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Crónica apócrifa de un afrancesado (Fin)

Crónica apócrifa de un afrancesado (II)

Los espiritistas (Continuación)

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Plinio el Bizco

ZARAGOZA ESTABA TOMADA por un ejército gabacho que tenía la misión de llegar hasta Cádiz para reinstaurar a Fernando VII en la vieja poltrona del antiguo régimen. La ocupación pasajera de «Los cien mil hijos de San Luis» no podía catalogarse de silenciosa, los prostíbulos de la ciudad funcionaban a destajo desde que tras romper filas se diera licencia a las tropas hasta la próxima retreta. Himnos tan patrióticos como atronadores se entonaban en los descansillos de las escaleras para atemperar las esperas, llegando a resonar poco después el eco de la Marsellesa con un choque de bacinillas a modo de timbales en muchas de las alcobas de las calles del Caballo, Paraíso y Peromarta. Después, las tabernas mantenían aquel jolgorio regándolo con anises y orujo a falta de ajenjo para aquella soldadesca ebria y desfogada capaz de jugarse el resto de la paga a los dados o a los puños.

Como cronista de la Gaceta tenía el encargo de escribir una historia sobre alguna de las heroínas que destacaron durante los famosos asedios que sometieron a la ciudad estos mismos soldados o sus bárbaros progenitores apenas una década anterior. Un encuentro fortuito me había hecho cambiar los planes al descubrirme un viejo conocido la proeza, anónima para las crónicas, de una mujer a la que se nombraba como Pilarín Escarlata.

Después supe que había conducido por la cuesta de la Trinidad un cañón pesado de veinticuatro libras para sorprender por la retaguardia a un batallón de granaderos en pleno asalto a la universidad. Así logró, el cuatro de agosto, encabezar una masa furiosa de baturros, frailes y otros voluntarios, que empujó una columna desprotegida de fusileros hacia el «Hospitalico» de huérfanos y los hizo desaparecer al arrastrarlos hasta un enorme pozo, sito en las inmediaciones, que los acogió fatalmente. Como no pude recabar muchos más datos, me pasé por la redacción del periódico, en el pasaje de los Giles, a ver si el director conocía algo de aquello. Cuando llegué apenas conseguí que «el jefe» me prestara atención. Estaba con un joven escritor llamado Braulio Foz y con las galeradas de su novela, que iban a sacar por entregas, titulada Las aventuras de Pedro Saputo. Se me quitó de encima mandándome a un café del Coso frente al teatro que parece ser frecuentaba la tal Pilarín, no sin antes lanzarme un reproche del tipo: —Siempre saliéndote con la tuya. El local tenía ya el ambiente bronco de una cantina portuaria, grupos de soldados se arremolinaban sobre las mesas, los veteranos contaban hazañas patéticas de la guerra y mandaban a los novatos a por nuevas rondas en la barra; no había más paisanos que el tabernero y unos asustadizos ayudantes que junto a él dispendían, derramando el vino y la cerveza por los fregaderos cada vez que sirviendo oían el inesperado choque de las bolas de un billar desvencijado. Pilarín estaba apostada tras un barril de vino rancio; bebía un licor oscuro con dos zapadores que pretendían impresionarla con sus historias de ingenieros.

—Cuéntale cuando descubrimos el martyrium de una basílica enterrada después de la explosión de un hornillo cargado de dinamita. Aquí mismo, bajo la Cruz del Coso.

—Sí —dijo el otro—. Y aquellas cosas de ojos brillantes que huyeron por las paredes arrastrándose como lagartos...

Al oír eso Pilarín cambió su expresión de mirada abstracta por otra de zalamería interesada.

No pude escuchar lo que les dijo porque en ese instante entró otro grupo despendolado cantando la Marsellesa, pero debió de ser una invitación a seguirla porque los tres abandonaron su banqueta. Los seguí hasta las inmediaciones de la universidad en el Coso Bajo. Al trasluz de la luna, la belleza de Pilarín resplandecía, su extrema delgadez le hacía parecer un fantasma cubierto de ropajes folclóricos. Les hablaba de un antiguo ninfeo del tiempo de los romanos, reconvertido en fuente en época de los árabes, y que ahora servía como pozo al Hospital de Huérfanos.

Entraron por Palomar y giraron a la derecha; los soldados comenzaron a desconfiar al ver en ruinas todo el caserío de los alrededores. Las huellas de la fusilería mellaban cada una de las fachadas. Apenas tuvieron tiempo de arrepentirse.

