El Callejón de las Once Esquinas
Adelina y Eutimio Manuel
Serrano
Ya había visto algún muerto cuando trabajaba en la obra... ESTABA SIN TRABAJO desde hacía mucho tiempo. Su adorada Adelina había muerto de cáncer hacía tres años. Antes era capataz de obra. Un día, Sancho, el sobrino de su mujer, se acordó de él; en su empresa necesitaba un conductor para reparto. La empresa era de distribución de pescados. «Por una vez, ser mayor y tener un enchufe me vale para algo», se dijo Eutimio. No lo dudó un momento. Por lo menos tenía algo por lo que levantarse todos los días, aunque «tampoco es que sea un trabajo para echar cohetes, pero algo es algo», se decía Eutimio de vez en cuando. Sobre las tres de la mañana se reunía con sus nuevos amigos en el bar de Juan para entonar el cuerpo al salir de Mer168
caValencia. Regresaba a su casa, aquella casa vacía. Día tras día. —Sancho, soy Eutimio. He terminado el reparto, me voy a acercar a MercaValencia a dejar un recado y me voy a casa. Si quieres algo, llámame al móvil. —Dejó el mensaje en el contestador de la distribuidora, apagó su teléfono y lo guardó. Estaba aparcado frente al bar. Era tarde y hacía mucho frío. —Buenas noches, Juan, ponme lo de siempre que vengo helado —saludó al dueño. —No te esperaba hasta mañana —le dijo viendo que eran las siete de la tarde. —He venido a dejar un recado. —¿Ya para casa? —Sí, pero sin prisa.