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Gambito de dama

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San Iridalgo

San Iridalgo

Gambito de dama

Isidro Moreno

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EN AQUEL LEJANO y rico país, el rey se aburría soberanamente. Para eso era el soberano. Todas las cuestiones políticas y sociales funcionaban como su reloj de pared que, aunque estaba fabricado en Londres, él afirmaba que era suizo a pesar de que, hasta entonces, los suizos no hacían relojes, pero este despistado rey, puso en la pista a los helvéticos que, con el tiempo, se harían los reyes mundiales de la relojería.

Nada le preocupaba y de nada quería ocuparse. Sus ministros, consejeros y servidumbre sabían que lo esencial era no molestarle y siempre, ante quien pretendiera dirigirse al monarca, tenían un «Al rey, no». Quizás de ahí provenga la palabra reino.

Su mayor ocupación era el ajedrez. Esta actividad la anteponía a cualquier deber social, político o familiar, dedicándole gran pasión y un tiempo ilimitado. Hay quienes le atribuyen ciertos términos, estrategias y modificaciones de tan reputado juego, o deporte del alma, como lo apodaba el soberano.

Con la edad, comenzó a adquirir manías y rarezas. El rey se volvía loco. En realidad le aquejaba una paranoia de caballo, pues sospechaba que algo o alguien pretendía eliminarlo.

Contaba que un día, al iniciar la partida, comprobó que faltaba una pieza de ajedrez. En principio fue una, al día siguiente, dos; luego, tres, cuatro, etcétera, hasta que, debido al enfado del rey, la situación se tornó preocupante para todos ya que afectaba a temas y cuestiones de estado más serias y relevantes. Así pues, el rumor sobre la locura del monarca, se extendió por todo su pequeño reino.

Ordenó buscar las fichas faltantes y habló con el orfebre y con el maestro carpintero de palacio para fabricar múltiples réplicas exactas de las valiosas piezas perdidas. Aquellos artesanos se ocuparon, con notorio desagrado, en tallar figuras de ajedrez para sustituir todas las bajas habidas y las posibles futuras, en los más de cien tableros que, con sus respectivas piezas de distintos estilos y tamaños, conformaban la impresionante colección real. Existían tallas copiadas de ejércitos orientales y occidentales de casi todo el mundo conocido hasta entonces; así se podrían contemplar figuras de hermosos caballos erguidos sobre sus patas traseras, elefantes indios, dragones chinos, torres almenadas, pagodas orientales, aguerridos soldados, caballeros, emperadores ostentosos, adustos reyes y hermosas reinas cinceladas en nobles metales o en maderas policromadas con todo lujo de detalles. Una mañana, abatido el rey ante el enigmático panorama, con apenas fichas y a punto de abandonar para siempre su juego favorito, dicen que recibió la visita del alfil blanco que, con aire misterioso, osaría narrar al rey la causa e interpretación del enigma sobre el tablero:

—Majestad, permitidme que os narre y aclare el misterio que desde un tiempo os aflige.

—¿Qué sabéis vos de mis aflicciones? —respondió con desdén el monarca.

Acto seguido, su alfil, en actitud humilde propia de un vasallo, comenzó a narrarle la historia de las piezas de ajedrez desaparecidas.

—Hubo un día que un alfil negro no se presentó a la partida matinal y usted, mi señor, un tanto contrariado, buscó un sustituto en otro tablero, sin dar mayor importancia.

»Al día siguiente —continuó el alfil blanco—, había una falta de dos fichas: el alfil negro, nuevamente, y un caballo negro. Usted ordenó su rápida sustitución y también la fabricación de las piezas faltantes, porque procedían de distinto conjunto y constituía una falta de rigor que jugasen piezas de diferentes estilos, tamaños y tonalidad sobre un mismo tablero.

»Al poco tiempo, de nuevo volvieron a faltar las piezas ausentes en las anteriores jornadas más una torre negra, lo que provocó la ira a su majestad. Imagino que lo recuerda, mi señor. —El rey, aturdido, se limitó a asentir con la cabeza—. Pues bien, esto era el inicio de una estratagema urdida por Alfil Negro que para probar las fuerzas de nuestro ejército, prefirió atacar de forma progresiva al rey blanco: a usted, mi señor.

