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El Agente de la Condicional

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La extraña pareja

La extraña pareja

El Agente de la Condicional

Pepe Illarguia

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NO ERA LO HABITUAL. A Sanches la llamada por el busca del inspector de la Comisaría Centro de Sinn City le pilló por sorpresa.

—Tienes que presentarte en casa de los Rotter —le dijo—. A las 4 PM. Ya sabes, en la vieja mansión de la colina.

—Bip-bip —contestó con dos pitidos para dar su conformidad.

Después de una rápida comida en un McGregor, Sanches hizo algo que tampoco era habitual, llegó con media hora de antelación a la cita. La casa donde vivía la familia Rotter era una antigualla de la época colonial que amenazaba una ruina inminente. El viento comenzó a barrer la calle con sus corremundos espinosos. Un rayo le deslumbró, y el enorme trueno dejó sin luz a media ciudad.

El Agente de la Condicional aparcó en una calle lateral, sacó unos prismáticos, la casa señorial tenía un porche de madera carcomida que apenas soportaba una amplia balconada también de madera. Guardó los prismáticos en la guantera de su Buick negro descapotable. Esa zona de la ciudad era tan agreste que llevar una berlina era un reclamo para los cacos. Sanches utilizaba la psicología inversa muy a menudo, y eso era una de las claves de su éxito. Y así, bajó del vehículo, miró en todas direcciones y en dos pasos se presentó en la entrada principal. Sin electricidad, el pulsador no le devolvió ningún eco, golpear con el puño la puerta maciza y astillada era una temeridad inútil. Rodeó la vivienda; por detrás tenía un amplio jardín muy descuidado. Un perro comenzó a ladrar desesperado: «warwar-war», en una casa cercana.

Saltó la verja de pequeña altura y se introdujo en la mansión. La puerta de atrás daba a un patio interior; subió a una galería y entró por una ventana entornada en una habitación.

Abrió la puerta que daba a otra galería sobre el salón. Un gato negro pestañeó con su único ojo, se le enroscó en los pantalones maullando lastimoso: «mao-mao». Los tablones de madera crujían así que pisó con mucho cuidado para no despertar a los dueños. Se asomó a la baranda y lo que vio le dejó completamente helado: el cuerpo de una niña de unos doce años estaba tirado en medio del salón en un gran charco de sangre. «Para eso me has citado aquí —pensó—, maldita sea». Miró su reloj, marcaba las 3’45. Empezaba a bajar la escalera, cuando de repente dos chiquillos, sin duda los más pequeños de la casa, pasaron corriendo y chillando por el salón, hacia un pasillo a la derecha de la niña muerta. Detrás de ellos, también voceando, la madre, la señora Rotter, blandiendo una especie de mazo.

Sanches bajó los escalones apresuradamente, sin mirar a la niña, se metió por el pasillo que le llevó a una puerta tras la que oyó unos golpes como si rompieran unas sillas contra la pared. Empezó a aporrear la puerta llamando:

—Abra de una vez, señora Rotter, abra en nombre de la...

Cuando sintió en su hombro una mano casi le da un ataque cardíaco. Se volvió poco a poco y tuvo que mirar hacia abajo para reconocer el rostro de un diminuto señor Rotter. Tenía un tic en su ojo, casi como el gato tuerto, se dirigió a la puerta, giró la manecilla y la puerta se abrió con un quejido lúgubre y tenebroso:

—¡Ñiaaaacc!

Tras la puerta apareció una desmañada ama de casa y agarrados a sus faldones dos criaturillas de unos ocho añitos.

—Son mellizos —soltó la señora—. Se llaman Alice y Trud.

—Ya, ya, pe-pero ¿y la niña del salón? —tartamudeó Sanches.

En ese momento hizo su aparición el espectro de la niña mayor de los Rotter.

Yo soy Sara, y —dijo señalando la mancha roja de su vestido— solo es un poco de zumo de tomate.

—Entonces, ¿qué tontería ha sido todo esto?

—Solo era un ensayo —sonrió tristemente el señor Rotter.

—¿Un ensayo de qué?, ¿de la película del Resplandor —intentó media mueca Sanches—, o más bien A sangre fría, de Truman Capote?

La niña pequeña fue la primera en asestar una dulce puñalada, a la que siguieron otras pequeñas manitas clavando sus dagas. La mirada de Sanches se fue nublando con un sopor anaranjado. Cuando cayó sobre el destartalado piso oyó las cuatro campanadas de una iglesia cercana y la voz del señor Rotter, perentoria:

—¿Por qué no se muere de una vez, señor? ¡Estamos esperando de un momento a otro al Agente de la Condicional!

«War-war-war, war-war-war». Allá, en la lejana colina de Sinn City, en un callejón con esquinas afiladas, un largo aullido tenebroso, presentía el fin de una vida, el comienzo de la eternidad.

Pepe Illarguia (España)

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