablar con una voz muy parecida a la de Charlie. A Gunther se le puso la carne de gallina. Resultaba estremecedor. —Never had the chance. L’opportunité

a toujours été perdue.

Yves, automáticamente, se sacó del bolsillo unos tapones de cera y bloqueó su capacidad auditiva. Sus movimientos rápidos denotaban una secuencia de gestos que realizaba con frecuencia. Urgió a Charlie a que hiciera lo mismo, pero estaba demasiado fascinada por la niña como para hacerle caso. —Está improvisando. Es un talento natural… y qué buen acen… Pero cuando Sherry introdujo el primer neologismo, elevando el tono con una sorprendente inflexión casi musical, Charlie se quedó muda. —¡Charlie! —exclamó Yves, al darse cuenta de que ella había dejado de mo-


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ver los labios, y reconociendo los síntomas de trance hipnótico en su mirada. Gunther, por su parte, escuchaba fascinado la narración que desgranaba lentamente la niña. Hablaba de un ser que no había llegado a nacer, pero que conocía el mundo por algún tipo de conexión con alguien que había conseguido sobrevivir al parto. Era un lamento trágico, contundente; una letanía entre el rencor y la profecía. El ser nonato experimentaba deseos. Estaba ávido de experiencias, de sensaciones, de sol y de brisa nocturna. Su vida era poco más que un sueño y, sin embargo, en ese sueño, en esa amalgama de posibilidades, en esa envidia de quien le transmitía vivencias y sensaciones, cabía una vida entera, o, mejor dicho, un abanico de posibilidades y múltiples vidas compuestas de puro deseo. Yves, angustiado, no se atrevía a sacar a Charlie de un trance tan intenso. La observaba atentamente, tomándole el pulso, esperando la oportunidad de poder liberarla de aquella hipnosis fulminante que no era capaz de comprender. La escritora hizo un gesto nervioso con el brazo y apartó su camisa para descubrirse el vientre. Con un asombro que rayaba en el terror y el asco, Gunther vio que junto al ombligo de Charlie había una excrecencia irregular, una protuberancia de piel translúcida en la que se perfilaba la forma, en relieve, de una diminuta columna vertebral. Yves, que sin duda había visto aquello muchas veces, se limitó a fruncir el ceño, quizá celoso de que otro hombre tuviera acceso visual a una parte tan íntima de la anatomía de Charlie. —Hermana, hermana… ¿cómo puedes llamarte a ti misma hermana? Tu

m’as volée la vie en me possédant. . Has drenado ma vie

«Me has drenado la vida igual que yo apagaré la tuya.» Charlie dejó escapar un gemido culpable, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Nadie la había visto llorar nunca. Una lágrima cayó al aséptico suelo sintético, produciendo un ruido elástico. Y al oír ese sonido inédito, por primera vez en su vida, Gunther entró en trance. La habitación de hospital desapareció y fue sustituida por un espacio blando, indefinido, en el que se sugerían, aquí y allá, objetos familiares que despertaban recuerdos vagos pero agradables del pasado. Olía (literalmente: era una sensación localizada en el interior de la nariz, que despertaba ecos en la pituitaria) a infancia, a seguridad, a pasteles recién horneados y a ropa blanca. Las manchas flotantes de color se condensaron hasta dibujar en el espacio las figuras de dos niños que jugaban. Eran muy parecidos. Colocaban piezas de Lego una sobre otra, rápidamente, mientras reían. La construcción crecía desordenadamente, pero en armonía. Un ave entró por la ventana abierta. Gunther no fue capaz de reconocerla; no había visto nunca algo semejante. Tenía dos ojos enormes colocados de la misma manera que los de un humano, frontalmente, y su mirada expresaba una sabiduría antigua y penetrante, casi estremecedora. —Otra vez la lechuza —susurró la niña. Tenía la misma voz que Charlie. Gunther se estremeció. Aquella palabra, lechuza, hizo que se le erizara el vello de la nuca. Estaba seguro de no haberla oído nunca, y sin embargo, sabía también con certeza que no era un término inventado. 23


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La palabra lechuza era real en un mundo en el que existían las lechuzas, en el que el hermano de Charlie no se había convertido en un amasijo enquistado en el cuerpo de ella, y su voluntad de nacer no se había truncado por el deseo, aún mayor, de ser uno con su gemela para siempre. —¡Gunther! —oyó. El sonido era un molesto ruido de fondo en aquella escena de la que no quería salir. Solo le llevó unos segundos. En el brevísimo lapso de tiempo que había durado el trance encontró el sentido, retrospectivamente, de todos los mensajes ocultos en las cintas delta que hasta ese momento no había comprendido del todo. Las capas de significado perdidas destellaron en su mente al mismo tiempo, gloriosas y simultáneas, sumándose en simbiosis, completándose y completándole, creciendo unas con otras. Supo que para que una idea, una imagen, un personaje, pudiera ser imaginado, para que pueda nacer en la mente y vibrar dentro de ella, era necesario que existiera en algún lugar, en algún estado de latencia. Todas las escenas que había imaginado, todas las que podría haber imaginado, habían tenido lugar, o lo estaban teniendo, en otros mundos. Mientras tanto, la mente de Charlie, a quien, de haber nacido varón, sus padres habrían nombrado Philip, imaginó en aquel instante múltiple todas las historias posibles de su hermano, todos los sueños delirantes que el niño nonato habría, había imaginado en vidas imaginarias. Sherry dejó de hablar. Le habían inyectado un sedante. Charlie perdió el equilibrio y cayó al suelo. La auxiliaron dos enfermeros. —Aún no me ha dicho qué demonios hacen aquí —gruñó la doctora, dirigién24

dose a Yves—, ni de qué va este circo paranormal. ¿Qué son ustedes, satánicos? —Somos familiares —explicó Charlie. —La niña está bien —le informó la enfermera, que estaba comprobando las funciones vitales de Sherry—. Y parece que su sueño es normal. Ha salido del coma. La doctora frunció el ceño. —Voy a llamar a la policía —anunció—. Esto es terriblemente irregular. —Permítame que se lo explique —intervino Yves—. Yo mismo soy médico… —No hace falta ninguna explicación —dijo la doctora—. Ya he visto bastante. Yves suspiró. No era partidario de utilizar sus habilidades como hipnotista, pero había identificado rápidamente a la doctora como una persona sugestionable, y era una ocasión desesperada. Resultaría sencillo hacer que olvidara el incidente. —Por supuesto —le dijo con voz serena y grave—. Puede contar usted con nuestra cooperación. La doctora parpadeó, confusa. —Gracias, señor… —Lesondes —respondió el psicólogo, con su voz de hipnotista—. Yves Lesondes. Vengo de París. Entonces oyeron un fuerte gemido. —¡Charlie! —corrió hacia ella Yves. Uno de los enfermeros le tomó el pulso. La doctora se acercó a ella para reconocerla. La escritora se mordía los labios, tratando de contener el dolor. —No es nada —gimió. Pero Charlie vio que la doctora estaba preocupada. —Fiebre… latidos irregulares, dificultad para respirar, escalofríos… —Estoy bien —aseguró la escritora—. Si me permiten… Pero ni siquiera pudo acabar la frase.


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Se dobló en dos como si fuera una muñeca de trapo, intentando ahogar un chillido que aun así resultó estremecedor. 25


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—Está rechazando el teratoma —diagnosticó la doctora—. Al quirófano. Ahora —ordenó a los enfermeros—. Y ustedes, espérenme en el despacho 327—añadió, dirigiéndose a Yves y a Gunther. Este asintió, dócil. Yves estaba tan preocupado por Charlie que apenas podía hablar. La doctora salió rápidamente de la habitación, y ellos se dispusieron a seguirla. Pero justo antes de atravesar la puerta, Gunther oyó que Sherry volvía a hablar. —Philip… —susurraba—. Philip… Tras comprobar que la doctora ya no podía verlos, por dirigirse urgentemente al quirófano para operar a Charlie, Gunther regresó al interior de la habitación y se acercó a Sherry. Por fin había abierto los ojos.

—¡Quiero ir a verle! —dijo esta, con una súbita urgencia. —Pero… tienes que recuperarte, Sherry. No creo que puedas caminar. —Tú puedes llevarme —le exigió ella, con sus enormes ojos fijos en Gunther—. Quiero ver cómo nace. Sherry se esforzó por incorporarse. Gunther desterró sus dudas y la cogió entre sus brazos. —¿Qué demonios haces? —le gritó Yves—. ¿No tenemos bastantes problemas ya? Pero ni Gunther ni Sherry respondieron. Como un solo ser, caminaron hacia el quirófano. El psicólogo no tuvo más remedio que seguirles. —Ahora será nuestro amigo —aseguró Sherry, con una sonrisa llena de brillo—. Lo cuidaré para siempre.

Nuestro agradecimiento a Sofía Rhei por su permiso para publicar El crujido de la cereza al romperse

en El Callejón de las Once Esquinas.

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CALLE PREDICADORES Patricia Richmond Pablo Núñez Luisa Hurtado Ana Davies Isabel Pedrero Antonio Bolant María Belén Mateos Raúl Ariel Victoriano Benjamín Recacha Héctor D. Olivera Campos Esperanza Tirado Ángel Saiz Mora Carlos María Federici Juancho Plaza José Luis Díaz Marcos Carmen Hinojal José María Araus Armando Cervantes Pepe Illarguia Esparvero Salvador Pérez Salas Joaquín Valls Osvaldo Villalba

29 35 42 43 49 57 60 61 65 73 79 82 83 88 89 95 99 102 105 108 113 115 120

Verde primigenio Batallas Animales La sonrisa de Erinia Una promesa El niño sin sombra Esperando al cartero... o no Ellas bailan Un café y una sonrisa La primavera del té La hora azul Adelantada a su tiempo Tierras levantinas Viejas ilusiones A119 El baile Un otoño Grabaciones familiares El Agente de la Condicional Se van los Dioses El frío El interceptor Una crónica de colección 27


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Raúl Garcés 124 Héroe local Frances Knightingale 125 La cortina dorada José A. García 127 Lo que uno hace cuando quiere leer Héctor Núñez 134 Alucinaciones Luis J. Goróstegui 138 Tragicomedia de Eustaquia y Clodomiro Plinio el Bizco 151 Crónica apócrifa de un afrancesado (II) Salvador Esteve 157 San Iridalgo Isidro Moreno 159 Gambito de dama Plácido Romero 164 Duelo Silvia Amezcua 165 El silencio de Salomé Manuel Serrano 168 Adelina y Eutimio Marta Navarro 175 Hechizo de luna Manuela Vicente 179 El regalo Enrique Angulo 181 La extraña pareja

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Verde primigenio

Patricia

Richmond Dormitaba sobre el asiento trasero... SE PARÓ JUNTO A MÍ y me invitó a subir a su coche. Le conocía de vista, aunque no sabía quién era. El aspecto del campus a esas horas era siniestro, hacía mucho frío y mi facultad estaba en el rincón más apartado de la universidad, por lo que acepté que me llevara hasta la parada del tranvía, en la entrada del recinto. Me senté a su lado y me sorprendió un olor extraño. Aunque miré disimuladamente, no vi nada que explicara el tufillo. Llegamos a la parada, me dijo que le daba apuro dejarme allí sola y me propuso llevarme a casa. Me dio repelús, sobre todo por el aroma rancio que me estaba mareando,

pero se lo agradecí. Durante algunos minutos estuvimos charlando sobre lo que habíamos estado haciendo en la universidad hasta tan tarde: él, corrigiendo exámenes de paleografía; yo, trabajando en mi tesis sobre mecánica de fluidos. Después, ya no pude aguantar más y le pregunté por el hedor. Eres tú, me respondió. Le miré estupefacta y me olí la ropa. No, no era yo, aunque él asegurara que la peste había entrado al coche conmigo. Entonces la descubrimos: una masa de un verde fosforescente dormitaba sobre el asiento trasero. Paró el coche. Recordé que me había 29


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recogido junto al Centro de Ingeniería Biotecnológica, el CIB, sobre el que circulaban rumores acerca de experimentos que habían sido prohibidos por las autoridades académicas. Estaba claro que no era un animal porque no tenía cabeza ni extremidades, pero no había duda de que era un ser vivo del tamaño de un gato. De algún modo, respiraba y emitía unos suspiros quedos como si estuviera durmiendo. El profesor sacó un bolígrafo del bolsillo y empujó con él a la cosa, que se asustó, pegó un brinco y se escondió bajo mi asiento. La pestilencia se hizo tan intensa que nos obligó a salir. Tenemos que volver a la universidad, le dije. Aquella criatura sólo podía haber salido del CIB y debíamos devolverla a su lugar. Estuvo de acuerdo, abrimos las cuatro puertas del vehículo para que se ventilara antes de volver a entrar y miramos debajo del asiento. ¡Había desaparecido! Tras reponernos de la impresión, registramos el coche. El olorcillo pútrido la delató; estaba en el maletero, acurrucada y temblando. ¿Cómo había llegado hasta ahí sin que la hubiéramos visto salir? ¿Habría traspasado el respaldo del asiento trasero? 30

Saqué de mi mochila el contador Geiger que siempre llevo conmigo y se lo acerqué. La saeta del aparato chocó contra el extremo derecho del visor. El nivel de radiactividad era increíble para un cuerpo vivo. Si podía demostrar que eso, fuese lo que fuese, era capaz de atravesar materiales sólidos, revolucionaría las bases de la física, además de proporcionarme un sobresaliente cum laude en mi tesis y un puesto en el centro de investigación que yo quisiera. Habíamos estado demasiado cerca. Comprobé el contador sobre nosotros y la aguja también se disparó. El profesor palideció. Intenté tranquilizarle y le supliqué que regresáramos pitando a la universidad. En cuanto atravesamos la entrada del campus, apagó las luces para no llamar la atención. Aparcó junto al CIB y me miró temblando. Le pedí que saliera y que vigilara a la criatura mientras yo entraba a buscar algo donde poder transportarla sin contaminarnos más de lo que ya estábamos. Me detuve ante el portón de cristal del edificio y grité al ver mi reflejo. ¿Qué me estaba pasando? Me envolvía un resplandor verde manzana. Puse la mano sobre la puerta y la atravesé con


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ella. Alucinada, avancé y todo mi cuerpo pasó al otro lado sin encontrar ningún impedimento. No tenía tiempo para encontrar respuestas a preguntas que no me atrevía a plantear, así que avance por el hall y escuché. No se oía nada, pero mi instinto me decía que debía mantenerme alerta; algo no andaba bien. Bajé al sótano, donde sabía que estaba la zona de laboratorios y me dirigí a uno de los cubículos, que estaba iluminado por un resplandor verduzco. Atravesé la puerta y contemplé horrorizada un enorme socavón que se había tragado más de la mitad de la estancia. La luz que iluminaba la habitación provenía de su interior; me asomé y deseé no haber entrado en aquel edificio, no haber subido a aquel coche y no haberme quedado trabajando hasta tan tarde. Sabía que jamás iba a poder olvidar lo que estaba viendo, pero no podía dejar de contemplarlo. Una masa fosforescente de aspecto similar a la que teníamos en el coche, pero mucho más grande, parecía estar deglutiendo algo que, por los restos de ropa y pelos, deduje que había sido humano. A pesar de su monstruosidad, admiré la perfección de aquella criatura que no necesitaba extre-

midades ni órganos externos para desenvolverse. Y tenía alma, o algo así. Sentí que me observaba con curiosidad y que intentaba calmar mi pánico. ¿Cómo se había metido en mi cabeza? Lo irónico de la situación me hizo sonreír. Estaba segura de haber encontrado un ejemplar extraterrestre, inteligente y altamente evolucionado, algo por lo que mataría cualquier científico, pero no iba a poder contárselo a nadie. Cerré los ojos al escuchar su llamada y me despedí internamente de la vida. Una fuerza suave me arrastró hasta él. Su tacto era escurridizo, como el de la gelatina, y resbalé sobre su cuerpo. No sentí miedo, al contrario, me inundó un sentimiento de paz que no había experimentado nunca. Duró sólo unos minutos, tiempo suficiente para conectar con el monstruo y meterme dentro de su mente. Vi abandono, soledad, ira, venganza. Era humano, después de todo. Descubrí también curiosidad y diversión. Me contagié y me entregué a su juego. Traspasé con él la dimensión física y entramos en un plano sensorial que no soy capaz de describir con palabras. ¿Ternura? Sí, tal vez esa sea la sensación más aproximada de lo que intercambiaron nuestros espíritus. Fi-

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nalmente, me devolvió con delicadeza a lo que quedaba del laboratorio y despareció por un túnel que se adentraba en las entrañas del subsuelo. Sobre mí habían quedado algunos restos de su piel de gelatina. Recordé que el CIB poseía una sofisticada unidad de análisis genéticos. La había visitado una vez y recordaba dónde estaba. Corrí hasta ahí y preparé unas muestras con la sustancia pegajosa que me envolvía. Los resultados me dejaron sin habla: ADN 100% primigenio, humano. Eso significaba que el monstruo no era una criatura evolucionada por encima de nuestro escalón, sino que era un ejemplar del primer ser llamado «humano», pura entelequia de investigación, y del que jamás se había encontrado ninguna evidencia física. Sólo se infería que tenía que haber existido y que de él había nacido la humanidad. El miedo empezó a marearme al acordarme del profesor, que me esperaba afuera con un espécimen similar. Antes de salir, localicé un armario de productos químicos y me lancé sobre un bote de polvos de azul de Prusia. Había leído que eran capaces de frenar los efectos de la radiación, así que me tragué la mitad de golpe. Cogí una caja de las que se usan para guardar isótopos radiactivos, metí dentro el tarro del antídoto y volví a traspasar la puerta del edificio. Regresé con el profesor. ¡No! ¡No podía ser! Me vio y me sonrió. Pero… ¿qué estaba haciendo? Su cara era la expresión de la felicidad absoluta y a mí se me cayó la caja al suelo. Abrí la puerta del coche y le grité que saliera. Él no se inmutó y siguió sonriendo. Tenía aquella cosa en su regazo y la acariciaba con verdadero pla32

cer. Me dijo que era muy cariñosa y dócil y que se la iba a quedar. ¡Hasta le había puesto nombre! ¡Patata! Siempre había querido tener una mascota y las obligaciones le habían impedido ocuparse de un animal. Patata era diferente: no comía, no había que sacarla a pasear… era ideal para él, que vivía solo. Tampoco le importaba el tufo. La mayoría de sus alumnos olían peor y acabaría por acostumbrarse. Me miró con unos ojillos que me derritieron y cedí. Le dije que podía quedársela, pero que debía tomarse el azul de Prusia para evitar que la radiactividad hiciera más daño a su cuerpo. Se tragó los polvos, metió a Patata en la caja de isótopos, donde cabía justa, y nos fuimos de allí. Era muy tarde cuando me dejó en casa. Intercambiamos los teléfonos y nos despedimos. Con el tiempo, el profesor ideó un sistema de comunicación con su mascota; las variaciones del tono de su fosforescencia le permitían interpretar sus emociones y necesidades y ambos mejoraron su aspecto. Ella adquirió un color verde esmeralda precioso y él, un tono pálido azulado, por efecto del azul de Prusia que seguimos tomando con regularidad, que le daba un aire de misterio muy interesante. El olor desapareció en cuanto Patata se sintió dueña de su nueva existencia, lejos del temor a ser descubierta y desintegrada. Saber cómo huele el miedo nos hizo comprender que sería mejor guardar el secreto sobre nuestra habilidad para traspasar las paredes, que los tres habíamos desarrollado. No queríamos convertirnos en fenómenos de feria y acabar como apestados, víctimas del desprecio y la incomprensión que provoca siempre lo desconocido.


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Han pasado nueve meses. El profesor y Patata han cuidado de mí desde entonces, pendientes y alertas en todo momento, pero esta noche ha sucedido todo tan rápido que no han podido hacer nada para impedir que me trasladaran. Había salido a estirar las piernas y me he sentido mal justo cuando pasaba un coche patrulla. Sin hacer caso de los

gritos del profesor, que ya corría hacia mí, los agentes me han llevado volando al hospital, incrédulos. No tengas miedo. No dejaré que te hagan daño. Ya casi estás aquí… ya noto el tacto de tu piel de gelatina y siento tu olor. ¡No, no chillen! ¡Le están asustando! ¡No! ¡No se lo lleven! ¡Es mi hijo! ¡Mi hijo!

Este relato ha obtenido el primer premio del I Certamen de Narración Luminaria, festival de literatura fantástica que se celebrará en Zaragoza durante los próximos 20, 21 y 22 de septiembre de 2019.

Patricia Richmond (España) Blog: patriciarichmond.blogspot.com 33


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Batallas Pablo

Núñez

A María, el mejor principio de cualquier final.

I HASTA QUE NO LLEGARON LOS MILITARES a la plaza del pueblo, nadie supo que el país estaba en guerra. Eran de las dos facciones de la contienda y, por una vez, se habían juntado para informarnos sobre cuál era el motivo de sus desavenencias. Ninguno los entendimos, más preocupados por lo tarde que se nos estaba haciendo y todas las tareas que aún quedaban por terminar. Espabilamos cuando nos encañonaron con sendos fusiles y nos obligaron a alistarnos. Ante tal ultimátum, no tuvimos más remedio que firmar unos papeles que nos comprometían a tomar parte en el conflicto. Al poco tiempo, obedeciendo sus señales, se acercaron unos soldados que nos fueron repartiendo uniformes. Unos eran marrones y otros, verdes. Fuimos escogiendo el bando dependiendo del color, cosa fácil pues en nuestro pueblo hay dos equipos de fútbol: el Cotileal, que viste de marrón y el Tisbe, cuyo atuendo es verde. Una vez uniformados reglamentariamente y armados, se fueron después de invitarnos a que nos pusiéramos a guerrear. En unos meses pasarían por allí para ver quién había derrotado a 35


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quién y recoger a los prisioneros, aunque aconsejaron que nosotros mismos fusiláramos al enemigo, algo que ahorraría dinero y vendría muy bien para los tiempos duros de postguerra que, tarde o temprano, sufrirían los vencedores. Si se nos ocurría no pelear, sentenciaron que nos matarían a todos por desertores. Al quedarnos solos, nos reunimos en el casino y decidimos sacarnos los corazones y enterrarlos, como hicieron nuestros antepasados hace más de cien años cuando la anterior guerra los visitó.

II ¿De qué vacío insondable de mi cabeza habrá salido tan descabellada idea? Después de tanto tiempo soy incapaz de dar sentido a una historia. El principio podría tener un camino para seguir, pero ¿de qué manera puedo explicar que alguien se saque el corazón sin que muera en el intento? Cuantas más veces lo leo, más convencido estoy de que yo no escribí esa parte. Estoy seguro que Simonetta ha vuelto a hacer de las suyas. ¡Musa traviesa! No contenta con los disparatados cuentos que me inspiraba, ahora que me he acostumbrado a su ausencia y me propongo escribir algo serio, lógico, que podría haber pasado en cualquier época, se atreve a tomar mi pluma y hacer mi trabajo por su cuenta. Esa parte de quitarse los corazones he de cambiarla. Y buscar un final. Triste, por supuesto; no deja de ser una guerra y habrá fuego, dolor y muertes, pero a la gente le gusta lo trágico, ¿o no?

III AL QUEDARNOS SOLOS, nos reunimos en el casino, nos dimos unas palmadas amistosas, las últimas hasta que acabase la batalla, y decidimos comenzar las hostilidades a las ocho de la mañana del día siguiente. El azar quiso que primos, tíos y hermanos estuvieran en diferentes bandos. La buena intención de apuntarlos alternativamente, por orden de nacimiento, a los dos equipos del pueblo, ya que en muchas ocasiones la familia materna era aficionada a uno y la paterna a otro, había provocado una situación bastante extraña, extrema, al convertir en enemigos a chicos que hasta ese día habían dormido en la misma habitación. En el ambiente se respiraba un aroma a derrota anticipada; derrota absurda, aún más cuando ninguno sabíamos cuál era la causa por la que debía luchar. 36


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IV Otra vez buscando finales llenos de muerte y sangre. No aprendes. ¿Qué necesidad tienes de sacrificar a tantos personajes? Has desechado la idea de enterrar los corazones. Eso te daba muchas alternativas con las que jugar. Y esta vez ni siquiera te has parado a comentarlo conmigo. Hablas solo, como si yo no existiera. Después de tantos años juntos, ¿de nuevo quieres seguir siendo vulgar? Parece mentira que naciera en tu cabeza; claro, que eran otros tiempos, cuando aún tenías esa libertad, esa inocencia que te incitaba a disfrutar con la ficción, a dejarte llevar, a divertirte, a crearme, a escucharme... ¡Pues me vas a oír!

V AL QUEDARNOS SOLOS, nos reunimos en el casino y decidimos sacarnos los corazones y enterrarlos, como hicieron nuestros antepasados hace más de cien años cuando la anterior guerra los visitó. Sin corazón no habría rencores, nostalgias, arrepentimientos, penas, ni ningún otro sentimiento que acabara provocándonos dolor. En aquella ocasión toAlphonse Mucha dos sobrevivieron. Cuando llegaron los vencedores a pedir cuentas, apareció el alcalde con una pequeña representación del pueblo y comentó que, tal como habían aconsejado, a los derrotados los habían fusilado y enterrado en una fosa común. Para que se cercioraran de tal hecho, les mostraron un par de cadáveres que habían caído la noche anterior y aún estaban junto a la pared donde los ejecutaron. Eran Paco y Laura, que bordaron el papel de muertos. Uno de los militares acercó el oído al pecho de ambos y quedó convencido de lo contado, después de no escuchar ni un latido. Dieron la enhorabuena a los victoriosos, repartieron unas cuantas insignias y no volvieron a aparecer por allí.

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VI ¡No puede ser! Primero corazones enterrados y ahora muertos que no están muertos. ¿Cómo se atreve? Ya tenía el borrador de las víctimas y viudas, y se me había ocurrido cómo llevar la acción por unos derroteros lógicos, aunque dolorosos, de los que dejan esa sensación de consternación a los lectores. Llorarán y, con un poco de suerte, los que los contemplen querrán saber por qué un relato arranca esas lágrimas y, sin duda, empujados por la curiosidad, querrán leerlo también.

VII EN EL AMBIENTE se respiraba un aroma a derrota anticipada; derrota absurda, aún más cuando ninguno sabíamos cuál era la causa por la que debía luchar. Tras unos meses de escaramuzas, tiros y emboscadas, los marrones conseguimos acabar con todos los verdes. Las viudas se vistieron de negro, los huérfanos tuvieron que dejar los estudios para ponerse a trabajar, y el pueblo quedó medio deshabitado y en paz, preparado para recibir a aquellos militares, esperando algún reconocimiento. No imaginábamos que meses después aparecerían victoriosos los verdes y nos llevarían arrestados a los supervivientes. Volveríamos la cabeza antes de ser conducidos a un descampado y se nos quedaría grabado cómo se iban oscureciendo, empequeñeciendo, las figuras de las mujeres y niños a las afueras del pueblo, a los que no les quedaría ni una lágrima que derramar, ninguna esperanza para seguir viviendo. (Quizá utilice después de todo la idea de los corazones y haga una metáfora poética diciendo que la desgracia dejó sus vidas sin presente, sin futuro. Y sus pechos quedaron huecos, sin latidos).

VIII Sí, y luego cayó una bomba e hizo desaparecer el pueblo. Arturo, no te crees ni tú que vaya a dar mi brazo a torcer. ¿Todo el mundo amargado o muerto? Pero ¿por qué tienes esa necesidad de escribir penurias? No dejas títere con cabeza. Pensé que ya habías aprendido a narrar sin mi ayuda, que te había enseñado a tener imaginación. Una cosa más, ¿por qué siempre son las mujeres las viudas y los hombres los protagonistas? Ellas también son parte activa del relato, no una simple pincelada decorativa. Parece que se te olvida que fui yo, una mujer, la que te enseñó a enderezar tus historias y la que te quitó de la cabeza esa actitud machista inconsciente (la peor) que arruinaba tus cuentos. A partir de entonces, diste protagonismo a personajes femeninos inolvidables. Encima, tienes la desfachatez de poner entre paréntesis lo del corazón y tergiversar mi idea. Ahora, cierra los ojos y escucha. 38


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IX DIERON LA ENHORABUENA a los victoriosos, repartieron unas cuantas insignias y no volvieron a aparecer por allí. Una vez libres de los extraños, fueron a desenterrar sus corazones. Cavaron bajo el castillo que coronaba el pueblo, en la parte oeste, y allí estaban, intactos, latiendo al unísono. Al verlos, se dieron cuenta de que habían cometido un error: estaban todos juntos y nadie sabía cuál era el suyo. Aquello creó la primera situación preocupante que había existido en nuestro pueblo. Ahora teníamos la lección aprendida y los esconderíamos cada uno en un sitio secreto con una señal que los identificara. (¿Qué te parece, Arturo? Te dejo que sigas tú, vamos, sé que eres capaz. Sorpréndeme).

X —Simonetta, desde que te fuiste mi vida ha sido un mar de lamentos. Y la culpa es tuya. Estuve buscándote durante meses, sin éxito. Hasta me atreví a escribirte una carta suplicándote que volvieras. Al poco tiempo mi mujer la descubrió y, al no tener una respuesta convincente, me abandonó. Te acuerdas de ella, ¿verdad? Claro que la recuerdas, solo tienes que mirarte y verla, eres su viva imagen. Por primera vez me encontraba solo, sin unos ojos que me inspirasen, sin una voz que me susurrara un poco de magia. Entonces, todos mis demonios afloraron y llené páginas y páginas maltratando a mis protagonistas, abandonándolos en la más oscura de las desgracias, volviendo a dibujar personajes femeninos insignificantes convertidos en víctimas inocentes de una venganza inventada, una venganza que debía haber dirigido contra mí, el único culpable de mi soledad. Simonetta, cuánto te he echado de menos. ¿Puede uno enamorarse de su propia invención? Creo que sí. Es hora de terminar esta lucha conmigo mismo. Has vuelto. Coge mi mano. Guíame. —Arturo, debes superar ese bloqueo que te está consumiendo. Tienes que seguir tú solo. Un párrafo, al menos. Piensa que todo está en tus manos, que nada es imposible. 39


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XI AHORA TENÍAMOS la lección aprendida y los esconderíamos cada uno en un sitio secreto con una señal que los identificara. Aquella vez, al no saber cómo solucionar el problema, se llevaron todos los corazones al casino del pueblo y decidieron, por unanimidad, hacer un sorteo en el que, por orden de numeración, cada uno fuera cogiendo el que le tocase. Todos volvieron a su casa sintiendo de nuevo sus latidos, mas, al día siguiente, se produjo una pequeña revolución. Las parejas perdieron el amor, los hijos no reconocían a sus padres, ni los abuelos a sus nietos. Tras convocar otra reunión, se decidió que cada uno contara un secreto guardado en lo más profundo de su alma. Así fue cómo dejaron de tener intimidad, pero también la manera de volver a emparejar los corazones que, sin duda, son los que no se equivocan nunca y, si los envoltorios eran otros, ¿qué más daba? (Simonetta, ¿qué te parece? Me queda volver a la historia y zanjar el tema de la guerra. La podría acabar como la primera y no quedaría mal, pero, ya que estamos juntos, me gustaría buscar algo distinto sin dejar cabos sueltos).

XII Arturo, al fin te reconozco. Será un placer echarte una mano con ese final. Como bien dices, no dejemos cabos sueltos. Siempre es difícil acabar un relato cuando hay guerras de por medio, pero de peores situaciones hemos salido. ¡Vamos allá!

XIII ASÍ FUE cómo dejaron de tener intimidad, pero también la manera de volver a emparejar los corazones que, sin duda, son los que no se equivocan nunca y, si los envoltorios eran otros, ¿qué más daba? Cuando meses después volvieron los vencedores, esta vez los marrones, vieron que todo el pueblo los esperaba. Observaron que íbamos vestidos de blanco y preguntaron a qué se debía tal circunstancia. Sara se erigió en nuestra portavoz y, dando un paso al frente, comentó que en el pueblo no quedó nadie vivo, y ahora tan solo vagábamos los espíritus descarriados de los antiguos habitantes. Uno de los militares se acercó a ella con el rostro severo y Sara le tomó la mano y se la puso en su pecho. «¿Nota pulsaciones? Si quiere dejar de tenerlas usted y los demás también, quédense. Será cuestión de segundos». En ese momento, aquel rostro severo aflojó cada uno de sus músculos. Corrió hasta sus compañeros y huyeron mientras dejaban en el aire unos gritos que no parecían de este mundo. Tras la polvareda que provocaron, desaparecieron y nunca más ha habido una nueva guerra, o no hemos tenido noticia de ella; y nuestros corazones permanecen en su sitio desde entonces en perfecto estado. 40


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XIV Lo hemos conseguido, Arturo. Podría haber sido una historia mejor, ¿verdad? Pero no está mal. La próxima ocasión contaremos una sin guerras. De un animal que se enamora de su imagen cuando se mira en un lago. O de un violinista que toca melodías que suenan a hierba mojada. O de una casa que se siente maltratada por sus habitantes. O del padre de un escritor que desaparece porque se convierte en personaje de una novela de su propio hijo. Ya se nos ocurrirá algo. Antes de firmar el relato, te ruego que vuelvas al principio y se lo dediques a tu mujer, si aún la sigues queriendo. En el mismo instante en que Arturo acababa de escribir la dedicatoria, escuchó cómo la puerta de su habitación se abría, a la vez que la ventana se cerraba.

Pablo Núñez (España) 41


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Animales Luisa

Hurtado

CUANDO LO VI tan asustado, casi tanto como yo, recordé todas las veces que algún animal había entrado en casa. Me acordé del pájaro al que tuvimos que ayudar a encontrar la ventana, de la cucaracha que había sacado a mi madre de sus casillas, del gatito al que dimos leche y que luego se fue… Sí, me acordé de todos pero esta vez… ¡el animal era tan grande! Llamé a mamá a gritos mientras lo vigilaba para que no se escapase. Cuando vino, vi como ella también se asustaba un poco y parecía no estar segura de lo que tenía que hacer, hasta que la oí decir alto y claro: —Fuera. Vete de esta casa. Solo eso. Y el animal empezó a moverse hacia la puerta. ¡Qué extraño! Justo antes de salir, él volvió la cabeza y dijo el nombre de mamá, muy bajito, pero yo lo oí perfectamente. Luisa Hurtado González (España) microrrelatosalpormayor.blogspot.com.es 42


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La sonrisa de Erinia Ana

Davies

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Sintió el dolor de una pérdida irreparable cuando llegó a la última página... EL AVIÓN LLEGABA con veinte minutos de retraso. Nada más. Eso era un logro para los horarios de transporte caribeños; además, Danilo estaba acostumbrado a esperar. Aquellos tres años recluido en la prisión de Alcalá-Meco en Madrid habían rehecho su concepción del tiempo, cambiado sus expectativas… Al bajar por la escalerilla del avión sintió una bocanada de aire caliente. Luego, aquel olor tan peculiar: queroseno, vegetales muertos, lluvia estancada… que después, en el interior del edificio del aeropuerto se apagaba lentamente dejando paso a ese otro olor: el de piel limpia, a pesar del bochorno. Sin perfumes, sin jabón. Esperó pacientemente a que apareciera su equipaje por la cinta transportadora, que consistía en una vieja bolsa de deporte de color azul con remaches plateados y unas agarraderas blancas de piel carcomidas por el tiempo y el uso. Un perro rodeaba los equipajes que iban saliendo con un baile nervioso, buscando con su olfato el rastro del crimen organizado o solitario. Aunque Danilo estaba limpio hasta en sus intenciones, no pudo controlar un pequeño escalofrío de inquietud recordando por qué y cómo le habían robado aquellos tres años de su vida. La cinta transportadora se detuvo y allá, entre una maleta de piel roja y una bicicleta protegida por cartón, papel y cinta adhesiva, estaba su bolsa de mano azul con una etiqueta amarilla plastificada donde se leía: «Danilo Aravena». Sin dirección. No se podía escribir lo que no existía. Agarró al vuelo su equi44

paje y se colocó en la larga cola de una de las cabinas de entrada para sellado de pasaportes. Se palpó el bolsillo del pantalón comprobando el suyo y luego con parsimonia abrió la bolsa. Pasó su mano por las dos mudas de ropa, las deportivas nuevas, las chancletas viejas, los escasos útiles de aseo y comprobó con las yemas de los dedos que no faltaba ninguno de los cuadernos de espiral escritos durante su estancia en prisión. Delante de él una negra de carnes generosas sostenía en su brazo derecho una niña vestida con batita amarilla. Las mangas de volantes tenían bordados unos loros de colores. Los pies de la niña estaban embutidos en unos pequeños calcetines de rayas y reposaba la cabeza sobre el hombro de su madre en un estado de mansedumbre total. Danilo siguió con la vista el brazo de la niña que colgaba señalando hacia las nalgas de la madre, tan llenas, que no podía apartar los ojos de ellas. Las costuras de los pantalones de licra marrones parecían reventar. Las pantorrillas eran una promesa de corredora de fondo y los pies se alzaban sobre unos zapatos negros de plataforma coronados por margaritas de plástico y fresas diminutas. Si Danilo se hubiera topado con ella años atrás no le habría dedicado ni un solo minuto de sus ojos, pero ahora la estampa de aquella mujer orgullosa, impermeable a la moda, sabiéndose hermosa con su rotunda figura, tenía para él una descabellada belleza. Además, olía rico. No era perfume sino un vapor delicioso de polvos de talco. Sintiéndose observada, la mujer volvió la cara y a


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Danilo se le congeló la sonrisa esperando respuesta. Aquella diosa de la fecundidad no se dignó bajarse de sus plataformas de margaritas en flor al mundo perdulario de su compañero de fila. Danilo volvió a la seguridad del interior de su bolsa tocando lo único verdaderamente suyo. Había sido exactamente el septuagésimo tercer día de su encierro en prisión cuando habían empezado a aparecer en su cuaderno, de su propia letra, relatos de viajes y acontecimientos nunca vividos por él. Las descripciones eran tan nítidas y tanto detalle y geografía verídica se ofrecía que Danilo no podía creer que eso no hubiera sucedido. Aparentemente todo seguía igual: se levantaba y aseaba su celda, acudía al comedor, recibía sus clases, trabajaba cuatro horas en el economato, y luego haraganeaba viendo la televisión o entrando al chisme con los demás internos. Al final de la jornada, como si la rutina no hubiera tenido lugar, allí estaba en las hojas del cuaderno su caligrafía descuidada y torpe sosteniendo una arquitectura literaria magnífica. No solo era magnífica, era extraña, sobrecogedora, imprecisa, envolvente, estremecía y ponía desasosiego y tristeza cuando acababa el relato, por no haber podido alargar un poco más la dicha de leerlo. Era un mundo de palabras al que Danilo nunca se había aproximado ni en el mejor de sus sueños. Su compañero de celda, Roberto Covín, muy versado en santería y fenómenos espiritistas, le dijo en más de una ocasión que tenía rostro de poseído y que existían muchas ánimas descontentas y confusas buscando su encarnadura en un mortal, aunque este fuera un desgraciado interno de una cárcel. Esto, lejos de provocar miedo o rechazo en

Danilo, lo sumergió en una constante insatisfacción, deseando ser utilizado más y mejor por aquella fuerza del verbo que convertía a un preso común en un prodigio literario. La fila multicolor de hombres y mujeres que esperaban el sellado del pasaporte parecía no menguar. La Venus de chocolate se impacientó, cambiando el peso de su cuerpo de un zapato a otro. Voló de unas margaritas a otras y cuando decidió su apoyo la inquietud cesó, hasta unos instantes después, que volvió a repetirse en una leve y callada danza nerviosa. La niña jugaba con un rizo escapado de uno de los dieciséis moñitos que le adornaban la cabeza. Esa debía ser la fórmula de su impaciencia. Danilo, con el recién descubierto milagro de la hechura de una literatura que no era suya, aprendió a leer más allá de las palabras. Traspasó la línea del acto de juntar letras para aprender a vivir en el espejo que ellas reflejan inventando vida y que le empezó a resultar más precioso que la propia vida. Ahí es donde se produjo la fractura con sus compañeros de infortunio. Aunque él se esforzaba en ocultar la huida de su alma a sabores más sofisticados que la desgraciada rutina del centro penitenciario, empezó a robar tiempo a cualquier actividad que no fuera encerrarse en la pequeña biblioteca. Comenzó cogiendo libros al azar, pues su conocimiento sobre ellos no iba más allá del adquirido en el colegio. Algunos fueron alimento, otros paja inútil, la mayoría incomprensibles, unos pocos, fueron un hechizo. Entre estos, encontró uno de palabras conocidas, de lugares visitados. Tenía las pastas azul claro y un grabado de selva en su portada. Hablaba de un amor im45


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perecedero, resistente a la batalla de los años y reconoció el río donde navegaba aquel barco de amor eterno. Y como le sucediera con aquellos relatos escritos por su mano, sin su conciencia y consentimiento, sintió el dolor de una pérdida irreparable cuando llegó a la última página de aquel libro, el más hermoso del mundo. Aquel descubrimiento le llevó a otros libros del mismo autor. El que no encontró en la biblioteca, lo persiguió. Conoció todo lo suyo y lo reconoció en la lectura de sus cuadernos. Aunque no pudo ni quiso darle una explicación lógica le nació el propósito irrevocable de colocarse frente al hombre que había transformado su vida y le había mostrado una felicidad desconocida. Allí estaba, a escasas horas de su objetivo, en el país que el escritor amaba casi tanto como al suyo, a donde acudía siempre que podía, recibiendo trato y calor de mandatario insigne, en alguna de las casas de visita de arquitectura colonial. Cuando Danilo le había escrito un año atrás, a la dirección de correo electrónico que pudo conseguir y le habló del prodigio de su escritura automática que traía ecos inequívocos de su escritura, en contra de todos los augurios y expectativas, recibió respuesta. No a través de las frías líneas de la red invisible. Le escribió a él, a Danilo Aravena, una carta manuscrita llena de ternura y curiosidad. Le habló como a un igual, interesado en el fenómeno de cuya veracidad no dudó un instante y celebró aquellas frases, argumentos e intenciones que Danilo le había adelantado, sintiéndose incluso, envidioso de no haber logrado tales giros y guiños del lenguaje. Aquella inefable carta terminaba con una invitación a conocerse 46

en persona, cuando la condena de Danilo hubiera llegado a su fin, y adjuntó su plan de estancias en los dos años siguientes. Había guardado esa carta en la bolsa azul que ahora tenía en la mano, obedeciendo impávido a los designios de la literatura y esperando, pacientemente a que llegara la oportunidad de viajar para reunirse con el artífice del resto de su vida. Por un rato, Danilo olvidó a su antecesora en la cola. El tiempo navegó, arrastrando con él pasaportes y visados, y lo colocó, ya a un paso de la cabina aduanera. Acertó a oír el nombre que le precedía: Erinia Gómez Laviana. Oyó las preguntas de rigor, el golpe del sello en el pasaporte y cuando ya nada esperaba sino su espalda ignorante alejándose sin remedio, la negra Erinia se dignó bajar de su pedestal del santuario yoruba y le enseñó unos magníficos dientes blancos en la más cálida y mejor de las sonrisas. Se fue con la niña dando tumbos en su hombro con una enorme maleta parcheada y dos bolsos de mano. Danilo deseó volver a encontrarse con aquella mujer en alguna de las calles olvidadas en el tiempo o respirando los restos de brisa vieja del malecón. Ahora sabía por el ingenio de la literatura descubierta que todo era posible en este mundo y en los otros… Erinia tuvo tiempo aún de repasar lo escrito en la última hora, y planificar algún cambio, sobre todo en lo referente a la relación del personaje de Danilo con la negra Erinia. Quizá le cambiara el nombre a ella, no quería aparecer en su propio cuento. En su módulo ya habían dado el aviso de apagar la luz. La puerta de la celda estaba cerrada y ya no podía aprovechar más del día que termi-


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naba y que le había supuesto, creía ella, un gran paso en la ejecución de su relato. Apagó la luz y siguió con los ojos abiertos, repasando mentalmente todo lo escrito y preguntándose sobre su credibilidad. ¿Era posible un personaje masculino salido de la cárcel, mirando con respeto y limpio deseo a aquella magnífica gorda de la fila de visados? ¿Podía el escritor más famoso interesarse por un «pringao» carcelario que había sido tocado por un mágico acontecimiento? Y sobre todo, ¿podían interesar a alguien al otro lado de los muros de la cárcel aquellos inventos suyos que buscaban un túnel de huida para olvidar que nunca volvería a pisar el mundo? Erinia cerró los ojos y decidió que al día siguiente retocaría el personaje de Danilo. No se le escapaba que estaba dibujando la cara opuesta del hombre que había convivido dieciséis años con ella y le había robado el alma. Se durmió, casi con el propósito de una sonrisa, abrazada al libro de pastas azules con un dibujo de selva con el que había aprendido a vencer todas las prisiones del tiempo...

le estaba ocurriendo. Cada mañana se despertaba y los cuadernos de mano que habitualmente utilizaba como borrador de sus notas noveleras aparecían escritos sin que él recordara nada. Era su letra, no había duda, y también recordaba su estilo, que rizaba el rizo de un castellano colonial. Hasta entonces no había querido rendirse ante la certeza de una impostura. Quería creer que un escritor en sus horas de trabajo más fértiles podía rebasar el límite de la conciencia. Muchas veces se había sorprendido a sí mismo al encontrarse con algunas líneas memorables que no reconocía como suyas. Pero al fin de tantas cavilaciones no le quedaba otra que cuestionarse los sólidos pilares en los que había sustentado su quehacer humano y profesional. A riesgo de quedarse sin su propia estima, su honestidad y el resabio de sus muchos años le obligaban a admitir que su obra literaria podía tener una autoría desconocida y sobrenatural. Buscó en los borradores de los últimos meses, que nadie salvo él conocía, una señal, un guiño que arrojara luz a su creciente duda y encontró en los márgenes de los manuscritos una firma a lápiz muy débil, pero inequívoca: la firma de un desconocido: Danilo Aravena. Con la respiración multiplicada apartó aquellos escritos y se dirigió al último cuaderno que tenía las novedades escritas en la última noche. Leyó hasta que de entre las brumas de una historia inconclusa, le salió al encuentro otro nombre, que parecía tener la clave de aquel acertijo malintencionado: Erinia, que cumplía condena en la prisión de Alcalá-Meco de Madrid por el asesinato de su esposo.

