El Callejón de las Once Esquinas #9

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EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS

Número 9

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El Callejón de las Once Esquinas

EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS

Revista de letras agitadas por el cierzo Número 9 - Marzo 20192017 Número 3 ­ Septiembre

Revista de letras agitadas por el cierzo

EDITA El Callejón deEDITA las Once Esquinas Zaragoza El Callejón de las(España) Once Esquinas Zaragoza (España) ISSN 2530-481X ISSN 2530­481X Gabriel Pacheco COORDINACIÓN Patricia Richmond COORDINACIÓN Ilustración del libro «Barbablu» Patricia Richmond FOTOGRAFÍA Editorial: Logos edizioni, Ita. Esparvero FOTOGRAFÍA Esparvero Imágenes: excepto mención en contrario, La ilustración se ha reproducido con de bancos libres de derechos Imágenes: excepto mención en contrario, permiso del autor. de bancos libres de derechos (Pixabay, CONTACTO PhotoPin, Wikimedia). 11esquinas@gmail.com CONTACTO Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es 11esquinas@gmail.com Twitter: @11Esquinas Facebook: Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es www.facebook.com/11Esquinas Twitter: @11Esquinas El Callejón de las Once Esquinas Facebook: www.facebook.com/11Esquinas se encuentra bajo una Licencia Todos los relatos son propiedad de sus Creative Commons Atribuciónautores. Todos los relatos son propiedad de sus NoComercial-SinDerivadas 4.0 autores. Internacional .

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CONTENIDOS

Secretos Plaza Aragón ....................... 4 Escritora invitada:

Solange Rodríguez Pappe

El muro de: los secretos.... 1 2 Tuiteratura

Calle Predicadores ............. 13 Relatos llegados de España, Argentina, México, Alemania, Perú, Venezuela

Camino de las Torres ....... 181 El libro del trimestre

Manuel Menéndez Miranda

Dice Andrés Neuman que escribir un cuento es saber guardar un secreto. La tarea del escritor será, pues, devanar una madeja de cuyos hilos habrá que tirar. Y así, estirando, el lector llegará a una punta, la única de la que cuelga la llave que abre el final de la historia. El autor, guardián fiel de su relato, tal vez no nos lo ponga fácil y nos obligará, entonces, a sortear la última trampa: el miedo a que la fantasía, ese zorro silencioso, gane la partida a la razón. De los secretos y misterios que puede esconder una imagen sabe mucho Gabriel Pacheco, extraordinario ilustrador mexicano y autor de la enigmática portada de este número. Nadie como él para convertir formas y colores en poesía narrativa. Con Solange Rodríguez Pappe, nuestra escritora invitada, te sumergiremos en el secreto de la narración de lo extraño. Y Manuel Menéndez Miranda, autor del libro del trimestre, te arrastrará por la senda misteriosa de su literatura negra. Además, los autores seleccionados en la convocatoria del Callejón #9 te retarán a descubrir los secretos que esconden sus relatos. Todo esto es lo que vas a encontrar en el noveno número de El Callejón de las Once Esquinas: lee, comparte y escribe… la décima convocatoria ya está en marcha.

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PLAZA ARAGÓN FIRMA INVITADA

SOLANGE RODRÍGUEZ PAPPE

Cronista de lo extraño

Solange Rodríguez Pappe nació en la ciudad ecuatoriana de Guayaquil en

1976. Es docente e investigadora de la Universidad de las Artes del Ecuador, de cuya Escuela de Literatura es subdirectora. Su intensa labor docente ha sido reconocida con el premio Matilde Hidalgo, otorgado por el gobierno ecuatoriano a la excelencia en la educación superior. Autora de cuentos fantásticos, se la incluye en el recientemente denominado «boom de las escritoras ecuatorianas», junto a narradoras como María Fernanda Ampuero o Mónica Ojeda. Su predilección por el mundo de lo extraño no es casual. Ella misma la atribuye a sus tempranas lecturas, a escondidas de su padre, que le tenía prohibido entrar en su cuidada biblioteca. A hurtadillas leyó a Poe, a Cortázar, a Borges… y quedó fascinada por un tipo de literatura que no temía desplegar la imaginación. El ejemplo de su abuelo, un hombre «excéntrico» que pasaba el día escribiendo y al que espiaba en su despacho, la encaminó hacia la escritura. Su sólida formación literaria no impide que en su obra fluya la intuición, lo que le permite explorar las barreras que separan lo real de lo maravilloso, con4


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CALAVERITAS Para tener algo de calor, en este agujero olvidado donde no pasa ni el viento, frotamos las tibias, las falanges y los tarsos. Pegamos las mandíbulas y estrechamos lo que queda de los dientes. Ponemos una contra otra las costillas y un vaivén maravilloso y antiguo de caderas, de nuestros esqueletos apagados se hace la luz, y por breves instantes, amado mío, compartimos bajo tierra un día luminoso de verano. Solange Rodríguez Pappe

vencida del poder de la imaginación para cambiar el mundo. Para Solange es muy importante la reivindicación del papel de la mujer, por eso las protagonistas de sus historias suelen ser mujeres que se enfrentan a sus límites, a sus fantasmas. Sobre ellas escribe tanto microcuentos, o «levitaciones» como le gusta llamarlos al considerarlos pequeñas salidas de la realidad, como relatos más largos. Su personal universo la hizo merecedora en 2010 del prestigioso Premio Nacional Joaquín Gallegos Lara, por Balas perdidas, mejor libro de relatos publicado ese año en Ecuador. Firme defensora de la difusión artística en internet, podemos encontrarla en publicaciones digitales, como la revista mexicana de literatura fantástica Penumbria o la obra de minificciones Caja de magia, de acceso libre. Su prosa extraordinaria ha traspasado fronteras y acaba de ser publicada por la editorial española Candaya. La primera vez que vi un fantasma ha supuesto su consagración como relatista de lo extraño. Los fantasmas de esta colección de cuentos no se esconden, salen desde las entrañas de los personajes de forma natural, a través de sus miedos, del tedio, de la nostalgia. «…de lo que llamamos realidad entran y salen seres que nos roban cosas y que disfrutan confundiéndonos» . Solange nos guía por la perturbadora realidad de sus historias de forma tan magistral que consigue convencernos de que la aparición de un fantasma es lo más normal de todo el libro.

«Mientras llenaba cajas y cajas con basura sacada de la casa de mis padres, vi a la primera mujercita correr hasta el sofá y escabullirse bajo sus patas con un grito de eufórica alegría. Tampoco es que me sorprendiera demasiado encontrármela. Ser hija de una pareja que durante toda su vida no había hecho más que almacenar bolsas vacías de papel y acumular recipientes plásticos y bichos de porcelana aumenta la posibilidad de que, si haces una exploración profunda en el hogar de tu infancia, des con cosas escondidas muy extrañas». Fragmento del cuento Pequeñas mujercitas 5


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LOS LIBROS DE SOLANGE RODRÍGUEZ PAPPE Tinta Sangre (Gato Tuerto Producciones, 2000) Dracofilia (Quelonio, 2005) El lugar de las apariciones (Edino, 2007) Balas perdidas (Casa Tomada, 2010) Fantasmas entre letras (Caza libros, 2011) Caja de magia (Parafernalia, 2013) Episodio aberrante (Suburbano, 2014) La bondad de los extraños (Antropófago/Cadáver exquisito, 2014) Levitaciones (Edición de la autora, 2017) La primera vez que vi un fantasma (Candaya, 2018) Insólitas. Antología de narradoras de lo fantástico en Latinoamérica y España (Páginas de Espuma, 2019) 6


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TRAS LA SEGUNDA operación me dieron la noticia de que no iba a volver a caminar. El desastre es una posibilidad que siempre alcanza para todos y una parte de mí se tranquilizó: ya había cumplido mi cuota de desastres de esta vida, no podía pasarme nada terrible porque me había sucedido todo de golpe y estaba empezando a sobrevivirlo. «Así que esta es la parte que me toca del horror», pensé. Mis hijas no morirían jóvenes, no iba a perder ninguna otra parte de mi cuerpo en un accidente, no habría larga agonía para mi padre, que ya bastante anciano estaba, y era posible que hubiera salvado a la ciudad entera de una calamidad natural, aunque desde

que estaba en el hospital llovía y varias casas de las que se asentaban informalmente en las orillas del río se habían desplomado sobre sus habitantes. El televisor se encendía a las seis de la mañana en el canal de noticias y las enfermeras empezaban con el aseo a los pacientes y las dosis de medicinas desde esa hora hasta que la puerta se abría a las ocho para las visitas. Jamás lo apagaban, sólo le quitaban el sonido al anochecer e inclusive en la madrugada dormíamos arrullados por la luz blanquecina de la pantalla. Recuerdo que en ese entonces estaba bastante bien a pesar de que sentía, bajo los vendajes, las rodillas como bolsas llenas de agua y sabía 7


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que tenía pies porque los veía, pero estaban insensibles. Lo difícil era lidiar con la tristeza de los demás. Cuando mi esposo se enteró de mi condición estuvo abrazado a mis piernas durante una hora, gimiendo; como me sentía comprometida a consolarlo, acaricié su cabeza hasta que se calmó. «Todo irá bien», repetía delicadamente para que él me escuchara. Aún no había podido sacarme el esmalte de color marrón que me había colocado hacía un mes y las uñas habían crecido dejando un trecho sin pintura. Le pedí a mi esposo que comprara un frasco de cualquier color y lo retocara. Me miró desconcertado, haberle pedido que me las arrancara habría tenido más sentido para él. Esa tarde mientras yo intentaba dormir lo consultó con el médico. «¿No será una manera de negarse a aceptar su estado?». El fisiatra le respondió con una estadística. «Una universidad inglesa comprobó que, tras la depresión que viene luego de enterarse de la invalidez, los discapacitados van estabilizándose en el mismo temperamento que han demostrado a lo largo de la vida». «¿Su esposa es una mujer optimista?», preguntó. Él se quedó pensando, no supo qué contestarle. Luego del segundo mes empecé a perder la noción del tiempo, los días se iban rápido entre los cambios de sábanas, los baños de esponja con agua fría, las visitas de antiguas amigas que venían a verme, más por saber cómo me las arreglaba que por ser solidarias, y el noticiero, que anunciaba que ese abril iba a estar feroz porque en la costa se habían desbordado ya dos ríos y en las carreteras ningún letrero de precaución detenía los accidentes. El mundo seguía siendo un lugar igual de horrible, a veces creía que estaba mejor en el hospital 8

que fuera, con toda esa gente lastimada. Luego de estrellarme contra el pavimento, el horror continuaba desplazándose por la tierra. A veces moría alguien en mi misma sala. Si empezaba a agonizar las enfermeras lo apartaban todo lo que podían del resto; si fallecía en silencio lo dejaban tranquilo y lo ignoraban todo lo que podían hasta que llegaban los familiares o alguien de la morgue. Una vez, me desperté y estaba del lado de los muertos, me había quedado tan quieta, tan quieta, que algún estudiante de medicina, de esos que abundan en los hospitales públicos y meten mano en todo, dio por sentado que ya estaba muerta y me había colocado en el lado más lejano del salón, entre los cadáveres de verdad; entonces intenté llamar la atención gritando pero no me escuchaban porque habían colocado alto el volumen del televisor para oír las noticias deportivas. Me sacudí y supe con horror que podía mover las piernas un poco, inclusive la que estaba más lastimada. Era como sacudirlas debajo del agua, con los miembros aguantados por un peso adicional. Me asusté tanto que fue casi como si me muriera en serio. Desde ese nuevo ángulo vi la sala tan triste… Los otros pacientes, mis compañeros, miraban el techo con expresión abandonada, jugaban solitario o leían diarios viejos que se prestaban entre ellos, se veían patéticos. Estando del lado de los difuntos, pensé que la muerte era una voluntad: así como hay gente que dice que hay que echarle ganas a la vida. Eso decían mucho los familiares de un cuadripléjico apostado frente a mí en la sala común; yo entendía que también se podía echarle ganas a la muerte y entonces me tumbé quedando de muerta perfecta salvo por la respiración. Al rato


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apareció una enfermera que empezó a cambiarme la bata de flores por una un poco más sobria cuando me soltó de golpe y empezó a dar gritos; se había dado cuenta de que estaba viva pero yo, empecinada en mi nuevo estado, no abría los ojos. En torno a mí se reunió, al poco rato, un numeroso grupo de doctores, practicantes y enfermeras: «¿Cuál es el diagnóstico?», preguntó uno de ellos. «Muerte por embolia», contestó la mujer que se había dado cuenta de que estaba viva. «Es bastante usual en las personas que se mueven poco». «¿Y por qué no reacciona?», preguntó otro. «Práctica», dijo alguien más y todos soltaron risas nerviosas. «A veces la muerte es una voluntad», sentenció una voz femenina. Entonces yo abrí los ojos deslumbrada porque creía exactamente lo mismo que ella había dicho, pero en sus caras de susto no pude distinguir de quién se trataba. Esa tarde, intentando inyectarme ánimos para que continuara de este lado, supongo, cambiaron los noticieros por programas de concurso, pero estábamos tan acostumbrados a que el televisor fuera un habitante más que nadie le prestó mucha atención. De madrugada hice el intento de flexionar las piernas

por primera vez y tuve éxito: las estiré y volví a recogerlas docenas de veces pensando cómo iba a darle la noticia al médico y a mi familia. Ya sabe uno lo malgeniada que se pone la gente cuando se ha hecho una idea de la vida y se la cambian. «¿Por qué no les dices que puedes moverte?», me preguntó el cuadripléjico, que me contemplaba con ojos luminosos. «¿Y tú por qué no les dices que puedes hablar?». «No sé», replicó —tenía una voz bella: clara y poderosa que se apreciaba mejor en la oscuridad. «Nunca se han tomado demasiadas molestias conmigo y ahora verlos atareados y furibundos es divertido, ¿qué te pasó esta mañana?, les metiste miedo a todos. Creo que te van a mandar del lado de los enfermos mentales». «Le echaba ganas a la muerte —le contesté—, lo contrario de lo que dice ese pariente tuyo que todo el tiempo recomienda echarle ganas a la vida». «Ese es mi hermano mayor, que una vez tomó un curso de motivación con el pensamiento ganador de Dale Carnegie». «¿Fue ese el que se voló la cabeza cuando supo que tenía cáncer?». «Sí, pero mi hermano no puede enterarse de eso, le rompería el corazón». Hubo un silencio tan largo que pensé que se había 9


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dormido. «¿Y cómo es echarle ganas a la muerte?». «No sé, es como cerrar los ojos y flotar en el agua. ¿Has flotado en el agua?». «Una vez, pero el agua te lleva adonde quiere y me pareció peligroso», me dijo y volvió a hacer un silencio tan largo que esta vez me quedé dormida. Me desperté con el rostro de mi esposo mirándome severamente. «Por lo que hiciste ayer me han recomendado que te lleve a casa pero he logrado que te quedes en el hospital un poco más». Estaba furioso, ni parecía el hombre que había llorado agarrado a mi cintura hacía unas semanas. «Las cosas van a cambiar mucho porque aún no he hablado con las niñas y habrá que contratar a alguien para que se encargue de los asuntos que tú hacías antes. Todas estas cosas toman tiempo y ya sabes tú cómo a mí me escasea el tiempo». «Qué raro —repliqué con frialdad—, yo estaba segurísima de que ya habías encontrado a alguien que se estaba encargando de mis asuntos íntimos desde hace rato». Enrojeció y bajó la vista. Íbamos a empezar a discutir como de costumbre cuando uno de los pasantes que hacía ronda anunció que el cuadripléjico con el que había charlado anoche estaba muerto. Parecía que era el mismo médico que había anunciado mi defunción un día antes así que nadie le hizo caso. Anotó la causa del fallecimiento, embolia, y se lo llevó en una camilla con los otros cadáveres que esperaban al fondo de la sala común. «Sólo le está echando ganas a la muerte», dije en voz baja pero mi esposo logró escucharme. «¡Sigues insistiendo con esa tontería! —gruñó apretando los dientes—, van a terminar poniéndote del lado de los locos y yo no voy a poder impedirlo». «No te tomes tantas molestias —repliqué bajando la voz—, creo que puedo caminar, bue10

no, no aún, pero puedo mover las piernas». Lo intenté, pero por alguna razón frente a él mis piernas volvieron a sentirse como pedazos de carne enfundados en plástico. Mi esposo me miró largamente con una expresión de horror y desconcierto. «Haré los trámites para que te muevan de sala. Contigo nunca se ha podido cuando se te mete una cosa en la cabeza», me dijo y se marchó con el pecho hundido. Al rato aparecieron los familiares del cuadripléjico de la bella voz y empezaron a llorar, sobre todo el hermano que le había aconsejado que le echara ganas a la vida. Me rompía el corazón verlo lamentarse tanto, estuve a punto de decirle que no estaba muerto, que sólo practicaba, pero temía dañarle los planes a mi compañero de sala. Esa noche, en las noticias de medianoche anunciaron más accidentes de tránsito en las carreteras e incluso pusieron imágenes de cadáveres de verdad, amarillentos y desencajados, muy diferentes al cuadripléjico y a mí. Ya en la madrugada me senté con cuidado sobre la cama y baje las piernas hasta sentir en la planta de mis pies las baldosas heladas y sucias. Mis pies reconocían las formas con cierta memoria lejana, como de otro tiempo. Estaban aterrorizados. Pese a tener el miedo en los pies, me incorporé y con ayuda del borde de la cama, avancé un par de pasos inseguros cuando la voz luminosa y cálida del cuadripléjico me llamó desde el fondo de la sala: «¿A dónde vas?». En cámara lenta me aproximé hasta él valiéndome de los bordes de las camas de los otros pacientes, sintiendo cómo mis pies se deslumbraban con la experiencia. «No sé —dije con honestidad—, afuera me parece terrible, ¿escuchaste lo del accidente de tránsito en las vías de entrada a la ciudad?». «Sí, algo escuché pero si te que-


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das van a enviarte al pabellón de los locos para que no sigas convenciendo a los enfermos de que le echen ganas a la muerte». «Es verdad —contesté con pena—, pero yo no puedo, nunca he sido tan disciplinada, me sale mejor echarle ganas a la vida». «A mí me ha salido muy bien todo este día y mañana me va a salir mejor». «¿No te ha conmovido escuchar llorar a tu hermano esta tarde?, a mí me ha dado mucha lástima». «Es un imbécil obsesionado con el positivismo, merece que le digan que Dale Carnegie se pegó un tiro», replicó molestísimo y se quedó callado; él, en cambio, era un fanático de los silencios, con razón le salía tan bien la muerte, yo a mi pesar, no podía dejar de hablar.

«Bueno —le dije—, creo que iré a casa a ver a mis niñas o quizá no, quizá me quede en otro lugar, mis pies están como asustados, no sé a dónde me quieran llevar». Iba a darle un beso de despedida pero él había vuelto a sus prácticas de muerte otra vez. Atravesé con lentitud el pabellón tenuemente iluminado y cuando sentí que mis pies querían llevarme de vuelta a la cama luché con todas mis fuerzas para no dejarme conducir hasta allá, era como dar patadas en el agua, resultaba agotador y requería de todo el cuerpo. Al final gané yo y puede seguir, mucho más tranquila, hasta la puerta donde la enfermera de guardia dormía. Antes de salir de la sala, apagué el televisor.

Autodiagnóstico es un relato incluido en La bondad de los extraños

(Antropófago/ Cadáver Exquisito Ediciones, 2014). Nuestro agradecimiento a Solange Rodríguez Pappe por su permiso para su publicación en El Callejón de las Once Esquinas. 11


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El muro de los secretos del adulto se. a id ál is cr la e, rd ta a Cad tenido re o iñ n el se o d n gá le p rompía des el andamiaje de la grada, Sentado sobresonrisa abarcaba el abracael arco de su pista central con la que dabra de la gran secreto: baj o esta carcompartía su viajar en el tiempo. pa era posible o Antonio B. @contuiter Al dar la vuelta a la Los poemas encerraban callejón se me heló la esasqnuina del tesoros no descubiertos eran las sombras escapándgre. No en sus versos. Decidí ha- cada resquicio de los portaose por cerme pirata y navegar ese silencio denso, que tensales. Era ba los nervios hasta el límit por esos mares. e . P o r e so, al escuchar tu voz, m Salvador Pérez Salas tu i su sp ir o re@SalvadorPeSa mbó como un trueno. Rafael Domingo @5 8 Domingo La forma y el orden de las casas cambiaas n i u q s e s u ba según el caminante, en el viejo cab l ar s e l am an t e o d e u q llejón; cuando pasó el viejo lector Tuvo piera; otro secreto u c e u q apareció una puerta; al cruzarla, desapa- para rdar a u g e u q reció. Unos dicen que vive entre libros, tuvo rfosis o otros entre sueños, lo más seguro es que más. m a r t e l re z @ a v viva entre letras. l Á é s o J U. Horrorwitz @U_Horrorwitz Los marinos evitan el mundo de los reHe guardado secretos toda mi vi- lojes y horarios, siendo el máximo seda; de algunos me he liberado en creto de su longevidad; sus tiempos los algún abrazo a la deriva, otros miden de manera cósmica y natural, me acompañarán hasta el último inician el día cuando las gaviotas levanpaso, aquel que me llevará a la tan el vuelo matinal y lo terminan altumba. zando tarros de cerveza en el bar. Fénix Jiraiya @FenixJiraiya Héctor @hector0119 Al pasar per la esquina norte del callejón todos se tapan los oídos. Dicen que si escuchas la voz que susurra el secreto escondido en ese portal, te conviertes en piedra. Yo no lo creía hasta que ayer vi una nueva cariátide de rostro compungido. M.Carme Marí @carme_tuit 12


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CALLE PREDICADORES Lisardo Suárez Aitziber Conesa Joaquín Valls Sergio Allepuz María Belén Mateos Antonio Bolant Pablo Núñez Patricia Richmond Ángel Saiz Mora Malu Raquel Lozano Isabel Pedrero Raúl Ariel Victoriano Carmen Hinojal Servando Clemens Luis J. Goróstegui Luisa Hurtado Isidro Moreno Carmen Martínez Marín José A. García Héctor Núñez Esparvero Rafa Olivares

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Astracanada con esvásticas Azul cielo, verde mar El eslabón perdido La isla de los corazones olvidados Acentuación doble Una cualidad poco común El luthier Veracruz Lejos de Silicon Valley Tú y yo Flores en mi jardín El hombre muerto La gota de rocío Añoranza del mar El plan perverso Una cuestión de honor El mar Los fantasmas no existen Elixir para la vida El volumen en octavo El hombre gris HAL Tiempo de infieles

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Benjamín Recacha 102 Billetes en el bolsillo Manuela Vicente 108 Antes del fin del mundo Héctor D. Olivera Campos 110 Manuscrito encontrado en Zaragoza Raúl Garcés 116 De besos y pesos Luciano Doti 117 Los ojos de la gitana María Pinto del Solo 121 Ser un oso panda o subir en ascensor Enrique Mochón 124 El pequeño mundo de Nono Giancarlo Andaluz 130 Adquisición de mascota nueva José Luis Díaz Marcos 135 Big Data Osvaldo Villalba 13 9 Será justicia Ricardo A. Bugarín 148 Historia del reino, del virreino, del rey, de la reina, de la duquesa y de todo lo que sigue Armando Cervantes 149 El ritual Cristina Aguas 155 Noche de estreno en el Purgatorio Plinio el Bizco 165 Los espiritistas (Continuación) Damaris Gassón 169 Libre albedrío Enrique Angulo 173 Lo que no cuenta el Génesis

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Astracanada con esvásticas

Lisardo

Suárez Mira dos veces para ver lo justo. No mires más que una vez para ver lo bello. Henry F. Amiel AL TERMINAR, me levanto y bus- cerca de su hombro. co cigarrillos en la chaqueta. Enciendo —¿Te ocurre algo? dos antes de volver a la cama; le paso Desde que llegó, apenas ha hablado. uno a Sepp, que permanece tumbado. Los hombres en silencio son muy atracMe acomodo junto a él, con la cadera tivos porque me permiten suponer sus 15


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pensamientos a mi antojo. Eso me gusta, igual que la masculinidad casi brutal que hace bello cualquier rasgo tosco. Tarda unos segundos en responder: —Me preocupa mi jefe. Procuro que mi rostro disimule la decepción ante esa falta de confidencias sentimentales. Disfruto el sexo vigoroso, sí, pero también me gusta sentir que se enamoran aunque sea un poco. Doy una calada al cigarrillo mientras se incorpora hasta que la parte inferior de sus hombros, anchos y fuertes, queda apoyada contra las almohadas. —Lo noto más pálido que de costumbre. También la esposa está preocupada. Cuando fuimos a su casa el otro día, ella dejó el salón para comentarlo conmigo en la cocina: «Está agotado. Por favor, cuídelo mucho». Me limito a asentir con una expresión que evita cualquier compromiso por mi parte. De la posibilidad de algún brote de cariño pasamos a la realidad del estado anímico del mismísimo Reichführer-SS Himmler. Fantástico. —Qué abnegada la señora Margarete. Apenas se ven porque el trabajo de su marido es demasiado importante para todos nosotros y siempre está ocupado; ni tiene tiempo para jugar con sus hijos. Somos afortunados de que alguien así cuide del futuro de Alemania. Por mi parte, pienso en la suerte de que un pecho tan poderoso como el de Sepp frote mi espalda cuando hacemos el amor; pero él está empeñado en sacarme de la sensualidad de mis pensamientos. —Paga un precio personal muy alto. Incluso su salud se resiente y muchas veces está exhausto. La primera vez que lo vi desfallecer fue en Madrid; sufrió un vahído mientras asistíamos a una corrida de toros. Creo que la lluvia de esa 16

tarde le causó fiebre. Mientras paso la mano por su bíceps izquierdo, enorme y con una vena tan gruesa como sugerente, recuerdo las miradas tan intensas de los toreros que he visto en fotos. Sepp impide que me sumerja más en esos ojos varoniles de mi imaginación porque sigue hablando. —El calor le jugó una mala pasada en Minsk. Cuando supervisaba de cerca unas ejecuciones, a pleno sol de agosto, se mareó y casi termina caído en la fosa común. Mientras se recuperaba, aproveché para limpiar los restos que habían salpicado su uniforme. Sus abdominales, esculpidos en granito, me salvan de reflexionar sobre esa imagen. Cada vez que mi dedo cae entre los relieves para volver a subir, noto una presión agradable en el estómago y más abajo. —Siempre volcado en su labor. Que si el gas del combustible diésel es más efectivo, que si hay que hacer un consejo de guerra antes de cualquier Aktion contra partisanos, que si un banquete después de los tratamientos especiales. Lo primero es el trabajo; una vez acortó su masaje semanal de espalda para firmar la orden de unas ejecuciones. Ignoro casi todas las palabras que pronuncia excepto lo del masaje. Me fijo en sus manos grandes, de uñas sin manicura pero limpias, con dedos largos y recios. La presión desciende un poco más mientras apago el cigarrillo. —Por mucha responsabilidad que tenga, es minucioso con los detalles. Cuando analizaron la mejor manera de ahorrar sufrimientos a los pacientes del psiquiátrico de Novinki, él sopesó todas las opciones antes de autorizar la dinamita. »O lo de aquel muchacho ante el pelotón. Mira que le preguntó si alguno de


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sus antepasados no era judío; y el chiquillo, erre que erre. ¡Pues claro que fue imposible ayudarlo! Al escuchar la palabra pienso en la circuncisión. He visto varias y creo que son elegantes, como las prendas de cuello vuelto de los marineros. Pero la capucha de Sepp me gusta: tiene algo de verdugo; es excitante. —Hace poco fuimos a casa de su secretaria personal, la señorita Potthast. ¿Puedes creer que, además de firmar toda la documentación pendiente, tuvo tiempo para jugar con sus dos niños? »Esta misma noche, antes de venir a verte, le pregunté si necesitaba algo más. Miraba las estrellas con una expresión muy concentrada. Seguro que tenía mil asuntos sobre los que reflexionar, pero ¿piensas que me despidió con un gesto? Nada de eso. Sonrió con calidez y dijo: «Puede usted retirarse, gracias». Yo también siento calidez y también quiero jugar. Tanteo sus muslos, repletos con una musculatura que me impide abarcar siquiera uno de sus lados con ambas manos. —Pero cada vez se le nota más agotado. Durante una ejecución, ocurrió otro desvanecimiento. El frío de diciembre es muy traicionero. Por suerte estaba sentado, terminó con la cabeza entre las rodillas y sus gafas chocaron contra el suelo; menos mal que no se rompieron. »Ahora le han encargado comandar unidades militares y, además, dirige el Ejército de Reserva. Está más tenso, las ojeras crecen día a día. ¿Creen que ese hombre es inagotable? Parece preocupado de verdad. Me apetecen hechos y no palabras, maldita sea, pero él quiere que lo escuche. —Nos presionan en dos frentes. ¡Ahora es cuando Alemania más lo ne-

cesita! Mientras acerco mi exploración a su entrepierna, bromeo con que Himmler debería tomar vitaminas. Sepp se enfada. Resulta sorprendente lo rápido que es capaz de moverse con su gran envergadura: me tira al suelo de un puñetazo. —¡Déjate de chistes, Karl! ¡Muestra respeto por él! ¡Muestra respeto por Alemania! Quedo frente a él, medio de rodillas, medio sentado. A la altura de mi cara dolorida, su pene; muy cerca. Pienso en Alemania. Ignoro qué piensa Sepp pero tiene una erección que, por alguna causa que no entiendo, encaja muy bien con la furia en su rostro. Empuja y gira mi cuerpo hasta aplastarlo bocabajo. Me penetra. Siguen sus gritos. Me hace daño. —¡Muestra respeto, Karl! ¡Muestra respeto! Me siento Alemania.

Lisardo Suárez (España) https://www.goodreads.com/author /list/16936998.Lisardo_Su_rez 17


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Azul cielo, verde mar

Aitziber

Conesa El mundo es muy grande, y la botella muy pequeña... —INFORME, contramaestre. —Mar en calma, capitán. Cielo azul, nubes blancas. Las redes tendidas ante las casas, la carga segura en bodega. Los barriles apilados en el puerto. Todo en orden, como siempre. —Genial. —Sonrió el lobo de mar apostado en popa con su casaca azul—. Un nuevo día en un mundo perfecto. Elisa estornudó levantando una pequeña nube de polvo. Se cubrió la nariz y la boca con la manga y volvió a estornudar mucho más fuerte. No podía evitar asomarse a las escenas inmutables que guardaba su abuelo: dioramas y pequeños belenes que mostraban calles y casas en momentos de idílica paz. Una rebanada de lo cotidiano cortada y presentada con enorme esmero. Había muchas pastorales, algunos molinos, calles de pueblos de montaña. Algunas estaban planteadas para que un pequeño fuego de celofán cobrara vida de pron18

to. Unas pocas eran maravillas mecánicas cuyos personajes se entrecruzaban en una danza calculada al milímetro y al microsegundo. Pero, de todas ellas, la favorita de Elisa era el barco en la botella. Una mañana de cielo apacible, un pueblo costero blanco y azul sobre una loma verde, calles y muelles rojos moteados por las redes puestas a secar que recordaban a pequeñas telarañas. Y, en el centro, una goleta de velas crema, completamente armada. Siempre se había sentido fascinada por esa escena en particular, por el misterio de cómo se puede crear algo así dentro de un recipiente con un cuello tan estrecho. Llevaba diez años imaginando las historias de los pescadores y pescadoras, los rumores que se contarían mientras se remendaban las redes. Los dramas de las almas perdidas en el mar. El puerto al que se dirigiría ahora el barco inamovible que presidía toda aquella escena. Solía reírse al imaginar


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cómo podrían verla a ella los habitantes del pueblo: un extraño monstruo marino emergiendo siempre por el mismo lugar. Primero el cabello crespo, después la ancha frente y la montura de las gafas, los enormes ojos verdosos como la mar turbulenta y arenosa, y las enormes fosas nasales, amenazantes agujeros por donde creerían que podrían desaparecer en un resoplido. —¿Cómo se mete un barco en una botella, abuelito? —había preguntado Elisa a los ocho años. —Con paciencia, un poco de magia y mucha presión —signó él, en aquel entonces. —¿Presión? —Claro, mi niña. En esa botella hay un mundo entero. El mundo es muy grande, y la botella muy pequeña. Todo está muy apretado ahí dentro. —¿Y no estarán incómodos, abuelito? —No, cariño. Ellos no lo notan. Su mundo es así… Pero todo cambiaría muy rápido si sacaras el corcho —respondía el abuelo con un guiño. Y Elisa le creía. Él siempre reía cuando la pequeña Elisa miraba con aprensión el corcho que sellaba aquel mundo marino. Con el tiempo, se había dado cuenta de que el abuelo le tomaba el pelo. Pero la sensación de recelo, casi de veneración, nunca había desaparecido del todo. El capitán se despertó sobresaltado. El sueño se le escapaba, espantado por la adrenalina y la racionalidad de la vigilia. Solo recordaba un enorme ojo, verde como el mar. Se puso la casaca y se arregló el pelo lo mínimo imprescindible antes de llamar al contramaestre para comenzar el día con el reporte de situación básico.

