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Adelina y Eutimio
Adelina y Eutimio
Manuel Serrano
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ESTABA SIN TRABAJO desde hacía mucho tiempo. Su adorada Adelina había muerto de cáncer hacía tres años. Antes era capataz de obra. Un día, Sancho, el sobrino de su mujer, se acordó de él; en su empresa necesitaba un conductor para reparto. La empresa era de distribución de pescados. «Por una vez, ser mayor y tener un enchufe me vale para algo», se dijo Eutimio. No lo dudó un momento. Por lo menos tenía algo por lo que levantarse todos los días, aunque «tampoco es que sea un trabajo para echar cohetes, pero algo es algo», se decía Eutimio de vez en cuando.
Sobre las tres de la mañana se reunía con sus nuevos amigos en el bar de Juan para entonar el cuerpo al salir de MercaValencia.
Regresaba a su casa, aquella casa vacía. Día tras día.
—Sancho, soy Eutimio. He terminado el reparto, me voy a acercar a Merca- Valencia a dejar un recado y me voy a casa. Si quieres algo, llámame al móvil. —Dejó el mensaje en el contestador de la distribuidora, apagó su teléfono y lo guardó. Estaba aparcado frente al bar. Era tarde y hacía mucho frío.
—Buenas noches, Juan, ponme lo de siempre que vengo helado —saludó al dueño.
—No te esperaba hasta mañana —le dijo viendo que eran las siete de la tarde.
—He venido a dejar un recado.
—¿Ya para casa?
—Sí, pero sin prisa.
Juan le sirvió el vaquerito que pasó de un trago a su estómago. Y después, otro. —A ver si te van a pillar los civiles… —Con la noche que hace, no creo que salgan. Además, está empezando a llover.
—Hasta mañana. Conduce con cuidado.
Eutimio salió al aparcamiento desierto. El frío era más intenso, pero iba entonado. Una fina lluvia le caía en los hombros y se la sacudió antes de ponerse al volante. Comenzó a rodar por la carretera camino de casa. Olía a pescado. Siempre le había dado un poco de asco aquel olor. Ahora no se lo quitaba de encima nunca.
Circulaba distraído. La ligera llovizna había dado paso a un fuerte aguacero. De pronto notó un golpe en el morro de la furgoneta y dos baches, como si hubiera pisado algo.
—¡Me cago en mi mala suerte! ¡Sólo falta que haya abollado la furgoneta! —juró Eutimio. Sin parar el motor, bajó. Pasó la mano por el paragolpes y los faros.
—Menos mal que no ha sido nada. Me voy a casa que me estoy remojando, aunque… aunque creo que he pisado algo —seguía hablándose en voz alta mientras caminaba hacia la parte trasera. Un poco más allá había un bulto.
—Pobre animalito. Será un perrillo. —Tímidamente lo tocó con la punta del pie. No se movía. Fue a retirarlo de la carretera, cuando el bulto se desenredó dejando al descubierto la cara de un niño teñida del rojo de las luces traseras de la furgoneta.
—Dios mío, ¿qué he hecho? —ahogó el grito tapándose la boca con las manos.
A lo lejos se oyó la voz de una mujer con acento extranjero.
—¡Yuri!, ¡Yuri! Instintivamente miró a ambos lados.
No había nadie. Recogió al niño: escasos diez años, mal vestido, sucio, empapado, pero sin rastro de sangre. Él ya había visto algún muerto cuando trabajaba en la obra: un golpe en la cabeza y ya está. El inerte cuerpecillo pesaba poco, alrededor de treinta kilos de puro pellejo y huesos. Lo depositó en una caja de pescado. Al regresar a la cabina se llevó las manos al rostro y lloró amargamente. Las sacudidas de su corpachón hacían estremecerse la furgoneta y los cristales lloraron con él.
La furgoneta circuló dejando una estela de agua y luces rojas. Eutimio condujo con cuidado, entre sollozos, limpiando cada poco el cristal empañado.