El escritor se despertó al caerle de las manos el libro con el que se había dormido. No era su costumbre volver sobre lo hecho, pero hacía tanto tiempo que había puesto nombre y circunstancias a un amor de agua imperecedero que había sentido antes de dormirse la nostalgia de aquellos momentos en que dio fin a la novela. Pero en el presente había algo más que nostalgia. Le estaba sucediendo algo inexplicable, incluso para él que había puesto palabras a los hechos más excepcionales. Alguien había dicho que él pertenecía a otra diCon la misma fiebre con la que siemmensión, donde la única realidad era la palabra escrita. De esa dimensión debía pre había acometido el comienzo de sus venir aquel fenómeno sin nombre que novelas metió en una vieja bolsa de de-

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porte azul con remaches plateados sus efectos personales indispensables y se propuso agarrar el primer avión que lo llevara a la capital de España. Utilizaría cualquiera de sus contactos para conseguir una visita de carácter familiar con la tal Erinia. A las escasas cuarenta y ocho horas se encontraba ya en el aeropuerto de Barajas, en la cola de una de las cabinas de sellado de pasaportes. Abrió su bolsa, comprobando que no faltara ninguno de los inexplicables cuadernos. Estaba resuelto a reescribir toda su obra, si con ello, lograba digerir aquel sancocho imposible en que se cocinaban vida y literatura.

Ana Davies Rodríguez (España) Página literaria Facebook: Ana Davies Escritora 48


NĂşmero 11

Una promesa

Isabel

Pedrero 49


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Mientras tú estés a mi lado... BALASAB SE MIRÓ AL ESPEJO. Tenía la piel grisácea, con unas profundas arrugas que le cortaban las facciones. Se pasó por la cabeza una mano huesuda y blanquecina, moteada por las manchas del sol. Respiró hondo, tosiendo tan fuerte al soltar el aire que acabó doblándose por la mitad. Al volver a erguirse y sentir el chasquido de su columna vertebral, decidió que no podía seguir así. Se vistió con cuidado, no sería la primera vez que se rasgaba la fina piel con un botón. No se puso sus mejores galas, ya no era tiempo de eso, optando por un pantalón y una camisa básicos de color azul, ese color siempre había resaltado sus ojos. Salió a la calle cuando el sol aún no había comenzado a ponerse. Era pronto pero, por su aspecto, no podía permitirse otro horario. El camino lo tuvo que hacer despacio, afianzando cada paso y parándose a retomar el aliento de cuando en cuando. Había transcurrido demasiado tiempo, se había dejado demasiado. Estaba claro que no podía seguir así, a pesar de todo, a pesar de su promesa. «Serás la última. No habrá nadie más hasta que muera», había prometido. Pero ahora, cuando veía su final tan cerca, sabía que había sido una promesa vacía que nunca llegaría a cumplir. No se dejaría morir. —Liv... —susurró. Los recuerdos de aquella noche le golpearon tan fuerte que tuvo que sentarse en uno de los bancos de la calle. Apoyó los codos en las rodillas, hundiendo la cabeza entre las manos. El aire se le hacía un nudo en los pulmones 50

y sintió que era incapaz de respirar. La recordó como si fuese algo tangible, como si pudiese estar sentada a su lado en el banco cogiéndole de la mano. La conoció en un bar, uno cualquiera, uno de tantos. No recordaba en qué ciudad había sido y tenía dudas sobre en qué época fue. Hacía demasiado tiempo, de eso no tenía ninguna duda. Le bastaba con mirarse al espejo para comprobarlo. Se acercó a ella en la barra. No estaba sola, pero se había apartado de su grupo. Su instinto le decía que ella no debería estar allí. Al colocarse a su lado, antes incluso de hablar con ella, lo sintió. —¿Lo has notado? —le preguntó sin más. —¿La electricidad? —preguntó ella. Su sonrisa decía mucho más que sus palabras. Él le devolvió una de sus sonrisas ensayadas hasta la perfección. —Mi nombre es Alan —dijo Balasab. —Liv —respondió. Balasab tuvo la sensación de que era un nombre tan falso como el suyo. No le importó—. ¿Vas a sacarme ya de aquí o seguimos preguntándonos cosas que no nos importan? Agradeció la forma directa en la que se le había insinuado. Podía ser la primera vez, en todo el tiempo que llevaba allí, que no tuvo que seguir los pasos habituales del cortejo. La sonrió de forma sincera, había algo en ella que sentía de forma diferente al resto. La cogió de la mano y volvió a sentir la electricidad. Se besaron por primera vez mientras esperaban al taxi. Era complicado para Balasab recordar cuál de los dos había


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besado a quién. Fue una atracción física de ambos cuerpos que les unió en el medio. En realidad, eso habría sido lo más lógico. Pura física, puro instinto. No podría haber nada más en ese encuentro. Tampoco recordaba con claridad lo ocurrido en el trayecto hasta su apartamento. Recordaba las frías manos de Liv por debajo de su camiseta, recorriendo cada centímetro de su torso como si estuviese leyendo bajo su piel. Recordaba haber sentido sus dientes mordiéndole el labio inferior y el sabor de la sangre mezclado con su saliva. Pero, sobre todo, recordaba ese deseo incontrolable que le cegaba y la mirada lasciva del conductor a través del espejo retrovisor. Nunca antes había perdido la conciencia de sí mismo como en aquel taxi. No existía nada más que Liv, su piel y su olor inundándolo todo. El recuerdo de haber subido a su apartamento desapareció por completo de su mente y sólo conservaba imágenes sueltas de lo que ocurrió después. Liv, de pie frente a él, se desnudaba de forma lenta y controlada, con una elegancia sensual que le hizo sentir torpe cuando él se había quitado la ropa con prisas y de forma atropellada. Volvió a sentir el tacto de sus uñas en su espalda y el sabor salado de su piel. Pudo volver a notar su largo pelo, que cambiaba del rojo al naranja en sus recuerdos, rozándole los muslos cuando se agachó entre sus piernas. Y recordó, con total nitidez, haberla observado a través del espejo cuando se había sentado sobre él: aquel movimiento ondulante de sus caderas y los dos pequeños bultos en los omoplatos que, en ese instante, le parecieron perfectos. La imagen de sus ojos tornándose violáceos mientras dejaba salir un grito de placer

desde el fondo de su garganta, flotaba ante sus ojos. Balasab gimió en aquel banco, dejándose llevar por el éxtasis del recuerdo. Liv se quedó dormida a su lado y, ya en aquel instante, él tenía un recuerdo confuso de lo que acababa de ocurrir, como si hubiera pasado en otra vida. Rozó su espalda con la yema de los dedos, justo en el lugar en el que había visto aquel bulto que se movía como si tuviera vida propia. Su piel estaba suave y tersa, más fría de lo normal, teniendo en cuenta que él aún la tenía cubierta de sudor; pero no notaba nada extraño. «¿Qué eres?», había pensado. —Lo que no estabas buscando —respondió Liv como si le hubiera escuchado mientras se giraba para mirarle a los ojos. Balasab sintió de nuevo aquel deseo que le cegaba y le hacía perder el con51


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trol de la situación. Fue consciente, en ese momento, de que él no había terminado con su cometido. Ella seguía allí, tumbada a su lado, sonriéndole de forma extraña. Cerró los ojos intentando reconducir sus pensamientos para no volver a perderse entre su piel. La lucha de su propia naturaleza contra el deseo animal le hacía respirar de forma agitada. —¿Qué eres? —preguntó esta vez en alto y de forma sobria. —Puede que la pregunta correcta sea: ¿qué eres tú? Sintió que el ensueño se esfumaba, recuperando sus pulsaciones, y abrió los ojos. Ella se había sentado frente a él y le miraba extrañada, inclinando la cabeza hacia un lado. Esa fue la primera vez que sintió el peligro en una parte primaria de su cerebro. Balasab sonrió. Hasta entonces, se había sentido atrapado en una espiral que no le dejaba sacar la cabeza para respirar, arrastrándole entre sus piernas, mientras le embriagaba con sus labios. Pero el peligro era algo que controlaba y eso le devolvía la cordura. Se sintió lúcido por primera vez desde que Liv le había sonreído. Le devolvió la mirada, dejando que la profundidad de su ser se mostrara en sus globos oculares, tornándose negros por completo. Aquella mirada, que era como asomarse a un vacío infinito, solo la veían sus víctimas antes de que las vaciase. Por norma general, Balasab solía elegir un objetivo y modificaba su cuerpo según los deseos subconscientes de su víctima. Al contrario que otros de su especie, que se empeñaban en tener siempre un determinado aspecto físico y siempre ajustado a los cánones de belleza de la época, él había entendido que 52

los cánones no siempre funcionaban y que era mucho más efectivo adaptarse a sus deseos más profundos. Nunca le había importado modificar su cuerpo. De hecho, había descubierto miles de formas diferentes de placer al hacerlo. Con el aspecto y la actitud adecuada para cada objetivo, se acercaba a ellos y les decía exactamente lo que querían escuchar. Era muy sencillo, sólo había que tocar la música adecuada para que todos acabasen bailando para él. El final siempre era el mismo: les turbaba la mente, emborrachándoles de deseo, consiguiendo que todo su mundo se derrumbase a su alrededor y únicamente existiera Balasab. Se entregaban al placer en la misma cama en la que yacía con Liv, buscando el sumun, el éxtasis extremo. Cuando acababan gritando desde las entrañas, abandonándose al placer infinito de ese instante, veían el negro de sus ojos y comprendían que ya era tarde. Les arrebataba todos y cada uno de los días que les quedase por vivir, dejándoles grises y secos. Los cuerpos, desmadejados, eran engullidos por el espejo como parte del pago. El tiempo que les quedara de vida a aquellos infelices pasaba a formar parte del contador del inmortal Balasab, tras pagar el tributo a su Creador. Pero con Liv, todo había sido diferente desde el principio. Se había mostrado a ella basándose en los cánones. En su momento creyó que era lo que a ella le gustaba, ahora entendía que era lo que ella le había hecho creer. Ese ensueño de deseo en el que no podía pensar con claridad más allá de su piel, era igual al que sentían sus víctimas. Y por eso se le había escapado el momento del éxtasis sin pensar en su propia naturaleza, dejando a un lado la vida que pudie-


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ra sacar de ella y entregándose al placer que le ofrecía de forma absoluta. Ahora entendía que aquellos bultos que creyó ver a través del espejo eran tan reales como el violeta de sus ojos. —Llegados a este punto —había dicho Liv—, creo que lo mejor es que lleguemos a una tregua. Balasab supo que esa podía ser la mejor de las opciones que se abrían ante él. Empezar una guerra no entraba en sus planes. —Que yo llegue a una tregua contigo, beltrame —dijo Balasab, refiriéndose a su raza para dejar claro que sabía lo que era—, no implica que el resto de los míos la vaya a respetar. —Puedo decirte lo mismo, byaxar —respondió juguetona, indicando que ella también lo sabía. Tras haber dicho eso, Liv se arrodilló en la cama dejando que las dos poderosas alas celestes emergieran de sus omoplatos, mientras sus colmillos crecían y sus ojos volvían a brillar. En respuesta, la piel desnuda de Balasab se tornó del negro brillante de la brea caliente y las púas brotaron de su espina dorsal y ambos se dejaron llevar por la espiral de lujuria desde su propia naturaleza durante años. —No volveré a cazar mientras tú estés a mi lado —le había prometido a Liv. —No volveré a cazar mientras tú estés a mi lado —respondió ella, y se forjó la promesa que les encadenaría. Una lágrima amenazaba con rodar por las mejillas arrugadas de Balasab y se hundió, aún más, en aquel banco. No recordaba cuánto tiempo había transcurrido desde que Liv había sido eliminada, al descubrir su unión. Se miró las manos temblorosas. Hacía tiempo que su cuerpo se había degradado y sentía

que su reserva de vida empezaba a escasear. Habrían transcurrido más de doscientos años desde aquello, sin lugar a dudas. —Lo siento, Liv —murmuró para sí, sintiendo que la estaba defraudando por aquello. Se levantó de aquel banco y siguió caminando hacia su destino. Necesitaba un nuevo objetivo, una nueva víctima que le entregase los años de vida que le quedaran, aunque fueran pocos. Con el aspecto que tenía en esos momentos, no podía optar a nadie con media vida por delante, pero podía conseguir lo suficiente para ir rejuveneciendo unos cuantos años y así, poco a poco, volver a la edad física necesaria para optar a víctimas en la flor de la vida. Era una espiral maldita que había que recorrer tramo a tramo. Se apoyó en la puerta del centro de reuniones y volvió a recordar el calor que emanaba entre las piernas de Liv, cerrando los ojos extasiado por el recuerdo. La estaba traicionando y nunca se lo perdonaría. «Mientras tú estés a mi lado», recordó. Pero ella ya no estaba a su lado, no estaba rompiendo su palabra. De todos modos, la palabra de un byaxar nunca había sido de fiar. Aun así, tomó una decisión drástica para sentirse mejor consigo mismo. Se escondió tras una esquina y convirtió su cuerpo en el de una mujer. No volvería a ser Alan para nadie. Entró al centro de reuniones atusándose el cabello con las manos y desabrochando un botón de la camisa para que no le molestara en sus nuevos pechos. Se alegraba de haber elegido ropa básica, no desentonaba en el cuerpo de mujer. Se acercó al hombre que parecía más vital de entre todos aquellos ancianos. 53


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Está bien este sitio, no lo conocía —dijo Balasab de forma casual y con una voz dulce y amable. —¿Cómo te llamas, encanto? —le preguntó aquel hombre, sonriendo de forma pícara, dejándose engatusar. —Liv —respondió Balasab sin pensarlo. —Ese no es un nombre real —replicó el hombre, riendo divertido. Para aquel hombre no había sido más que un juego de cortejo, pero para Balasab aquella respuesta fue una revelación. Fue consciente, en ese instante, de que ninguno de los dos supo el nombre real del otro. A pesar de todo lo que habían compartido, siempre fueron Liv y Alan. Tuvo la impresión de que aquella profunda conexión con la que se sentía encadenado a ella se tambaleaba desde sus cimientos. Por fin empezaba a verlo todo de forma clara. Liv era una beltrame y, como tal, lo único que buscaba era acabar con los byaxar y, por aquel entonces, Balasab era reconocido como uno de los que más vidas segaba. Él siempre se había vanagloriado de que ningún beltrame había conseguido matarle. Qué imbécil había sido. Habían enviado a Liv para acabar con él, pero no clavándole una daga en los ojos, sino haciéndole perder la razón por culpa del deseo hasta que se encadenase a una promesa que le haría perder la vida por su propia voluntad. Si no cazaba, no acumulaba años. Los beltrames no tenían más que sentarse y esperar a que se consumiera. Y casi lo habían conseguido, no le quedaría más de una década. Sintió su pecho latir de nuevo, pero esta vez el deseo era diferente: no era un deseo carnal, era el deseo de la venganza. Pero antes, debía recuperar su juventud. Le dio la mano a aquel hombre, 54

sonriéndole de forma pícara, haciendo que se cegara de deseo. Dos horas más tarde, mientras el espejo líquido engullía aquel cuerpo vacío, miraba su reflejo concentrándose en su propio aspecto. Había rejuvenecido unos años, pero no los suficientes. Las arrugas aún le marcaban la piel y tenía los pechos blandos y fláccidos. Necesitaría cinco, o tal vez seis víctimas más para volver a ser joven y deseable. Después, buscaría a Liv. El cuerpo rejuvenecido de Balasab se movía de forma rítmica mientras se aferraba a las caderas del hombre que estaba en su cama. Por primera vez desde que comprendió todo, había vuelto a su forma de hombre. Hacía tanto tiempo que era mujer, que temía haber perdido sus habilidades. Subió su mano por su espalda, haciendo que el hombre se arquease, hasta llegar a la cabeza. Le tiró del cabello con la fuerza justa para hacer que se irguiera y quedarse de rodillas. Balasab, tras él, no dejaba de mover sus caderas mientras le mordía el cuello. Aquel hombre emitió un gemido sordo, abandonándose al placer, poniendo los ojos en blanco. Al mismo tiempo, los de Balasab se tornaron negros por completo absorbiendo cada instante de vida que le pudiera quedar. Sintió la juventud corriendo por su interior, apretando sus músculos, haciendo que su corazón bombease con vigor y llenando de aire sus pulmones. Su pelo volvía a ser fuerte y sus ojos grandes y brillantes. Dejó surgir su propio cuerpo, notando el calor negro de su piel y las púas de su espina dorsal emerger; sintiéndose libre. Se acercó al espejo y colocó la palma de la mano sobre la superficie.


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Necesito localizar a una beltrame —pronunció en su propia lengua. La imagen de Liv reverberó en el líquido. Estaba en un bar, bebiendo de un vaso ancho y rozando de forma lánguida el brazo de alguien sin definir. Sintió que las piernas comenzaban a flaquearle y se le nublaba la razón, como si una parte profunda de su ser aún estuviera bajo su influjo. Asentó los pies en el suelo y se estiró, volviendo a sentirse poderoso, pensando que solo era una beltrame más y concentrándose en el resto de la imagen. Reconocía aquel lugar, no era un bar cualquiera, no era uno de tantos, era el bar en el que ella le había embrujado. Se observó a sí mismo una vez más y se preparó para ir en su busca. Balasab se apoyó en la fachada del bar, temeroso de entrar. Al igual que los byaxar vaciaban de vida a sus víctimas, las beltrame les arrebataban sus sueños, su felicidad y su esperanza. Permanecían con vida, eso era cierto, pero de ellos no quedaban más que carcasas vacías: piel y huesos que vagaban sin rumbo. Balasab inspiró profundamente y sonrió. Sabía exactamente lo que tenía que hacer. —¿Me dejas invitarte a tomar algo? —No sin que antes me digas tu nombre —respondió Liv coqueta, mientras enredaba su pelo entre los dedos. —Evelyn —respondió la mujer. —Un nombre precioso, como tú… ¿y si vamos a un lugar más tranquilo? Se miraron a los ojos durante un instante y Evelyn asintió sonrojada. Liv la tomó de la mano con suavidad y salieron de aquel bar. El camino hacia casa de Evelyn lo hicieron como dos adolescentes, paseando

cogidas de la mano y sonriendo sin parar. No fue hasta llegar a su calle que Liv se acercó a ella, con los ojos brillantes de emoción, y le apartó el pelo de la cara para besarla con suavidad. Fue un beso suave y sencillo que encerraba cálidas promesas. No se dijeron nada más, no fue necesario. Se desnudaron despacio, bailando la una con la otra al son de una música que sólo ellas escuchaban. Liv la acarició bajando con la punta de los dedos desde el cuello, rozando su pecho de forma sutil y acariciando con el dorso de la mano su vientre firme y joven. Evelyn esperaba, respirando con cuidado para no romper la magia. La besó con cuidado, como si Liv fuese una joya que pudiera desaparecer al contacto, disfrutando de cada segundo de espera. Ella le devolvió un beso ansioso, apresurado, queriendo beber del dulce licor que Evelyn le insinuaba sin acabar de mostrarlo. —No tenemos prisa —susurró Evelyn a medio milímetro de su oreja, dejando que su aliento le acariciara el lóbulo. Evelyn acarició su piel con los labios, bajando despacio, recorriendo cada centímetro de piel desnuda mientras Liv se movía despacio, acompañándola. De nuevo, bailaban. Las manos se entrelazaron y se mezclaron las pieles, llegando a perder la conciencia de dónde acababa una y comenzaba la otra. Se rozaron con cuidado hasta que el calor de sus cuerpos se unió en un único ser ardiente. Entonces, y solo entonces, se entregaron al deseo de forma pura y sencilla como si nada ni nadie más pudiera llegar a existir ni en ese ni en ningún otro mundo. Liv apretó la mano de Evelyn con la suya, abandonándose al instante mientras arqueaba la espalda. Hacía demasia55


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do tiempo que nadie le transmitía las sensaciones que Evelyn le estaba regalando y había decidido que la mantendría a su lado. A veces, y solo a veces, Liv no les dejaba vacíos en el primer encuentro, sino que mantenía la magia durante un tiempo. Sólo cuando era precioso, sólo cuando era excepcional. Se mordió los labios, ahogando un gemido que no se permitía dejar escarpar desde hacía muchos años, desde aquel tiempo que compartió con Alan. Levantó la cabeza para mirar a Evelyn, comprendiéndolo todo. Los ojos negros del byaxar le sonrieron de forma malvada y supo que ya era tarde. Sintió que su interior se vaciaba como si alguien hubiera abierto un grifo y sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Lo último que pudo ver fue la imagen del

byaxar, en su forma original, lanzándole un beso a su reflejo en el espejo líquido. Balasab la había sonreído con todo el odio que había acumulado durante años. En el instante en el que ella arqueó la espalda y no vio el brillo violáceo en el fondo de sus ojos supo que su sospecha era cierta: las beltrames no conseguían bloquear el deseo si provenía de una forma femenina. Ellas, únicamente tenían poder sobre los hombres. Tenía que informar. Vio el cuerpo de Liv desapareciendo a través del espejo y no pudo evitar sentir una punzada de añoranza. Gracias a él, la eterna lucha entre byaxar y beltrames por fin se inclinaría hacia su bando. Se convertiría en leyenda. Pero eso ya no le importaba.

Isabel Pedrero (España)

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El niño sin sombra

Antonio

Bolant Se desencadenó una tormenta... ES LA PRIMERA VEZ que te cuento esto, mamá, y es que a veces necesitamos la ayuda del tiempo para acercarnos a lo inconcebible. Ya sabes que de niño solía jugar solo; encontraba fascinante desplegar mundos alternativos cuando la realidad se me quedaba pequeña. No me resultaba difícil burlar al aburrimiento, incluso durante las tediosas tardes de aquel inolvidable invierno. ¿Recuerdas cuando las pasaba sentado en el largo pasillo de casa con una pelota entre las piernas extendidas, siempre de cara al extremo opuesto donde las sombras ocultaban el recibidor? Después la empujaba, y la

veía rebotar en los rodapiés de las paredes que, con peristálticos empujoncitos, parecían conducirla hasta la oscuridad que tiznaba el final del pasillo. Sobre mí había una ventana que daba al patio de luces. A través de ella se colaba una tenue luz que apenas clareaba la penumbra de la zona donde me sentaba. Yo tendría unos seis años, fíjate si ha llovido, pero lo recuerdo como si fuera ayer, igual que tus alentadoras palabras cuando con orgullo destacabas mi valentía por tener que recogerla cada vez del oscuro recibidor. O eso es lo que pensabas que hacía, porque pasados unos segundos, cuando me quedaba solo, la pelota 57


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brotaba de la negrura y regresaba a mis manos dando dóciles botecitos sin necesidad de moverme. Nunca entendiste por qué prefería jugar a aquel extraño juego con la luz del pasillo apagada, aún menos cuando me esforzaba en explicarte que si la encendía, la pelota no regresaba. En aquella tarde de finales de febrero se desencadenó una tormenta. Tú preparabas alguno de tus artículos y yo, como otras tantas veces, llevaba un buen rato jugando con el pasillo. Una y otra vez empujaba la pelota hacia el negro telón del extremo opuesto y las mismas veces resurgía de las sombras con calculada suavidad, buscándome para que se la lanzara de nuevo. Comprendo que pueda parecer un juego aburrido, mamá, pero te aseguro que en ese umbilical vaivén existía un vínculo que me estimulaba a volverla a lanzar y a disfrutar de la recompensa del regreso. Pero no siempre obtuve esa recompensa; hubo un último lanzamiento tras el que la pelota ya no regresó. Yo permanecí sentado, desconcertado frente a un muro de oscuridad que de golpe mostró el verdadero sustrato de su naturaleza: la absoluta ausencia de luz. No sabría decirte cuánto rato estuve esperando, porque el tiempo se quedó atrapado tras el repiqueteo de la lluvia en la ventana del patio de luces que parecía acompasar al teclear de tus dedos desde el despacho. La costumbre se había convertido en ley, como para cualquier niño, y en mi orden interno no encajaba la repentina pérdida de comunicación con aquel lugar intangible. Mi creciente enfado me impulsó a preguntarle por qué esta vez no me la devolvía, pero el denso silencio de aquel vacío se hizo tan largo que acabé por marcharme a mi cuarto. 58

Todavía era pronto para la cena y tú seguías enfrascada en tu máquina de escribir. Decidí entonces buscar los lápices de colores y el cuaderno de dibujos que debían de andar por algún lugar bajo mi cama —la de veces que me pediste que ordenara mi cuarto, ¿eh, mamá?—. Me encantaba pintar, ya sabes, sobre todo cuando estaba triste o disgustado, así que me eché al suelo y comencé a rellenar las imágenes del cuaderno. Mi cabeza aún estaba en el pasillo y mi mano zigzagueaba sobre el papel de forma automática, tan absorto que no reparé en que estaba rellenando los contornos de un paisaje con el primer color que saqué del estuche, el rojo. Recuerdo estar coloreando una cascada cuando un movimiento en la habitación llamó mi atención. Se trataba de Simbad, mi querido peluche Simbad que se había levantado muy despacio y empezaba a acercarse a mí con un andar torpe y tambaleante. Sí, mamá, Simbad parecía haber adquirido vida. Yo lo observaba con una extraña mezcla de sorpresa y ternura; petrificado, sin saber cómo reaccionar mientras se iba aproximando para acabar ante mí y rodearme delicadamente con sus brazos de trapo. En el interior de aquel abrazo sentí de nuevo la intensa gravedad del fondo del pasillo y todo mi enfado se disipó de inmediato. Él no quería soltarme, ni yo quería que lo hiciera; parecía que su presente se hubiera aferrado a todo mi tiempo durante la eternidad que se acurrucó en ese minuto. Pero bastó un segundo, un solo segundo para que la fuerza del muñeco se desvaneciera y se quedara inerte entre mis brazos. «¡Mamá!, el bebé ya no podrá jugar más conmigo», te grité contrariado; ¿recuerdas? «Ten paciencia, cariño: falta muy po-


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co para que puedas conocerle», me respondiste con cierta condescendencia desde el despacho. Pero tú no tenías mi don, mamá, tampoco indicio alguno de que tu embarazo había empezado a complicarse. Sé que no puedes entender lo que te digo, que ya ni siquiera me reconoces, pero quería contártelo de todos modos, necesitaba explicarte por qué nunca me deshice de este ajado peluche y lo mantuve protegido del desarraigo del tiempo. Tómalo, ahora es tuyo; siempre lo ha sido. Hubiera querido dártelo antes, pero habrías dudado de mi cordura y lo último que deseaba era reabrir tu herida. Estoy seguro de que una parte de aquel niño que perdiste se quedó entre su relleno deshabitado, y ahora veo en el titilar de tus abisales ojos que tú también lo presientes... Él había terminado de hablar, y el silencio ocupó aquella tarde de febrero que ya había sido despojada de las últimas luces. Sentada en su pequeño sillón junto a la ventana, ella volvió a posar su mirada en un infinito que se colaba entre los regueros de lluvia que, como barrotes, se estiraban sobre los cristales. Él le tomó las manos mientras le posaba sus labios en la frente, aliviado por haber compartido de alguna manera aquel suceso guardado du-

rante tanto tiempo. Se incorporó, y antes de marcharse, se quedó unos instantes observando a su madre, feliz de ver con qué fuerza estrechaba a Simbad contra su pecho, conmovido al advertir que el peluche le devolvía el abrazo. Le reconfortó saber que su hermano se encontraba allí, ahora que la enfermedad de la anciana había empezado a complicarse.

Antonio Bolant Rodríguez (España) 59


El Callejón de las Once Esquinas

María Belén

Mateos

Esperando al cartero... o no AYER QUISE DECIRLE que le amaba. Hoy que su buzón estaba lleno de misivas. Mañana que el correo se retrasaba en medio de papeles y cartas amontonadas en la margen izquierda de mi sello. Entre el zumo y el café empapado de cruasán, entre mi picardías y el liguero que aprisionaba mi muslo, intentaba mostrar el fuego de mi piel, el del tostador a media potencia en sus rebanadas y la mermelada untada en el vacío de mi ombligo, entre mis labios abiertos al camino de su lengua y la leche cortada por la espera. Una hormiga transita en la encimera de la cocina, en el dulce ardiente de mi boca, en esa ebullición de su mirada al 60

verano de mis piernas, al hormigueo de sus manos en ellas. Hoy espero que la fatiga de mi paciencia quede escrita en la nata, en la melodía de un bostezo a media tarde, en el brillo agonizante de su silencio, en esa porción de vida al subir la persiana con aroma de arándano y esfera de música. Hay una misiva preñada de humedad en el receptáculo dormido de promesa. Hay un instante que arrastra el detonante de un desayuno que hoy me sabe a respuesta de arándanos desabrigado de nata, llanto y colmados de mensaje. Ayer quise decirle que le amaba. Hoy que su buzón está lleno de un juramento descremado. María Belén Mateos Galán (España)


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Ellas bailan

Raúl Ariel

Victoriano Solo algunos las pueden ver... TILO HA RECIBIDO el amor de su madre hasta que empezó a ir al colegio primario; luego, ella se ha ido de la casa. A partir de ese momento, él sufre la condena de la soledad. Para llenar ese vacío enorme que lo ahueca por dentro, busca alguna forma de cariño en las mujeres y el camino que a su corta edad usa, a fin de lograrlo, es soñar. Ahora va detrás de una de esas ilusiones. Este chico de doce años ya ha vendido todos sus ramitos de violetas a las parejas que van a los bares del bajo, entre San Telmo y Retiro. Entonces baja por las callecitas, desde Plaza de Mayo, va a paso lento hacia el río y se acoda en la balaustrada de la Costanera, más allá del Puerto. Ha tardado en llegar hasta aquí. Viene a ver bailar a las jóvenes sobre las aguas en esta noche de verano, como lo hace siempre que sabe que va a suceder,

y está seguro de que va a ser así porque Gabriel lo ha estado diciendo por los bodegones, y el muchacho sabe que, si hay alguien que conoce las cosas mágicas de esta ciudad, es él. Las damas de Buenos Aires, que ahora están durmiendo en sus alcobas en esta medianoche estival, por un embrujo todavía inexplicable, sueltan sus almas, las dejan libres. Es un acto fantástico que se da en ciertas ocasiones; y estos espíritus se desprenden de sus cuerpos, se elevan por las ventanas y vienen a reunirse acá, bajo este cielo sin luna, a danzar en el medio del río. Se las puede divisar desde la orilla: generalmente llegan vestidas de blanco a rescatar el tenue brillo de las estrellas para que se refleje en sus polleras y logren este esplendor candoroso de vapor mortecino. Solo algunos las pueden ver: los tras61


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nochados doloridos que guardan la astilla de alguna pena de amor clavada en lo hondo, o los que no pueden conciliar el sueño por alguna ausencia de cariño que los sume en la desesperación, o los que están atacados de soledad, perdidos en los confines de esos precipicios, buscando el vértigo, como ese chico flaco que es una sombra que espera la magia al borde del agua, acodado en el balaustre. Ellas mandan a sus almas aquí, inconscientemente, para liberar los dolores del día, los llantos que no pudieron derramar, pero también los enamoramientos nuevos que festejan enloquecidas. Por eso, en esta fiesta, vuelcan todos sus sentimientos, ríen y lloran la tragedia y la risa de sus existencias cotidianas es una forma de conjurar sus dolores. Traen sus corazones rojos en las palmas de las manos. Ríen y expanden sus cabelleras cuando giran danzando. Es un espectáculo hermoso. El ritmo lo ponen las almas mulatas de las uruguayas desveladas, las que moran y medran en la otra costa, que no se ven porque están escondidas un poco más allá, un poco por detrás y por debajo de la línea del horizonte, del otro lado del río. Ellas acompañan la danza golpeando sus manos agitadas en las tinieblas, elevando al aire el sonido de sus tambores desde las sombras de la otra orilla. Ellas, las de acá, ponen la gracia; ellas, la de allá, regalan la música, la sinfonía que gobierna sus desatinos, liberando también las cenizas de sus días, las amarguras y las felicidades. Tilo las mira callado, hilando las hebras de sus sueños tristes. No sabe aún si estas imágenes nocturnas que viene a buscar y que está seguro que se presentan ante sus ojos son ciertas o son fantasmas de sus pensamientos, fantasías de 62

su alma huérfana navegando a la deriva en el mar de su imaginación. El pequeño se hace esas preguntas, todavía no tiene las respuestas, pero tan grande es la ilusión que tiene, que se inclina por la certeza. Porque tiene el anhelo, está convencido de que esas mujeres también danzarán para él, que será un acto de amor hacia él, que le van a aliviar la tremenda tragedia que padece: la soledad. Ellas bailan, las ha visto alguna otra noche. Danzan como locas sobre los espejos líquidos, formando remansos en la corriente que se desvanece tanteando serena la salida al mar. Se levantan las polleras y sacuden sus largos cabellos; están felices, se ríen con todo el rostro, con los ojos, con las bocas. Las ve como mojan los pies en las olas de la orilla, como corre el agua clara entre sus dedos pequeños. Las ve reírse con las bocas abiertas y los labios pintados de carmines. Tilo las observa, sonriendo, con su rostro de niño y su mirada oscura. Las mira como si fuesen aves del paraíso. Las desea con el embeleso del amor que le pide el corazón, ese hueco que tiene casi vacío por la ausencia de la madre, ese carozo de desamparo que dentro de su pecho late, que ya está maduro, más que el de una criatura, pero demasiado tierno todavía para ser el de un hombre. A medio camino entre la ternura materna y la pasión de mujer. Ellas presienten, perciben la melancolía de todos estos hombres callados y taciturnos, estas pocas figuras espectrales que caminan ahora por la Costanera, desorientados, sin saber dónde recuperar las caricias femeninas que han perdido. Entonces, ellas se dan vuelta, giran, alzan sus brazos blancos y agitan sus pechos, si las miran, por ventura, esos po-


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bres hombres tristes, estas amazonas colocarán algo de alegría en sus pesares. Quieren seducirlos, pero esquivan las miradas masculinas lascivas, no sea que despierten deseos procaces porque no han venido a eso, son sirenas calladas que les tienden sus manos generosas en gestos a la distancia para despejar las nostalgias. Giran y giran con las polleras sueltas. Sus pies descalzos palpan la piel marrón del río. Miran con sus ojos enormes las luces de los bares, las ventanas iluminadas; pueden ser a veces ninfas, nereidas, ondinas, musas, seres inescrutables que aparecen con el fin de equilibrar los desencantos. ¿Y quién es el Gran Hacedor, el Gran Hechicero que ha preparado este encantamiento para algunas y determinadas ocasiones? ¿Y quién decide en qué momento ponerlo en marcha? ¿Y a quién le comunica en qué momento se producirá la magia? ¿Y qué recompensa busca por aliviar la soledad de los corazones tristes? La misteriosa Buenos Aires tiene las respuestas a todas estas preguntas, pero, como es mujer, su secreto nunca será develado a los mortales que la habitan. Ellas bailan toda la noche, pero escapan a la madrugada, nunca se dejan tocar por los dedos de la claridad del amanecer; le temen a la luz del día. Tienen que volver a sus dormitorios, a ocupar los cuerpos de las mujeres de Buenos Aires antes que los sueños se les terminen, pues ellas deben despertar completas, porque si las almas no llegan a tiempo se romperá el sortilegio que las acompaña todos los veranos. Ya han transcurrido las horas; las bailarinas han estado girando toda la noche brindando este espectáculo deslumbrante en la calidez nocturna, des-

plegando su danza conmovedora. Están rendidas porque lo han dado todo para disminuir la pesadumbre de los solitarios, una línea de rímel color crema pálido se dibuja a lo lejos anunciando la pronta aparición del día. Tilo sabe que la danza ha llegado a su fin, ya las figuras de los espíritus, recortadas contra el cielo, se esfuman y, como un viento, como una brisa suave, emprenden el regreso. Él ha estado aquí todo el tiempo observándolas y ha recibido una dosis de amor, a eso ha venido y se va a ir con la ilusión en el pecho de que está menos solo que antes. Ahora gira la cabeza para ver cómo las últimas danzarinas evanescentes se pierden, se diluyen entre los edificios y ha visto a lo lejos, cruzando la avenida, una sombra de cabellos desgreñados, con impermeable, que, con paso rápido, se aleja de este lugar. Conoce de sobra ese modo de huir, ese comportamiento esquivo, esa conducta furtiva: es el loco Gabriel. Tilo se queda un rato mirándo63


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lo hasta que se hace una sombra chiquita, hasta que lo pierde de vista. Todavía tiene húmedos de la emoción los ojos negros incrustados en esa cara flaca que, ahora, en el silencio de la noche, con los últimos pasos que logra ver de la silueta que se pierde, arruga la comisura de sus labios intentando una sonrisa. Entonces yergue su cuerpo delgado, se coloca al hombro su mochila y, pensativo, abandona la balaustrada para desandar la Costanera, atravesar el Puerto y perderse por las callecitas caminando rumbo a la villa con las manos en sus bolsillos y la cabeza gacha. La fiesta ha terminado; ya es menos pesada su condena, se va con la ilusión de que lo que ha sucedido es cierto, siente más cerca el amor que le falta, ha disminuido el lastre y es menos doloroso el yugo pertinaz de su soledad.

Raúl Ariel Victoriano (Argentina) Blog: hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar Ellas bailan es un relato incluido en El sonido de la tristeza,

de Raúl Ariel Victoriano (Editorial Autores de Argentina, 2017).

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Un café y una sonrisa Benjamín

Recacha

Sonríe a todo el mundo... —¿ESTÁ BIEN? Luis recibe el cambio del billete de cinco euros con una sonrisa desconcertada. La camarera también sonríe. Siempre lo hace. Desde hace unas semanas, Luis se toma el café con leche de la tarde ahí porque le gusta su sonrisa fresca. Tiene la impresión de que las sonrisas frescas escasean, y la de ella lo reconforta. —El libro —aclara la muchacha. Luis mira el ejemplar de 1984 que ha dejado sobre el mostrador mientras espera el café—. Está en mi lista de pendientes, pero nunca me he animado a leerlo porque me da la sensación de que me va a angustiar. —Mientras habla, se desenvuelve con destreza mecánica con la cafetera. Sus movimientos firmes y seguros tienen algo de hipnótico—. Y, la verdad, llevo un tiempo en que sólo me apetecen lecturas que me dejen buen sabor de boca. —Se da la vuelta y coloca

un platillo, la cucharilla y dos sobres de azúcar junto al libro. Mira al cliente directamente a los ojos, sin abandonar la sonrisa—. La vida real ya es bastante angustiosa a veces, ¿no crees? Luis no estaba preparado para ese tipo de conversación. Y debe reconocer que la mirada de ella lo intimida. Se siente estúpido al darse cuenta de que durante todos esos días que ha estado frecuentando el local, Raquel (según la identifica la chapa que lleva enganchada en el pecho) no dejaba de ser una sonrisa que le aligeraba el peso de sus fracasos. —Es la segunda vez que lo leo. La primera era demasiado joven para entenderlo del todo. Ya lo estoy acabando y, sí, es un poco angustioso. Te hace pensar en muchas cosas. Raquel coloca la taza sobre el platillo. —Si está muy caliente, te pongo un 65


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poco de leche fría. Hasta hoy no le había hecho el ofrecimiento porque el verano se resistía a llegar, pero desde hace un par de días la temperatura ha subido de golpe. —Gracias, así está bien. El café con leche me gusta caliente, aunque nos estemos achicharrando. Raquel ríe, y Luis se siente más reconfortado que de costumbre. *** —¿Lo de siempre? Desde el momento en que cruzó la puerta de la cafetería para entregar el currículum, Raquel decidió que mientras estuviera allí haría lo posible por sonreír, aunque en su interior mantuviera latente la tentación de mandarlo todo a tomar viento. Le dieron el empleo, una gorra y una chapa ridículas, y ella las complementó con su expresión más agradable. Le sonríe a todo el mundo, pero con el chico que siempre lleva un libro es especialmente simpática. —No, hoy voy a probar el batido de café. ¿Está bueno? —Pues no lo sé. Yo tampoco lo he probado. —Raquel apoya las manos en el mostrador y observa el rostro que tiene delante con un nivel de atención que sobrepasa con mucho lo reglamentario. Él se esfuerza por sonreír, pero se le nota la incomodidad—. Hacemos una cosa: si no te gusta, te lo cambio por el café con leche habitual. —Vale —acepta con timidez; hay otra cosa que le preocupa, y no está seguro de atreverse a plantearla. —Ya veo que has acabado 1984 —advierte ella, mientras prepara el batido—. Menudo personaje fue George Orwell. La verdad es que sabía muy poco sobre su implicación en la Guerra Civil, y buscando información sobre él me han entrado ganas de leer Homenaje a Cata66

luña. ¿Lo conoces?