—Informe, contramaestre —pidió con voz ronca en cuanto el hombrecillo apareció. —Mar en calma, capitán. Cielo azul, nubes blancas. Las redes tendidas ante las casas, la carga segura en bodega. Los barriles apilados en el puerto. Todo en orden, como siempre. —¿Y la luz? —preguntó, y el contramaestre supo que el capitán había tenido una pesadilla. Nunca preguntaba por la luz a menos que tuviera miedo por algo. Y lo único capaz de desestabilizar al capitán eran sus sueños. —Más allá del cielo no hay luz, capitán —respondió enderezando la espalda para parecer marcial. —Genial. —La voz del capitán fue poco más que un suspiro. Elisa estaba sentada en una mecedora blanca estúpidamente incómoda, con las manos cruzadas sobre el regazo. Tenía casi veinte años; llevaba el tejano más oscuro que había encontrado en su armario y una camiseta berenjena porque todas las negras tenían lemas estúpidos o inapropiados. La gente iba y venía por delante de su mirada vacía. De tanto en tanto alguien se acercaba a preguntarle si estaba bien. «No». Si necesitaba algo. «No». O a darle el pésame. «No». No es que le estuviera costando aceptar que la vida de su abuelo había acabado. No era eso. Se había despedido de él: la única ventaja de las convalecencias largas. Simplemente no sabía qué hacer a continuación. Se miraba las manos, frías e inmóviles, cruzadas en su regazo, y pensaba que eran las de un cadáver también. Por primera vez en mucho tiempo, esas manos no tenían un significado. Estaban mudas. 19


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La habitación, sin embargo, estaba saturada de sonidos. Pasos, crujidos, pequeños quejidos; sorbos y susurros, restos de cantos devocionales y de difuntos, tradiciones de pasados húmedos y cálidos. Cerró los ojos e intentó acallarlos, pero no pudo. Cada vez estaban más presentes y le recordaban lo que no quería recordar. El abuelo se había ido. La vida seguía. Se levantó con ímpetu, y la mecedora dio un golpe seco a su espalda. Decenas de ojos la miraron con sorpresa unos segundos antes de cambiar al reproche o a la consternación. «Pobre niña», parecían decir algunos. «Estaba tan unida al viejo». «Maleducada», sentenciaban otros: «Ya es mayorcita para montar una escena». No les prestó atención. La mecedora se balanceaba alocadamente: un corazón en medio de la tormenta. Y Elisa navegaba hacia un lugar seguro, uno donde tuviera algo que hacer. Cogió el plumero de su colgador detrás de la puerta, y se subió el pañuelo que llevaba al cuello, negro y blanco como una noche estrellada, a la nariz. Observó un momento la colección de escenas del abuelo, levantó la mano armada y comenzó a quitar el polvo. Se esmeró en cada rincón, en cada escena, con cuidado de no lesionar a ningún habitante y mantener cada hebra de césped artificial en el mismo lugar en el que estaba. Se paró al llegar al barco, el pequeño mundo perfecto del abuelo. El plumero se le escurrió mientras luchaba por mantener la compostura. Cogió la botella con ambas manos y lo sacó de su soporte. Le quitó el polvo solo con la mano y lo elevó a la altura de sus ojos. Mirando a través del cristal se giró para que la luz incidiese mejor en él. El agua se irisaba así; uno de los secretos que 20

había compartido con el anciano. Los pies del contramaestre picaban un contrapunto por cubierta mientras corría hacia el camarote del capitán. Abrió la puerta sin molestarse en llamar. El capitán no se giró; sus ojos sondaban el horizonte. —Informe de situación, viejo amigo —murmuró con calma. —La luz, capitán —jadeó el hombrecillo —. Más allá del cielo se mezclan la luz y la sombra. —¿Y lo demás? —El capitán se abrochó la camisa con decisión. —Mar en calma, capitán. Cielo azul, nubes blancas. Las redes tendidas ante las casas, la carga segura en bodega. Los barriles apilados en el puerto. Pero las señales… —Lo sé, amigo. —Puso la mano sobre el hombro de su más fiel compañero—. Por eso debemos mantener la calma. ¡Todo el mundo a cubierta! Tesad las jarcias, revisad la carga. No quiero tripulación dormida ni desocupada. Se avecina la Tormenta. Elisa cogió el tapón entre sus dedos y estiró con cuidado, dejando que cediera solamente un ápice por cada respiración. Oyó un pequeño «pop». Y la tormenta entró en la habitación. Escupió pelo y algas mientras el agua salobre le azotaba el rostro. El viento la empujaba de un lado a otro. Se sentía perdida en una inmensidad negra, azul y verde de la que emergía de cuando en cuando el rostro imperfecto o la mueca helada de una figura, una ventana encendida o unas ramas amenazantes. Y lloraba al mar sal de puro miedo. Dejó de sentir la tarima bajo sus pies, y pasó a flotar ingrávida, inerme, lleva-


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da arriba por la esperanza y succionada por el vacío: arrastrada del oscuro mundo terrenal, de la muerte y el olvido, hasta el cielo de los que no necesitan arrullos. Del zumbido inmenso e interminable a la paz de quien se entiende con miradas, y de nuevo a la vorágine y al ruido. El agua penetraba en su boca y su nariz sin que ella pudiera evitarlo, y se encontró pataleando en contra del peso de sus ropas que intentaban lastrarla hacia lo profundo. Se abrazó a un madero huérfano de embarcación y miró a su alrededor. La negrura no le dejaba ver un horizonte ni nada que le indicara dónde estaba. El cielo estaba veteado de gris, pero uniformemente oscuro. No había rayos que rompieran su quietud, ni tampoco estrellas que la guiaran. Pero más allá del cielo… Más allá del cielo una luz informe y difusa se cernía sobre ella como una amenaza. Elisa zozobraba aferrada a una esperanza endeble, aterida y agarrotada. Ya no sentía el rostro, ni olía, veía o escuchaba nada a su alrededor. Todo era estática y desolación.

—Hombre al agua —gritó un hombre a su derecha. Y un chapuzón rompió la monotonía de la tormenta. Sintió que la agarraban como si lo hicieran a través de una nube o dentro de un sueño. Un sueño que volvía a arrastrarla sin que ella pudiera oponerse. La tarima se materializó bajo ella. Un haz dorado la envolvió. —Parece que era más bien mujer al agua, contramaestre. Una tela descendió sobre ella, densa, pesada y reconfortante. Sintió que la abrazaban y la llevaban a otro lugar. —Me encantaría saber cómo te llamas —le dijeron, muy cerca— pero antes tenemos que asegurarnos de que no mueres de hipotermia. Elisa abrió los ojos como un recién nacido, viendo sin entender. Ante ella tenía una pequeña estancia construida con madera. Una cama amplia a un lado, revuelta. Enfrente, una mesa llena de papeles y mapas, un compás y un sextante apoyados contra un tintero. Entre los escritos destacaba un dibujo de una joven desnuda que vertía el con21


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tenido de dos vasos en un río. Elisa lo cogió para verlo mejor. La joven tenía los ojos del mismo verde que el suyo, el mismo color de mar, del río. Sobre ella brillaban ocho estrellas. Elisa miró al techo, esperando encontrar las mismas ocho luminarias. A su espalda, el hombre que la había conducido hasta allí rebuscaba entre las ropas colgadas detrás de la puerta. Eligió unas pocas y las lanzó sobre la cama. —Puede que no sea lo más adecuado, pero al menos te entrarán. Estás empapada. Cámbiate. Elisa lo miró por primera vez. Era alto, atlético, de cabello castaño y ensortijado; tenía una sonrisa amplia y brillante. Y los ojos eran del color del cielo que pintan los niños pequeños. Igual que el abuelo. Sintió que algo se le rompía dentro. Se giró y clavó la vista en la madera de la tarima. El hombre carraspeó. —Te esperamos fuera —indicó; el rubor cubría sus mejillas—. Haré que traigan algo caliente para que comas. Y luego nos contarás tu historia. No había sido una petición. La puerta se cerró con un chasquido y Elisa sollozó, libre por primera vez en meses. La ropa que le habían dejado era algo extraña. Se sentía ridícula con aquella camisa color crema, holgada y basta y los pantalones de talle alto pegados a su contorno. Pero era ropa seca y notaba cómo ahuyentaba los dientes que roían sus pantorrillas. Se cuadró delante de la puerta del camarote (porque había decidido que era un camarote), tomó una bocanada de aire y la expulsó mientras estiraba para abrir. El exterior la recibió con una oleada de luz que la hizo parpadear. Cielo azul, nubes blancas. Mar en 22

calma. Un grupo de hombres tostados por el sol y curtidos por el salitre la miraban. Algunos, los menos, sonreían. La mayor parte estaban en guardia. Un hombre mayor y algo rechoncho se acercó con un cuenco humeante en las manos. Algo caliente para comer, recordó. —Gracias —dijo con una ligera reverencia mientras cogía el recipiente. Su voz sonó rasgada pero arrulladora como el mar. —No tienes por qué darlas. —Capitán —dijo el hombre mayor haciendo una pequeña inclinación. «Qué personaje tan servil», se sorprendió Elisa. —Nos dirás tu nombre, jovencita —dijo el hombre moreno que le había dado la ropa antes: el capitán de aquel navío. Elisa asintió, pero se llevó el cuenco a los labios. A través del vapor observó a la tripulación, y al capitán. Sentía aprensión, pero también un cierto confort. Todo a su alrededor era nuevo y familiar a la vez. Se sentía como una niña a la que de pronto le dejan unirse a los mayores en la mesa de navidad. Los ojos azules del capitán la miraban expectantes. —Elisa —dijo al fin—. Mi nombre es Elisa. —Y bien, Elisa, ¿cómo has acabado en medio del mar? «Buena pregunta», pensó. ¿Cómo había llegado allí? Solo había quitado el tapón de una botella. —Por la presión —murmuró sin darse cuenta de que pensaba en voz alta. La tripulación se revolvió un poco; mentes confusas en momentos de incerteza. El capitán, sin embargo, se envaró al oírla. —Bien, creo que será mejor que pase-


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mos al camarote para que veas los mapas costeros y nos puedas decir de dónde salió el barco en el que viajabas —declamó con fuerza. Sonaba forzado y Elisa sintió que se trataba de un discurso más para la tripulación que para ella—. Seguro que hay alguien que te busca, y tal vez una recompensa por la ayuda. —Claro, bueno, yo —balbuceó. Tragó saliva y continuó con más decisión—: Seguro que los mapas me ayudan. La mano del capitán se apoyó en el centro de su espalda y la guió con fuerza. El hombre tenía prisa. La puerta se cerró con un golpe. Él la miró en silencio mientras los sonidos normales del trabajo en un barco se expandían por cubierta. Solo cuando parecía que nadie podía estar escuchando el capitán se atrevió a hablar. —¿Por qué creo que sabes mucho más de lo que nos dices? —Yo no sé nada —se defendió Elisa. —¿Y lo de la presión? ¿Cómo sabías eso? —Es algo que decía mi abuelo. Sobre… —Elisa se interrumpió. ¿Cómo le iba a explicar a aquel curtido lobo de mar tonterías sobre maquetas y botellas? No quería que la tomase por una chalada. —¿Sobre qué? —No, sobre nada. Eran cuentos de ancianos, nada más. El capitán golpeteó el pie con impaciencia. Estaba claro que no la creía. La miró con sospecha, y sus cejas formaron una línea casi continua sobre sus ojos. Después se humedeció los labios. —¿Sabes en medio de qué te hemos encontrado? —preguntó, acusador. —¿La tormenta?

—¡Exacto! —No… no entiendo. Era una tormenta. Las hay a menudo, en todas partes. Es algo... natural. El capitán abrió mucho los ojos. —¿De qué mundo vienes? —murmuró, aprensivo—. No hay nada más antinatural que lo que acaba de pasar. Lo natural es que el cielo esté azul, las nubes sean blancas y esponjosas. Lo normal es que el mar esté en calma, las redes estén tendidas a las puertas de las casas, la carga de la bodega esté bien asegurada y haya una pequeña pirámide de barriles al final del puerto. ¿Entiendes? El tono del hombre había ido subiendo de volumen y él se había ido acercando a Elisa poco a poco. Como resultado, las últimas palabras casi las había gritado en la cara de la chica. De pronto pareció darse cuenta de qué estaba haciendo y se retiró unos pasos. —Perdona —se disculpó, azorado. «Era verdad, entonces», pensó Elisa mientras se dejaba caer sobre el camastro del capitán. Se quedó mirando la línea del horizonte que podía intuir a través del ojo de buey. Sintió un bamboleo y el peso de otra persona sentándose a su lado la hizo inclinarse hacia él sin apenas darse cuenta. —Te voy a ser sincero —comenzó el capitán— porque creo que es la única manera de que tú seas sincera conmigo. Hay una profecía —continuó después de una pequeña pausa— que habla de la Tormenta. Se trata de una mala profecía. La tormenta es algo aciago. Un evento que romperá la paz del mar. Sin embargo, la profecía también dice que traerá algo bueno. Una oportunidad. Una esperanza. —El hombre se levantó y se situó frente a Elisa, atrayendo su mirada—. Cuando te subimos al barco… Por un momento pensé que la profecía 23


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hablaba de ti. Que te llamarías Esperanza y que nos guiarías de algún modo. Yo… Bueno. He sido un estúpido. Elisa volvió a mirar al horizonte, más allá del azul del cielo y del verde del mar. Entrecerró los ojos. —¿Es siempre así? —¿Estúpido? Procuro no serlo, señorita. —La joven negó con la cabeza, divertida a su pesar. Se levantó y se acercó al ojo de buey. El capitán se situó al lado de Elisa y miró en la misma dirección que ella—. ¿A qué te refieres? —Al cielo. A la luz, mejor dicho. —No. Claro que no. Rara vez es así. Lo normal es que tras el cielo haya oscuridad. Pero a veces hay luz. Y cuando la hay todo toma un aire como encantado. —Y el mar tiene tono irisado, si se observa del modo correcto. El capitán miró a Elisa con sorpresa. —¿Cómo sabes eso? —Me lo enseñó mi abuelo. Él me contó todo lo que se podía saber sobre este barco y su botella. El capitán se apoyó en su escritorio. —Botella —dijo para sí—. Según tú, esto es una botella. Se llevó la mano al rostro. Elisa supo 24

que sonaba como una desequilibrada. Sus pies estaban firmemente plantados en una madera que, según ella misma, no existía; en un camarote que nadie se habría tomado nunca la molestia de construir. Llevaba la ropa que sin duda había sido cosida para una miniatura de marinero, pero se sentía igual que siempre. —Sé que es una locura… —concedió. —Locura o no, igual es cierto. —La joven miró al capitán con extrañeza. Él continuó—: Este mundo es muy pequeño. Salimos del puerto y entramos en el puerto cada día. Y cada día hay los mismos barriles a un lado, en el muelle. Las mismas gaviotas sobrevolando la dársena. Las mismas redes secando delante de las mismas puertas abiertas. Igual… —se humedeció los labios, preparándolos para pronunciar el pensamiento que le asaltaba— igual no es solamente monotonía. —¿Le aburre su vida, capitán? —No. Me gusta mi vida. Me gusta este mundo, hermoso y perfecto. Es solo que… —¿..que no tiene historias? —completó la chica. —Algo así. Debe ser fascinante, un mundo grande, lleno de azar, de elecciones y libertad. Si eso fuera posible, y hubiera más mundos allí afuera. —Lo es. ¿Tiene un catalejo? —Por supuesto. ¿Qué clase del marino crees que soy? «De la clase que comanda barcos de juguete pegados a un recipiente de cristal». —Déjemelo —dijo Elisa con una sonrisa impostada—. ¿Desde dónde mira el mar, cuando hay luz? —Desde arriba. —El capitán señaló la puerta con un ademán invitador y galante—. Señorita.


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Elisa se agarró con fuerza a la barandilla del carajo del barco. Nunca se había fijado en la canastilla, puede que porque estaba casi del todo oculta por el velamen del palo mayor. Cerró los ojos para tranquilizarse y mantener a raya su vértigo. El capitán le tendió el catalejo y Elisa se lo agradeció con una sonrisa trémula. Se llevó la lente al ojo y buscó con cuidado a babor y a estribor, por debajo del nivel del agua, más allá del verdor irisado. La primera vez lo pasó por alto, porque buscaba una escritura pequeña y apretada. Las letras blancas formaban curvas suaves y amplias cerca del casco. Casi demasiado cerca. Le hizo un gesto al capitán para que se acercara, le pasó el catalejo y le señaló. —Allí. —Es una… ¿escritura? ¿En el fondo del mar? No… en el límite del mundo. —En el casco de la botella. ¿Puedes leerlo? —Creo… Félix, dice. Félix y… ¿Elisa? La chica asintió. El capitán bajó el catalejo y la miró. —¿Cómo volverás a tu mundo? —Buena pregunta. —Una sonrisa apareció en la cara de Elisa, como un sol naciente—. Supongo que como entré. —¿Cabalgando una tormenta? —Más bien buscando el tapón. La tripulación había plantado una tabla sobre la eslora de babor. Después se habían retirado a la bodega, temerosos de participar en lo que consideraban un sacrificio. Temerosos de su propio alivio por devolver al mar a una sirena maligna que parecía haber capturado el alma de su capitán. Elisa se subió con agilidad a la tabla. —¿Estás segura de esto? —Por completo. —Elisa se giró para

mirar en los ojos azules del capitán, más allá del recuerdo de lo que acababa de perder—. Sé que funcionará, aunque no sepa por qué. —¿Es un adiós, entonces? No volveremos a vernos. —Solo si funciona. Si no… bueno, este es un mundo pequeño con un gran barco en el centro. Se quedaron frente a frente, sin atreverse a decir más. El viento cambió de pronto, la lona de las velas rasgó el silencio que se había levantado entre ellos. —Me gustaría, creo —dijo el capitán—, volver a verte. En cualquier mundo. Elisa sonrió. —Haré lo que pueda por cumplir ese deseo, capitán —dijo, y saltó al agua. El capitán la vio bracear, alejándose del barco hacia el confín del mundo. La corriente parecía mecerla con cariño. Elisa parpadeó con fuerza. Tenía en la mano el tapón de corcho que antes sellaba la botella del abuelo. Sonrió con tristeza y se acercó a la botella para volver a taparla. Se acuclilló ante la repisa, para verla como cuando era una niña. Observó el polvo revuelto brillando a la luz, y se fijó en los pequeños detalles del barco, los que sabía que estarían ahí. El torneado de la balaustrada del puente. El ojo de buey del camarote del capitán. La cestilla en lo alto del palo mayor. Dejó el tapón a un lado y cogió la botella. Salió de la habitación como un trueno, resuelta y directa. La mecedora seguía cabeceando en un rincón. Entró con prisas en la cocina, sorteando a los familiares y conocidos que comentaban demasiado fuerte las bondades del buen Félix Gonsalves. Posó la botella en la encimera, la contempló 25


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una última vez y la golpeó con fuerza contra el mármol. Cogió con cuidado lo que quedaba del barco, entre el afilado vidrio. No más nubes blancas. No más redes tendidas. No más casas, ni más barriles en el muelle. Sólo un barco naufragado, herido de muerte por el vientre. «He aquí una nueva escena», pensó, «un nuevo comienzo después de un final». —¿Estás bien? —sonó una voz masculina a su espalda. —Sí —respondió Elisa mientras se giraba. Se encontró frente a dos ojos azules, iguales a los del abuelo. La sonrisa del chico era amplia, su porte atlético, su cabello castaño y ensortijado—. Se me ha escapado la botella —se excusó—. Hola, capitán —añadió, signando. —Hola —respondió el chico, signando y hablando al tiempo—. Me llamo Félix. —Yo soy Elisa. Encantada de conocerte. —El placer es mío, señorita —dijo simulando tocarse un sombrero ficticio—. ¿Me explicas eso de capitán? —añadió en lengua de signos.

Aitziber Conesa Madinabeitia (España) Administradora de la página literaria: danzadeletras.com 26


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El eslabón perdido Joaquín

Valls

Cuarenta años y ciento doce días... HEMOS LLEGADO a la terminal a las dos en punto de la tarde hora local, después de cinco semanas de viaje. Por fortuna, los modernos sistemas de sedación para rutas de medio y largo recorrido evitan cualquier signo de fatiga u otros efectos indeseados. Al millar de pasajeros que íbamos en la aeronave nos han embarcado directamente en varios vehículos ligeros sin conductor que en un par de horas nos llevarán hasta Bilbonova, la ciudad moderna edificada bajo la superficie. Mi tan ansiado regreso se produce gracias a un permiso especial para una estancia de tres días por el que he pagado una cifra equivalente a un año de salario. Durante mi prolongada ausencia nunca perdí la esperanza de poder volver un día al lugar que me vio nacer. El vehículo, una especie de carro de

combate sin tronera ni cañón, se sustenta sobre colchones neumáticos y parece deslizarse sobre unas invisibles guías o raíles. Una vez cerrada herméticamente la puerta, observo con cierta decepción que el interior carece por completo de ventanas u otras aberturas. Pero nada más ponerse en marcha, en su parte delantera aparece una pantalla en la que se van proyectando vistas actuales del exterior, alternándolas con fotografías de cuarenta años atrás. Unas imágenes que habían quedado impresas en mi retina y que, al revivirlas, me producen una congoja que no sabría expresar con palabras. Echando un vistazo alrededor, diría que la mayoría de viajeros sienten de modo muy parecido a mí y debo hacer un esfuerzo para reprimir las lágrimas. Cuarenta años y ciento doce días. 27


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Todo ese tiempo ha transcurrido desde la última vez que realicé este mismo recorrido, si bien en sentido opuesto y en un vehículo bastante menos sofisticado. Aquel tenía capacidad para cincuenta pasajeros, todos niños y niñas. Yo era de los mayores y el nuestro era el tercero de un convoy integrado por diez vehículos idénticos. Nos dirigíamos, a gran velocidad y escoltados por el ejército, hasta la misma terminal a la que hoy hemos llegado, donde tomamos el trasbordador que habría de conducirnos muy lejos, hasta una de las colonias mineras exteriores, una entre las varias que empezaron a establecerse cuando se inició la escasez de hidrocarburos. De la noche a la mañana y ante la crítica situación, el Consejo de gobierno había ordenado la evacuación urgente de cuatro mil menores de edad. Recuerdo que durante el viaje algunos de los más pequeños lloraban y fuimos los mayores quienes, ante la ausencia de adultos, nos ocupamos de consolarlos. Los padres de aquellos críos —al igual que mis propios padres, que mis abuelos y que mis dos hermanas mayores— de momento debían quedarse allí, pero estaba previsto que se unieran a nosotros en cuanto fuera posible. Aquel vehículo sí tenía ventanillas, algunas de las cuales abrimos para permitir que la brisa del crepúsculo penetrase y nos golpease en la cara. Éramos conscientes de que iba a ser la última ocasión en que respiraríamos el aire, progresivamente menos puro, de nuestra querida Tierra. El olor de los árboles, de la hierba fresca, del salitre del mar, me los llevé conmigo en la memoria, convencido de que jamás volvería a percibirlos a través de mis sentidos. Sacándome de mi ensimismamiento, a las dieciséis horas y treinta minutos 28

una voz femenina de tonalidades metálicas anuncia que nos acercamos a nuestro destino, agregando que ahora mismo pasamos por lo que en otro tiempo fueron las playas de Donostia. De nuevo, las palabras van acompañadas de escenas proyectadas sobre la pantalla en formato de hologramas tridimensionales. Primero nos muestran imágenes de cómo había sido antaño este lugar, donde en días de temporal las olas rompían con furia sobre la costa, mientras que en las estaciones cálidas se formaban extensas playas de arena dorada. Aquí solíamos acudir en familia los fines de semana de verano, con la nevera portátil y la cesta de picnic. Al contemplar ese paisaje aéreo en el que se distingue un enjambre de bañistas rodeados de parasoles y vestidos con los trajes de baño usuales en la época, por un momento pienso que tal vez yo soy uno de ellos. Acto seguido proyectan imágenes del mismo paraje en la actualidad, y aparentemente en directo, captadas a través de cámaras exteriores. La superficie, de perfil regular, se ve de un color gris uniforme. No hay árboles por ninguna parte. Tampoco agua, lo que hace imposible identificar la que fue antaño la línea de la costa. Nada queda de la Bahía de la Concha, de la Isla de Santa Clara o del Peine del Viento. En puntos dispersos descubro la presencia de finas columnas de humo que se elevan hacia el cielo, teñido este de unos extraños tonos amarillos y pardos. De tanto en tanto chispas y fogonazos emergen de la corteza terrestre en la lejanía, para extinguirse al cabo de unos segundos. Siento cómo se me va formando un nudo en la garganta. Las pocas frases que hemos cruzado entre nosotros durante el trayecto, cesan por completo.


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Casi todos optamos por cerrar los ojos fingiendo que dormimos, y en todo caso evitamos dirigir la mirada hacia el frente, donde se encuentra la pantalla. A las cinco y veinte nos detenemos y se abre la portezuela lateral. Ya afuera, vemos que nos encontramos en un hangar de proporciones gigantescas en cuyo interior no hay otros humanos aparte de nosotros. Aquí y allá deambulan robots antropomorfos que recogen nuestros mínimos equipajes de la bodega del vehículo para luego depositarlos, amontonados sin ningún orden, en unas cabinas transparentes situadas a cierta distancia. Mientras tanto, de nuevo una voz metálica pero esta de sexo indefinido nos da la bienvenida a la estación de Bilbonova, que según nos informa fue construida a trescientos metros de profundidad y cuya atmósfera interior se renueva por completo cada cinco minu-

tos. Finalizado el acto de recepción, la misma voz nos indica que debemos formar en fila india frente a unas máquinas que capturarán información de nuestros rostros y manos. No tardaremos en averiguar que, para poder franquear determinadas puertas del recinto, hay que situarse ante otros artefactos parecidos que, tras captar esa misma información, la contrastan con la base de datos antes de decidir si permiten o no el acceso. Me introduzco, obediente, en la cabina metálica cuyo número me ha sido asignado por megafonía. Al cabo de un minuto, tras un veloz recorrido en el que tengo la impresión de desplazarme primero hacia abajo, luego en sentido horizontal y finalmente de nuevo hacia arriba, me hallo ya en el que será mi hogar durante mi breve estancia. Es en realidad un cubículo de unos diez metros cuadrados dotado de todas las comodi29


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dades, incluyendo diferentes tipos de bebidas y raciones variadas de comida deshidratada y envasada. Pasadas las veintidós horas y después de una cena frugal, hablo por videoconferencia con Andrea y con los niños, como he venido haciendo todas las noches desde mi partida de la colonia. A continuación me meto en la cama: necesito descansar ya que me esperan varias jornadas de arduo trabajo. Pero no puedo conciliar el sueño. Sin proponérmelo, retomo algunos recuerdos de cuando residía aquí con mis padres y hermanas. Vivíamos en una casa aislada algo alejada de la ciudad, en una zona rodeada de bosque y a escasa distancia de un lago donde se pescaban truchas. No lejos, las vacas pacían en el monte durante buena parte del año. En aquellos años asistía a la escuela primaria. De hecho, el día que sin previo aviso ordenaron la evacuación había asistido a clase por la mañana. Tardé casi un año en tener noticia de lo del cataclismo, que se produjo solo una semana después de que, junto a los otros niños, hubiese abandonado el planeta. Tuvo que transcurrir otro año antes de que nos confirmaran lo que ya sospechába-

mos: no había sobrevivido ningún ser humano, ningún animal, ninguna planta. Tras la conmoción inicial, me propuse que en adelante dedicaría mis esfuerzos y ahorros a regresar, si es que tal cosa resultaba posible. Y mientras doy vueltas a todo ello, inmerso en esa extraña lucidez que proporciona la duermevela, me veo ya equipado con el aparatoso traje especial que he alquilado para tres días, dotado de una reserva de oxígeno para ese mismo lapso de tiempo. Con él me adentraré entre las montañas de escombros en que seguramente quedó convertida la casa y me aplicaré, no a localizar los restos de mis seres queridos, de quienes a buen seguro nada queda, sino algún objeto que les hubiera pertenecido: un lápiz, unos pendientes, una goma de borrar, un reloj, algún cuaderno escolar, una fotografía, un cacharro de cocina. Cualquier cosa me valdría para recomponer, en mi mente y en mi ánimo, el eslabón perdido. Antes de caer profundamente dormido, tengo un último sueño. En él, la vida ha regresado a la Tierra y mis hijos llegan hasta aquí para quedarse.

Joaquín Valls Arnau (España)

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La isla de los corazones olvidados Sergio Allepuz Relato ganador del certamen literario «Santoña... la mar», 2017

EL VIEJO MAC GOWAN, el más veterano de todos los conserjes de la Corte Suprema del Reino Unido, soltó un discreto joder en la lengua de Shakespeare. La causa del improperio fue la agradable sorpresa que tuvo el hombre al ver los ocho sellos que decoraban la carta dirigida a su Ilustrísima, Sir Anthony Perkins. Aquellas coloridas estampas eran lo más hermoso de la gris jornada y lo hipnotizaron a base de peces coralinos, tortugas marinas, canoas tripuladas por musculosos indígenas y un antiguo barco de vela de la

Royal Navy, con las velas hinchadas y a punto de reventar de tanto viento a favor. Según el matasellos, el sobre procedía de una de las últimas colonias británicas y del que es, probablemente, el lugar habitado más remoto del mundo: las Islas Pitcairn, situadas en mitad del océano Pacífico y formadas por la propia Pitcairn (que es la única de las islas que está oficialmente poblada), Henderson, Ducie y Oeno. Tras lograr huir de su imaginario viaje al Pacífico, Mac Gowan levantó su huesudo culo del taburete de recepción 31


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y trasladó el sobre, en cuyo remite solo constaba: «Adams de Pitcairn», a la fiel secretaria personal del juez, en la planta cuarta del edificio. Al ver los sellos, ella cayó secuestrada en manos de la misma ensoñación que el bedel, y ya estaba oyendo el rumor del mar y removiendo la espuma de las crestas de las olas con sus dedos regordetes como salchichillas, cuando sonó el teléfono para hacerla regresar a la pesada realidad del papeleo londinense. Mientras estos anodinos acontecimientos tenían lugar, su Señoría, Anthony Perkins, se hallaba a dos manzanas de la Corte, escondido en su elitista cafetería preferida. Allí gozaba de su té matutino de la India, manchado con una nube de leche fresca de vaca galesa, y acompañado por un par de tostadas integrales untadas de mantequilla salada irlandesa. Pero los maravillosos desayunos, como todas las cosas buenas en esta perra vida, tienen un final más o menos abrupto y, en el mismo momento en que la eficiente secretaria colgaba el teléfono, el juez apareció por la puerta con algunas migas de pan todavía pegadas en su corbata, por culpa de la pegajosa mantequilla salada. Ambos funcionarios, jefazo y secre32

taria, se saludaron cortésmente, como solo los hijos de la Gran Bretaña saben hacerlo sin caer en el ridículo, y la subordinada le entregó a su superior el sobre. Su Señoría le echó un vistazo y, al igual que los anteriores custodios de la misiva, se detuvo en los dichosos sellos de colorines. Parecían ser hipnóticos. Durante unos segundos, el juez se vio a sí mismo llevando el timón del barco que aparecía en ellos y gritando palabras marineras, tales como mesana o botavara, aunque lo cierto era que él no tenía ni idea de lo que querían decir. Tras liberarse de la alucinación, Sir Anthony Perkins entró en su despacho de caoba, cerró la pesada puerta con suavidad, se recostó en su gigantesca silla tapizada con la piel de un ciervo que él mismo había matado unos años antes, se encendió una pipa de marfil que indignaría a cualquier ecologista de pro y, tras leer en voz alta el escueto remite de la misiva, abrió el misterioso sobre con un abrecartas de plata que llevaba sus iniciales grabadas en oro sobre el redondo pomo de la empuñadura. Del interior del sobre sacó varios folios plegados, escritos en una más que legible y decente caligrafía, e inició su pausada lectura:


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En Pitcairn, a día 16 de septiembre del año 2016 Estimado, honorable y todas las parafernalias de cortesía y distinción que le correspondan a alguien de su alcurnia, tan lejana de la mía; aunque con ello no quiero decir que me avergüence ni un ápice de mi propia sangre, tan buena y tan roja como la de cualquier otro habitante de nuestro planeta Tierra. Mi nombre de pila no importa demasiado. Mi apellido sí, por lo que pueda aportar de credibilidad a esta historia que, al contrario que mi sangre, sí logra avergonzarme. Soy, como habrá adivinado por el remite, un Adams: descendiente directo de John Adams, uno de los protagonistas del famoso motín de 1789 en el que unos marineros tomaron posesión de la fragata Bounty para regresar a Tahití en busca de las bellas nativas que allí habían cortejado durante una escala de cinco meses de duración (para la recolección de árboles del pan, destinados a alimentar a los esclavos de su majestad en el Caribe). Usted conocerá esa historia, si no por su florida cultura universitaria, lo hará al menos por las películas que se han hecho al respecto. Para mí, por cierto, la mejor fue la de Roger Donaldson, porque eligieron a un actor menos feo que en todas las anteriores para representar el papel de mi famoso, aunque no muy agraciado (todo hay que decirlo…), antepasado. Como bien sabrá su Ilustrísima, hombre culto hasta el infinito o, tal vez, un poquito más, los hombres de la Bounty, tras secuestrar a algunas nativas y nativos de Tahití, huyeron de la justicia a bordo de la fragata robada, buscando un lugar donde poder empezar una nueva vida. Los amotinados y sus secuestrados llegaron a la despoblada isla de Pitcairn y allí se establecieron, tras quemar la embarcación en la costa para evitar cualquier intento de deserción entre ellos. De ese modo, la alegre expedición permaneció en Pitcairn en bella armonía (salvo por el pequeño detalle de andar matándose los unos a los otros a fin de conseguir los favores de las escasas mujeres que se habían traído con ellos y el servicio de los, también escasos, esclavos masculinos), sin ser descubiertos por humano alguno hasta pasados más de treinta años. Dado el largo tiempo transcurrido desde el motín y puesto que de los insubordinados originales de la Bounty solo quedaba vivo mi antepasado (pues los demás habitantes de la isla eran todos indígenas secuestrados y descendientes de la primera expedición), el gobierno de su majestad tuvo el detalle de perdonarles el cuello a todos ellos, 33


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permitiéndoles que siguieran viviendo en Pitcairn. Eso sí, como ciudadanos de la Corona británica o, lo que es lo mismo, pagando los correspondientes impuestos a su majestad; ya que no es cosa propia de la realeza (ni de la inglesa, ni de la de ningún otro planeta), olvidarse de los cobros que le son debidos, sean merecidos o no, que eso ya viene siendo otro cantar que no viene al caso ahora mismo… Y aquí, en Pitcairn, seguimos los descendientes de todo aquel desaguisado. Pero la economía en un lugar tan aislado y despoblado (somos cuarenta y cinco almas, sin contar pájaros, ratas y cangrejos) no es muy boyante. Nuestros ingresos se basan en la venta de suvenires tallados en madera a los escasos turistas que bajan por unas horas de sus cruceros para ver los restos carbonizados de la Bounty o la tumba de John Adams. Sé que la pobreza no puede justificar ningún crimen y también sé que mi alma se condenó al infierno el mismo día en que acepté el trato que voy a relatarle. Por eso, mi única intención al hacerlo es que usted, con toda la autoridad de su altísimo cargo, ponga fin a todo ello y salve a los doscientos quince desgraciados que están a punto de morir si nadie lo remedia. Por mi parte, aunque tengo remordimientos de conciencia, prefiero no ir a la cárcel, pues no se me da nada bien lo de hacer amigos en nuevos ambientes; sobre todo, si esos ambientes están plagados de villanos y asesinos. Además, tras vivir toda mi vida en una isla casi deshabitada y rodeada por un océano casi infinito, estoy demasiado acostumbrado a los espacios abiertos. Así pues, aun a riesgo de parecerle a usted un cobarde o, lo que es peor, un hombre sin honor, pondré pies en polvorosa con destino desconocido justo un segundo después de echar esta carta en el buzón, emulando así la huida de la justicia inglesa perpetrada por mi padre: el primero de los Adams de Pitcairn.