Dejó la furgoneta frente a su casa. Eran las ocho y cuarto. Entró en el piso vacío.
Sin encender la luz se sentó en su sillón y lloró. Estaba solo.
—¿Qué hago, Adelina, qué hago? Si al menos tú estuvieras aquí, podrías ayudarme. Por favor, ayúdame. —Eutimio no paraba de llorar. Sin darse cuenta, la estaba invocando.
—Adelina, por Dios, ¡ayúdame! —gritó desesperado—. ¡No lo he visto! ¡Te lo juro! Sabes que, si me hubieran hecho soplar, me habrían metido en la cárcel. No sé por qué he hecho las cosas así... Voy a llamar a Tráfico... —La luz seguía apagada y las lágrimas anegaban sus ojos. No se dio cuenta de que la figura de Adelina se estaba materializando en el sillón de al lado— ...y decirles que ha sido un accidente.
—Tú estás tonto, Eutimio.
—¡Adelina!
—No sé si esto está bien, pero sí que sé que todavía te quiero.
Eutimio no sabía si creer lo que estaba viendo y oyendo. De pronto dejó de llorar. Abrió los ojos de forma exagerada.
—¡Estás aquí! ¡Has vuelto! —era lo único que acertaba a decir lleno de alegría.
—Vale, Eutimio. Has atropellado a un niño. Te has dado a la fuga y para colmo, ibas borracho. Eres imbécil —afirmó con su aplastante lógica.
—Adelina, pero, pero, tú, tú… estás…
—Sí. Muerta. Tan muerta como Yuri —le interrumpió.
—¡Si no hubiera parado a tomarme nada! ¡Maldita sea mi suerte!
—No tiene remedio. Déjame pensar.
Quedaron los dos en silencio durante unos instantes. Eutimio no se atrevía a quitar la vista del sillón donde estaba su mujer por si desaparecía.
—Ya lo tengo. Venga, Eutimio, baja al trastero y lleva a la furgoneta tu saco de arpillera en el que están tus cosas de la obra. Coge también una cuerda y una polea —ordenó Adelina.
Eutimio obedeció sin rechistar. Al cabo de unos minutos estaban en la furgoneta.
—¿Qué hacemos, Adelina?
—Pon en marcha este trasto que huele tan mal y vamos a Brico-Detot que no cierran hasta tarde y compra unas cosas que nos harán falta.
En el almacén compró un saco de yeso y diez ladrillos del 7; una linterna grande y cuatro pilas. Volvió, dejó las cosas y regresó a la cabina. Estaba más tranquilo. El alcohol parecía haberse disipado. La presencia de Adelina le daba fuerzas. Había envejecido diez años en la última hora. Puso en marcha la furgoneta y miró a su mujer.
—Vámonos hacia el pueblo —le ordenó.
Eutimio obedeció. Sabía que su mujer le había sacado de más de un atolladero con su intuición y perspicacia. No preguntó nada más. Ella le iría dando las instrucciones. Como siempre. Poco a poco, Adelina fue desgranando el plan. Eutimio conducía y asentía de vez en cuando.
Abandonaron la ciudad y la lluvia. Una noche helada, limpia y cuajada de estrellas se presentaba ante ellos. Durante cincuenta kilómetros circularon por autovía. Después se desviaron. Subieron hacia la serranía que les llevaría a su punto de destino: Castillejo de San Frutos, su pueblo. Un pueblo de no más de veinte habitantes en invierno donde se iban a retirar cuando se jubilara.
Después de subir un pequeño puerto de montaña vieron a lo lejos el campanario que anunciaba el pueblo. Antes de llegar estaba el camposanto con sus cipreses bañados por la luna.
Enfiló por el camino hasta al cementerio y vieron a lo lejos algunos penachos de humo que ascendían libres. Sabía que el frío era intenso. Se colocó entre la pared lateral y los árboles. Paró el motor y apagó las luces. Abandonaron la cabina y notó el cortante aire de la sierra.