—Sí, lo tengo en los pendientes. —Luis desliza los dedos por el libro que ha dejado sobre el mostrador. En realidad, aún no ha acabado 1984. Raquel se gira un momento y se fija en la portada. —Entre limones… Chris Stewart… No lo conozco. ¿Qué tal? Vuelve a estar de espaldas. Luis piensa que es la oportunidad para plantear su ocurrencia. —Muy divertido. Es uno de los libros más divertidos que he leído. Y… La sonrisa de Raquel aparece de nuevo ante él, espléndida e intimidatoria. —Marchando un batido de café. Durante unos segundos permanecen en silencio, y ella tiene la certeza de que los fantasmas que lo acosan a él son tan persistentes como los suyos. —Toma, lo he traído para ti. —Luis empuja el libro hasta que contacta con los dedos de la mano que la camarera apoya en el mostrador—. Te garantizo que no te va a angustiar nada y que te hará reír con ganas. Resulta curioso que ahora que Raquel tiene un motivo para estar contenta de verdad, la sonrisa se le desdibuja en el rostro. *** —Muchas gracias por el libro. Tenías razón, es muy divertido. Luis sonríe nervioso. Ha estado a punto de no acudir a la cita casi diaria con su café con leche y la sonrisa reconfortante. —Me alegro —responde, evitando cruzar la mirada con la de ella. «Da los buenos días con un café y una sonrisa», lee en un cartel que se le antoja estúpido. —¿Qué ponemos hoy? Luis tiene la impresión de que Ra-


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quel exagera su simpatía porque se siente tan incómoda como él. Se dice a sí mismo que han traspasado la frontera de la relación habitual entre camarera y cliente para entrar en un territorio desconocido que no está seguro de querer descubrir. —Café con leche, por favor. Raquel se gira hacia la cafetera. Se desenvuelve con menos destreza, como si algo distorsionara la maquinaria siempre engrasada. Y en verdad es así. —¡Mierda! —exclama al resbalársele la taza entre los dedos y hacerse añicos contra el suelo. Luis se siente absurdamente responsable. —No pasa nada, un accidente lo tiene cualquiera. Agachada detrás del mostrador, Raquel levanta la cabeza. Las miradas coinciden, y Luis siente un escalofrío porque ve dolor. *** Luis lleva un rato frente a la puerta del local, sin decidirse a entrar. Ya ha acabado de leer 1984. Le ha tomado el relevo Las olas, pero no cree que vaya a aguantar mucho; no le interesa el jeroglífico introspectivo que plantea Virginia Woolf. Es aún más deprimente que la atmósfera opresiva, sin resquicio para la esperanza, que dibuja Orwell. Piensa en Winston y en Julia, en su historia de ¿amor? condenada al fracaso. «Pero durante un tiempo consiguen ser libres; aunque sea una libertad ficticia, sus sentimientos y sus ideas les pertenecen», reflexiona. Vuelve a mirar hacia la puerta. Sabe que Raquel está ahí. Se pregunta si hoy

volverá a sonreír. Aprieta el libro con las dos manos y se muerde los labios en un gesto de rabia, porque no es capaz de encontrar nada más auténtico en su vida que esa sonrisa, y no quiere arrastrar la culpa, una más, de hacerla desaparecer. Por fin, se da la vuelta y se aleja arrastrando los pies. *** Al oír abrirse la puerta, Raquel levanta la cabeza. Desde hace una semana, es su reacción automática. Cuando comprueba que no es él, el chico del libro, pierde la sonrisa, que recupera un segundo después para volver al trabajo. Pero hoy si es él. Lo ve acercarse titubeante, con la mirada nerviosa desviándose a un lado y otro, como si no fuera capaz de fijarla en un objetivo. Es más temprano que de costumbre, y apenas hay clientes. Raquel se queda paralizada, con las manos sobre el mostrador y la sonrisa congelada. —Hola —murmura Luis al llegar hasta ella, y tras pasear la vista por el mostrador reúne el suficiente valor para mirarla a los ojos—. Cuando acabes el turno, ¿te apetecería tomarte un café conmigo? Raquel había fantaseado con la posibilidad, pero ahora que ha sucedido no sabe qué decir. El movimiento de las 67


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manos de él sobre el mostrador atrae su atención. «Un hombre en la oscuridad. Paul Auster», lee entre sus dedos repiqueteantes. —I know someday you'll have a beautiful life… —Raquel comienza a cantar, muy flojito—. I know you'll be a star… in somebody else's sky, but why… why, why can't it be, why can't it be mine…

—Me suena, pero no la reconozco. —Black, de Pearl Jam. Es una de mis canciones favoritas. —Me gusta Pearl Jam, pero no me sé ninguna letra. —Salgo a las seis. *** La brisa marina refresca el ambiente y revuelve el pelo de Raquel, quien permanece sentada en la arena, abrazándose las piernas y con la barbilla sobre las rodillas. Observa las olas y las escucha; seguramente no hay sonido más balsámico. Luis está sentado a su lado, aunque un poco por detrás. Juguetea con la arena mientras se le escapan miradas fugaces hacia ella. Le gusta: su pelo revuelto, la sonrisa relajada, el perfil de su nariz algo torcida, sus manos de dedos largos, los pendientes que le decoran todo el perímetro de la oreja… Apenas han intercambiado palabra. Sus pasos los han conducido hasta la playa, donde todavía quedan algunos bañistas que celebran la llegada del calor compartiendo espacio con parejas acarameladas que celebran su amor. Raquel y Luis no celebran nada, si acaso el hecho de haber encontrado a alguien con quien compartir el silencio. —Tanto sube el nivel… —tararea Raquel— el mar… —Luis identifica enseguida El estanque, de Héroes del Silencio—… Se derrama ahogándome… Ella gira la cabeza despacio y le sonríe, aunque en sus ojos hay tristeza. 68

Luis no dice nada, sólo levanta la mano y le deja una concha sobre la rodilla. *** Sentados en una terraza del paseo marítimo, Luis contempla cómo Raquel se bebe la horchata con una pajita. Le hacen gracia los hoyuelos que se le forman en las mejillas. Le gusta verla fuera del trabajo, sin la gorra ridícula que oculta su media melena, con la camiseta de tirantes, mostrando una sonrisa más atenuada, más natural. —¿Qué pasa? —pregunta ella riendo al sentirse observada con tanta atención. —Nada, es sólo que me gusta mirarte. —Raquel sonríe ahora con los ojos—. ¿Cómo lo haces para sonreír siempre? —I’m so happy because today I’ve

found my friends, they’re in my head… I’m so ugly, but that’s okay, because so are you… —Esa la conozco: Lithium, de Nirva-

na. ¿Tienes una canción para todo? Raquel se toca los pendientes de la oreja derecha; en la izquierda sólo lleva uno, un aro con el símbolo de la paz. —Durante un tiempo fui la cantante de un grupo de rock. —¿En serio? ¿Y qué paso? Raquel niega con la cabeza y los ojos dejan de sonreír. —Cosas… Hace mucho de eso. ¿Y tú? Cuéntame algo sobre ti, aparte de que devoras libros. Luis se incorpora en la silla, apoya los brazos en la mesa y, pensativo, hace girar entre sus manos la botella de cerveza vacía. —Menos mal que puedo vivir la vida de los habitantes de sus páginas. —Se detiene, levanta la cabeza y mira a Raquel—. En la mía no hay nada que valga la pena. Ella ve la desolación tras la mueca que no llega a ser sonrisa.


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***

—You look so fine… I want to break

your heart… and give you mine… You’re taking me over…

—Cantas muy bien. —Raquel mira a Luis con una sonrisa sincera pero cansada mientras él da otro trago al botellín de cerveza—. Tu sonrisa y tu voz me llevan a un lugar donde me gusta estar —añade en un murmullo, lo bastante apagado como para que ella pueda disimular no haberlo escuchado. —Cuando estaba en el grupo, me fijaba mucho en Shirley Manson…, la cantante de Garbage —aclara ante la expresión ignorante de Luis—. You Look So Fine es uno de mis temas favoritos. Sentados en la misma terraza de los últimos días, contemplan el mar en silencio. Raquel se retira de la cara un mechón agitado por la brisa y lo coloca detrás de la oreja. —Podría pasarme la vida así, viendo las olas romper contra la orilla. —Y yo. Intercambian una mirada cómplice, y enseguida ella vuelve a desviarla hacia el azul inmenso. —Es curioso cómo nos empeñamos en hacernos las mismas preguntas, una y otra vez, aun sabiendo que no vamos a encontrarles respuesta. —¿Eso haces al cantar, preguntarte sobre el pasado? —A Raquel le sobresalta la deducción de Luis, y lo mira con sorpresa. Él apura la cerveza—. Yo prefiero no hacerme preguntas, pero es difícil resistirse. La autocompasión resulta tentadora cuando mirar adelante es como hallarse en medio de un desierto y buscar un oasis; sabes que lo máximo a lo que puedes aspirar es a encontrar un espejismo. —Cuando estaba en el escenario, me sentía viva, libre, llena de energía. Can-

tar y dejarme llevar por la música era lo que daba sentido a todo. Vuelven a quedar en silencio. Luis la observa y ve cómo sus ojos se tiñen del azul oscuro del mar al atardecer. —Si alguna vez te apetece, puedes contarme lo que pasó. Raquel gira la cabeza y le regala la enésima sonrisa. —¿Nos bañamos? Sin esperar respuesta, se levanta de la silla, salta a la arena y se aleja por la playa casi desierta. Al llegar a la orilla, se da la vuelta y saluda a Luis con una mano. Entonces, se quita el vestido y, despacio, se mete en el agua. *** Raquel ríe. Es la risa de una niña entregada a la diversión. Le transforma la cara, porque no tiene que hacer ningún esfuerzo consciente por sonreír, y a Luis le encanta; tanto, que durante las dos horas que llevan bailando ha olvidado qué es lo que provoca su desazón permanente. Están sudando a mares,

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apretujados contra otros cuerpos sudorosos que también ríen y se dejan llevar por la música. La atmósfera invita a la desinhibición, a entregarse sin reparos a la alegría de vivir. Con los últimos acordes de Song 2 de Blur, Raquel se lleva una mano al cuello para indicar que está sedienta, y ambos se dirigen a la barra. Aprovisionados de cerveza, salen a tomar el aire a la terraza. —Lo estás pasando bien, ¿eh? —Me estoy quedando afónica, y mañana voy a tener unas agujetas… Brindan con los botellines y beben en silencio, aunque enseguida Raquel reconoce el Stone Cold Crazy de Queen en la versión de Metallica y se pone a cantarla. Tiene las mejillas encendidas y los ojos le brillan, como la piel de la cara y del cuello, perlada de gotitas de sudor. —Me gustaría besarte —susurra Luis. Raquel deja de cantar y lo mira con una expresión encendida que él todavía no había tenido el placer de contemplar. Con la mano libre, lo agarra del cuello de la camiseta, lo atrae hacia ella y, con la nariz a un milímetro de la de él, se detiene para saborear ese instante de deseo máximo, justo antes de meterle la lengua ardiente en la boca. *** Al alba, el mar y el cielo se confunden en el horizonte, pero poco a poco se dibuja la línea que anuncia la llegada del sol. Raquel y Luis asisten al proceso sentados en la orilla, dejando que la lengua tímida del mar les acaricie los pies. Ella apoya la cabeza en el hombro de él, y él aspira el aroma del sudor, el perfume y la sal que emanan del pelo de ella. No recuerda un olor más delicioso. Tienen las manos entrelazadas sobre la arena húmeda. 70

—Nunca había visto el amanecer en la playa tan bien acompañado —anuncia Luis. Ella sonríe relajada. El sueño empieza a reclamar su botín tras una larga noche de bailes, sudor y besos. —Presiento que tras la noche… vendrá la noche más larga… Quiero que no me abandones, amor mío, al alba…

Luis siente una presión en el estómago. Raquel le agarra la mano más fuerte, y él le acaricia el pelo y le besa la cabeza. Ella no puede seguir cantando, ni siquiera en un susurro, las lágrimas y el nudo en la garganta se lo impiden. —¿Qué te pasa? —Nada, no te preocupes. —Se separa un poco de él y hace el esfuerzo por sonreír—. Me lo he pasado muy bien, pero estoy muerta y necesito dormir. En el horizonte, el cielo empieza a adquirir un tono anaranjado. *** Luis aparca frente al portal. En la calle se mezclan los jóvenes que regresan de fiesta con quienes salen a comprar el pan y churros para el desayuno, a pasear el perro o a correr. Raquel mira por la ventanilla, pero lo que ve se oculta en su memoria. En la radio suena Heroes. —I, I will be King… —Luis se atreve a acompañar a Bowie—. And you, you will be Queen… Though nothing will drive them away… We can be heroes just for one day… We can be us just for one day…

La interpretación consigue atraer la atención de Raquel, que sonríe sin ocultar su tristeza. —Just for one day —repite, como diciéndoselo a sí misma. —Si quieres, subo contigo. —Es mejor que no. Además, me voy a quedar frita en cuanto me tumbe. Luis se inclina hacia ella y la besa.


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Raquel lo abraza, y piensa que le gustaría prolongarlo, porque nunca había abrazado a nadie que lo necesitara tanto como ella. Cuando sus labios se separan, permanecen abrazados. En la radio, Little Wing de Jimi Hendrix toma el relevo de Bowie, y Raquel piensa que es una de las canciones más bonitas que se han escrito. La canta al oído de Luis, y él siente un escalofrío. —When I’m sad, she comes to me, with a thousand smiles she gives to me free… It’s alright, she says, it’s alright, take anything you want from me… Anything…

—A Raquel se le escapan las lágrimas—. Aquel hijo de puta… cogió lo que quiso, sin preguntar… Luis escucha tenso al principio, pero enseguida la abraza más fuerte y le acaricia el pelo. *** Durante los días siguientes, Luis no encuentra a Raquel en la cafetería. Le dicen que no saben nada de ella. No puede llamarla ni escribirle porque no han intercambiado sus números de teléfono, así que se acerca a su casa, pero no contesta al timbre. Pregunta a un par de vecinas que salen del portal, pero ni siquiera parecen conocerla. Se repite a sí mismo que esta vez no ha hecho nada para cagarla, pero no logra sacudirse el sentimiento de culpa. «Me tendría que haber conformado con el café y la sonrisa reconfortante. ¿Dónde voy a refugiarme ahora?», se reprocha desolado. *** Raquel regresa a la cafetería una semana después. Ha estado enferma, un catarro que la obligó a quedarse en cama y que, en realidad, ha sido la excusa perfecta para no salir de la cueva. Ahora el catarro casi ha remitido del todo, pe-

ro el mal que de verdad le duele continúa ahí, crónico, enmascarado con una sonrisa. Se pone la gorra y la chapa y se incorpora al trabajo. Y cada vez que la puerta se abre, el corazón se le acelera, deseando que sea y a la vez que no sea Luis. Se siente mal por haberse escondido de él, pero se dice a sí misma que es lo mejor, que quizás no tendría que haber aceptado aquel café, porque así ahora seguiría viéndolo casi cada tarde y hablarían de libros. —Hola, Raquel. —Es Gina, toca cambio de turno; la jornada ha pasado rápido—. Me alegro de que ya estés mejor. —Hola. —Se saludan con dos besos. Gina es lo más parecido a una amiga que se puede tener en el trabajo—. El resfriado me ha dejado hecha polvo, pero sí, ya estoy bastante bien. —Por cierto, ayer un cliente dejó algo para ti. —Raquel da un respingo. No puede ser otro que Luis—. Espera un momento, que lo guardé en la taquilla. Me cambio y te lo traigo. Raquel nota cómo se le acelera todo el organismo. Se pone a ordenar el mostrador y le pasa la bayeta; luego sigue con las tazas y las cucharillas, que ya había ordenado previamente. —Toma. Raquel recibe el paquete envuelto. Es evidente que se trata de un libro. Rasga el papel sin reparar en Gina, que la observa con curiosidad. «Locuras de Brooklyn, Paul Auster». No lo ha leído. —Joder, ojalá a mí me hicieran regalos así. Un día un tío me dejó un paquete de chicles. El muy gilipollas había apuntado su número de teléfono en el envoltorio. Raquel no la escucha. Abre el libro y, como intuía, Luis ha escrito algo en la primera página. Lee con ansia y temor. 71


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No creo en las segundas oportunidades. Sin embargo, sí creo que existen personas capaces de sobreponerse al pasado, con la fuerza suficiente para convivir con él y seguir adelante. Tú deberías ser una de ellas. Hay que tener mucha fuerza interior para vestir esa sonrisa tan reconfortante para quienes tienen la suerte de contemplarla. Espero que te guste el libro. Es una historia optimista. Tiene partes angustiosas, pero el conjunto deja buen sabor de boca. A pesar de esos personajes llenos de cicatrices, Auster sí cree en las segundas oportunidades. Gracias por estos días. No dejes de sonreír. Luis.

Raquel cierra el libro y lo aprieta contra el pecho. —Que tengas una tarde tranquila —le desea a Gina, con una sonrisa dolorosa.

Benjamín Recacha García (España) Blog: benjaminrecacha.com

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La primavera del té

Héctor Daniel

Olivera Campos

Toda la esperanza del mundo cabe en una taza de té... LA ESCENA no tiene nada de especial: dos muchachas montan en bicicleta sobre la estrecha calle adoquinada carente de tráfico. Margot y su hermana Ana han aprovechado el primer día benigno de primavera para pasear. Su madre, a regañadientes, les ha concedido permiso para salir con la promesa de que no abandonarán el barrio bajo ningún concepto. Los tiempos andan revueltos y es demasiado peligroso para cualquier chica joven y, en especial, para ellas. Al menos, si permanecen en el ba-

rrio y les pasa algo, cabe la posibilidad de que algún vecino que las conozca las ayude —todavía quedan personas heroicamente decentes—. Las chiquillas pedalean junto al canal. La tibieza del sol, una leve brisa refrescando sus rostros y la sensualidad del esfuerzo físico, se combinan en una sensación placentera. Por unos momentos, bajo el cielo de Ámsterdam, un efímero gozo de plenitud las embarga, una alegría sin causa desclava sus risas. Por escasos minutos la vida se parece a aque73


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lla que disfrutaron antes de la guerra. Ana, la pequeña, —tiene doce años— es la más parlanchina y vivaracha de las dos, tiene una imaginación febril y le gusta hacer bromas y hablar de temas ligeros; un carácter que contrasta con el de Margot, su hermana mayor, que pese a que aún es quinceañera, es mucho más formal y madura. Ana pedalea hasta colocarse junto a su hermana para así poder charlar mientras circulan. Satisfecha, comenta que aquel primer día soleado parece una invitación a la vida y, pese a lo que digan sus padres, en abril irá a contemplar los campos floridos de tulipanes y que ningún maldito nazi se lo va a impedir. Las muchachas, al doblar una esquina, se topan con un vehículo blindado de la Wehrmacht, en cuya torreta un soldado apura un cigarrillo. Se quedan petrificadas. El militar las contempla con desprecio y arroja la colilla mientras masculla unas palabras: «¡Malditos judíos! Nosotros por su culpa muriendo en el frente y ellos, vivos». No sólo son sus largos cabellos azabaches en aquella tierra de rubios, es, sobre todo, la estrella amarilla de seis puntas cosida en la ropa la que las delata. Las chicas bajan la cabeza en señal de sumisión y se dan la vuelta en silencio. No sería la primera vez que un encuentro fortuito con militares alemanes termina con el desafortunado asesinato de un judío. Una vez en casa cuentan lo sucedido y, por respuesta, han de soportar los severos reproches maternos. Malhumoradas, las muchachas se encierran en la habitación. Ana entra resoplando; Margot, con actitud seria. Las hermanas se sientan cada una en su cama. Margot toma el libro que reposa sobre la mesilla de noche, La odisea, y comienza a leer. Ana se entretiene con74

templando las fotos de actrices de cine que ha clavado con chinchetas en la pared junto a su cama. Sus admiradas Joan Fontaine, Carole Lombard, Ingrid Bergman, Marlene Dietrich y Katharine Hepburn parecen observarla desde su silencio de papel cuché. De todas ellas, la que más le gusta es la Hepburn; suelen darle papeles de mujer independiente, y ese rol conecta con el espíritu rebelde de Ana. La pequeña de las hermanas fantasea con que de mayor será actriz de cine, aunque las profesiones de periodista y escritora también le tientan. Repasa con sus dedos los rostros de las divas y suspira. —¡Qué mierda! Para un día que mamá nos deja salir —protesta Ana. —No digas palabrotas, pareces un estibador de puerto —le reprende Margot. —¿Cuándo acabará esta maldita guerra? ¿Cuándo podremos reanudar la vida normal y despreocupada que llevábamos antes de la ocupación? —se queja Ana. —Papá dice que muy pronto desembarcarán los ingleses y nos liberarán. —Papá viene diciendo eso desde que los alemanes llegaron aquí. Papá es un optimista. —¿Y qué podemos hacer? —pregunta la hermana mayor desatendiendo su lectura y encogiéndose de hombros. —Podíamos marcharnos. —¿A dónde? —A Suiza. —Nos retiraron los pasaportes, ¿lo recuerdas? Para ir a Suiza deberíamos atravesar Bélgica y Francia, que también están ocupadas por los nazis, y luego conseguir que no nos rechazaran en la frontera; he oído que las autoridades suizas no permiten la entrada a los refugiados judíos. A los judíos no nos quieren en ningún lugar del mundo. Por


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ahora sólo queda esperar. —Estamos en una ratonera. —Podría ser peor —responde Margot, que ha retomado la lectura del libro y que mantiene la conversación sin apartar la vista del texto. —Eso es lo que dice mamá, que todo puede empeorar y que nos quejamos por todo y que no pensamos en la suerte que tenemos. Mamá también nos aconseja que, cuando estemos preocupadas, recemos. Pero ¿para qué sirve rezar? ¿De verdad que se escuchan nuestras plegarias? Hay ocasiones en las que pienso que Dios está sordo y ciego y que no se entera de nada, si no, no permitiría lo que ocurre aquí abajo. —Ni se te ocurra blasfemar —le advierte Margot. —Ni se te ocurra esto, ni se te ocurra lo otro… ¡Pareces una vieja! —Yo prefiero ser optimista y pensar como papá. Yo también estaba abatida, pero el mes pasado el pueblo holandés nos dio una lección de moral: una huelga general en solidaridad con los judíos. Papá, que está al corriente de todo, afirma que en ningún país ocupado ha ocurrido una cosa así. —¿Y de qué ha servido? Fusilaron a los cabecillas y han atestado las cárceles de huelguistas. —Podría empeorar —repite Margot. —¿Cómo? —Nos podrían quitar las bicicletas. Ana rompe a reír, su hermana se contagia de la risa y pasan unos minutos sin poder dejar de carcajearse, hasta que les duele la tripa. El padre, que las oye, llama a la puerta de la habitación y asoma su cabeza calva: —¿Se puede saber de qué os reís? —el tono de la pregunta es alegre. —Nada papá, cosas nuestras —responden al unísono las muchachas.

El padre cierra la puerta, también riéndose. —¡Margot! —Dime. —¿Sabes qué es lo peor que podrían hacerme? —No sé. —Que me expulsaran de la escuela. —¡Vaya! No sabía que te gustaran tanto los estudios. —No es por las clases, tonta, es por los admiradores que tengo. —Tú no tiene admiradores. —Los tengo y los he tenido: Kimmel, Appy, Petel… —Te los inventas. Te gusta ser el centro de atención. Tienes una imaginación calenturienta, en ocasiones me das miedo. —Como tú no tienes admiradores. —Pero, vamos a ver, ¿te has besado con alguno de ellos? —se encara Margot con su hermana. —No, con ninguno, pero hemos hablado mucho. —¡Bah!, hablar, eso no cuenta. Ana se tumba en la cama y le da la espalda a Margot. Hay veces en que se exaspera con su hermana, ¡puede ser tan desdeñosa! Las chicas, junto al resto de su familia, pasan el resto de la jornada en casa. Cae la noche. Ana sabe que hay toque de queda para los judíos, a los que se les prohíbe pisar la calle después de las ocho de la tarde. Asomada a la ventana, la hermana pequeña contempla la luna llena. «Al menos la luna no tiene religión», murmura. A la hora de la cena suenan las alarmas antiaéreas. A los judíos se les ha prohibido compartir los refugios con el resto de los vecinos, así que no queda más que apretar los dientes y esperar que cese el ataque cuanto antes. El pa75


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dre ordena que apaguen las luces, de lo contrario podría interpretarse que colaboran con el enemigo y ser llevados, por ello, ante un pelotón de fusilamiento. Son diez minutos de sonidos amenazantes: el ulular de alarmas y el cañoneo distante de las baterías antiaéreas. La familia aguarda boca abajo sobre el suelo del salón; les ha dado tiempo a agarrar un par de colchones de alguna de las camas y los usan para cubrirse a modo de parapeto. ¿Dónde caerán las bombas? ¿Cerca, como la última vez en que destruyeron la panadería del barrio? Nada, no se escuchan detonaciones. «Es extraño, muy extraño», murmura la pequeña Ana que se escabulle del escondrijo desoyendo las advertencias maternas. —¡Mirad, no son bombas, son fardos de algo! —Ana, ¡apártate de la ventana! —Hay un muchacho en la calle, ha abierto un paquete, creo que grita que es té —declara Ana. —¿Té? ¿Por qué los ingleses iban a bombardearnos con té? Es la cosa más absurda que he escuchado en mi vida —alega la madre, que al igual que el resto de la familia ya se ha puesto en pie, mientras el padre arrincona los colchones. —¡Té, té, té!, oigo al muchacho decirlo claramente. Voy a recoger ese té. —Ana, ¡ni se te ocurra!, ¿quieres que te maten? —le riñe la madre. —Cariño, no vayas, puede haber al76

guna bomba camuflada —advierte el padre. Pero Ana ya corre escaleras abajo. Cinco minutos más tarde Ana vuelve a casa con un fardo abierto en las manos; sonríe exultante, derrocha alegría: —Papás, es té. ¡Son paquetitos de té! Otto, el padre, examina el alijo. Se trata de bolsitas de té de cincuenta gramos de peso; en cada una de ellas está escrito en holandés: «Saludos desde las Indias Neerlandesas libres. Mantengan alta la moral. Holanda volverá a levantarse».

—¡Esta sí que es buena! —declara Otto—. En efecto, los británicos nos han bombardeado con paquetitos de té. —Y se echa a reír, todavía incrédulo, con lo que parece más una humorada que una acción bélica. Carcajadas que contagian a toda la familia. —¡Ahora mismo voy a preparar ese té! —proclama la madre. Edith, la madre, sirve el té. Para la ocasión ha desembalado del interior de una caja de madera las tazas de porcelana fina, guarnecidas entre virutas, que trajeron desde Alemania cuando tuvieron que emigrar a causa del hostigamiento nazi. El juego de té presenta motivos marineros esmaltados en azul. Edith se demora unos segundos en contemplar la silueta añil del velero que surca la porcelana de la taza. —Es el mejor té que he tomado en mi vida —proclama Ana. —Eso es porque desde que los alemanes ocuparon el país ya no lo has vuelto


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a probar. Antes venían los buques cargados con de té de Java y atracaban en el puerto de Rótterdam y, desde allí, se distribuía a todo el país —diserta Otto, que era dueño de una empresa que fabricaba estabilizantes para mermeladas y en el pasado estudió la posibilidad de introducirse en el mercado de las infusiones. —Si Alemania hubiese tenido colonias, como tiene Holanda, es posible que no se hubiesen dedicado a invadir otros países de Europa —apunta Margot. —Quién sabe —responde el padre. —A los ingleses les sobrará el té para que nos lo regalen —conjetura Ana. —¡No, qué va! Ya has visto el mensaje, se trata de propaganda. De hecho, en la Gran Bretaña el té está racionado desde julio del año pasado, cincuenta y seis gramos por persona y semana —informa Otto—. Piensa que la hoja no se cultiva en el Reino Unido, los mercantes que la transportan desde la India son torpedeados y hundidos por los submarinos germanos. Las autoridades británicas han declarado el té bien estratégico para el esfuerzo de guerra. —¿El té? No lo entiendo. Acero para construir buques, aviones y tanques; petróleo para combustible..., pero té… —inquiere Margot. —Por el efecto que tendría la falta de té sobre la moral de la población; si les faltara, serían capaces de rendirse —contesta el padre con seriedad. —¡Qué especiales son estos ingleses! —opina Margot-. Soportan que la Luftwaffe arrase sus ciudades, pero no podrían pasar sin su té de las cinco. —¿Y tú cómo sabes esas cosas? —pregunta Edith. —Escucho a escondidas la B.B.C. —responde Otto.

—¡Escuchas la B.B.C.! ¡Si lo descubren los alemanes podrían matarte! —exclama la madre. —¡Bah! Somos judíos, pueden matarnos por lo que quieran y cuando quieran —interviene Ana. —¡Tú siempre igual! Fastidiándolo todo. No cambiarás nunca —protesta Margot. La madre rompe a llorar—. ¿Lo ves, idiota? ¡Mira lo que has hecho! Has conseguido que mamá llore. ¿Qué necesidad hay de hablar de cosas desagradables? —Lo siento mamá —la hermana pequeña toma la mano de su madre y la aprieta en un gesto compasivo. —No, lloro de alegría —confiesa Edith—. Estamos aquí, reunida toda la familia, ¡tomando té! Me parece sencillamente maravilloso. Es como antes de que empezara la pesadilla. Perdonadme, soy una tonta. —A mí también me parece un suceso maravilloso —corrobora Ana—, los aviones de la R.A.F. han vomitado bombas y muerte sobre nuestras cabezas en cada uno de sus raids y esta noche nos han lanzado té y esperanza. Jamás olvidaré esta bendita noche, seis de marzo de mil novecientos cuarenta y uno. Creo que es un buen presagio. Quizás lo bueno comienza ahora y pronto se acabará la guerra y a los judíos nos tratarán como a personas y no como a seres infrahumanos y… —¡Ana, qué imaginación tienes! Por Moisés que Dios te oiga —le interrumpe la hermana. —¡Margot! Deja que tu hermana se exprese —le riñe el padre con suavidad. —Ella es la pesimista de la casa, pero le das una taza de té caliente y se transforma, se vuelve más optimista que todos nosotros juntos —observa Margot con ironía. 77


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—Lo creo con toda mi alma —insiste la pequeña Ana—. Os digo que es un buen presagio, sobreviviremos a esta guerra y en los años venideros cada seis de marzo nos reuniremos toda la familia a tomar el té. El mal no va a triunfar siempre. Toda la esperanza del mundo cabe en una taza de té. —¡Hija mía, menuda frase esta última! Habrá que cincelarla en mármol. Palabra de Ana Frank —declaró Otto y toda la familia se echó a reír.

Este relato fue premiado en el I Certamen de relatos «Té Cuento» (2018), convocado por la Escuela Española del Té. Héctor Daniel Olivera Campos (España) Blog: hectoroliveracampos.blogspot.com.es

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La hora azul

Esperanza

Tirado Acuarela de manuel bocanegra

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Azul me veías... NUESTRO MOMENTO vino y se fue. Como van y vienen los días, los amaneceres y esas puestas de sol que nos gustaba contemplar. Intentando distinguir a Venus y Júpiter, que tomaban el relevo del Sol en ese momento en que el día y la noche se juntan, y parecen besarse, queriendo unirse de modo imposible. Permanecíamos en silencio, aspirando cada segundo, juntando nuestros cuerpos. Diciendo adiós y agradeciendo al Universo por un día más en la Tierra. Teníamos nuestra canción, Fly me to the Moon, a la voz suave y al piano de Diana Krall; nuestro libro, El Demonio Vestido de Azul, con el que siempre soñamos hacer la ruta de aquellos clubes nocturnos de jazz llenos de humo azul, mujeres sensuales y hombres seductores; y nuestra película, El Gran Showman, un poco a regañadientes, sobre todo cuando yo alababa las capacidades artísticas y las otras de Hugh Jackman. Aunque Lobezno te encantaba, tenías ese resquemor cuando yo hablaba encandilada de «mi Hugh». Mío eras tú. Yo era tu Mística, azul y de carácter mutante, poderosa pero adorable. Una combinación azul y perfecta. Y digo eras mío y digo era tuya porque la magia de nuestro mundo se perdió en algún lugar del arco iris. Quizás en el azul, que era nuestro color. Siempre reservábamos un momento azul entre Júpiter y Venus, como lo llamábamos, para arreglar lo que hubiéramos roto a lo largo de la semana. Para devolver el azul del océano en calma a 80

nuestras ajetreadas vidas. Y arreglada la grieta, azul te veía. Azul me veías. Yo era tu cielo azul; tú, mi puro azul. Todo era sublime y auténtico. Como la música, las películas, nuestros personajes favoritos, las historias de los libros… A veces la grieta se hacía visible y no sabíamos, no podíamos, o, simplemente, no queríamos arreglarla. Y tú te volvías azul acero, frío y cortante en tus palabras. Y yo, eléctrica y azul, me enfurecía y te las devolvía cargadas de tanta tensión acumulada. Una versión horrenda de tu Mística. Y nos olvidábamos de canciones, películas, libros y hasta de nuestro punto azul entre Júpiter y Venus, que se difuminaba y se hacía borroso y diminuto. Los fines de semana nuestra hora azul regresaba plácida, justo cuando el sol de la mañana se colaba entre las rendijas de la persiana que no bajaba del todo. Y nos mirábamos, nos tocábamos, susurrábamos caricias, amor, deseo, recuerdo de nuestros cuerpos, en azul y en naranja del sol que nos calentaba. Imitando a las historias de aquellas películas de amor en azul que veíamos juntos. Y la grieta desaparecía entre sábanas revueltas y ganas perdidas y reencontradas de nuevo. Pero llegó un duro momento azul piedra que se tropezó por nuestro camino, en forma de desajuste laboral y bajada de salarios, en que aquellas mañanas de azul y templado sol no bastaron. Y el azul glacial fue enfriando nuestros cuerpos hasta la temperatura en que to-


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do se cubre de dura y áspera escarcha. Y entre Júpiter y Venus no quedó más que un desangelado cielo azul cerúleo que no presagiaba nada bueno para la noche que se nos echaba encima. Con una piedra azul y fría tras otra en nuestros caminos que se bifurcaban sin remedio, en forma de horarios a destiempo, llamadas sin responder, el sol se enfrió y se volvió de hielo. Y nos hizo olvidar la cadencia de nuestros cuerpos en aquellas mañanas de sábado. Y el ambiente azul ártico se vio cargado de miradas frías, silencios altivos de azul pavo real y resentimientos gritados a los cuatro vientos. Gélidos y grises. Olvidando melodías de luna blanca y clara, historias, romances y sueños azules. Perdida la esperanza. El verde ahogado en el azul, que también se disolvía sin remedio. Y nuestra hora azul se fue esfumando, convirtiéndose en algo borroso, un azul ultramarino rozando a negro. Tan negro que todo, pesado como las piedras contra las que nos tropezábamos, nos terminó hundiendo en el fondo. Y sin los superpoderes de aquellos mutantes azules y poderosos, que tanto admirábamos, fuimos incapaces de rescatarnos.

Esperanza Tirado Jiménez (España) 81


El Callejón de las Once Esquinas

Adelantada a su tiempo Ángel

Saiz Mora

La casa decidió... HERRAMIENTAS EN MANO, había desarmado todo a conciencia. Sentía una tristeza infinita, pero por encima de todo estaba lleno de rabia y bajo los efectos de una gran conmoción que no terminaba de digerir. Sin pararse a pensar qué sería de él a partir de ahora, lo que menos le importaba ya era que la obra de su vida hubiese sido un fracaso, con fatales consecuencias. Nadie iba a tener una vivienda inteligente como la suya, una edificación destinada a mejorar la vida humana. El cuidado prototipo que quiso disfrutar con los suyos, seguro de su eficacia, mató a toda su familia durante la noche,

por culpa de un inexplicable escape de gas. A su regreso de un viaje lloró de impotencia y espanto nada más traspasar la puerta. Nada justificaba que en el hogar perfecto que diseñó, con tecnología para anticiparse a cualquier tipo de cataclismo, hasta los más imprevisibles, hubiese sucedido algo tan grave, un desenlace del que era inevitable que se sintiese responsable. Pronto comprobaría que la casa decidió que sus moradores tuvieran una muerte dulce, preferible a la lenta agonía por una epidemia devastadora que estaba a punto de iniciarse.

Ángel Saiz Mora (España) 82


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Tierras levantinas

Carlos MarĂ­a

Federici

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Sólo sé que caminé hacia el sol... El alba de los tiempos, cuando el irreprimible atracción hacia ese ser desmundo era joven: conocido, tan ajeno a todo lo que co-

Acurrucada entre sus largos brazos, Zwga, con los ojos apretados, abandonándose al deleite del cálido contacto de aquel cuerpo dormido, evocaba instintivamente el momento dichoso en que lo había encontrado. ¿Cuántas lunas hacía de eso?... Su estrecha frente se arrugó por el esfuerzo de concentración; pero enseguida desistió de ello y la cóncava superficie retomó su lisura. No importaba el tiempo, no importaba el espacio, ni de dónde había venido él, ni quién era, en realidad. Recordó cómo, al hallarlo tendido a la entrada de la cueva, ahogó un gruñido de temerosa sorpresa. ¿Quién era ese?... Se había acercado, con medrosa precaución, parpadeando y echando ruidosamente el aire por la ancha nariz aplastada. Nunca había visto a alguien que se le pareciese; no en toda su tribu, al menos. Comenzó a rodear, cautelosa, aquella forma yacente, soltando a su pesar ahogados gañidos de asombro. Era más alto y más blanco de carnes que ella o que cualquiera de sus semejantes; su piel estaba cubierta de un suave vello claro, muy distinto a la pelambre hirsuta de su gente; y su cara… Una sensación extraña la había recorrido, al contemplar absorta el cráneo alargado, la nariz finamente modelada y la boca, entreabierta, de labios finos y sensitivos. Zwga, por supuesto, no entendía de nociones de belleza o de armonía, pero cedió a una 84

nocía y tan envuelto en un misterio que intuía casi imposible de desentrañar. Parecía casi muerto de hambre y de cansancio. Zwga observó las huellas marcadas en el suelo. Venían del poniente, y eran innumerables. ¿Qué distancia habrían recorrido aquellos pies que, ahora lo notaba, estaban cubiertos por una especie de cueros que los resguardaban del contacto directo con la tierra? Sacudió la cabeza: era demasiado para ella. Lo que urgía, ahora, era prestarle auxilio. Tomó la calabaza hueca que le colgaba de la cintura y aplicó su cuello a la boca del hombre, levantándole la cabeza para ayudarlo a que sorbiese el agua. Él reaccionó al sentir el frescor de las primeras gotas. Sus ojos se abrieron lentamente, y Zwga dio un respingo, porque eran del color del cielo, y no del de la tierra, como los de ella y los de su tribu. Por su parte, el hombre se sobresaltó al verla; impulsivamente, se arrastró hacia atrás, apoyándose en los codos. Pero la fatiga pudo más. Volvió a caer, desmadejado. Con la cabeza ladeada la miró fijamente unos instantes; luego suspiró y le hizo señas de que deseaba más agua. Zwga le entregó la calabaza, y él apuró un trago interminable. Por fin le devolvió el recipiente, con un «¡Ahhh!...» satisfecho, e intentó esbozar una sonrisa. Ahora fue ella quien lo miró con desconcierto, pues le era extraña esa expresión facial de gratitud. Soltó un sonido


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interrogante: —¿Uhh?... Ya más repuesto, el hombre se incorporó hasta quedar sentado. Con sonrisa franca: —Gracias —musitó—, gracias… —¿Ahh?... —Veo que no sabes hablar, monita… Pero fuiste muy buena al darme agua. ¡No podía más de sed! ¿Podrías indicarme dónde estoy? ¡Porque no tengo idea de cuánto anduve! Solo sé que caminé hacia el sol…, días y días…, hasta que no pude más. Zwga pugnaba por entender aquella extraña lengua, tan sonora y modulada, que agradó a sus oídos. Venciendo su timidez, estiró una mano para dar unas palmadas en el hombro del extraño en señal de amistad. Él pareció comprender sus intenciones, pues movió la cabeza de arriba abajo varias veces, siempre con la boca curvada, y sus dientes, blancos y parejos, brillando al sol. La luz se hizo en el menguado cerebro de Zwga, y entonces palmoteó sobre el suelo, al tiempo que decía: —Nohd. Nohd. —Ya veo. Así que esta es tu tierra, ¿eh? ¿Es muy grande tu pueblo? ¿Mucha gente? Trató de expresarse por medio de gestos y ademanes, a ver si se hacía entender por aquella criatura que parecía de tan escasas luces, pero la respuesta le llegó antes, en forma por demás inesperada. Una lanza rústica, de madera, pedernal y cuero se clavó en el suelo, rozándole una pierna. Saltó sobre sus pies, alarmado, al verse rodeado por un grupo de seres peludos, semiencorvados y de piernas cortas. Todos esgrimían lanzas, agitándolas en manifiesto son de amenaza.

