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Alucinaciones
Alucinaciones
Héctor Núñez
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—USTED DEBE cambiar su forma de vida, comer más saludable, incluso cambiar ciertos hábitos que le están haciendo daño.
Llegué a esa espantosa crisis de la mediana edad, y de pronto, me encontré cuidando mis niveles de azúcar y colesterol. Me realizaba análisis clínicos periódicamente, pero lo que más dolió, fue la espantosa situación de abrirme, delatarme diría yo, para contar mis íntimas adicciones, por el simple hecho de prevenir posibles e imaginarias enfermedades. Por una arraigada costumbre, combinaba el alcohol con algún tipo de alucinógeno o calmante, así lograba sensaciones que ni en mil vidas hubiera experimentado, sentía una gran reconciliación conmigo mismo, o eso creía, ante los magros resultados de mis sesiones de terapia.
Así le dije adiós a la carne e infinidad de embutidos, mas no a la mezcla de vinos y drogas prescritas. No podía dejarme sufrir adicionalmente, ya de por sí, me había convertido en un habitante solitario en este hacinado purgatorio. Además era propenso a caer en somnolencias pasajeras, sin duda, sabrán que eran resultado de mis alocadas y pervertidas adicciones. Pero el sueño me angustiaba mucho más que la vigilia, aunque algunos me acusaran de cierto tipo de misticismo producido por mis delirios y ensoñaciones fantásticas.
—¡Todo cambio conlleva un gran sacrificio! ¡Usted en poco tiempo será una nueva persona!
Vivía en una amplia casa desocupada, con una escasa instalación doméstica y paupérrimo mobiliario, tan solo conservaba, nunca supe el motivo, un corredor lleno de macetas con diferentes tipos de flores, algunos arbustos y tres pequeños árboles: olivo, magnolia y limonero. Al final de dicho corredor, como un ente enfermo, un raquítico jardín se asomaba famélico. Ahí reinaba la oscuridad con resignado mutismo. Sentado en ese lugar lograba revivir los incidentes más mínimos, escenas olvidadas, tales imágenes aparecían como si estuviera viendo un cinematógrafo viejo y desgastado.
Caminaba diariamente al menos dos horas; aunque sufría la proximidad de cualquier criatura revestida de humano, toleraba el acercamiento como gente educada. En el mercado local compraba queso fresco, jamón serrano, nueces y vegetales como coliflores, acelgas, lechugas, brócolis, berenjenas y papas. Hasta que un día, al estar cortando las porciones necesarias para la comida, me encontré escondido dentro de una berenjena a una pequeña criatura de aspecto verde amarillento, con largos tallos en lugar de brazos y piernas, con brillantes y diminutos ojos rojos, una cabeza ovalada y arrugada, y la piel parecida a la de un vegetal marchito. Pensé que era un nuevo tipo de planta y la puse a remojar en agua. Aunque no era mi intención cocinar algo que tuviera vida.
—Sobre todo debe dejar la bebida y su combinación con las drogas, su uso prolongado puede afectarle la noción de la realidad.
Me quedé un rato examinándolo, aun con la desconfianza de ver algo desconocido; al acercarlo a la luz, su color resplandecía como una hoja en pleno verano, el tono amarillo iba desapareciendo gradualmente y sus diminutos ojos adquirían un color parecido a la savia de los árboles. Sus brazos, si eso se pudieran llamar brazos, se abrieron perezosos, como si acabaran de despertar de un largo sueño. Empezó a bostezar y noté la ausencia de una dentadura. En verdad era un recién nacido pidiendo los pechos de una madre.
Tenía que darle de comer. Exprimí los pedazos de una berenjena —supuse que de eso se alimentaba— y con un gotero le suministré una cuantas gotas. Los primeros días, esta rigurosa dieta pareció satisfacer sus necesidades primarias de alimentación, pero empezó a quedarse con hambre, así que empecé a darle una pasta hecha de brócoli, acelga y papa. A pesar de mi escasa experiencia acerca de estos menesteres domésticos, logró sobrevivir a mi noviciado de padre.
Estaba intrigado por este fenómeno de la naturaleza. A plena vista podía imaginar que mi pequeño amigo pertenecía a una subespecie de flora extinta, aunque sus rasgos y movimientos también podrían pertenecer a una nueva clase de fauna debido a la contaminación, aunque pudiese ser un híbrido entre ambas especies. Era un pequeño enigma que estaba dispuesto a descubrir.