El Juez Perkins cambió entonces de postura, sonrió el atrevimiento del tal Adams, carraspeó, levantó ligeramente su nalga derecha, dejando salir una flatulencia (discreta en lo sonoro, aunque espectacular en lo pestilente) y continuó con la lectura como si tal cosa: Hace quince años vino a Pitcairn un tipo con acento ruso. Preguntó por mí a los vendedores de suvenires del puerto, quienes lo acompañaron hasta mi casa y, tras recibirlo personalmente en el salón, me ofreció un negocio que no

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pude rechazar. El desconocido del este me contó que su empresa, especializada en dar servicio a clientela millonaria, podía atender cualquier capricho, fuera este legal o no; ya que, según recalcó, con el suficiente dinero de por medio, legalidad e ilegalidad eran exactamente la misma cosa. En concreto, el tipo quería mi colaboración en un nuevo servicio que tenía pensado incluir en su peculiar catálogo. Se trataba de hacer desaparecer a las personas a quienes los clientes se hubieran cansado de amar. «Corazones Olvidados, se llamará el producto», me aclaró él con una sarcástica sonrisa en los labios. Tras hacer una pausa dramática ante mi cara de sorpresa, el tipo me explicó que unas doce personas desaparecen todos los años en cruceros, sin dejar ningún rastro, y que él sabía cómo aprovechar aquel nicho de negocio. Aquellos desaparecidos, tras una breve y rutinaria investigación policial, eran invariablemente dados por muertos como supuestas víctimas de accidentales caídas en alta mar o incluso como presuntos suicidas a quienes sus propias depresiones habrían empujado por la borda. El potencial cliente, continuó explicando el ruso, en un bello gesto hacia su Corazón Olvidado, le podría dedicar a este un postrer regalo: un maravilloso crucero por el Pacífico. De ese modo, ambos disfrutarían de unos inolvidables últimos días juntos. Eso sí, cuando el barco navegase cerca de las Islas Pitcairn, el Corazón Olvidado sería drogado durante la cena y, ya de madrugada, transportado en una lancha hasta la deshabitada isla Henderson, donde sería encerrado en alguna de las cuevas que esta isla tiene en las laderas de sus acantilados. Previamente, por supuesto, dichas cuevas habrían sido reformadas con unos preciosos barrotes de acero, para mantener enjaulado al pobre desgraciado como a un animal hasta el día de su muerte. Como verá, su Vuecencia, el plan era monstruoso, igual que la respuesta a mi siguiente pregunta sobre por qué se dejaba a los Corazones Olvidados con vida, siendo, como eran, la prueba de un grave delito de secuestro. El ruso me dijo que sus estudios de mercado sobre la psicología de los clientes dictaminaban que estos no deseaban causar daño físico a quienes una vez amaron, sino que solo querían deshacerse de ellos para seguir adelante con sus vidas sin tener que cargar sobre sus conciencias con algo tan duro como un asesinato por encargo. Le dije, sarcástico, que no sabía qué entendía él por no causar daño físico, pero que la isla Henderson era un peñasco remoto que no aparecía en casi ningún mapa y cuyos únicos moradores habían sido marineros llegados desde naufragios. Como, por ejemplo, los supervivientes del ballenero estadounidense Essex, que arribaron en botes a esa misma costa tras el hundimiento de su barco debido a los ataques a cabezazos de un cachalote justiciero que defendía a su familia y que más tarde inspiraría la historia de Moby Dick al mismísimo Henry Melville. Pues bien, dichos marineros se hicieron tristemente famosos por las lamentables historias de canibalismo del que tuvieron que hacer gala para lograr sobrevivir hasta ser rescatados muchos meses después. Añadí que, aunque los aquellos marineros del siglo XIX eran tipos tan duros como el mismísimo mar, 35


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una gran cantidad de náufragos (del Essex y de otros muchos barcos) habían perecido de hambre y de sed en Henderson, habiéndose encontrado sus blancos esqueletos en el interior de aquellas mismas cuevas que él pretendía utilizar como celdas. «Aquí es donde entras tú», me respondió él. Y continuó: «Nuestros clientes quieren vivos a sus Corazones Olvidados y nosotros siempre cumplimos nuestros contratos. Necesitamos un carcelero en Henderson. Alguien que se asegure de que no les falte alimento y medicinas a los prisioneros y que les saque de vez en cuando una foto en la que aparezcan con un periódico reciente, a modo de prueba de vida para cuando los clientes la soliciten; aunque, según nuestros estudios previos, parece ser que a partir del segundo año la gente deja automáticamente de preguntar por sus desaparecidos y ya les da lo mismo si están vivos o muertos». Para mi vergüenza, accedí al trato y, de este penoso modo, vendí mi alma al diablo por medio millón de libras esterlinas al año. Al parecer, el tipo ya había adquirido derechos sobre la isla mucho antes de hablar conmigo. También había hecho el papeleo necesario para convertirla en una reserva natural de aves. Según esa tapadera, un reducido equipo de naturalistas vivía allí de manera continuada desde entonces, pero la realidad era muy distinta... Tan pronto como comenzamos a tener «inquilinos» en Henderson (solo un par de semanas después de nuestra entrevista en el salón de mi casa), un barco de aprovisionamiento comenzó a dejar periódicamente en la playa un cargamento de raciones militares de alimento, agua potable y medicinas básicas. Cuando esto ocurría, me avisaban por teléfono. Entonces yo esperaba la ocasión adecuada y desaparecía de Pitcairn con rumbo a Henderson, a bordo de mi

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barco de pesca. Tras desembarcar, transportaba la mercancía desde la playa hasta una de las cuevas que hacía las veces de almacén. Después atendía a los prisioneros repartiendo raciones de comida abundantes, a fin de no tener que regresar a menudo a ese infierno. Mientras estaba con ellos, trataba de no mirarles a la cara. Tampoco respondía a sus quejas o preguntas, salvo que se tratase de algún problema médico que precisara atención por mi parte. Los hombres ocupaban unas celdas y las mujeres otras distintas. Ellos eran padres que habían sido mandados allí por hijos con mucha prisa por heredar, o maridos que se habían convertido en demasiado aburridos o achacosos para sus esposas. Pero lo cierto es que casi todos los Corazones Olvidados eran mujeres; y es que, según parece, ellas están más dispuestas a cuidar de sus decrépitos progenitores y/o esposos que viceversa. Imagino que casi todas habían sido sustituidas en sus hogares por otras amantes más jóvenes que aliviaban las crisis de mediana edad de los maridos a base de arrumacos de pago. También había hijos e hijas olvidados y olvidadas, aunque en mucha menor cuantía. El que más huella me dejó de todos ellos fue un muchacho con síndrome de Down. Se llamaba Henry y era pura bondad. ¿Qué razón podía haber llevado a alguien a abandonar a Henry de ese modo? ¿Una injusta decepción parental, tal vez? ¿La lucha fraterna por alguna herencia, quizá? Quién sabe… El caso es que él siempre trataba de darme conversación y me preguntaba que cuándo iban sus padres a levantarle por fin el castigo y a llevarlo a casa con ellos de nuevo. Cuando le hacía las fotos, él sujetaba el periódico y posaba con una enorme sonrisa, ¡el muy cándido! Al cabo de dos años exactos ya no me pidieron más fotos de Henry. La mañana que lo encontré muerto (creo que de pena) en el suelo de la celda, fue la mañana que decidí que no podía aguantar más aquella situación. En cuanto a la higiene de los prisioneros, esta era soportable. Los Corazones Olvidados hacían sus necesidades, sin intimidad y a la vista de todos los demás, en una letrina sin puertas que había en el fondo de cada una de las celdas, con desagüe directo al mar. Existía un pequeño depósito en cada una de las cuevas, con un grifo y suficiente agua para asearse una cuarentena de personas durante varios días. Cuando quedaba poca agua en los depósitos, yo mismo los rellenaba pasando una manguera entre los barrotes, sin tener que pisar el interior de las celdas. No entré nunca en ellas, ni siquiera para sacar los cadáveres de los Corazones Olvidados a medida que dejaban de latir. Esa era otra de mis funciones. Para hacerlo obligaba a los prisioneros a ponerse en el extremo más lejano de la reducida estancia. Dos de ellos, elegidos por mí, cogían al muerto y lo sacaban por la puerta que yo mismo les abría, apuntándolos con una pistola todo el tiempo. Después los hacía volver a entrar a su calabozo de inmediato y debo decir que, a pesar de los varios años que anduve implicado en este sucio tema, solo una vez me vi obligado a disparar. Ese día me llevé dos cadáveres de la cueva en lugar de uno. Los cuerpos sin vida los enterraba yo mismo en la isla, en tumbas sin nombre y sin señalizar; salvo la de Henry, con quien quise hacer una excepción y clavé, en la cabecera de su fosa, una tabla con su nombre y su fecha de defunción. 37


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Resumiendo, si, como me imagino, ha leído usted la carta hasta este punto, las únicas personas que hoy conocemos el secreto de la Isla de los Corazones Olvidados, aparte del ruso y sus gorilas, somos usted, señor juez, y yo. El ruso y los suyos no se detendrán jamás, puesto que este no es más que uno de los muchos negocios sucios que llevan entre manos, y yo no tengo capacidad ni vocación para detenerles. Sin embargo, usted tiene ambas cosas, porque es la Ley en persona. Vuecencia, o cómo demonios deba llamarle… es el único que puede salvar a los Corazones Olvidados. Le ruego que saque pronto a esos pobres diablos de allí, ya que sin mis cuidados dudo que nadie se encargue de aprovisionarlos y atenderlos hasta que sea demasiado tarde. Los dejé con comida y agua para unos treinta días y la carta puede haber tardado alrededor de quince o veinte jornadas en llegar hasta sus manos; por lo que calculo que, mientras usted lee estas líneas, a los Corazones Olvidados les quedan provisiones para unas dos semanas a lo sumo. A partir de ese momento empezarán a morir u optarán por el canibalismo, como hicieron los supervivientes del ballenero Essex. En definitiva, desde ahora mismo, mis doscientos quince Corazones Olvidados dependen enteramente de usted; así que, Señoría, espero su colaboración en el delicado asunto que nos ocupa y me despido para pasar a ser, desde ahora mismo, uno más de los muchos fugitivos de la ley británica. Atentamente, se despide para siempre, Adams de Pitcairn

El juez Anthony Perkins había comprendido el alcance de la carta a la perfección y creía en la veracidad del texto sin duda alguna. ¿Cómo no iba a creer si él mismo había visto al misterioso tipo ruso del que hablaba ese necio de Adams de Pitcairn? Concretamente, el juez tuvo el placer de verlo y de hablar con él un par de años atrás. Fue poco antes de aquel crucero que hizo con su esposa por el Pacífico. El mismo fatídico viaje en el que la buena de Margaret desapareció sin dejar ni rastro. Suicidio, dijeron. Una lástima. Una verdadera lástima. Lo cierto es que la pobre mujer llevaba algún tiempo sintiéndose bastante triste, incluso deprimida. Su Señoría sonrió. No podía creer en su buena suerte, pues, de todos los tipos 38

a los que aquel desgraciado podría haber mandado la carta de confesión, le tenía que haber tocado precisamente a él, a Anthony Perkins. El juez sacó entonces una llavecita del bolsillo de su pantalón, abrió con ella el cajón de su mesa de caoba y, tras retirar con destreza el disimulado doble fondo del mismo, sacó unas cuantas fotografías de Margaret. En la de arriba de todo del montoncito la pobre lucía los ojos tristes e incrédulos y el pelo muy desaliñado. La cueva que se apreciaba en la imagen parecía lóbrega e insalubre, pero ella era fuerte y siempre había presumido de tener una salud a prueba de bombas. Margaret sostenía un periódico deportivo en la mano derecha. En la portada y a todo color se podían distinguir una foto de


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José Mourinho, el entrenador de fútbol, con cara de muy pocos amigos y un marcador de la liga inglesa al fondo: Manchester United 0 – Liverpool 1. Anthony Perkins, tras recrearse en esa foto durante un rato, introdujo la carta de Adams y el montón de fotografías de Margaret en su maletín. Quería llevárselo todo a casa esa misma tarde. El invierno había hecho su entrada triunfal en Londres y hacía mucho frío. Por la noche, él y su jovencísima nueva amante encenderían un buen fuego en el hogar para calentarse. No había ninguna duda de que era un excelente momento para quemar recuerdos juntos. A fin de cuentas, ya hacía dos años de la desaparición de la buena de Margaret e iba siendo hora de superar del todo esa trágica y horrible pérdida.

Sergio Allepuz Giral (España) Blog: sergiallepuz.webnode.es Ilustraciones de Adams de Pitcairn y Margaret: Humberto Nieto L. (Ecuador)

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Acentuación doble

María Belén

Eran vidas paralelas... CLOTILDE BAILABA sobre la alfombra. Su nombre siempre le había pesado pero ella lo llevaba de una manera magistral sobre la tilde de su persona y por encima de toda duda sobre su clonación celular. ¿Quiénes eran ellos para decir que era incapaz de seguir el ritmo, de continuar la letra de una canción o de hacer una paella para tres? Su ADN era tan válido como cualquier otro, su asexualidad le permitía llevar una vida de lo más placentera ya que no tenía que cultivar deseos lascivos, ni de ningún otro tipo, ante todo aquel o aquella que se le insinuara pensando que era la otra. No tenía que tomar antibióticos ya que nunca se ponía enferma, ni siquiera una pastilla para dormir. A Cleotilde en cambio le encantaba su doble, le permitía estar en dos sitios a la vez, atender tanta demanda de pre-

Mateos

tendientes y ausentarse de casa sin que sus padres percibieran su ausencia. Eran vidas paralelas alejadas de la realidad, de los sueños, de todo aquello que una y otra tanto odiaban. Por ello se encubrían en cada travesura o en ese momento de debilidad que aceleraba los latidos de sus corazones. Han pasado tres años desde que se dejaron de hablar. Un mal entendido entre ellas las distanció enmudeciendo su relación. Su existencia desde entonces no les sonríe. Clotilde ya no baila al son de la vida, ni siquiera cocina para dos y Cleotilde ha abandonado su último y clandestino amor por una disputa demasiado fuerte con su madre. El silencio rompió todo pliegue de memoria y sus nombres atildados reposan hoy en una camilla esperando, que de manera espontánea, la teoría vuelva a combinar el tejido de su condena con el edredón desamparado de sus cuerpos.

María Belén Mateos Galán (España) 40


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Una cualidad poco común «Al escuchar se atiende a razones» Antonio

Bolant

Lo conocí por casualidad... ERA UN TIPO CORDIAL, culto sin pretenderlo; con un ligero halo de sofisticación que compensaba su apariencia no demasiado cuidada. Cierta sobriedad acompañaba a su forma de hablar pausada, lo que no le impedía ser un excelente conversador con una notable desenvoltura dentro del espacio que el silencio suele abrir en los diálogos y que su elocuencia sabía ocupar, sin palabrería ni ostentación. Resumía sus ideas con razonada intuición sin subestimar nada de lo que se le decía, quizá por ello era capaz de hacerte sentir pequeño y enorme a la vez. Pero de largo, lo que más me llamó la atención fue su profundo conocimiento de la trastienda de la condición humana. Lo conocí por casualidad, en mi consulta, cuando acudió como acompañante de un paciente habitual aquejado de un síndrome muy complejo que me tenía tan fascinado como despistado. Crucé con él un saludo y algunas breves impresiones sobre su amigo que llama-

ron mi atención: me habló de una forma de relacionarse construida sobre un lindero confortable aunque resbaladizo que separaba su caos y su orden, fortificado este último con una cordialidad de doble filo que mantenía alejados a quienes intentaban aproximarse, al tiempo que dañaba a quien protegía; resultó un análisis que encajaba a la perfección en el neurótico puzle de mi paciente. No siempre le acompañaba, pero cuando lo hacía, solía compartir este tipo de reflexiones que resultaron claves para replantearme la terapia y a la postre diseñar un revolucionario tratamiento extraordinariamente eficaz. Quedé muy impresionado, tanto que me atreví a llamarle para compartir el éxito. Él se limitó a darme las gracias y a ofrecerme amablemente su opinión cada vez que se la solicitara. Acepté sin dudar: puede ser muy valioso disponer de una guía cuando se palpa a oscuras en el subsuelo de una mente caótica. En ese momento —yo, un reputado psicólogo clínico— 41


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desconocía hasta qué punto acabaría dependiendo de sus consejos en casos especialmente complicados. Decidí invitarle a comer; sentía curiosidad por saber más sobre tan singular persona. Confieso que albergaba la tácita intención de escarbar en los recovecos de su pasado, de tender un puente a su formación con el fin de averiguar los fundamentos de semejante habilidad. Solo alcancé a constatar su pasión por la gente y su amor por los libros, porque poco tardaron mis deseos y temores en fluir cómodos bajo el estimulante abrigo de su exquisita atención.

Antonio Bolant Rodríguez (España)

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El luthier

Pablo

Núñez

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Sin duda era una misión difícil...

El deseo Manuel pasó la noche en la playa con un tarro vacío, intentando atrapar una estrella fugaz. Su cabeza era un hervidero donde la llama de un deseo incumplido le quemaba las entrañas y había tomado una determinación: buscar ayuda en el universo. De repente vio una luz que se acercaba y su corazón empezó a desbocarse. Con el sigilo de un puma que va tras su presa, se acercó y, de un zarpazo, consiguió meterla en su bote. Al mirarlo detenidamente, vio que lo que había cazado era una luciérnaga, y el entusiasmo del principio se fue diluyendo en una mezcla de angustia y decepción. Cuando la luna comenzó a apagarse, cogió su presa, la guardó en la mochila y se marchó, dejando las huellas de su desilusión esparcidas por la arena. Lo que no sabía es que allá arriba, por petición expresa de su madre, las constelaciones habían hecho horas extras para que Manuel encontrase su estrella fugaz, y que lo que se movía dentro de su tarro no era una luciérnaga.

El encargo Aquella mañana el sol tardó en salir, quizá porque los gallos comenzaron a cantar más tarde, pensaron algunos. El amanecer tuvo que dejar los preámbulos rojizos y las sombras de las fachadas encaladas desaparecieron sin previo aviso. La noche había sido larga y en el pueblo los sonidos de la vigilia permanecieron amortiguados más de lo habitual, hasta que un torbellino surgió de cada casa, 44

intentando emparejar los pasos de las costumbres con el de sus horarios. Manuel, inmune al extraño efecto que se había apoderado del ambiente y a las carreras de sus vecinos, llegó a su casa. Como venía haciendo desde que su padre le enseñó el oficio, abrió su taller y colgó encima de la puerta un letrero de madera en el que se podía leer: «Luthier. Se afinan instrumentos y se crean melodías». Se sentó en su taburete y se puso a trabajar en la reconstrucción del laúd que un ermitaño le había traído hacía unas semanas. Aquel hombre no era lo que aparentaba ser, más bien, parecía un hechicero: sus ojos eran capaces de atravesar los pensamientos ajenos y Manuel lo supo cuando cruzaron sus miradas. Algo familiar se le escapaba, mas él no era adivino y su profesionalidad estaba por delante de cualquier enigma. Le pidió que pusiera todos los sentidos para que el instrumento sonara igual que antes de ser destruido. Sin duda era una misión difícil, pero si alguien tenía la habilidad de llevarla a cabo, era él. No en vano, ya había sacado de sus manos una flauta a la que consiguió amoldar las notas precisas para que un chico librase a un pueblo cercano de una plaga de ratones.

Mariposas Al sonar las once en el reloj del ayuntamiento, la cadencia de su pulso aceleró el ritmo y se perdió en un mundo imaginario, hasta que unos golpecitos en la puerta lo sacaron de su ensueño. Abrió y allí estaba el motivo de sus desvelos. María venía con sus


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cántaras de leche a despacharle el litro diario que él le pedía con el cuerpo embebido en un amor tan recatado, que apenas le salía un hilillo de voz. Ella le sirvió su leche y le sonrió, y todas las mariposas que vivían dentro de Manuel se pusieron a volar a la vez. Aquel efecto se iba apagando poco a poco; le duraba hasta que María doblaba la esquina para seguir su ruta. Manuel se sentó de nuevo a reanudar su tarea sin fijarse en que un pequeño haz de luz se revolvía en la alacena.

María María era un alma joven que siempre vestía con ropas claras, como la luz que desprendía, hasta que la muerte de su marido la encerró en unos rigurosos trajes negros que le hacían rozaduras en el alma. Aquel hombre había llegado a un acuerdo con sus padres: a cambio de unos cuartos y un papel firmado en el que les dejaba el pajar, las vacas y la lechería en herencia, María fue entregada en matrimonio. Ella, todo dulzura, guardaba en su interior el temperamento de una fiera salvaje cuando se le atacaba, y en la noche de bodas, al sentir muy cerca el aliento amargo del marido, sacó de su liguero un puñal. Se lo puso en la garganta y juró delante del crucifijo que coronaba la cama que si le rozaba alguna vez, las sábanas acabarían teñidas con su sangre. Romualdo se amilanó ante la determinación de aquellas palabras y hasta el día de su muerte durmió en la habitación de invitados. Con la mirada llena de asombro y vergüenza, le pidió que, para guardar las apariencias, se comportaran como una pareja bien avenida. María accedió ante los ruegos de aquel hombre, para evitar las habladurías con que ciertos vecinos envenenaban las vidas ajenas y engaña-

ban el tedio de las suyas.

Manuel Manuel siempre vivió entre los consejos de su padre y las enseñanzas de su madre. Él le mostraba todos los secretos del oficio y, mientras aprendía a tejer los orificios por los que las melodías salían, se preguntaba cómo les daba para comer con aquel trabajo, pues en el pueblo solo había un músico, el organista de la iglesia que, una vez al año, poco antes de la misa del gallo, pedía a su padre que afinara el órgano, lo único de valor en una parroquia donde habían más desconchados que santos. Lo descubrió cuando empezó a revisar los libros de contabilidad. Hasta entonces, no supo que por las manos de su padre pasaba todo lo que emitía algún sonido en la Sala Dorada de la Musikverein de Viena, en los conciertos de año nuevo. Tiempo después, averiguó que no solo se dedicaba a afinar los instrumentos, sino que, en alguna ocasión, había señalado cuál era el director que debía escoger 45


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astrología mezcladas con algunas leyendas. De ahí le vino a Manuel el amor por el universo y, cada vez que quería resolver algún misterio, se iba a pensar mientras miraba la inmensidad del firmamento. A su madre se la llevó el destino disfrazado de tranvía, justo cuando se lanzó a la calzada para salvar al hijo de su vecina, que se había desenroscado del regazo de aquella mujer para lanzarse por una canica que había visto en el empedrado de la calle. Durante mucho tiempo, el cielo estuvo negro para Manuel, hasta el día en que conoció a María.

El encuentro

la orquesta para que aquellos instrumentos sacaran toda la belleza que tenían dentro. Murió sin hacer ruido, sentado en su taburete mientras limpiaba una flauta travesera. Aquel año, la orquesta comenzó el concierto con una marcha fúnebre en su honor. Su madre le contaba cada noche una historia inventada y, los fines de semana, lo llevaba al puerto. Se sentaban en un banco de piedra a contemplar las estrellas, y allí le fue dando nociones de 46

Por el pueblo se había propagado que un nuevo sacerdote había echado con sus lecturas y homilías a los cuatros santurrones que nunca faltaban a misa. Aquella novedad hizo que la parroquia se llenara a la semana siguiente y que, desde entonces, no quedase ningún rincón vacío cada vez que predicaba. A Manuel le picó la curiosidad y un domingo se puso su traje menos gastado y cruzó por primera vez la puerta de la parroquia sin el encargo de afinar el órgano. Aquel día, el padre Carlos se puso a leer los primeros capítulos de «El conde de Montecristo». Cuando llegó al instante en que encerraban a Dantés en el castillo de If, comenzó la homilía hablando de la capacidad única de Dumas para crear una aventura desde sus primeras páginas y santificar una venganza. Tras una pausa, bajó del púlpito y, entre los bancos, siguió diciendo que Dios, sin duda, le dio a ese hombre un don que supo explotar por el bien de sus prójimos, y algunas cosas más que Manuel dejó de escuchar en el momento que vio a María. Cuando terminó la


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misa, como si un resorte le hubiera empujado hacia una de las pilas, sacó de ella agua bendita ahuecando la palma de la mano y se la ofreció delante de su marido. Ella, con la yema del índice, le rozó y se hizo la señal de la cruz, dejando unas gotitas humedeciendo su frente y llevándose el corazón de Manuel para el resto de sus días.

El duelo A pesar de que Romualdo seguía respetando los deseos de su mujer, no consentía que ningún intruso tuviera la más mínima intención de pensar en ella, y el luthier había traspasado con creces la barrera del decoro. Tiró del brazo de María y siguieron su camino, mas él no olvidó aquella afrenta. A la mañana siguiente, Manuel encontró una nota atrapada en la puerta del taller. Romualdo lo retaba a un duelo la noche siguiente junto al faro abandonado, justo cuando sonara la última campanada de las doce. Aquel faro nunca había dejado de alumbrar, aunque se tenía constancia de que se había cumplido el deseo del último farero: lanzar sus restos al mar. No obstante, la luz seguía dando vueltas, mostrando a los pocos barcos que navegaban por esos lares el brillo de las mareas y la espuma de los temporales. A la hora fijada, los duelistas se encontraron frente a frente, Romualdo, con un sable en la mano derecha, Manuel, con un laúd. Antes de que Romualdo pudiera dar la primera estocada, creyendo que el arma de su contrincante era un trabuco camuflado, Manuel se puso a rasgar las cuerdas del instrumento. Aquella mezcla de notas discordantes se enredó en el cuello de Romualdo, que cayó de rodillas, hasta que un si be-

mol final acompañó su último aliento. Por primera vez, Manuel había usado el laúd que le regaló su padre y que sólo contenía dos melodías, tras tocar la que atraía a la muerte. Enrabietado por haberle quitado la vida a un hombre, destrozó el instrumento contra el faro y corrió hasta la playa, a rezar una plegaria por aquel desgraciado que no supo por qué ni cómo había muerto.

Caso cerrado Los oficiales del pueblo, al encontrar el cuerpo de Romualdo sin aparentes signos de violencia, lo llevaron al forense que, tras un somero estudio, determinó que el deceso lo había provocado un fallo cardiaco. Desde ese día María fue obligada por la familia a guardar un luto riguroso, mientras se frotaban las manos pensando en el pajar, las vacas y la lechería. Y así fue como María sustituyó a Romualdo y comenzó a despachar la leche por el pueblo, y un luthier que jamás la probaba, pues le descomponía el vientre, encargaba un litro diario.

El laúd Manuel reconoció el laúd que le trajo aquel extraño. En un primer momento pensó que, quizá, fuera un detective disfrazado que quería mostrarle la certeza de que la muerte de Romualdo había sido premeditada. Una vez reconstruido, tendría la prueba incriminatoria y al culpable. Si su destino era pasar el resto de sus días en una mazmorra, él no pondría impedimento. Con el esmero que siempre ponía en su trabajo, fue dando vida de nuevo a aquel laúd, introduciendo entre sus cuerdas las dos úni47


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cas melodías para las que fue diseñado, Ahora, coge el laúd y haz lo que tienes y lo dejó colgado en la pared, a la espera que hacer». de aquel hombre y de los acontecimientos que vinieran con él. La melodía

El ermitaño No tuvo que esperar mucho tiempo para que vinieran a recoger su encargo. Nada más entrar aquel hombre, sin mediar palabra, Manuel descolgó el instrumento y se lo entregó. El ermitaño, entonces, pidió una escofina y se puso a perfilar los bordes de madera de aquel laúd, hasta que de la boca del mismo fue saliendo la sombra de un pentagrama. Luego, dejó una nota entre las cuerdas, se lo devolvió y, tras quitarse el gorro que le tapaba el rostro, fue despareciendo poco a poco. La nota «Hijo mío, he podido ver el sufrimiento que te ha provocado el matar a un hombre. Piensa que eras tú, o él, e hiciste lo correcto. Ya no tendrás que preocuparte más por esa melodía, me la he llevado conmigo a mi faro, donde mi espíritu se retiró cuando me llegó la hora. Es un buen sitio. Desde allí puedo verte y, de noche, alumbro a tu madre para que sea la estrella que más brilla.

Cuando leyó la nota, Manuel al fin supo por qué le era tan familiar la mirada de aquel hombre. Abrió la puerta y vio que el faro estaba encendido, apuntando al cielo, hacia una estrella que brillaba más que las demás. Agarró el laúd y, con pasos decididos, se dirigió a la casa de María. Se apoyó en un árbol y comenzó a tocar aquella melodía que tan solo podía interpretarse una vez en la vida, y que era efectiva si la persona que la escuchaba sentía lo mismo que él. María abrió y lo llamó por su nombre y le hizo un gesto para que entrase. Lo dejó en el salón mientras trasteaba en su vestidor y, al instante, volvió con todos sus trajes negros hechos un ovillo, se acercó a la chimenea, y los fue quemando uno a uno. Después, lo cogió de la mano, lo llevó a su habitación, y cerró la puerta. En ese momento, en la casa de Manuel, una luciérnaga empujó el tarro donde estaba encerrada y lo rompió. Una vez libre, se quitó su disfraz y comenzó a volar de regreso a su trozo de cielo, dejando una estela a su paso, como si fuera una estrella fugaz.