Alzó ambos brazos, con las manos bien abiertas. —¡Amigo! ¡Amigo!... ¡No quiero pelear! ¡Soy amigo! Aquello solamente los puso más fuera de sí. Cerró los ojos, sintiendo ya el pedernal hiriéndole las carnes, pero tuvo una defensa inesperada. Zwga se puso delante de él, escudándolo con su cuerpo, y apostrofando enojada a los otros. Los pechos descubiertos oscilaban al ritmo de su furia. Parecía ejercer alguna autoridad sobre ellos, porque vacilaron y se miraron entre sí, como indecisos sobre qué partido tomar. —¿Ehú?... ¿Uhé?... —¡Bahú! —gritó Zwga, en tono de mando. Ellos menearon repetidamente las cabezas, ensayaron algún gruñido de protesta, pero acabaron por someterse. Zwga, entonces (¡lo recordaba con tanta satisfacción!), asió a su protegido por un brazo y lo condujo dentro de la cueva, al mismo tiempo que le dirigía suaves sonidos tranquilizadores. No en vano era la hija de Kwgo, el líder. ¡Guay del que la contrariase! Kwgo objetó, al principio, como ella lo había esperado. Pero con arrumacos fue debilitando su resistencia. A regañadientes, el intruso fue aceptado entre los miembros de la tribu, aunque los ojuelos de estos siguieron expresando desconfianza, cuando no hostilidad, durante bastante tiempo… ¿Cuántas lunas habrían transcurrido?... Zwga sabía que los días se habían ido deslizando con mucha mayor celeridad desde que él llegara y se juntara con ella, a solas en su refugio. En un comienzo ella no se había atrevido a insinuársele, ¡porque era tan extraño y singular y tenía unas actitudes tan dis85


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tintas a las que jalonaran la vida de ella y de su gente!... Pero poco a poco captó un efluvio de receptividad de parte de él, venció escrúpulos y, atónita ante su propia osadía, llegó a ofrecérsele, como si se tratase de un tribeño más… No sin cierto pudor instintivo (el «pudor» racional aún no era atributo de aquellas mentalidades) recordó «su primera vez». Con delicadeza, él la había disuadido de su postura inicial, y sus fuertes brazos le hicieron girar el cuerpo hasta que quedaron encarándose. No lo entendió, pero como estaba dispuesta a complacerlo en todo, omitió toda resistencia. Y acabó por disfrutarlo, para su sorpresa. Él también «sabía más» de esos asuntos, igual que de todo lo demás. Paulatinamente había ido introduciendo nuevas prácticas dentro de la tribu. Ahora todos llevaban protección en los pies, y también se cubrían mejor el cuerpo con las pieles, habiéndolos instruido él en la forma de tejerlas, con agujas hechas de ramas de árbol pulidas. No más carne cruda, sino asada a las brasas de ese fuego que, hasta entonces, solo habían usado para calentarse en las noches y para encender teas. También les enseñó a hacer sopas, usando legumbres y los huesos del asado, que antes despreciaran. La desconfianza iba desapareciendo; hasta el propio Kwgo, eterno gruñón recalcitrante, llegó a apreciarlo, cosa que llenó de alegría a Zwga. Ella no había dejado de estudiarlo, y cada día que pasaba su misterio la intrigaba más. Aquellos rasgos finos, su caminar erguido, la lengua suelta y dúctil, que pronunciaba sonidos mejor modulados y mucho más complejos que las guturales exclamaciones del léxico de ellos… Aquel mirar profundo, sombrío, en cuyas azules profundidades se oculta86

ba quién sabe qué secreto, quién sabe qué enigma, que escapaban al exiguo alcance del razonamiento de ella… Menos lo comprendía, y más atada se sentía a él. Algo le decía que si por alguna causa lo perdiera, ella moriría instantáneamente. Una vez, en torpe caricia, dejo resbalar sus dedos chatos por la frente de él, y manifestó su curiosidad ante la hendidura que palpaban sus rugosas yemas. —¿Uhh?... ¿Zug? —No, monita, no —dijo él con gravedad—. No es una herida… —y en un susurro ahogado—: Es mucho peor que eso. —¿Ahh?... —No te preocupes. Ya no tiene importancia. Piensa mejor en el hijo que vas a tener. Y en los que vendrán después de él… —Soltó una risa baja y acre—. ¿Pero para qué te hablo de todo esto? ¿Qué podrías comprender? —¿Gug? ¿Pug? —Sí, ¡hijo! O hija, qué sé yo… Eso ocurre después que uno hace lo que hacemos nosotros casi todas las noches… ¡Ah! ¿No sabías que una cosa deriva de la otra? ¡Mejor así, para que te angusties menos, monita! ...Ahora, apretada junto a él —ese «Kan» o «Can», como creyó entender que se llamaba—, Zwga se sentía dichosa, aunque al mismo tiempo, desde lo más hondo de su ser —donde moraba un cúmulo de misterios que jamás develaría—, un desasosiego que no alcanzaba a interpretar se abría paso por entre las dulzuras de sus sensaciones inmediatas, enfrentándola, bien que no se apercibiese de ello, con la incógnita de algún tiempo futuro, para el cual su restringida razón no estaba preparada. Era de noche en Nohd, y la Historia continuaba…


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Escena de la película La herencia del viento, dirigida por Stanley Kramer y protagonizada por Spencer Tracy.

Milenios más tarde. Tennessee, EE. UU., 1925. El Juicio de Scopes, o «del Mono»: —«Salió, pues, Caín, de delante de En medio del sofocante calor, que obligaba al exasperado fiscal, William Jehová, y habitó en tierra de Nod, al Jennings Bryan, a abanicarse continua- oriente del Edén. »Y conoció Caín a su mujer, la cual mente con una pantalla de lienzo, Clarence Darrow, el abogado del profesor concibió y dio a luz a Enoc…» ¿De dónde de Secundaria John Scopes (reo de «co- salió ella, eh? ¡La señora de Caín! ¿De rrupción moral», por haber intentado dónde cuernos la sacó, si no había nadie imbuir de las sacrílegas teorías darwi- más sobre la Tierra? ¡Contésteme a eso, nianas a «cristianas mentes juveniles»), y luego convendré con usted en que tono trepidó en denigrar a la Biblia (aun- do lo que hay escrito en este libro (que que bien se había servido de sus es un buen libro, pero no es el único liversículos, un año atrás, para defender a bro) es la verdad!... En su asiento de primera fila, el cínilos homosexuales asesinos, Leopold y Loeb) como argumento principal en co periodista H. L. Mencken se volvió hacia su vecino con sarcástica sonrisa: contra de la acusación. —¿De dónde la sacó? ¡Je, je!... ¡No Luego de varios irónicos cuestionamientos, levantó en alto el libro y se di- me extrañaría que ese hijo de mala marigió a su oponente en tono de suprema dre se hubiese acollarado con una Neanderthal! ironía: Carlos María Federici (Uruguay) 87


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Viejas ilusiones

Juancho

Plaza

Han vivido mucho... NADIYA y KSENIA hablan como dos abuelas. Si las escuchas desde detrás de la pared, o cierras los ojos mientras ellas se afanan en sus charlas, no podrás adivinar su verdadera edad. Nadiya y Ksenia han vivido mucho, más quizá de lo que deberían haberlo hecho. Nadiya huele todavía a bosque de cedros, a mercado de especias, a jena fresca. Ksenia tiene la piel de hielo y el azul del mar Báltico en la mirada. Nadiya y Ksenia han recorrido medio mundo, han conocido muchos hombres, han tenido que aprender a decir no. Nadiya quiere ser madre, no tiene prisa, pero sueña para sus hijos una vida diferente a la suya; mejor. Ksenia quiere ser actriz, o cantante, y volver a su tierra convertida en una estrella. Nadiya y Ksenia trabajan

mucho, a veces sin contrato, y ganan poco, pero tienen la cabeza repleta de ilusiones. Nadiya estudia en la escuela de adultos. Para terminar el graduado se quita horas de sueño y de salir por ahí como otras chicas de su edad. Ksenia ahorra todo lo que puede para pagar la academia de canto y de interpretación. Nadiya y Ksenia friegan escaleras o cuidan ancianos para vivir en la habitación que comparten en un piso de las afueras de Madrid, y para mandar a sus familias algo de dinero que alivie sus angustias. Nadiya y Ksenia una vez al mes se acercan a la peluquería de Yong, y allí, mientras les pintan las uñas y les alisan el pelo, fantasean sobre cómo se verán cuando envejezcan y se imaginan una vida nueva al otro lado del espejo.

Juancho Plaza Gómez (España) Blog: lalevitadellagarto.blogspot.com 88


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A119 José Luis

Díaz Marcos

Cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante. Ryszard Kapuscinski «¡POR FIN EN CASA… a 384.000 kilómetros de la Tierra!», se dice Victoria Brown despresurizando su traje ya dentro de la estación minera Armstrong. Hija de Salma Nielsen, primera mujer en seguir los pasos del pionero masculino sobre la Luna, Victoria llega al satélite con la importante y dolorosa misión de sustituir durante los próximos seis meses a su malogrado colega. Según las autoridades, Peter Fossum, único controlador de la Armstrong, ha muerto víctima de una fatalidad: un asteroide, peñasco volante, lo ha pulverizado mientras conducía su róver lunar. «Qué irónico… Moríamos a pedradas en las cuevas y milenios después, conquistado ya el espacio, algunos, pobre Peter, siguen muriendo de la misma forma…». Cruzó los dedos, supersticiosa.

Instalado el equipaje en su cápsula, Victoria empieza a auditar la gestión interrumpida: estudios geológicos, programa de extracciones, cuenta de resultados… Pronto queda sorprendida, casi escandalizada. Y no precisamente por la administración Fossum, tan correcta como puede exigirse, sino por la diversidad y, sobre todo, por el valor de los recursos naturales que la sustenta. «¡Decir que la Luna es una mina de oro supone quedarse a años luz, nunca mejor dicho, de su auténtico valor!». Intenta recapitular, aturdida: «Además de oro, sí, también hay otros metales como el platino, el níquel o el litio, presentes todos ellos en los asteroides que, de vez en cuando… Hay… agua1 y, en consecuencia, combustible2, elementos básicos tam89


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bién para cualquier país dueño de sus propias tolvas lunares y usuario, como nosotros, de las estaciones de servicio suspendidas en la órbita terrestre; depósitos de titanio; minerales de tierras raras3 ; helio-3, precioso carburante para los reactores de fusión nuclear… ¡Y dicen que lo más valioso, vete tú a saber el qué, aún está por descubrir!». Curiosa, recorre las vistas ofrecidas por las cámaras instaladas en los yacimientos. «Todo parece en orden: camiones autónomos y robots cumplen sus respectivas instrucciones al dedillo... ¡No, espera!». En una de las panorámicas sobre el polvo lunar, las finas huellas de un róver, uno de los dos posibles, «¡¿Fossum?!», se alejan hacia… «¡¿…dónde?! En esa dirección no hay más que kilómetros de suelo aún inexplorado hasta la frontera con el área rusa». Accede a la señal del satélite más próximo: desde arriba, las huellas siguen y siguen hasta que, en un momento dado… terminan. «Un róver fantasma: continuó hasta ahí y luego, de pronto… ¡¿Qué?!». Selecciona la cámara interior del garaje lunar: dos plazas de estacionamiento, un solo vehículo. «Suponiendo que esas huellas no sean anteriores a ti, compañero Fossum, ¿adónde ibas? ¿Fue en esa excursión cuando…? ¿Y, suponiendo que hubiese sido así, por qué, de buenas a primeras, tu asteroide homicida y tú parecéis haberos esfumado de la faz de la Luna?». Suspira, aturdida. «No tiene sentido. Ninguno. ¿Entonces…? ¿Error de registro? No. La definición de imagen es perfecta: hay todo lo que aparece y aparece, se supone, todo 90

lo que hay».

«Se supone» .

Deja las pantallas y corre al baño. Allí, activa el grifo y mete la cabeza bajo el chorro durante unos segundos. Se seca, incrédula. Estremecida. «¡Eso es un… un… disparate! Una auténtica… ¡¿Por qué iban a inventar algo así?! ¡¿Para ocultar… qué?!». Cierra los ojos. «Algo pasa… No sé el qué, pero algo pasa… ¡Y soy yo, yo, la que está aquí! Tengo que averiguarlo… Quiera o no, el asunto me concierne». Victoria corre ahora al vestíbulo y se enfunda, «¡Venga, venga…!», uno de los trajes espaciales. Abre compuertas y sube, «¡Peso una tonelada!», en el róver. Comprueba sistemas. «Bien… Parece que por aquí sí está todo en orden… Allá voy… ¡Deséame suerte, Isaac Asimov!». Sube el panel, frontera artificial entre el oxígeno y el vacío, entre la vida y la muerte, y el vehículo progresa, «Con… cuidado…», hasta la roca. Enciende la I–radio con la esperanza de distraer la tensión. Suenan los clásicos REM: «…Si te creíste que llevaron un hombre a la Luna, si te crees que no esconde nada bajo su manga, entonces, nada está bien…» 4.

«¡¿Bromeas?!». Silencia el ritmo. «¡¿Qué psicólogo de feria dice que los paranoicos no tenemos motivos para serlo?!». Anclada al asiento, y a pesar de los amortiguadores, sube y baja, sube y baja, «¡Wow!», sobre el desierto lunar. No tarda en ver, a su izquierda, el trasiego de Mina-1, el primero de los yacimientos. Se suceden Mina-2 y Mina-3. Y luego… …fuera de las rutas habituales de car-


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ga y descarga, sobre el polvo virgen, la deriva del otro róver. «¿De Fossum?». Victoria se detiene. Suspira. «No he llegado hasta la Luna para rendirme ahora. Dicho así, en una peli quedaría genial. En una peli…». Vuelve a suspirar y se desvía. Un par de kilómetros más adelante, el pitido del navegador la sorprende: en la pantalla parpadea el punto en el que se esfumaban las huellas del róver fantasma. Fuera, sin embargo, aquellas continúan. «¡Se acabó la paranoia, chica: esto es real!». En el horizonte, el polvo se sucede bajo el negro cósmico y sus infinitas estrellas. «¡También, ay, soy afortunada: cuánta belleza…! Aquí mismo, al alcance de mis manos…». Las marcas, advierte, se desvían hacia la derecha, rumbo a… «¡¡Por todos…!! ¡N, no… no es posi-

ble…!». …un vacío en cuyo borde terminan. Poco antes, a un lado, el bulto caído y níveo de un traje espacial. «¡¡FOSSUM!! ¡¡PETER FOSSUM!!». Victoria detiene el vehículo y abre la escotilla que la separa del exterior. Avanza, horripilada. En el pecho del uniforme, la identidad supuesta. En la visera, pecera rota, el mohín de la muerte. Encima del astronauta… nada. «¡¿Y… y el meteorito…?!», piensa, aturdida. «Esto no es, ni por asomo, lo que me habían contado. ¡Ni a mí ni al resto del mundo! Pero… ¡¿por qué?!». Sobre la ceniza lunar, al alcance de la mano caída, encuentra la caligrafía trémula de una posible respuesta. De un seguro consejo:

HUYE «¡¡¿¿HUYE??!!». Mira a su alrededor temiendo encontrar… «¡¿QUÉ?! 91


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¡¿QUÉ?!». Providencial, Victoria descubre el retroceso autónomo, frente a ella, del róver que ha conducido. «Quiere matarme. Quieren matarme. También a mí». Aquel acelera. La ausencia de gravedad, «¡Bendita ausencia!», le permite sustraerse al atropello: el vehículo planea hasta… …su par en el fondo de un enorme cráter. Histérica, comprueba su atavío, la reserva de oxígeno… «¡¡Gracias!! Gracias…». Intenta serenarse. «¡¿Qué demonios esconden?! ¡¿Por qué… por qué nos eliminan…?! ¡A nosotros! ¡A dos de los suyos, a dos de los vuestros, maldita sea!». Escudriña el horizonte y divisa, no muy lejos, la indiscutible y enorme figura de… …«¡¡Un… proyectil!!». Hincado, oblicuo, en el suelo. Sin detonar. «En el ojo de la Luna. Como en esa película prehistórica5…», piensa Victoria, desquiciada. Se acerca. Dentro del desbarro, llama su atención, no obstante, el diseño del arma: antiguo, casi primitivo respecto a los presentes. Y una breve inscripción: A-119 Victoria la reconoce. La ha visto antes. En los libros de Historia. En los documentales. «¡P, pero… no puede ser la misma! ¡¡No puede ser!!». Rodea el artefacto y descubre una segunda inscripción, también muy reveladora: USA. 1959. Incrédula, a Victoria le flaquean las 92

piernas y, temiendo un desmayo, se deja caer ahí mismo, sobre la Luna. «Así que es eso…», comprende. «Es eso… Cómo no…». Aunque ya finaliza el siglo XXI, la historia se remonta, bien lo sabe ella, a la segunda mitad, «USA. 1959.», del siglo anterior. A la guerra fría. En 19576, la URSS lanzó el Sputnik 1, primer artefacto humano en orbitar el planeta, hazaña que supuso exceder a los capitalistas americanos en la carrera espacial. «Nuestro orgullo no encajó bien, nada bien, la crisis del Sputnik y el presidente Eisenhower se propuso redimir el golpe soviético de alguna manera…». Así, se sucedieron los planes, «¡Contratando, entre otros, al luego famosísimo Carl Sagan7!», hasta que en 1958 nació el Proyecto A119. El objetivo de esta idea ultrasecreta desarrollada por la Fuerza Aérea de los Estados Unidos era, «¡Increíble, pero cierto!», lanzar una bomba atómica contra la Luna. «¡Madre mía!». Si el artefacto estallaba en el borde del satélite, el hongo nuclear resultante sería iluminado por el Sol y, de esta forma, deslumbraría a todos los soviéticos. A toda la humanidad. Inconveniente de la locura: lograr el efecto deseado requería una explosión tan potente, al menos, como la de Hiroshima. Consecuencias: imprevisibles. Temieron, sin ir más lejos, la radiación y el impacto de los escombros lunares. Resultado: en 1959, el Proyecto A119 fue suprimido en favor de la carrera espacial. «¡¡Mentira!! ¡¡Lo hicieron!! ¡El gobierno Eisenhower finalmente lo hizo! Aunque…».


Número 11

Como era evidente, «¡Uf!», no había funcionado. Cabía esa posibilidad. «Siempre cabe esa posibilidad. Así nos volvió a ocurrir pocos años después en el sur de España: por accidente, y no como ahora en la Luna, los yanquis colisionamos contra nosotros mismos soltando entonces cuatro bombas termonucleares. ¡¡Cuatro termonucleares!! ¡¡Y ninguna estalló!! »¿Y si tú estallas, A119, cosa bastante posible debido al deterioro e inestabilidad de tus materiales y a la lotería cierta de los auténticos meteoritos? ¿Qué ocurrirá respecto a las misiones terrestres, incluida la nuestra, aquí instaladas? Lo previsible. Lo lógico. ¿Y merece la pena correr ese riesgo? Para ellos, sí. ¿Asumir la pérdida de cientos, «solo» cientos, de vidas humanas frente al cash de billones de dólares en recursos? Ofcourse! ¡¿Cuál es el problema?!». Victoria cierra los ojos, engañada, rabiosa, estremecida… «¡Ánimo, valiente: una vez más, aunque sea la última, es tiempo de resistir!»,

decide al poco, ya en pie. «Y eso que desandar camino hasta la base es…: la reserva de oxígeno no me dará para tanto. Y, aunque me diese, tampoco me serviría de mucho: a ellos les basta con bloquearme el acceso desde la Tierra. “Gracias por los servicios prestados y amén”. Aún así…». Echa un último vistazo a lo que un día se llamó Fossum. «¡Hasta ahora! No te preocupes: repetiré tu advertencia sobre el polvo antes de reunirme contigo. Quizá el próximo, o la próxima, sí pueda lograrlo. ¡Preséntame a Asimov!». Y emprende el regreso a ninguna parte absorta en las estrellas: «¡También, ay, soy afortunada: cuánta belleza…! Aquí mismo, al alcance de mis manos…». Y aunque ello suponga acelerar el consumo de oxígeno, Victoria también empieza a tararear:

«…Si te creíste que llevaron un hombre a la Luna, si te crees que no esconde nada bajo su manga, entonces, nada está bien…».

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El Callejón de las Once Esquinas

NOTAS DEL AUTOR 1 Se

estima que las regiones polares de la Luna albergan el hielo de los cometas allí caídos en los últimos 4.000 millones de años. 2El agua puede descomponerse en oxígeno e hidrógeno. 3 En la actualidad, China mantiene el práctico monopolio de los minerales raros terrestres siendo estos muy escasos y vitales para dispositivos como teléfonos móviles u ordenadores. 4 Man on the moon . Álbum: Automatic for the people, 1992. 5 Voyage dans la Lune. Georges Méliès. 1902. 6 4 de octubre de 1957. 7Carl Edward Sagan. (Estados Unidos. 1934-1996). Astrónomo, astrofísico, cosmólogo, escritor y divulgador científico. 8 Incidente de Palomares. 17 de enero de 1966. Dos de las bombas sufrieron la detonación de su explosivo convencional permaneciendo intacto el explosivo atómico. Palomares es el Broken Arrow (accidente de armamento nuclear sin riesgo de conflicto bélico) más grave de la historia.

José Luis Díaz Marcos (España) Blog: la-estanteria-2.webnode.es 94


Número 11

El baile

Carmen

Hinojal

Será mañana... FERNANDA todavía no duerme. Sueña despierta, como tantas otras veces. Sobre la mesilla reposa su vaso, con la dentadura, las pastillas para la tensión y la marca del cuerpo dormido encima de su cama. «Será mañana —se dice—. Mañana por la tarde, en el Centro de la Tercera Edad». La noche es cálida. Sonoro verano de grillos que se aman bajo el manto de la noche. El reloj de la torre de la plaza está iluminado. La cadencia de las campanadas es un vibrar que apenas dura lo que el viento al cruzar la calle y se pierde entre los vericuetos de los jardines y las alamedas. Mira a través del visillo de la ventana. Los pájaros duermen; ella debería estar dormida. Pero no puede. Le duele hasta el alma. Se ve frente al espejo como algo

nebuloso, traslúcido. Como si ya fuera un fantasma. Pero ¿acaso no es ya la sombra de lo que un día fue? Sobre la cama, el bulto sin forma permanece. Como cada noche ha venido a dormir con ella. Nunca se fue del todo. Como su perfume a lavanda y tabaco, que todavía conservan las camisas que guarda en el armario. «Será mañana» —repite, acunada por su propio deseo de felicidad. Manuel se cepilla los zapatos. Se ha liado un cigarrillo, la petaca está medio vacía. Tendría que ser más fuerte y dejar de una vez por todas de fumar. Su corazón es un ir y venir, que salpica su cara de rubor. Es mucho más viejo de lo que aparenta su pelo teñido. Pero sus articulaciones emiten el mismo quejido matutino, como si fueran un viejo bar95


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co amarrado al puerto que todavía quiere navegar. Manuel se prepara el café. Mientras tanto, se plancha el pantalón y alisa las arrugas de la camisa. ¡Si todo fuera tan fácil y pudiera borrar con el olvido el sufrimiento! «Será mañana» —se recuerda—. Para no olvidar, hace una marca sobre el calendario: un montón de círculos cruzados, como emblemas de vida. De los días pasados, de un constante luchar por sobrevivir. Se mira las manos. La huella del tiempo de sus nudillos no ha pasado página. Todavía se acuerda de Toro. El ring y la Plaza de la Cebada. La tasca de Eulalio, los jamones colgados chorreando grasa. Es viejo para revivirlo. Pero se acuerda todavía de los golpes. De su cara hinchada, del dolor. Da de comer a su gata. Ninoska le mira con ojos de sueño. «Los gatos duermen demasiado» —piensa—. Se tumba sobre el sofá con gesto de derrota. El timbre del teléfono le descuelga de su duermevela. Se quedó traspuesto poco antes del amanecer. Mira el reloj de 96

la pared. Son las doce de la mañana. Ha dormido un largo sueño, pero siempre alerta, como la gata. Descuelga con lentitud el viejo cacharro: —Diga… El murmullo le llega apagado, perdido entre pitidos y voces extrañas. Cuelga sin saber quién le llama. Posiblemente se habrán vuelto a equivocar. Nadie le ha llamado en cuarenta años. Ninguno de los que decían ser sus amigos. Cuando estuvo en la cresta de la ola… la ola se lo llevó todo. Menos su dignidad. Otra vez los recuerdos le dejan noqueado. Sin ganas de salir a la calle. Su vecina, Fernanda, le ha vuelto a llamar. Las ventanas de la cocina dan frente a frente. Les separa menos de un metro. Hay una caída considerable hasta el patio de vecinos. Muchas veces ha pensado que pasaría si se dejara llevar. —Manuel… ¿está usted presentable? Fernanda siempre le pregunta lo mismo. Vive anclada en las buenas formas de una estricta educación. —Por supuesto que sí, Fernanda.


Número 11

¿Quiere usted que le arregle algo? ¿Algún enchufe o bombilla que cambiar? Cuando dejó lo del boxeo se hizo electricista. Todos los vecinos agradecen, de vez en cuando, su desinteresada participación. —El enchufe de la cocina huele a quemado. —Enseguida voy. Manuel llama al timbre de la puerta. Ella está en bata, con el pelo recogido en una coleta, y con los labios sin pintar. Pasa a la pequeña cocina y desarma el enchufe. En un periquete lo tiene todo resuelto. —¿Irá usted al baile? —le pregunta, mirándolo con esos ojos azules tan bonitos que parecen reír en su cara. —Sí. Responde lacónico. Pero no sé bailar. Ella se permite darle una palmadita en el brazo. Y le sonríe. Agradece su ayuda y no cierra la puerta hasta que no le ve entrar. Ha hecho la cama y mullido los cojines, y sacará al perro, que no para de gimotear. El animal se roza contra sus piernas. Coge con la boca su propia correa y se la deja a los pies. La calle vibra como un diapasón. Las obras del metro rezuman el polvo de sus entrañas por las rejillas. Nico corretea hasta su alcorque conocido. Un chorro espumoso de orina y un suspiro perruno son el pistoletazo para salir a corretear. Fernanda se sienta en el bar a tomar su segundo café. Ve pasar a la gente, con prisa, sin reparar en ella. El camarero la conoce de todos los días. Es amiga de su abuela. —Amalia está a punto de llegar—le dice, y ve cómo su rostro se anima con una sonrisa.

Amalia aparece, con sus dos muletas y sus ganas de sentarse. —Chica —le dice—, cada día me cuesta más arrastrar este cuerpo, que tiene vida propia y hace lo que le viene en gana. Se ríen las dos. El nieto les pone unos churritos de propina. —¿Irás al baile? —le pregunta. —Aunque sólo sea para estar entre la gente. Claro que iré. No me pierdo una. Ya me conoces. Charlan del tiempo, de pastillas y médicos; de la infancia perdida entre las camas de un hospital. —¿Te acuerdas de Manolo? —¿El Niño de Chamberí? ¿Cómo no voy a acordarme del mejor boxeador del barrio? —Ahora es mi vecino de enfrente. Se hizo electricista. Ya ves. No le cuenta que le espía cuando no la ve. Apenas come, parece un pajarillo flaco, sin carne ni sangre en las venas: a ese le hacen falta muchos buenos cocidos de garbanzos. Se despiden, prometiendo verse la noche del baile. Manuel ha tachado un nuevo círculo en el calendario. Busca en el armario algo para ponerse. Una chaqueta y una corbata azul: lo mismo que llevó cuando le dieron el premio como campeón mundial. Se cepilla el pelo enmarañado; enjuaga la dentadura postiza y se acicala bien. Aunque el espejo le devuelva la sombra de sí mismo, quiere estar presentable esta tarde. Ser por un momento el que un día fue. Un instante de gloria, para saborearlo. Fernanda y Amalia ya están esperando sentadas. Hay mucha animación en el Centro de la Tercera Edad. Encarna, la animadora social, va pasando entre 97


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ellos, como si fuera el general pasando revista a sus tropas. Es la que les ha metido en la cabeza que todavía pueden disfrutar. Fernanda no sabe si arrepentirse de haber venido. Pero Amalia, toda alegría, no para de contarle chascarrillos y la hace reír. La música está alta. Pero a muchos, sin los aparatos para la sordera, les parece lejana. Como perdida en un sueño distante. Entonces ve a Manuel. Y Manuel mira a Fernanda. Son dos náufragos en islas separadas, lanzando su botella, con el mensaje que les libre de su soledad. «Qué guapa está, parece otra». «Con ese traje, está hecho un señor». «Quien tuvo, retuvo» —piensan los dos a la vez. Y se sonríen. Suena una canción preciosa. Fernanda tiene recuerdos de su marido. La pena y la alegría se rozan en su interior. Tiene que seguir viviendo. Bailar y soñar, aunque solamente sea esta tarde. —¿La señora me permite este baile? Fernanda dice que sí. Como si sellara un pacto con Manuel para toda la vida. La enlaza, seguro. —¿No decía usted que no sabía bailar? —Y no sé. Pero el boxeo es como un baile. Yo sigo sus pasos. Nunca lo olvido. Es como montar en bicicleta, ¿no cree? Ambos bailan una pieza tras otra. No se sienten cansados, ni les crujen las piernas, ni la espalda es un martirio para ninguno de los dos. Giran y giran. Se embisten con un nuevo pasodoble, retándose con alegría. Amalia les saluda al pasar. La tarde es eterna. Y todo parece flotar como en un sueño ebrio. Cuando termina la fiesta, Encarna 98

los despide a todos con palabras amables. Guiña un ojo a Fernanda y Manuel se pone colorado. Caminan juntos hacia su casa. —Hasta mañana, Manuel. —Que pase muy buena noche, Fernanda. Al amanecer, el bulto del fantasma de su marido ya no aparece sobre la cama. Fernanda no sabe qué pensar.

Carmen Hinojal Amores (España)


Número 11

Un otoño

José María

Araus

Volvió a oírse otra vez el silbido...

AQUEL VERANO, como los anteriores, lo habíamos pasado en Borau, un pueblo de los Pirineos. En casa de mis abuelos maternos. En él, había pocos chicos. La mayoría de las familias habían emigrado a Barcelona y en verano mandaban a los niños con los abuelos. Allí mis mejores amigos eran Jorge Lasala y sus hermanas. Pilar, la mayor, tenía once años como yo; y Jorge y Nuria, los gemelos, eran un año más pequeños. Nos pasábamos la tarde en el riachuelo. Nuria tenía una habilidad especial para coger truchas a mano. Metía las manos en el cauce hasta que encontraba alguna escondida entre las hierbas. Luego, muy despacio, le acariciaba la tripa, entonces subía la mano de repente y tiraba al bicho fuera del agua. Eran unas truchas pequeñas, de arroyo de

montaña. Otras veces entrábamos en el bosque hasta la caseta de Indalecio, el carbonero, a pesar de que lo teníamos prohibido. Los abuelos nos asustaban hablándonos de hombres que vivían en el monte y, a veces, bajaban hasta cerca del pueblo a robar alimentos y alguna ropa colgada en los tendederos. Una tarde, estábamos dentro de la choza jugando y entró un hombre desconocido. Llevaba barba y mucha ropa de abrigo a pesar de que era verano. Se nos quedó mirando y nosotros retrocedimos hasta un rincón de la caseta. —No tengáis miedo chicos. Sólo tengo hambre. ¿Me dais uno de vuestros bocadillos? No os voy a hacer daño. Por la voz me pareció que era muy joven. Pero por sus formas de moverse daba miedo. Jorge y las hermanas es99


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condieron sus bocadillos detrás de ellos. A mí me dio pena y le di el mío. En un momento lo devoró y de pronto se oyó un silbido fuerte. —Tengo que irme, pero por favor no digáis nada de esto a nadie. ¡Prometédmelo! —Y sacó un cuchillo enorme que llevaba en la cintura. Los cuatro asentimos con la cabeza. Luego se oyó otro silbido y el hombre salió corriendo y se metió en el bosque. Bajamos al pueblo aterrorizados, pero nos prometimos no decir nada a nadie por el temor que nos causó aquel enorme cuchillo. A pesar del miedo, a mí me atraía aquel hombre y la tarde siguiente subí yo sólo a la corraliza de Indalecio. Llevaba dos bocadillos. Cuando llegué me senté en la entrada y al rato oí una voz a mi espalda. —Entra en la chabola. —Un momento después entró él, le dí el bocadillo sin que me lo pidiera—. ¿Habéis dicho algo a alguien? Yo negué con la cabeza con fuerza, mirándole fascinado sin casi poder cerrar los ojos. —Gracias —dijo. Luego se oyó otra vez un silbido como la tarde anterior y cuando iba a salir me preguntó que si otro día que subiera le podía traer un salchichón y una hogaza de pan. Se metió la mano en el bolsillo y me dio cinco pesetas. Volvió a oírse otra vez el silbido y salió corriendo. Íbamos al riachuelo por las mañanas, pero Jorge y sus hermanas no volvieron a entrar en el bosque. Yo volví varios días más y le llevaba lo que me pedía. Un día, de entre sus ropas, sacó una flauta de caña, y me la dio. —Toma la he hecho para ti. Alguno de mis amigos debió de con100

tar algo y mis abuelos me prohibieron salir de casa. Unos días después vino mi padre y volvimos a Jaca. Mientras salíamos del pueblo mi vista se iba hacia el monte. Yo me preguntaba qué sería de aquel muchacho y del hombre que silbaba. De pronto llegó el otoño. Un otoño con lluvias y viento. Sólo llevábamos una semana de clase y ese día nos dimos cuenta de que el verano se había terminado. Las rachas de aire movían las contraventanas golpeándolas contra la pared. Las gotas de agua caían con fuerza haciendo carreras cristal abajo. En el patio de la escuela las hojas secas de los plataneros yacían amontonadas en los rincones o se quedaban pegadas por el agua al suelo de cemento. Don Andrés, el maestro, explicaba las lecciones paseando entre las tres filas de pupitres, mientras los alumnos nos revolvíamos en nuestros asientos siguiendo su caminar con la vista como si fuéramos girasoles. Él era el maestro nuevo de sexto curso. En el aula, se cubría con un sobretodo de tela gris manchado de tiza. Vivía en un piso de alquiler de la calle Infantes. «El río Iregua, afluente por la derecha del Ebro, nace en Sierra Cebollera, del Sistema Ibérico...». De pronto se calló y miró hacia la ventana. En uno de los cristales, el viento había pegado una hoja de platanero y el agua no conseguía arrastrarla. La puerta del aula se abrió en ese momento y entraron el director y un hombre alto. Todos nos pusimos de pie al entrar ellos. De la gabardina marrón que vestía el hombre escurrían algunas gotas de agua. Llevaba un sombrero negro que no se quitó. Mientras estuvo allí, todo el rato mantuvo las manos dentro de los bolsillos de la empa-


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pada trinchera. Don Andrés se volvió y los tres se quedaron mirándose quietos sin que nadie dijera nada. Luego los tres salieron. —Gutiérrez —dijo el maestro a un alumno—, cuide de que nadie arme alboroto. Enseguida vuelvo. Don Andrés no volvió más. Al llegar a casa supimos que, allá en el monte, la Guardia Civil había matado a tres maquis y que había apresado a otros varios. Pensé en el muchacho que me regaló la flauta y en el hombre de los silbidos. Me dieron ganas de llorar. Ese día mi padre no fue al café como solía hacer los días en que el mal tiempo no dejaba trabajar la tierra. La semana siguiente la Guardia Civil se llevó a varios hombres del pueblo. Aquel otoño estuvo lloviendo hasta la Navidad.

José María Araus (España) Blog: kellroy.wordpress.com

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Grabaciones familiares Armando

Cervantes

Sólo necesitaba escuchar algunos audios mientras dormía... ESTABA CONVENCIDA, aquello era imperativo: necesitaba aprender un nuevo idioma. Las cuentas por pagar se acumulaban, mientras su salario se volvía más y más raquítico. Una vieja amiga le había propuesto cambiar de aires pues donde trabajaba necesitaban gente y el sueldo era casi el doble de lo que ganaba. Sólo había un requisito indispensable: tenía que dominar otro idioma. «No es necesario que seas bilingüe, con un nivel de comprensión medio es más que suficiente —recordó lo que dijo 102

su amiga—. Las prestaciones son buenas, casi a diario se sale temprano y la oficina está en una zona céntrica». Con el augurio de la tierra prometida, Ana decidió que aprendería ese idioma pero tenía dos problemas: conseguir el dinero para pagarse un curso y tener el tiempo para poder tomarlo. Su trabajo era un constante agobio, la carga de trabajo nunca terminaba y todo era para ayer, apenas le quedaban unas cuantas noches libres para hacer alguna cosa, pero casi siempre las pasaba en la oficina. Buscando en Internet descubrió un


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curso que garantizaba el aprendizaje en poco tiempo mediante programación neurolingüística, con lo que sólo necesitaba escuchar algunos audios mientras dormía —lo cual estimularía su receptividad— y al día siguiente realizar un breve y obligado repaso para ser capaz de aprender mucho más en menos tiempo. Ana no era muy hábil con los temas de informática por lo que le pidió ayuda a su primo Joel para descargar el curso de alguno de eso sitios raros donde se encuentra de casi todo. Un par de semanas después Ana tenía en su memoria usb los siete archivos del curso —uno para cada día de la semana— y aunque las grabaciones no tenían ninguna secuencia, las instrucciones eran claras: debía oír el audio de principio a fin si quería obtener buenos resultados. Ana escuchó los audios, eran una mezcla de sonidos ambientales junto con algunos susurros donde apenas se alcanzaban a escuchar frases entrecortadas en un idioma diferente, no tenía idea de cómo aquello la ayudaría a aprender, pero estaba convencida de que debía intentarlo. El curso realmente funcionaba, tres meses después Ana solicitó una vacante en donde trabajaba su amiga; su nivel había mejorado bastante, así que le otorgaron el empleo y una serie de buenos acontecimientos llegaron a su vida, pagó las deudas que tenía e incluso pudo conseguir un mejor lugar para vivir. A pesar de haber completado el curso, Ana solía escuchar los audios una vez por mes, como una especie de refuerzo que no le quitaba nada y le ayudaba a no perder la práctica. Una mañana Ana despertó antes de lo habitual, era una de esas semanas en las que solía «repasar» sus audios mien-

tras dormía; sin embargo, ese día se dio cuenta de algo extraño: la voz en aquella grabación era su propia voz y aún más raro era que pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que no lograba reconocer. Este hecho le sorprendió bastante y provocó que revisará los archivos que tenía en su memoria. Su sorpresa se multiplicó cuando notó que aquellos archivos habían sido grabados por ella hacía nueve meses, por lo que todo ese tiempo había estado escuchando las grabaciones de su propia voz. Parecía irreal que no lo hubiera notado y, aunque su atención estaba centrada en aquella vieja lengua, no recordaba haberla escuchado nunca y mucho menos haber sido capaz de grabarla para aquellos cursos. Navegó un poco en la red, buscó información de aquel sitio del que había extraído los audios, usó algunas palabras clave y encontró un curso parecido al que había descargado con un singular anuncio: Tras completarlo, y una vez obtenido el dominio del idioma, se recomienda el aprendizaje por medios distintos. Por seguridad recomendamos no continuar escuchando los audios. Estos fueron grabados con un viejo principio de ondas gamma que sirven para estimular zonas cerebrales enfocadas en el aprendizaje. Se han reportado casos de personas que continuaron oyendo las grabaciones y terminaron aprendiendo lenguajes desconocidos. La única explicación plausible es que la sobreestimulación de dichas zonas terminara desarrollando un conocimiento diferente. La teoría más aceptada sostiene que existe un conocimiento que viaja de generación en generación y detrás de él hay lenguajes, costumbres, religiones que nues103


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tros antepasados profesaron o aprendieron y que viven en nosotros, esperando sólo un estímulo que los despierte. La documentación de los casos reportados indica que un 80% terminaron en locura y episodios psicóticos.

En aquel instante supo que aquella información había llegado demasiado tarde.

Armando Cervantes (México) Blog: traeum-suess.blogspot.mx

iLUSTRACIONES: HUMBERTO NIETO L.

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Número 11

El Agente de la Condicional

pepe illarguia

Lo que vio le dejó completamente helado... NO ERA LO HABITUAL. A Sanches la llamada por el busca del inspector de la Comisaría Centro de Sinn City le pilló por sorpresa. —Tienes que presentarte en casa de los Rotter —le dijo—. A las 4 PM. Ya sabes, en la vieja mansión de la colina. —Bip-bip —contestó con dos pitidos para dar su conformidad.

Después de una rápida comida en un McGregor, Sanches hizo algo que tampoco era habitual, llegó con media hora de antelación a la cita. La casa donde vivía la familia Rotter era una antigualla de la época colonial que amenazaba una ruina inminente. El viento comenzó a barrer la calle con sus corremundos espinosos. Un rayo le deslumbró, y el 105


El Callejón de las Once Esquinas

enorme trueno dejó sin luz a media ciudad. El Agente de la Condicional aparcó en una calle lateral, sacó unos prismáticos, la casa señorial tenía un porche de madera carcomida que apenas soportaba una amplia balconada también de madera. Guardó los prismáticos en la guantera de su Buick negro descapotable. Esa zona de la ciudad era tan agreste que llevar una berlina era un reclamo para los cacos. Sanches utilizaba la psicología inversa muy a menudo, y eso era una de las claves de su éxito. Y así, bajó del vehículo, miró en todas direcciones y en dos pasos se presentó en la entrada principal. Sin electricidad, el pulsador no le devolvió ningún eco, golpear con el puño la puerta maciza y astillada era una temeridad inútil. Rodeó la vivienda; por detrás tenía un amplio jardín muy descuidado. Un perro comenzó a ladrar desesperado: «warwar-war», en una casa cercana. Saltó la verja de pequeña altura y se introdujo en la mansión. La puerta de atrás daba a un patio interior; subió a una galería y entró por una ventana entornada en una habitación. Abrió la puerta que daba a otra galería sobre el salón. Un gato negro pestañeó con su único ojo, se le enroscó en los pantalones maullando lastimoso: «mao-mao». Los tablones de madera crujían así que pisó con mucho cuidado para no despertar a los dueños. Se asomó a la baranda y lo que vio le dejó completamente helado: el cuerpo de una niña de unos doce años estaba tirado en medio del salón en un gran charco de sangre. «Para eso me has citado aquí —pensó—, maldita sea». Miró su reloj, marcaba las 3’45. Empezaba a bajar la escalera, cuando de repente dos chiquillos, sin duda los más pequeños 106

de la casa, pasaron corriendo y chillando por el salón, hacia un pasillo a la derecha de la niña muerta. Detrás de ellos, también voceando, la madre, la señora Rotter, blandiendo una especie de mazo. Sanches bajó los escalones apresuradamente, sin mirar a la niña, se metió por el pasillo que le llevó a una puerta tras la que oyó unos golpes como si rompieran unas sillas contra la pared. Empezó a aporrear la puerta llamando: —Abra de una vez, señora Rotter, abra en nombre de la... Cuando sintió en su hombro una mano casi le da un ataque cardíaco. Se volvió poco a poco y tuvo que mirar hacia abajo para reconocer el rostro de un diminuto señor Rotter. Tenía un tic en su ojo, casi como el gato tuerto, se dirigió a la puerta, giró la manecilla y la puerta se abrió con un quejido lúgubre y tenebroso: —¡Ñiaaaacc! Tras la puerta apareció una desmañada ama de casa y agarrados a sus faldones dos criaturillas de unos ocho añitos. —Son mellizos —soltó la señora—. Se llaman Alice y Trud. —Ya, ya, pe-pero ¿y la niña del salón? —tartamudeó Sanches. En ese momento hizo su aparición el espectro de la niña mayor de los Rotter.


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Yo soy Sara, y —dijo señalando la mancha roja de su vestido— solo es un poco de zumo de tomate. —Entonces, ¿qué tontería ha sido todo esto? —Solo era un ensayo —sonrió tristemente el señor Rotter. —¿Un ensayo de qué?, ¿de la película del Resplandor —intentó media mueca Sanches—, o más bien A sangre fría, de Truman Capote? La niña pequeña fue la primera en asestar una dulce puñalada, a la que siguieron otras pequeñas manitas clavando sus dagas. La mirada de Sanches se

fue nublando con un sopor anaranjado. Cuando cayó sobre el destartalado piso oyó las cuatro campanadas de una iglesia cercana y la voz del señor Rotter, perentoria: —¿Por qué no se muere de una vez, señor? ¡Estamos esperando de un momento a otro al Agente de la Condicional! «War-war-war, war-war-war». Allá, en la lejana colina de Sinn City, en un callejón con esquinas afiladas, un largo aullido tenebroso, presentía el fin de una vida, el comienzo de la eternidad.