Tal como le había dicho Adelina, la vieja puerta del cementerio no tenía la llave echada. Un hierro retorcido evitaba que se quedara abierta y entraran las alimañas. Eutimio retiró el enganche y empujó la puerta, que se quejó con un tétrico chirrido al que no respondieron ni los perros del pueblo. Adelina se adelantó en busca de un nicho, mientras él sacaba las cosas de la furgoneta.
—Allí lo meteremos. La tía Edelmira lleva más de treinta años muerta. Además, no tiene lápida —dijo señalando la segunda fila.
—Está muy alto —se quejó Eutimio.
—Menos mal que he pensado en todo; la polea y la cuerda son para eso. Ahora ve a por la escalera de Todos los Santos y empieza.
La puso y buscó en el saco la maza y el cincel. Se encaramó a la escalera para destapar el nicho.
Tenía que sacar a la tía, quitar el ataúd y colocar al niño junto con los restos de la mujer. En otras ocasiones, lo que se hacía era quemar el ataúd viejo, pero eso era impensable; se lo llevaría y lo tiraría por algún barranco. Dio varios golpes y la tapa cedió entera. Un olor asqueroso salió del nicho. Solo la destreza de años en la obra le impidió caerse de la escalera. Eutimio sudaba. El frío se veía en el sudor que se vaporizaba. Con la linterna alumbró el interior. La luz rompió la oscuridad, asustó a las arañas y a algún que otro insecto: nubecillas de polvo revolotearon en el haz.
—La caja está muy mal, no sé si podré sacarla de aquí.
—Tú sácala y ya veremos, y no grites tanto que nos van a oír.
Eutimio cogió el asa de la caja y estiró poco a poco. Oyó un crujido y se sujetó a la escalera con una mano; al seguir estirando, la tapa cedió dejando al descubierto los zapatos de la difunta.
—No se puede sacar, está podrida. —Se quitó la chaqueta y la dejó caer al suelo —. Voy a intentar otra cosa.
Con la herramienta que tenía a mano dio unos golpes y el féretro se abrió como una granada.
—No hace falta sacar a la tía. Meto al niño, cierro y nos vamos.
—¿Cabrá?
—De sobra.
Habían sido muchas cosas en un solo día y el cansancio iba haciendo mella en él. Era muy tarde y hacía demasiado frío.
Eutimio bajó, cogió la polea y la cuerda y se encaramó a la escalera. Enganchó la polea en el saliente y pasó la cuerda. Descendió de nuevo. Ató el otro extremo a la caja del pescado con el niño dentro y desde abajo fue subiéndolo hasta dejarlo a la altura. Ligó el cabo a un ciprés próximo. De nuevo en la escalera, tomó el cuerpecillo del niño con cuidado.
Gruesas gotas de sudor impactaron en la cara del niño y por un momento le pareció que lloraba. Lo depositó con toda la dulzura de que era capaz en aquel lóbrego lugar. Lo empujó para que los pies quedaran dentro. En ese momento le pareció oír un quejido. Algo que no llegó a identificar.
—Estoy cansado, muy cansado. Sólo quiero terminar y marcharme —murmuró Eutimio.
—¡Qué dices!
—Nada, nada. Cosas mías —rezongó mientras bajaba.
Mezcló el yeso con agua de la fuente cercana y pronto tuvo preparada la masa. No necesitaba mucha. Con cuatro trocitos de madera ajustó la tapa y consiguió sellar de nuevo el nicho. Bajó, recogió las cosas, se lavó las manos y volvió a la furgoneta dejando tras de sí la quietud.
Poco a poco, despacio, sin prisa, con «el parte» de Radio Nacional, Radio 3 sintonizado, por si decían algo del accidente o de la desaparición del niño, se encaminó hacia casa. Callado. Apesadumbrado, pero seguro de lo que había hecho. Devorados por la oscuridad de la noche y el silencio entre ellos.
