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Un otoño

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La extraña pareja

La extraña pareja

Un otoño

José María Araus

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AQUEL VERANO, como los anteriores, lo habíamos pasado en Borau, un pueblo de los Pirineos. En casa de mis abuelos maternos. En él, había pocos chicos. La mayoría de las familias habían emigrado a Barcelona y en verano mandaban a los niños con los abuelos. Allí mis mejores amigos eran Jorge Lasala y sus hermanas. Pilar, la mayor, tenía once años como yo; y Jorge y Nuria, los gemelos, eran un año más pequeños. Nos pasábamos la tarde en el riachuelo. Nuria tenía una habilidad especial para coger truchas a mano. Metía las manos en el cauce hasta que encontraba alguna escondida entre las hierbas. Luego, muy despacio, le acariciaba la tripa, entonces subía la mano de repente y tiraba al bicho fuera del agua. Eran unas truchas pequeñas, de arroyo de montaña. Otras veces entrábamos en el bosque hasta la caseta de Indalecio, el carbonero, a pesar de que lo teníamos prohibido. Los abuelos nos asustaban hablándonos de hombres que vivían en el monte y, a veces, bajaban hasta cerca del pueblo a robar alimentos y alguna ropa colgada en los tendederos.

Una tarde, estábamos dentro de la choza jugando y entró un hombre desconocido. Llevaba barba y mucha ropa de abrigo a pesar de que era verano. Se nos quedó mirando y nosotros retrocedimos hasta un rincón de la caseta.

—No tengáis miedo chicos. Sólo tengo hambre. ¿Me dais uno de vuestros bocadillos? No os voy a hacer daño.

Por la voz me pareció que era muy joven. Pero por sus formas de moverse daba miedo. Jorge y las hermanas escondieron sus bocadillos detrás de ellos. A mí me dio pena y le di el mío. En un momento lo devoró y de pronto se oyó un silbido fuerte.

—Tengo que irme, pero por favor no digáis nada de esto a nadie. ¡Prometédmelo! —Y sacó un cuchillo enorme que llevaba en la cintura. Los cuatro asentimos con la cabeza. Luego se oyó otro silbido y el hombre salió corriendo y se metió en el bosque.

Bajamos al pueblo aterrorizados, pero nos prometimos no decir nada a nadie por el temor que nos causó aquel enorme cuchillo.

A pesar del miedo, a mí me atraía aquel hombre y la tarde siguiente subí yo sólo a la corraliza de Indalecio. Llevaba dos bocadillos. Cuando llegué me senté en la entrada y al rato oí una voz a mi espalda.

—Entra en la chabola. —Un momento después entró él, le dí el bocadillo sin que me lo pidiera—. ¿Habéis dicho algo a alguien?

Yo negué con la cabeza con fuerza, mirándole fascinado sin casi poder cerrar los ojos.

—Gracias —dijo. Luego se oyó otra vez un silbido como la tarde anterior y cuando iba a salir me preguntó que si otro día que subiera le podía traer un salchichón y una hogaza de pan. Se metió la mano en el bolsillo y me dio cinco pesetas. Volvió a oírse otra vez el silbido y salió corriendo.

Íbamos al riachuelo por las mañanas, pero Jorge y sus hermanas no volvieron a entrar en el bosque.

Yo volví varios días más y le llevaba lo que me pedía.

Un día, de entre sus ropas, sacó una flauta de caña, y me la dio.

—Toma la he hecho para ti.

Alguno de mis amigos debió de contar algo y mis abuelos me prohibieron salir de casa. Unos días después vino mi padre y volvimos a Jaca. Mientras salíamos del pueblo mi vista se iba hacia el monte. Yo me preguntaba qué sería de aquel muchacho y del hombre que silbaba.

De pronto llegó el otoño. Un otoño con lluvias y viento. Sólo llevábamos una semana de clase y ese día nos dimos cuenta de que el verano se había terminado. Las rachas de aire movían las contraventanas golpeándolas contra la pared. Las gotas de agua caían con fuerza haciendo carreras cristal abajo. En el patio de la escuela las hojas secas de los plataneros yacían amontonadas en los rincones o se quedaban pegadas por el agua al suelo de cemento.

Don Andrés, el maestro, explicaba las lecciones paseando entre las tres filas de pupitres, mientras los alumnos nos revolvíamos en nuestros asientos siguiendo su caminar con la vista como si fuéramos girasoles.

Él era el maestro nuevo de sexto curso. En el aula, se cubría con un sobretodo de tela gris manchado de tiza. Vivía en un piso de alquiler de la calle Infantes.

«El río Iregua, afluente por la derecha del Ebro, nace en Sierra Cebollera, del Sistema Ibérico...». De pronto se calló y miró hacia la ventana. En uno de los cristales, el viento había pegado una hoja de platanero y el agua no conseguía arrastrarla. La puerta del aula se abrió en ese momento y entraron el director y un hombre alto. Todos nos pusimos de pie al entrar ellos. De la gabardina marrón que vestía el hombre escurrían algunas gotas de agua. Llevaba un sombrero negro que no se quitó. Mientras estuvo allí, todo el rato mantuvo las manos dentro de los bolsillos de la empapada trinchera. Don Andrés se volvió y los tres se quedaron mirándose quietos sin que nadie dijera nada. Luego los tres salieron.

—Gutiérrez —dijo el maestro a un alumno—, cuide de que nadie arme alboroto. Enseguida vuelvo.

Don Andrés no volvió más. Al llegar a casa supimos que, allá en el monte, la Guardia Civil había matado a tres maquis y que había apresado a otros varios. Pensé en el muchacho que me regaló la flauta y en el hombre de los silbidos. Me dieron ganas de llorar.

Ese día mi padre no fue al café como solía hacer los días en que el mal tiempo no dejaba trabajar la tierra.

La semana siguiente la Guardia Civil se llevó a varios hombres del pueblo.

Aquel otoño estuvo lloviendo hasta la Navidad.

José María Araus (España) Blog: kellroy.wordpress.com

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