Pepe Illarguia (España)

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El Callejón de las Once Esquinas

Se van los Dioses

Esparvero

Es un lugar extraño... LOS DIOSES se han marchado. Tal como pronostiqué. Se han llevado con ellos su templo sagrado. También lo avisé. Nuestro pueblo se ha quedado sin su importante ayuda para localizar la caza y saber cuándo habrá lluvia o cuándo crecerá el Gran Río. Y tal como supuso mi amigo, mi enemigo mortal ha intentado matarme en medio de la gran asamblea del poblado. Voy a comenzar por el principio. Soy U_Nak, un cazador del pueblo del Río. Bueno, lo era. En mi prueba de iniciación como adulto salí a cazar algún fiero animal para demostrar que ya era un hombre, como hacemos todos los varones de mi pueblo. 108

Lo conseguí, maté un puma tan grande que casi no pude arrastrarlo al poblado. Pero él me desgarró una pierna y ya no he podido andar bien y menos, correr. Soy cazador de nombre nada más. Un año antes, mi primo U_Moru, doble de fuerte que yo y no muy listo salvo para atormentarme, había cazado otro buen ejemplar. Pero el mío era mucho más grande y creo que eso disparó su enemistad hasta el odio. No importaba que yo me hubiera quedado impedido para la caza y él no, los odios y los amores son así. Me dediqué a tallar cuchillos y hachas de obsidiana, que cortan mejor que las de otros talladores y han salvado a muchos (incluso a mí) de las garras y fauces de nuestras presas. Así, y ayudan-


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do en lo que puedo, me gano mi derecho a la comida. A menos de un día de nuestra aldea está el templo de los Dioses. Se halla enterrado y se entra por una extraña puerta. Dentro está oscuro, y huele a cueva pero si esperas a que se acostumbre la vista, los puedes ver. Son dos, están derechos, aunque dormidos, y despiden una luz azulada. Una especie de hielo los protege, pero si te acercas demasiado, te dan náuseas y te pones enfermo. Los Dioses vigilan aun dormidos. Ni los animales pasan y algunas huellas demuestran que han intentado penetrar en la cueva. Es rara y lisa y ni con mi mejor cuchillo logro arañar el suelo ni las paredes. Es un lugar extraño. Todos hemos intentado penetrar un poco más. Yo logré avanzar un paso más que U_Moru y recibí una buena paliza. He de ser menos que él siempre. Desde mi mayoría de edad ya no ha intentado pegarme. Él es más fuerte pero con un cuchillo en la mano soy más rápido, o al menos él lo cree. Todos han probado por curiosidad a entrar alguna vez, pero como se pasa mal si se insiste y hay poco que ver, la gente pronto olvida el lugar. A mí me extrañaba y volví solo muchas veces. A cada intento lograba entrar más adentro, sobre todo si no lo forzaba. Un día me di cuenta de que estaba ya a un paso de los Dioses. Parecen personas dormidas y el hielo que los protege no es frío y tampoco se raya con mi cuchillo. Fui explorando todo con cuidado, pues hay poca luz, pero, de golpe, se hizo de día y una voz rara aunque amable me dijo: «Hola, U_Nak, pasa sin miedo, total ya estás dentro...». Me asusté un poco pues no se veía a nadie. Los Dioses seguían sin moverse.

La voz me recordó que desde que entré la primera vez yo siempre avanzaba un poco más que los demás. Y yo seguía sin ver a nadie en el templo. Me contó que no era un dios, y los que creíamos dioses eran dos guerreros muy malheridos que allí, fríos, esperaban sin morir hasta que un sanador los pudiese curar. Él era el espíritu del templo, que no es tal templo, sino una nave como las barcas que van por el río, pero que iba por el aire. Y no tenía cuerpo que ver, su espíritu estaba en toda la nave. Me enseñó una ventana mágica por la que se veía el exterior, mi cara, la aldea como la vería un halcón y el río, lejos y lejos, hasta las montañas. Era una ventana de mentira pero se veía mejor que por una de verdad. Ahora sé que es una pantalla, pero entonces me pareció la magia máxima. Me dijo que las náuseas provenían de unos aparatos que llevaban los guerreros dentro del pecho, y que les protegían de animales o lo que fuera que se acercase con malas intenciones o poco cerebro. A la vez, creaban al ser que se acercaba un desagrado que le hacía desistir. Era para poder transitar por lugares como este, con animales salvajes peligrosos o nativos poco amigables. Charlamos y me contó que tenía un problema muy tonto pero imposible de resolver para él, y que yo podría ayudarle si quería. Él no era una persona y no podía desobedecer una orden dada por su jefe. El jefe le había ordenado que la nave esperase hasta que él se lo indicase y salió para buscar a otro guerrero herido, que era su hijo. Siempre había tenido a sus ayudantes cerca y a su guardia personal. Preocupado como estaba, no se fijó en que esa or109


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den era arriesgada. Tenía que volver consciente para revocarla o se quedaría atrapado. Regresaron los dos casi muertos y el espíritu los tuvo que curar como pudo y meter en la cámara fría para que viviesen hasta que volvieran a otra nave muy grande que les espera en el cielo, muy alto, justo encima. Allí ahora no hay nadie, pero tiene un sitio muy bueno para curar lo que sea. Y no puede echarse a volar sin anular su propia orden ni aun que sea para salvarlo. En un caso de apuro como es este, cualquier humano de la nave podría dar la orden, pero aquí no hay ninguno y el espíritu no cuenta como persona. Venían de una gran batalla con muchos heridos y había que volver a casa. El almirante, el jefe de jefes, quiso bajar en persona a por su hijo y mandó a todos a casa. No parecía haber peligro, era bajar y subir y sabía dónde estaba el herido. Y ninguno llevaba el aparato que repele a los animales. Ahora ya se los han puesto. Casi no lo cuentan y eso que iban bien armados. Lo trajo a rastras su hijo también malherido. Los pumas de esta zona son muy rápidos y fieros. Y ahora el único que puede revocar su propia orden no puede hablar hasta que lo curen en su nave a la que si no parten nunca llegarán. No hay prisa, aguantarán sin morirse muchos años pero todo estaba estancado. Su idea era, si yo le daba permiso, el instruirme un poco como guerrero de la nave, contratarme como tal y así él podría obedecer mi orden de partir si yo la daba. Me prometió que lo que aprendería sería muy valioso y que mientras tanto me dejaría buscar animales para cazar usando el gran ojo de la 110

nave del cielo. Con ello yo sabría cuando vienen tormentas, riadas o agua sucia con dos días de antelación. Eso nos permitiría pescar antes de que fuera tarde y localizar y rodear piezas de caza. Si lo sabía mostrar como favor de los Dioses, mi puesto en la aldea se vería reforzado. Yo acepté encantado y mi servicio a la aldea fue grande. Aprendí a leer y escribir (cosa que prometí no revelar ni usar en la aldea), a usar la pantalla con el gran ojo (ahora sé que es un telescopio). Puede ver hasta las hojas de la selva y percibe el calor de los animales, que se nota aunque estén bajo los árboles. La caza y la comida volvieron a aumentar y todos estaban contentos. Todos salvo uno. U_Moru se había hecho con el mando de la tribu. Siempre se ha conseguido desafiando al jefe y venciéndole en una solemne pelea ante todo el poblado. Él prefirió abrirle la cabeza de un hachazo. A uno de la aldea que le afeó su conducta también lo despachó de la misma forma. Los ancianos y jefes de clan de la tribu estaban asustados y le dejaban hacer sin mover un dedo. En una sesión de la asamblea me exigió que le diese el poder de entrar en la cueva de los Dioses. Quería reservarse para él la valiosa información que me daban.


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Le dije que si los enfadaba se marcharían llevándose su templo y me dio con su cuchillo un gran tajo en el pecho hasta tocar las costillas. Eso era para animarme a que los convenciera. El próximo corte iría al cuello. Yo dije a la asamblea que eran unos cobardes por permitirle hacer lo que quería y que lo que pasase sería culpa de todos. Sangrando, volví al templo y una máquina me cosió la herida como si fuera una sandalia. El espírutu me contó que aprovechando la cura me había puesto también un aparato para avisar del peligro y crear malestar a los posibles atacantes. Me hizo jurar con una mano sobre un libro sagrado mi lealtad a su ejército. Con ello ya soy un guerrero. Le ordené que subiéramos a la nave grande a curar a los heridos. Me hizo poner un molesto traje que olía raro, pero dentro llevaba aire para respirar ya que la puerta por la que entrábamos estaba rota desde la batalla y muy arriba no hay aire. Me hizo sentar en un sitio que me sujetó como un abrazo de oso y salimos arrancando la tierra y los árboles que había encima. Pronto el cielo se hizo negro y vi que de verdad el mundo es redondo y no se apoya en nada. No me lo acababa de creer. La otra nave es más grande que toda la aldea, extraña, redondeada y brillante como una gota de rocío. Nuestra nave entró por una puerta que se cerró. Dentro ya pude quitarme el traje. Unas cosas con ruedas cogieron a los enfermos en sus cajas y los llevaron a curar. Los seguí, según me decía la voz amiga, y entramos en una sala grande con varios sitios de cura. Pronto estuvieron los dos heridos en su lugar y unas cosas terribles con pinchos y cuchillos les atacaron con decisión. La voz me dijo que me desnudase y me tumba-

se yo en otra, que arreglarían bien mi herida y lo que tuviera mal, pero dejarían unas buenas cicatrices que en mi poblado son de mucho orgullo. Otra máquina con pinchos se acercó a mí, estaba muerto de miedo pero no dije nada. Me clavó un pincho fino y la felicidad y el sueño me inundaron y no supe más. Me desperté muy despejado. La herida del pecho estaba bien curada y con una hermosa cicatriz. Me bajé de la cama y casi me caigo. Mi pierna mala estaba buena y con fuerza, con sus cicatrices sí, pero no me dolía y andaba recto. Ahora podrás volver a ser un cazador, me dijo, pero tendrás que entrenarte a correr poco a poco. Eres un guerrero de nuestra nave. Puedes venir a nuestro mundo y nunca te faltará comida ni techo, pero no tenemos ya ríos, bosques ni selvas ni muchos sitios para estar solos. Y no podrás volver. Te acogeríamos con cariño, pero no sé si serías feliz. Lo pensé y recordé a una chica de la aldea que me quería desde que éramos niños, y ya no tuve duda. El jefe aún estaba en el sitio de cura, pero ya hablaba. Me dio las gracias por mi ayuda y ordenó que me dieran un cinturón con cuchillo como los de los soldados. Es más bonito que mi mejor cuchillo de obsidiana y su hoja, que se esconde en la empuñadura, es aún más negra. Nunca se desafilará. Se ajusta a mi mano y ninguna otra mano lo puede abrir. Tiene una pequeña brújula, una maravilla que en mi aldea nadie puede ni sospechar que exista. Y con apretar en un sitio sale una pequeña llamita que puede encender un fuego. Bajé muy contento en la nave pequeña, y sin traje, pues la puerta estaba ya arreglada. Mi ya amigo me dijo que 111


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estaba casi seguro de que U_Moru me intentaría matar para que nadie le recordase que se había perdido el favor de los Dioses por su culpa. Me dijo que él no se interpondría en la lucha de dos de mi tribu, pero yo era ya para siempre un guerrero de la nave y eso lo cambiaba todo. Desde arriba se ve muy bien lo que pasa en la aldea. Se despidió, pues se irían en dos o tres días, cuando el jefe estuviera curado del todo. Llegué al poblado en medio de la asamblea. Habían comprobado que los Dioses se habían ido y estaban consternados. Me llamaron al centro. Les dije que ya les había advertido y que había un culpable principal pero también lo eran todos los demás por haberlo permitido. Sentí el odio que detrás de mí se acercaba corriendo. No era con una persona con quien quería probar mi cuchillo, pensé. Me volví y ya menos rápido por la náusea que sentía y con un cuchillo, hecho por mí, por cierto, mi enemigo estaba a pocos pasos. Hice ademán de buscar mi propio cuchillo, cuando una

luz morada bajó del cielo, U_Moru ardió como la yesca y desapareció dejando el suelo fundido. Su cuchillo estaba al rojo vivo y se estaba apagando. Todo sucedió en un silencio terrible. Yo miré al cielo e hice un signo de agradecimiento a «los dioses». Si alguien dudaba de que yo fuera su protegido ya se habría convencido. Y así termina mi historia. Me había convertido en jefe de la tribu al haber derrotado al actual, y nadie protestó por no hacerlo al modo tradicional. Salgo de caza y mi aparato interno me sirve para localizar animales, con lo que recupero buenos años perdidos como cazador. Mi chica es ahora mi mujer. Como jefe, y gracias a lo observado desde el cielo, he decidido que tenemos que ir desplazándonos hacia el norte, río arriba. La caza escasea por el sur porque se acerca el desierto. La selva nos parecía infinita pero el borde está ya a pocos días de marcha. Y la vida en el poblado ha vuelto a la normalidad, lo que ahora me parece la mayor felicidad.

Esparvero (España) 112


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El frío

Salvador

Pérez Salas LAURA: Espero que te encuentres bien. Yo bien, a Dios gracias. Aquí hace mucho frío. Esto no es como aquello. Aquí sales y se te congela el aliento. Las calles están llenas de nieve y no te puedes

Te huelo...

imaginar el cuidado con el que tengo que andar por las aceras. El trabajo sigue igual. Duro, pero… es lo que hay. Llego a la pensión cansado y entonces es cuando me entra más frío. Pero no del de la nieve y el hielo. 113


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No. Es el frío de dentro. Ese frío de la distancia, de la soledad… del miedo. Cuando entro en mi habitación las paredes se me caen encima. El vaho de los cristales me ahoga y empiezan a caérseme las lágrimas. Sí. Soy un hombre. Pero, lloro. Lloro por no estar ahí, por no ver crecer a los niños, por no estar con mis amigos, por no pasear contigo los domingos por la mañana por las calles de nuestro pueblo. Lloro por nuestras charlas en la mesa, después de la cena. Por nuestras noches de alcoba. Llevo aquí nueve meses ya y no puedo coger vacaciones. Quiero juntar y llevároslo todo a ti y a los niños. Si me voy para casa no sé si tendré fuerzas para venirme aquí otra vez. Quiero que tú y los niños estéis bien, que no os falte de nada. Y a lo mejor, el que os hace falta soy yo. El que te hace falta a ti. Tú me haces falta a mí. Miro por la ventana y te veo. Veo tus ojos en los míos. Siento tus manos acariciando las mías mientras hablamos. Te huelo. Te huelo, Laura. Reconocería tu olor en medio de una feria, en medio de la procesión del Nazareno.

¿Sabes? Cuando ya estoy en la cama noto cómo me faltan el calor de tu cuerpo, tus pies fríos aun con los calcetines puestos, tu respiración, tu sonrisa mientras duermes…Te necesito y no solo en la cama. Te quiero, Laura. Nunca he sido de piropos, pero te quiero. Siempre has sido la tabla donde me he agarrado, siempre has sido la única persona con la que me siento como conmigo mismo. Y ahora, ahora que estoy solo… es cuando más me doy cuenta de lo importante que eres en mi vida. Quiero borrar lo malo de nuestras vidas, que lo ha habido, y quedarme solo con lo bueno, contigo. Quiero compartir mis penas y mis alegrías, solucionar lo que se pueda solucionar y saber, sin mirar, que estás conmigo, que estoy contigo. Te dejo, Laura. Muchos besos a los niños y recuerdos a mis amigos y a ti…a ti…No puedo seguir, Laura. Si sigo, mañana mismo cojo el avión y no vuelvo más. Te quiero, Laura. Te quiero.

Texto e ilustración: Salvador Pérez Salas (España)

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El interceptor

Joaquín

Valls

Procuraba que los demás no lo advirtieran... EN SU TRAYECTO cotidiano, avanzaba por la acera sin ninguna prisa. Al doblar la última esquina, se detuvo y miró con disimulo a derecha e izquierda. No vio a nadie, así que siguió adelante a paso más vivo. En unos minutos serían las cuatro de la tarde y hacía un calor asfixiante. Se dijo que en breve mucha gente saldría ya de vacaciones; al contrario que él, que año tras año prefería pasarlas en la ciudad. Abrió el portal, no sin antes haber comprobado a través de la doble hoja de vidrio que adentro no había nadie. Acto seguido se dirigió hacia la zona donde se encontraban los veintiocho buzones de la finca, en un rincón del vestíbulo y en semipenumbra. Echó un rápido vistazo a través de las rendijas de cada uno de ellos y a continuación sacó de su cartera de mano unas pinzas metálicas de las que se emplean para asar carne. Des-

cartados aquellos que, según le pareció, contenían recibos o publicidad, fijó su atención en dos sobres que habían sido franqueados con sellos, uno de los cuales procedente del extranjero. Con ayuda de las pinzas extrajo el sobre del cajetín del 6º 2ª, y se dispuso a hacer lo propio con el del 4º 3ª. Este último se le escapó justo cuando asomaba por la rendija, aunque en un segundo intento logró hacerse con él sin mayores problemas. Finalmente metió los sobres y las pinzas en la cartera, tomó el ascensor en el preciso instante en que oyó que alguien accedía al portal, subió hasta el ático y abrió una de las dos puertas del rellano. Ya dentro de la vivienda cerró con llave y, quitándose el traje y la corbata, se quedó en ropa interior. Había resuelto que aquella tarde ya no volvería a salir. Fue a la cocina, cogió del refrigera115


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dor una pizza precocinada y la metió en el microondas. Las pocas piezas de que constaba la pequeña vivienda, que ocupaba en alquiler desde hacía un par de años, tenían el mobiliario mínimo indispensable. El único elemento decorativo, un retrato de su madre de cuando esta era adolescente jugando con una muñeca de la época, colgaba de una de las paredes del salón y le había acompañado en sus sucesivas mudanzas. Dio buena cuenta de la pizza, acompañada de un vaso de Coca-Cola de gran tamaño, y luego se sirvió tres bolas de un envase de helado de vainilla que guardaba en el congelador. Al terminar dejó el vaso sobre la encimera junto a otros vasos, platos, cubiertos y varios cacharros sucios que se apilaban sobre aquel espacio minúsculo y que desbordaban también el fregadero. Sin más demora, sacó ambos sobres de la cartera. Se acercó a la ventana y examinó su contenido al trasluz. Su rostro no traducía alegría ni decepción, bien hubiera podido tratarse de un profesional de la medicina observando con atención unas radiografías. Después de una revisión preliminar, fue al cuarto de aseo y accionó el grifo del agua caliente del lavabo. Sujetó el primero de los sobres de manera que, sin llegar a entrar en contacto con el agua, recibiese directamente el vapor sobre la línea engomada de su reverso. En unos pocos minutos consiguió abrirlo sin dificultad, tras lo cual inició la misma operación con el segundo de los sobres. Pero de pronto sonó el timbre de la puerta. Con una mueca de disgusto acompañada de una blasfemia, cerró el grifo y esperó. Cuando el timbre volvió a sonar se apresuró a depositar ambos sobres dentro de la bañera, tapados con una toalla, corriendo luego por comple116

to la cortina. Apagó todas las luces, se puso el batín y las zapatillas y se dirigió al recibidor. A través de la mirilla descubrió que se trataba de la vecina de enfrente. Le pareció que esta se disponía a volver a llamar y entonces abrió, saludándola al tiempo que le dedicaba una amplia sonrisa: —¡Doña Patro! No sabía de quién podía tratarse, a estas horas. —Buenas tardes, disculpe si molesto. Le he oído llegar, y como me había quedado sin azúcar, me he dicho: Federico, que es tan previsor, seguro que tendrá. Esta noche Adela me trae a mis nietos y quisiera prepararles para postre un bizcocho. —¡No faltaba más! Diría que incluso me queda un paquete entero sin empezar. Voy a por él, enseguida vuelvo. Mientras él iba a la cocina, ella, aprovechando que la puerta permanecía entreabierta, se asomó intentando averiguar si estaba solo. En todo el tiempo que llevaban como vecinos, no lo había visto nunca acompañado. Ese detalle la tenía muy intrigada, más aún tratándose de un hombre con un empleo fijo, de exquisitos modales y gustos refinados. Alguien, en fin, a quien a una buena madre no le importaría en absoluto que saliera con su hija si esta fuera soltera o, como en el caso de la suya, divorciada y para colmo con tres hijos a quienes criar. En menos de un minuto regresó con el paquete de azúcar. —¿Tendrá suficiente? —Más que de sobra, hijo, muchísimas gracias; es usted un sol. Mañana mismo se la devuelvo. —Descuide, no me hace ninguna falta, tengo otro paquete de reserva. A disponer. Ya lo sabe, para eso estamos los vecinos.


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—No es la primera vez que me saca de un apuro, y todavía no he podido corresponderle. Me haría ilusión invitarle a cenar, no me considere inmodesta pero tengo fama de buena cocinera. Si le parece bien, podría ser alguna noche que mi hija se pase por aquí. Ella, ya lo sabe, también estudió Empresariales, seguro que tendrán muchos temas de interés común para charlar. —Cómo podría negarme, se lo agradezco de veras, doña Patro —replicó él forzando una nueva sonrisa. Nada más despedirse cerró la puerta, resopló sonoramente y soltó por fin, aliviado, el eructo que mientras hablaba con la vecina había estado pugnando por salir: le irritaba verse obligado a contenerlos. Se quitó el batín, entró de nuevo en el baño y volvió a abrir el grifo del agua caliente. Concluida la operación antes interrumpida, fue al salón y extrajo las cartas de sus sobres. La primera, escrita con estilográfica, estaba franqueada en París e iba dirigida a Andrea, la joven del 6º 2ª. Era la tercera que un tal Ernesto le enviaba en el último mes. Por el tono que empleaba en ella y en la anterior, Federico sospechaba que podía tratarse de un antiguo

novio. En esta le reiteraba sus ganas de verla en un próximo viaje de negocios que iba a realizar a Madrid, y le indicaba incluso la fecha y la hora de llegada al aeropuerto. Aprovechaba para pedirle si podría alojarse en su casa para al final, en la posdata, confesarle que de tanto en tanto echaba de menos su compañía. La segunda carta, a bolígrafo, la mandaba desde Oviedo el hermano del señor Guillermo, el vecino del 4º 3ª. En ella, después de varios comentarios relacionados con sus rutinas y las de su familia, se refería, como de pasada, a unos dolores persistentes que padecía desde hacía unos meses en la zona abdominal, de origen desconocido, así como a las pruebas que le hacían y a su progresivo deterioro físico, que tenía muy preocupadas a su mujer y a sus hijas. Lo animaba finalmente a que fuese a pasar un fin de semana con ellos. Federico se quedó contemplando durante unos segundos ambas cartas sin mover un músculo. Luego volvió a introducir en su sobre la segunda que había abierto, lo cerró con sumo cuidado con una barra de pegamento y lo metió en su cartera. La primera, así como su sobre, la depositó en un plato de 117


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loza que sacó a la terraza, y a continuación les prendió fuego. Después, como cada tarde, se tumbó en la cama para echar una larga siesta. A aquella hora la luz del sol, sin barrera alguna que la obstaculizase, penetraba directamente a través del amplio ventanal sin cortinas. Federico trabajaba como administrativo en una compañía de seguros, de lunes a viernes y en horario de ocho a tres. En el organigrama tenía por encima a una jefa de negociado, y esta a su vez a una jefa de sección que, junto a diez personas más, se hallaban dedicadas a jornada completa a los denominados «siniestros mayores». Nada más llegar a la mañana siguiente a la oficina, Federico observó que se había formado uno de los usuales corrillos en la máquina de café. Le pareció oír que departían acerca de un accidente de tráfico que había sufrido un familiar de otro compañero. Fue hacia allí sin pasar antes por su mesa, presto a conocer todos los detalles pero sin intervenir en la conversación. Ya desde la niñez era consciente de que las noticias luctuosas le producían una particular fascinación, aunque procuraba que los demás no lo advirtieran. En la intimidad del hogar, viendo las noticias en la televisión o escuchando los noticiarios de la radio, era muy diferente: allí se sabía libre para sentir como le viniera en gana. En la oficina a mediodía celebraban la próxima boda de una de las empleadas más jóvenes. Cuando ya todo estaba dispuesto y al percatarse uno de los asistentes de que, para no faltar a su costumbre, Federico no aparecía, fueron a avisarlo. Esta vez alegó que se sentía indispuesto y que quizás se marcharía a casa. Salió a la calle, para dirigirse sin embargo hacia un parque del centro donde le constaba que en aquella época 118

del año florecía una gran variedad de rosales. Nunca antes se había paseado por allí en día laborable. Le sorprendió que, aparte de ancianos, hubiera un gran número de niños pequeños en compañía de sus madres o de mujeres uniformadas que cuidaban de ellos. Por un momento se vio a sí mismo, tres décadas atrás, alegre y disfrutando de un día radiante, de cuclillas en el foso de arena, con el cubo, el rastrillo y la pala, y a su madre —que se llamaba Rosa— agachada a su lado y sonriendo, mientras una niña se situaba tras ella y empujaba con fuerza el columpio de hierro que un instante después habría de golpearla violentamente en la nuca. Allí quedó tendida, inmóvil, con la cara medio hundida en la arena. La niña echó a correr asustada y enseguida se aproximó una mujer gritando, luego varias más. Llamaron a una ambulancia. Para cuando esta llegó, él ya tenía la certeza de que nada se podría hacer. Su padre, que llevaba unos años en América viviendo con una mujer que también acudió al entierro, abrió una cuenta a su nombre con una importante suma y pidió a unos primos sin descendencia que se hicieran cargo de él a cambio de una compensación económica. Así lo hicieron sin mostrar el más mínimo entusiasmo, hasta que Federico alcanzó la mayoría de edad. Como si despertara de un sueño, al cabo de un rato descubrió que no se encontraba ya en el parque sino en la esquina de casa. Un tanto aturdido repitió uno por uno, antes de decidirse a entrar en el portal, los pasos habituales. Tenía claro que, para que las cosas delicadas salgan bien, toda precaución es poca. A través de las rendijas de los buzones no vio ningún sobre que llamara su atención, así que se limitó a depositar en el


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cajetín del 4º 3ª el que portaba dentro de la cartera. Entonces vio al señor Guillermo accediendo al portal, seguido de Andrea que regresaba del supermercado cargada con bolsas. Ambos venían charlando animadamente. Federico resolvió esperarlos mientras mantenía abierta la puerta del ascensor. —No corran, que no tengo ninguna prisa —les anunció desde la distancia. —Gracias, usted siempre tan amable —respondió el viejo acelerando el paso. De camino hacia el ascensor, ambos abrieron sus buzones respectivos. El señor Guillermo extrajo de él un sobre y, frunciendo el ceño, se quedó mirando los datos del remitente. Andrea sacó de su buzón varios folletos publicitarios, que de inmediato rasgó y arrojó a la papelera. Ya dentro de la cabina y dirigiéndose a Federico, la joven exclamó: —Resulta tan raro, recibir cartas hoy en día… Federico se limitó a asentir con un gesto afable y un leve movimiento de cabeza.

Joaquín Valls Arnau (España)

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Una crónica de colección

Osvaldo

Villalba Para ser cronista hay que salir… …para practicar la crónica el genio está en los zapatos.

Héctor Abad Faciolince

SEIS MESES habían pasado desde que el director de la revista de actualidad donde trabajaba le dijo que dejarían de publicar la sección «Noticias Insólitas» que lo había tenido como cronista los últimos diez años. Le explicó que ya la gente había perdido interés en las no120

tas escritas, que ahora la televisión por cable y las publicaciones en internet lideraban esa franja. Julio entendió que, tal vez por compasión, o por la amistad que los unía en tantos años de trabajo compartido, no había podido decirle que ya estaba viejo y que sus crónicas


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no despertaban el más mínimo interés. De todos modos, pensó, ya estaba en edad de jubilarse, por lo que, ahora que los trámites salen rápido, aun desocupado, podría seguir pagando el alquiler del monoambiente de la calle Guardia Vieja. —Igual, si alguna vez tenés una nota que considerás válida, llamame —le había dicho cuando se despidieron con un abrazo. Su vida, ahora, transcurría entre los partidos de ajedrez con otros jubilados en la plaza Almagro y las recorridas por las mesas de saldos de las librerías de la calle Corrientes. Fue en uno de esos reñidos encuentros ajedrecísticos que, como al pasar, alguien mencionó algo sobre el coleccionista de calaveras. —Carabelas —le corrigió Julio—, prototipos de barcos antiguos, habrás querido decir. —¡No! —dijo el otro marcando las sílabas—. Ca-la-ve-ras, cráneos humanos. La alarma de su instinto periodístico se disparó al instante. —¡Contame más! —le insistió. —¡Eso nada más! Mi hermana me dijo que lo escuchó en la peluquería. —¡Por favor! ¡Preguntale! Conseguime la dirección. Una semana después el hombre se la trajo con la advertencia de que iba a ser difícil que lo recibiera. Ahora se encontraba frente a la casa, corroborando el número que tenía en el papelito. Era una casa antigua, con mármoles de color bordó y puerta de hierro forjado de dos hojas. La ventana, a la derecha de la puerta, tenía una reja labrada simulando ramas con hojas pequeñas y flores. Tocó el timbre y esperó. Por el portero eléctrico, una voz de hombre preguntó:

—¿Quién es? —Buenas tardes señor. Soy Julio Figueredo. Soy periodista y quisiera que me diera unos minutos de su tiempo. —¿Periodista? ¿Y para qué quiere verme? —Quiero hacerle un reportaje sobre su colección. —¿Colección? ¿De dónde saca que yo tengo una colección? —Mire, usted sabe, los periodistas no podemos revelar nuestras fuentes, pero yo le garantizo la mayor seriedad en el reportaje. —Aguarde —fue su lacónica respuesta. Unos minutos después, abría una de las hojas de la puerta un hombrecito delgado, bajo, calvo, de tez muy pálida y ojos hundidos. Julio le tendió su mano. —Mucho gusto, ¿señor…? —Llámeme Ciro. —Señor Ciro. Como le dije, me llamo Julio Figueredo, y trabajo para la revista Porteña —mintió Julio— y queríamos hacerle una nota referente a su colección de cráneos. Por supuesto que publicaremos sólo lo que usted nos autorice —agregó tratando de ganarse su confianza. El hombrecito pensó un momento y luego, apartándose de la puerta, le hizo una seña para que entrase. Pasaron a un hall pequeño, transpusieron una puerta cancel de dos hojas y vidrios protegidos por cortinas con angelitos. Ingresaron a un ancho living, en el que resaltaba un juego de sillones de pana, sobre una mullida alfombra, sobre el resto del mobiliario. Una araña con caireles de cristal y escudos de armas sobre las paredes daban al ambiente un aire colonial. Ciro le señaló el sillón grande y él se sentó en uno de los sillones de un 121


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cuerpo. —Bueno —le dijo usando un tono amable por primera vez—. Veo que usted, Julio, ¿no?, sabe de mí muchas cosas. Déjeme a mí, ahora, saber algo de usted. ¿Dónde queda la revista que mencionó? ¿Con qué frecuencia sale? —La redacción funciona en un departamento en el barrio de Once —inventó Julio rápidamente—. La publicación es mensual. Esta nota, seguramente, se publicará el mes que viene, o el próximo. —¿Y por qué le interesa esta colección? —volvió a preguntar Ciro. —Porque es bastante insólita. Tengo curiosidad por saber cuál es el hilo conductor entre las diferentes piezas. Cómo las obtiene. Qué busca con cada una. ¿Puedo sacar fotos? —¡No! ¡Nada de fotos! —respondió el hombre enfáticamente—. No quiero arriesgarme a que su mujer o sus hijos las suban a la web. ¿Tiene hijos, no? —No, no tengo hijos. Soy viudo hace muchos años. Sólo las usaría como ayuda para la memoria cuando escriba la crónica. —Igual alguien que comparta su casa podría acceder a ellas. —¡Tranquilo, Ciro! Vivo solo. Está bien, no voy a sacar fotos. —Le creo —dijo Ciro con una sonrisa mientras se incorporaba—. Pero, por favor... ¡Deje el celular aquí! Pasemos. Julio se paró y lo siguió. Salieron por una puerta lateral a un patio lleno de macetones con helechos, jazmines y otras plantas que no pudo identificar. Sobre la derecha se veían varias puertas con grandes postigos metálicos, también de dos hojas, todos cerrados. Al final del patio, de frente, estaban la cocina y el baño, que Julio identificó porque sus puertas estaban abiertas. A 122

la derecha del baño, se veía una placa de madera en el suelo, con una manija de hierro. Ciro tiró de ella y levantó la tapa sobre la pared, dejando al descubierto una escalera de madera. Bajó unos escalones y encendió la luz. Julio bajó detrás de él. Una vez abajo pudo ver que el sótano era amplio. La bombilla daba una luz tenue, dándole al escenario un aspecto sobrecogedor. Desde las estanterías, dentro de cajas de vidrio o de acrílico, montones de órbitas vacías parecía que «lo miraban». Un frío le corrió por la espalda. Se sobrepuso y se acercó a la primera estantería. —Cada caja tiene una etiqueta, con la descripción de su antiguo poseedor y el año del deceso —explicó Ciro—. Por respeto, la identidad no está revelada. Sólo su profesión o actividad más saliente. ¡Ah! Y hay sólo una pieza por característica. No se repiten. Julio comenzó a leer algunas y comprendió lo que el hombre le había dicho: «Médico de Villa Crespo-1975. Abogado de Balvanera-1987. Jerarca nazi de Bariloche-1968. Asesino serial de Mar del Plata-1981. Cacique Mapuche de Neuquen-1996». Sobre este último, Ciro le hizo notar que conservaba todas sus piezas dentarias. —¿Cómo consiguió cada una? —le preguntó al hombrecito. —Los periodistas no revelan sus fuentes. Los coleccionistas no revelamos nuestros proveedores —le respondió sonriendo—. Tengo amigos en algunos cementerios y en hospitales también. Siguió recorriendo las estanterías. Una sensación que no lograba plasmar en palabras daba vueltas por su cabeza. Cuando llegó a la última vio, sobre la pared del fondo, una puertita de no más de 70 cm, cerrada con pasador y candado.


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—¿Qué hay detrás de esta puerta? —preguntó Julio. —¡Ah! ¡Ahí no se puede pasar! ¡Esa es mi colección exclusiva! No la comparto. —¡Vamos, don Ciro! ¡Por favor! ¡Ya llegué hasta acá! ¡No me va a dejar rengo! —insistió Julio. El hombre pensó un momento y sacudiendo su cabeza de un lado al otro, con resignación, sacó una llave de su bolsillo, abrió el candado, corrió el pasador, encendió una llave de luz que se encontraba a la derecha de la puerta, la abrió y, con un ademán, le hizo seña que ingresara. Julio se agachó, pasó por la puerta y, cuando se estaba incorporando del lado de adentro, junto con el golpe de la puerta al cerrarse, el pasador deslizándose y el clic del candado, el flash relampagueó en su cerebro: ¡No había un periodista en la colección!

Osvaldo Villalba (Argentina) Blog: osvaldoevillalba.blogspot.com.ar 123


El Callejón de las Once Esquinas

Héroe local Raúl

Garcés

Quién sabe... TENEMOS UN PROBLEMA. Pero un problema grande. No del tipo «Calcule el área de un trapecio». El problema del que les hablo no tiene solución. Al menos en apariencia. Y es que cada 23 de abril, un dragón de poderosas garras y temibles llamaradas siembra el pánico entre las gentes de estas tierras hasta que la sola presencia del valiente san Jorge le hace emprender la huida. Pero tras los últimos acontecimientos, el santo anda demasiado ocupado en la comunidad vecina y claro, nosotros nos hemos quedado sin héroe. Se comenta que un tal Pepín Banzo está dispuesto este año a plantarle cara a la fiera, armado con una dulzaina para tratar de amansarlo cual Orfeo con su lira. O tal vez lo haga desaparecer pues este mozo se dedica además a la magia. O quién sabe, como también es humorista, puede que lo mate de risa. Raúl Garcés Redondo (España) Blog: www.desdesoria.es/tieneunminuto 124


Número 11

La cortina dorada

Frances

Comprendí que estaba perdida... MILES DE KILÓMETROS lejos de casa, la primavera hace varios días que se encargó de adornar con sus distintos matices los alrededores. Este es otro sábado lejos de ti y la idea de volver a estar juntos se convierte solo en un deseo que fue vencido por la desesperanza. Para apaciguar el dolor que lastima mi pecho vengo aquí. A esta pequeña galería de arte oculta en un rincón recóndito, entre los verdes que abrazan los suburbios de Brooklyn. Aquí, donde yacen ocultas las pinturas humildes de aquellos artistas cuyos nombres aún esqui-

Knightingale van las revistas o los libros de historia del arte. Creo que es en estos lugares tan simples donde nace la grandeza o germinan las tendencias y corrientes que luego embellecerán, quizás, tal vez, algún futuro. Si me preguntas por qué me refugio entre las sombras de estos pasillos poco poblados, te diría que no tengo palabras que justifiquen los motivos, pero… sería mentira. Creo que debería empezar por el principio. Aquel domingo, 10 de febrero, posterior a tu partida, las cuatro paredes de mi cuarto parecían encerrar 125


El Callejón de las Once Esquinas

mi espíritu y tuve que alejarme del cemento y de los ruidos constantes que te abruman aun en esos días que fueron diseñados para descansar. Hacía frío. Mucho frío, según recuerdo. Pero ni la amenaza de una inminente tormenta de nieve ni el grisáceo paisaje, que parecía llorar conmigo y acompañarme en el dolor, pudieron evitar que saliera. Incluso aquella voz, que merodeaba diariamente por mi cabeza, no pudo disuadirme y convencerme de que estaría mejor si me quedaba sollozando y abrazando mi almohada. La carencia de cordura y la necesidad de cansar mi cuerpo con una caminata extendieron mi paseo más allá de lo que hubiera debido. Un paso más me guio hacia Brooklyn. Otro, hacia el norte. Y otro me llevó hacia el este. Hasta que en un momento, nuevamente no recuerdo cuándo, dejé de contar y pensar qué estaba haciendo. Cuando escapé del laberinto de pensamientos en el que me había aventurado, comprendí que estaba perdida. Las calles, el paisaje, esas imágenes de barrio que me hacían recordar a mi Buenos Aires, me resultaban desconocidas. El cielo dejó de acompañar a mi espíritu aventurero desatando una tormenta que llegó antes de lo que hubiera esperado. Para escapar de tal infortunio encontré refugio en un local oculto entre edificios de fachada antigua, con un cartel gastado en el que relucía su nombre. Me pareció que, por el momento, sería suficiente para esperar mientras se calmaba el temporal. Era temprano, así que aún no me preocupaba que llegara la noche. La luz del lugar brindaba cierta paz. La profundidad de los pasillos invitaba a recorrerlos y el silencio susurraba al

oído la historia de cada pintura. Algunas, muy tristes. Otras, inundadas de una locura indescifrable. Pero, al fin y al cabo, cada una tenía una emoción para entonar y soplar al mundo. Con cada pisada, me adentré en el interior de la galería, llegando hasta donde terminaba el pasadizo de telares pincelados y la luz del día no tenía la fuerza suficiente para revolotear. Allí se encontraba esa pintura. Era tan mágica y radiante. Resaltaba su simpleza. Su autor la había titulado «La Cortina Dorada». El cuadro muestra en un rincón apartado de Central Park a una pareja reposando sobre el césped verde, que parece prolijamente arreglado por algún diseñador del mundo de la moda. Suavemente, sus cuerpos parecen tocarse y, si bien el brillo de sus miradas permanece oculto al espectador, no es difícil imaginar el cariño que de ellos emana. Para finalizar, como si fuera el telón de un teatro de la calle Corrientes, una cortina de hojas de un color amarillento similar al oro, enmarca con su abrazo a la pareja de Central Park. Quizás, pienso, su amor es secreto y eligen aquel lugar despoblado para encontrarse. O tal vez, es la primera vez que se ven en muchos meses ya que él, o ella, se encontraba de viaje. Luego mi mente me lleva a pensar que acaban de conocerse y sus corazones revolotean emocionados en sus pechos porque hace mucho que ninguno de ellos experimentaba un sentimiento de tanta intensidad. Yo imagino que podríamos ser tú y yo, descansando luego de aquellas largas caminatas que solíamos emprender los domingos por la tarde. Y así caigo de nuevo en los brazos de tu recuerdo. No debería… pero es así.

Frances Knightingale (Inglaterra) 126


Número 11

Lo que uno hace cuando quiere leer José A.