De repente rompió la quietud el tono de un móvil. El sonido no venía de la radio y el timbre no era del de su teléfono.
Instintivamente miró a su derecha: el asiento del copiloto estaba vacío. Volvía a estar solo.
—Adelina, Adelina, no me dejes ahora, por favor —suplicó, mientras el móvil no cejaba en su empeño de ser atendido.
A tientas localizó el teléfono en la chaqueta de trabajo colgada tras su asiento. Estaba apagado y ya no sonaba. Estaba igual que lo dejó después de hablar con Sancho unas horas antes.
—Debo de estar demasiado cansado y veo visiones o como se diga —se dijo en voz alta.
Dejó el teléfono junto al cuentakilómetros y siguió bajando el pequeño puerto de montaña.
El teléfono se iluminó de nuevo y sonó la melodía de siempre.
—No puede ser. Está apagado. —Instintivamente lo cogió y sin retirar la vista de la carretera echó un vistazo a la pantalla: «Número desconocido». Atónito, su mirada fue del teléfono a la carretera durante un rato.
Como un autómata se acercó el teléfono a la oreja y sin llegar a decir nada, oyó:
—¿Por qué me has dejado aquí? Hace frío. Está oscuro —dijo la voz de un niño.
Aterrado, lanzó un grito que hubiera helado la sangre de cualquiera que hubiera estado allí. Frenó en medio de la carretera. No venía nadie. Estaba pálido como si toda la sangre se su cuerpo hubiera huido, sin soltar el teléfono, con la mano en la boca y los ojos abiertos de forma imposible.
—Es, es… el crío que he dejado en el pueblo… No puede ser. Está muerto. Frío como el pescado que cargo todos los días y además, ¿cómo sabe mi número? —intentaba razonar en voz alta, cada vez más confundido.
Se dio cuenta de que todavía tenía el teléfono en la mano y lo lanzó contra la ventanilla del acompañante. El impacto hizo que el aparato se desarmara, quedando varias piezas esparcidas por el suelo, fuera de la vista. La parte central, sin batería, quedó encima del asiento del copiloto.
Siguió descendiendo muy despacio. Preocupado. No daba crédito a lo que estaba pasando.
—Esto es todo el cansancio. Seguro. Nada más. Para, Eutimio, para y tranquilízate. Echa un trago de la petaca a ver si templas los nervios. Lo peor ya ha pasado y además…—se decía.
Orilló la furgoneta y bajó para armar el teléfono. El frío era más intenso. Recogió el cuerpo del teléfono, que se iluminó nada más tenerlo en la mano y, sin darle tiempo a más, como si llevara el manos libres, oyó:
—Por favor, ven a por mí. No quiero estar aquí. Hace frío.
Eutimio no se lo creía. Era imposible, estaba desmontado. Lo miró con incredulidad y miedo y sin pensarlo dos veces lo lanzó con todas sus fuerzas a la oscuridad.
Continuó el descenso del puertecillo. Una interferencia se coló en la radio que permanecía encendida. Tras unos chasquidos se escuchó:
—Eutimio, ¿por qué no vuelves a por mí? Tengo mucho frío y esta señora huele muy mal. —De nuevo era la voz de niño. Apagó la radio espantado.
—No puede ser. No puedo más. ¿Por qué lo he hecho? Si por lo menos volvieras, Adelina, me ayudarías —dijo a la oscuridad. La radio volvió a conectarse:
—Eutimio, soy Yuri… —¡Imposible, estaba oyendo su nombre en una radio apagada! Frenó y dirigió la furgoneta hacia la derecha—… el niño que has dejado con la tía. Estoy con Adelina. Me ha contado que no querías hacerme daño. Yo te perdono, pero tienes que decirles a mis papás dónde estoy para que no se preocupen.
—Perdóname, Yuri. Lo siento de veras —lloraba desconsoladamente.