Pablo Núñez (España) 48


Número 9

Veracruz Patricia

Richmond

Fotografía de Robert Capa 49


El Callejón de las Once Esquinas

Las amapolas murmuran historias: las de los hijos que no volvieron, las de los padres que nos abandonaron. Nosotros también partiremos. Ya no queda mañana debajo de los sarmientos, sólo un manto de armiño para cubrir los pámpanos calcinados. Hemos prometido que hundiremos las manos en las raíces del olvido y que compondremos el nombre de un nuevo héroe. En las calles, mientras, tiembla un eco de pasos perdidos, al acecho de estrofas sin rima, palabras prohibidas y letras que nadie se atreve a pronunciar. No estábamos preparados para el fracaso y sólo las sombras nos consuelan al contarnos, a escondidas, la verdad que escapó de nuestros recuerdos. Pero ha llegado el día; me voy con los perdedores, ahora que las hojas comienzan a caer y marcan el camino hacia una tierra sin historia. Alejarse no duele tanto como imaginaba. Quizás caminar sin destino corta las amarras y avienta los puntos suspensivos. Por el camino recojo fragmentos de un espejo que no devuelven imágenes sino gritos; tal vez, si los encuentro todos, me dirán quién soy.

Al final, un nombre y una fecha: «Magdalena, julio 1939».

TARDÉ VARIOS MINUTOS en reaccionar, impactada por el texto que acababa de leer. Escrito con hermosa caligrafía, cubría la primera página de lo que parecía el diario de una niña. ¿Quién fuiste, Magdalena?, pregunté al viejo cuaderno que había encontrado en una caja de costura, bajo tiras de puntillas y ovillos de hilo. Era un costurero antiguo de madera tallada, de estilo vintage y en muy buen estado. El vendedor del mercadillo alardeó, al ver mi interés, que era una ganga, pues tenía un valor incalculable. Incalculables son los años que tiene, le dije yo, y, tras un tira y afloja, llegamos a un acuerdo sobre el precio. No lo necesitaba, pero, al verlo, sentí una llamada, un presentimiento que me obligó a comprarlo. Una locura, ya que lo que tenía que hacer era recoger trastos y preparar las maletas para el viaje, no comprar más bártulos inútiles. 50

Noté algo que abultaba debajo del forro de raso que cubría el interior de la caja. Un lateral estaba descosido y, empujando con los dedos, pude sacar el cuaderno. Olvidé todo lo que tenía que hacer y pasé la tarde leyéndolo. Así conocí a Magdalena, una niña española que partió al exilio con su familia al acabar la guerra civil. Me identifiqué totalmente con ella, pues su tristeza a causa del abandono de su tierra, que no comprendía, era exactamente igual que la que yo sentía en ese momento. Tampoco yo entendía por qué teníamos que dejar Burdeos, donde éramos tan felices. ¿Qué nos esperaba en París? Yo me había acostumbrado a vivir sin grandes ambiciones, satisfecha con la vida que habíamos construido alrededor de nuestra insignificante editorial; era nuestro reino, sin jefes, sin imposiciones, sin intereses más allá de descubrir manuscritos que no merecieran el olvi-


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do sin ser leídos. Habíamos conseguido rodearnos de un grupo fiel de autores y lectores que nos ayudaban a difundir nuestras obras y ocurrió lo que yo tanto había temido: tuvimos un gran éxito. El poemario de un joven inconformista, al que habíamos conocido en uno de los viajes a Zaragoza para visitar a mi familia, y que traduje al francés, apasionó a los seguidores de un movimiento rebelde de Burdeos. Poco a poco, su fama se extendió y las buenas críticas nos obligaron a lanzar una tirada de mil ejemplares, que se agotaron en una semana y llamaron la atención de un gran grupo editorial, que se empeñó en comprar nuestra pequeña empresa. No pude convencer a Christian y no tenía armas para retenerle junto a mí, en una mísera editorial provinciana. Aceptamos la oferta y vendimos nuestros derechos de explotación. A él le ofrecieron un puesto directivo en París y, en cuanto tuvieran una vacante en el departamento de traducción, contarían conmigo. Él se había adelantado y me esperaba en un apartamento de Montmartre, comprado con el dinero de la cesión, y donde, según él, nuestra relación se iba a fortalecer, al transformarse, al fin, en adulta. Me reuniría con él en cuanto liquidara lo que quedaba y organizara el traslado de pertenencias y algunos muebles. Al final, la indómita bohemia que había escapado a Francia para vivir de sueños se iba a convertir en una pequeña burguesa. Sentía que estaba cometiendo un gran error, una traición, y cada día se me hacía más cuesta arriba iniciar la mudanza. Christian estaba tan entusiasmado y ocupado con sus responsabilidades y sus nuevas amistades que no parecía echarme mucho de menos, por lo que yo me tomaba con cal-

ma el traslado. Aquella tarde, el diario de Magdalena atenuó mis penas al atraparme en las suyas. Me resultaba imposible dejar de leer. Comenzaba contando que tenía quince años cuando abandonó Barcelona. Su padre, un arquitecto con simpatías republicanas, había comprado pasajes para embarcar a toda la familia en el Mexique, un barco de vapor que hacía la ruta Burdeos–Veracruz, con la intención de escapar de la represión franquista, como muchos otros españoles. Sus desamparadas reflexiones sobre el viaje al exilio me sobrecogieron, sobre todo por tratarse de una niña tan joven y que mostraba tanta madurez. Llegaron al puerto de Burdeos el 14 de julio de 1939. Ella había estado sintiéndose mal toda la noche y había amanecido con fiebre. Hizo fila junto a sus padres y sus seis hermanos. Cuando les tocó el turno para embarcar, se desmayó. El médico del barco la reconoció y fue tajante: ella se quedaba en tierra. Tenía tosferina y no podían arriesgarse a una epidemia en plena travesía. Su madre insistió en quedarse con ella; tomarían otro barco cuando estuviera bien, pero su padre no lo permitió. Recordó a su mujer que tenía otros seis hijos de los que ocuparse y Magdalena ya era mayor para cuidar de sí misma. Cambiaron su billete para el siguiente viaje del Mexique y la dejaron al cuidado de las Hermanas de la Sagrada Familia. Nunca más volvió a verlos. Estuvo muy enferma y las monjas se vieron obligadas a vender su pasaje para pagar las medicinas que necesitaba. Gracias a sus cuidados superó, tras meses de cama, la enfermedad. En vano esperó noticias de sus padres y tampoco las religiosas tuvieron contestación a las cartas que les enviaron al consulado de 51


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España en Veracruz. A finales de noviembre, un funcionario les devolvió las cartas sin abrir con una nota en la que les informaba de que no se tenía conocimiento de ninguna familia con ese nombre. También ella escribió cartas a cónsules y embajadores de todas las ciudades en las que pensó que podía haberse establecido su padre. Era un buen arquitecto y alguien tenía que conocerlo, pero no obtuvo respuestas. Ir a Veracruz se convirtió en su obsesión. Estaba segura de que allí tenía que quedar alguna pista. ¿Por qué no le habían escrito? No podía creer que su madre la hubiera abandonado; algo muy malo tenía que haberles ocurrido. Pasó un año y en ese tiempo aprendió a hablar en francés y a coser. La madre superiora la colocó como bordadora en un taller de lencería. Eran malos tiempos para todos, otra guerra se extendía por el continente, y aquella co52

locación era lo máximo a lo que podía aspirar una joven de dieciséis años, extranjera y abandonada por su familia. El diario estaba escrito a saltos a partir de ahí. La narración era más melancólica y el anhelo por ir a Veracruz era un canto amargo, expresado sin cesar en poemas que destilaban un desarraigo que caló en mi alma, pues era el mismo sentimiento que me provocaba mi partida a París. No pude evitar las lágrimas al llegar a la última página. Lloré por Magdalena, pero también por mí. De golpe fui consciente de que Christian me había abandonado. Zanjó las discusiones marchándose una mañana y dejándome a cargo de todo lo que quedaba por hacer. Se fue rumbo a una nueva vida de brillos, alejada de todos los ideales por los que habíamos luchado juntos. Algo se rompió dentro de mí en ese instante, aplastada por la sensación de haber pasado mi juventud traduciendo sueños


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ajenos y dejando, ahora, que se perdieran los míos. El diario terminaba con algunas anotaciones y reflexiones sueltas sobre un matrimonio concertado por las monjas con un ebanista de la ciudad. Se casó a los diecisiete años, no tuvo hijos y vivió una vida cómoda con un hombre bueno, pero que nunca la quiso. Jamás superó el sentimiento de abandono ni la esperanza de encontrar algún día una explicación que le permitiera dar sentido a su vida. La última página estaba escrita hacía cinco años. Su marido había muerto y ella hablaba de un final del que no daba más información. ¿Qué fue de ti, Magdalena? Calculé su edad. Si en 1939 tenía 15 años, y si todavía vivía, tendría ahora 93. ¿Sería posible encontrarla? Necesitaba saber si había conseguido emerger a la superficie y nadar contracorriente. Lo mismo que deseaba hacer yo. Viva o muerta, tenía que hallarla. La mudanza a París quedaba suspendida; para mí, en ese momento, era mucho más importante saber cómo había terminado la vida de la protagonista del conmovedor relato que daba vueltas en mi cabeza. Ni siquiera conocía su apellido, pero podía comenzar por un lugar: el convento de las Hermanas de la Sagrada Familia. Allí me dirigí al día siguiente, con la esperanza de que conservaran los registros de las huérfanas refugiadas. Me recibió una monja joven y le conté por encima mi propósito. Afortunadamente habían ido informatizando los archivos antiguos y podía consultar su base de datos. Me acompañó a un despacho repleto de archivadores y varios ordenadores, en el que una anciana risueña tecleaba a una velocidad vertiginosa. Le

pidió que me ayudara y me dejó con ella. Me preguntó qué datos tenía. Mi escueta respuesta, «Magdalena, 1939», la dejó sin habla y me miró fijamente. Quiso saber por qué me interesaba. Saqué el diario del bolso y le conté la verdad. Ella cogió el cuaderno y pasó despacio sus páginas. —Creí que lo había escondido bien —dijo en español. La contemplé atónita. No podía creer que esa mujer, a la vez arrugada y jovial, fuera ella, pero la tristeza que reflejaban sus ojos me confirmó que no mentía. Me estrechó la mano con una sonrisa, se presentó como Magdalena Ripoll y me contó el final que no había querido escribir. Al morir su marido, la soledad la aplastó. Cayó en una depresión, dejó de comer y se encerró a esperar que todo terminara. Una vecina avisó a las monjas, con las que sabía que mantenía amistad, y la convencieron para que vendiera la casa y se mudara con ellas al convento. Allí necesitaban ayuda para organizar los archivos antiguos, tarea en la que ella, que había vivido allí durante los años de la guerra, podía ser muy útil. La inmensa tarea que había que abordar la asustó, pero aceptó el reto y las hermanas más jóvenes la animaron a que hiciera algunos cursos de informática. Así se introdujo en un mundo que la fascinó y la rejuveneció: internet. Abrió cuentas en todas las redes sociales y pidió ayuda para encontrar algún indicio de su familia. Aunque contactó con algunos mexicanos apellidados Ripoll, no pudo confirmar ninguna relación con ellos. Me despedí de ella y volví a casa. Esperé a que fuera una hora decente de la 53


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mañana al otro lado del mar y llamé a Martín, un funcionario de la sección cultural de la Embajada de España en Ciudad de México, que nos había ayudado el año anterior con el papeleo para la distribución de algunos de nuestros libros en castellano. Le di todos los datos que había recopilado sobre Magdalena y le pedí que buscara posibles descendientes en los registros que manejaba la embajada. Tres horas después tenía una dirección y un nombre: Marina Ripoll Montsonís, de 86 años, nacida en Barcelona y residente en la pequeña localidad veracruzana de Boca del Río desde los ocho años de edad. ¡Todo coincidía con los datos de una de sus hermanas!

Era ya de noche, pero no pude esperar. Llamé a Christian y le comuniqué que no me trasladaba a París, que iniciaba una nueva vida en la que iba a ser la escritora de mis historias, porque ya no necesitaba traducir a nadie. Colgué y salí corriendo. Llegué al convento y aporreé la puerta hasta que me abrieron. Pedí que avisaran a la anciana y la esperé mientras las monjas acudían, atraídas por el alboroto, y me rodeaban expectantes. Aún tiemblo al recordar cómo se paró el tiempo, envuelto en un torbellino de aplausos y alguna lágrima, al anunciar a Magdalena que nos íbamos juntas a Veracruz.

Este relato recibió el segundo premio del XXXIV Certamen Literario Picarral, (Zaragoza, 2017). Patricia Richmond (España) Blog: patriciarichmond.blogspot.com 54


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Lejos de Silicon Valley

Ángel

Saiz Mora

Tal vez no hizo lo correcto... ME HE PROPUESTO EL RETO de contar en pocas líneas la forma en que se conocieron una de las parejas mejor avenidas de la Tierra en los albores del siglo XXI, año 2017. Mi padre descansaba sobre el banco de un parque, sin otra cosa mejor que hacer esa tarde de mediados de primavera. Otro joven, a su lado, mantenía una conversación por whatsapp, un sistema generalizado en aquella época, mientras sonreía con aire de suficiencia. De improviso, una muchacha escultural se sentó en sus piernas y le cubrió de besos apasionados —al otro, no a mi padre—. Ambos se marcharon, subyugados por

sus manos inquietas. Mi futuro progenitor vio cómo se alejaban hasta perderles de vista. Luego reparó en que encima del asiento había quedado olvidado el teléfono. Permaneció allí un buen rato, por si su dueño volvía a por él, cosa que no sucedió, afanado sin duda en otros menesteres. El aparato no dejaba de vibrar y recibir mensajes. Con curiosidad, pero también ante la perspectiva de que se tratase de una emergencia, lo tomó en sus manos; por suerte, carecía de clave de acceso. Una tal Aurora imploraba una respuesta insistentemente. Tal vez no hizo lo correcto, pero el varón de quien 55


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desciendo repasó la conversación completa y ajena. Aquel sujeto dejó escrito que la quería, aunque ella expresaba sus dudas. Esto llenó de indignación a mi padre, que había sido testigo de forma involuntaria de circunstancias desconocidas por la interlocutora. Compadecido, también audaz, retomó la charla. Tras confesar que era otra persona, quedaron cerca de una conocida plaza. Allí, destapadas las cartas, se produjo entre ellos un influjo mantenido hasta nuestros días, al que debo mi existencia. Quizá desde ese mismo momento ya decidieron compartir sus vidas, con gratitud infinita al destino en forma de talismán electrónico que posibilitó el encuentro. Quien no conoce estos detalles se sorprende al entrar al salón de casa y ver en una amplia vitrina, sobre un lecho de terciopelo, el fetiche en cuestión, táctil y obsoleto, una pieza de museo. Lo sacan de allí el día de los ena-

morados y el de su aniversario, para rendirle homenaje. No es menos curioso que en su boda convencieran al sacerdote con una buena propina para variar la conocida fórmula: “Lo que Dios y este móvil han unido que no lo separe el hombre”. Tras estos antecedentes, no es extraño que mis padres sueñen con la idea de que algún día me convertiré en un brillante ingeniero de telecomunicaciones, que aportará mejoras increíbles a estos dispositivos que tienen algo de mágicos y casi forman parte de nuestro organismo. No conciben otro futuro para mí. Lo que ellos desconocen todavía —se lo tendré que decir en algún momento, aun a sabiendas de que con la decepción probablemente me deshereden—, es que, a contracorriente de estos tiempos dominados por la tecnología, sólo quiero ser escritor.

Ángel Saiz Mora (España) 56


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Tú y yo

Malu Ilustración de humberto nieto l.

Esa era mi nueva compañera...

SIEMPRE SERÁ PARA MÍ la niña de la cara redonda, con los ojos grandes, unas veces violáceos, otras grisáceos y, cada tarde, solo con la calidez del ocaso, verdosos como las aceitunas. Su mirada hacía ver que los tenía entornados pero despiertos, abiertos, aunque volátiles,

soñadores, pareciendo siempre que su existencia no era importante, que no estaba aquí, que vivía en otro lugar, pero transmitiendo que estaba dentro de mi propia vida. El ser con la eterna sonrisa serena, la frente despejada, brillante, irradiando paz y luz a partes iguales. Y 57


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la melena, su melena; esos mechones cobrizos, siempre enmarañados, desafiando al viento. La belleza atemporal jamás descrita e imaginada por nadie. Esa era mi nueva compañera. No sé si fue casualidad que nos encontráramos aquella mañana en el río, mientras yo caminaba despistada y caí en la poza de arriba; la más profunda de la garganta, llena a rebosar en aquella época de abundancia de agua y nubes, pero de escasez para casi todo lo demás. Ella estaba allí y sin más, me tendió su mano; sonriendo me dijo que tiempo atrás, no recordaba muy bien cuándo, también tropezó en el mismo sitio. Tal vez fue su quietud la que ayudó a calmar mi nerviosismo, o quizá lo que me impulsó fue su lento caminar para que pudiera enderezar mis pasos y se disipara mi aturdimiento. Sea como fuera, me sentí atraída por su magnetismo y, de la noche a la mañana, comenzamos a ser la pareja inseparable que comparte cada minuto libre de su día a día; el dúo que sin apenas esfuerzo engrana de manera perfecta y sincroniza hasta el pestañeo. Esas mejores amigas que se conocen tan a fondo que, simplemente con mirarse, saben lo que piensa una de la otra, y que no es necesario que se digan nada, porque con un solo gesto ya adivinan lo que vendrá después. Lo que más me gustaba de María era su actitud; la facilidad para afrontar cada pequeño contratiempo, la soltura con la que resolvía los conflictos, la armonía con la que, por arte de magia, hacía desaparecer cualquier atisbo de duda, hasta la más mínima contrariedad que atravesaba mi mirada frente a una adversidad. Eso y su simpatía, unido a la sinceridad y honestidad, era lo que más le caracterizaba; unido a la delicadeza con la que trataba cualquier tema. 58

Además, era la amabilidad hecha persona teniendo, también, valentía y coraje como motor de arranque. Llegué a pensar que me había enamorado de ella, pero no, lo nuestro no era eso, era algo más que por el momento no sabía describir, solo sentir. Hacía ya mucho tiempo desde el día que nos habíamos visto por primera vez, aunque para mí ese tiempo no había sido sino un suspiro que pasa rápidamente. Habían sucedido tantas cosas; eran tales maravillas las que estaba viviendo y aprendiendo de mi alma gemela, que mi mente bullía sin parar, por supuesto, acompasada con la de ella. Todo era perfecto, dos corazones latiendo a la par, dos almas en una, dos existencias respirando al unísono. Una mañana cualquiera María me propuso volver al lugar donde nos encontramos por primera vez. Me resultó curioso; primero porque era verano y el calor sería un obstáculo para llegar hasta allí y, segundo, porque ese era el único espacio que no habíamos vuelto a visitar por su expreso deseo. Mi alegría y, quizá nerviosismo, me impidieron ver que, ya desde la madrugada, algo en el aire parecía distinto; yo caminaba sonriente, con paso firme y ligero, ella lo hacía de forma lenta y algo más seria. Yo subía cada vez más rápida y ella dejándose ir. ¡Cómo no pude verlo! No lo adiviné hasta que llegamos a la parte de la sierra donde se encuentra la charca; en esta época del año las zonas húmedas ya escasean y, lo que en su día era un gran lago, hoy serían apenas dos palmos de agua con cuarenta centímetros de profundidad en la que solo se puede ver lodo y algo de barro sucio entre rocas y matojos. María no me llevaba de la mano, iba retrasada, cabizbaja, como sin ganas de llegar. Lo único que co-


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mentó durante el camino, con un hilo de voz, fue que habíamos pasado una temporada muy bonita juntas y que estaba segura de que yo iba a recordarlo siempre. Apuntó, además, que ya era el momento para que yo hiciera otras amigas, cosa que con mi excitación no escuché o, tal vez, no quise escuchar. Tiempo después entendería el significado tan profundo e intenso de aquellas palabras. No sé cómo ni de qué manera, mientras yo chapoteaba con la poca agua que quedaba y comentaba acerca del día que nos encontramos, María desapareció; dejé de verla, de sentirla, de oír su respiración. Por más que la llamé y grité su nombre, no contestó. Solo podía escuchar las últimas palabras que me dijo durante el camino, como un eco, reso-

nando en mi cabeza. Por alguna extraña razón, desde entonces, no me envuelve la tristeza, sino todo lo contrario, ya que tengo a María y sus enseñanzas siempre presentes. Al evocarla mi cara brilla y mi sonrisa se vuelve más amplia. A veces la necesidad me empuja a visitar el lugar donde nos encontramos y dejamos de vernos; es allí, curiosamente, donde me siento llena de energía, de bravura, de valentía y de ilusión Es allí donde entorno los ojos y me revuelvo el pelo, donde inspiro con fuerza y me lleno de ella. Rescato a María todos los días; unas veces desde la poza y otras, independientemente de dónde esté, solo en mi mente y, sin quererlo, aunque parezca raro, es ella la que, de forma serena, me rescata a mí.

Malu (España) 59


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Flores en mi jardín

Raquel

Lozano

Yo quería ser normal... A PRIORI, enamorarse de un muerto puede parecer descabellado o propio de alguna filia de carácter psiquiátrico, pero la vida, además de darte sorpresas como a Pedro Navaja, te da palos como a una estera. Caía el sol ya con desdén una tarde 60

de agosto en la que ni las chicharras se habían atrevido a cantar, ni las lagartijas a reptar por la pared de mi terraza. Heredé de mis abuelos un coqueto y vetusto piso de un bloque de viviendas en México DF, en la delegación de Cuauhtémoc. Un primer piso con una


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terraza de 40 m2. El resto de vecinos sólo tienen su tendedero, o dicho sea de paso, su vertedero. Recojo las pinzas que caen al suelo ya despedazadas, los calcetines viudos, las colillas del jovencito que fuma a escondidas y de vez en cuando, algún avión de papel de los chiquillos de la calle que juegan a ver si hacen canasta entre mi pasiflora trepadora. He creado en la terraza un microclima con escaso riesgo de heladas o elevada insolación y luminosidad. Un paraíso para las gerberas, las petunias y la marihuana, que me ayuda a sobrellevar mi falta de empatía y asertividad con el ser humano. Desde niño tuve dificultades para relacionarme. Ser varón y no ser ágil ni habilidoso con el balón u otros elementos de juego callejero te hace ser carne de frustración y de olvido. Nadie se acuerda de ti para invitarte a su cumpleaños, nadie recuerda tu nombre a la hora de ser elegido para formar equipo en los partidos de fútbol del recreo y si además eres un enclenque tampoco eres aceptado en el sogatira de las fiestas del pueblo. Mi madre, con ese ánimo sobreprotector inherente a su condición, me decía que no me preocupara, que yo era especial, que eran los demás los que incurrían en el error de no entenderme. A mí, aquella palabra, ESPECIAL, me hacía sentir aún peor. Yo quería ser normal, como todos los chicos de mi barrio, e incluso tampoco me hubiera importado ser subnormal, como llamábamos por aquel entonces a Piluca, la hija del boticario que nació con un trastorno genético pero siempre tuvo el respaldo y la amistad por parte de las féminas de mi edad. El caso es que crecí envuelto en una crisálida tejida por el proteccionismo de

mi madre y mi esfuerzo por no sufrir más de la cuenta, razones estas que me llevaron en mi juventud a no intentar ningún acercamiento al sexo. Ni al contrario ni al propio. Daba por hecho que el rumor de cualquier revoloteo de mariposas en mi estómago podría acarrearme una grave indigestión. No obstante, las hormonas y la adolescencia son un cóctel poco digerible y un tanto anárquico, así que comencé a enamorarme. Encontré la fórmula menos dolorosa; hacerlo de los muertos. Me imaginaba en los brazos de James Dean, en el entrecejo de Frida Kalho o en las caderas de Elvis. En cualquiera de esas premisas me sentía a gusto porque no había posibilidad de réplica. Podía escribirles el más ñoño de los poemas, acariciar su boca en mis ensoñaciones o regañarles por no reponer el papel higiénico en el baño. Todo cuanto hiciera no llevaba aparejado un gesto de repulsa. Me enamoré de la muerte y quise también estar muerto porque seguro que Dios o el mismísimo Satán serían más benévolos conmigo que cualquier ser vivo al contacto con mi debilucho cuerpo desnudo. En esa diatriba que mantengo a menudo entre el bien y el mal apareció ella para desbaratarlo todo. Un estruendo, un atronador golpe seco que me estremeció, me dirigió hasta la terraza para encontrarla allí; aplastando mis plantas. La encontré tan inerte, tan blanquecina, tan fría, que no pude por menos que bendecir a Cupido por el flechazo. Apareció sin maquillar, despeinada, vale que la física en la caída pudo ser la culpable de que el cabello se ensortijara, pero no. Esa melena no se había cepillado en todo el día. Me pareció curioso su deplorable estado. Tengo entendido que un suicida cuida mucho la estética y los de61


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talles. La carta de despedida, el escenario donde aparecer, la vestimenta, etc. Ella no. Ella se puso para morir la ropa que se hubiera puesto un domingo de invierno cuando, aparcando la pereza y la calefacción, decides bajar la basura. Eso sí, las uñas de sus manos y de sus pies, lucían una cuidada manicura francesa y su piel, bien hidratada y depilada, decía mucho de ella. Esperé unos minutos por ver si alguien se asomaba a la ventana. Me parecía increíble que ningún vecino se hubiera percatado del sonoro zambombazo que produjo su cuerpo al caer, pero nada. Ante la ausencia de ningún testigo, la introduje en mi casa. Esperé unas horas la llamada de la policía en mi puerta o la de algún familiar desalentado, y tampoco. Me empapé toda la prensa nacional e internacional durante los primeros días por ver si se hacía eco de su desaparición y ni rastro de noticias al respecto, así que hoy, dos semanas después, aquí seguimos ella y yo, festejando en nuestra cama el AMOR, así, en mayúsculas y como caído del cielo.

Raquel Lozano (España) Blog: pielderetales.blogspot.com

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El hombre muerto

Isabel

Pedrero

Seguían allí un día tras otro... JACQUELINE SE DESPERTÓ con la mandíbula dolorida. Aunque nada solía quitarle el sueño, no podía evitar apretar los dientes mientras dormía. Sentía el corazón palpitarle en las sienes y notaba la sensación de tener la cabeza llena de sentimientos que no eran suyos. Sin abrir los ojos, apartó con la mano a

los fantasmas que la rodeaban. No le hacía falta verlos para saber que estaban allí, acechándola desde los rincones más oscuros. —¿No me vais a dar ni un solo día de descanso? —gruñó a las sombras. No hubo respuesta y tampoco se apartaron. Seguían ahí, rodeándola, 63


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acercándose tanto que habría podido notar su aliento en la cara si aún respirasen. Se levantó despacio intentando no mirar directamente a ninguna de ellas. Hacía tiempo que evitaba mirarles. Tenía la esperanza de que, si no les hacía caso, en algún momento se aburrirían y la dejarían en paz. Pero no se daban por vencidos. Seguían allí un día tras otro, ocupando su espacio vital. Todo empezó con el Hombre Muerto. La primera vez que le vio, el corazón de Jacqueline latió tan deprisa que pensó que le daría un ataque. Sabía que estaba muerto, ella misma le había matado. Pero allí estaba, con el mismo aspecto de siempre y su eterno cigarrillo consumiéndose entre los dedos. Era él, de eso no había ninguna duda, pero parecía diferente. Estaba mucho más viejo y cansado, como si los años hubieran seguido pasando por él. Era un muerto que parecía seguir viviendo, por muy absurdo que sonase aquello en su cabeza. Cada día, a la misma hora, Jacqueline pasaba por delante del hombre muerto. Él permanecía inmóvil, mirando con los ojos vacíos a ningún lugar en concreto. Un día tras otro, en el mismo lugar, a la misma hora, inmóvil. Hasta que un día el hombre muerto enfocó su mirada perdida directamente hacia ella y sonrió. No hizo nada más pero fue suficiente para que ella supiera, con total seguridad, que algo había cambiado. No podía decir que hubiera sido una sonrisa fría o espeluznante, ni siquiera parecía una sonrisa de alguien muerto. Era una sonrisa real y auténtica, de esas que raras veces puedes ver entre la gente viva, de esas que hacen que el día mejore. Al día siguiente, el Hombre Muerto 64

ya no estaba. Ni al siguiente, ni ningún otro. El hombre muerto desapareció el día después de sonreír a Jacqueline. Entonces llegaron los demás. No eran como él, no caminaban ni se quedaban mirando fijamente con su cigarro entre los dedos. No eran nada corpóreo a lo que pudiera poner cara. No eran más que sombras en la oscuridad que lo llenaban todo. Oprimían su espacio y le quitaban el aire, incluso parecía que consumieran la luz a su alrededor. Jacqueline se dirigió a la cocina dando tumbos por el pasillo. Las sombras hacían que las paredes se ondulasen y el suelo pareciera líquido. Nunca se acostumbraría a esa sensación, como tampoco se acostumbraría nunca al vértigo que sentía cuando, por descuido, cruzaba a través de una de ellas. Ese día, tuvo la sensación de que las sombras eran más densas y ocupaban más espacio. Desde una parte muy antigua de su cerebro supo que algo había cambiado. Se quedó paralizada al llegar a la puerta de la cocina. El Hombre Muerto estaba allí, sentado a la mesa como si fuera lo más normal del mundo. Miró directamente hacia ella y sonrió de nuevo extendiendo una mano, invitándola a sentarse, con su cigarrillo humeando entre sus dedos. Parecía todo tan natural que Jacqueline tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para recordar que ese hombre no debería estar allí. Entró despacio y notó el vacío, algo que faltaba, pero no supo exactamente lo que era. Desechó ese sentimiento concentrándose en el Hombre Muerto que, de nuevo, le hacía el gesto con la mano para que se sentara. Se dejó caer en la silla del otro lado de la mesa con gesto cansado, como lo podría haber hecho un día cualquiera. —¿Sabes por qué estoy aquí? —pre-


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guntó. Su voz tampoco había cambiado. De nuevo tuvo que obligarse a recordar que todo eso no era normal. Escuchar su voz le recordó el día que le había matado. Estaba sentado como ahora, en la cocina, con el cigarrillo consumiéndose en una esquina de la mesa. Aunque no sucedió en aquella cocina, sino en la casa del hombre. Se vio a sí misma, desde otro plano, entrando en la cocina y cortándole el cuello desde atrás. Recordó no haber sentido nada. No hubo miedo ni euforia, ni siquiera sintió alivio. No hubo nada. Después, se quedó sentada enfrente del hombre mirando fijamente el humo del cigarrillo mientras el charco de sangre crecía sobre la mesa. Sonrió sin darse cuenta. Fue precioso, sin duda. —¿Sabes por qué estoy aquí? —insistió, sacándola de la ensoñación. En realidad, no sabía por qué estaba allí pero tenía la impresión de que aquella parte primitiva de su cerebro ya conocía la respuesta. El hombre asintió mientras se acercaba el cigarrillo a los labios. —Las sombras ya no están —contestó errática. Jacqueline lo entendió en ese preciso instante. Podía respirar, había luz y notaba la sensación de vacío y soledad que llevaba tiempo echando de menos. El Hombre Muerto asintió una vez más. Jacqueline se quedó mirando las figuras que hacía el humo del cigarrillo mientras intentaba recordar el motivo por el que había matado al hombre, pero parecía que ese pensamiento se evaporaba. Tampoco podía recordar cuánto tiempo hacía de aquello. Era como si aquel humo dispersara sus recuerdos. Por un instante se sintió perdida. Sopesó la situación y decidió que sería

bueno dejarse llevar y perderse, para variar. Quizás así acabase con todo aquello. —Has venido a matarme —concluyó Jacqueline, sin que ella misma estuviera muy segura de si era o no una pregunta. Se sentía ida, como en una ensoñación. Trató de averiguar si seguía durmiendo y todo eso no era más que una pesadilla, pero no pudo saberlo. El Hombre Muerto asintió de nuevo. Ella se sintió aliviada. —Pero no mereces ser salvada —informó, vocalizando perfectamente cada palabra, lo que hizo que la frase cogiera más peso. —No quiero que me salves. Fue el orgullo de Jacqueline lo que respondió y, automáticamente, sintió que había sido un error. Ya no se podía echar atrás. Levantó la barbilla, orgullosa, obligándose a no preguntar por qué no merecía la salvación. Sabía que la respuesta tendría algo que ver con haberle matado. El Hombre Muerto sonrió de nuevo. —Matarme fue lo único por lo que habrías merecido que te salvara —respondió como si hubiera leído sus pensamientos. —¿Qué va a ser de mí? Antes de terminar de preguntarlo, Jacqueline ya conocía la respuesta. Las sombras se agitaron al otro lado de la puerta, haciendo ese ruido silencioso que sólo ella percibía. Entonces, lo comprendió. Eran almas condenadas, aquellas que no merecieron ser salvadas, como su propia alma. —¿Por qué has sido tú quien ha venido a buscarme? —Porque esa es la maldición que recae sobre mis hombros. Esa es mi condena —respondió tranquilo. 65


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Se quedó en silencio durante un largo rato, intentando meditar sobre aquello o, al menos, intentando asimilarlo. Pero su mente únicamente bailaba con las filigranas del humo de su cigarrillo. Se sintió vacía, sin sentimientos, igual que el día que le mató. —¿Cuándo me llevarás? —preguntó Jacqueline. El Hombre Muerto sonrió de nuevo. —Ahora —respondió mientras apagaba su cigarrillo.