Pilarín los empujó por una sima que se abría antes de llegar al murete del pozo. Acto seguido, la homicida apresuró el paso para escapar mirando tras de sí por si había algún testigo. No pude hacer nada por ellos. Me faltó poco para no resbalar yo mismo, porque hasta que no estuve al borde de la falla no me percaté de la oquedad. Así descubrí cómo logró eliminar una compañía entera, empujándolos hacia el abismo. Con cuidado me asomé al pozo para ver si podía rescatarlos desde allí, ya que desde la fractura sólo los oía gritar desesperadamente. Al tomar perspectiva desde la cavidad, me pareció ver unas sombras reptantes cabeceando vigorosamente al compás oscilante de su masa. Una de aquellas cosas alzó su cabeza babeante hacia el pozo y entonces puede ver unos ojos encendidos desafiándome mientras sacaba una lengua bífida que me hizo apartar la mirada. Cuando volví a mirar ya no había soldados, sólo unos jirones sanguinolentos coronados por un par de botas. Impresionado por aquella imagen tuve que reaccionar si no quería perder el rastro de la asesina. La mujer se había internado por la calle del Heroísmo; allí durante los combates hubo tal cantidad de muertos que los apilaban para que les sirvieran de escalas y poder asaltar las casas por los balcones. Corrí tras ella hasta la calle Romea donde le perdí la pista; allí no percibí más señal que el vuelo de su mantón adentrándose por la puerta de una taxidermia.

Siempre impresiona ver la muerte detenida, decenas de animales en las estanterías ordenados por su fiereza y las paredes sembradas de cabezas de venados, mostrando el esplendor blanqueado de sus cornamentas. No sabía muy bien lo que me proponía, en principio sólo quería encontrarla. Descorrí una cortina que ocultaba un cuartucho donde olía a cadáver de mofeta, sobre un hornillo se estaban cociendo unos cráneos de jabalí para despojarlos, seguramente más tarde, de toda la carnaza. Era el taller del disecador, con todo su instrumental sobre un tablón sostenido por caballetes. Salí de allí pitando. Al final del pasillo me topé con unas escaleras que conducían a la típica bodega aragonesa labrada en ladrillo; allí, en medio de la cavidad, estaban Pilarín y el taxidermista, rodeados de bañeras rebosantes de ácidos y alumbres. Al verme bajar las escaleras, el hombre se dirigió a mi encuentro.

—Señor, lamento decirle que a estas horas la tienda está cerrada para los turistas.

—No hago turismo, seguía a esa mujer para hacerle una entrevista cuando he visto lo que hacía con esos desgraciados.

Al oír esto Pilarín me increpó desafiante:

— ¿Y quién le manda entrevistarme? Algún entrometido de la Hermandad de la Sopa.

—En la Gaceta me pidieron que escribiera sobre alguna de las heroínas de los Sitios. Ahora que la ciudad está invadida nuevamente por franceses, pensé en usted, pero ya veo que usted es otra cosa.

—¡Eso es magnífico! —dijo el hombre—. Mi nombre es Santiago, pero puede llamarme Yago y a ella ya la conoce: ¡Pilarín Escarlata! Le contaré otra historia —añadió el disecador, continuando con verborrea de malabarista— para que escriba si quiere sobre ello...

—Antes explíqueme qué eran esas bestias que he visto desde el pozo —le interrumpí. —A eso iba, je, je. Señalándome otra estancia me invitó a pasar a lo que parecía ser una «sala de los horrores». En unos pedestales de piedra se alzaban sobre sus dos patas traseras una colección disecada de lagartos gigantes que no tenían nada de apolíneos.

—¿A estos bichos se refería? —me preguntó sonriendo. —Sí, o eso creo —respondí. —Supongo que conocerá a nuestro paisano Félix de Azara, el gran expedicionario pionero de «la evolución de las especies». De uno de sus viajes a Indonesia se trajo varias parejas de estos dragones de Komodo que donó a la ciudad para ver si eran capaces de reproducirse en cautividad. Los saurios fueron recluidos en el Jardín Botánico que, como sabrá, fue bombardeado durante la guerra y del que desgraciadamente escaparon para hacer de las cloacas de la urbe su hábitat. Desde entonces, no sólo no se han extinguido, sino que se han reproducido considerablemente gracias a que se alimentan de todo lo que les llega de las calles, ya sea un escuadrón de soldados o una remesa de abortos procedentes de las casas de citas.