García

Cézanne: retrato de su padre 127


El Callejón de las Once Esquinas

Respira profundamente y abre la puerta... LA PASIÓN puede llevarnos a acometer tareas impensadas. Un ejemplo de ello es Edgard, un señor petiso y rechoncho cuyo único placer es leer, sentado en su cómodo sillón de lectura, de respaldo alto y recto, en medio de su casa. Su espacio personal se limita a una única habitación rectangular revestida de madera, con cielo raso de yeso desde donde pende una solitaria lámpara de 100w que cuelga de un cable negro y viejo, bajo la cual se sienta para pasar la mayor parte del día haciendo lo que ama, leer. En esa habitación cerrada, donde una única lámpara ilumina el ambiente, Edgard tiene cuanto necesita: una pequeña cocina donde prepara sus alimentos, su cama en el rincón opuesto y varios libros viejos y apelmazados sobre un estante. Ventana alguna permite el paso del aire ni de la luz natural. La puerta de madera vieja y con huellas del uso y la humedad permanece cerrada; sin embargo, una suave corriente de aire penetra en la habitación por una hendija en el marco, corriente de aire que hace bailar hipnóticamente a la lámpara sobre la cabeza del infatigable lector. Poco a poco, como si perdiera fuerza e intensidad, la lámpara ilumina cada vez menos, obligándolo a forzar la vista, a concentrarse con mayor atención en el viejo diario que intenta leer; pero, cuando la luz parpadea varias veces y termina por apagarse, nada es lo que puede hacer. Edgard sabe que aquella no es la primera vez que ocurre algo semejante, ni será, tampoco, la última. Claro que el saberlo no evita su fastidio ni el malestar que siente en esos momentos. Levanta los ojos hacia el espacio oscuro 128

donde intuye que se encuentra la lámpara creyendo, quizá, que con su solo acto de aguardar, la luz volverá a brillar, aun cuando sabe que aquello es inútil y que la espera pronto dará paso a la resignación. Sin ver nada dentro de la habitación cerrada, Edgard se pone de pie, deja el diario sobre el sillón (al menos así lo cree) y se acerca a la puerta. Antes de abrirla se quita el abrigo y la camisa que lleva puesta, quedando desnudo de la cintura al cuello; arroja la ropa en la dirección de la cama y luego se quita los zapatos sin medias que lleva en los pies. Respira profundamente y abre la puerta. Se adivina, por una suerte de fosforescencia que allí hay, una escalera que parece labrada en piedra y unos escalones toscos y grises que se internan en el agua negra y fría. Respira una, dos veces más, tomando grandes bocanadas de aire, permitiéndole a sus pulmones llenarse hasta doblar el tamaño de su vientre, antes de internarse en el agua. Ayudándose con las manos desciende por la escalera que antes de terminar tiene dos codos de noventa grados bien marcados, oscuros e inundados de agua fría que recupera su claridad cuando Edgard logra, por fin, abandonar la estructura de roca que lo rodeaba. Junto al último escalón nace el primer eslabón de una gruesa cadena de hierro, amarronada por el óxido, cubierta en parte por pequeñas manchas de musgo y verdín. Como si aquel fuera un paseo más, una salida normal en su rutina, se toma con ambas manos de la cadena y, cabeza abajo, comienza a descender en medio del agua; detrás de él queda el rectángu-


Número 11

lo de roca que envuelve su habitación, con el apéndice del mismo material que esconde la escalera flotando en medio del agua, siendo la cadena que tiene entre sus manos lo único que la mantiene, al parecer, en su sitio. Pero no es la cadena lo único que desciende en medio de las aguas, enredado entre el metal, un grueso cable de gutapercha, eléctrico y doblemente peligroso por estar en contacto con el agua y con el metal lo acompaña en su descenso. Abrazándose a la cadena con los brazos y las piernas, Edgard desciende en el agua cada vez más fría, dejando escapar por la nariz pequeñas burbujas de aire, sintiendo sus pulmones arder como siempre que se sumerge. Se siente viejo para estar allí, esforzándose de esa manera cuando alguien más se encuentra encargado de las tareas de mantenimiento. Mira hacia los lados intentando ver si alguien además de él mismo se encuentra en un trance similar, pero en las pocas cadenas que ve flotando en el agua un poco más allá no adivina movimiento alguno. Mira los otros cubículos de roca intentando adivinar a quién pertenece cada uno, mecidos por el agua y unidos a las cadenas a la distancia justa para evitar que las corrientes los enreden y les hagan golpearse entre sí. Conoce casos de cubículos destruidos por las tormentas que azotaron antaño la superficie; pero sabe que tiene que evitar pensar en los amigos perdidos de esa forma, por lo inesperado que puede resultar un choque entre cubículos, la falta de precauciones que siempre se menciona pero nunca se soluciona, así como la falta de mantenimiento de los motores, como es el caso que lo impulsa a bajar. Debe hacer todo eso a un lado y concentrarse en descender rápido y sin pau-

sa, antes de quedarse sin aliento. Allí abajo, no mucho más lejos, una fosforescencia similar a la que viera en las escaleras de su habitación se acerca hacia él. Corrección, en medio de aquella agua fría y carente de cualquier otra forma de vida, es él quien se acerca a la fosforescencia y no a la inversa. Sobre el lecho marino, rodeado por un círculo de rocas largas y puntiagudas, más grandes que las que rodean a los cubículos, las cadenas convergen hacia el resplandor; no son unas pocas cadenas, son cientos, la mayoría apuntando hacia las alturas, hacia las aguas, sosteniendo diminutas habitaciones como la de Edgard y sus compañeros, aunque no todas cumplen con su función. Forman un círculo de luz y color al que Edgard se acerca sin dificultad. La arena clara y fina del suelo despide una pequeña fosforescencia que ilumina un gran sector del lecho, ocultando, al mismo tiempo, los restos de antiguas construcciones cilíndricas, cónicas y con una forma similar al caparazón de algunos caracoles gigantes; edificaciones enormes que sólo en parte sobresalen de la arena, señalando que llevan allí mucho más tiempo del que podría creerse. La cadena por la que bajara Edgard se engarza en una de las grandes rocas del perímetro circular, donde la arena se termina; del otro lado de las rocas sólo fango y limo marítimo se adivina. Hasta allí llegó, impulsado por la fuerza de sus cansados brazos; del otro lado, donde la arena se acumula, como si algo impidiera que el agua ocupara también ese espacio, había aire. Volvió a respirar varias veces, agotado, tirado sobre la arena recuperando sus fuerzas luego de pasar tanto tiempo cabeza abajo; lo que impidiera el pasaje del agua había permitido, en cambio, su paso. 129


El Callejón de las Once Esquinas

Recostó la cabeza por unos instantes sobre un cartel de madera con la pintura descascarada, donde un número, el treinta y siete, era cuanto llegaba a leerse. Flexionó brazos y piernas varias veces antes de ponerse de pie nuevamente para seguir el cable de gutapercha hacia el interior de uno de los edificios ovalados, no tuvo que ir muy lejos ya que se encontraba allí cerca, apenas alejado de las rocas. Con decisión, como quien sabe lo que debe hacer, penetró en el edificio y continuó caminando por la red de túneles que se abría bajo la superficie extendiéndose por kilómetros, uniendo cada construcción entre sí en un extenso diagrama laberíntico, como si una enorme e intrincada tela de araña hubiera sido utilizada como modelo para su construcción. En los túneles la iluminación era similar a la de la habitación, pobres lámparas oscilando en el techo separadas entre sí por tramos irregulares. El olor a grasa y combustible que flotaba en el aire impregnaba la ropa húmeda de Edgard, que caminaba buscando evitar las irregularidades del suelo para no lasti-

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marse los pies descalzos con algún tornillo abandonado, una tuerca perdida en medio de la arena o el filo de una roca disimulada en la oscuridad. El cable se empalmaba con otros y continuaba hasta una sala del tamaño de uno de los grandes edificios, un gran espacio abovedado donde se encontraban varios generadores entre cuatro y cinco veces más altos que una persona normal funcionando al unísono, largando el vapor que ocultaba el techo con humedad. Hacía tanto calor que apenas sí se podía respirar. Uno de los generadores hacía más ruido que los otros, ruido a vacío, a lata vieja arrastrada sobre un suelo de concreto y, entre la maraña de cables que allí se congregaba, Edgard creía adivinar que aquel que venía siguiendo se encontraba conectado, precisamente, a ese generador. Mirando los controles del aparato, Edgard notó que los niveles de combustible de los tres se encontraban peligrosamente bajos, como si hiciera mucho tiempo que nadie se ocupara de ellos, como si no hubiera personal asignado para esas tareas. Como se encuentra allí


Número 11

y no parece haber nadie más, siguiendo un antiguo código de conducta y convivencia que pocos podrían recordar, procede a llenar los depósitos de combustible de los tres generadores por igual. Después de todo, tan complicada tarea consiste en manipular una serie de palancas y digitar los códigos estampados sobre cada generador, para que el combustible comience a fluir. El olor del combustible inunda la sala; el ruido del líquido fluyendo junto con el rugir de los motores ensordecía a Edgard, quien no se percató de que, por la misma puerta por la que entrara, estaba siendo observado por varios pares de ojos. Algo, una intuición, el sentido de la supervivencia, le incitó a mirar hacia atrás, a darse vuelta y mirar hacia esa puerta, para encontrarse con las caras enojadas de tres diminutas personas, parecidas a los antiguos enanos de cemento que se utilizaran para adornar los jardines, incluyendo en su atuendo las largas barbas blancas y los rojos sombreros puntiagudos. Lo miraban con el ceño fruncido y expresiones de enojo similares, uno de ellos incluso le mostraba los dientes a modo de amenaza. Por suerte, la sala posee varias entradas y salidas que se internan en otros sectores de los túneles subterráneos, por lo que Edgard corre rodeando los generadores hasta dar con una entrada en la que nada impedía su paso. Sólo que las criaturas que lo persiguen no se rinden tan fácilmente sino que lo corren por los pasillos arrojándole piedras y trozos de otras criaturas de cemento que yacen en el suelo, flechas cuyas puntas están fabricadas por los entremos de los sombreros, rocas del tamaño de sus puños cerrados y pequeñas herramientas del mismo material.

Ignora hacia dónde se dirige el túnel que eligiera para huir, pero lo único que necesita es llegar a la superficie, luego todo será más sencillo; claro que si los túneles tuvieran algún tipo de indicaciones sería más fácil descubrir cómo escapar cuando una veintena de enanos de jardín enojados lo persiguen a uno. Para empeorar la situación, sabía que cuando lograra salir de allí habría todavía más de esos seres persiguiéndolo. Lo sabía, no hacía falta que se detuviera a pensar en ello. Cuando sus piernas estaban a punto de abandonarlo ante tanta carrera logró salir a la superficie, entre la arena blancuzca y las rocas; sabiéndose tan cerca de salir ileso de todo ello, corrió un poco más hacia las cadenas. Al llegar a ellas vio que el cartel, tan descascarado y falto de pintura como el que viera antes, tenía el número ciento cincuenta y dos; corrió hacia la derecha y el siguiente cartel tenía el número ciento cincuenta y tres. Se detuvo, debía regresar en la dirección contraria, sólo que sus pies aún no habían reaccionado ante la necesidad de continuar. Los enanos de jardín que le perseguían salieron, en ese momento, a la superficie. Sus rostros furiosos y los gritos que lanzaban entre ellos debían ser suficientes para asustar a cualquiera y recordarle a las piernas de Edgard que, de no comenzar a correr en ese mismo momento, podría estar seguro de cómo acabaría entre sus diminutas manos. Y corrió, como si eso fuera lo único que sabía hacer; como si de ello dependiera su vida. Mientras, la cantidad de perseguidores crecía, salían en grupos desde cada nuevo túnel con el que se cruzaba. Esquivaba cadenas caídas, cubiertas en parte por la fina arena acercándose a la propia, cadenas que no 131


El Callejón de las Once Esquinas

debían estar allí, lo sabía, sino colgando hacia arriba sosteniendo otras habitaciones, otros cubículos de roca. Pero aquel tampoco era el momento indicado para ponerse a pensar en ello; al contrario, debía continuar corriendo. Para cuando se percató de dónde se encontraba, intentaba descifrar el número treinta y cinco que apenas se adivinaba en el cartel; se había pasado, debía regresar si quería evitar dar toda la vuelta completa al perímetro, del cual ignoraba por completo el diámetro, así como prefería desconocer la cantidad de enanos de jardín malhumorados que le perseguían. Por eso se detuvo y giró sobre sus talones. Con la que él creía que sería su cara más amenazadora y gritando como lo harían los antiguos beduinos, corrió hacia ellos causando el efecto esperado; al verse atacados, los enanos procedieron a una desbandada general y desorganizada en cualquier dirección que acabó con varios de ellos en el suelo, pisoteados por sus iguales y semienterrados en la fina arena; otros acabaron con amputaciones inesperadas de sus miembros, cabezas partidas y muchísimos golpes que sonaban a hueco. La desorganización y el miedo que cundió por unos instantes le concedieron el tiempo necesario para llenar nuevamente sus pulmones de aire y arrojarse hacia el agua fría en la que se internaba su cadena. Estaba cansado, sentía el esfuerzo monumental que debía realizar para subir cada eslabón; estaba viejo, ese tipo de cosas ya no eran para él. Pero si quería leer con total comodidad y sin interrupciones era necesario enfrentarse a los enloquecidos enanos de jardín y su mal funcionamiento, así como al agua fría que le cortaba la piel, como si hubiera trozos de 132

hielo mezclados en el líquido y, aún peor, aquello todavía no se terminaba. Como lo sintiera cuando se encontraba en la sala de los generadores, tuvo el imperativo impulso de mirar hacia atrás, hacia abajo. Descubrió que media docena de los enanos de jardín montaban sobre lo que parecían ser cisnes de cemento y eran empujados hacia las aguas por el resto de sus compañeros, que los victoreaban al ver que se sumergían en el frío elemento. Al contacto con las aguas, los cisnes abrían sus alas y se elevaban hacia él doblándolo en velocidad. Giraban en torno a la cadena para formar, lentamente pero cada vez con mayor intensidad, un remolino dentro del agua que ante la menor distracción lograría hacer que se desprendiera de la cadena y hacerlo flotar a la deriva por las frías aguas siguiendo quién sabe qué corriente hasta que el aire de sus inflamados pulmones se agotara. Apretó con más fuerza la cadena, sus dedos estaban blancos por tanto esfuerzo; el miedo a perderse y flotar por aguas desconocidas era mucho mayor que aquel que le provocaran las criaturas que le perseguían. Se aferró a la cadena como si fuera lo único que lo mantenía con vida, evitando pensar que realmente era así. La fuerza centrífuga que creaban acabó por jugarles en contra a quienes la pusieran en movimiento; uno de los cisnes de cemento comenzó a resquebrajarse ante la mirada atónita de terror del enano que lo montaba y, cuando finalmente se partió en miles de diminutos trozos, los otros fueron arrojados a la deriva por la corriente. La amenaza que pendía sobre Edgard terminó por no cumplirse. Cuando el agua a su alrededor co-


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menzó a calmarse, volvió a ascender cuan rápido podía sintiendo el ardor crecer en su interior desde lo más profundo de su estómago, de su persona. La necesidad de reemplazar el aire agotado de sus pulmones lo impulsaba a llegar cuanto antes a la habitación. A la altura en que se encontraba ni él era capaz de ver lo que hacían los de abajo ni ellos de distinguir lo que él hacía, por lo que se podría sentir apenas más tranquilo, pero solamente hasta que llegara a la habitación a redactar el informe sobre un nuevo ataque de los enanos confinados en los túneles, los que debían mantener todo en orden y funcionamiento porque esa era la razón de su existencia. Llegó hasta las escaleras, ascendiendo los tramos bajo el agua impulsándose con la ayuda de las paredes; cuando por fin alcanzó los escalones libres de agua, llenos del necesario oxígeno, estaba exhausto, a punto de desfallecer. Se quedó allí sentado un largo rato resollando,

respirando una y otra vez hasta que su pulso se regularizó junto con su respiración, sintiendo la brisa sobre la piel, secándole el pantalón y el poco cabello que le quedaba en la cabeza. Sus piernas dejaron de temblarle luego de un tiempo, entonces pudo ponerse de pie para regresar a la habitación sin problemas. Abrió la puerta y el brillo de la lámpara colgando del techo lo recibió como una bendición que se derramaba por todo el lugar; Edgard, cansado por su reciente aventura, sintiendo la suave caricia de la luz eléctrica sobre su rostro, tomó nuevamente el diario entre sus manos y se sentó sobre el viejo y mullido sillón de siempre. Sintió la humedad remanente en su pantalón pero poco le importó en ese momento, entonces sólo quería continuar leyendo antes de escribir su informe y elevar las quejas correspondientes, pero, primero, cerraría los ojos por un instante. Tan sólo por un instante y nada más.

José A. García (Argentina) Web: www.proyectoazucar.com.ar 133


El Callejón de las Once Esquinas

Alucinaciones Héctor

Núñez

Pensé que era un nuevo tipo de planta... —USTED DEBE cambiar su forma de vida, comer más saludable, inclu-

so cambiar ciertos hábitos que le están haciendo daño.

Llegué a esa espantosa crisis de la mediana edad, y de pronto, me encontré cuidando mis niveles de azúcar y colesterol. Me realizaba análisis clínicos periódicamente, pero lo que más dolió, fue la espantosa situación de abrirme, delatarme diría yo, para contar mis íntimas adicciones, por el simple hecho de prevenir posibles e imaginarias enfermedades. Por una arraigada costumbre, combinaba el alcohol con algún tipo de alucinógeno o calmante, así lograba sensaciones que ni en mil vidas hubiera experimentado, sentía una gran reconciliación conmigo mismo, o eso creía, ante los magros resultados de mis sesiones de terapia. Así le dije adiós a la carne e infinidad de embutidos, mas no a la mez134


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cla de vinos y drogas prescritas. No podía dejarme sufrir adicionalmente, ya de por sí, me había convertido en un habitante solitario en este hacinado purgatorio. Además era propenso a caer en somnolencias pasajeras, sin duda, sabrán que eran resultado de mis alocadas y pervertidas adicciones. Pero el sueño me angustiaba mucho más que la vigilia, aunque algunos me acusaran de cierto tipo de misticismo producido por mis delirios y ensoñaciones fantásticas. —¡Todo cambio conlleva un gran sacrificio! ¡Usted en poco tiempo será una nueva persona!

Vivía en una amplia casa desocupada, con una escasa instalación doméstica y paupérrimo mobiliario, tan solo conservaba, nunca supe el motivo, un corredor lleno de macetas con diferentes tipos de flores, algunos arbustos y tres pequeños árboles: olivo, magnolia y limonero. Al final de dicho corredor, como un ente enfermo, un raquítico jardín se asomaba famélico. Ahí reinaba la oscuridad con resignado mutismo. Sentado en ese lugar lograba revivir los incidentes más mínimos, escenas olvidadas, tales imágenes aparecían como si estuviera viendo un cinematógrafo viejo y desgastado. Caminaba diariamente al menos dos horas; aunque sufría la proximidad de cualquier criatura revestida de humano, toleraba el acercamiento como gente educada. En el mercado local compraba queso fresco, jamón serrano, nueces y vegetales como coliflores, acelgas, lechugas, brócolis, berenjenas y papas. Hasta que un día, al estar cortando las porciones necesarias para la comida, me encontré escondido dentro de una berenjena a una pequeña criatura de aspec-

to verde amarillento, con largos tallos en lugar de brazos y piernas, con brillantes y diminutos ojos rojos, una cabeza ovalada y arrugada, y la piel parecida a la de un vegetal marchito. Pensé que era un nuevo tipo de planta y la puse a remojar en agua. Aunque no era mi intención cocinar algo que tuviera vida. —Sobre todo debe dejar la bebida y su combinación con las drogas, su uso prolongado puede afectarle la noción de la realidad.

Me quedé un rato examinándolo, aun con la desconfianza de ver algo desconocido; al acercarlo a la luz, su color resplandecía como una hoja en pleno verano, el tono amarillo iba desapareciendo gradualmente y sus diminutos ojos adquirían un color parecido a la savia de los árboles. Sus brazos, si eso se pudieran llamar brazos, se abrieron perezosos, como si acabaran de despertar de un largo sueño. Empezó a bostezar y noté la ausencia de una dentadura. En verdad era un recién nacido pidiendo los pechos de una madre. Tenía que darle de comer. Exprimí los pedazos de una berenjena —supuse que de eso se alimentaba— y con un gotero le suministré una cuantas gotas. Los primeros días, esta rigurosa dieta pareció satisfacer sus necesidades primarias de alimentación, pero empezó a quedarse con hambre, así que empecé a darle una pasta hecha de brócoli, acelga y papa. A pesar de mi escasa experiencia acerca de estos menesteres domésticos, logró sobrevivir a mi noviciado de padre. Estaba intrigado por este fenómeno de la naturaleza. A plena vista podía imaginar que mi pequeño amigo pertenecía a una subespecie de flora extinta, 135


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aunque sus rasgos y movimientos también podrían pertenecer a una nueva clase de fauna debido a la contaminación, aunque pudiese ser un híbrido entre ambas especies. Era un pequeño enigma que estaba dispuesto a descubrir. Estudié todo los libros que pudieran llevarme a descifrar el origen de mi extraño huésped. No encontré nada que se asemejara a la pequeña criatura. Hasta que leí, a sugerencia de un amigo, El pueblo blanco de Arthur Machen y otros manuscritos que reseñaban vestigios de paganismo primigenio y de seres elementales de la naturaleza. —Usted no ha seguido las recomendaciones, se ve desmejorado y está perdiendo su brillo natural, además ese tono amarillo y seco de su piel da miedo.

Instalé a mi huésped en el corredor de macetas. Me dio la impresión de que estaría a gusto entre plantas y árboles. Improvisé una hamaca con una vieja bufanda, sin imaginar siquiera las calamidades que tendría en el futuro. Pues me empezaron a perseguir visiones tan siniestras y espectaculares que tuve que aumentar mi dosis diaria de drogas. Volví a tener pesadas vigilias nocturnas, ni el vino logró refrescar mis labios agrietados y quemados por la fiebre. Había quedado atrás el efecto tranquilizante de los calmantes. Y mi carácter, de por sí ya enfermizo, no hizo ninguna concesión a mi débil naturaleza. Caí en una terrible depresión. En las noches, sobre todo en las de luna llena, y con el rumor imperceptible de una charla, mi corredor se iluminaba con una amplia gama de colores verdes, amarillos y blancos; los árboles lograron romper sus prisiones de barro 136

y abrirse camino a través de las lozas, para afianzarse a la tierra con afiladas raíces, las flores duplicaron su brillantez y belleza. Pero el raquítico jardín seguía suspendido en el aire, oscuro, era una oquedad abierta en el corredor esperando despertar del largo letargo en que había caído. Mi pequeño huésped deambulada por cada rincón de la casa, y a su vez, pequeños brotes verdes empezaron a aparecer en las grietas y las esquinas, incluso en las más polvosas, sin que pudiera encontrar posibles explicaciones botánicas a esa súbita expansión de la naturaleza. En mi presencia nunca hablaba, solo me seguía con la mirada, esperando su ración diaria de comida para desaparecer entre las macetas del corredor. Había desertado de mis paseos, me limitaba a la compra de víveres una vez por quincena, además mi aspecto decaía como si hubiese tomado el camino de la salvaje abstinencia, mi delgadez competía con la de mi extraño compañero. Llené mi alma de odio y abominación por haber cedido en prodigalidad ante aquella criatura salida de un cuento de hadas. —Usted no tiene remedio, será mejor que busque otro especialista para sus males.

Soñaba o creí que soñaba o tal vez abusé de la última dosis que me quedaba. Todo comenzó con el sonido de apagadas notas de flauta, las cuales oía frecuentemente en mis afiebrados sueños, una música introductoria, como la de una obertura al dios de la primavera o de la muerte. Era domingo de Pascua y soñaba en la primicias de la resurrección. El aire se sentía caliente como el de los claros del bosque, el si-


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lencio era sosegado como el atrio de una iglesia, mi pequeño amigo me contemplaba con cierta reverencia, pero, de repente su aspecto de hizo sombrío. Proveniente del jardín una densa neblina se interpuso entre nosotros y en un instante se desvaneció todo en una densa oscuridad. Desperté atontado por el súbito desmayo y traté de abrir la puerta del jardín, pero vi una escena completamente distinta, que ni el poder del más potente opiáceo hubiese fundido tan armoniosamente. A la sombra del árbol había una mujer sentada, y varios seres, incluido el mío, bailaban con una simpatía particularmente insoportable. Traté de hablar para obligarlos a salir de mi casa, pero no pude, agité los brazos y vi como caía una nube de hojas sobre ellos. Sentí un estremecimiento cuando

las flores dejaron sus tallos y se elevaron por los aires como hermosas mariposas, escuché una música tan suave y delicada, que no pude evitar sobrecogerme. El rostro de la mujer era demasiado angelical y seductor, y acrecentó su belleza cuando se puso a bailar alegremente. Entonces pude notar que yo había trasmutado en un árbol y que mi raquítico jardín se había transformado en un frondoso bosque, con un hermoso estanque, donde encantadores alelíes, preciosos claveles y olorosas azucenas caminaban por todas partes. Aquello se convirtió en una admirable fiesta de tallos frágiles bailando por arte de magia. —¡Doctor! Sería conveniente aumentar la dosis de calmantes para el paciente del pabellón C, ¡esta otra vez delirando!

Héctor Núñez (México) 137


El Callejรณn de las Once Esquinas

Un relato de

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Luis J.

Gorรณstegui


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HACE UNOS DÍAS FUI AL TEATRO. Representaban una obra del escritor Nyosio Trinoalto Capitolino, versión libre de otra muy antigua, y tenía ganas de verla. Había mucho público, muy almidonados ellos, muy emperifolladas ellas. ¡Nunca entenderé estas nuevas modas! Entré en la sala y el acomodador me condujo, muy servicial, a mi asiento. Dieron el aviso y se apagaron las luces. La gente tardó unos segundos en guardar silencio. Se levantó el telón y comenzó la obra.

ACTO I – ESCENA 1ª

(Año 1275. Se ve un gran jardín. A lo lejos un castillo con una alta torre. Se ve luz en la ventana de la habitación situada en lo más alto de dicha torre. En el rincón del escenario, a mano izquierda, unos matorrales. Tras ellos dos personas: Clodomiro y Osvaldo. Son dos jóvenes amigos… amigos de la juerga y el despiporren). OSVALDO.— ¿Estás seguro de que es aquí, Clodomiro? CLODOMIRO.— Seguro, Osvaldo. Tengo su carta en la que me cita en este lugar. Ese es el castillo de su familia y aquella, la habitación donde ella me espera. (Dice señalando a la torre del castillo). OSVALDO.— No me fío. Ya sabes lo que dicen de Eustaquia las malas lenguas. ¡Ándate con ojo!... ¡Esa sólo va a lo que va!... ya me entiendes. CLODOMIRO.— Tranquilo, amigo. Sé lo que me hago. Pero por estar con ella sería capaz de todo. Es joven, guapa no… ¡guapísima!... y tiene un cuerpo… ¡para comérselo! Ya te dije que nos conocimos hace un par de días en la fiesta 139


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que dio Armando en su chalet de la playa. ¡Fue un flechazo!... te lo aseguro. Y ella siente lo mismo por mí… ¡me lo ha asegurado! Mira, lee tu mismo la carta que me envió ayer. (Osvaldo coge la carta y lee). Mi apasionado Clodomiro: Desde que te vi sólo puedo pensar en ti. Todo mi cuerpo se estremece de pasión. ¡Mi amor! ¡Quiero estar contigo! No puedo esperar. ¡Hazme tuya! ¡Mis perjúmenes se suliviantan por ti! ¡Amor mío! ¡Quiero tocarte! ¡Tenerte!… Ven mañana, a media noche, al castillo de EstirpeNoble, calle del Alceburlón, nº 529 bis. Mi habitación está en la torre del ala norte. No te preocupes, mi padre estará durmiendo, y la servidumbre vive en el otro extremo del castillo. Sube a mi habitación con la escala que colgaré de la ventana. Te estaré esperando con ansiedad. Toda tuya. Tu apasionada Eustaquia

(Osvaldo devuelve la carta a Clodomiro aunque no está del todo convencido). OSVALDO.— Bueno… si tú lo dices… Pero, por si las moscas, llévate esto (y le da un pequeño chisme), tenlo activado todo el rato. CLODOMIRO.— Todo saldrá bien, Osvaldo. ¡Pienso ponerme las botas!… Tú vigila hasta que suba a su habitación, por si viene alguien, y después marcha a tu casa, que la noche arrecia y hace frío. Ya te contaré mañana. Adiós. (Se ve a Clodomiro marchar hacia el castillo. Desde la ventada de la habitación de la torre una escala cae por la pared. Clodomiro comienza a escalarla). (CAE EL TELÓN)

ACTO I – ESCENA 2ª (Inmediatamente, el telón vuelve a subir. El escenario ha cambiado. Se ve el interior de una gran habitación. En la ventana se ve el garfio de una escala. En la habitación hay una gran cama y sobre ella una bella joven en camisón… muy pequeño y transparente leyendo un libro. Junto a la cama: un mueble tocador y una silla; en la pared: un armario doble y un par de pósteres de unos trovadores melenudos. Por la ventana surge Clodomiro. En cuanto Eustaquia le ve, corre a abrazarle). 140


Número 11

EUSTAQUIA.—¡Clodomiro! CLODOMIRO.—¡Eustaquia! EUSTAQUIA.—¡Por fin has llegado! No te habrá visto nadie, ¿verdad? CLODOMIRO.— Nadie. He tenido mucho cuidado. Mi amigo Osvaldo está vigilando. Le he dicho que se fuera en cuanto me viera entrar en tu habitación. EUSTAQUIA.— Bien. No lo debe saber nadie, aún. Mi padre me mataría si nos viera juntos, sobre todo si supiera lo que vamos a hacer. CLODOMIRO.— Por cierto… Tu habitación está demasiado alta. ¿No podríamos habernos visto en otra más baja? ¡Estoy derrengado de subir por la escala!, ¡y casi me caigo! EUSTAQUIA.—¡No seas quejica! Ya verás como hago que lo olvides… ¡cariño!... Ven. (Sin cruzar una palabra más, los dos fogosos jóvenes se fueron a la cama. Entonces comenzó lo bueno: besos, camisa fuera, arañazos apasionados, camisón fuera, más besos, calzones fuera, más arañazos, triqui, traca… que si boca arriba, que si boca abajo, es decir, ¡la repanocha madre! Entonces se oyen ruidos de pisadas subiendo las escaleras de la torre. Eustaquia, que no es tonta, adivina que vienen su padre y algunos de los sirvientes. Se escuchan voces. Y, por lo que se oye, sabe que su padre está muy cabreado. No sabe cómo, pero su padre ha averiguado que está donde está, y está haciendo lo que está haciendo. Y, como sabe lo que la espera si la descubren, reacciona rápido. Comienza a dar gritos, pide socorro, se desgarra la poca ropa que le queda encima. Comienza a simular que Clodomiro está abusando de ella. Clodomiro no sale de su asombro —el pobre es un poco corto—, y no entiende el cambio de actitud de su amada). 141


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(Y EUSTAQUIA exclama) .—¡Socorro!, ¡déjame, bribón! ¡No me toques, abusón! ¡Socorro! ¡A mí… auxilio… a mí! ¡Que alguien me ayude!, ¡que me deshonran!, ¡socorro! CLODOMIRO.—¿Pero qué dices, Eustaquia?, ¿por qué gritas? ¡Si eres tú la que llevas la voz cantante. Yo sólo estoy haciendo lo que dices que haga! ¡No seas bruta, y no te rompas la ropa! (Entonces se abre la puerta de la habitación y, como un torbellino, entra su padre, don Alustio Floridagrande y Vialáctea, conde de EstirpeNoble, seguido de sus acompañantes: su tía Edelmira, la hermana menor del conde, y su marido Hierónides. Incluso están sus hermanos menores Eleuteria y el pequeño Wenceslao, que no sabe exactamente lo que está pasando, pero ha subido porque todo esto le parece muy divertido. También está su prima Crescencia, aunque esta sólo ha subido para burlarse de Eustaquia. Por último, están algunos de los sirvientes del castillo. El conde está rojo de ira, azul de desesperación, verde de vergüenza, amarillo de ira…). ALUSTIO.—¡Estoy rojo de ira!…, ¡azul de desesperación!…, ¡verde de vergüenza!…, ¡amarillo de ira!… (Sí, ya sé que también estaba rojo de ira, pero es que la ira es una policromía). ¿Qué está pasando aquí? ¡Suelta a mi hija, desgraciado! (En cuanto Eustaquia le ve, salta de la cama y corre a abrazarle hecha un mar de lágrimas… (de cocodrilo… pero de eso su padre no se da cuenta, claro). EUSTAQUIA.—¡Oh, padre… papá… papaíto!... Ese malnacido ha querido abusar de mí…, tu hijita. ¡Menos mal que me habéis oído pedir socorro!... si no, no sé lo que hubiera pasado… (En un aparte, exclama EUSTAQUIA) .— ¡Maldita sea!... ¿Cómo se habrán enterado?... ¡Con lo fetén que lo estaba pasando! Pero debo seguir fingiendo o mi padre me matará. ¡Aunque Clodomiro deba morir por salvar mi honor!) ALUSTIO.—¡Guardias!, ¡guardias!... ¡Arresten a este alfeñique! CLODOMIRO.— Pero…, pero… EUSTAQUIA.—¡Matad a este desalmado!, ¡matadlo! Ha querido mancillar mi honor y debe morir sin dilación. CLODOMIRO.—¡Pero Eustaquia!... ¿Qué dices?... ¿Te has vuelto loca? ALUSTIO.—¡Silencio, greñudo!, y da gracias de que no te mate aquí mismo. ¡Llevároslo! ¡Deprisa! Bajadlo a las mazmorras. Mañana habrá un juicio… un juicio justo y equitativo… ¡y será ejecutado!... ¡Como me llamo Alustio! (Se ve cómo se llevan a Clodomiro encadenado, mientras Eutaquia sonríe aliviada). (En un aparte, exclama EUSTAQUIA) .— Mi honor será salvado… ¡aunque muera Clodomiro! 142


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(En un aparte, exclama CLODOMIRO) .— ¡Qué bruta es Eustaquia!... Esta me quiere… ¡muerto! (CAE EL TELÓN)

INTERMEDIO Se encendieron las luces del teatro. Se oyó una agradable voz que anunciaba un intermedio de 15 minutos. También se recordó al respetable público que en el bar del teatro se ofrecían unos canapés y bebidas totalmente gratis, galantería de los patrocinadores del evento: Electrodomésticos robóticos «El Mirlo», los más listos del mercado; y lejía «La Alondra Blanca», la mejor lejía del planeta y parte del sector galáctico, que deja la ropa tan blanca que, más que limpiar, quita el cacho. Como en todas estas ocasiones, en las que se anuncia comida gratis, los asistentes perdieron el culo por bajar al bar y arramplar con toda la comida y la bebida. Tras los 15 minutos anunciados se avisó que la función iba a continuar. El público, tras acabar con todas las viandas del bar, volvió elegantemente a sus asientos. Tras el tercer aviso de rigor las luces se apagaron. Comenzó el segundo y definitivo acto.

ACTO II

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(Sube el telón y vemos una gran sala. En ella se va a celebrar el juicio, juicio justo y equitativo en el que Clodomiro será declarado culpable y condenado a morir, aunque aún no se ha decidido la forma en que morirá… que para eso se celebra el juicio. En la sala hay mucho público ansioso de contemplar cómo se condena a un inocente. Entre el público está también Osvaldo, algo nervioso. Sabe que su amigo es inocente y espera que Clodomiro haga uso de su as en la manga para salir airoso del juicio y demostrar su inocencia. A su lado está su hermana, Eunice, que está enamorada de Clodomiro). OSVALDO.— Esto está a rebosar, Eunice. ¡Cómo le gusta a la gente el morbo de un juicio injusto! EUNICE.— Tienes razón, Osval. OSVALDO.—¡Te he dicho mil veces que no me llames Osval!... ¡Euni! EUNICE.—¡Vale, vale! No te sulfures… Osval…do. OSVALDO.— Mira, Eunice, ahí está el banquillo de la acusación, con el gran abogado don Nicasio Sauceflorido y Silvestre y sus tres ayudantes, contratados por el conde para la ocasión. Mira, también están Eustaquia, muy compungida, ¡la muy mentirosa!; su padre, el conde, tan cabreado que parece que va a estallar; la marquesa del Fresnoaliñado, doña Edelmira, tía de Eustaquia y hermana menor del conde, totalmente fuera de sí; Eleuteria, hermana menor de Eustaquia, que conoce de sobra a su hermana, y sabe que es más puta que las gallinas, pero que, sin embargo, no ha salido en defensa de Clodomiro por dos motivos: primero, porque Clodomiro prefirió a su hermana antes que a ella para «eso»… (No hace falta aclarar qué es «eso», ¿verdad?). EUNICE.— No, no hace falta. Y no me recuerdes esas cosas, que ya sabes lo que siento por Clodomiro, ¿vale? OSVALDO.— Perdona, no me acordaba. Además, aunque saliera en defensa de Clodomiro su padre no le haría el menor caso… Y segundo, porque cualquiera lleva la contraria a su querido padre, el conde… «¡Ni que estuviera loca!»... según me dijo hace un rato al entrar en el juzgado; también está Wenceslao, hermano pequeño de Eustaquia y Eleuteria, que no sabe muy bien por qué está aquí, pero que parece que se está divirtiendo mucho viendo cómo han venido vestidas algunas de las señoras de la ciudad…, sobre todo aquella gorda de la segunda fila del público y la de la quinta fila, butaca tercera por la derecha, que incluso se ha traído al juicio a su mascota: una cría de isseching de ala roja; mira cómo se ríe Wenceslao y las señala con el dedo; ahí está también Hierónides, marqués de Nuezalmizclera y esposo de doña Edelmira…, exactamente en ese orden…, ¡con eso está dicho todo!; y, por último, Crescencia, hija de doña Edelmira y don Hierónides, que, según me ha dicho, sería infinitamente feliz si su prima Eustaquia se rompiera una pierna… Sin embargo, en el banquillo de la defensa solo está ese delgaducho abogado, Teójenes del Ríobravo Seco, sin apenas experiencia judicial, que ha sido contratado in extremis para la defensa de Clodomiro, más por cumplir el expediente que por justicia y que no ha tenido ni tiempo para preparar la defensa. ¡Así ya se puede ganar un juicio! 144


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EUNICE.— No te preocupes, Osvaldo. Clodomiro es listo y sabrá lo que tiene que hacer… ¡ya verás! OSVALDO.— Esperemos que así sea, hermanita. (En eso, entra el juez. Se sienta en su sillón. Los guardias hacen entrar a Clodomiro en la sala y le sientan en el banquillo. El juicio da comienzo). SECRETARIO DEL JUZGADO.— Todos en pie. Da comienzo el juicio. Caso nº 735/1275. El reino contra don Clodomiro Cascoalado del Bosque. Pueden sentarse. JUEZ.— Señor Clodomiro, se le acusa de abuso con violencia y nocturnidad e intento de violación y deshonra manifiesta contra la persona de la señorita Eustaquia Floridagrande y Vialáctea. ¿Cómo se declara el acusado? TEÓJENES.— Inocente, señoría. JUEZ.— Bien, entonces… puede comenzar la acusación. (El abogado de la acusación se acerca al estrado). NICASIO.— Señoría, dada la delicada naturaleza del caso y para no alargar inútilmente el sufrimiento de la señorita Eustaquia, sólo voy a llamar a una persona al estrado a pesar de que existe un considerable número de testigos que podrían testificar en contra del acusado y su inexcusable comportamiento en la noche de autos. (Dice el abogado señalando al banquillo de la acusación donde están sentados todos los parientes de Eustaquia). JUEZ.— De acuerdo, letrado. Dé comienzo. NICASIO.— Gracias, señoría. ¡Llamo al estrado a la señorita Eustaquia! (El público, expectante, contempla cómo la hija del conde se sienta en el estrado. Lleva un precioso vestido de hilo de plata que realza su fina figura. ¡Todo el público alaba el buen gusto de su nueva heroína! Se oyen comentarios: «¡Realmente le queda muy bien!», «¡Está guapísima!», «¡A ver cuándo matan ya a ese cabezabote de Clodomiro!», y cosas por el estilo). SECRETARIO DEL JUZGADO.— Levante la mano derecha. ¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? Diga lo juro. EUSTAQUIA.— Lo juro. SECRETARIO DEL JUZGADO.— Diga su nombre y domicilio. EUSTAQUIA.— Eustaquia Floridagrande y Vialáctea. Castillo de EstirpeNoble, calle del Alceburlón, nº 529 bis. NICASIO.— Señorita Eustaquia, ¿podría indicarnos qué pasó en la noche de ayer en su habitación? EUSTAQUIA.— Sí, señor. Verá, estaba yo tranquilamente echada en mi cama leyendo un libro, un precioso libro que mi queridísimo papá me había regalado por mi cumpleaños, cuando, de repente, veo cómo entra una persona por la ventana. 145


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NICASIO.— Perdone, ¿por qué tenía echada la escala por la ventana? EUSTAQUIA.— Verá, señor abogado. Ya sé que no debo hacerlo, pero, en ocasiones, en lugar de bajar por las escaleras de la torre, me gusta hacer un poco de ejercicio y utilizo la escala para bajar y subir por ella. ¿Es un delito eso? OSVALDO.—¡Será mentirosa la muy…! ¡Si nunca ha hecho más ejercicio que llamar por holoteléfono! EUNICE.— Calla, hermano, no sea que te expulsen de la sala. NICASIO.— Nada de eso, señorita. Por favor, siga con la explicación de los hechos. EUSTAQUIA.— Pues bien, vi cómo entraba alguien. Después supe que se trataba de Clodomiro. Yo no le había visto en mi vida, ¡lo juro! Me pilló por sorpresa. Se abalanzó sobre mí y… (Gimotea), y… (Vuelve a gimotear más fuerte). OSVALDO.—¡Está fingiendo la muy sinvergüenza! NICASIO.—¿Se encuentra bien? ¿Desea que aplacemos el juicio? EUSTAQUIA.— No… Puedo continuar. Todo sea por hacer justicia y condenar a ese malnacido de Clodomiro… Se avalanzóme y forzóme… desnudarme quiso… ¡Deshonrarme se propuso! Yo con todas mis fuerzas me opuse, pero él más fuerte que yo era mucho… OSVALDO.— (Gritando). ¡Eso es mentira! JUEZ.—¡Silencio! No permitiré otra interrupción. ¡Silencio! NICASIO.—¿Se encuentra bien, señorita?... Como se ha puesto a hablar al revés… EUSTAQUIA.— Perdón, señor abogado…, es que cuando me pongo nerviosa me sale la forma de hablar de mi madre, que en paz descanse... Era de las Tierras Altas del Este, ¿sabe? NICASIO.— Bien. Continúe, por favor. EUSTAQUIA.— Como decía, yo intenté defenderme. Grité todo lo que pude. Él me arañaba y estuvimos forcejeando. Afortunadamente mi padre, y tras él mi querida familia junto con algunos de nuestros sirvientes, entraron en mi habitación antes de que pasase nada peor… Y eso fue todo. (Vuelve a gimotear). NICASIO.— Muchas gracias. Sólo una última pregunta. ¿Tiene alguna prueba que corrobore lo que nos acaba de decir? EUSTAQUIA.— Sí, señor. (Eustaquia se arremanga el vestido y muestra al juez los arañazos que Clodomiro le había provocado). NICASIO.— Eso es todo. Muchas gracias. JUEZ.— Su turno, abogado defensor. TEÓJENES.— No…, no haré preguntas, Señoría. JUEZ.— De acuerdo. Señorita Eustaquia, puede volver a su asiento. Pasaremos ahora al turno del abogado de la defensa. Cuando quiera, letrado. TEÓJENES.— Gracias, señoría. Con su venia, llamo a declarar al acusado: don Clodomiro Cascoalado del Bosque. (El público observa impaciente cómo Clodomiro sube al estrado. Se oyen algunos insultos… que no voy a repetir aquí por respeto). 146