—Deja de sufrir, amor mío. Ven conmigo —la voz suave, acaramelada, melosa de una Adelina atemporal le animaba a tomar una decisión.
Tranquilo y seguro de sí mismo, Eutimio condujo la furgoneta hasta un pequeño claro en el que sabía que había un merendero. Fue hasta la parte más alejada de la entrada, sintiendo la presencia de Adelina y Yuri. Al llegar al final de la explanada había un suave descenso hacia el arroyo entre grandes pinos. Todo quedó iluminado por los faros de la furgoneta.
Paró el motor, puso el freno de mano para evitar que se deslizara. Abrió la puerta trasera y encontró lo que iba buscando: la cuerda.
Sabía hacer un nudo corredizo y también cómo hacer que su cuerpo se elevara.
Lanzó el cabo de la soga por encima de una rama. Rodeó con el otro extremo el tronco del árbol y, por último, lo ató a la furgoneta. En el extremo libre hizo el nudo que albergaría su cuello. Sólo le quedaba colocarse y esperar que todo saliera bien.
Con la soga al cuello, sereno, tranquilo y feliz, se dirigió a la portezuela del conductor. Buscó en su chaqueta el bloc de los pedidos y dejó una nota en el salpicadero. Apagó las luces. Quitó el freno de mano y la furgoneta poco a poco se deslizó hacia el arroyo a la vez que su cuerpo se acercaba cada vez más al espíritu de Adelina.
La furgoneta rodó parsimoniosa hasta tropezar con unas piedras que la detuvieron. El impacto hizo que la nota cayese al suelo del vehículo. El cuerpo de Eutimio ya estaba muy alto.
A primeros de diciembre unos excursionistas advirtieron varios buitres volando en círculo sobre una hondonada. Al llegar encontraron la furgoneta de reparto de pescado y el cadáver de un hombre, ahorcado en un árbol. Avisaron al 112 y se personó la Guardia Civil. El hombre fue identificado como Eutimio Santos, natural de Castillejo de San Frutos.
En el periódico provincial se pudo leer:
LA GUARDIA CIVIL INVESTIGA UN SUICIDIO EN UN PUEBLO DE TERUEL
Unos excursionistas encuentran el cadáver de un hombre en un paraje cercano a Castillejo de San Frutos.
Lunes, 12 de diciembre. Un grupo de excursionistas halló el pasado jueves, en un paraje cercano a la localidad turolense de Castillejo de San Frutos, el cadáver de un hombre ahorcado de un árbol. La Guardia Civil investiga las causas del fallecimiento. Según ha podido saber este periódico, el hombre respondía a las siglas E. S., viudo desde hacía unos años y tanto su desaparición como la de la furgoneta habían sido denunciadas, como confirmaron en la tarde de ayer fuentes del Instituto Armado.
Cerca del lugar del hallazgo, se encontró la furgoneta vacía. Este medio ha podido saber que una de las vías de investigación se centra en el posible enterramiento ilegal de un menor.
Ha pasado un año. Una televisión nacional, en uno de sus programas de prensa amarilla, se hace eco del aniversario del macabro hallazgo del menor enterrado en Castillejo de San Frutos.
Macarena, Adela y Sancho están en casa de Eutimio recogiendo sus cosas. La niña pone la televisión y se sienta en el sofá.
—¿Ves como iban a encontrar a Yuri?
—Gracias, Adelina. Siempre puedo confiar en ti —contestó Eutimio a su mujer.
—Mis papás están tranquilos, aunque muy tristes —añadió Yuri en el comedor de casa de Adelina y Eutimio.
—Por favor, callad que no puedo oír nada. Vosotros lo sabéis todo, pero yo no.
—No te enfades, Adela. Ya nos callamos.
—¿Con quién hablas, Adela? —se extraña Macarena, la madre de Adela, desde el interior de la casa.
—Con nadie, mamá, con nadie. Es la tele.
Manuel Serrano (España)