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La extraña pareja

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El regalo

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La extraña pareja

Enrique Angulo

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SON LAS DOCE de la mañana de un día festivo, estamos en una céntrica calle de una cosmopolita ciudad un día de verano. Por una de sus aceras camina Hilario, un individuo que rezuma tontería y engreimiento por todos los poros de su piel. Todo su afán en la vida es darse pote y hacer creer a los demás que es una persona cultísima y de una inteligencia privilegiada; para ello, acostumbra a emplear palabras extrañas y rimbombantes que encuentra en los diccionarios y en las enciclopedias, y que luego se aprende de memoria para utilizarlas construyendo frases que la mayoría de las veces no sabe ni lo que significan, y que sin venir a cuento de nada se las suelta a la primera persona con la que se encuentra, o con la que tiene que relacionarse, ya sea algún familiar, algún vecino, alguna cajera del supermercado donde hace las compras, alguno de los barrenderos de su barrio, o, incluso, el fontanero que va un día a su casa para repararle un grifo; por no hablar de sus compañeros de trabajo que son quienes más tiempo tienen que convivir con él por obligación. Por eso, en todos los ámbitos de su vida, la gente le rehuye casi como si fuese un loco o, al menos, un plasta insoportable del que es necesario librarse cuanto antes. También hay quienes se dedican a escarnecerlo con hirientes pullas y sonoras carcajadas cada vez que ven que se engolfa en alguna de sus absurdas retahílas verbales.

Todo eso, en vez de desanimarlo, le reafirma en su convicción de que es un genio incomprendido que está desperdiciando su vida en un trabajo rutinario, pero al que, en el futuro, sin duda, harán justicia estudiosos que sabrán comprender la originalidad de sus pensamientos y su profunda visión de la existencia que va dejando en las anotaciones que hace en algunos cuadernos que guarda en su casa.

Por fortuna, no está solo en esa singladura por las elevadas esferas del conocimiento, pues un tal Porfirio, que pasa sus horas, como él, en una cochambrosa oficina de la administración pública, se llama a sí mismo su discípulo, y rivaliza con su pretendido maestro en decir estupideces y retorcer la conversación con palabras tan rebuscadas o más que las que utiliza Hilario.

Pero hemos tenido suerte, pues esos dos caricaturescos personajes, que podrían ser un remedo desdibujado de los Bouvard y Pécuchet flaubertianos, acaban de encontrarse en la acera por la que ambos van caminando en direcciones opuestas, así que podemos acercarnos a ellos para escuchar la doctísima charla que van a mantener a continuación:

—Sacrosanto empíreo, Porfirio. ¡Qué pareado sáfico con ritmo alciónico me ha salido! —le dice Hilario al verle.

—Propincuo varón, te admiro como si levitaras por cerúleas latitudes de ontofanía. ¿Has salido a que los alisios te relajen con un requilorio teorético?

—Cierto, me sentía un tanto apotropaico, y me he dicho, voy a exponer mis seráficos cartílagos a las miasmas de la metrópoli.

—¡Ay, sí!, a mi insigne inmanencia le ha pasado también algo parecido, me encontraba con cierta desazón infralapsaria, y me he dicho, voy a orearme.

—Pues habéis hecho bien, pues tal decisión ha propiciado que nos topemos en la rúa dos molleras tan llenas de acuidad, que hoy en día lo zafio carcome al globo, y es casi imposible departir con espíritus primorosos de nada que no sea estangurria.

—Ni que lo digáis, vultúrido bípedo implume, en esta actualidad cánula de preteridos ignaros, a los seres noctívagos y nictálopes como nosotros por causa del florilegio filológico se nos margina, inhibe y arrincona, pues todo es plebe, la ignavia reluctante reina.

—¿Y en qué estaba pensando vuestra áulica sinestesia hoy, en qué divagaciones teníais ocupado vuestro privilegiado magín?

—Pues me he centrado en unos silogismos emolientes acerca de la soteriología, algo que estaba poniendo por los estratonimbos mi oxitocina.

—Cierto, uno siente esa colusión neuronal cuando indaga en lo irrestricto de la existencia, lo cual es sólo peculio de los espíritus superiores, de los facticios alquimistas del sintagma.

—Qué placer causa en mi trompa de Eustaquio ese incardinado tejer lingüístico de vuestra preclara mente.

—Sabéis que el placer es mutuo, dudo que en tan árida patria como la nuestra existan dos espíritus de una finura que roza la infidencia, como es nuestro caso.

—Y diría más, una munificencia tan curcubitácea como la que compartimos sería difícil encontrar incluso allende nuestras fronteras.

—Y aún podéis ir más allá, pues, apurando mucho, me atrevo a dialogizar que ni en las etéreas salas, como dice Calderón, sería posible hallar sibilinos alienígenas que pudiesen departir de forma tan excelsa de lo propedéutico y la teleología.