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SECRETARIO DEL JUZGADO.— Levante la mano derecha. ¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? Diga lo juro. CLODOMIRO.— Lo juro. SECRETARIO DEL JUZGADO.— Diga su nombre y domicilio. CLODOMIRO.— Clodomiro Cascoalado del Bosque. Calle del Racimojugoso, nº 33, 2ºB. TEÓJENES.— Señor Clodomiro Cascoalado, ¿puede contar a esta sala lo que, según usted, sucedió en la habitación de la señorita Eustaquia en la noche de ayer? CLODOMIRO.— Por supuesto. (Clodomiro narra lo mejor que puede, el pobre, lo que sucedió ayer noche: lee al juez la carta que le envió Eustaquia…, cómo subió por la escala que Eustaquia le había dejado caer por la ventana…, cómo le estaba esperando Eustaquia toda ansiosa por… por… ¡por hacer eso con él, vamos!). TEÓJENES.— Bien. Díganos, cuando entraron el señor conde y sus acompañantes en la habitación, ¿por qué no se defendió exponiendo lo que nos acaba de contar? CLODOMIRO.—¡Pero si no me dejaron hablar!... Yo no hacía más que intentar razonar con el Conde, pero estaba hecho un energúmeno, y no pude ni abrir la boca. Todo fue tan rápido… NICASIO.—¡Protesto, señoría! El acusado está injuriando el buen nombre del conde y de su hija. JUEZ.— Protesta aceptada. En adelante el acusado se abstendrá de realizar tales tipos de afirmaciones. OSVALDO.—¡Joder!... ¡Este juez está comprado!... Así ya podrán. EUNICE.— Tranquilo, hermano, aún no ha terminado esto. TEÓJENES.—¿Tiene alguna prueba que corrobore lo que acaba de decir? CLODOMIRO.— Sí, señor abogado. (Entonces Clodomiro sacó del bolsillo derecho de su chaqueta un pequeño chisme. El silencio se cortaba en la sala. Clodomiro entrega el aparato a su abogado). TEÓJENES.— Señoría, presento esto como prueba de la defensa. JUEZ.— Bien. Pero espero que no sea ningún subterfugio para alterar el buen curso de este juicio, abogado. ¿De qué se trata? TEÓJENES.— Lo cierto es que no lo sé, señoría. El acusado no quiso decírmelo cuando hablé con él esta mañana temprano. Pero le aseguro que es crucial para este juicio… por lo que me ha dicho el acusado. JUEZ.— Bien. Continúe, pero si veo algo raro corto esto por lo sano, ¿entendido? TEÓJENES.— Sí, señoría. Señor Clodomiro, ¿puede explicarnos qué es esto? CLODOMIRO.— Se trata de un GHP3D…, un grabaproyector holográfico 147


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panorámico 3D, modelo Lewec-58... Ayer grabé todo lo que pasó. (Sin dejar que nadie de la sala, sobre todo el juez y el abogado de la acusación, pudieran reaccionar, Clodomiro acciona el pequeño chisme. Lo lanza al aire. Entonces algo asombroso sucede. El GHP3D, suspendido en el aire en medio de la sala, comienza la proyección holográfica y esta se transforma, al menos visualmente, en la habitación de Eustaquia). OSVALDO.—¡Sí!... Al menos me hizo caso y usó el chisme que le di… ¡Ahora verás, hermana!... Ya no podemos perder el juicio… ¡Mira cómo se ha quedado Eustaquia!... muda de pánico. (Entonces en medio de la sala, ahora convertida en el lugar de los hechos, se ve cómo Clodomiro aparece por la ventana, cómo Eustaquia corre a abrazarle, se ve y oye lo que ambos jóvenes se dijeron en la noche de autos). «(…) EUSTAQUIA.— ¡Por fin has llegado!... No te habrá visto nadie, ¿verdad?... (…) CLODOMIRO.— Nadie. He tenido mucho cuidado… (…) EUSTAQUIA.— Bien. No lo debe saber nadie…, aún. Mi padre me mataría si nos viera juntos… (…) (…)»

(Se ve cómo Eustaquia, pérfida serpiente mentirosa, engaña a todos simulando que Clodomiro la estaba atacando, y cuál fue la inocente reacción de Clodomiro). «(…) EUSTAQUIA.— ¡Socorro!, ¡déjame, bribón! ¡No me toques, abusón! ¡Socorro! ¡A mí… auxilio… a mí! ¡Que alguien me ayude!, ¡que me deshonran!, ¡socorro! CLODOMIRO.— ¿Pero qué dices, Eustaquia!, ¿por qué gritas? ¡Si eres tú la que llevas la voz cantante. Yo solo estoy haciendo lo que dices que haga! ¡No seas bruta, y no te rompas la ropa! (…)»

(Cuando la grabación holográfica finaliza nadie se mueve. Todos están como hipnotizados. Los abogados de la acusación no hacen más que mirarse entre ellos y al juez… No pueden hacer nada. Saben que han perdido el juicio). TEÓJENES.— No hay más preguntas, señoría. (El juez no tiene más remedio que declarar inocente a Clodomiro). JUEZ.— Ante esta nueva y sorprendente prueba no creo que haga falta seguir con el juicio. Declaro inocente al acusado don Clodomiro Cascoalado del Bos148


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que. En cuanto a la actitud de la señorita Eustaquia… lo dejo en manos de su padre, él sabrá ejercer justicia. ALUSTIO.—¡Voto a Bríos! ¡Por supuesto que haré justicia! ¡La mandaré a nuestros campos de labranza… hasta que se haga una mujer decente! ¡Como me llamo Alustio! (Clodomiro baja del estrado. Cuando pasa delante de donde está sentado el conde, este le dice:) ALUSTIO.— Perdona, hijo. CLODOMIRO.— No se preocupe. Yo también tengo parte de culpa. No debimos hacerlo. De todas formas… tiene una hija de cuidado, ¿sabe? (Se ve cómo Clodomiro sale de la sala acompañado de su amigo Osvaldo y su hermana Eunice). OSVALDO.—¡Felicidades, Clodomiro! Ni por un minuto he dudado de ti. CLODOMIRO.— Gracias Osvaldo, pero todo ha sido gracias a ti. Si no me llegas a dar el grabador holográfico hubiera estado perdido… Por cierto, Eunice, ¡estás hecha toda una mujer!... ¿Sabes que estás muy guapa? EUNICE.—¿De veras, Clodomiro? Muchas gracias. (Y se sonroja). (CAE EL TELÓN) (FIN DE LA OBRA) Se encendieron las luces del teatro. Mientras el público se levantaba de sus butacas y comentaban la obra, yo permanecí sentado escuchándoles con cierta curiosidad vanidosa de autor, lo admito. En la butaca de atrás, un chiquillo de unos diez años le preguntaba a su madre, todo intrigado: —Mamá, ¿qué es un isseching de ala roja? —Creo que es una especie de dragón volador enano —respondió su madre. —¿Me comprarás uno, mamá? —No. No son autóctonos de nuestro planeta y los pocos que hay son carísimos y no podemos permitirnos el lujo de comprar uno de importación. —¡Jo, mamá! ¡Yo quiero un isseching de ala roja!... ¡Yo lo quiero! Vi cómo la madre intentaba sacar a su hijo a rastras del teatro mientras el chico luchaba y lloraba porque quería uno de esos bichejos. Finalmente me dirigí fuera. A las puertas del teatro quedaba ya poca gente. El resto se habían marchado a sus casas en aerotaxi, en hiperbús o en turbosubway; algunos en sus aerodeslizadores particulares. Recuerdo un par de viejetes que aún conversaban comentando la obra. Parecían estar discutiendo. —¿Qué te ha parecido la función, Desidónio? —preguntó uno de ellos. —¿Qué función dices, Sínforo? —le respondió el otro. —¿Cómo que qué función?, pues la que acabamos de ver, ¿para qué has veni149


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do si no, viejo chivo? —Yo, no sé tú, pero… ¡yo he venido por los canapés gratis! A esa hora nocturna la ciudad de Daracia aún bullía de actividad, y la gente presumía con sus extravagantes vestimentas —sí, confieso que nunca entenderé estas nuevas modas, mezcla de excentricidad y gusto por lo retro, y eso que ya tenemos cierta historia como para haber aprendido a vestir mejor: no en vano la humanidad colonizó este planeta, Ageranthia, en el año terrestre 33775 d.C., según cronología galáctica estándar (CGE); y por tanto, el año 1275 en el que vivimos, según cronología local ageranthiana, corresponde al 35050 d.C. CGE, y, sin embargo, en cuestión de modas seguimos en las nubes—. ¡En fin! Llamé a un aerotaxi y me fui a casa, al día siguiente tenía mucho trabajo.

Luis J. Goróstegui Ubierna (España) Blog: observandoelparaiso.wordpress.com 150


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Crónica apócrifa de un afrancesado (II) Los espiritistas (Continuación) Plinio

el Bizco

Cuando un hombre reflexivo pasa a la acción siempre se equivoca.... 151


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ZARAGOZA ESTABA TOMADA por un ejército gabacho que tenía la misión de llegar hasta Cádiz para reinstaurar a Fernando VII en la vieja poltrona del antiguo régimen. La ocupación pasajera de «Los cien mil hijos de San Luis» no podía catalogarse de silenciosa, los prostíbulos de la ciudad funcionaban a destajo desde que tras romper filas se diera licencia a las tropas hasta la próxima retreta. Himnos tan patrióticos como atronadores se entonaban en los descansillos de las escaleras para atemperar las esperas, llegando a resonar poco después el eco de la Marsellesa con un choque de bacinillas a modo de timbales en muchas de las alcobas de las calles del Caballo, Paraíso y Peromarta. Después, las tabernas mantenían aquel jolgorio regándolo con anises y orujo a falta de ajenjo para aquella soldadesca ebria y desfogada capaz de jugarse el resto de la paga a los dados o a los puños. Como cronista de la Gaceta tenía el encargo de escribir una historia sobre alguna de las heroínas que destacaron durante los famosos asedios que sometieron a la ciudad estos mismos soldados o sus bárbaros progenitores apenas una década anterior. Un encuentro fortuito me había hecho cambiar los planes al descubrirme un viejo conocido la proeza, anónima para las crónicas, de una mujer a la que se nombraba como Pilarín Escarlata. Después supe que había conducido por la cuesta de la Trinidad un cañón pesado de veinticuatro libras para sorprender por la retaguardia a un batallón de granaderos en pleno asalto a la universidad. Así logró, el cuatro de agosto, encabezar una masa furiosa de baturros, 152

frailes y otros voluntarios, que empujó una columna desprotegida de fusileros hacia el «Hospitalico» de huérfanos y los hizo desaparecer al arrastrarlos hasta un enorme pozo, sito en las inmediaciones, que los acogió fatalmente. Como no pude recabar muchos más datos, me pasé por la redacción del periódico, en el pasaje de los Giles, a ver si el director conocía algo de aquello. Cuando llegué apenas conseguí que «el jefe» me prestara atención. Estaba con un joven escritor llamado Braulio Foz y con las galeradas de su novela, que iban a sacar por entregas, titulada Las aventuras de Pedro Saputo. Se me quitó de encima mandándome a un café del Coso frente al teatro que parece ser frecuentaba la tal Pilarín, no sin antes lanzarme un reproche del tipo: —Siempre saliéndote con la tuya. El local tenía ya el ambiente bronco de una cantina portuaria, grupos de soldados se arremolinaban sobre las mesas, los veteranos contaban hazañas patéticas de la guerra y mandaban a los novatos a por nuevas rondas en la barra; no había más paisanos que el tabernero y unos asustadizos ayudantes que junto a él dispendían, derramando el vino y la cerveza por los fregaderos cada vez que sirviendo oían el inesperado choque de las bolas de un billar desvencijado. Pilarín estaba apostada tras un barril de vino rancio; bebía un licor oscuro con dos zapadores que pretendían impresionarla con sus historias de ingenieros. —Cuéntale cuando descubrimos el martyrium de una basílica enterrada después de la explosión de un hornillo cargado de dinamita. Aquí mismo, bajo la Cruz del Coso. —Sí —dijo el otro—. Y aquellas cosas


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de ojos brillantes que huyeron por las paredes arrastrándose como lagartos... Al oír eso Pilarín cambió su expresión de mirada abstracta por otra de zalamería interesada. No pude escuchar lo que les dijo porque en ese instante entró otro grupo despendolado cantando la Marsellesa, pero debió de ser una invitación a seguirla porque los tres abandonaron su banqueta. Los seguí hasta las inmediaciones de la universidad en el Coso Bajo. Al trasluz de la luna, la belleza de Pilarín resplandecía, su extrema delgadez le hacía parecer un fantasma cubierto de ropajes folclóricos. Les hablaba de un antiguo ninfeo del tiempo de los romanos, reconvertido en fuente en época de los árabes, y que ahora servía como pozo al Hospital de Huérfanos. Entraron por Palomar y giraron a la derecha; los soldados comenzaron a desconfiar al ver en ruinas todo el caserío de los alrededores. Las huellas de la fusilería mellaban cada una de las fachadas. Apenas tuvieron tiempo de arrepentirse. Pilarín los empujó por una sima que

se abría antes de llegar al murete del pozo. Acto seguido, la homicida apresuró el paso para escapar mirando tras de sí por si había algún testigo. No pude hacer nada por ellos. Me faltó poco para no resbalar yo mismo, porque hasta que no estuve al borde de la falla no me percaté de la oquedad. Así descubrí cómo logró eliminar una compañía entera, empujándolos hacia el abismo. Con cuidado me asomé al pozo para ver si podía rescatarlos desde allí, ya que desde la fractura sólo los oía gritar desesperadamente. Al tomar perspectiva desde la cavidad, me pareció ver unas sombras reptantes cabeceando vigorosamente al compás oscilante de su masa. Una de aquellas cosas alzó su cabeza babeante hacia el pozo y entonces puede ver unos ojos encendidos desafiándome mientras sacaba una lengua bífida que me hizo apartar la mirada. Cuando volví a mirar ya no había soldados, sólo unos jirones sanguinolentos coronados por un par de botas. Impresionado por aquella imagen tuve que reaccionar si no quería perder el rastro de la asesina. La mujer se había internado por la calle del Heroísmo; allí 153


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durante los combates hubo tal cantidad de muertos que los apilaban para que les sirvieran de escalas y poder asaltar las casas por los balcones. Corrí tras ella hasta la calle Romea donde le perdí la pista; allí no percibí más señal que el vuelo de su mantón adentrándose por la puerta de una taxidermia. Siempre impresiona ver la muerte detenida, decenas de animales en las estanterías ordenados por su fiereza y las paredes sembradas de cabezas de venados, mostrando el esplendor blanqueado de sus cornamentas. No sabía muy bien lo que me proponía, en principio sólo quería encontrarla. Descorrí una cortina que ocultaba un cuartucho donde olía a cadáver de mofeta, sobre un hornillo se estaban cociendo unos cráneos de jabalí para despojarlos, seguramente más tarde, de toda la carnaza. Era el taller del disecador, con todo su instrumental sobre un tablón sostenido por caballetes. Salí de allí pitando. Al final del pasillo me topé con unas escaleras que conducían a la típica bodega aragonesa labrada en ladrillo; allí, en medio de la cavidad, estaban Pilarín y el taxidermista, rodeados de bañeras rebosantes de ácidos y alumbres. Al verme bajar las escaleras, el hombre se dirigió a mi encuentro. —Señor, lamento decirle que a estas horas la tienda está cerrada para los turistas. —No hago turismo, seguía a esa mujer para hacerle una entrevista cuando he visto lo que hacía con esos desgraciados. Al oír esto Pilarín me increpó desafiante: — ¿Y quién le manda entrevistarme? Algún entrometido de la Hermandad de la Sopa. —En la Gaceta me pidieron que es154

cribiera sobre alguna de las heroínas de los Sitios. Ahora que la ciudad está invadida nuevamente por franceses, pensé en usted, pero ya veo que usted es otra cosa. —¡Eso es magnífico! —dijo el hombre—. Mi nombre es Santiago, pero puede llamarme Yago y a ella ya la conoce: ¡Pilarín Escarlata! Le contaré otra historia —añadió el disecador, continuando con verborrea de malabarista— para que escriba si quiere sobre ello... —Antes explíqueme qué eran esas bestias que he visto desde el pozo —le interrumpí. —A eso iba, je, je. Señalándome otra estancia me invitó a pasar a lo que parecía ser una «sala de los horrores». En unos pedestales de piedra se alzaban sobre sus dos patas traseras una colección disecada de lagartos gigantes que no tenían nada de apolíneos. —¿A estos bichos se refería? —me preguntó sonriendo. —Sí, o eso creo —respondí. —Supongo que conocerá a nuestro paisano Félix de Azara, el gran expedicionario pionero de «la evolución de las especies». De uno de sus viajes a Indonesia se trajo varias parejas de estos dragones de Komodo que donó a la ciudad para ver si eran capaces de reproducirse en cautividad. Los saurios fueron recluidos en el Jardín Botánico que, como sabrá, fue bombardeado durante la guerra y del que desgraciadamente escaparon para hacer de las cloacas de la urbe su hábitat. Desde entonces, no sólo no se han extinguido, sino que se han reproducido considerablemente gracias a que se alimentan de todo lo que les llega de las calles, ya sea un escuadrón de soldados o una remesa de abortos procedentes de las casas de citas.


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—Ya, y vosotros os dedicáis a proporcionarles alimentos para después cazarlos. —Sí, más o menos, pero no se crea que es sólo por matarlos. En las islas del Pacífico, de donde provienen, los indígenas les temen porque se cree que se apropian del alma de sus presas. Aquello que acababa de oír me dejó confuso. Debía admitir que la mirada de aquellos lagartos tenía algo de humana. Comencé a observarlos más detenidamente, había casi un centenar de ellos. Uno me llamó la atención porque sostenía un dado en una de sus patas delanteras, que conocía, era un dodecaedro similar al que lanzaba el capitán Gerard. El disecador advirtió mi estupor. —Lo encontré en el estómago de la bestia con alguna que otra insignia de oficial no disuelta por los jugos gástricos. No sé si alguna vez podré olvidar aquella espectral mirada atrapada en el ámbar de la nada que reconocí en mi semejante cuando lo estudié detenidamente. El taxidermista aprovechó mi aturdimiento para decirme:

—Venga conmigo, daremos cuenta de alguno de ellos, coja esta ballesta. Cuando un hombre reflexivo pasa a la acción siempre se equivoca. Todo me hacía desconfiar de aquel sujeto y, sin embargo, lo estaba siguiendo por una trampilla abierta en el suelo. Pilarín nos guiaba con antorchas y Yago se volvía constantemente atusándose los bigotes para decirme: —Si le muerden, morirá desangrado, su saliva es anticoagulante. Je, je. Pronto alcanzamos la sima por la que se habían despeñado los zapadores, con el fondo del pozo a escasos metros iluminado con antorchas fijas. Gracias a ellas pude ver lo que ocurrió, desde arriba. Los cuerpos yacían despedazados sin sus ánimas, el lugar era un colector del que partía una red de cloacas. Pilarín se adentró por una de ellas. —Sabemos dónde encontrarlos, suelen frecuentar los sumideros de los hospitales o conventos en espera de algún despojo —dijo la baturra—. Por aquí siempre hay alguno porque rondan el hospicio. Los expósitos no suelen salir adelante. Las carcajadas de mis acompañantes

Grabado de Francisco de Goya 155


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se detuvieron cuando escuchamos una especie de mugido grotesco. Acto seguido comenzó a fluctuar por los arroyuelos cercanos un trajín pesado de cuerpos y patas. —Tenemos que salir de aquí —dijo Yago y, antes de que me diera cuenta, los había perdido. Su voz me llegó desde la lejanía: —Me faltaba el alma de un afrancesado. Ja, ja, ja. El pánico se presentó de repente en forma de plomada. Tenía que buscar una salida en aquella ciudad subterránea. El primero de esos bichos que se cruzó en mi camino se abalanzó cabeceando como novillo. Desafiante y furioso, iba dejando detrás un reguero viscoso de babas. Cuando estuvo a escasos pasos se alzó sobre las patas traseras rugiendo inmóvil hasta hacerme llegar su fétido aliento. Disparé la ballesta, la flecha se hundió en su pecho hasta la palomilla y aquel ser me miró sin entender nada antes de desplomarse muerto. Le seguían otros muchos algo más torpes que se cruzaban y chocaban entre ellos. Afortunadamente se despistaron en un sumidero, donde al parecer acababan los restos de una leprosería. Acabé por encontrar un terraplén por el que corrí hasta maldecir todo el rapé de mi juventud. Un artefacto metálico me esperaba posado en una especie de montículo. Funcionaba por un extraño sistema de

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poleas que comenzaron a alzarse después de pulsar un botón que indicaba «1934». El elevador no se detuvo hasta que no se plantó en esa fecha. Si esto que he narrado fue una visita a los infiernos levanto el acta de la crónica. Al salir del portal al pasaje vi que se había instalado un partido político en el local en que antes había estado la Gaceta. Eran los fascistas de las JAP (Juventudes de Acción Popular). En la calle, cegado por el sol, se escuchaba el trasiego habitual; limpiabotas, buhoneros, cigarreras y loteras se desgañitaban apostadas en las esquinas del Tubo y los anarquistas vendían corbatas para engordar la caja de resistencia. Otra huelga general estaba cerca.

FIN Plinio el Bizco (España)


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San Iridalgo Salvador

Esteve

La noticia me dejó un poco frustrado... AL LLEGAR ME ADENTRÉ por sus callejuelas y sus repechos de piedra, percibí las sinuosas imperfecciones de sus casas, enseguida aquel pequeño pueblo encaló mi corazón. La humedad del ambiente de Peñascarcha se incrustó en mis huesos, pero el calor de su gente pronto reconfortó mi ánimo. Doña Aurelia, con un fardo de leña al lomo, me hizo un pequeño ademán con el rostro. Don Fausto, viejo y encorvado, con pliegues en sus manos de mil arados, levantó su bastón a modo de saludo, mientras dos niños sorbían sus mocos embelesados con mi presencia. El vuelo de la cigüeña al posarse en el campana-

rio de la iglesia me recordó que mi llegada a aquel lugar era por trabajo. El obispado me había enviado para ocupar el puesto del difunto y querido don Anselmo. Al principio la noticia me dejó un poco frustrado, esperaba tal vez una comunidad mayor donde empezar con fuerza mi escalada en la jerarquía eclesiástica. Los acontecimientos venideros harían replantearme estos objetivos más bien mundanos. Era un pueblo de unos seiscientos habitantes, y la devoción que sentían sus gentes, sobre todo las mujeres, por San Iridalgo me sobrecogió. Toda pasión por un santo se podría conjeturar como 157


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un acto de fe, pero se respiraba certeza en cada palabra de los parroquianos. Su fervor tenía tintes de una realidad que habían vivido en sus carnes, la habían mamado de sus ancestros. Las jóvenes casaderas de Peñascarcha pedían a San Iridalgo un hombre para compartir su vida, y pronto, muy pronto, se veían recompensadas. Los varones, impasibles, prácticamente habían aceptado su sumiso papel en la disponibilidad a que el santo les tocara con su poder casamentero. Josele me contó que nunca había pensado en Genoveva para madre de sus hijos, pero que un día la vio en la fuente y, cautivado por su mirada, sin sed bebió. Ahora viven felices y tienen tres retoños. Godofredo soñaba con ser actor, y cuando Luciana pidió compañero, empezó una película con ella de amor y pasión. El año 1962 es mítico. En casos excepcionales, y solo como último recurso divino, San Iridalgo echaba mano de individuos no oriundos. La serpiente multicolor iba a coronar el puerto de tercera categoría de la vuelta ciclista a España. El farolillo rojo, un tal Nemesio Rueda, vio a Magdalena con un pañuelo, mas no lloraba, le hacía señas. Sin pensarlo, se apeó de su bicicleta y se dirigió a su encuentro; el farolillo ilumina ya para siempre la vida de Magdalena, su primogénito ganó el Tour del Porvenir. Pasé varios años felices, con una paz espiritual que nunca creí poder conseguir. A veces, llegué incluso a pensar que aquel pueblo era como un experimento supremo, como un vergel en este mundanal barrizal de materialismo y efímeras emociones. Pero un trece de marzo, negros nuba-

rrones se cernían sobre Peñascarcha. Benilda era una moza de rostro nada agraciado que vivía en su caserío rodeada de aperos y animales. De niña quedó huérfana de madre y también de infancia, pues tuvo que enfrentarse a las labores propias de la casa y, con los años, a cuidar de su padre enfermo. Tras la muerte de este se convirtió en una joven huraña con una existencia solitaria. Con paso firme se dirigía a la iglesia. Su cara reflejaba felicidad, su cuerpo escupía confianza, por fin había acumulado valor y vencido al pudor. Todos sabían lo que iba a pedir a San Iridalgo. Dionisio, Leocadio y Cipriano, los tres posibles pretendientes, se asustaron. A la semana siguiente, Dionisio se alistó voluntario en la Marina. Con la azada era un jabato, pero no me lo imaginaba surcando los mares. Leocadio tuvo una revelación y anda por África en misiones. Cipriano…, bueno, Cipriano tiene un póster tamaño natural de David Beckham en su habitación, y no le gusta el fútbol. Pasaron meses y Benilda aún esperaba. Su sonrisa se iba desdibujando, su esperanza menguaba con el tiempo. El prestigio de San Iridalgo, cincelado a fuego a través de los años, tal vez siglos, como paladín de las jóvenes casaderas en busca de un marido, iba a quedar en entredicho, la convicción peligraba, se marchitaba. Medité largo tiempo sobre el asunto y, con ayuda de la fe, tomé una decisión. Esperaba ser recompensado en las alturas, pero ni mis feligreses ni el obispo, y mucho menos la Santa Sede, lo comprendieron cuando dejé el sacerdocio y me casé con Benilda. Por cierto, he de confesar que soy inmensamente feliz.

Salvador Esteve (España) 158


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Gambito de dama Isidro

Moreno

Comprobó que faltaba una pieza... EN AQUEL LEJANO y rico país, el rey se aburría soberanamente. Para eso era el soberano. Todas las cuestiones políticas y sociales funcionaban como su reloj de pared que, aunque estaba fabricado en Londres, él afirmaba que era suizo a pesar de que, hasta entonces, los suizos no hacían relojes, pero este despistado rey, puso en la pista a los helvéticos que, con el tiempo, se harían los reyes mundiales de la relojería.

Nada le preocupaba y de nada quería ocuparse. Sus ministros, consejeros y servidumbre sabían que lo esencial era no molestarle y siempre, ante quien pretendiera dirigirse al monarca, tenían un «Al rey, no». Quizás de ahí provenga la palabra reino. Su mayor ocupación era el ajedrez. Esta actividad la anteponía a cualquier deber social, político o familiar, dedicándole gran pasión y un tiempo ili159


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mitado. Hay quienes le atribuyen ciertos términos, estrategias y modificaciones de tan reputado juego, o deporte del alma, como lo apodaba el soberano. Con la edad, comenzó a adquirir manías y rarezas. El rey se volvía loco. En realidad le aquejaba una paranoia de caballo, pues sospechaba que algo o alguien pretendía eliminarlo. Contaba que un día, al iniciar la partida, comprobó que faltaba una pieza de ajedrez. En principio fue una, al día siguiente, dos; luego, tres, cuatro, etcétera, hasta que, debido al enfado del rey, la situación se tornó preocupante para todos ya que afectaba a temas y cuestiones de estado más serias y relevantes. Así pues, el rumor sobre la locura del monarca, se extendió por todo su pequeño reino. Ordenó buscar las fichas faltantes y habló con el orfebre y con el maestro carpintero de palacio para fabricar múltiples réplicas exactas de las valiosas piezas perdidas. Aquellos artesanos se ocuparon, con notorio desagrado, en tallar figuras de ajedrez para sustituir todas las bajas habidas y las posibles futuras, en los más de cien tableros que, con sus respectivas piezas de distintos estilos y tamaños, conformaban la impresionante colección real. Existían tallas copiadas de ejércitos orientales y occidentales de casi todo el mundo conocido hasta entonces; así se podrían contemplar figuras de hermosos caballos erguidos sobre sus patas traseras, elefantes indios, dragones chinos, torres almenadas, pagodas orientales, aguerridos soldados, caballeros, emperadores ostentosos, adustos reyes y hermosas reinas cinceladas en nobles metales o en maderas policromadas con todo lujo de detalles. Una mañana, abatido el rey ante el 160

enigmático panorama, con apenas fichas y a punto de abandonar para siempre su juego favorito, dicen que recibió la visita del alfil blanco que, con aire misterioso, osaría narrar al rey la causa e interpretación del enigma sobre el tablero: —Majestad, permitidme que os narre y aclare el misterio que desde un tiempo os aflige. —¿Qué sabéis vos de mis aflicciones? —respondió con desdén el monarca. Acto seguido, su alfil, en actitud humilde propia de un vasallo, comenzó a narrarle la historia de las piezas de ajedrez desaparecidas. —Hubo un día que un alfil negro no se presentó a la partida matinal y usted, mi señor, un tanto contrariado, buscó un sustituto en otro tablero, sin dar mayor importancia »Al día siguiente —continuó el alfil blanco—, había una falta de dos fichas: el alfil negro, nuevamente, y un caballo negro. Usted ordenó su rápida sustitución y también la fabricación de las piezas faltantes, porque procedían de distinto conjunto y constituía una falta de rigor que jugasen piezas de diferentes estilos, tamaños y tonalidad sobre un mismo tablero. »Al poco tiempo, de nuevo volvieron a faltar las piezas ausentes en las anteriores jornadas más una torre negra, lo que provocó la ira a su majestad. Imagino que lo recuerda, mi señor. —El rey, aturdido, se limitó a asentir con la cabeza—. Pues bien, esto era el inicio de una estratagema urdida por Alfil Negro que para probar las fuerzas de nuestro ejército, prefirió atacar de forma progresiva al rey blanco: a usted, mi señor. »Alfil Negro es conocedor de su afición incondicional al noble juego del ajedrez y que por ello es capaz de aban-


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donar todo lo demás. »Primero se apropió de un caballo negro, luego preparó una estancia en una de las torres negras que también despareció del tablero, después compró la voluntad de unos peones también de su propio ejército negro. En posteriores días, traspasó las líneas enemigas y se internó en nuestro terreno, para lo que sobornó a unos soldados —peones— blancos y eliminó a otros que no accedieron al soborno. »Usted, majestad, se limitaba a sustituir cada día las piezas faltantes sin molestarse en conocer la causa ni ocuparse de la defensa que necesitaba su ejército, su equipo, sus compañeros, su familia en definitiva. El rey continuaba con su mirada fija en el infinito, sin expresión coherente. —Se preguntará usted —prosiguió Alfil Blanco—, por el motivo o el fin del malvado Alfil Negro. —El rey mantuvo silencio y se limitó a cambiar el punto de fuga de su mirada—. Pues me temo, mi señor, que Alfil Negro se enamoró de la reina durante las largas partidas de ajedrez. Luego, en la oscuridad de la caja donde descansamos, la sedujo, después le robó el corazón y después… urdió el rapto de nuestra Reina Blanca. »¿Cuánto tiempo hace que no ve su majestad a nuestra reina? Es sabido que ya no comparten lecho, pero no sé si usted se ha percatado de que desde hace bastantes días, tampoco comen juntos y toda la comunicación se reduce a los recados y mensajes de las damas de compañía de nuestra señora que, en cada comida o cada acto en común, presentan una nueva excusa para justificar la ausencia de su esposa. En ese momento, el rey, ofuscado y con ademanes impropios de su rango, salió de la sala y deambuló por corredo-

res, pasillos y aposentos del castillo en busca de su bella esposa, su Dama Blanca. Ante una infructuosa búsqueda y el pavor producido en la servidumbre, el soberano, con la ira impregnada en todo su ser, regresó a la sala principal donde aún aguardaba su leal alfil blanco. Sintiéndose humillado, hizo llamar a su chambelán y habitual adversario de partidas. Estaba arrepentido y dispuesto a reconocer su falta de atención familiar y dedicación conyugal, así como su nula ocupación en las labores propias de un jefe de estado, pero no sin antes castigar a los culpables y traidores. El chambelán no daba señales de vida en ningún rincón del castillo donde sólo se respiraba una calma impostada, pero la tensión se extendía como aceite derramado. Desesperado el rey ante tanta adversidad, mandó congregar inmediatamente a su pequeño ejército para salir en busca de la dama blanca y dar caza a su raptor: el alfil negro. El alfil blanco, en el papel de chambelán ante la desaparición de este, convocó en breve tiempo a la guarnición armada del castillo que, encabezada por su rey y él mismo, se aprestó a salir en busca de la reina, de Alfil Negro y de cuantos traidores ayudaron al infortunio del desesperado monarca. Apenas realizada la apertura completa de las puertas del castillo, una nube de polvo se elevaba frente a la vista de los convocados que, perplejos junto con su rey, quedaron sobre sus monturas en espera de acontecimientos. Al cabo de unos minutos y ya a pocos metros del foso de entrada, la nube de polvo se desvanecía permitiendo divisar a un nutrido grupo de guerreros que, deteniéndose frente al ejército 161


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blanco, parecían decididos a asaltar aquella plácida fortaleza y dar jaque mate al rey. Como era de esperar, el ejército blanco inició el movimiento hacia las huestes negras acortando la estrecha franja que los separaba. Alfil blanco trató en vano de aplacar la ira de su rey que, a lomos de un blanco corcel, galopaba hasta alcanzar las filas enemigas en busca de su esposa. Para su sorpresa, el primer miembro enemigo con quien topó fue con el mariscal de campo que no era otro que su chambelán al que siempre quiso y trató como amigo. Tras descubrir su felonía y sin tiempo para lamentaciones, el rey se limitó a llamar en grito desgarrador a Alfil Negro que, a lomos de su caballo, acudió a la llamada, sorteando a sus compañeros desde la retaguardia en una carrera en diagonal hasta llegar ante el rey. Alfil Negro, rodilla en suelo, en breves palabras presentó sus disculpas y respetos a sabiendas de la cólera del rey y del daño, quizás irreparable, que había provocado. 162

Ante tal imagen, la ira del rey se apaciguó levemente y se contuvo para no abalanzarse hacia Alfil Negro con la espada en ristre. Descendió del caballo y le ordenó que tomase la espada para batirse en duelo. No había terminado su propuesta cuando su chambelán, el traidor, quiso calmar la situación ofreciendo «tablas» en aquella incipiente reyerta cuyo final se adivinaba desastroso para todos. El alfil blanco se apresuró a defender a su señor, pero este, con la herida del orgullo abierta, lo apartó con un preciso ademán. El chambelán no queriendo hacer más leña de la situación, también pidió disculpas, sin embargo le dirigió una solapada crítica en cuanto a su responsabilidad por lo acontecido y la falta de dedicación hacia su reino, sus caballeros, sus nobles consejeros y especialmente a su bella esposa que, ante la clara ausencia de atenciones, la situó en el pantanoso terreno del hastío y la necesidad de cariño, circunstancia aprovechada por un joven y quizá descerebrado Alfil Negro, que enamorado de


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forma platónica, intentó con éxito arrebatar la pieza más importante del reino o del juego, si lo preferís, pues observo, majestad, que su realidad y sus piezas de ajedrez van de la mano, se cruzan, se comen, se sustituyen, se cuidan o se olvidan bajo una sutil capa, la misma que en forma de cortina ante vuestros ojos, os desvirtúan la realidad. En ese instante apareció la reina, su Dama, que se acercó y con suave gesto, le quitó la espada, que aún amenazante, enarbolaba contra no se sabía quiénes. —Maldigo mi conducta y os ruego el perdón, mi querida reina —clamaba el rey rodilla en suelo y con la blanca mano de su esposa entre las suyas—. Lo siento. No volverá a ocurrir, pues prometo que de ahora en adelante dedicaré mi tiempo y mi atención a mi reino y a mi familia con la intensidad y preponderancia objetivamente necesarias en cada caso y cada día del resto de mi vida. »También juro no volver a priorizar el ocio sobre mis obligaciones. »En cuanto al ajedrez, ordenaré que, en adelante, sean borrados los adornos y suprimidos los rasgos de los rostros en todas las piezas, ya sean reyes, reinas, alfiles o peones, por lo que quedarán desfigurados y sin expresión alguna. Asimismo, los caballos sobre el tablero se mostrarán sin patas y solo será su cabeza la que represente al equino. El al-

fil, para ser fácilmente reconocido tanto por su rey como para el resto, será marcado con un corte en el rostro que le recuerde la fidelidad a su rey. La torre o fortaleza, como humilde morada, será más pequeña que las figuras de la retaguardia y algo más alta que los peones. »También —continuó hablando el monarca—, impongo que para no olvidar su papel tanto en la vida como en el juego, la figura del rey se ornamentará con una cruz en una sencilla corona que representará su carga y conformará su principal elemento de distinción, quedando la reina como la única ficha del juego que luzca la corona real. Dichas estas palabras, el rey se derrumbó sobre la hierba. El alfil blanco, trastornado por lo acontecido, desde aquel día, relató a los cuatro vientos y durante toda su existencia, múltiples y diferentes finales de la historia, pero en cualquier caso, la partida tras aquel infarto o jaque, fue de obligada rendición o un claro jaque mate; sin embargo, lo más relevante de aquella contienda fue que las últimas órdenes y disposiciones del rey se cumplieron a rajatabla y hasta nuestros días han llegado las piezas estándar del ajedrez tal y como el rey blanco lo dispuso.

NOTA: Cualquier parecido con la historia real sería una muy extraña coincidencia. Isidro Moreno Carrascosa (España) isidroantonio.wordpress.com isidromorenocarrascosa.blogspot.com 163


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Duelo Plácido Romero Como le había enseñado su padre... EL PRIMER DUELO acabó resultando el más complicado de ganar. Hubo momentos en que se vio superado. Con la espalda apoyada contra el muro, llegó a esperar el ataque final. Su oponente, sin embargo, cometió el error de subestimarle. Aprovechando que había bajado un instante la guardia, consiguió lanzarle una estocada en el cuello y acabar con él. El segundo duelista, que era muy corpulento, trató de vencerle sólo con la fuerza bruta. El joven espadachín se defendió serenamente, como le había enseñado su padre, y esperó la mejor ocasión, que inevitablemente llegó. Cuando hundió la espada en el pecho del gigante, este murió con un terrible estertor. El tercer enfrentamiento fue el más largo. Su rival se mantenía a la defensiva, sin arriesgar. El joven advirtió que su oponente no podía disimular cierto nerviosismo; sin duda estaba afectado por la muerte de sus amigos. Esperó pacientemente hasta que encontró su oportunidad: lanzó una finta, amagó y le clavó el estoque en el ojo. Cuando vio tendidos en el suelo los cuerpos de sus contrincantes, D’Artagnan pensó que no se iban a creer en Gascuña que había derrotado a Athos, Porthos y Aramis, famosos mosqueteros del rey. Plácido Romero (España) Blog: Placidario.blogspot.com 164


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El silencio de Salomé Silvia Amezcua

No le resultó difícil... CONTARÍA con apenas diez años, once quizás, cuando decidió dejar de hablar sin que los que la rodeábamos halláramos justificación alguna. Aunque a algunos pueda sorprender, nunca le faltaron el amor y los afables cuidados de su familia, ni vivió una experiencia traumática que le arrebatara el habla de un zarpazo. La de Salomé no era una familia rica, pero sus padres siempre habían trabajado duro para que ingresara en uno de los mejores internados del país. Era buena estudiante, aunque en varias ocasiones, previas a aquel silencio deliberado, me había confesado que en sueños se convertía en una de aquellas heroínas rebeldes que faltan a clase y encuentran

la manera de escabullirse de los castigos sin que las descubran. La familia residía en la misma localidad en la que se ubicaba nuestro internado, por lo que sus padres acordaron con la dirección del centro que Salomé volvería a casa todos los días después de clase. A ella lo contrario le habría resultado un suplicio, así que cada día hacía el camino de vuelta a casa sola mientras las demás compañeras y yo permanecíamos en el internado aprendiendo a tomar las riendas de nuestras vidas en una flamante jaula construida a principios del siglo XX que, ya de por sí estremecedora, devenía decadente con la luz del atardecer. Hacía dos semanas que habían empe165


El Callejón de las Once Esquinas

zado las clases de un nuevo curso cuando la directora la llamó a su despacho. Entró en la sala con el rostro encendido de vergüenza mundana y sin poder digerir la penitencia de verse obligada a escuchar su nombre resonando a través del altavoz en los pasillos. Como pudo sobrellevó las miradas y murmullos de algunas de nuestras compañeras. Nada más entrar en el despacho, la directora la tranquilizó con cierta desgana. No pretendía reprenderla, ni enjuiciar las tareas que hasta el momento había entregado a las profesoras. La razón de su visita a ese despacho era otra y de índole muy diferente, una especie de pacto. La cuestión es que, de todas las alumnas del internado, Salomé era la única que volvía a casa todos los días. La directora le pedía prudencia y mucha discreción para «salvaguardar las directrices y el buen funcionamiento del centro». Sus compañeras (entre ellas, yo) no debían enterarse de que cuando sonaba el timbre de salida, Salomé tomaba sus libros y desandaba el camino hasta su casa. Lo contrario podría dañar el gran prestigio del centro y debía recordarle que solo su buen expediente académico había permitido dicha distinción. Una tarde, varias décadas después de aquella reunión con la directora, tuve la oportunidad de reencontrarme y charlar con Salomé. Sentadas en una cafetería de la ciudad donde aún vivían nuestras respectivas familias, Salomé reconoció que después de aquella reunión solo recordaba el temor a que la expulsaran por un descuido y el bochorno al que hubiera expuesto a su familia en caso de airearse el secreto. De ahí que aquella mañana de hace muchos años saliera del despacho de la directora envuelta en una nube de silencio como si 166

fueran los pasillos los que necesitaran tregua del alborozo de nuestras iguales. En adelante, los días se sucederían sin que el mutismo manchara su expediente académico. En clase se limitaba a responder a las profesoras cuando la interpelaban en cualquiera de las materias, seguía recreándose mientras leía en alto en clase de literatura, pero rehusaba comunicarse fuera de las aulas. Su vida continuó afónica pero sin sobresaltos. Tras propinar discretos y sucesivos sorbos a su café y como desbordada, también me habló de otra tarde a la vuelta de clase. Tenía muy presente la imagen de un mantel a cuadros rojos y blancos sobre la mesa de la cocina. Una luz anaranjada entraba por la ventana y sobre el mantel descansaban abatidas las grandes manos de su padre. Su gesto preocupado reflejaba lo que había ocurrido aquella misma mañana. Después de quince años, la empresa para la que trabajaba le había despedido sin apenas explicaciones. Salomé entendió la situación, pero no asimiló de qué manera podría afectarle aquello. Su mundo eran las clases, entregar las tareas, obtener buenos resultados en los exámenes, no destacar demasiado entre las compañeras y, ante todo, guardar su secreto. Y continuó su relato mientras con la cucharilla entre los dedos mezclaba los posos del café con los restos de azúcar en el fondo de la taza. No habría transcurrido ni una semana desde que el padre de Salomé se viera obligado a dejar su empleo, cuando un día la llamó desde el salón y le pidió que se sentara a su lado. Salomé había disfrutado mucho de esos primeros días con él en casa. Su padre era un gran lector y solía contarle historias sacadas de grandes novelas que él mismo adaptaba a su edad casi de corrido. Podía escu-


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charle durante horas sin interrupción. Sin embargo, lo que su padre compartiría con ella aquella tarde era real y le atormentaba. La educación de Salomé en un colegio de renombre era uno de los sacrificios que mayor orgullo y tranquilidad proporcionaba a la familia. Con el mejor de los ánimos le explicó que esta nueva situación no afectaría a su permanencia en esta institución. No debía preocuparse. Al fin y al cabo, solo era cuestión de tiempo que encontrara un nuevo empleo y todo volviera a la más absoluta normalidad. Sin embargo, era la humillación de ser padre de familia en paro lo que le angustiaba y el hecho de que la noticia de su despido se conociera en el internado, un colegio que albergaba a las hijas de la alta sociedad. No hizo falta mediar palabra. Mirándolo a los ojos Salomé se avino a un nuevo pacto que, como el anterior, requería de su silencio. Así fue como a los once años, por decisión propia y ante el estupor de todos los que la rodeábamos, Salomé dejó de utilizar la palabra hablada para comunicarse con su entorno. No le resultó difícil. Era expresiva y se hacía entender. Se expresaba a través de libros que subrayaba y memorizaba para escribir después extensas citas acordes a cada situación. Aprendió a pintar y a utilizar las diferentes tonalidades para revelar estados de ánimo, ilusiones, anhelos. Bailaba al son de la música que la hacía

saltar, deslizarse, agitar la melena y el cuerpo según los acordes que ensordecían su cuarto. El silencio también le permitió blindarse ante los comentarios malintencionados que surgían entre algunas de las compañeras aquellas veces en las que la vida es demasiado aburrida para sonreír. Su vida continuó sin desbordarse en palabras y Salomé era feliz y avanzaba cual letra áfona rodeada de las más diversas tonalidades. Te preguntarás si su silencio fue perpetuo. No lo fue. Empezó a hablar de nuevo transcurridos unos años, cuando la madurez le permitió afrontar sus circunstancias sin que ni ella ni nadie tuviera que padecer por ellas. Fue algo natural, que surgió de repente y que todos los que la arropamos acogimos con euforia. Hoy, mientras volvemos a compartir confidencias con olor a café, Salomé valora especialmente aquel tiempo de silencio en que expandió su capacidad de expresarse a través del arte. Y me cuenta que fue gracias a él, quizás, que en breve presentará su primera novela a la que ha dado el título «Apagar la voz» y que me dedica así: A P. N. por acompañar mi silencio.