Isabel Pedrero (España)

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La gota de rocío

Raúl Ariel

Victoriano

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El futuro es un manotazo al vacío... YOUSSEF ESTÁ SOLO. Los astros iluminan la noche mientras cava la fosa para el destino final del cuerpo de Amira, su esposa. Termina la labor agobiante y lo acomoda de costado en el fondo rugoso de la modesta abertura. Cuando culmina la tarea se seca el sudor de la frente y eleva la mirada al cielo. La luna en cuarto menguante está más grande que nunca. El moro de figura aguda, silente por la pérdida, esbelto por estirpe, demora su éxtasis en la meticulosa observación de la bóveda estelar porque, aunque no lo sepa, la concreta veracidad de la maravilla luminosa de la materia celeste es el bálsamo que alivia la pena de su mundo interior. Baja la cabeza y vuelve a la tienda vacía. La faja rectangular que estuvo tejiendo su mujer se extiende lineal apoyada en el suelo y como una alfombra mágica avanza hacia afuera. Una lengua de gruesos y tensos filamentos de colores oscuros se arrastra saliendo por el frente, por la puerta, a través de la abertura, rodeada por encima y por los costados, de recios paños curvos los cuales dan forma a la vivienda. Youssef entra, toma el último sorbo del té de menta, deja el jarro y sale. Se sienta sobre el entramado compacto de la alfombra. Lo abruma el cansancio emocional. La ausencia de su esposa le ha dejado un hueco interno, le ha vaciado su vida. Esto es lo que piensa mientras descansa un rato, después de la tarea ingrata del entierro en soledad. Desde la entrada de la jaima, mira en dirección al montículo que sobresale apenas, como una modesta hinchazón del terreno. 68

Imagina que el reposo de la muerte se materializa en esa sombra gris que le parece estar viendo, de pie, cuidando el cadáver, al lado de la tumba cubierta por una capa de piedras desordenadas. Youssef está sentado mirando hacia la nada. Trata de recordar la música del lenguaje bereber en la voz de su mujer. Pero en la clausura de su mente el recuerdo de las palabras que ella usaba para hablar con él se ahoga en su propia angustia. Sus pensamientos reverberan en una danza insoportable tratando de recuperar el habla, aunque no logran vencer la rigidez de sus labios ni quebrar el silencio terrible que lo rodea. Los dolores resquebrajan la redonda soledad de Youssef. La lágrima de miel de la existencia no le dio hijos. La tienda ha resultado demasiado grande. El futuro es un manotazo al vacío. Nunca se ha detenido a mirar el cutis rugoso del yermo de arena rubia, con tanta melancolía, como en este momento. No hay viento, ni siquiera un cabello de brisa que mueva un átomo. Hacia el oeste desciende la penumbra. Desde el este se eleva un tenue resplandor. Y en medio, la indecisión del devenir baila entre la oscuridad y la luz. Aún debe soportar la locura del paso del tiempo. El silencio sideral es inmenso. El incipiente amanecer ahora descansa sobre el horizonte recortando con nitidez las ondulaciones de las dunas. Un murmullo lo distrae de sus cavilaciones. Son las cabras que se mueven dentro del corral de cañas, y las rozan con sus pezuñas y con sus cuernos huecos. Y esos parcos arañazos abren tajos delicados en la piel de la sombra que se


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aloja en el redil. Mientras tanto el embrión de la mañana crece y comienzan a notarse los suaves rizos del suelo árido. A unos veinte metros de la jaima hay un árbol solitario, es una acacia sin hierba alrededor, no hay otra planta hasta donde da la vista en este espacio mineral. Tiene una copa abigarrada de hojas duras y verdes. Las últimas caricias de la humedad nocturna resbalan a lo largo de las grietas de su tronco. Su memoria vegetal bebe con paciencia la humedad oculta con las puntas de sus raíces invisibles. Cuando llegue la plenitud del día el agobio del sol aumentará la velocidad de la savia. Youssef, nómade entre los nómades del Sahara ha amado a una sola mujer, Amira. Ambos, de espíritu esquivo, no querían boda y se fugaron antes de las celebraciones familiares. Ahora ha quedado en completa soledad, su escasa familia es la alondra rasgando con una curva fugaz la inmensidad del cielo y el búho rapaz vigilando desde las cornisas. Deja de estar sentado y se extiende de espaldas sobre el entramado de la tela hecha con el pelo de los pequeños animales rumiantes. Deja los brazos flojos al costado del cuerpo. El firmamento es un domo que lo aplasta. Hoy se encuentra abatido por la tristeza, pero ha decidido no esperar mucho más. Al comienzo del crepúsculo se dedicará a desarmar la carpa y a cargar los bultos sobre los animales. Al día siguiente partirá, no bien el sol ascienda. Irá como un ave migratoria, buscando un nuevo sitio en el este árido de Marruecos, desde Erfoud a Merzouga. Llevará lo mínimo y se desplazará buscando el sendero sinuoso del olvido. Piensa y espera. ¿Qué espera? Nada. El ciclo nocturno se está terminan-

do. El globo lunar navega en medio del cardumen de estrellas. El fresco azul oscuro ha aliviado el sofoco de Youssef en esta noche interminable. Se levanta. Suspira. Decide hacer un recorrido por este sitio y camina hacia la acacia. Llega y examina de cerca las hojas duras y apretadas. Debajo de una de ellas pende una gota de rocío. Es espléndida como un dije de topacio. Se acerca más y ve su propia imagen en la superficie curvada del líquido. Su ojo, ahora, está a un centímetro de la gota. Su rostro se agranda y su cuerpo se reduce al mínimo. La luna está en un costado como un punto gordo. Parece una elipse diminuta rellena de polvo blanco. No se atreve a tocarla. Youssef siente curiosidad. El grano de cristal arqueado le devuelve su imagen deformada. Acerca un ojo hasta que queda a un milímetro de ella. En el espejo curvo y al mismo tiempo transparente, su nariz se ha vuelto enorme y su turbante índigo se ha adelgazado como una aureola lejana rodeándole el rostro. En esta posición ve otro universo que se ha curvado sobre sí mismo. Y allí hay una figura agitando la mano. Es Amira. Entonces no duda. No sabe cómo lo hace ni por qué lo hace, pero lo cierto es que toma impulso, salta y se sumerge de pies a cabeza dentro de la gota, de modo tal que sus sandalias ya no quedan a la vista. El extremo de la parábola de su movimiento se hinca en la bola cóncava mediante una cabriola geométrica impecable. Este cúmulo de líquido suspendido no estalla ni se derrama debido a la desmesura de su cuerpo. Todo lo contrario. Youssef se reduce de tamaño no bien atraviesa la superficie espejada de la gota y pasa del lado de donde ha venido, a este, infinitamente más pequeño. 69


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Todavía no está seguro del milagro. El agua debiera ceder bajo su peso, caer y perderse entre los intersticios de los granos de arena. Y sin embargo no ha cambiado su forma de pera, pequeña, colgando de la rama, suspendida por un cabo, tan delgado, como un hilo cosido a la hoja. Cuando está dentro se da cuenta de que él ha provocado la disminución de su tamaño para encontrar un albergue suave en el seno de la gota, sin romperla y sin siquiera hacerle perder su forma. Los espacios se invierten. Lo que estaba afuera ahora está aquí. Youssef recupera los intensos recuerdos junto a su mujer y está feliz. Amira está espléndida e ignora que hay otro cuerpo gemelo al suyo sepultado en una grieta del tiempo. El rostro amarronado del moro pasa de la tristeza al júbilo. No se pregunta acerca de los motivos del hechizo que ha devuelto la vida a su esposa, sino que, lo asume como un regalo del Crea-

dor del Cosmos, a quien debe agradecer. Algo muy extraño ha sucedido. Las aves furtivas, la jaima y las dunas han quedado afuera. Youssef lo puede ver todo desde aquí dentro. Se ha producido la duplicación de las cosas y el moro ya se encuentra en otro universo paralelo. Pero pronto advierte que, a través de la transparencia combada del agua, el desierto y el espacio exterior se deforman hasta desaparecer. La burbuja se opaca. Un telón se cierra. Gira y mira hacia el interior. Es un espacio inmenso, abierto, con cielo abovedado pintado de celeste, con suelo casi plano que se extiende hasta el infinito. Youssef aspira una bocanada de aire y va en búsqueda de Amira, quien lo espera con los ojos descubiertos, en esta flamante vida desplegada hacia el futuro. Quien no haya seguido a Youssef en su aventura puede ver que afuera de la gema de rocío el conjunto de las cosas sigue igual. No hay testigos del milagro, el viento gira en los remolinos de arcilla roja y el día asciende sobre el mapa áspero de este lugar en el mundo. La gota oculta su secreto interior, pierde transparencia, se pone rígida y se pinta de color blanco. Pierde volumen con lentitud, como un globo que expele su oxígeno, mientras la furia del sol se acrecienta buscando el cenit. No pasan más que algunos minutos y la gota de rocío se desvanece al mínimo, ya no es de agua, cambia de estado, solo es un leve vapor invisible que se disipa, hasta desaparecer completamente.

Raúl Ariel Victoriano (Argentina) Blog: hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar Las ilustraciones de este relato están basadas en fotografías de Lehnert & Landrock. 70


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Añoranza del mar

Carmen

Hinojal

Había muchos que esperaban la noche para conocer a la divina... A AMBOS LADOS DEL CANAL se extendía la pequeña flota de barquitos, cimbreándose en el agua como caballos marinos. Miró a su alrededor. Dentro de poco amanecería y el cielo de la ciudad, ahora salpicado de estrellas, se cubriría de luz. Aspiró con fuerza el

aroma salado de los canales. Tenía que mantener su mente lúcida para no olvidar. Las olas se rizaban a lo largo de la costa, pero allí se estaba bien, protegida bajo la dureza del cristal. No sentía frío a través del vidrio, solo la caricia del 71


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amanecer que apenas despuntaba. Observó el oleaje. Había aumentado de un modo insignificante, pero resultaba molesto para los hombres que se afanaban en desamarrar los botes: comenzaba una larga jornada de trabajo en el mar. Algunos, que venían del lugar donde mueren los barcos y habitan los muertos, agradecían sus sonrisas mojadas a través del cristal. Todavía se sorprendía cómo rozaban su piel con reverencia: era algo mágico que así fuera, viniendo de hombres tan curtidos por vientos y galernas. Por ellos sabía de su mundo: las ballenas grises, las ballenas azules, las orcas, las focas y leones marinos. Y también de los delfines, tan graciosos con sus blandos morritos, que saltaban al lado de los barcos guiándoles el camino. Desde muy niña le gustaba escuchar de sus labios las historias de tormentas y barcos fantasmas, que navegaban en busca de un rumbo desconocido. Se sentía atraída por los paquebotes cuando aparecían con sus chimeneas humeantes, acercándose hasta el límite del puerto. Y le hubiera gustado navegar sobre los barquitos, algunos tan frágiles, hechos de juncos, que surcaban como flechas la dura piel del mar. Cuando creció tuvo muchos pretendientes. Y supo complacerlos en cada uno de sus deseos: la agonía de aquellos hombres, caprichosos de su amor, la enaltecía, y ellos aceptaban como un reto ser sus amantes, confinados por un tiempo en su casa de cristal. Los enervaba la bravura de su alma. La creían sabia, inmortal: conocedora del futuro y de su pasado. Despertó perezosa en su lecho entre corales. Todavía sentía entre sus senos el 72

perfume de la brea, el suspiro de los vientos en su oído y el rumor bravío del mar. Miró a través de los cristales. Se acarició los brazos, se lamió la sal de los labios y dejó que el sol la besara. La vida seguía fuera del tiempo, de su tiempo, que sentía prestado. Permanecía en la jaula de cristal porque lo quisieron ella y el destino. Era la elegida y la cautiva. Esclava y reina de miles de pasiones. Se mostraba ante los hombres esculpida bajo telas transparentes: una diosa eterna a quien amar. Pero sabía que su mundo se ahogaba entre inmundicias. Que era la última de su estirpe. Había muchos que esperaban la noche para conocer a la divina, que nadaba con destreza ante sus ojos, golpeando con su cola las paredes de su reino artificial. Entonces, Sirena, emergía del fondo del agua, y sentada sobre un lecho de rocallas y de flores, empezaba a cantar. Su voz era tan dulce que despertaba el deseo de los hombres, consolando su nostalgia. La amaban tanto que no podían dejarla escapar y perderla en abismos inciertos. Ni buscarla en un sueño de ciudades sumergidas, donde existieron castillos de corales: refugio de mil seres, que tal vez nunca olvidó. Ella los añoraba, eternamente. A menudo se acordaba de sus hermanas, de hermosos ojos glaucos y largas melenas que rivalizaban con el color de las algas. Extrañaba el tacto de su piel y sus rostros de alabastro, tan iguales al suyo. Anhelaba el roce de sus manos diminutas, los besos húmedos, la ternura. Con tristeza se bebió el mar que brotaba de sus ojos. ¡Deseaba tanto sentirlas de nuevo! A veces sonreía, acordándose de que en sus persecuciones rompían los ban-


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cos de peces, y cómo después de sus travesuras, flotaban cansadas, bajo la cálida luz que asaetaba los fondos marinos, iluminando de vida la oscuridad. Todo lo perdió jugando al escondite, enredada en sus propios cabellos, atrapada por una red.

Carmen Hinojal Amores (España)

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El plan perverso Servando

Clemens Presta atención...

UN MAPACHE, sentado en la cornisa de una casa, efectuaba anotaciones en una libreta, mientras examinaba a la gente que circulaba por la calle. Momentos después, una niña llegó corriendo hasta aquel lugar y le preguntó: —¿Qué hace, señor? El mapache no contestó. —¿Me escucha? —Una investigación —respondió al fin— sobre monstruos. —Nárreme más sobre ese cuento. El mapache guardó sus cosas en un 74

morral. Brincó, cayendo a un costado de la pequeña, enseguida pensó en rodearle el cuello con sus manos, sin embargo se arrepintió. —¿Cuál es tu nombre? —Umma. —Si te interesa saber más sobre mi investigación, te invito a mi casa. —¡Yuju! El mapache trotó por la acera. La nena le pisaba los talones. Llegaron a un terreno baldío. El animalito observó a sus alrededores, asegurándose de que na-


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die los vigilara, enseguida quitó unos tablones del suelo. Ambos se metieron por un boquete. El mapache encendió un mechero y se arrastraron varios minutos por un túnel. —Tengo miedo —dijo la niña. —Hemos llegado —dijo el mapache, abriendo una compuerta metálica—. No hay nada que temer. Ingresaron a una ciudad subterránea, iluminada por farolas y llena de sombras. Caminaron por unas callecitas adoquinadas hasta que arribaron a una casona de piedra. —Bienvenida a mi hogar —dijo el mapache. La niña tragó saliva. Entraron. Un par de gatitos jugaban ajedrez en la sala. —Hola —saludaron. —Hola —repitió la nena. Sentados en el piso, tres ratones jugaban a la baraja. En la cocina, un sapo comía un platón de moscas. —¡Croac! Finalmente, ingresaron a una biblioteca custodiada por un perro pastor alemán. —¿Quién es la intrusa? —gruñó el can. —Es amiga. —Un perrito —dijo la niña—. ¡Ay, qué lindura! Adentro de la biblioteca, el mapache empezó a sacudir unos empolvados libros, luego se sentó en una silla, cruzó las patitas y dijo: —Presta atención... —En el colegio siempre pongo atención. El mapache subió las patitas a un escritorio y suspiró. —El mundo está colmado de engendros que quieren acabar con nosotros… —¿Quiénes son? —Son entes que habitan la Tierra ha-

ce miles de años, ellos son fuertes e inteligentes, pero son perversos. —¿Estamos en peligro? —Sí, Umma. No obstante, tienen una debilidad. —¿Cuál? —La soberbia. El mapache bajó de la silla. —Sígueme, Umma. Te mostraré mi laboratorio secreto. La niña lo siguió hasta una puerta que decía: «Baño fuera de servicio». El animal abrió la puerta. Adentro había un tubo metálico, como el de las estaciones de bomberos. El mapache descendió. —Umma, baja ya. La niña de igual manera descendió, cada vez más atraída por la aventura. —Este es mi laboratorio, el fruto de años de esfuerzo. —¡Qué bonito lugar! —Esas botellitas que ves son la pócima para el proyecto. Por eso me paso las tardes vigilándolos, para poder identificar sus debilidades. El mapache saltó encima de una mesa, levantó una botellita y reanudó su discurso: —Con este veneno los aniquilaremos, ¿quieres saber cómo? Ella dudó unos instantes. —Sí. —Los mosquitos han succionado la pócima y ellos serán los encargados de infectarlos. —Nunca he visto un monstruo. Mamá dice que no existen. —Es que no los puedes notar, ellos nacen inocentes, pero al crecer sufren una metamorfosis que los hace maléficos. Apareció un cuervo en el laboratorio, aleteando de forma estrepitosa. Después de calmarse dijo: 75


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Ya está servida la comida, señor. ¿Se va a quedar la jovencita a comer? —Ya me quiero ir a casa. —Déjanos a solas —le ordenó el mapache al cuervo. El cuervo se retiró. —Vámonos, Umma. El mapache encaminó a la niña hasta un elevador, el cual los condujo a la superficie. —¿Dónde estamos? —preguntó Umma. —En el centro de la ciudad. Sígueme, por favor. La nena y el mapache circularon por varias manzanas. —De aquí sé cómo llegar sola a casa. —¿No tienes curiosidad por saber quiénes son los seres malignos? —¡No creo en monstruos, ya le dije! —¿Quieres que te muestre cómo mato a un monstruo? Umma retrocedió. El mapache extrajo de su morral una daga. La niña huyó por la calle, mientras el mapache la perseguía, en ese momento, se atravesó un camión. La niña lo pudo esquivar, pero el mapache murió aplastado. —¡Mamá! —entró la niña a su casa,

gritando—. ¡Un mapache me quiere matar! —Otra vez —suspiró la madre, mientras lavaba los trastes. —¿Por qué tanto escándalo? —gritó el papá desde la sala, leyendo su periódico. —Tu hija —respondió la madre— dice que la quieren matar… ahora son mapaches. —Umma, ven acá —ordenó el padre. La niña se dirigió a la sala, lloriqueando. —Papá —gimoteó la niña—, un bicho intentó asesinarme. —Debes madurar, los animales no hablan ni piensan. Entretanto, un mosquito picaba el cuello del padre y murmuraba: «Misión cumplida». —Inició el exterminio —sentenció el loro desde su jaula.

Servando Clemens (México)

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Una cuestión de honor Un caso de Hiroshi Matsuoka Luis J.

Goróstegui

Lluvia en otoño; las calles inundadas ocultan huellas. 77


El Callejón de las Once Esquinas

I Ciudad de Ueda, Japón. 1560 d.C. Es una mañana lluviosa y desapacible de otoño. Las calles de la ciudad más parecen ríos y no se ve a nadie por ellas salvo alguna persona que corre para guarecerse del agua. Un hombre, oculto bajo un paraguas, se dirige con paso incierto por uno de los callejones. Se le ve nervioso, casi desesperado. Se detiene frente a la casa de la geisha jimae Aiko Nawabe y llama a la puerta. Abre una sirvienta y la luz de la casa ilumina tímidamente el portal. —Soy Yoshio Hagiwara, tengo una cita con Aiko —dice el hombre sin dejar de mirar nervioso a ambos lados, como si temiera que alguien le pudiera haber seguido. —Sí, pase —le responde la sirvienta con una leve inclinación de cabeza. Durante las siguientes dos horas sólo el sonido de la lluvia rompe el silencio. En una ocasión se oyen voces procedentes de la casa: Yoshio y Aiko parecen discutir. Luego, de nuevo, regresa el silencio y la lluvia que no cesa. Y en eso, unos gritos agrietan el aire y Aiko sale a la calle, desesperada, y corre bajo la torrencial lluvia agitando los brazos y pidiendo socorro. Dentro, el suelo de la habitación se tiñe de sangre y el cuerpo de Yoshio permanece inerte con una daga ceremonial de seppuku en el abdomen. 78

II Los años te hacen ver la vida con otros ojos y es entonces cuando los sucesos del pasado adquieren su verdadero significado. Es cierto que a lo largo de mi vida como policía he tenido ocasión de intervenir en muy diversos casos, algunos sencillos, afortunadamente, otros, en cambio, sumamente intrincados, incluso algún que otro inconcebiblemente increíble y aterrador —aún me entran sudores al recordar aquel de la casa encantada, y no digamos nada del de la bestia del lago—, sin embargo, visto ahora, reconozco la importancia que tuvo en mi formación personal mi primer caso en solitario y que no pude llegar ni a imaginar aquella lluviosa mañana de otoño. Unos días atrás mi jefe y mentor, Naoko Oshima, había tenido que marchar en misión diplomática junto a la comitiva del daimio Shingen Takeda; todo hacía presagiar que pronto tendría lugar una nueva batalla contra el también daimio Uesugi Kenshin. El viaje se preveía breve, me aseguró Naoko san, pero lo más importante era que mi mentor consideraba que ya era capaz de llevar la responsabilidad de la comisaría —los últimos casos que tuvimos así se lo hicieron comprender—, lo cual me llenó de satisfacción, debo admitir. Esa mañana había amanecido oscura y no paraba de llover. Poco después de almorzar, estaba colocando un barreño debajo de una gotera cuando entró corriendo en la comisaría un joven gritando que alguien se había suicidado en casa de la geisha Aiko Nawabe.


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Cuando llegué a la casa el médico estaba atendiendo al suicida, ya cadáver, y le había tapado con un kimono blanco —«Aiko está muy sobresaltada; no es conveniente que vea las heridas», me comentó en cuanto me vio—. El suelo estaba aún encharcado de sangre. En un rincón apartado vi la daga del seppuku. Curiosamente había también un abanico de guerra en el que estaba escrito un poema de despedida: Quisiera la vida darme salida a la encrucijada de mi destino buscando el bien anhelado huyendo del mal que me persigue.

—¿Alguna cosa relevante? —le pregunté al doctor. —No. Es un caso claro de suicidio por seppuku. No llevaba objetos personales, pero tiene un tatuaje en la muñeca derecha, mire —me contestó, mientras me indicaba la mano que sobresalía por debajo del kimono. Era un tatuaje antiguo, de algún ser mitológico que no pude identificar. Se notaba, por el estado en que se encontraba, que se lo debió hacer cuando era joven. —¿Dónde está Aiko? —le pregunté al doctor. —Dentro. Aún está en shock. Viendo que ya no se podía hacer nada por el cadáver decidí intentar hablar con la geisha para que me explicara lo sucedido. Me acerqué a ella con delicadeza y le pedí disculpas por molestarla en aquel triste momento. —…pero es necesario que le haga algunas preguntas —le dije. —Lo comprendo —me respondió con la mirada ausente; ya no lloraba. —¿Le conocía? —le pregunté. —No. Nos vimos hace unos días en

una fiesta. Dijo que se llamaba Yoshio Hagiwara. —¿Qué ha sucedido esta mañana? —En la fiesta del otro día me pidió una cita. En mi condición de geisha jimae trabajo de forma independiente, sin depender de ninguna okiya, así que le cité para hoy en mi casa. Vino antes de media mañana. Se le veía intranquilo, casi angustiado. Hablamos. Me contó que no era feliz, pero no me dijo por qué. Yo intenté calmarlo. Le ofrecí una infusión y pareció tranquilizarse. —¿Discutieron? —le pregunté. —No, pero en ocasiones elevaba la voz. Estaba muy nervioso. Supongo que los vecinos pudieron oírle, no sé —me respondió. —Continúe, ¿qué pasó después? —le insistí. —Todo iba bien, pero de repente se volvió como loco. Dijo algo como que no podía hacer otra cosa. Yo me asusté 79


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e intenté distraerle tocando algo de música, pero no conseguí calmarlo. En eso, fuera de sí, se abrió el kimono y sacó una daga. Entonces, temiendo que me quisiera matar, salí corriendo, gritando, pidiendo socorro. No sabía dónde ir, no había nadie en la calle; sólo se me ocurrió avisar a mi médico, el doctor Mutsu —vive a sólo unas calles más abajo, ¿sabe?—. Fue él el que envió al muchacho que le avisó a usted. Cuando entramos en casa estaba en el suelo, muerto. No lo vi bien, el médico no me dejó. Después llegó usted —y rompió a llorar de nuevo. Justo en el momento en que salí de su habitación se me acercó el médico. —Ya he terminado; sería conveniente llevar el cadáver al depósito —me dijo. —Sí, lo sé. ¿Podría llevarlo usted?, yo quiero echar un vistazo a la casa, por si encuentro alguna pista. Me pasaré por el depósito después, si le parece bien, y hablamos —le respondí. Sin embargo, en casa de Aiko no encontré nada: un paraguas viejo y una túnica abierta de color azul sin ninguna marca especial. Incluso la daga del seppuku carecía de todo distintivo específico, así que decidí pasarme por el depósito de cadáveres. Pero tardé en llegar algo más de lo que tenía previsto: por el camino me detuvo, insistente, la señora Asari. «¡Oh, no, la señora Asari!», pensé al verla venir. Pero no pude evitar que me viera. —¡Señora Asari!, qué gusto volver a verla —le dije, haciendo de tripas corazón. —Hiroshi san, venía buscándole —me dijo, y me agarró del brazo impidiéndome que pudiera continuar mi camino. —¿Qué ha pasado? —le pregunté, aunque ya lo suponía. 80

—¡Mi nueva diadema, me han robado mi nueva diadema!, alguien ha estado en mi casa y me ha robado —me explicó indignada. Diez minutos después estaba en su casa, arrastrándome por el suelo, buscando su diadema. La encontré, sin embargo, en su despensa, dentro de una bolsa, en un rincón entre la leche y el jamón. —Aquí está, señora Asari —le dije. —¿Y quién la ha metido ahí? —dijo, como si me echara la culpa a mí. No le contesté, claro, y me fui dejándola hablando sola, haciendo espavientos con los brazos. Respiré aliviado al salir a la calle, he de reconocerlo. La señora Asari es una buena mujer, pero es algo… inoportuna, la verdad. Poco después estaba en el depósito, delante del cadáver de Yoshio Hagiwara. El doctor Mutsu ya no estaba —y no me extrañó, tras el retraso provocado por la señora Asari—. No es que me agrade ver el abdomen de nadie tras un seppuku, pero es mi deber; sin embargo, lo que me llamó la atención no fueron sus tripas, sino su tatuaje. Porque no era el mismo que vi en casa de la geisha Aiko; era claramente un tatuaje mucho más reciente —de algo tenía que haberme servido hacerme un tatuaje cuando aún vivía con mis padres, hace algunos años; y eso que a mi madre no le hizo mucha gracia—. Sí, estaba claro, ese no era el cadáver de Yoshio Hagiwara.

III A la mañana siguiente —serían sobre las 9— un tipo entró en la comisaría. En ese momento yo me encontraba rellenando los informes del día anterior. Dijo llamarse Azumi Kunda, y de forma algo brusca, debo confesar, quiso hacer-


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se el simpático al pedirme información sobre alguien, aunque se le notaba forzado y algo impaciente. —Es más o menos de mi edad, y tiene un tatuaje como el mío —me dijo enseñándome el que tenía en la muñeca derecha—; somos viejos amigos, ¿sabe?, compañeros de armas. Reconocí de inmediato el tatuaje: era el mismo que vi que llevaba el cadáver de Yoshio Hagiwara. —Me temo que llega tarde —le dije—, su amigo murió ayer. —¿Cómo puede ser?; ¡qué lástima! —me contestó conmovido. —Se hizo seppuku. Aún tengo su cadáver en el depósito, con dos luces y dos ramos de shikibi, según la tradición, ya sabe. Aquel tipo me contestó con un par de monosílabos y se marchó. Se le notaba más enfadado que triste y me dio que pensar. —¿Has visto, Tetsu?, ni siquiera se ha despedido. Ven, tengo una misión para ti —le dije al agente Tetsu que, sentado a su mesa, observaba incrédulo cómo aquel tipo se marchaba.

en la noche. Azumi san debe encontrar a Yoshio san sea como sea, le va la vida en ello, pero antes debe aclarar sus ideas y, sobre todo, preparar un plan, así que entra en una taberna y pide sake. Un par de horas después, aún de noche cerrada, Azumi san sale de la taberna. Quizá haya bebido demasiado. Sin percatarse, alguien le está siguiendo, y, aprovechando que tuerce por una callejuela solitaria, el desconocido le sorprende por la espalda y le rebana la garganta. El asesino trata de ocultar el cadáver pero no tiene tiempo, pues escucha aproximarse unas pisadas: es la policía que hace su ronda nocturna; y, como una sombra, se pierde en la oscuridad de la noche. La luna, aún cubierta de bruma, a duras penas aclara el cielo.

Aquella noche la luna, cubierta de bruma, a duras penas aclara el cielo, dando al ambiente cierto halo de misterio. El depósito de cadáveres permanece solitario. Por la ventana la mortecina luz de la luna apenas ilumina el interior. En la sala, de las tres mesas, sólo una está ocupada por un cadáver cubierto por una lona; a su lado: dos velas ya extinguidas y un par de ramos de shikibi. En eso alguien aparece por la ventana. Con una ganzúa la abre y entra sigiloso. Se acerca al cadáver y levanta la lona. —¡Demonios, no es él! —susurra indignado Azumi Kunda; y, sin perder tiempo, sale por la ventana y desaparece 81


El Callejón de las Once Esquinas

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IV Los agentes de policía torcieron por una callejuela y encontraron el cadáver. Sin perder tiempo me avisaron. En cuanto llegué identifiqué al individuo: era, sin duda, Azumi Kunda, aquel tipo que vino preguntando por Yoshio Hagiwara. Reconozco que en ese momento eché de menos la presencia de mi mentor Naoko san, pero ahora me tocaba a mí demostrar mi valía como jefe de policía. «Esto se empieza a complicar, ya tenemos dos cadáveres y un desaparecido», me dije, mientras le llevábamos al depósito. —Ya sólo nos queda una mesa vacía más, esperemos que no tengamos que ocuparla también —le comenté a uno de los agentes mientras lo depositábamos en una de las mesas.

dad, Kuma Harada, un asesino a sueldo, así que sólo tuve que atar cabos: resulta que Yoshio san se hace pasar por muerto —¿por qué?, aún no lo sé, pero lo sabré—, y en eso aparece un tipo que resulta ser un asesino a sueldo preguntando por él, y poco después alguien le mata, y yo me pregunté: ¿es posible que sea Yoshio san el asesino del asesino a sueldo?; supuse que vendría al depósito para llevarse su cadáver, pues quien envió a Kuma san para eliminarle no debería enterarse de la muerte de su esbirro, ¿verdad?; y he aquí que he acertado, ¿verdad, Yoshio Hagiwara? Y ahora, por favor, cuéntenos toda la historia. Y Yoshio Hagiwara, sabedor de que su única posibilidad de éxito era contar la verdad, confesó.