—Es la mancha anímica que debe sufrir el hombre superior, lo nuestro es el eremitorio, las ínsulas extrañas, el tonel de Diógenes.

—Sí, que pelafustán, acostumbrados como están esas criaturas inferiores, a la cháchara pueril y sápida, podría entender estas logomaquias parenéticas con que nos deleitamos mutuamente.

—Asaz razón tenéis gaveta de concordancias neuronales sublimes, soberano de los axones mimeográficos, nuestras analectas pasarían desapercibidas incluso para aquellos que se las dan de sabihondos e ínclitos.

—Resignémonos, todo en rededor nuestro es como un emético poderdante para nuestra prolapsis.

—Sí, didascalia de virtudes, aposición continua de deixis que manejáis con rigor tanto la epanadiplosis como los homeoteleutones, lo conspicuo yace en un reservorio.

—Pero lo nuestro es lo concatenado, Pílades de lo ínsito, el palenque de paralogismos, indagar en los tangramas con la humildad de lo carminativo.

—Pero con énfasis, con alacridad, mentor celeste, casi como viviseccionando la efusiva estanflación.

—Qué irrefragable sois, perimido dómine, vuestra catexis es un tanto fideísta diría yo, se reclina hacia lo heteróclito, pero eso sí, de forma plurívoca.

—¿Quién podría comprender mi sitibunda escoptofilia sino vos?

—Sois de una generosidad numinosa, atingente eminencia, me siento lixiviado con vuestro reconocimiento.

—Sois de lo más estadizo conmigo, Porfirio bendito, vuestro acápite diría yo que es un lábaro hignagógico en la efracción de nuestro floculento discurso.

—Sí, sí, veo que nos comprenderemos sempiternamente, aurístico sabio.

—¡Y cómo no hacerlo! Si la anacoresis de nuestro meollo sapiencial es un pleroma que circunda exudativo toda hierofanía.

—Morigerado es siempre vuestro raciocinio, conscripto amigo, pasáis de lo circunstante a lo inmiscible, y todo ello con una melismática elegancia.

—Sabéis, Porfirio sincrético, lo que cuesta lograr tal ñánigo de conocimientos, la de opilantes horas con los ojos sobre los libros, la hedentina desazón de esos evos metafísicos inmerso uno en la palinodia con tintes de hipálage.

—Todo eso es tan verdadero como la proficua metalepsis, amigo, pero con charla tan sublime y subsecuente, que ha rozado en muchos momentos el deliquio, me han entrado ganas de zampar, ¿qué tal si entramos en alguna taberna para darle a nuestro estenógrafo interno una patarata de borborigmos?

—Estoy totalmente de acuerdo, glosemático amigo, no todo va a ser acratoposia y crasitud, fescenino craquelar, nóumeno sicalíptico, también, por desgracia, existe la andorga y hay que darle su fazoleto, su deísmo regurgitatorio.

Y así, nuestras dos cabezas huecas llenas de verbosidad e ínfulas ridículas, entran en una taberna con la intención de comer y beber algo como todo hijo de vecino, y uno de ellos le dice al tabernero:

—Queremos un par de entitativas tropológicas cuya erubescencia debe aliviar nuestros íleones y yeyunos, y un rubio líquido servido en cangilón trigonolito cuyo redopelo sea lofóforo para nuestra calistenia.

El cual, ante cháchara tan insustancial e incomprensible, y creyendo que le estaban tomando el pelo, les suelta:

—Oigan, majaderos, díganme lo que quieren o saco la garrota que tengo bajo el mostrador y se van a la calle con las costillas tundidas.

—Queremos dos pinchos de tortilla de patata y dos cañas de cerveza —le dicen los dos casi al unísono con un gesto de horror en sus rostros. Y luego, entre ellos:

—Este es el derrelicto sinclinal que hemos de soportar las criaturas misoneístas, caro amigo.

—Muy cierto, miriágono compañero, cuyas mitocondrias sirven de foliculario a mi logorrea coriférica, comamos estos dialógicos nutrientes y bebamos estas taxativas destilaciones, y luego salgamos para continuar con nuestra narcosis cuántica, con nuestro tósigo egotista.

—Sí, y no nos olvidemos de los alebrestados paralogismos gnoseológicos, pues saber es vencer.

—Cierto, y en la anamnesis de los eones futuros quienes se encarguen de la gemínea trofología tendrán que incluirnos en sus prontuarios.

Tras esta cháchara petulante a la que acabamos de asistir, Hilario y Porfirio, esos dos espíritus superiores, pagan a escote sus consumiciones, y continúan con su paseo por la gran urbe mientras siguen recreándose con su enmarañada verborrea hasta dejar desfallecidos a los diccionarios.

Enrique Angulo Moya (España)

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