—Ya, y vosotros os dedicáis a proporcionarles alimentos para después cazarlos.

—Sí, más o menos, pero no se crea que es sólo por matarlos. En las islas del Pacífico, de donde provienen, los indígenas les temen porque se cree que se apropian del alma de sus presas.

Aquello que acababa de oír me dejó confuso. Debía admitir que la mirada de aquellos lagartos tenía algo de humana. Comencé a observarlos más detenidamente, había casi un centenar de ellos. Uno me llamó la atención porque sostenía un dado en una de sus patas delanteras, que conocía, era un dodecaedro similar al que lanzaba el capitán Gerard. El disecador advirtió mi estupor.

—Lo encontré en el estómago de la bestia con alguna que otra insignia de oficial no disuelta por los jugos gástricos.

No sé si alguna vez podré olvidar aquella espectral mirada atrapada en el ámbar de la nada que reconocí en mi semejante cuando lo estudié detenidamente. El taxidermista aprovechó mi aturdimiento para decirme:

—Venga conmigo, daremos cuenta de alguno de ellos, coja esta ballesta.

Cuando un hombre reflexivo pasa a la acción siempre se equivoca. Todo me hacía desconfiar de aquel sujeto y, sin embargo, lo estaba siguiendo por una trampilla abierta en el suelo. Pilarín nos guiaba con antorchas y Yago se volvía constantemente atusándose los bigotes para decirme:

—Si le muerden, morirá desangrado, su saliva es anticoagulante. Je, je.

Pronto alcanzamos la sima por la que se habían despeñado los zapadores, con el fondo del pozo a escasos metros iluminado con antorchas fijas. Gracias a ellas pude ver lo que ocurrió, desde arriba. Los cuerpos yacían despedazados sin sus ánimas, el lugar era un colector del que partía una red de cloacas. Pilarín se adentró por una de ellas. —Sabemos dónde encontrarlos, suelen frecuentar los sumideros de los hospitales o conventos en espera de algún despojo —dijo la baturra—. Por aquí siempre hay alguno porque rondan el hospicio. Los expósitos no suelen salir adelante.

Las carcajadas de mis acompañantes se detuvieron cuando escuchamos una especie de mugido grotesco. Acto seguido comenzó a fluctuar por los arroyuelos cercanos un trajín pesado de cuerpos y patas.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Yago y, antes de que me diera cuenta, los había perdido. Su voz me llegó desde la lejanía:

—Me faltaba el alma de un afrancesado. Ja, ja, ja.

El pánico se presentó de repente en forma de plomada. Tenía que buscar una salida en aquella ciudad subterránea. El primero de esos bichos que se cruzó en mi camino se abalanzó cabeceando como novillo. Desafiante y furioso, iba dejando detrás un reguero viscoso de babas. Cuando estuvo a escasos pasos se alzó sobre las patas traseras rugiendo inmóvil hasta hacerme llegar su fétido aliento. Disparé la ballesta, la flecha se hundió en su pecho hasta la palomilla y aquel ser me miró sin entender nada antes de desplomarse muerto. Le seguían otros muchos algo más torpes que se cruzaban y chocaban entre ellos. Afortunadamente se despistaron en un sumidero, donde al parecer acababan los restos de una leprosería. Acabé por encontrar un terraplén por el que corrí hasta maldecir todo el rapé de mi juventud.

Un artefacto metálico me esperaba posado en una especie de montículo. Funcionaba por un extraño sistema de poleas que comenzaron a alzarse después de pulsar un botón que indicaba «1934». El elevador no se detuvo hasta que no se plantó en esa fecha. Si esto que he narrado fue una visita a los infiernos levanto el acta de la crónica.

Al salir del portal al pasaje vi que se había instalado un partido político en el local en que antes había estado la Gaceta. Eran los fascistas de las JAP (Juventudes de Acción Popular). En la calle, cegado por el sol, se escuchaba el trasiego habitual; limpiabotas, buhoneros, cigarreras y loteras se desgañitaban apostadas en las esquinas del Tubo y los anarquistas vendían corbatas para engordar la caja de resistencia. Otra huelga general estaba cerca.

FIN

Plinio el Bizco (España)

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