Estudié todo los libros que pudieran llevarme a descifrar el origen de mi extraño huésped. No encontré nada que se asemejara a la pequeña criatura. Hasta que leí, a sugerencia de un amigo, El pueblo blanco de Arthur Machen y otros manuscritos que reseñaban vestigios de paganismo primigenio y de seres elementales de la naturaleza.
—Usted no ha seguido las recomendaciones, se ve desmejorado y está perdiendo su brillo natural, además ese tono amarillo y seco de su piel da miedo.
Instalé a mi huésped en el corredor de macetas. Me dio la impresión de que estaría a gusto entre plantas y árboles. Improvisé una hamaca con una vieja bufanda, sin imaginar siquiera las calamidades que tendría en el futuro. Pues me empezaron a perseguir visiones tan siniestras y espectaculares que tuve que aumentar mi dosis diaria de drogas. Volví a tener pesadas vigilias nocturnas, ni el vino logró refrescar mis labios agrietados y quemados por la fiebre. Había quedado atrás el efecto tranquilizante de los calmantes. Y mi carácter, de por sí ya enfermizo, no hizo ninguna concesión a mi débil naturaleza. Caí en una terrible depresión.
En las noches, sobre todo en las de luna llena, y con el rumor imperceptible de una charla, mi corredor se iluminaba con una amplia gama de colores verdes, amarillos y blancos; los árboles lograron romper sus prisiones de barro y abrirse camino a través de las lozas, para afianzarse a la tierra con afiladas raíces, las flores duplicaron su brillantez y belleza. Pero el raquítico jardín seguía suspendido en el aire, oscuro, era una oquedad abierta en el corredor esperando despertar del largo letargo en que había caído.
Mi pequeño huésped deambulada por cada rincón de la casa, y a su vez, pequeños brotes verdes empezaron a aparecer en las grietas y las esquinas, incluso en las más polvosas, sin que pudiera encontrar posibles explicaciones botánicas a esa súbita expansión de la naturaleza. En mi presencia nunca hablaba, solo me seguía con la mirada, esperando su ración diaria de comida para desaparecer entre las macetas del corredor. Había desertado de mis paseos, me limitaba a la compra de víveres una vez por quincena, además mi aspecto decaía como si hubiese tomado el camino de la salvaje abstinencia, mi delgadez competía con la de mi extraño compañero. Llené mi alma de odio y abominación por haber cedido en prodigalidad ante aquella criatura salida de un cuento de hadas.
—Usted no tiene remedio, será mejor que busque otro especialista para sus males.
Soñaba o creí que soñaba o tal vez abusé de la última dosis que me quedaba. Todo comenzó con el sonido de apagadas notas de flauta, las cuales oía frecuentemente en mis afiebrados sueños, una música introductoria, como la de una obertura al dios de la primavera o de la muerte. Era domingo de Pascua y soñaba en la primicias de la resurrección. El aire se sentía caliente como el de los claros del bosque, el silencio era sosegado como el atrio de una iglesia, mi pequeño amigo me contemplaba con cierta reverencia, pero, de repente su aspecto de hizo sombrío. Proveniente del jardín una densa neblina se interpuso entre nosotros y en un instante se desvaneció todo en una densa oscuridad.
Desperté atontado por el súbito desmayo y traté de abrir la puerta del jardín, pero vi una escena completamente distinta, que ni el poder del más potente opiáceo hubiese fundido tan armoniosamente. A la sombra del árbol había una mujer sentada, y varios seres, incluido el mío, bailaban con una simpatía particularmente insoportable. Traté de hablar para obligarlos a salir de mi casa, pero no pude, agité los brazos y vi como caía una nube de hojas sobre ellos. Sentí un estremecimiento cuando las flores dejaron sus tallos y se elevaron por los aires como hermosas mariposas, escuché una música tan suave y delicada, que no pude evitar sobrecogerme. El rostro de la mujer era demasiado angelical y seductor, y acrecentó su belleza cuando se puso a bailar alegremente. Entonces pude notar que yo había trasmutado en un árbol y que mi raquítico jardín se había transformado en un frondoso bosque, con un hermoso estanque, donde encantadores alelíes, preciosos claveles y olorosas azucenas caminaban por todas partes. Aquello se convirtió en una admirable fiesta de tallos frágiles bailando por arte de magia.
—¡Doctor! Sería conveniente aumentar la dosis de calmantes para el paciente del pabellón C, ¡esta otra vez delirando!
Héctor Núñez (México)