»Alfil Negro es conocedor de su afición incondicional al noble juego del ajedrez y que por ello es capaz de abandonar todo lo demás.

»Primero se apropió de un caballo negro, luego preparó una estancia en una de las torres negras que también despareció del tablero, después compró la voluntad de unos peones también de su propio ejército negro. En posteriores días, traspasó las líneas enemigas y se internó en nuestro terreno, para lo que sobornó a unos soldados —peones— blancos y eliminó a otros que no accedieron al soborno.

»Usted, majestad, se limitaba a sustituir cada día las piezas faltantes sin molestarse en conocer la causa ni ocuparse de la defensa que necesitaba su ejército, su equipo, sus compañeros, su familia en definitiva.

El rey continuaba con su mirada fija en el infinito, sin expresión coherente.

—Se preguntará usted —prosiguió Alfil Blanco—, por el motivo o el fin del malvado Alfil Negro. —El rey mantuvo silencio y se limitó a cambiar el punto de fuga de su mirada—. Pues me temo, mi señor, que Alfil Negro se enamoró de la reina durante las largas partidas de ajedrez. Luego, en la oscuridad de la caja donde descansamos, la sedujo, después le robó el corazón y después… urdió el rapto de nuestra Reina Blanca.

»¿Cuánto tiempo hace que no ve su majestad a nuestra reina? Es sabido que ya no comparten lecho, pero no sé si usted se ha percatado de que desde hace bastantes días, tampoco comen juntos y toda la comunicación se reduce a los recados y mensajes de las damas de compañía de nuestra señora que, en cada comida o cada acto en común, presentan una nueva excusa para justificar la ausencia de su esposa.

En ese momento, el rey, ofuscado y con ademanes impropios de su rango, salió de la sala y deambuló por corredores, pasillos y aposentos del castillo en busca de su bella esposa, su Dama Blanca. Ante una infructuosa búsqueda y el pavor producido en la servidumbre, el soberano, con la ira impregnada en todo su ser, regresó a la sala principal donde aún aguardaba su leal alfil blanco.

Sintiéndose humillado, hizo llamar a su chambelán y habitual adversario de partidas. Estaba arrepentido y dispuesto a reconocer su falta de atención familiar y dedicación conyugal, así como su nula ocupación en las labores propias de un jefe de estado, pero no sin antes castigar a los culpables y traidores.

El chambelán no daba señales de vida en ningún rincón del castillo donde sólo se respiraba una calma impostada, pero la tensión se extendía como aceite derramado.

Desesperado el rey ante tanta adversidad, mandó congregar inmediatamente a su pequeño ejército para salir en busca de la dama blanca y dar caza a su raptor: el alfil negro.

El alfil blanco, en el papel de chambelán ante la desaparición de este, convocó en breve tiempo a la guarnición armada del castillo que, encabezada por su rey y él mismo, se aprestó a salir en busca de la reina, de Alfil Negro y de cuantos traidores ayudaron al infortunio del desesperado monarca.

Apenas realizada la apertura completa de las puertas del castillo, una nube de polvo se elevaba frente a la vista de los convocados que, perplejos junto con su rey, quedaron sobre sus monturas en espera de acontecimientos.

Al cabo de unos minutos y ya a pocos metros del foso de entrada, la nube de polvo se desvanecía permitiendo divisar a un nutrido grupo de guerreros que, deteniéndose frente al ejército blanco, parecían decididos a asaltar aquella plácida fortaleza y dar jaque mate al rey. Como era de esperar, el ejército blanco inició el movimiento hacia las huestes negras acortando la estrecha franja que los separaba.

Alfil blanco trató en vano de aplacar la ira de su rey que, a lomos de un blanco corcel, galopaba hasta alcanzar las filas enemigas en busca de su esposa.

Para su sorpresa, el primer miembro enemigo con quien topó fue con el mariscal de campo que no era otro que su chambelán al que siempre quiso y trató como amigo. Tras descubrir su felonía y sin tiempo para lamentaciones, el rey se limitó a llamar en grito desgarrador a Alfil Negro que, a lomos de su caballo, acudió a la llamada, sorteando a sus compañeros desde la retaguardia en una carrera en diagonal hasta llegar ante el rey.