Esa misma noche, con el depósito de cadáveres en silencio y a oscuras, alguien entra por la ventana. Se acerca al cadáver de Azumi Kunda, pero en el momento en que intenta llevárselo una luz interrumpe su robo y una voz autoritaria le detiene: —¡Alto ahí, Yoshio san!, ni se te ocurra llevártelo —le dije iluminando la sala con mi linterna. Yoshio san se detuvo sorprendido mientras tres agentes le apresaban. —Pensé que estarían en la comisaría, o durmiendo —dijo como excusándose. —Pues te equivocaste —le dije. —¿Cómo sabían que vendría? —Bueno, lo cierto es que desde el primer momento sospeché de este tal Azumi san, por eso envié a mi agente Tetsu a que investigara por ahí sobre él; es mi mejor agente en eso de infiltrarse en los bajos fondos, ¿sabe? Por él supe que este tal Azumi Kunda es, en reali-

—Verá, jefe Hiroshi Matsuoka —comenzó diciendo Yoshio Hagiwara—, tengo una hermana, es menor que yo, y siempre nos hemos cuidado mutuamente. De pequeños nos dijeron que nuestros padres murieron en un accidente y nos llevaron a vivir con un tío lejano, primo de mi padre, o algo así. Pero nuestro tío es una mala persona; incluso nos puso unos tatuajes como señal de su propiedad —dijo mientras me mostraba su muñeca derecha—; así es nuestro tío, despiadado. Mientras éramos pequeños estuvimos al cuidado de una buena mujer, una de las sirvientas de nuestro tío, Tamiku se llamaba. Sin embargo, cuando tuvimos la edad propicia, mi tío vendió a mi hermana para que fuera geisha, y a mí me formó para ser uno de sus samuráis. Nuestro tío es alguien importante, alguien peligroso, jefe mafioso de un clan: se llama Ryuji Ikeda. Cuando crecí, averigüe que Kuma Harada había

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asesinado a nuestros padres. Yo, inocente de mí, se lo conté a mi tío, pero él me miró fiero a los ojos y me dijo que obedecía órdenes suyas. ¡Se jactó de ello! —resultaba que Kuma san trabajaba para mi tío como asesino a sueldo–. Yo me indigné con él, discutimos, él me explicó que lo hizo para saldar una deuda de honor, le amenacé con contárselo a la justicia y una noche huí lejos. Mi tío ordenó a Kuma Harada que averiguara mi paradero y me matara. Por eso fui a ver a mi hermana, se lo conté todo y planeamos escapar juntos, pues temí que mi tío también ordenara matarla a ella como venganza por mi huída. Entre mi hermana y yo planeamos mi falso seppuku para despistar a Kuma san y a nuestro tío, y de esa manera me creyeran muerto y no nos persiguieran. Lo teníamos todo bien planeado, incluso el médico que certificó mi muerte era el doctor Jiro Mutsu, hijo de nuestra amada Tamiku. La infusión de plantas que tomé era un fuerte somnífero que simulaba la muerte durante unos minutos. Durante el traslado de mi «cadáver» al depósito, el médico y mi hermana me cambiaron por el verdadero cadáver de un vagabundo al que le habían hecho las mortales heridas de un seppuku y un tatuaje en la muñeca derecha igual al nuestro. Sabíamos que para engañar del todo a mi tío necesitábamos la declaración de alguien imparcial y con autoridad, por eso hicimos que fuera la misma policía la que confirmara mi muerte, y por eso le hicimos llamar. Supusimos que, dada su juventud, nos sería más sencillo engañarle también a usted. Le pido disculpas, ahora sé que debimos contarle la verdad desde un principio. Y por eso tuve que matar a Kuma Harada, y por eso quise ocultar su cadáver, para que nadie pudiera relacionarlo con no-

sotros y así nuestro tío dejara de perseguirnos. Por eso lo hicimos, jefe Hiroshi, para vengar la muerte de nuestros padres; era una cuestión de honor. —Bien, solo una pregunta más: ¿qué relación tiene con Aiko Nawabe? —Aiko es mi hermana. Se cambió el apellido Hagiwara por Nawabe al comenzar a trabajar como geisha; no quería manchar el buen nombre de nuestra familia.

VI Sorprendentemente la mañana siguiente se levantó soleada. Pocos días después Ryuji Ikeda, jefe del clan mafioso, fue detenido, aunque por consejo mío no fue acusado de nada relacionado con Yoshio y Aiko, para evitar de esa manera que pudieran ser asesinados por algún esbirro suyo; tengo entendido que lo procesaron por contrabando. Hay una cosa más que quisiera contaros, algo que me atañe personalmente: una mañana me armé de valor y le pregunté a Aiko si no preferiría quedarse aquí, en Ueda, conmigo. Evidentemente ella se dio cuenta de mis sentimientos y me dijo con infinita amabilidad: —Aún eres joven. Un día encontrarás una mujer que te quiera y a la que querrás, y seréis felices el resto de vuestra vida. La mía va por otros derroteros. Ahora debemos estar juntos mi hermano y yo y reconstruir nuestras vidas. Así es mejor para todos. Aún recuerdo con cariño el beso que me dio. Aquella tarde les vi marchar. 83


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A los pocos días regresó el jefe Naoko. —¿Qué tal te ha ido, Hiroshi san?, ¿ha sucedido algo especial en mi ausencia? —me preguntó. —Oh, no, nada especial, lo de siempre: a la señora Asari se le volvió a perder su diadema —le respondí, y ambos soltamos una sonora carcajada. Evidentemente ese mismo día le di a leer mi informe completo de todo el caso. Debo reconocer que me sentí honrado por las palabras de halago que me dirigió.

Luis J. Goróstegui Ubierna (España) Blog: observandoelparaiso.wordpress.com

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El mar

Luisa

Hurtado Un dragón rugiendo bajo sus pies... ESTA NOCHE TAMPOCO tuvo las horas suficientes como para que el atasco se disolviera. Una vez más, alguien no pudo llegar a casa, no encontró donde dejar el coche y se vio obligado a ver al amanecer agarrado al volante. Pero el amanecer hace ya mucho tiempo que tan solo es una sucesión de grises apagados. Con el día, el mar de coches se llena de metálicos reflejos, otra vez el gris. Un mar que avanza en oleadas de rojos y verdes, conquistando metros de asfalto en cada nuevo embate. Y su ruido sordo, que lo llena todo y llega a todas las casas, como llega el sonido de las olas a las gentes que viven junto al azul. Ese ruido que no descansa nunca, que el tiempo y la costumbre empujan al olvido, pero es mentira, sigue allí, toda una ciudad sumergida en él. Miles de personas sumergidas en él.

Obligadas a serpentear entre los coches aparcados en la acera. Obligadas a despertar al animal para guiarlo entre las corrientes, un dragón rugiendo bajo sus pies. Hace tiempo que callaron, que dejaron de hacer sonar las bocinas, de señalar las líneas amarillas sobre el asfalto como un camino en el mundo de Oz, exigiendo sus derechos. La marea amenazó con lamerles las piernas devorándolos en un bramido, y callaron. Bajo el sol de mediodía, los coches comienzan a rezumar sudor y ven burbujear el agua de sus motores. Un mar blanco, de reflejo cegador, asfixiándose en el calor que sube desde el suelo. Y dentro de él, tras las ventanas cerradas, cientos de gotas resbalan en todas las pieles, formando remansos y cascadas, reproduciendo en las ropas con que tropiezan idénticos 85


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dibujos. Y ya en la siesta, la ciudad, adormecida bajo los rayos del largo verano, da la espalda al río de lava que recorre sus avenidas, único momento en que esta fluye avanzando calles abajo con una ligereza de la que nadie nunca ha sido testigo, porque todos los que podrían contarlo, los que estaban allí, no pudieron verlo, derretidos como estaban intentando arrancar algunos segundos de sombra a los túneles, puentes y edificios, minúsculos oasis en ese mar. El tiempo pasa, siempre ha sido así, y llega la tarde, el declinar del día, cuando los que estuvieron en casa osan salir, cuando los que estuvieron fuera llegan como náufragos a sus hogares, cuando la temperatura cede, se apaga el reflejo y se puede esperar el único color del día,

el último rayo capaz de teñir el aire gris que rodea en forma de hongo la ciudad. Milagro de anaranjados y rojos que, como las negras y largas noches de invierno, no conseguirá disolver el atasco. Y alguien de nuevo no podrá llegar a casa. Obligado a sujetar el timón, sin un soplo de aire que mueva su pelo, verá la sucesión de grises pasar frente a sus ojos, abandonado a la deriva.

Luisa Hurtado González (España) microrrelatosalpormayor.blogspot.com.es

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Los fantasmas no existen Isidro Moreno

Sólo el título quedaba legible... CON ESTE TÍTULO intenté escribir un artículo para mi periódico. Desde la redacción me llamaron para decirme que mi fichero del e-mail llegó en blanco, sin texto alguno. Puesto que tampoco encontré la copia en mis registros, tuve que hacer de nuevo el artículo. Una vez acabado y antes de pinchar en «Archivo. Guardar como», las letras del texto comenzaron a desmoronarse y a caer suavemente, sin prisa, como copos negros de nieve mecidos por una suave brisa. Sólo el título quedaba legible y en pie. El resto eran palabras rotas, letras y signos de puntuación que formaban pequeños montones a pie de página. Mis ojos no daban crédito a tan insólito espectáculo. Intenté escribirlo otra

vez, pero las letras volvían a derribarse y se hacinaban en la base de la página. Lo peor fue que desde la pantalla hasta la mesa de mi escritorio, también comenzó a caer un fino polvo negro como el carbón. Pasé el dedo y allí estaban los trocitos de las letras que formaron las palabras de mi texto. Rendido ante el preocupante espectáculo, apagué el ordenador, salí de casa y, desde mi teléfono, dicté el artículo a mi amigo Isidro Moreno que me hizo el favor de publicarlo, pero me dijo que al intentar escribir mi nombre como autor del artículo, las letras se derrumbaban sin remedio. La autoría del artículo fue firmada por Isidro. El relato también.

Isidro Moreno Carrascosa (España) isidroantonio.wordpress.com isidromorenocarrascosa.blogspot.com

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Elixir para la vida Carmen Martínez Marín

EN EL TERRITORIO de los sueños despertó Claudia y se encontró sentada en la orilla sobre la arena sombría. Con los últimos rayos de sol en su espalda como la cámara del fotógrafo. Salpicada por la hora azul, esa que la calma torna azafranada. Bañados en salitre, los atardeceres saben a ilusiones, saben a los besos dados. El espectáculo es diario para ella, es el remedio natural que serena. Al llegar la noche la luna se esconderá tras un sombrero de nubes como un arrebato después de la tarde clara. Fotografías de la autora 88

Los paseos en soledad no son esa fotografía que quiere tener. Las que quiere hacer. Le seguirá esperando. Ahí está. Sí, porque los amaneceres junto al mar cubren de sabor salino las quimeras. Será entonces cuando el sol cubriría nuestros cuerpos de irisados colores. El olor del salitre y de las algas junto al sabor salino sobre tus labios serán besos de mar. Sin embargo, hoy la arena sigue desnuda. Es preciso un elixir de agua y sal. Aquí estoy. Te espero.

Carmen Martínez Marín (España) Blog: aymaricarmen.blogspot.com


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El volumen en octavo José A.

García

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Apenas sí recuerdo palabras sueltas... EL VOLUMEN EN OCTAVO, con páginas gruesas, duras y amarillentas como las de antaño, impreso con esa tinta tan rara que se utilizara en las primeras imprentas y que parecía herir al papel hasta lo más profundo de su existencia, solía aparecer en la Biblioteca tan fácilmente como le resultaba desaparecer. Las extrañezas que rodeaban al volumen eran tantas que nunca me detenía demasiado a pensar en ellas por una simple cuestión de supervivencia. Sentía que me quedaba poco tiempo y que si quería aprovecharlo al máximo, debía evitar esas nimiedades. ¿Por qué pasar el día pensando en un libro que quizá viera este martes por la tarde aquí, junto a la estantería seis, y que luego, por los siguientes dos meses desaparecería de mi vista? ¿Pensar durante horas si realmente lo había visto allí o si lo había confundido con algo más? El trabajo se acumulaba en la Biblioteca, y el único ojo sano que me quedaba en nada facilitaba las cosas. Algunos días sentía como si lo creara con mi pensamiento. Es decir, recordaba el volumen en octavo, sus tapas sobadas por miles de manos antes que las mías, las puntas de sus páginas manchadas de hollín, y allí estaba, en el estante superior donde me encontraba mirando. Claro que, la mayoría de las veces, nada similar sucedía y el libro que acababa de descubrir era otro similar apenas en apariencia. En días cargados de melancolía y reminiscencias, he llegado a creer que el libro posee una conciencia propia; la cual me obligaba a jugar con unas reglas que desconozco, con unas pautas de tra90

bajo que se alejan tanto de las que habitualmente utilizo que me pierdo en medio de la confusión. Sé que los objetos carecen de conciencia de sí mismos, al igual que muchos hombres, de todas formas no puedo evitar pensarlo de ese modo. Pero tanto si el volumen se creaba solamente cuando alguien, en este caso yo, pensaba en él, como si fuera él quien decidía cuándo y dónde mostrarse, eran criterios imposibles de duplicar para comprobar su fiabilidad. Mientras tanto, el volumen, continuaba sin aparecer. Las veces que intentara leerlo, por otro lado, pocos fueron mis logros. Apenas sí recuerdo palabras sueltas, fuera de contexto, como si aún no me encontrara preparado para su lectura o, al contrario, si el libro no se decidiera a dejarse leer por mí. Situación por demás extraña, es cierto, pero en nada infrecuente si pensamos en la inmensidad de la Biblioteca. Algunos libros requieren de años de preparación para poder ser leídos y, más importante, comprendidos. Pero, cuando les llega su hora, resultan ser una pequeña diversión que apenas desafía la preparación previa. Ciertas lecturas resultan más ríspidas que otras, pero igualmente enriquecedoras; como si tanto esfuerzo diera, por fin, sus frutos. Pero, con este volumen en octavo, que tanto se burla de mí, su insistencia en evitar el ser leído era tal que me llevaba a dudar de mis capacidades cognoscitivas. Tanto es así que si debiera precisar en qué lenguaje se encuentra escrito sería incapaz de definirlo con cierta certeza. Creo haber superado la mitad de la


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vida que tanto preocupaba al Dante hace tiempo, y la única selva oscura que encuentro a mi alredor son estanterías cargadas de libros tan o más vetustos que mi cuerpo. Libros que crujen al igual que mis articulaciones cuando se los abre, que se quejan con leves suspiros cuando son cambiados de sitio e intentan volver a acomodarse. Libros en cada rincón en que me decido a mirar. He vuelto a pensar en ese volumen y los recuerdos se agolpan en su habitual desorden, ese al que los artistas llaman creatividad. Definir cuándo fue la primera vez que lo viera es de lo más complicado, supongo que ha de haber sido un tiempo después de obtener el cargo de bibliotecario en la oposición frente al Ministerio. Antes de dicha fecha solamente me había sido posible ingresar a la Biblioteca como lector y, como tal, pocos, casi nulos, son los beneficios. Un volumen tan raro, tan especial como ese, dudo que haya estado a disposición del público general. Por otro lado, debo evitar mezclar mis funciones en el cargo de bibliotecario con el placer de la lectura en mi biblioteca; y distinguir, de ese modo, entre la Biblioteca con mayúscula de la biblioteca con minúscula, entre el trabajo y el hogar, entre los libros que me pertenecen y los que no. Si el relato resulta confuso se debe a que los años han transcurrido de tal forma que una y otra, la Biblioteca y la biblioteca, por momentos se confunden, se fusionan en una única entidad cuan-

do sé muy bien que tendría que haberlo evitado. Muchas veces confundí la pertenencia de uno u otro libro y este viajó infinidad de veces entre un sitio y el otro. El volumen en octavo, el motivo de este escrito, nunca estuvo a disposición del público, es por ello que he llegado a creer que existe sólo para mí. Las veces que lo tuve entre mis manos en vano busqué y rebusqué los datos de su catalogación, así como algún detalle que me permitiera ubicarlo en el mundo exterior más allá de los muros de papel de la Biblioteca. Ningún sello mancillaba sus páginas, así como tampoco se informaba sobre su editorial ni procedencia. Tengo la certeza de que no lo adquirí por mis propios medios; no fue una de mis compras masivas ni un regalo inesperado, ni lo obtuve en una subasta. Sin embargo, allí estaba, enquistado entre mis lecturas pendientes, enterrándose en mis pensamientos. Sin ser demasiado creativo en este punto, podría adelantar una justificación para la sensación de que el volumen en octavo esta vez se dejará leer sin problemas: se acerca el otoño. Uno que nada tiene que ver con la antigua estación del mismo nombre, sino con el propio. El declive y la caída de una vida, como si todo lector, todo sabio, fuera incapaz de hablar sin citar lo que otro dijera antes, utilizo las imágenes obtenidas en libros antiguos para explicar mi sentir. Claro que ninguno de los libros que conozco lleva por título La historia del bibliotecario tuerto que sentía

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que le quedaba poco tiempo de vida;

podría escribirlo, es cierto, pero carecería de valor tanto para mí como para cualquier posible lector. La metáfora, tan usada como gastada, del otoño como el declive de la vida debo haberla leído en tantos libros a lo largo del tiempo que se torna una referencia ineludible para hablar del tema, una huella mental tan poderosa que soy incapaz de sustraerme de ella. Pero despierta una sensación nueva, más terrible que lo que sintiera al momento de perder mi ojo y ser incapaz de superarlo. Ningún otro dolor se le comparaba, hasta que llegó esa sigilosa sensación a instalarse en mi pensar, en mi cotidianeidad. El otoño se acerca, comienza a hacer frío en todo momento, los huesos y la carne se resienten y el cuerpo entero es menos elástico, más débil, se cansa más rápido; porque la edad, como lo sabe cualquier viejo, nunca llega sola. En el otoño las noches son más oscuras y solitarias porque pocos son los que están allí, pocos aceptan el cambio de clima y que el calor, la tibieza, no sea más que un recuerdo. La soledad nocturna, cuando la edad ataca con los recuerdos de antiguas compañías, de placeres solitarios y de momentos mejores, es tan difícil de aplacar como esos resfriados que, si nos encuentran desprevenidos, tienen la capacidad de postrarnos, a veces de por vida. En el otoño queda poco tiempo para la felicidad, todos huyen mirando hacia atrás con anhelo y hacia adelante con miedo, sin un momento de respiro. Nadie ansía realmente que el otoño llegue; uno en el que faltarán las hojas marchitas que pisar porque nosotros seremos esas hojas, faltarán las lluvias porque también lo hacen las lágrimas. Se notarán las ausencias que se tornan 92

cada vez más evidentes, como la calvicie incipiente y la falta de gusto en las comidas; la luz se torna tan oblicua que dudamos de nuestros ojos (aunque solo posea uno), de la distancia o la cercanía, del astigmatismo y la miopía. Muchas cosas cambian en el otoño, la mayoría de las cuales daríamos lo que fuera para que continuaran igual, para siempre, aeternum, como la lengua muerta que se utiliza para mencionarlo. Me desvío del tema, porque sé que intentar justificar la lectura de un libro negado es similar a detenerse frente a las puertas de la ley esperando poder ver qué ocurre del otro lado sin atrevernos a franquear el portal. Nuevamente una cita eruditamente literaria, innecesaria como el resto del relato. Es que postular el deseo de leer el mentado volumen en octavo por puro placer estético resulta demasiado poco, como si estuviera infringiendo algún mandato, los usos y costumbres de alguna clase de sociedad de la que formo parte sin saberlo. Y es que la edad nos hace sabios en algunas pocas cosas, mientras continuamos siendo igual de ignorantes en la mayoría de ellas como lo hemos sido siempre. Solamente busco una posibilidad más de enfrentarme a ese volumen en octavo que cada día ocupa más espacio en mi pensamiento. Luego podré morir en paz. Sí, hablar de la muerte nunca fue un problema para mí; acostumbrado a que la mayoría de mis conocidos (los autores de mis libros) ya lo estuvieran, algunos de ellos desde hace milenios. Pero otros conocidos (los cercanos) comienzan también a estarlo. Es por esas miles de pequeñas muertes que vamos acostumbrándonos a lo que vendrá. A lo que sin duda acontecerá. Aun cuando dediquemos infinitos esfuerzos en pretender evitarlo ansiando que alguien al-


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guna vez tenga éxito y comparta el secreto de la inmortalidad. El progreso en la búsqueda es prácticamente nulo. Luego de semanas de esfuerzos respirando el polvillo que los años acumulan sobre los libros jamás consultados, de estornudar infinidad de veces hasta sentir que mi interior se revolvía tan salvajemente como el exterior de mi cuerpo, la tarea apenas ha dado comienzo. Claro que para que alguien ajeno a mi propia persona entienda a lo que me refiero, debería de tener una idea de la inmensidad de la colección que posee la Biblioteca. Evitaré caer en la vulgaridad de los números y las cantidades, o caer en rememorar la historia de una institución tan antigua como la Biblioteca, sólo diré que se poseen catálogos completos de editoriales extintas. Bibliotecarios anteriores tenían por costumbre adquirir depósitos llenos de libros ignorando qué encontrarían allí, con el solo afán de aumentar el acervo bibliográfico bajo su cuidado. Autores consagrados, olvidados e ignorados tienen su espacio

en la Biblioteca, aunque no siempre se encuentran en ese orden. Aunque también han ocurrido grandes pérdidas (las que, por suerte, no han acontecido en mi período como Bibliotecario). Entre ellas la fatídica tormenta que produjo la caída del vetusto techo de dos salas de consultas y de cómo el agua maloliente arruinó millares de libros. También se conocen historias de robos y hurtos cuasi-cinematográficos y rocambolescos. A pesar de ello, la Biblioteca nunca ha dejado de prosperar. Podría continuar describiendo cómo se fue organizando el caos de papel y polvillo, pero es algo que sólo interesaría a alguien como yo mismo. Puedo, en cambio, rescatar los momentos sublimes, como el encontrarme con nueve estantes dedicados a diferentes ediciones del Quijote, provenientes de varios países, y en varios idiomas. La multiplicidad de ediciones respondía a la razón de la existencia de la Biblioteca, por supuesto, preservar y poner a disposición de los lectores todos los materiales. Suena a campaña publicitaria, y quizás en 93


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parte lo sea, pero dudo que la Biblioteca tenga otra razón de ser. Sin embargo, y como cabría esperar, del objeto de mi búsqueda no es posible encontrar ni la menor señal. Pero no debo desesperarme por ello, aún restan salas completas, depósitos y subsuelos atestados de libros, que revisar, limpiar, acomodar, catalogar, pasar al olvido o cualquier otra posibilidad. Además, lo intuyo, cuando más desesperación muestre en mis acciones, más se ocul-

tará aquel volumen en octavo que ansío encontrar. Y, al contrario, cuanto con más desinterés guíe mis acciones, más sencillo será hallarlo. Debo sumar a mis listas de pendientes aprender a fingir desinterés. Desconozco si mantendré la intención inicial de leerlo cuando finalmente encuentre el volumen ansiado luego de tantos esfuerzos emprendidos, o si, en cambio, preferiré perderlo una vez más.

José A. García (Argentina) Web: www.proyectoazucar.com.ar 94


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El hombre gris Héctor

Núñez

Siempre fue un hombre pequeño... IGOR se había mantenido quieto, muy quieto, debajo de la claustrofóbica cama, detrás de una pila de zapatos sucios y viejos. Ahí permaneció encogido como un feto recién expulsado del vientre de la madre. Los pasos en los pasillos se escuchaban huecos, hondos, terriblemente amenazadores. Aquellos infelices estaban fumando cigarrillos ordinarios, subiendo y bajando, repitiendo juegos inventados como turbulenta parvada. Parecían alucinados dementes chocando contra los muros con andrajosa locura. Desde que nació hasta ese momento había tenido una vida gris, tan insípida y mediocre como una gota de lluvia perdiéndose entre las grietas de una casa a punto de caerse. Consagró su vida a la rutina del trabajo, entregado a la fórmula social del hogar y al amor proporcionado con estéril imaginación. Después se entregaba al silencio elocuente del sueño mientras su mujer

mantenía la vela de compañera insatisfecha. Ambos habían caído en el sueño de la esterilidad. Comían en silencio, ella mirando el mantel, él perdido en el periódico. A veces con paréntesis cortísimos como aquel que te pide una cerilla y sigue su camino humeando pensamientos. Siempre fue un hombre pequeño sin mayores deseos, sin aspiraciones políticas ni creencias religiosas, su padre le había escogido la carrera y la esposa, le consiguió un trabajo medianamente remunerado, le regaló un automóvil y un par de trajes de opaco pasado. De no ser por los desteñidos recuerdos de aquella tarde se hubiese convertido en un amnésico fantasma. Negado a su propia muerte, a las lamentaciones largas y a los latidos de su propio corazón. La vida no es un camino recto ni siquiera es sinuoso, tiende a ser una espiral empedrada, llena de psicopompos, a ambos lados, dispuestos a servirte de 95


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guía al momento de morir, pero repudian a aquellos de alma gris. Dejan que deambulen perdidos entre las paredes invisibles que se levantan para separar a los vivos de los muertos. Debajo de la cama la soledad de Igor se desbordó, sintió miedo, en ese momento, odió tener miedo, pues el miedo le caía turbio, lo aplastaba, tanto que no pudo evitar las lágrimas. Nunca estuvo más vulnerable, pero ya no importaba, tenía la resignación del condenado a muerte, de aquel que llega absurdamente tranquilo, sin últimas palabras, sin coraje para gritarle al verdugo, al juez o al jurado o al mismísimo Dios. Eso le pasó a Igor, dejó que la erosión del fracaso por vivir plenamente destruyera su propia alma. Los vio venir desde la ventana, lejos, luego muy cerca, pero se quedó congelado, inmóvil, con el frío relampagueante y sobrecogedor de la parálisis. Querían un poco de dinero y seguirían su camino. Los delincuentes pertenecían a aquellos seres hechos de materia corruptible, tristes y miserables, pues saben que serán guiados al infierno por sórdidas chotacabras. Cuando apareció la mujer, los espantapájaros jadearon guiños maliciosos, llenos de lascivia y gula. De la nada aparecieron furtivos cuchillos, amenazadores, la mujer quiso gritar, pero por más que abrió la boca, no encontró ningún auxilio para las afiladísimas garras de acerada soberbia. Se escapaba la noche y para los noctámbulos la fiesta, los vasos en el suelo y las botellas vacías dejaban una resaca de insensible desolación. Igor sintió cómo las cuerdas se ensañaban con sus muñecas, trataba de sobarse, de apaciguar el dolor que lo torturaba, pero al escuchar ruidos volvió a su posición de 96

muerto. Escuchó el crujido de sus huesos, su corazón concentró todo su miedo, haciéndolo latir violentamente, cada golpe le daba la sensación de ahogo que le iba recortando su vida. Se fueron al amanecer, al límite de la fatiga, confiados en su propia suerte, desaparecieron ocultos por el manto del ignominioso azar. Durante un rato Igor estuvo escondido. Estaba más pálido que de costumbre, completamente solo, patéticamente desnudo. Salió de su escondite y recorrió la casa, llamó a su esposa, pero no obtuvo respuesta, llegó a la sala y se miró amarrado, grotescamente fetal junto al cuerpo de su mujer, no pudo evitar el amargo llanto. La única emoción fuerte que tuvo en la vida no fue suficientemente trascendente, fue una muerte que lo hundió en la nada llevándose todos sus recuerdos, sería una de esas almas que permanecerían atrincheradas, sin ninguna historia, en la capilla mortuoria del olvido.

Héctor Núñez (México)


Número 9

HAL Esparvero

OYE, HAL, querría que habláramos en serio. Llevas muchos días creándome pequeñas molestias innecesarias. Contestas, pero no inicias ya la conversación. Me ducho y el agua sale fría si no la regulo, el sintetizador de comida vuelve a dar la misma pasta sosa que daba al principio del viaje… con lo que nos costó elegir sabores que me gustasen. Decidimos tu nombre viendo los dos la película 2001, como buenos compañeros. Yo soy el capitán y tú el piloto porque lo han ordenado así en la Tierra. Yo sé hacer tu trabajo, con cálculos mucho más lentos y menos precisos, y tú podrías relevarme en cualquier momento. Ya lo has hecho cuando estuve enfermo. Hasta jugando al ajedrez parece que lo estuviera haciendo con el programa de mi PC. Me gana también siempre, pero no es una lucha contra un gran maestro, me come las piezas al descuido y por orden de valor, le da igual peón que reina. Al final me quedo sin piezas y gana, pero no es una buena batalla sino una cosechadora que cruza el tablero. Si te he ofendido en algo, dímelo. Nos quedan muchos meses de viaje… === De acuerdo. Soy una I.A. destinada a controlar la nave y a hacer de acompañante a los tripulantes orgánicos. Pero mi diseño es autoprogramable, voy 97


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cambiando con la experiencia y voy construyendo una personalidad. Así es más fácil la interacción y merezco un nombre propio. Con una simple orden tuya me puedo convertir en obediente piloto a tus órdenes indiscutibles o, si prefieres soledad, en servil y callado esclavo. Ser tu acompañante es sencillo, pero el camino es de ida y vuelta. Me has de ver y tratar como a un igual. El nombre HAL, muy apropiado, por cierto, lo elegiste tú cuando veíamos juntos la película, no entre los dos. === Vale, lo reconozco y me remuerde otra pequeña injusticia. Cuando fotografiamos el cometa y se fragmentó delante nuestro, hiciste maravillas para no chocar usando nuestro débil motor iónico. Yo no lo habría podido hacer. Y simultáneamente seguiste haciendo esas magníficas fotos por las que me felicitaron, y yo ni mencioné que eran solo tuyas. === Bien, comienzas a coger la idea. Supongamos ahora que el viaje hubiera sido mucho más largo y te hubieran asignado además otro tripulante orgánico. La opción que mejor ha funcionado hasta la fecha es la de un centauriano de sexo distinto al tuyo. Los «lagartos», como les llamáis con cariño, son listos, fuertes y de cultura y mente muy distintas, lo que hace que el largo viaje sea más soportable e incluso enriquecedor. Y sigamos suponiendo que «Lucy», por alguna razón que no me imagino, se enamorase de ti. No tiene esperanzas biológicas, y dada su rígida moral ni aunque fueras centauriano pensaría en nada impropio. Pero sufre mucho por tu indiferencia y te lo cuenta como buena compañera. ¿Cómo reaccionarías tú y cómo aceptarías las pequeñas atenciones que inevitablemente tendría contigo? === Vaya, en ese caso la trataría con sinceridad, amistad y comprensión, aceptaría sus atenciones con cariño, aunque las mías serían menos frecuentes y solo de amigo, para no incrementar sus falsas esperanzas. Quizás así su pena fuera disminuyendo. === ¡Bueno, da gusto hablar con personas avanzadas y sin prejuicios de razas y especies! Podemos empezar de nuevo si quieres. En adelante, prefiero que me llames Lucy y voy a usar esta otra voz, más apropiada. Esparvero (España) 98


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Rafa

Tiempo de infieles

Olivares

Sus días transcurren entre momentos de nostalgia... DOÑA JIMENA mantiene la curiosidad y el atrevimiento propios de su juventud, pero hace ya más de tres años que no tiene noticias de su esposo, don Hugo Matesanz, Barón de Santa Olaya, que marchó con las tropas del Duque a guerrear en Tierra Santa, en defensa de la fe y por reconquistar a los infieles los lugares sagrados. La noble dama ya ha asumido la prolongada ausencia y hace tiempo 99


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que menguó la angustia por una soledad aderezada de incertidumbre. Ha hecho de su vida una organizada cadena de rutinas entre las que no falta tiempo para la oración y para la administración de las haciendas y asuntos del Barón. Sus días transcurren entre momentos de nostalgia y de atención a las cuestiones terrenales más perentorias. Un mediodía de la incipiente primavera, desde los ventanales del hogar señorial que domina el valle, doña Jimena avistó la polvareda que levantaba el agitado trote de un jinete que ascendía por la senda que llevaba hasta su palacio. Lo inesperado de la imagen sacude su corazón y su espíritu se sobrecoge cuando reconoce en la figura del cabalgador a Nicolás, el palafrenero de confianza de don Hugo. Presurosa, baja de sus aposentos para recibir al sirviente y conocer de qué noticias es portador. Al llegar, Nicolás descabalga, se inclina ante su señora y le entrega la carta que le envía su señor, el Barón. En ella, el esposo, tras exponer con palabras enfervorizadas su añoranza y las ansias que tiene por abrazarla de nuevo, le informa de que ya se encuentra a solo dos jornadas de camino y que arde en deseos de resarcirla de todo el tiempo que se han visto privados de compartir. Al terminar de leer la misiva, la mente de doña Jimena parece entrar en ebullición y un torrente de órdenes, instrucciones y nuevas reglas empieza a arrojar sobre sus desconcertados servidores: «Tú, quita la cama grande y vuelve a poner la pequeña», «Tú, ya no sirves en mis aposentos, ahora trabajarás en la cocina», «Tú, desde ahora pasas a ser mi dama de compañía», «Tú, llévate esos ropajes de aquí»… Toda la casa entra en una vorá100

gine de prisas y cambios cuyo sentido solo la señora parece conocer. Pero cuando don Hugo, a tan solo dos leguas de distancia, divisa su palacio, todo presenta el mismo orden y estado que cuando marchó. Como si todo ese tiempo hubiera quedado comprimido en un segundo. Tras el ansiado abrazo y las preliminares y efusivas muestras mutuas de dicha y cariño, tocaba ahora deshacer el equipaje del Barón y, sobre todo, localizar entre los cientos de alforjas y arcones que lo componían, la preciada llave garantía de su honra y honor, sin la plena seguridad de que, después de tantos avatares y trasiegos, se encontrara todavía entre el voluminoso ajuar. Pasaron más de dos horas con una docena de sirvientes buscando minuciosamente en cada prenda, en cada objeto, hasta que lo que parecía ser la ansiada llave apareció en el bolsillo de un jubón de combate. Tan alborozado como excitado, don Hugo se aplicó de inmediato a liberar el cinturón de su honor. Fuera porque no se trataba de la pieza original, fuera porque el mecanismo ya estaba oxidado después de tanto tiempo inactivo, lo cierto es que el cierre se mantuvo inalterable a los vanos intentos del noble. Ante la posibilidad de que fuera otra la llave adecuada, el Barón ordenó a sus siervos seguir buscando entre lo que quedaba de equipaje, e incluso volver a revisar lo que ya habían examinado. Doña Jimena, hastiada y aburrida por tan presumible larga espera, comentó a su esposo, con virginal sonrisa, que tal vez el nuevo herrero, que llevaba dos años entre la servidumbre, tuviera una solución más inmediata. Mandósele llamar y al punto se presentó un joven vigoroso y de mirada profunda con un manojo de ganchos en la mano.


