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San Iridalgo
San Iridalgo
Salvador Esteve
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AL LLEGAR ME ADENTRÉ por sus callejuelas y sus repechos de piedra, percibí las sinuosas imperfecciones de sus casas, enseguida aquel pequeño pueblo encaló mi corazón. La humedad del ambiente de Peñascarcha se incrustó en mis huesos, pero el calor de su gente pronto reconfortó mi ánimo. Doña Aurelia, con un fardo de leña al lomo, me hizo un pequeño ademán con el rostro. Don Fausto, viejo y encorvado, con pliegues en sus manos de mil arados, levantó su bastón a modo de saludo, mientras dos niños sorbían sus mocos embelesados con mi presencia. El vuelo de la cigüeña al posarse en el campanario de la iglesia me recordó que mi llegada a aquel lugar era por trabajo. El obispado me había enviado para ocupar el puesto del difunto y querido don Anselmo. Al principio la noticia me dejó un poco frustrado, esperaba tal vez una comunidad mayor donde empezar con fuerza mi escalada en la jerarquía eclesiástica. Los acontecimientos venideros harían replantearme estos objetivos más bien mundanos.
Era un pueblo de unos seiscientos habitantes, y la devoción que sentían sus gentes, sobre todo las mujeres, por San Iridalgo me sobrecogió. Toda pasión por un santo se podría conjeturar como un acto de fe, pero se respiraba certeza en cada palabra de los parroquianos. Su fervor tenía tintes de una realidad que habían vivido en sus carnes, la habían mamado de sus ancestros. Las jóvenes casaderas de Peñascarcha pedían a San Iridalgo un hombre para compartir su vida, y pronto, muy pronto, se veían recompensadas. Los varones, impasibles, prácticamente habían aceptado su sumiso papel en la disponibilidad a que el santo les tocara con su poder casamentero. Josele me contó que nunca había pensado en Genoveva para madre de sus hijos, pero que un día la vio en la fuente y, cautivado por su mirada, sin sed bebió. Ahora viven felices y tienen tres retoños. Godofredo soñaba con ser actor, y cuando Luciana pidió compañero, empezó una película con ella de amor y pasión.
El año 1962 es mítico. En casos excepcionales, y solo como último recurso divino, San Iridalgo echaba mano de individuos no oriundos. La serpiente multicolor iba a coronar el puerto de tercera categoría de la vuelta ciclista a España. El farolillo rojo, un tal Nemesio Rueda, vio a Magdalena con un pañuelo, mas no lloraba, le hacía señas. Sin pensarlo, se apeó de su bicicleta y se dirigió a su encuentro; el farolillo ilumina ya para siempre la vida de Magdalena, su primogénito ganó el Tour del Porvenir.
Pasé varios años felices, con una paz espiritual que nunca creí poder conseguir. A veces, llegué incluso a pensar que aquel pueblo era como un experimento supremo, como un vergel en este mundanal barrizal de materialismo y efímeras emociones.
Pero un trece de marzo, negros nubarrones se cernían sobre Peñascarcha. Benilda era una moza de rostro nada agraciado que vivía en su caserío rodeada de aperos y animales. De niña quedó huérfana de madre y también de infancia, pues tuvo que enfrentarse a las labores propias de la casa y, con los años, a cuidar de su padre enfermo. Tras la muerte de este se convirtió en una joven huraña con una existencia solitaria. Con paso firme se dirigía a la iglesia. Su cara reflejaba felicidad, su cuerpo escupía confianza, por fin había acumulado valor y vencido al pudor. Todos sabían lo que iba a pedir a San Iridalgo. Dionisio, Leocadio y Cipriano, los tres posibles pretendientes, se asustaron. A la semana siguiente, Dionisio se alistó voluntario en la Marina. Con la azada era un jabato, pero no me lo imaginaba surcando los mares. Leocadio tuvo una revelación y anda por África en misiones. Cipriano…, bueno, Cipriano tiene un póster tamaño natural de David Beckham en su habitación, y no le gusta el fútbol.
Pasaron meses y Benilda aún esperaba. Su sonrisa se iba desdibujando, su esperanza menguaba con el tiempo. El prestigio de San Iridalgo, cincelado a fuego a través de los años, tal vez siglos, como paladín de las jóvenes casaderas en busca de un marido, iba a quedar en entredicho, la convicción peligraba, se marchitaba. Medité largo tiempo sobre el asunto y, con ayuda de la fe, tomé una decisión. Esperaba ser recompensado en las alturas, pero ni mis feligreses ni el obispo, y mucho menos la Santa Sede, lo comprendieron cuando dejé el sacerdocio y me casé con Benilda.
Por cierto, he de confesar que soy inmensamente feliz.
Salvador Esteve (España)