Silvia Amezcua (España) Blog: letrasalson.blogspot.com

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El Callejón de las Once Esquinas

Adelina y Eutimio Manuel

Serrano

Ya había visto algún muerto cuando trabajaba en la obra... ESTABA SIN TRABAJO desde hacía mucho tiempo. Su adorada Adelina había muerto de cáncer hacía tres años. Antes era capataz de obra. Un día, Sancho, el sobrino de su mujer, se acordó de él; en su empresa necesitaba un conductor para reparto. La empresa era de distribución de pescados. «Por una vez, ser mayor y tener un enchufe me vale para algo», se dijo Eutimio. No lo dudó un momento. Por lo menos tenía algo por lo que levantarse todos los días, aunque «tampoco es que sea un trabajo para echar cohetes, pero algo es algo», se decía Eutimio de vez en cuando. Sobre las tres de la mañana se reunía con sus nuevos amigos en el bar de Juan para entonar el cuerpo al salir de Mer168

caValencia. Regresaba a su casa, aquella casa vacía. Día tras día. —Sancho, soy Eutimio. He terminado el reparto, me voy a acercar a MercaValencia a dejar un recado y me voy a casa. Si quieres algo, llámame al móvil. —Dejó el mensaje en el contestador de la distribuidora, apagó su teléfono y lo guardó. Estaba aparcado frente al bar. Era tarde y hacía mucho frío. —Buenas noches, Juan, ponme lo de siempre que vengo helado —saludó al dueño. —No te esperaba hasta mañana —le dijo viendo que eran las siete de la tarde. —He venido a dejar un recado. —¿Ya para casa? —Sí, pero sin prisa.


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Juan le sirvió el vaquerito que pasó de un trago a su estómago. Y después, otro. —A ver si te van a pillar los civiles… —Con la noche que hace, no creo que salgan. Además, está empezando a llover. —Hasta mañana. Conduce con cuidado. Eutimio salió al aparcamiento desierto. El frío era más intenso, pero iba entonado. Una fina lluvia le caía en los hombros y se la sacudió antes de ponerse al volante. Comenzó a rodar por la carretera camino de casa. Olía a pescado. Siempre le había dado un poco de asco aquel olor. Ahora no se lo quitaba de encima nunca. Circulaba distraído. La ligera llovizna había dado paso a un fuerte aguacero. De pronto notó un golpe en el morro de la furgoneta y dos baches, como si hubiera pisado algo. —¡Me cago en mi mala suerte! ¡Sólo falta que haya abollado la furgoneta! —juró Eutimio. Sin parar el motor, bajó. Pasó la mano por el paragolpes y los faros. —Menos mal que no ha sido nada. Me voy a casa que me estoy remojando, aunque… aunque creo que he pisado algo —seguía hablándose en voz alta mientras caminaba hacia la parte trasera. Un poco más allá había un bulto. —Pobre animalito. Será un perrillo. —Tímidamente lo tocó con la punta del pie. No se movía. Fue a retirarlo de la carretera, cuando el bulto se desenredó dejando al descubierto la cara de un niño teñida del rojo de las luces traseras de la furgoneta. —Dios mío, ¿qué he hecho? —ahogó el grito tapándose la boca con las manos.

A lo lejos se oyó la voz de una mujer con acento extranjero. —¡Yuri!, ¡Yuri! Instintivamente miró a ambos lados. No había nadie. Recogió al niño: escasos diez años, mal vestido, sucio, empapado, pero sin rastro de sangre. Él ya había visto algún muerto cuando trabajaba en la obra: un golpe en la cabeza y ya está. El inerte cuerpecillo pesaba poco, alrededor de treinta kilos de puro pellejo y huesos. Lo depositó en una caja de pescado. Al regresar a la cabina se llevó las manos al rostro y lloró amargamente. Las sacudidas de su corpachón hacían estremecerse la furgoneta y los cristales lloraron con él. La furgoneta circuló dejando una estela de agua y luces rojas. Eutimio condujo con cuidado, entre sollozos, limpiando cada poco el cristal empañado. Dejó la furgoneta frente a su casa. Eran las ocho y cuarto. Entró en el piso vacío. Sin encender la luz se sentó en su sillón y lloró. Estaba solo. —¿Qué hago, Adelina, qué hago? Si al menos tú estuvieras aquí, podrías ayudarme. Por favor, ayúdame. —Eutimio no paraba de llorar. Sin darse cuenta, la estaba invocando. —Adelina, por Dios, ¡ayúdame! —gritó desesperado—. ¡No lo he visto! ¡Te lo juro! Sabes que, si me hubieran hecho soplar, me habrían metido en la cárcel. No sé por qué he hecho las cosas así... Voy a llamar a Tráfico... —La luz seguía apagada y las lágrimas anegaban sus ojos. No se dio cuenta de que la figura de Adelina se estaba materializando en el sillón de al lado— ...y decirles que ha sido un accidente. 169


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—Tú estás tonto, Eutimio. —¡Adelina! —No sé si esto está bien, pero sí que sé que todavía te quiero. Eutimio no sabía si creer lo que estaba viendo y oyendo. De pronto dejó de llorar. Abrió los ojos de forma exagerada. —¡Estás aquí! ¡Has vuelto! —era lo único que acertaba a decir lleno de alegría. —Vale, Eutimio. Has atropellado a un niño. Te has dado a la fuga y para colmo, ibas borracho. Eres imbécil —afirmó con su aplastante lógica. —Adelina, pero, pero, tú, tú… estás… —Sí. Muerta. Tan muerta como Yuri —le interrumpió. —¡Si no hubiera parado a tomarme nada! ¡Maldita sea mi suerte! —No tiene remedio. Déjame pensar. Quedaron los dos en silencio durante unos instantes. Eutimio no se atrevía a quitar la vista del sillón donde estaba su mujer por si desaparecía. —Ya lo tengo. Venga, Eutimio, baja al trastero y lleva a la furgoneta tu saco de arpillera en el que están tus cosas de la obra. Coge también una cuerda y una polea —ordenó Adelina. Eutimio obedeció sin rechistar. Al cabo de unos minutos estaban en la furgoneta. —¿Qué hacemos, Adelina? —Pon en marcha este trasto que huele tan mal y vamos a Brico-Detot que no cierran hasta tarde y compra unas cosas que nos harán falta. En el almacén compró un saco de yeso y diez ladrillos del 7; una linterna grande y cuatro pilas. Volvió, dejó las cosas y regresó a la cabina. Estaba más tranquilo. El alcohol parecía haberse disipado. La presencia de Adelina le daba fuerzas. Había envejecido diez años en 170

la última hora. Puso en marcha la furgoneta y miró a su mujer. —Vámonos hacia el pueblo —le ordenó. Eutimio obedeció. Sabía que su mujer le había sacado de más de un atolladero con su intuición y perspicacia. No preguntó nada más. Ella le iría dando las instrucciones. Como siempre. Poco a poco, Adelina fue desgranando el plan. Eutimio conducía y asentía de vez en cuando. Abandonaron la ciudad y la lluvia. Una noche helada, limpia y cuajada de estrellas se presentaba ante ellos. Durante cincuenta kilómetros circularon por autovía. Después se desviaron. Subieron hacia la serranía que les llevaría a su punto de destino: Castillejo de San Frutos, su pueblo. Un pueblo de no más de veinte habitantes en invierno donde se iban a retirar cuando se jubilara. Después de subir un pequeño puerto de montaña vieron a lo lejos el campanario que anunciaba el pueblo. Antes de llegar estaba el camposanto con sus cipreses bañados por la luna. Enfiló por el camino hasta al cementerio y vieron a lo lejos algunos penachos de humo que ascendían libres. Sabía que el frío era intenso. Se colocó entre la pared lateral y los árboles. Paró el motor y apagó las luces. Abandonaron la cabina y notó el cortante aire de la sierra. Tal como le había dicho Adelina, la vieja puerta del cementerio no tenía la llave echada. Un hierro retorcido evitaba que se quedara abierta y entraran las alimañas. Eutimio retiró el enganche y empujó la puerta, que se quejó con un tétrico chirrido al que no respondieron ni los perros del pueblo. Adelina se adelantó en busca de un nicho, mientras él sacaba las cosas de la furgoneta.


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—Allí lo meteremos. La tía Edelmira lleva más de treinta años muerta. Además, no tiene lápida —dijo señalando la segunda fila. —Está muy alto —se quejó Eutimio. —Menos mal que he pensado en todo; la polea y la cuerda son para eso. Ahora ve a por la escalera de Todos los Santos y empieza. La puso y buscó en el saco la maza y el cincel. Se encaramó a la escalera para destapar el nicho. Tenía que sacar a la tía, quitar el ataúd y colocar al niño junto con los restos de la mujer. En otras ocasiones, lo que se hacía era quemar el ataúd viejo, pero eso era impensable; se lo llevaría y lo tiraría por algún barranco. Dio varios golpes y la tapa cedió entera. Un olor asqueroso salió del nicho. Solo la destreza de años en la obra le impidió caerse de la escalera. Eutimio sudaba. El frío se veía en el sudor que se vaporizaba. Con la linterna alumbró el interior. La luz rompió la oscuridad, asustó a las arañas y a algún que otro insecto: nubecillas de polvo revolotearon en el haz. —La caja está muy mal, no sé si podré sacarla de aquí. —Tú sácala y ya veremos, y no grites tanto que nos van a oír. Eutimio cogió el asa de la caja y estiró poco a poco. Oyó un crujido y se sujetó a la escalera con una mano; al seguir estirando, la tapa cedió dejando al descubierto los zapatos de la difunta. —No se puede sacar, está podrida. —Se quitó la chaqueta y la dejó caer al suelo —. Voy a intentar otra cosa. Con la herramienta que tenía a mano dio unos golpes y el féretro se abrió como una granada. —No hace falta sacar a la tía. Meto al niño, cierro y nos vamos. —¿Cabrá?

—De sobra. Habían sido muchas cosas en un solo día y el cansancio iba haciendo mella en él. Era muy tarde y hacía demasiado frío. Eutimio bajó, cogió la polea y la cuerda y se encaramó a la escalera. Enganchó la polea en el saliente y pasó la cuerda. Descendió de nuevo. Ató el otro extremo a la caja del pescado con el niño dentro y desde abajo fue subiéndolo hasta dejarlo a la altura. Ligó el cabo a un ciprés próximo. De nuevo en la escalera, tomó el cuerpecillo del niño con cuidado. Gruesas gotas de sudor impactaron en la cara del niño y por un momento le pareció que lloraba. Lo depositó con toda la dulzura de que era capaz en aquel lóbrego lugar. Lo empujó para que los pies quedaran dentro. En ese momento le pareció oír un quejido. Algo que no llegó a identificar. 171


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—Estoy cansado, muy cansado. Sólo quiero terminar y marcharme —murmuró Eutimio. —¡Qué dices! —Nada, nada. Cosas mías —rezongó mientras bajaba Mezcló el yeso con agua de la fuente cercana y pronto tuvo preparada la masa. No necesitaba mucha. Con cuatro trocitos de madera ajustó la tapa y consiguió sellar de nuevo el nicho. Bajó, recogió las cosas, se lavó las manos y volvió a la furgoneta dejando tras de sí la quietud. Poco a poco, despacio, sin prisa, con «el parte» de Radio Nacional, Radio 3 sintonizado, por si decían algo del accidente o de la desaparición del niño, se encaminó hacia casa. Callado. Apesadumbrado, pero seguro de lo que había hecho. Devorados por la oscuridad de la noche y el silencio entre ellos. De repente rompió la quietud el tono de un móvil. El sonido no venía de la radio y el timbre no era del de su teléfono. Instintivamente miró a su derecha: el asiento del copiloto estaba vacío. Volvía a estar solo. —Adelina, Adelina, no me dejes ahora, por favor —suplicó, mientras el móvil no cejaba en su empeño de ser atendido. A tientas localizó el teléfono en la chaqueta de trabajo colgada tras su asiento. Estaba apagado y ya no sonaba. Estaba igual que lo dejó después de hablar con Sancho unas horas antes. —Debo de estar demasiado cansado y veo visiones o como se diga —se dijo en voz alta. Dejó el teléfono junto al cuentakilómetros y siguió bajando el pequeño puerto de montaña. El teléfono se iluminó de nuevo y 172

sonó la melodía de siempre. —No puede ser. Está apagado. —Instintivamente lo cogió y sin retirar la vista de la carretera echó un vistazo a la pantalla: «Número desconocido». Atónito, su mirada fue del teléfono a la carretera durante un rato. Como un autómata se acercó el teléfono a la oreja y sin llegar a decir nada, oyó: —¿Por qué me has dejado aquí? Hace frío. Está oscuro —dijo la voz de un niño. Aterrado, lanzó un grito que hubiera helado la sangre de cualquiera que hubiera estado allí. Frenó en medio de la carretera. No venía nadie. Estaba pálido como si toda la sangre se su cuerpo hubiera huido, sin soltar el teléfono, con la mano en la boca y los ojos abiertos de forma imposible. —Es, es… el crío que he dejado en el pueblo… No puede ser. Está muerto. Frío como el pescado que cargo todos los días y además, ¿cómo sabe mi número? —intentaba razonar en voz alta, cada vez más confundido. Se dio cuenta de que todavía tenía el teléfono en la mano y lo lanzó contra la ventanilla del acompañante. El impacto hizo que el aparato se desarmara, quedando varias piezas esparcidas por el suelo, fuera de la vista. La parte central, sin batería, quedó encima del asiento del copiloto. Siguió descendiendo muy despacio. Preocupado. No daba crédito a lo que estaba pasando. —Esto es todo el cansancio. Seguro. Nada más. Para, Eutimio, para y tranquilízate. Echa un trago de la petaca a ver si templas los nervios. Lo peor ya ha pasado y además…—se decía. Orilló la furgoneta y bajó para armar el teléfono. El frío era más intenso. Re-


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cogió el cuerpo del teléfono, que se iluminó nada más tenerlo en la mano y, sin darle tiempo a más, como si llevara el manos libres, oyó: —Por favor, ven a por mí. No quiero estar aquí. Hace frío. Eutimio no se lo creía. Era imposible, estaba desmontado. Lo miró con incredulidad y miedo y sin pensarlo dos veces lo lanzó con todas sus fuerzas a la oscuridad. Continuó el descenso del puertecillo. Una interferencia se coló en la radio que permanecía encendida. Tras unos chasquidos se escuchó: —Eutimio, ¿por qué no vuelves a por mí? Tengo mucho frío y esta señora huele muy mal. —De nuevo era la voz de niño. Apagó la radio espantado. —No puede ser. No puedo más. ¿Por qué lo he hecho? Si por lo menos volvieras, Adelina, me ayudarías —dijo a la oscuridad. La radio volvió a conectarse: —Eutimio, soy Yuri… —¡Imposible, estaba oyendo su nombre en una radio apagada! Frenó y dirigió la furgoneta hacia la derecha—… el niño que has dejado con la tía. Estoy con Adelina. Me ha contado que no querías hacerme daño. Yo te perdono, pero tienes que decirles a mis papás dónde estoy para que no se preocupen. —Perdóname, Yuri. Lo siento de veras —lloraba desconsoladamente. —Deja de sufrir, amor mío. Ven conmigo —la voz suave, acaramelada, melosa de una Adelina atemporal le animaba a tomar una decisión. Tranquilo y seguro de sí mismo, Eutimio condujo la furgoneta hasta un pequeño claro en el que sabía que había un merendero. Fue hasta la parte más alejada de la entrada, sintiendo la pre-

sencia de Adelina y Yuri. Al llegar al final de la explanada había un suave descenso hacia el arroyo entre grandes pinos. Todo quedó iluminado por los faros de la furgoneta. Paró el motor, puso el freno de mano para evitar que se deslizara. Abrió la puerta trasera y encontró lo que iba buscando: la cuerda. Sabía hacer un nudo corredizo y también cómo hacer que su cuerpo se elevara. Lanzó el cabo de la soga por encima de una rama. Rodeó con el otro extremo el tronco del árbol y, por último, lo ató a la furgoneta. En el extremo libre hizo el nudo que albergaría su cuello. Sólo le quedaba colocarse y esperar que todo saliera bien. Con la soga al cuello, sereno, tranquilo y feliz, se dirigió a la portezuela del conductor. Buscó en su chaqueta el bloc de los pedidos y dejó una nota en el salpicadero. Apagó las luces. Quitó el freno de mano y la furgoneta poco a poco se deslizó hacia el arroyo a la vez que su cuerpo se acercaba cada vez más al espíritu de Adelina. La furgoneta rodó parsimoniosa hasta tropezar con unas piedras que la detuvieron. El impacto hizo que la nota cayese al suelo del vehículo. El cuerpo de Eutimio ya estaba muy alto. A primeros de diciembre unos excursionistas advirtieron varios buitres volando en círculo sobre una hondonada. Al llegar encontraron la furgoneta de reparto de pescado y el cadáver de un hombre, ahorcado en un árbol. Avisaron al 112 y se personó la Guardia Civil. El hombre fue identificado como Eutimio Santos, natural de Castillejo de San Frutos. En el periódico provincial se pudo leer: 173


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LA GUARDIA CIVIL INVESTIGA UN SUICIDIO EN UN PUEBLO DE TERUEL Unos excursionistas encuentran el cadáver de un hombre en un paraje cercano a Castillejo de San Frutos. Lunes, 12 de diciembre.

Un grupo de excursionistas halló el pasado jueves, en un paraje cercano a la localidad turolense de Castillejo de San Frutos, el cadáver de un hombre ahorcado de un árbol. La Guardia Civil investiga las causas del fallecimiento. Según ha podido saber este periódico, el hombre respondía a las siglas E. S., viudo desde hacía unos años y tanto su desaparición como la de la furgoneta habían sido denunciadas, como confirmaron en la tarde de ayer fuentes del Instituto Armado. Cerca del lugar del hallazgo, se encontró la furgoneta vacía. Este medio ha podido saber que una de las vías de investigación se centra en el posible enterramiento ilegal de un menor.

Ha pasado un año. Una televisión nacional, en uno de sus programas de prensa amarilla, se hace eco del aniversario del macabro hallazgo del menor enterrado en Castillejo de San Frutos. Macarena, Adela y Sancho están en casa de Eutimio recogiendo sus cosas. La niña pone la televisión y se sienta en el sofá. —¿Ves como iban a encontrar a Yuri? —Gracias, Adelina. Siempre puedo confiar en ti —contestó Eutimio a su mujer. —Mis papás están tranquilos, aunque muy tristes —añadió Yuri en el comedor de casa de Adelina y Eutimio. —Por favor, callad que no puedo oír nada. Vosotros lo sabéis todo, pero yo no. —No te enfades, Adela. Ya nos callamos. —¿Con quién hablas, Adela? —se extraña Macarena, la madre de Adela, desde el interior de la casa. —Con nadie, mamá, con nadie. Es la tele.

Manuel Serrano (España) 174


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Hechizo de luna Marta

Navarro Imaginad mi asombro... CERRAD UN INSTANTE LOS OJOS, no más que un instante, y dejad que os cuente un secreto. Algo que a nadie jamás revelé, algo que siempre protegí con cuidado, temeroso de la incomprensión, de la soberbia y la ostentosa ignorancia que con tanta frecuencia tristemente exhibe el mundo. Creo ahora, sin embargo, cuando tan lejano queda todo, llegado el momento de referir mi historia. Así pues, prestad atención. A vosotros confío el relato fiel y certero del más extraño e inquietante suceso que alguna vez en mi vida aconteció. Era yo muy joven todavía y por la época en que los hechos que hoy me dispongo a revelar sucedieron, residía en un pueblecito costero del norte. Una de esas pequeñas y pintorescas villas marineras al borde de los acantilados, de inviernos grises y veranos breves, de casitas bajas y tejas rojas, de vientos con sabor a sal... Un paraíso de playas bravas y melancólicas laderas desde el principio de los tiempos —las gentes del lugar cuentan— con candor enamoradas de las olas y la arena. Allí, en aquel paraje de ensueño, fue donde tuvo lugar el encuentro que para siempre habría mi vida de cambiar. El día, un día gélido de invierno en apariencia idéntico a todos los demás, un día que amaneció como otro cualquiera y nada diferente presagiaba, había sido lluvioso y muy gris. Apagado por completo mañana y tarde estuvo el cielo, cubierto por unas amenazadoras nubes del color del plomo que melancolías y sombras en su estela arrastraban y que muy pronto en una tempestad, densa, ruidosa y feroz sobre la tierra su pesada carga vertieron. Pero al fin, barrida por el viento la tormenta, en esa hora miste175


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riosa del crepúsculo que de rubor tiñe el ocaso y ni al día ni a la noche parece pertenecer, la lluvia cedió y yo decidí entonces salir a distraer un poco ánimo y pensamientos: caminar las estrechas y tortuosas calles del pueblo, dejar atrás el alegre bullicio que, en los soportales de la plaza, pese a la humedad y los charcos, todavía a esa hora no muy tardía reinaba y dar luego un rodeo hasta alcanzar el corazón de una pequeña playa que pocos días antes había yo descubierto. Era aquella una cala de aguas calmas y cristalinas, una delicada bahía de incomparable belleza, tranquila y muy poco frecuentada, de arena dorada y muy fina, refugio perfecto para almas —como la mía— cansadas, quizá desamparadas y, sin duda, del mundo fugitivas. Inquieto, abatido, vencido por el desánimo e inmerso en negras, muy oscuras cavilaciones, como aquella noche yo me hallaba, muy veloces corrieron las horas y cuando de ello vine a darme cuenta no debía estar ya lejos la medianoche. En el firmamento, impasibles y lejanas, brillaban las estrellas, gemía dolorido el mar y sobre la arena arrojaba la luna unos rayos de luz azules, desconcertantes, efímeros y enigmáticos como un conjuro. Iban y venían las olas, lentas, espumosas, serenas, una y otra y otra vez, rítmico e hipnótico su vaivén. La atmósfera, húmeda y fría, sin piedad helaba los huesos con su soplo glacial. Todo estaba en paz. Impregnado de suaves olores el aire. Ningún peligro parecía acechar. No era así. Fue entonces cuando lo impensable, 176

lo imposible... sucedió. Ved, esto fue lo que ocurrió. Estaba ya la luna en lo más alto del cielo, tocaba a su punto la medianoche, todo en torno a mí era soledad y silencio, cuando de golpe, con furia ciega rugió el océano y de inmediato, muy bruscamente, la marea descendió. Un furtivo rayo de luz relampagueó sobre las aguas al tiempo que de ellas emergían tres figuras, tres mujeres que, sólo a intervalos, la luz tenue de la noche iluminaba. Muy pálido su rostro, una sonrisa desmayada en los labios, tan ligeros sus movimientos como una brisa tibia de mayo. Imaginad mi asombro, imaginad mi espanto ante tan fantástica visión. Imaginadlo, sí, porque por mucho empeño que yo en ello pusiera, jamás alcanzarían estas endebles palabras mías a explicarlo. Con la quietud y la inmensidad de un hechizo, tras mirar a un lado y a otro como si buscara a alguien —un indescriptible tinte de misterio y desconcierto al fondo de sus ojos celestes— frente a mí se detuvo la más joven de aquellas etéreas y bellísimas damas. Tan blanca y tan rubia era que de nieve y oro parecía hecha. Rozaron sus ojos los míos y en el corazón de la noche, con una ternura y una tristeza inusuales, suaves palabras de amor a mi alma habló. Un sollozo mudo anudó mi garganta, sobrecogido frente a tan sobrenatural hermosura. Las estrellas que desde tan lejos había yo un momento antes contemplado parecieron deshacerse en mil destellos que sobre mi cuerpo caían y lo quemaban. Temeroso de deshacer el encanto, apenas si respiraba. Ella permanecía inmóvil, despacio,


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muy despacio, transcurrían los minutos, parecía el tiempo detenido y a punto estaba ya de desgarrarse en dos mi corazón, cuando hacia mí extendió su mano y, en un gesto que fue casi una caricia, el anillo que en uno de sus largos y blanquísimos dedos brillaba me entregó. La luz clara de la luna de lleno entonces le dio en el rostro, sonrió con melancólica dulzura, un beso leve dejó en mis labios y en la soledad de la madrugada, diluida entre la bruma que como un velo de gasa flotaba en el aire, para siempre se desvaneció. Tembloroso y febril, incansable, entre las sombras del bosque con desesperación hasta el alba la busqué. Comenzó al fin el día a blanquear, una claridad trémula y espectral en torno a mí, poco a poco, se extendía y con gran dolor hube entonces de aceptar

que incapaz sería ya de hallarla. Un inmenso vacío, una soledad desgarradora, un opresivo desconsuelo —ese desconsuelo sin nombre que sólo pueden concebir quienes de él alguna vez se hallaron presos— se cernieron raudos sobre mí. Quebró mi espíritu el arañazo del desamparo, todo a mi alrededor calló y, hondamente conmovido, lloré. De eco en eco, en la espesura del bosque, largo tiempo resonó mi llanto y entre el rocío de la mañana mis lágrimas se perdieron. Muchas veces a lo largo de los años habría de volver, con un rescoldo de esperanza y esa inexplicable y rara fe con que uno espera los milagros, al lugar exacto de tan extraña aparición. Esfuerzo vano. Una y otra vez en mil pedazos se desharía mi ilusión. Nunca la volví a ver y sólo mecida entre mis sueños, enredada en ese vago espacio que de la vigilia los separa, alguna vez, muy pocas, la encontré. Implacable, despiadado e inmisericorde como suele, pasó el tiempo y su curso, serena y apacible en ocasiones, vertiginosa y dolorida en otras, siguió la vida: alegrías, penas, victorias, derrotas, simulacros de amor... Ruido y silencio. 177


El Callejón de las Once Esquinas

Nada queda ahora. Indiferentes y pesarosos, muy lentos, se arrastran los días. Dormido el presente, a mi alrededor como un sueño se cierne el pasado y todo me es ajeno en este limbo donde habito —para siempre ausentes quienes alguna vez mi mundo y mis sueños compartieron, tan dolorosa y cierta la conciencia de mi propia soledad— aunque quizá tan sólo ocurra que demasiado cansado estoy ya de vivir sin ella, sincero y leal enamorado de quien nunca volverá. No negaré —ningún motivo hay para ello y cierto es— que amores más prosaicos en mi vida hubo, mas siempre, en el más secreto rincón de mi alma acurrucado, latente y poderoso, tiritando de ternura y de nostalgia, permaneció su recuerdo. Nunca la olvidé. Exiliado de un lugar al que jamás podré regresar, con la vida como veis hoy ya a mis espaldas y el eterno chispa-

zo de pesar que desde aquel único encuentro siempre albergó mi mirada, aún centellea en mi memoria su magia, su belleza —turbadora y tan, sin embargo, inocente y pura—, su voz —enigmática, romántica, suave como el rumor del viento entre las hojas de los álamos—, sus ojos —tan azules y profundos que toda la luz del mundo parecían haber absorbido—, el perfume de misterio y de poesía que impregnó su despedida. Sobre mi pecho, cerca, muy cerca del corazón, estuvo siempre su anillo —huella tangible de no haber sido locura aquella noche en que amor eterno ambos nos juramos ni vano fantasma de mi ardiente imaginación— y allí por siempre, aun después de muerto —así ahora, cuando tan próximo ya el final de mis días siento, os lo encomiendo— es donde habrá de permanecer.

Marta Navarro Calleja (España) Blog: cuentosvagabundos.blogspot.com.es

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NĂşmero 11

El regalo Manuela

Vicente

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El Callejón de las Once Esquinas

La gente no sabe nada de nadie... ASUNCIÓN NUNCA había tenido hijos, o eso decían, todos los vecinos del barrio. Pero en el balcón de su casa siempre estaba tendida ropa muy pequeña, tan diminuta que parecía hecha para muñecas. Que sabía coser y lo mismo te hacía un dobladillo que una falda de faralaes, también lo sabían todos. Un día, con la excusa de acortarme un abrigo, me mandaron a su casa. Fue entonces cuando descubrí una colección de muñecas de porcelana —con la cara como la de doña Mercedes, la portera, solo que más blanca—. Las muñecas estaban por todas partes: en un rincón del recibidor principal, en el armario de la sala, en una silla de la cocina, y hasta en un cesto. Nunca en mi vida había visto tantas. —¿Te gustan? —me preguntó al verme boquiabierta mirándolas—. Algún día te haré una —prometió—. ¿Cuándo es tu cumpleaños? —El 17 de mayo —respondí, casi sin darme cuenta. Pasaron un par de años y un día, viendo la tele a la hora de la comida en casa, todos vimos las muñecas de doña Asunción. Supimos que las elaboraba desde hacía años porque en el reportaje también salía ella. Y supimos que había

comenzado a hacerlas justo después de perder a su única hija, siendo apenas un bebé. La gente no sabe nada de nadie, pensé al momento y, antes de acabar de ver el reportaje, ya estaba llamando al timbre de su casa. —Sabía que ibas a venir —dijo, al abrirme la puerta. —¡Has salido en la tele! —solté, como si fuese una hazaña. —La tele es una caja tonta que solo sirve para engañar a la gente —me respondió—. Todo parece importante en ella, pero no hay nada extraordinario en hacer muñecas. —Tú si lo eres —respondí en un arranque. —Toma, te voy a regalar mi preferida, la muñeca que más quiero —dijo, mientras me tendía una muñeca monísima, que no tenía la cara blanca, sino muy morena. —Hoy no es mi cumpleaños, falta mucho para el mes de mayo —repuse como una boba, acordándome de su promesa. —Quizá no. Pero es el día en el que estás preparada para llevarla. No todo el mundo es capaz de apreciar la diferencia.

Manuela Vicente Fernández (España) Blog: lascosasqueescribo.wordpress.com 180


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La extraña pareja Enrique

Angulo Por causa del florilegio filológico se nos margina... SON LAS DOCE de la mañana de un día festivo, estamos en una céntrica calle de una cosmopolita ciudad un día de verano. Por una de sus aceras camina Hilario, un individuo que rezuma tontería y engreimiento por todos los poros de su piel. Todo su afán en la vida es darse pote y hacer creer a los demás que es una persona cultísima y de una inteligencia privilegiada; para ello, acostumbra a emplear palabras extrañas y rimbombantes que encuentra en los diccionarios y en las enciclopedias, y que luego se aprende de memoria para utilizarlas construyendo frases que la mayoría de las veces no sabe ni lo que significan, y que sin venir a cuento de nada se las suelta a la primera persona

con la que se encuentra, o con la que tiene que relacionarse, ya sea algún familiar, algún vecino, alguna cajera del supermercado donde hace las compras, alguno de los barrenderos de su barrio, o, incluso, el fontanero que va un día a su casa para repararle un grifo; por no hablar de sus compañeros de trabajo que son quienes más tiempo tienen que convivir con él por obligación. Por eso, en todos los ámbitos de su vida, la gente le rehuye casi como si fuese un loco o, al menos, un plasta insoportable del que es necesario librarse cuanto antes. También hay quienes se dedican a escarnecerlo con hirientes pullas y sonoras carcajadas cada vez que ven que se engolfa en alguna de sus absurdas retahílas 181


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verbales. Todo eso, en vez de desanimarlo, le reafirma en su convicción de que es un genio incomprendido que está desperdiciando su vida en un trabajo rutinario, pero al que, en el futuro, sin duda, harán justicia estudiosos que sabrán comprender la originalidad de sus pensamientos y su profunda visión de la existencia que va dejando en las anotaciones que hace en algunos cuadernos que guarda en su casa. Por fortuna, no está solo en esa singladura por las elevadas esferas del conocimiento, pues un tal Porfirio, que pasa sus horas, como él, en una cochambrosa oficina de la administración pública, se llama a sí mismo su discípulo, y rivaliza con su pretendido maestro en decir estupideces y retorcer la conversación con palabras tan rebuscadas o más que las que utiliza Hilario. Pero hemos tenido suerte, pues esos dos caricaturescos personajes, que podrían ser un remedo desdibujado de los Bouvard y Pécuchet flaubertianos, acaban de encontrarse en la acera por la que ambos van caminando en direcciones opuestas, así que podemos acercarnos a ellos para escuchar la doctísima charla que van a mantener a continuación: —Sacrosanto empíreo, Porfirio. ¡Qué pareado sáfico con ritmo alciónico me ha salido! —le dice Hilario al verle. —Propincuo varón, te admiro como si levitaras por cerúleas latitudes de ontofanía. ¿Has salido a que los alisios te relajen con un requilorio teorético? —Cierto, me sentía un tanto apotropaico, y me he dicho, voy a exponer mis seráficos cartílagos a las miasmas de la metrópoli. —¡Ay, sí!, a mi insigne inmanencia le 182

ha pasado también algo parecido, me encontraba con cierta desazón infralapsaria, y me he dicho, voy a orearme. —Pues habéis hecho bien, pues tal decisión ha propiciado que nos topemos en la rúa dos molleras tan llenas de acuidad, que hoy en día lo zafio carcome al globo, y es casi imposible departir con espíritus primorosos de nada que no sea estangurria. —Ni que lo digáis, vultúrido bípedo implume, en esta actualidad cánula de preteridos ignaros, a los seres noctívagos y nictálopes como nosotros por causa del florilegio filológico se nos margina, inhibe y arrincona, pues todo es plebe, la ignavia reluctante reina. —¿Y en qué estaba pensando vuestra áulica sinestesia hoy, en qué divagaciones teníais ocupado vuestro privilegiado magín? —Pues me he centrado en unos silogismos emolientes acerca de la soteriología, algo que estaba poniendo por los estratonimbos mi oxitocina. —Cierto, uno siente esa colusión neuronal cuando indaga en lo irrestricto de la existencia, lo cual es sólo peculio de los espíritus superiores, de los facticios alquimistas del sintagma. —Qué placer causa en mi trompa de Eustaquio ese incardinado tejer lingüístico de vuestra preclara mente. —Sabéis que el placer es mutuo, dudo que en tan árida patria como la nuestra existan dos espíritus de una finura que roza la infidencia, como es nuestro caso. —Y diría más, una munificencia tan curcubitácea como la que compartimos sería difícil encontrar incluso allende nuestras fronteras. —Y aún podéis ir más allá, pues, apurando mucho, me atrevo a dialogizar que ni en las etéreas salas, como dice Calderón, sería posible hallar sibilinos


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alienígenas que pudiesen departir de forma tan excelsa de lo propedéutico y la teleología. —Es la mancha anímica que debe sufrir el hombre superior, lo nuestro es el eremitorio, las ínsulas extrañas, el tonel de Diógenes. —Sí, que pelafustán, acostumbrados como están esas criaturas inferiores, a la cháchara pueril y sápida, podría entender estas logomaquias parenéticas con que nos deleitamos mutuamente. —Asaz razón tenéis gaveta de concordancias neuronales sublimes, soberano de los axones mimeográficos, nuestras analectas pasarían desapercibidas incluso para aquellos que se las dan de sabihondos e ínclitos. —Resignémonos, todo en rededor nuestro es como un emético poderdante para nuestra prolapsis. —Sí, didascalia de virtudes, aposición continua de deixis que manejáis con rigor tanto la epanadiplosis como los homeoteleutones, lo conspicuo yace en un reservorio. —Pero lo nuestro es lo concatenado, Pílades de lo ínsito, el palenque de paralogismos, indagar en los tangramas con la humildad de lo carminativo. —Pero con énfasis, con alacridad, mentor celeste, casi como viviseccionando la efusiva estanflación. —Qué irrefragable sois, perimido dómine, vuestra catexis es un tanto fideísta diría yo, se reclina hacia lo heteróclito, pero eso sí, de forma plurívoca. —¿Quién podría comprender mi sitibunda escoptofilia sino vos? —Sois de una generosidad numinosa, atingente eminencia, me siento lixiviado con vuestro reconocimiento. —Sois de lo más estadizo conmigo, Porfirio bendito, vuestro acápite diría

yo que es un lábaro hignagógico en la efracción de nuestro floculento discurso. —Sí, sí, veo que nos comprenderemos sempiternamente, aurístico sabio. —¡Y cómo no hacerlo! Si la anacoresis de nuestro meollo sapiencial es un pleroma que circunda exudativo toda hierofanía. —Morigerado es siempre vuestro raciocinio, conscripto amigo, pasáis de lo circunstante a lo inmiscible, y todo ello con una melismática elegancia. —Sabéis, Porfirio sincrético, lo que cuesta lograr tal ñánigo de conocimientos, la de opilantes horas con los ojos sobre los libros, la hedentina desazón de esos evos metafísicos inmerso uno en la palinodia con tintes de hipálage. —Todo eso es tan verdadero como la proficua metalepsis, amigo, pero con charla tan sublime y subsecuente, que ha rozado en muchos momentos el deliquio, me han entrado ganas de zampar, ¿qué tal si entramos en alguna taberna para darle a nuestro estenógrafo interno una patarata de borborigmos? —Estoy totalmente de acuerdo, glosemático amigo, no todo va a ser acratoposia y crasitud, fescenino craquelar, nóumeno sicalíptico, también, por desgracia, existe la andorga y hay que darle su fazoleto, su deísmo regurgitatorio. Y así, nuestras dos cabezas huecas llenas de verbosidad e ínfulas ridículas, entran en una taberna con la intención de comer y beber algo como todo hijo de vecino, y uno de ellos le dice al tabernero: —Queremos un par de entitativas tropológicas cuya erubescencia debe aliviar nuestros íleones y yeyunos, y un rubio líquido servido en cangilón trigonolito cuyo redopelo sea lofóforo para 183


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nuestra calistenia. El cual, ante cháchara tan insustancial e incomprensible, y creyendo que le estaban tomando el pelo, les suelta: —Oigan, majaderos, díganme lo que quieren o saco la garrota que tengo bajo el mostrador y se van a la calle con las costillas tundidas. —Queremos dos pinchos de tortilla de patata y dos cañas de cerveza —le dicen los dos casi al unísono con un gesto de horror en sus rostros. Y luego, entre ellos: —Este es el derrelicto sinclinal que hemos de soportar las criaturas misoneístas, caro amigo. —Muy cierto, miriágono compañero, cuyas mitocondrias sirven de foliculario a mi logorrea coriférica, comamos estos dialógicos nutrientes y bebamos estas taxativas destilaciones, y luego salgamos para continuar con nuestra narcosis cuántica, con nuestro tósigo egotista. —Sí, y no nos olvidemos de los alebrestados paralogismos gnoseológicos, pues saber es vencer. —Cierto, y en la anamnesis de los eo-

nes futuros quienes se encarguen de la gemínea trofología tendrán que incluirnos en sus prontuarios. Tras esta cháchara petulante a la que acabamos de asistir, Hilario y Porfirio, esos dos espíritus superiores, pagan a escote sus consumiciones, y continúan con su paseo por la gran urbe mientras siguen recreándose con su enmarañada verborrea hasta dejar desfallecidos a los diccionarios.

Enrique Angulo Moya (España)

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CAMINO DE LAS TORRES ESCARCHA Raúl Ariel Victoriano Raúl Ariel Victoriano lo ha vuelto a conseguir:

Editorial Autores de Argentina (2018)

una vez más, deslumbra con su nuevo libro de relatos, Escarcha, una recopilación de dieciocho cuentos inolvidables. Se trata de una serie de historias independientes que, gracias a la soberbia capacidad narrativa de su autor, acaban armando un edificio sólido y hermoso que invita a la exploración de lo que esconde su interior. Ariel, como buen arquitecto, no deja que le distraiga el azar. Sabe lo que quiere expresar en cada texto y, fiel al plano trazado, su prosa poética y certera levanta muros, pinta siluetas en la sombra y puebla cada rincón con voces secretas que solo aspiran a ser escuchadas. Lumbre, primer relato de la antología, supone, tal vez, una declaración de intenciones: el protagonista escribe para exorcizar el dolor, la soledad, el peso de la culpa, sentimientos que recorren las habitaciones de esa casa común de largos pasillos. Por ellos vamos a cruzarnos con los fantasmas que guardan el crujido de la Escarcha, al final de Una noche fría, mientras En la orilla nos hablan los muertos. Tristeza, melancolía, compasión en cada trino que escapa del sueño del gorrión que espera cobijado bajo las tejas Por lo último que queda, el silencio. Como un marinero en medio de una tempestad, el escritor gobierna el vuelo de los hilos que atan las historias a sus párrafos con una proposición: Vamos a cantar esta noche. Porque no todo está perdido entre los matorrales de un paisaje que se adueña de la vida de sus personajes vagabundos. Escuchándolos 185


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Raúl Ariel Victoriano descubriremos que sólo hay que aceptar La deuda para resolver el misterio enmarcado entre las siluetas de dos sombras: «Soy un pulso». Cuentos que exploran almas y que llaman a una reflexión íntima, en la penumbra de unas estancias en las que Ariel, estratégicamente, coloca las lámparas precisas para no perder detalle y encontrar la grieta por la que puede aparecer la esperanza. Cuando llueve sobre las islas y una mujer espera frente a la ventana no es el único final. Sube al tejado, espanta a los pájaros de lata, contempla el paisaje y confía en el poder de la palabra de este autor, capaz de liberar gotas de lluvia en el páramo de la existencia. Escarcha es un libro que enseña a escribir. Que vengan más, Ariel.

ESCARCHA

Apenas un poco de calor comienza a acariciar los bordes escarpados de un trozo de escarcha, no pasa mucho tiempo hasta que se empiezan a desprender lágrimas de él.

Este juicio sin asidero aparente se ha enredado en los vapores de la imaginación fértil de Tilo, el terreno del alma a quien nadie muestra. Está sentado en la barra y oye la voz de Lorena que lo distrae: «Necesito tomar un poco de aire fresco, Iván», le dice...

Este relato se publicó en el Callejón de las Once Esquinas 6. Pincha sobre el título para leerlo completo. 186


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