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La cortina dorada

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La extraña pareja

La extraña pareja

La cortina dorada

Frances Knightingale

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MILES DE KILÓMETROS lejos de casa, la primavera hace varios días que se encargó de adornar con sus distintos matices los alrededores. Este es otro sábado lejos de ti y la idea de volver a estar juntos se convierte solo en un deseo que fue vencido por la desesperanza. Para apaciguar el dolor que lastima mi pecho vengo aquí. A esta pequeña galería de arte oculta en un rincón recóndito, entre los verdes que abrazan los suburbios de Brooklyn. Aquí, donde yacen ocultas las pinturas humildes de aquellos artistas cuyos nombres aún esquivan las revistas o los libros de historia del arte. Creo que es en estos lugares tan simples donde nace la grandeza o germinan las tendencias y corrientes que luego embellecerán, quizás, tal vez, algún futuro.

Si me preguntas por qué me refugio entre las sombras de estos pasillos poco poblados, te diría que no tengo palabras que justifiquen los motivos, pero… sería mentira. Creo que debería empezar por el principio. Aquel domingo, 10 de febrero, posterior a tu partida, las cuatro paredes de mi cuarto parecían encerrar mi espíritu y tuve que alejarme del cemento y de los ruidos constantes que te abruman aun en esos días que fueron diseñados para descansar. Hacía frío. Mucho frío, según recuerdo. Pero ni la amenaza de una inminente tormenta de nieve ni el grisáceo paisaje, que parecía llorar conmigo y acompañarme en el dolor, pudieron evitar que saliera. Incluso aquella voz, que merodeaba diariamente por mi cabeza, no pudo disuadirme y convencerme de que estaría mejor si me quedaba sollozando y abrazando mi almohada.

La carencia de cordura y la necesidad de cansar mi cuerpo con una caminata extendieron mi paseo más allá de lo que hubiera debido. Un paso más me guio hacia Brooklyn. Otro, hacia el norte. Y otro me llevó hacia el este. Hasta que en un momento, nuevamente no recuerdo cuándo, dejé de contar y pensar qué estaba haciendo. Cuando escapé del laberinto de pensamientos en el que me había aventurado, comprendí que estaba perdida. Las calles, el paisaje, esas imágenes de barrio que me hacían recordar a mi Buenos Aires, me resultaban desconocidas. El cielo dejó de acompañar a mi espíritu aventurero desatando una tormenta que llegó antes de lo que hubiera esperado. Para escapar de tal infortunio encontré refugio en un local oculto entre edificios de fachada antigua, con un cartel gastado en el que relucía su nombre. Me pareció que, por el momento, sería suficiente para esperar mientras se calmaba el temporal. Era temprano, así que aún no me preocupaba que llegara la noche.

La luz del lugar brindaba cierta paz. La profundidad de los pasillos invitaba a recorrerlos y el silencio susurraba al oído la historia de cada pintura. Algunas, muy tristes. Otras, inundadas de una locura indescifrable. Pero, al fin y al cabo, cada una tenía una emoción para entonar y soplar al mundo. Con cada pisada, me adentré en el interior de la galería, llegando hasta donde terminaba el pasadizo de telares pincelados y la luz del día no tenía la fuerza suficiente para revolotear. Allí se encontraba esa pintura. Era tan mágica y radiante. Resaltaba su simpleza. Su autor la había titulado «La Cortina Dorada».

El cuadro muestra en un rincón apartado de Central Park a una pareja reposando sobre el césped verde, que parece prolijamente arreglado por algún diseñador del mundo de la moda. Suavemente, sus cuerpos parecen tocarse y, si bien el brillo de sus miradas permanece oculto al espectador, no es difícil imaginar el cariño que de ellos emana. Para finalizar, como si fuera el telón de un teatro de la calle Corrientes, una cortina de hojas de un color amarillento similar al oro, enmarca con su abrazo a la pareja de Central Park. Quizás, pienso, su amor es secreto y eligen aquel lugar despoblado para encontrarse. O tal vez, es la primera vez que se ven en muchos meses ya que él, o ella, se encontraba de viaje. Luego mi mente me lleva a pensar que acaban de conocerse y sus corazones revolotean emocionados en sus pechos porque hace mucho que ninguno de ellos experimentaba un sentimiento de tanta intensidad. Yo imagino que podríamos ser tú y yo, descansando luego de aquellas largas caminatas que solíamos emprender los domingos por la tarde. Y así caigo de nuevo en los brazos de tu recuerdo. No debería… pero es así.

Frances Knightingale (Inglaterra)

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