Alfil Negro, rodilla en suelo, en breves palabras presentó sus disculpas y respetos a sabiendas de la cólera del rey y del daño, quizás irreparable, que había provocado.

Ante tal imagen, la ira del rey se apaciguó levemente y se contuvo para no abalanzarse hacia Alfil Negro con la espada en ristre. Descendió del caballo y le ordenó que tomase la espada para batirse en duelo.

No había terminado su propuesta cuando su chambelán, el traidor, quiso calmar la situación ofreciendo «tablas» en aquella incipiente reyerta cuyo final se adivinaba desastroso para todos.

El alfil blanco se apresuró a defender a su señor, pero este, con la herida del orgullo abierta, lo apartó con un preciso ademán.

El chambelán no queriendo hacer más leña de la situación, también pidió disculpas, sin embargo le dirigió una solapada crítica en cuanto a su responsabilidad por lo acontecido y la falta de dedicación hacia su reino, sus caballeros, sus nobles consejeros y especialmente a su bella esposa que, ante la clara ausencia de atenciones, la situó en el pantanoso terreno del hastío y la necesidad de cariño, circunstancia aprovechada por un joven y quizá descerebrado Alfil Negro, que enamorado de forma platónica, intentó con éxito arrebatar la pieza más importante del reino o del juego, si lo preferís, pues observo, majestad, que su realidad y sus piezas de ajedrez van de la mano, se cruzan, se comen, se sustituyen, se cuidan o se olvidan bajo una sutil capa, la misma que en forma de cortina ante vuestros ojos, os desvirtúan la realidad.

En ese instante apareció la reina, su Dama, que se acercó y con suave gesto, le quitó la espada, que aún amenazante, enarbolaba contra no se sabía quiénes.

—Maldigo mi conducta y os ruego el perdón, mi querida reina —clamaba el rey rodilla en suelo y con la blanca mano de su esposa entre las suyas—. Lo siento. No volverá a ocurrir, pues prometo que de ahora en adelante dedicaré mi tiempo y mi atención a mi reino y a mi familia con la intensidad y preponderancia objetivamente necesarias en cada caso y cada día del resto de mi vida.

»También juro no volver a priorizar el ocio sobre mis obligaciones.

»En cuanto al ajedrez, ordenaré que, en adelante, sean borrados los adornos y suprimidos los rasgos de los rostros en todas las piezas, ya sean reyes, reinas, alfiles o peones, por lo que quedarán desfigurados y sin expresión alguna. Asimismo, los caballos sobre el tablero se mostrarán sin patas y solo será su cabeza la que represente al equino. El alfil, para ser fácilmente reconocido tanto por su rey como para el resto, será marcado con un corte en el rostro que le recuerde la fidelidad a su rey. La torre o fortaleza, como humilde morada, será más pequeña que las figuras de la retaguardia y algo más alta que los peones.

»También —continuó hablando el monarca—, impongo que para no olvidar su papel tanto en la vida como en el juego, la figura del rey se ornamentará con una cruz en una sencilla corona que representará su carga y conformará su principal elemento de distinción, quedando la reina como la única ficha del juego que luzca la corona real.

Dichas estas palabras, el rey se derrumbó sobre la hierba.

El alfil blanco, trastornado por lo acontecido, desde aquel día, relató a los cuatro vientos y durante toda su existencia, múltiples y diferentes finales de la historia, pero en cualquier caso, la partida tras aquel infarto o jaque, fue de obligada rendición o un claro jaque mate; sin embargo, lo más relevante de aquella contienda fue que las últimas órdenes y disposiciones del rey se cumplieron a rajatabla y hasta nuestros días han llegado las piezas estándar del ajedrez tal y como el rey blanco lo dispuso.

NOTA: Cualquier parecido con la historia real sería una muy extraña coincidencia.

Isidro Moreno Carrascosa (España) isidroantonio.wordpress.com isidromorenocarrascosa.blogspot.com

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