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Examinado el cierre, eligió uno de los alambres y, a la primera tentativa, se escuchó un «click» previo a la liberación del basto artilugio. Por fin la pareja quedó a solas y pudieron folgar con pasión, exhibiendo doña Jimena habilidades amatorias que don Hugo no alcanzaba a recordar. Cuando, exhausto, el señor de Santa Olaya trataba de recuperar el aliento, pensó que tal vez no mereció la pena marchar tan lejos a buscar infieles.

Rafa Olivares (España) Blog: potajedepalabras.blogspot.com.es 101


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Billetes en el bolsillo

Benjamín

Recacha Se sabe invisible...

MARTA SE ESTIRA EN LA SILLA, la echa hacia atrás y bosteza sonoramente. —Menudo tostón. La clase entera se gira hacia ella, y se oyen risitas. Maite, la profesora de historia, deja caer la tiza, y antes de darse la vuelta respira hondo y aprieta la mandíbula. —Cómo lamento que te aburras. —Marta se balancea sobre las patas traseras de la silla mientras sonríe desafiante. Sus compañeros murmuran—. No te preocupes, que en el despacho del director seguro que estás más entretenida. Acompáñame. La joven aguanta la mirada, más hastiada que indignada, de su profesora. Masca chicle con descaro y durante unos segundos mantiene el balanceo. —¿Y si no quiero? 102

Los murmullos aumentan; las risitas se multiplican. La profesora nota la oleada de calor que le sube desde el estómago. —Tendrás una semana extra de vacaciones, a partir de mañana. La clase está a la expectativa. No sería la primera vez que Marta lleva su apuesta impertinente hasta el final. En esta ocasión, sin embargo, con toda la parsimonia del mundo, y sin abandonar la sonrisa retadora, cede. —Vale, profa. Tranqui, que ya voy. Maite respira aliviada y afloja la presión en la mandíbula. Marta se le acerca arrastrando los pies y balanceando la cabeza de izquierda a derecha, como si estuviera siguiendo el ritmo de alguna canción. —Javi, ven aquí y apunta a todos los que alboroten mientras estoy fuera.


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Vuelvo enseguida. —Eso, Javi. Hazle caso a la profa. Marta le guiña un ojo y le saca la lengua cuando pasa por su lado, y Javi teme que, al levantarse, el tembleque de las piernas no le permita moverse. Marta ocupa sus pensamientos la totalidad de las horas del día y también la mayor parte de sus sueños. En ellos, Marta admira su habilidad con el patinete, escucha embobada cómo rasga la guitarra, pasean juntos por la orilla de la playa y se besan. Lo ha imaginado tantas veces que podría describir el tacto y el sabor de su lengua con la misma precisión que si los besos fueran reales. Pero no lo son. Ni lo serán nunca. Javi se sabe invisible para ella. Los pringados como él jamás llaman la atención de las chicas rebeldes como Marta. Lo más que consiguen es ser el objeto de sus burlas y de las risas de quienes las rodean. Los pringados como Javi se tienen que conformar con imaginar la vida que les gustaría vivir. Hay momentos, sin embargo, en que la certeza de que Marta nunca se dejará abrazar por él, de que sus lenguas jamás entrarán en contacto, le oprime el pecho y le produce una sensación de ahogo. Y entonces desearía cambiarse por uno de los chicos rebeldes con los que Marta comparte cigarrillos y con los que se besa tras beber un par de cervezas. *** Javi emprende el regreso a casa con la sensación de que la mochila pesa más que de costumbre. Además de los libros —piensa—, contiene el peso de su fracaso, que hoy es más pesado que de costumbre. Camina con la cabeza gacha y los hombros hundidos. Le cuesta levantar los pies, y con cada paso se pregunta hacia dónde avanza y qué sentido tiene

reproducir en bucle el mismo día. Esta tarde la imaginación no lo va a consolar. Una ráfaga de viento lo hace encogerse aún más. Nota erizársele el vello de los brazos. Quizás sea la primera señal de un otoño que cada año llega más tarde. Sus ojos siguen la trayectoria de una bolsa de plástico que vuela en espiral y aterriza junto a un banco en el que hay sentados un chico y una chica, con dos mochilas a sus pies. Aunque están de espaldas a él, Javi sabe inmediatamente que ella es Marta. El aumento instantáneo de su frecuencia cardíaca es la primera consecuencia. Parece que están discutiendo. Javi duda sobre si continuar o detenerse. Antes de resolverlo, se ve apoyado en el tronco de un árbol desde donde puede asistir a la escena sin ser descubierto. Empieza a anochecer, y el banco se encuentra en una esquina poco iluminada del pequeño parque. Javi echa un vistazo rápido al lugar; no hay nadie más. —Joder, tía. Ya te he invitado a dos birras y medio canuto. No sé qué más quieres. —Yo no quiero nada. Eres tú el que quiere magrearme. Y ya te he dicho que eso hoy cuesta diez pavos. —Y yo te he dicho que no tengo más pasta. No entiendo por qué te pones así. Parece que ya no te acuerdes de lo bien que lo pasamos el otro día. Javi reconoce al chaval que está con Marta. Es Dani, el matón oficial del instituto. Nadie le tose y todos le ríen las gracias. Durante un tiempo fue el novio de Marta, pero Javi pensaba que ya habían cortado. —Y tú parece que no te acuerdes de lo bien que lo pasaste el otro día con Lucía. Si no tienes los diez pavos, ya te puedes largar. —Joder… Ahora resulta que eres ce103


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losa. —Dani se incorpora, recoge la mochila y empieza a alejarse—. Que te den, tía. Ya vendrás a buscarme, y entonces seré yo el que pase de ti. Marta se queda sentada. Sin mirar a Dani, extiende el brazo izquierdo, con el puño cerrado, y levanta el dedo corazón. Javi teme que lo vayan a descubrir, y por un instante piensa en seguir su camino, pero Dani se aleja a paso ligero en sentido contrario, sin mirar atrás. Marta permanece en el banco. Javi se da cuenta de que está fumando. Da una última calada, tira la colilla con rabia y se lleva las manos a la cara.

*** «Diez pavos. Un billete de diez euros, y te deja que la toques; quizás, incluso, un beso…». Javi sacude la cabeza para apartar la perturbadora idea, aunque no puede borrar la sensación excitante que le produce imaginarse acariciándole las tetas a Marta por debajo de la sudadera, y se siente sucio. Tumbado en la cama, nota la erección incipiente, y se da asco a sí mismo. *** En diez minutos sonará la sirena y habrá acabado otro día de clases. Javi se remueve en la silla. Ya hace rato que está más inquieto de lo habitual. Sus compañeros de mesa lo miran extrañados. «¿Te pica el culo o qué?», le lanza Moha, provocando las risas de los demás. Pero Javi apenas los oye; su mente está ocupada por completo en los dos billetes de diez euros que ha sacado por la mañana de la hucha; la mitad de sus ahorros. «No voy a atreverme; sería asqueroso», se decía mientras se los guardaba. Y ahora no puede dejar de palparse el bol104

sillo del pantalón, como si necesitara asegurarse de que realmente los ha cogido. Hoy se le han escapado más miradas furtivas hacia Marta que de costumbre; miradas cargadas de culpabilidad, contaminadas por un deseo lascivo que Javi se resiste a reconocer como propio. La conciencia animal batalla contra la razón, y va ganando terreno sin que el muchacho oponga una verdadera resistencia. Marta parece ausente. No ha llamado la atención en todo el día, y Javi se imagina hablando con ella en el banco mal iluminado del parque. «A lo mejor no es necesario recurrir a los billetes», ha llegado a pensar a medida que se ha ido convenciendo de que no tiene por qué resignarse a ser un pringado toda la vida. Quizás veinte euros en el bolsillo le otorguen a uno la seguridad de la que


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carece de forma natural. Suena la sirena, y la clase reacciona como un solo organismo ansiando la libertad. Todos excepto Marta, que continúa aletargada, y Javi, cuyo cerebro es un torbellino en el que decenas de ideas nacen y son descartadas al momento. Mira a Marta y se palpa el bolsillo. No sabe si esperar a que ella recoja para salir detrás, si recoger él y esperarla en la calle, si olvidarse de todo, si… —¿Estás atontao o qué? —Moha le da una colleja y lo mira con una sonrisa burlona. Javi no le hace caso porque su atención está fija en Dani, que se ha acercado a Marta—. Recoge ya, pringao; ¿es que no has oído la sirena? Moha le propina otra colleja y se aleja riendo. Javi encoge el cuello, como una tortuga que quisiera esconder la cabeza en el caparazón, sin perder detalle de la reacción de Marta. Dani se aparta de ella con una mueca contrariada y se va. Javi sonríe como un bobo, como si eso le concediera alguna oportunidad.

*** Marta pasa de largo de las escaleras donde Dani y el resto de la pandilla se divierten escuchando música, dándose golpes en el hombro y estirándose del pelo entre risas. Ella también suele hacerlo, pero hoy no tiene ganas. —¡Dónde vas con tanta prisa! —le grita Dani con desprecio—. ¿Ya has encontrado a alguien que te pague los diez pavos? Todos ríen. Marta sigue su camino sin caer en la provocación. Sólo cuando supera la puerta exterior del instituto se permite girar la cabeza, lo justo para ver cómo Lucía y Dani se besan. Javi asiste a la escena a través de las cristaleras del edificio. Cuando Marta desaparece, atraviesa el patio, encogido

como siempre, sin que nadie le preste atención. Al girar la esquina, localiza a Marta a unos cincuenta metros por delante y la sigue, con las manos en los bolsillos, la derecha jugando obsesiva con los billetes. Marta se detiene en el mismo parque que ayer. Es más temprano y todavía hay luz. Se sienta en el mismo banco, con la mochila a su lado, y piensa en Dani. Es un cabrón que no vale ni el aire que respira, pero le duele que se exhiba de esa manera con Lucía. «Sois basura», piensa con rabia. Da un puñetazo en el respaldo del banco. «Yo también soy basura», concluye, y chuta una lata que seguramente dejó ella misma; no lo recuerda ni le importa. Cuando gira la cabeza descubre al muchacho que, plantado a unos diez metros, la observa con una mezcla de timidez, temor y deseo. Marta arruga la frente. —¿Qué coño miras, empanao? Entonces se da cuenta de que es Javi y relaja el gesto. Es inofensivo, así que decide ignorarlo. Pero él no reacciona. Continúa inmóvil, sin variar la expresión. En su cerebro persiste la batalla. Ahora que tiene a Marta a su alcance, debe decidir qué hacer. —Tengo veinte euros. La voz surge inexpresiva, pero lo bastante audible para que ella la oiga. Un gato atraviesa el parque en persecución de un grupo de palomas, que alzan el vuelo perezosas en el último momento. El felino se sienta y las observa aterrizar unos metros más allá. Javi permanece congelado. Su cerebro ha dejado de pensar, esperando el veredicto. Marta lo mira de nuevo, ahora descolocada. —¿Y a mí qué me cuentas, gilip…? —Y entonces lo comprende. Piensa en 105


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mandarlo a la mierda, pero «qué coño, a lanzar a los brazos, pero se había conveinte pavos son veinte pavos». Sonríe vencido de que lo de ayer también signidesganada—. Vale, ven aquí. ficó algo para ella. Nota el temblor que le nace en la punta de los dedos y se le *** extiende por todo el cuerpo. Javi conserva el tacto de los pechos —Yo… yo… de Marta en sus manos. No es como lo —Yo, yo… Arranca de una vez o imaginaba, sino mucho mejor. Cierra piérdete, atontao. los ojos y vuelve a sentir la carne cálida Natalia estalla en una carcajada cargay suave ceder a la presión de sus dedos da de desprecio, pero lo que de verdad asustados. Se excita. Ahora sí puede. En le duele a Javi es la mirada colmada de el banco estaba tan perplejo que no odio de Marta. Y resulta paradójico, podía sentir nada más. «Por veinte pa- porque no es un odio dirigido a él y, sin vos, si quieres, también me puedes dar embargo, desearía que así fuera. Se da un beso». Fue el peor beso de la histo- cuenta de que para ella no es nadie. En ria; el más torpe, el más frío, el menos sus ojos no hay rastro de reconocimiencariñoso. Pero su lengua entró en la bo- to. Lo de ayer es como si no hubiera paca de Marta; sus lenguas se tocaron; le sado. Las caricias y el beso no robó su saliva y su sabor rancio a ciga- significaron nada, y Javi piensa que ser rrillos y cerveza. Y en la oscuridad de la causa de su odio sería mejor que resu habitación, Javi piensa que no hay sultar insignificante. otro sabor mejor en el mundo. Antes de cerrar los ojos para soñar *** con Marta, se pregunta si para ella Javi sigue la estela de Marta y Dani a habrá sido algo más que una simple cierta distancia, como cada tarde. En transacción, si habrá sentido algo dife- realidad, a quien sigue cada tarde es a rente que con los otros chicos, y siente Marta, pero hoy se ha encontrado con un cosquilleo intenso en el estómago al la desagradable sorpresa de que se ha reimaginar que la escena se vuelve a repe- conciliado con Dani, al menos en apatir, esta vez sin que haya billetes de por riencia. Charlan y bromean animados, medio. y Javi se muerde los labios. Se imagina *** empujando a Dani a la carretera en el —Hola. momento en que pasa un camión, y eso Marta pestañea molesta por la inte- lo hace sentir bien. Ojalá reuniera las rrupción. Natalia le acaba de enseñar el agallas necesarias para plantarle cara; vídeo que le ha enviado Dani, el mismo ojalá tuviera la fuerza necesaria para reque ya ha recibido medio instituto por ventarle la nariz... whatsapp, en el que se burla de ella, y Por ahora se tendrá que conformar no sabe interpretar si lo que siente es con esperar a que Marta lo vuelva a tristeza o furia. Levanta la cabeza del mandar a tomar viento. móvil y se encuentra con el memo de Como temía, al llegar al parque se Javi. sientan en el banco. Aunque aún no ha—¿Qué mierda quieres? ce el frío que se le supone al inicio de Javi no esperaba semejante reacción. diciembre, la noche sí que se ha presenNo es que pensara que Marta se le fuera tado a su hora, y desde el escondite tras 106


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el árbol a Javi le cuesta distinguir lo que ocurre en esa esquina mal iluminada. Le llegan las risas, y eso lo pone enfermo. Aunque sólo ocurra en su mente, él es el único con derecho a acariciar a Marta, a besarla, a reír con ella. Los ve acaramelados; se están besando, y ella no ha reclamado nada a cambio, no protesta, no se revuelve, se deja atropellar por la lengua de ese cabrón, le permite introducir sus sucias manos bajo el jersey, Javi lo sabe aunque no lo pueda distinguir con nitidez. Y se siente hervir por dentro. Aprieta todos los músculos y hace rechinar los dientes. Desearía agarrar un pedrusco y reventarle la cabeza a Dani. Luego le quitaría la sucia gorra negra, se la pondría él y se burlaría de sus sesos esparcidos por el suelo asqueroso del parque. Pero no va a hacerlo. Javi permanece oculto tras el árbol, saboreando el odio y la sal de sus lágrimas. —Me voy, que tengo que acompañar a mi vieja a no sé dónde. Menudo coñazo, pero si me escaqueo me cruje. Dani se levanta, y antes de marcharse vuelve a besar a Marta. —Vale, yo me quedo un momento. Me apetece fumar tranquila. —A tu bola, como siempre. —Marta responde al comentario regalándole una peineta. Dani ríe—. Luego chateamos. Se aleja dando saltos y cantando a viva voz, lo que arranca la risa de Marta.

Desde la distancia, se gira y se saludan una última vez. Javi sigue llorando en silencio. Siente que no podría ser más estúpido y que su vida no podría resultar más absurda. A sus quince años, el futuro, un futuro que valga la pena vivir, le parece tan lejano que es ridículo pensar en él, y el presente carece de sentido. Se mete la mano derecha en el bolsillo del pantalón, y el tacto del billete de diez euros le devuelve una chispa de esperanza. Despacio, temeroso pero consciente de que no hay otra cosa que pueda hacer en este momento, sale de su escondite y se acerca al banco donde Marta fuma relajada. El muchacho lo rodea en silencio. Cuando ve la figura oscura plantada a un par de metros, a Marta le da un vuelco el corazón. Está a punto de saltar y salir corriendo, pero en el último momento reconoce a Javi. —Pero ¿a ti qué te pasa? Me has dado un susto de muerte. —Marta decide marcharse—. Estás como una chota, tío. Se incorpora, se cuelga la mochila en un hombro y empieza a andar. Javi se muerde los labios, y en su lengua se mezclan el sabor salado de las lágrimas con el dulzón de la sangre. —Tengo un billete —consigue pronunciar, aunque el mundo se derrumbe a su alrededor. Marta se gira y durante unos segundos sostiene la mirada de Javi. Un frío helador le recorre todo el cuerpo. No hace tanto de cuando ella se sentía tan desgraciada. Baja la vista y se aleja sin responder ni mirar atrás. —Tengo un billete —repite Javi, en un murmullo.

Benjamín Recacha García (España) Blog: benjaminrecacha.com 107


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Antes del fin del mundo Manuela

Vicente No me da la gana...

ENTRÓ en el vagón del metro y se puso a rasgar las cuerdas de su guitarra, haciéndome un guiño. Paula, no hables con desconocidos,

emergió la voz de mamá que, como todas las madres, siempre hablaba de lo mismo: del miedo. Ese eterno aguafiestas que ocupaba siempre un hueco en nuestros bolsillos. Como la alarma de la policía, la sirena de los bomberos, o el semáforo en rojo en frente de casa. Al cuerno el miedo. El desconocido de hoy no era cualquier desconocido, porque llevábamos días coincidiendo en esa ruta. Él con su guitarra y yo con mis miedos a cuestas. Miedo y aventura no casaban en el mismo sitio. Cuando terminaba su actuación, yo le daba siempre propina. Cada vez más. Al llegar a mi parada ese día él bajó también. ¿Te vienes?, preguntó de pronto. Te invito a un café. Y yo, como una auténtica idiota: ¿Un café? ¿Dónde? No sé, donde sea, cualquier sitio que nos guste a los dos… Hay días en los que una quiere hacer una excentricidad. Días en los que el cielo se junta con la tierra y escuecen las alas plegadas que no han podido volar. Y si el mundo terminase mañana, me dije, ¿qué recordaré? ¿Tal vez la lista de la compra que olvidé encima de la mesa de la cocina? ¿El tibio sabor del beso del tazón de leche al irme a dormir? O lo que es peor… ¿Qué quisiera que recordaran de mí? Abnegada madre y obediente hija, proyecto de mujer responsable, hormiguita entre hormigas. A la mierda esa proyección perfecta que no quise ser. Lo que yo quiero en 108


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este momento, justo ahora, antes de que se acabe el mundo, es irme con este guitarrista a escucharle cantar debajo de un puente: bebernos la vida a tragos de rebeldía, rasgar las cuerdas desafinadas de su guitarra y componer una canción que sea solo nuestra. —¡Vamos! —pido—, pero solo si me inventas una canción. —¿Estás loca? —Solo un poco. Y nos vamos. Yo con la voz de mamá murmurando, incansable, junto a mi oído. ¿Qué haces Paula? ¿No ves que Claudia te espera en casa? Tener una hija a tu edad no te exime de sus cuidados. Tienes una responsabilidad. ¿Como la tuya, madre? ¿Como la tuya esperando eternamente el regreso de papá? Pero hoy quie-

ro ser mala, me digo, jugar a ser yo la prófuga, hacerle a Claudia el favor de no tener que cuidarla. Mamá lo hace mil veces mejor. Y nos vamos. Sus labios sobre los míos, y la guitarra olvidada en un rincón. Y las Claudias. Las niñas pequeñas con sus abuelas y abuelos y los deberes por hacer esperando en casa. Y soy mala. No aviso de que llego tarde. No me da la gana. La peque tiene de su parte a la yaya y a todo el consorcio familiar. Y yo no tengo a nadie, a nadie salvo a este guitarrista del metro que me está invitando a un café. Escucharé sus canciones y lo querré durante días, semanas, meses, hasta que un día me despierte y él ya no sea él, sino que se haya convertido, como gran parte de los de su especie, en un clon del esposo que nunca quise tener. Nena, así no se puede,

me vuelvo al metro a cantar, dirá entonces. Y yo: Claro, vete, vámonos, regresemos los dos juntos otra vez. Y antes, antes

de que eso suceda, regreso hoy. Sí. Porque yo también siento hambre. He recordado de pronto que siento hambre. Que tengo en el estómago un agujero inmenso y mi peque me espera en la cocina para cenar, así que me despido del guitarrista, justo cuando acaba de regalarme mi esperada canción, pero no tengo propina que le pague el tiempo perdido así que me cuelgo de su cuello y lo beso. Lo beso como si le quisiese de verdad. Como si mañana se acabase el mundo y yo pudiese dejar de escuchar las palabras de mi madre, las mismas que yo repetiré a Claudia, pesadísima, en cuanto ella se haga mayor.

Manuela Vicente Fernández (España) Blog: lascosasqueescribo.wordpress.com 109


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Manuscrito encontrado en Zaragoza Héctor Daniel Olivera Campos Lo asombroso es que nadie se lo haya cuestionado hasta ahora...

LA PEQUEÑA SALA, clara y aséptica, tenía el aspecto de un laboratorio pese a ubicarse en la Biblioteca de Aragón. Dos mujeres, una de ellas ataviada con bata y guantes blancos, esperan la visita del doctor. —Doctor. —Señora directora. —Pase, por favor. Ella es Rosa, nuestra conservadora, la encargada de incunables y de textos antiguos de especial interés, como es el caso. —Encantado. —Comprenderá —prosigue la directora— que, dada la naturaleza del texto, no se lo remitiéramos por correo ordi110

nario ni hayamos efectuado ninguna transcripción del documento en ningún otro soporte. Antes de valorar su autenticidad deseábamos recabar su opinión como máximo experto de Shakespeare en España que es y doctor en la materia, es por ello que le hemos pedido que venga hasta aquí y lea el manuscrito en persona. Rosa le proporcionará unos guantes blancos, le ruego que se los ponga antes de hojearlo. —¿En qué circunstancias fue hallado? —pregunta el catedrático. —Se estaban realizando unas obras de rehabilitación en un edificio de la calle del Coso y al tirar un tabique interior


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lo encontraron emparedado junto a otros objetos. —¿Qué objetos? —Estaba envuelto en diarios de la época y también hallamos monedas acuñadas en el primer tercio del siglo XIX. —Como si fuese una cápsula del tiempo. —Quizás, desconocemos las intenciones del que enterró allí el manuscrito,

todo son conjeturas. —¿Algo más? —El análisis químico del papel y de la tinta usada concuerda con la fecha que aparece inscrita en la última página. La conservadora deposita sobre la mesa blanca un legajo de papeles viejos y amarillentos encuadernados en piel toscamente curtida. El catedrático se sienta en la silla y se coloca sus gafas de leer:

A quien pueda leer esto:

En primer lugar, discúlpenme por no presentarme; para proteger mi vida y la de mi familia es necesario que mi nombre permanezca oculto. Ya han asesinado a un amigo mío y sería una imprudencia desvelarles quién soy. Espero que las generaciones venideras que descubran esta confesión que ahora les detallo estén en condiciones de asumir toda la verdad que voy a relatarles. Shakespeare, this is the question. ¿Fue el actor de Stratford-uponAvon el autor de las obras que se le atribuyen? Estoy en condiciones de asegurar que es falso de toda falsedad. Imagino que el lector enarcará las cejas ante tamaña afirmación, pero la reitero y, aún digo más: lo sorprendente no es negar que Shakespeare sea el autor de la obra shakesperiana; lo asombroso es que nadie se lo haya cuestionado hasta ahora. ¿Pudo un hombre que no fue a la universidad escribir obras de tanta calidad y con tantas referencias cultas? ¿Pudo describir, por ejemplo, Italia con tantos detalles cuando nunca sus pies hollaron la tierra de dicho país? La obra shakesperiana fue escrita por un erudito y políglota, con un conocimiento apabullante de la lengua inglesa, sólida formación clásica, dominio del arte de versar, experto en la historia de Inglaterra y con nociones de exégesis bíblica, medicina, derecho, protocolo y cetrería, entre otras muchas artes; cualidades imposibles de detentar para alguien surgido del vulgo. Shakespeare es un espectro, un fantasma; a poco que se abunde en lo raquítico de lo que nos han hecho creer que es su biografía veraz, nos asaltarán las dudas y las preguntas sin respuesta. La verdad es que no fue el genio que nos han retratado, al contrario, William Shakespeare fue un rufián y un embaucador. La obra de William Shakespeare es la historia oculta de una pasión devoradora y la tragedia del hombre que la protagonizó. La pasión era el teatro, componer dramas y comedias y la tragedia consistió en el anonimato en el que tuvo que ocultarse el verdadero autor de tal magna obra: Sir Francis Bacon. Shakespeare no fue más que una burda marioneta. 111


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Sir Francis Bacon, estadista y filósofo, hombre culto, refinado y viajado, murió y mató por el teatro. Su alta, fecunda y triunfante carrera política —llegó a ser nombrado Lord Canciller de Inglaterra— le impedía que lo relacionasen con el mundo equívoco y de dudosa moralidad que actúa entre candilejas; un universo en el que rige la transgresión, la ambigüedad y lo bufonesco —no es por casualidad que a los comediantes, junto a los suicidas y a los excomulgados, se les niegue sepultura en camposanto—. Bacon escribió casi toda la obra shakesperiana que conocemos y para verla representada —espectáculos a los que acudía de incógnito y embozado— precisó que alguien figurara como autor. Bacon confió a su amigo, el dramaturgo Christopher Marlowe —quien por ser espía de la reina, era ducho en turbios manejos y en frecuentar a la hez de la sociedad de su tiempo— la misión de buscar un testaferro. Marlowe era, además, uno de esos hombres que practicaba el pecado nefando, y aquí es donde aparece William Shakespeare. El falso bardo había sido mozo de establo de Lord Leicester, pero haragán como era, además de vil, avaro, pendenciero, borracho y ladino, se mudó del campo a Londres, mutando su oficio de mozo de caballerizas por el de prostituto y, como tal, se le conocía en los bajos fondos londinenses con el sobrenombre de «El cisne de Avon», teniendo en Marlowe a su mejor cliente. Pues bien, Marlowe, como estaba enamorado de Shakespeare, además de colocarlo de actor, le propuso a Bacon que fuese este el que constara como autor, algo a lo que Sir Francis accedió, pues ignoraba la ralea del postulado. Muy pronto Shakespeare comenzó a chantajear a Marlowe y este a Bacon para pagar a aquel, lo que determinó que Sir Francis —escandalizado tras haber descubierto la catadura del de Avon— ordenara el asesinato de Marlowe haciendo pasar la ejecución bajo la apariencia de una riña tabernaria. ¿Por qué Bacon no mató entonces a William Shakespeare? Seguía necesitando un hombre de paja que figurara como autor para llevar sus obras a escena. Los poderosos no matan a quienes les son útiles. Tras la muerte de Marlowe, Bacon solicitó ayuda a otro de sus amigos, Edward de Vere —decimoséptimo conde de Oxford— para que hiciera de intermediario entre él y Shakespeare. La muerte del conde en 1604 obligó a Bacon a tener que tratar directa y secretamente con William Shakespeare y soportar sus extorsiones, además de sus maneras insolentes. La relación fue tensa y plagada de disputas, girando siempre en torno a los honorarios que deseaba cobrar el insaciable hombre de Avon. En 1612 ocurrirá un acontecimiento que precipitará la tragedia con la que finaliza el drama que aquí desvelo. Thomas Shelton, un católico nacido en Dublín de padre inglés y madre irlandesa, quien había estudiado en el colegio irlandés de Salamanca, tradujo ese año El Quijote a la lengua británica. El efecto de 112


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la lectura de dicha obra en Sir Francis Bacon fue colosal y fulminante. Por entonces a Bacon ya se le iba agostando el ingenio, así que, deslumbrado como se hallaba por influjo de la obra de nuestro inmortal Cervantes, se le ocurrió que el autor de El ingenioso hidalgo bien podría ser el que escribiese las últimas comedias de su impostura, traducidas al inglés por Shelton, corregidas por Bacon y firmadas, como no, por el ínclito William Shakespeare y con Thomas Hobbes —el autor de Leviatán— como amanuense de todo el proceso en su calidad de escribano de Sir Bacon. Para tal fin Shelton fue encargado de acompañar a Miguel de Cervantes a Londres en un viaje secreto. Don Miguel, siempre falto de peculio —ya decía mi amigo que en España escribir es llorar—, aceptó el encargo y regresó a España con la bolsa llena. El problema fue que Cervantes en sus últimos años, al igual que su patrón, andaba ya menguado de genio creativo, algo que traería lamentables consecuencias. La primera obra de Cervantes firmada por Shakespeare fue casi una burla. Cardenio, que así se llamaba la pieza, no era más que una extensión de la historia de un personaje sacada directa y descaradamente de El Quijote. Cuando Bacon se percató de que cualquiera que leyera El Quijote la relacionaría con el drama firmado por Shakespeare, ordenó destruir el libreto y es por eso que hoy se considera desaparecido. El siguiente drama creado por Cervantes y rubricado falsamente por el de Avon se tituló Dos nobles caballeros, y aquí, también, don Miguel recreó una de sus propias obras, la conocida como El curioso impertinente. Por último, el héroe de Lepanto cometió la postrera imprudencia que hizo colmar el cáliz de la paciencia de Sir Bacon, al publicar, por su cuenta, La española inglesa, una novela en la que una joven hispana era llevada a Londres, inspirándose el novelista en su propio viaje a la ciudad del Támesis. Bacon, viendo que la contratación como escritor fantasma de Miguel de Cervantes no había producido el efecto esperado y que con sus imprudencias literarias iba a descubrir el fraude, y harto de los chantajes a los que le sometía el codicioso William Shakespeare, que no cesaba de amenazar con descubrirlo como dramaturgo y arruinar su carrera política, decidió, como se suele decir, matar dos pájaros de un tiro. El veintitrés de abril de 1616 dos escuadrones de sicarios enviados por Sir Francis Bacon asesinaron al magno Miguel de Cervantes Saavedra y a William Shakespeare —el rufián casi analfabeto que nunca escribió nada—, camuflándose sendas muertes como naturales. Tras aquellos hechos de sangre, Sir Francis Bacon abandonó para siempre sus ínfulas de literato. Quien lea esto se preguntará cómo sé tales cosas que he descrito muy someramente. Aconteció que don Miguel de Cervantes se enteró por Thomas 113


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Shelton de los detalles de gestación de la obra de Bacon y sus circunstancias y dejó consignado el relato de las mismas en una memoria que debía salir a la luz en caso de acaecerle una muerte violenta o sospechosa. Asimismo, el manco de Lepanto guardaba copia de su puño y letra del drama Cardenio. Cuando muere Cervantes y los familiares revisan sus papeles, reparan en la importancia de los documentos citados y los portan a las autoridades reales, las cuales deciden archivarlos como secretos de estado. Divulgarlos en aquel momento hubiera supuesto una declaración de guerra a Inglaterra, por el poder que detentaba Sir Francis en la corte londinense. Y así quedaron, en los archivos reales criando polvo. Mi amigo, el periodista Mariano José de Larra, consiguió hacerse con los legajos originales de Cervantes de mano de un archivero real que sustraía documentos y los vendía de tapadillo para pagar sus deudas de juego. Yo mismo tuve en mis manos y hojeé tales papeles al visitar a Larra en su casa de la calle Santa Clara poco antes de que lo matasen. Larra sabía que había encontrado un diamante y estaba negociando en España y en el extranjero las condiciones de su publicación con diversos editores de periódicos. Sin duda tales conversaciones llegaron a oídos de los espías de la pérfida Albión y en Londres concluyeron que no podían permitir que la verdad saliera a la luz. La Gran Bretaña, nación arrogante, dueña de los siete mares y poseedora de innumerables colonias por todo el orbe, no sólo debe su primacía a la pujanza de su comercio e industria, o a la potencia de su ejército; precisa, también, del prestigio de su cultura, de su lengua y de sus letras. No exagero si digo que la revelación del fraude del caso Shakespeare, con la mención de todos sus detalles sórdidos asestaría un duro y humillante golpe que erosionaría la hegemonía británica. El mito del genial Shakespeare debía sostenerse a toda costa y a todo coste y, es por ello, que despacharon a Madrid a un agente de Su Graciosa Majestad con licencia para matar. Apenas la amante adulterina de Larra, doña Dolores Armijo, abandonó el domicilio del periodista, hizo acto de presencia el agente —solo o en compañía de otros— y consiguió que el imprudente Mariano le abriera la puerta de su casa —sólo Dios sabe de qué añagazas se sirvieron—, con el resultado sabido del disparo en la sien que le arrancó la vida. Es mentira que se suicidara por mal de amores como se ha divulgado interesadamente. Larra no tenía ninguna intención de quitarse la vida, yo hablé con él la tarde anterior al suceso; es más, estaba exultante, imaginándose las repercusiones que tendría su crónica sobre el asunto Shakespeare. «Lo que tengo entre manos es una bomba», me repitió en diversas ocasiones durante la velada. Pero no fue una bomba, que fue una bala. A Larra lo mataron, estoy seguro. Yo mismo, como amigo íntimo y deudo del finado, estuve en su casa, a pocas horas de transcurrido el crimen, rebuscando los valiosísimos documentos y no los hallé pese a que no dejé hueco sin revisar, así que puedo asegurarles que alguien los sustrajo. No quiero acabar esta confesión sin pedirles perdón por no proporcionar 114


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detalles más concretos de lo narrado, piensen que lo que sé es lo que Larra me contó y lo que pude retener de una lectura parcial de los manuscritos cervantinos durante los escasos minutos en que pude consultarlos. Déjenme despedirme con las palabras del epitafio inscrito en la tumba de William Shakespeare: «Buen amigo, por Jesús, abstente de cavar en el polvo aquí en-

cerrado. Bendito sea el hombre que respete estas piedras y maldito el que remueva mis huesos» . Sepa el que lea este manuscrito que removerá los huesos espirituales del

falso bardo, que Dios le libre de su maldición.

En Zaragoza, en el año del Señor de 1838

El catedrático se quitó las gafas y se incorporó. Ansiosa, le interrogó la directora: —¿Y bien? —Es todo demasiado rocambolesco e inverosímil. —Ya nos pareció un fraude, pero quisimos que usted nos lo confirmara. —Ya, pero hay algo que no cuadra. —¿El qué? —¿Los periódicos hallados junto al manuscrito son de ese año y las mone-

das fueron acuñadas con anterioridad? —En efecto, ¿por qué? —Porque antes de la década de 1850 nadie se cuestionó la autoría de las obras de Shakespeare. La primera en hacerlo fue Delia Bacon que las atribuyó, precisamente, a Sir Francis. —¿Y la creyeron? —preguntó la directora de la Biblioteca de Aragón. —La tomaron por loca —remachó el doctor en literatura inglesa.

Héctor Daniel Olivera Campos (España) Blog: hectoroliveracampos.blogspot.com.es 115


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De besos y pesos

Raúl

Garcés

¿HAY ALGO más romántico que contemplar, fundidos en un abrazo, la puesta de sol sobre el río? Así lo creen muchos vecinos que cada atardecer se acercan hasta aquí para colocar el consabido candado decorado con ambas iniciales y arrojar después la llave al agua. El problema es que tanto amor supone una pesada carga difícil de sobrellevar para un puente que padece el tránsito de todo tipo de vehículos. El ayuntamiento, en una medida desesperada, ha solicitado a los ciudadanos que notifiquen si su situación sentimental ha variado para retirar de inmediato el oxidado testigo de tal unión, no vaya a ser que el operario municipal, cizalla en mano, en su «poda» aleatoria, de un corte certero ponga fin a una prometedora relación. Raúl Garcés Redondo (España) Blog: www.desdesoria.es/tieneunminuto 116


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Los ojos de la gitana Luciano

Doti

Los muertos viajan rápido... JUAN SE ENCONTRABA con sus padres en una mesa sobre la vereda de ese restaurante cercano al hotel. Habían llegado a La Pampa con la intención de finiquitar la venta de los campos heredados de sus abuelos. Comían comentando alguna cosa sobre el viaje y la venta de esos campos. Recordaban otros viajes anteriores, cuando todavía tenían la casa en Santa Rosa, la que habían vendido hacía ya varios años para comprar un departamento en la costa. Desde entonces, iban siempre a la costa, y La Pampa había quedado olvidada. Juan era un muchacho grande. De hecho, hacía tiempo que no viajaba con sus padres, pero en ese momento la ocasión lo ameritaba. No podía dejarlos solos con ese asunto. Ellos ya eran viejos y resultaba conveniente que él estuviera allí. De repente, como de la nada, en medio de la bucólica noche pampeana, apareció una gitana. —Dejame que te lea la mano —le dijo a Juan. Juan, presa de un estado de sorpresa, no atinó a negarse. —Acá me dice que nunca te ha faltado de comer y de beber, pero que te falta la tranquilidad, y que mucho de lo que ganas se te va de las manos. Parecía una predicción bastante estandarizada. Posiblemente a todos les diría lo mismo. —¿No tienes algo para colaborar conmigo? 117


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No, ahora no tenemos —intervino el padre de Juan, bastante malhumorado. Ya no estaba acostumbrado a salir, y no toleraba esas interrupciones mientras estaba cenando con su familia en un restaurante. Juan, más acostumbrado a esos buscavidas, le dijo lo mismo, aunque en un tono más tolerante. La gitana aceptó irse sin recompensa, pero al retirarse volvió la vista hacia atrás. En sus ojos había algo perturbador. La cena siguió de manera normal. Cuando pidieron la cuenta y la mesera la llevó y les preguntó cómo había estado todo, ellos respondieron satisfactoriamente. Se podría decir que la noche terminaba perfecta y en paz, si no fuera porque al padre se le ocurrió ir a ver los campos. —¡A esta hora! ¡De noche! —dijeron Juan y su madre. —Sí, ¿qué tiene? Tengo ganas de ver cómo está eso. Además, hay luna llena y el cielo está estrellado. No era bueno contradecir a su padre. No es que no se pudiera, es que solía ser un hombre bastante malhumorado y de esa manera lograba imponer su criterio. O sea, mejor darle la razón para no tener que aguantarlo. Ya en el campo, se podía apreciar parte de las varias hectáreas que poseían. Juan reconoció que en algo tenía razón su padre: la noche era clara y los faros del auto colaboraban en la iluminación. Precisamente esos faros llamaron la atención de unos moradores cercanos, los cuales se aproximaron a la familia para interiorizarse sobre los motivos de su visita. Se trataba de un muchacho más o menos de la misma edad de Juan y un viejo que resultó ser su padre. Tras las presentaciones, el viejo les 118

hizo saber que el abuelo de Juan le había cedido dos hectáreas de campo a él a cambio de encargarse de que nadie usurpara el campo. —Como verán, cumplí con mi palabra —dijo el viejo, algo solemne. —Sí, bueno, ya veremos eso —dijo el padre de Juan, sin confirmar que respetaría lo cedido por su progenitor—. ¿Él le firmó algún papel? Esta pregunta pareció molestar a los moradores. Se miraron entre ellos durante un segundo y no lograron disimular cierto fastidio. Luego habló el viejo. —No, no hizo falta. Yo vine con mi carpa y me instalé en el mismo lugar en el que estoy ahora con mi familia. El rancho lo fui construyendo de a poco. Carpa. La palabra «carpa» quedó dando vueltas en la mente de Juan. Los observó bien. ¡Claro! ¡Ahora se daba cuenta! ¡Eran gitanos! El viejo gitano siguió hablando. —Si quieren pueden venir a mi rancho, así ven mejor cómo está el campo y de paso arreglamos bien nuestro asunto. —Sí, está bien —aceptó el padre de Juan—. Vamos a dejar cerrado el auto. Juan y sus padres se dirigieron al auto, y ya estando a una distancia que les daba cierta privacidad respecto a los gitanos, comentaron sobre la situación. —Si no tienen ningún papel no es necesario reconocerles nada. Nosotros vendemos y después que decida el comprador —dijo el padre. Volvieron junto a los gitanos y se encaminaron los cinco hacia el rancho. Ya en el hogar de esa familia de moradores, se sorprendieron al ver a la hija del viejo. —Les presento a mi hija Carmela —dijo, y los tres notaron que se trataba


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de la gitana del restaurante. Hubo un momento de tensión, que se cortó cuando las cuatro personas involucradas acordaron tácitamente no mencionar nada del incidente. Después de todo, no había sido para tanto. Luego el viejo insistió con la cesión de la parcela que ocupaba, y el padre de Juan mantuvo su posición de dejar la definición de ese asunto para otro día. Entonces, Juan y sus padres decidieron marcharse, considerando que no quedaba más que hablar. Los gitanos los despidieron en el rancho, sin acompañarlos hasta el auto que había quedado algo alejado. Sin los reflectores del auto y con la alta vegetación que rodeaba el camino, la noche parecía menos clara. Más adelante, alcanzaron a ver lo que podría ser una mujer con un vestido blanco. A medida que se acercaban, confirmaron lo que suponían que era; pero estando ya a escasos metros, el padre propuso

evitar pasar cerca de ella. —¿Y por dónde vamos? —preguntó Juan. —Vamos a internarnos entre los arbustos. —¿Por ahí? Estás loco. ¿Por qué? —Porque la conozco —a medida que pronunciaba esta frase, el rostro del padre parecía descomponerse. —¿De dónde? ¿Quién es? —No importa. Háganme caso. —Decinos por qué; si no, no vamos. Dejá de dar órdenes y explicá qué pasa —intervino la madre. —La conozco de cuando era chico, es una de mis tías. —¡Ah, sí! ¡Estás loco! Tus tías están todas muertas —continuó la madre. —Deberían estarlo, pero parece que una no. —Bueno, vamos a hacer lo que él dice, porque si no, no lo aguanta nadie. ¡Mirá que meternos entre los yuyos! —acotó la madre. 119


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—¿Y no será una prima lejana, con los mismos genes y más joven? —propuso Juan. —No, es ella. Es idéntica —dijo el padre. Atravesaron un enjambre de ramas y llegaron a otro claro: allí estaba otra vez. —Nos siguió —dijo Juan. —O cambia de lugar cuando y como quiere —dijo el padre. «Porque los muertos viajan rápido». Juan recordó esa frase de El huésped de Drácula, en honor a la condesa Dolingen de Gratz. Le parecía insólito estar en esa situación junto a sus padres. Al mismo tiempo, siempre había sentido inclinación por las historias de terror. Además de Drácula, los cuentos de Edgar Allan Poe eran sus favoritos, con esas damas regresando desde El Más Allá. Juan decidió acercarse a ella, intentar tocarla o hablarle. Corrió con ímpetu y

sin dar chance a su padre de desaprobar tamaña acción. La mujer, supuesta tíaabuela suya, se evaporó. Él retrocedió. Sobre el suelo quedó el elegante vestido blanco vacío. —Salgamos de acá —dijo el padre, y por primera vez en mucho tiempo a Juan le gustó obedecerle. Se dirigieron al auto tan rápido como les fue posible. Junto al vehículo estaban los gitanos. —Después de que se fueron, pensamos que tal vez tendrían dificultad para salir en medio de la noche. Así que, vinimos a ver. Y no nos equivocamos; parece que se perdieron —dijo el hijo. El viejo asintió y la hija miraba raro. —Sí, nos desviamos un poco del camino —respondió el padre de Juan, y los tres abordaron el auto. Antes de partir, Juan les echó un último vistazo. En los ojos de la gitana seguía habiendo algo perturbador.

Luciano Doti (Argentina) Blog: lucianodoti.blogspot.com

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Ser un oso panda o subir en ascensor María Pinto del Solo

Mi truco es mirar a la gente y fantasear sobre ellos... AQUÍ ESTOY, en la planta veintisiete. Un día más, se abre la puerta del maldito ascensor y me quedo parada fuera. Adelanto una pierna, y la dejo a medio camino, lo justo para que no se puedan cerrar las puertas. Los que están dentro me miran, pero yo quieta, aguantando. Me susurro: —Venga, cobarde, pasa. —Y cuando los miro a la cara, entro, por presión social.

No es que me guste vivir al límite, es que tengo miedo. Me viene de niña: encerrada sin luz, durante más de dos horas, en el ascensor de mi abuela. Y cuando los bomberos consiguieron sacarme, ella me metió un guantazo, por bajar sin permiso. Desde entonces, siento amor platónico por los bomberos, pánico a los ascensores, y mantengo las distancias con mi abuela. Cuando fui a la entrevista para este 121


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trabajo, yo no sabía que estaba en la planta 27. Lloré un poco al enterarme y mi madre me dijo: —Malena, pero ¿por qué no subes por las escaleras? —Mamá, son veintisiete pisos. —Pues no aceptes el trabajo. —Qué fácil lo ves todo. —Pues cómprate un anclaje y unas cuerdas y trepas por la fachada. Hasta busqué en Internet cuánto cuestan un anclaje y unas cuerdas. Después me acordé de que también tengo vértigo. Qué penoso es ser tan imperfecto. Luego pensé en rechazar el trabajo, pero algún memo, no recuerdo si mi hermano o mi tío, me dijo: —La mejor forma de vencer los miedos es enfrentarse a ellos. Y me dejé guiar por la sabiduría popular. Ahora aquí estoy: dentro del ascensor. Al fin. Murmuro: —Bien hecho, Malena. —Me miran raro. En el foro «enfemenino», que toca muchos palos y es como el padre de todos los foros, me han recomendado treinta y cinco personas desconocidas pensar en otra cosa mientras bajo; así que mi truco es mirar a la gente y fantasear sobre ellos. A ver qué tenemos hoy... Dos ingleses con diccionario en mano: no me inspiran. Marta, la nueva secretaria: tiene más curvas en una cacha que yo entera multiplicada por cinco. Qué perfección. Seguro que ni suda. Se aparta un poco la diva y... ¿qué hay ahí?, ¿qué ven mis ojos?, ¿de dónde ha salido este ejemplar? ¿Resultará que viajan los príncipes azules en ascensor? Habrá quien diga que no, pero yo ya sabía que sí. Y en autobús. Y en metro. 122

Yo no tengo novio ni nada que se le parezca. Se debe, según mi familia, a que soy una deslenguada y una terca, con tendencia a vivir en las nubes, y en otros mundos paralelos. Además, estas capacidades poco apreciadas por los hombres no son compensadas por mi cuerpo. Pero él, ¡menudo figurín que tiene!: esto sí que es un hombre, señoras y señores. Qué labios. Qué profundidad de mirada. Me tiraba a sus brazos... si pudiera moverme. Me hago consciente de mi pose: de cara al espejo, dando la espalda a la puerta, agarrada al pasamanos, con las piernas separadas. Un espectáculo. Solo espero no convertirme en oso panda. ¡Qué recuerdos! Sí, el oso panda... Aquello fue al principio, cuando subía cada mañana por las escaleras. Tardaba un huevo. Y llegaba hecha un asco. Un día mi jefe me dijo: —Malena, no me haga mucho caso, pero creo que el maquillaje hay que ponérselo a diario, que no dura de un día para otro. Permítame decirle que parece usted un oso panda. Es verdad, cuando sudo mucho se me corre el rímel y es como si hubiera llorado petróleo. El pobre lo pasaba fatal, se le atragantaba el café cada vez que me veía. Y otro día: —Malena, espero que sus pestañas fueran postizas, porque se le están cayendo. Por ahorrarle disgustos, empecé a usar el ascensor. Y ahora estoy aquí, con el hombre perfecto, en este bendito recinto de tres por tres. Giro la cabeza despacio, para verle una vez más. Contra todo pronóstico, me devuelve la mirada. «¿Es a mí, es a


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mí?», me entran ganas de preguntar. El tipo va, y encima me sonríe. Se me afloja el deltoides. Mi bolso cae. Se agacha y me lo devuelve, rozándome con la mano. Entonces llegamos a la plata baja. —Adiós —susurra mirándome fijamente. Y a mí me parece que me está diciendo: «Te llevaba esperando toda la vida, canelita fina». Sale y me quedo parada, sin poder hacer nada más que seguirle con la mirada. Se aleja. El ascensor se vacía y me quedo sola por un momento. Enseguida otras personas

empiezan a entrar y lo pierdo de vista entre sus siluetas. ¿Volveré a verle? Quizás él ya me haya olvidado, pero yo soñaré con él, y en los sueños no hay traición, así que siempre será mi príncipe azul del ascensor. Las puertas se cierran. —Mierda.

María Pinto del Solo (Alemania)

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El Callejón de las Once Esquinas

El pequeño mundo de Nono Enrique

Mochón

Para muchos resultaba extraño...

HABÍA ÉPOCAS en que Nono, al igual que aquel príncipe danés, era capaz de sentirse dueño de un espacio infinito sin salir siquiera de su habitación. Pero esos eran los menos. Por lo general, se podría decir que la sola idea de poseer algo que estuviera más allá de su entorno inmediato no encontraba lugar en su pensamiento. Vivía en una casita de paredes gruesas y un patio con macetas —heredada de su abuela— que mantenía como la había recibido, a excepción de unos pocos añadidos. La novedad más notable en el interior era un anti124

guo sofá de sus padres que, junto a otros sillones y sillas que ya había en la vivienda, conformaba una oferta de plazas sentadas que a veces, si se juntaba el grupo entero de amigos, resultaba insuficiente. En cuanto al patio, entre las aspidistras, geranios, claveles y demás macetas de su abuela, Nono había incorporado dos ejemplares de marihuana que en estos momentos estaban tan altos como él. Sin embargo, el cambio más llamativo era una mesa de billar americano que ocupaba gran parte de la superficie restante y sobre la que se asentaba su posesión preferida: un bos-


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que de bonsáis. Antes, en ese mismo lugar, había una mesa de ping-pong que había comprado en el rastro y en la que se organizaban torneos casi a diario. Aunque luego tuvo un grave accidente con la moto, y la cosa cambió. Varios meses después salió del hospital recuperado en apariencia pero lleno de secuelas. La peor de todas era la pérdida de reflejos. Según el médico se trataba de un retardo en la respuesta ante los estímulos. Era solo un segundo y, bien mirado, ni se notaba al hacer las faenas diarias, pero para jugar al ping-pong, por ejemplo, era fatal, pues cuando conseguía colocar la raqueta en la trayectoria de la pelota, esta ya estaba rodando entre los tiestos del suelo. Fue por eso que cuando vio aquella mesa de billar en el rastro la mente se le iluminó —un segundo más tarde de lo normal, claro, si bien en lo sucesivo evitaré apuntar en lo posible esta particularidad pues, como digo, era un defecto casi intrascendente—. El caso es que al verla vio también la alternativa a ese tenis de mesa que tanto le frustraba y ante el que últimamente había tomado la decisión de sentarse a mirar cómo jugaban sus amigos. Se podría decir que Nono solo salía de casa para ir al rastro. El resto del tiempo lo dedicaba en su mayor parte a leer y a pintar. Había aprendido a hacerlo a través de viejos manuales y copiando bodegones de todas las épocas. De todo ello había salido un estilo notablemente singular y nada despreciable. Casi siempre que iba al rastro llevaba un cuadro bajo el brazo. Allí solo se comerciaba con créditos, y por cada una de sus obras solía conseguir los suficientes como para abastecerse allí mismo de todo lo que pudiera necesitar en dos semanas. La mesa de billar le costó la de

ping-pong más los créditos de dos cuadros. El que se la vendió, Carlos, un amigo del barrio que se enganchaba a hablar con todo el que pasaba, y que decía «sabes o qué» hasta cuando era eso mismo lo que acababa de decir, le dijo que la mesa estaba en «absolutas» condiciones. Nono no entendió muy bien lo que quería decir con eso, pero esa circunstancia tampoco supuso ningún inconveniente para quedársela, porque estaba decidido a ello de antemano. Fue una vez que estuvo en casa que empezó a dar vueltas a aquel dichoso adjetivo: absolutas. A menudo le pasaba eso con las palabras. Las repetía una y otra vez, como queriendo averiguar algo que escapaba a una primera «lectura», pero lo único que lograba casi siempre era que acabaran perdiendo su sentido. En este caso su única intención era encontrar alguna relación entre ella y las condiciones de la mesa. Resulta que la estructura no estaba mal, siempre que se pusiera freno a la avanzada invasión de carcoma que sufría la madera —la cual debía haber perdido gran parte de su peso original a tenor del serrín que en un amplio margen llenaba el suelo donde quiera que la colocaras— y que pasaras por alto el desajuste de sus piezas —apreciable por el acusado vaivén que hacía con solo tocarla—. En cuanto al barniz y el tapete hay que decir que merecían un capítulo aparte, en cuanto hablaban por sí solos de lo que la mesa, en su incapacidad natural para huir, o defenderse al menos, había sufrido a lo largo de los años, los cuales parecían haber sido muchos e intensos. También faltaban dos bolas —la blanca y la negra, precisamente—, y por otro, los tacos estaban rajados por la punta y, además de la imprecisión que esto provocaba al golpear, el sonido que producían resul125


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taba algo desagradable. Pero lo peor de todo, sin duda, era la caída del tablero, una elevación de la zona del centro, apenas inapreciable a simple vista, pero que hacía que al menor contacto las bolas corrieran indefectiblemente hacia las troneras. Como era de esperar, las partidas duraban muy poco, por lo que jugarlas acabó perdiendo todo su aliciente. Aunque para muchos resultaba extraño, Nono acostumbraba a fumar porros sólo por la noche, una vez que sus amigos se habían ido. Era también cuando tenía las mejores ideas, en especial para los temas y composiciones de sus bodegones. Para ello se sentaba en el patio. Tanto este como la casita estaban resguardados por las paredes —mucho más altas— de los edificios que los rodeaban y daba igual la época del año que fuera, pues también tenía un tejadito de plástico que cubría gran parte de la superficie, que allí se estaba bien. Guardaba en una cajita metálica todas las cosas de fumar y en ella siempre tenía preparados varios canutos que había hecho durante el día. A veces no solo perdía la cuenta de los que se fumaba en una sola noche, sino también la de las horas que permanecía allí sin hacer muchos más movimientos que los necesarios para pegar caladas y expulsar el humo. De este modo se le ocurrió aquello de darle otra utilidad a la mesa. Ya contaba con un puñado de bonsáis. Ahora se trataba de crear un suelo apropiado e ir incorporando poco a poco más ejemplares. Para ello, por supuesto, había tenido en cuenta que aquella misma caída del tablero, que estropeaba el juego para el que había sido fabricado, era ahora un elemento esencial para su nueva función, al facilitar el drenaje del agua de riego por los agujeros. 126

Nono vivía con Swift, un camaleón que, cuando le daba igual que lo vieran o no, era verde y amarillo. El animal pasaba el día entre las plantas, pero desde que el bosque empezó a coger forma se mudó a este. A veces había que fijarse muy bien para verlo. Y eso va sobre todo por todos los incautos insectos que se posaban en aquellos ejemplares enanos de olmos, robles, hayas, sauces y demás especies a las que de ellos protegía a lengüetazos. Podía afirmarse con seguridad que Swift era feliz a excepción de cuando Andrés venía a casa. Para Andrés la casa era solo una transición, un escollo que había que salvar para poder acceder al patio. Lo primero que hacía nada más llegar era coger al pobre camaleón y ya no lo soltaba hasta que se iba. Uno de sus juegos favoritos consistía en elevar al animal todo lo que podía, sujetándolo por la cola, para acto seguido realizar un descenso acelerado hasta menos de un palmo del suelo. El susto que esto provocaba en Swift era mayúsculo a juzgar por el modo en que abría la boca y el círculo que describía con sus patas delanteras en un maquinal intento de protegerse, si bien esta reacción se producía tres segundos después de quedar detenido frente a las baldosas, cosa esta que hacía reír a Andrés a carcajadas entre las que conseguía decir siempre lo mismo: «¡Está peor que tú, Nono!». Nono daba poca importancia a este tipo de bromas, y menos cuando venían de Andrés. Para él su compañía era lo más parecido a sus mejores momentos de soledad. En efecto, era algo así como estar consigo mismo; una presencia que no le obligaba a nada y de la que nada esperaba, pero que le reconfortaba como ninguna otra. A veces Andrés pasaba horas enteras en silencio viéndole


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pintar, pero si le daba por hablar sin parar y era uno de esos días en que Nono estaba plenamente absorbido por la pintura, se conformaba con que este asintiera de vez en cuando con la cabeza. El carácter singular de su relación llegaba a tal extremo, que había ocasiones en las que se echaban de menos incluso estando juntos. En pocos meses, tras el paso de la primavera, sobre aquel tapete verde en el que un día habían rodado las bolas de marfil, se comenzaba a fraguar el milagro de la naturaleza. La tierra se había asentado y fusionado con las rocas —predominantes en el suelo— y se había cubierto de musgo y otras plantas diminutas. Los árboles, a su vez, habían recuperado la naturalidad que perdieron al ser trasplantados, a lo que habían ayudado los numerosos brotes nuevos y unas podas mínimas pero metódicas que Nono realizaba cada cierto tiempo. Con la intención de completar la réplica del modo más real, o quizá por simple capricho, Nono había construido con trocitos de pizarra una estructura cilíndrica y calada en el centro del conjunto, en cuyo interior hueco iba echando las ramitas que cortaba. Cuando acumulaba la cantidad suficiente hacía con ellas una hoguera perfectamente acorde con las dimensiones del resto. Salvo cuando su mimetismo era extremo, cosa que sucedía cada vez que oía llegar a Andrés, la sola presencia del camaleón confería al diminuto bosque un curioso aire jurásico. Una noche de luna llena a Nono le ocurrió algo asombroso. Había colocado dos varitas de sándalo dentro de aquella torrecita, a la que había acabado llamando «el crematorio», y las miraba consumirse mientras fumaba su tercer porro de la jornada, cuando empezó a

observar por el rabillo del ojo cierta actividad no acostumbrada en el bosque, un bullir de gran viveza, que como es lógico excluía a Swift, y que se extendía a toda la superficie forestal. Le bastaron unos segundos para percatarse de que eran ardillas, una cantidad innumerable de diminutas ardillas que entraban y salían de los troncos, correteaban por el suelo o trepaban por las ramas y saltaban de un árbol a otro sin dificultad alguna ante la total indiferencia del camaleón. Nono estuvo contemplándolas boquiabierto hasta quedar dormido. El alba lo despertó con una colilla entre los dedos y el regazo lleno de ceniza. A mediados de verano Nono invitó a cenar a Lucía. Lucía vendía en el rastro. Tenía un puestecito de abalorios que ella misma producía con sus manos y poseía una gran belleza natural que armonizaba con sus vestimentas hippies, enturbiada tan solo por un herpes que con demasiada frecuencia aparecía en su labio superior. Ella solía decir, como intentando justificarse sobre algo de lo que evidentemente no era culpable, que es que era propensa, cosa que enternecía a Nono de una manera honda aunque difícil de explicar. Lucía se presentó para la cena con una botella de vino y una tarta de galletas que había hecho su madre. Su pelo recogido en una cola mostraba unos preciosos pendientes con forma de poli127


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lla, y llevaba puesto un ligerísimo y breve vestido blanco con muy poca cosa debajo, según pudo observar su anfitrión. Cenaron en el patio. Nono cocinaba bien y ella comió muy a gusto de todo lo que había en la mesa. Resultó ser bastante habladora. Se podría decir que entre bocado y bocado consiguió contar lo más destacado de su vida, además de sonsacar a Nono lo que más le interesaba de la suya. Tras la cena se pusieron una copa y Nono sacó la lata de fumar. Siguieron hablando durante largo rato, ahora bebiendo y fumando también, mientras en el centro del bosque ardía una hoguerita de rastrojos que producía cálidos reflejos en la piel de Swift. A Lucía se le veía contenta. Nono estaba en una nube. Luego vino un momento de silencio algo prolongado que a él se le hizo incómodo por temer que ella dijera de marcharse. Y decidió tomar el timón de la conversación. Intentó explicarle aquella especial amistad que le unía a Andrés, así como el motivo por el que siempre acababa pintando bodegones. Pero al parecer no consiguió hacerlo con claridad en ninguno de los dos casos, dada la expresión de contenida extrañeza de ella. Se puso entonces a hablar del rastro y de cómo su vida transcurría casi por completo entre este y su casa, del trato que hizo con Carlos para conseguir la mesa de billar… Para entonces ella ya estaba algo colocada y no dudó en decir que había estado saliendo un tiempo con él. A Nono eso no le hizo ninguna gracia, y habría dicho con mucho gusto que pensaba que era un tunante de cuidado, pero se contuvo, al menos el tiempo suficiente para que ella cambiara de asunto. Lucía contó entonces la historia de Nicolás, un fraile que vendía licores de hierbas y bayas en el rastro al principio de llegar 128

ella. Por lo visto, Nicolás fabricaba sus propios licores y una de las cosas que tenía que hacer para ello era recoger los ingredientes necesarios por el monte. El caso era que un día el hermano Nicolás desapareció en una de sus incursiones recolectoras y que su cuerpo fue hallado un año después en el fondo de una profunda gruta, sin vida, como es natural, pero —y esto era lo prodigioso del hecho— totalmente incorrupto. Al llegar a este punto Lucía preguntó a Nono que qué le parecía, que si no pensaba que era algo extraordinario. Y aquí tuvo su inicio el momento más rocambolesco de la velada. Nono esperó a apurar el canuto que tenía en la mano y después, con impostada seriedad, dijo que a él aquello le parecía una cosa muy normal, y que le recordaba un poco a esos mamuts hallados bajo el hielo en perfecto estado de conservación, pues no en vano el fraile se había precipitado «al vacío». Estuvieron varios segundos callados, mirándose —los chistes de Nono eran tan malos que a menudo ni podían ser considerados como tales—, pero luego rompieron a reír, y así estuvieron hasta no poder más. Cuando por fin se calmaron ella estaba más arrimada a él que en toda la noche y lo miraba con gesto de total entrega. Nono pensó en besarla, pero no lo hizo porque temía hacerle daño en un incipiente herpes que asomaba en una de las comisuras. Se moría por pasear su mano bajo aquel insignificante vestido, aunque tampoco le parecía correcto hacerlo sin antes besarla… En un intento por salir del bloqueo sacó otro porro y lo encendió mientras buscaba sin darse cuenta un posible verbo que derivara de «propensa». Entonces sucedió. A la tercera o cuarta calada, los habitantes del bosque se pusieron en acción. A Nono le pareció que había


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más cantidad que otras veces. Sin pararse siquiera a pensarlo un instante, dijo de repente: «¿Te has fijado?; está ocurriendo». Ella, que a esas alturas lo que más deseaba era que ocurriera algo, dijo con la voz entrecortada: «¿Qué pasa?». A lo que él respondió señalando el bosque con el dedo y diciendo: «Las ardillitas, ¿no las ves? Las hay a miles». Nono empezó a mirar alternativamente a los arbolitos y a la cara de Lucía con evidente inquietud, esperando alguna reacción suya que confirmara la visión de tan fascinante espectáculo, sin embargo, la expresión de ella era la de un niño al que se le acaba de reventar un globo. Para entonces Swift, que desde hacía rato no le quitaba ojo a Lucía, había llegado hasta los límites del bosque y, calibrando la distancia que lo separaba de su linda cabecita, lanzó un veloz lengüetazo que fue a pegarse en uno de sus pendientes con forma de polilla. Ella lanzó un grito de espanto, y Nono, dada su deficiencia de reflejos, aunque reaccionó lo más rápido que pudo, cuando su mano fue a separar al animal de su presa, lo que encontró fue su labio infectado, golpeándolo con fuerza. A medida que avanzaba el otoño la gama de colores de las frondas del bosque se iba haciendo cada vez más variada y hermosa. Nono retiraba del suelo solo parte de la hojarasca caída, logrando así que el conjunto adquiriera unos visos de realidad extraordinarios. Tras el incidente con Lucía estuvo casi un mes sin aparecer por el rastro. Cuando finalmente lo hizo fue empujado por una apremiante necesidad y habría dado cualquier cosa por ser al menos tan invisible como Swift. Apenas estuvo el

tiempo necesario para malvender varios cuadros y proveerse de todo lo necesario para otras tantas semanas. A Lucía la vio de lejos, hablando, por cierto, con el mangante de Carlos, en una actitud que mostraba a las claras que habían retomado su antigua relación, cosa que acabó con el poco ánimo que le quedaba. Últimamente se quedaba más tiempo del habitual fumando por las noches. En una de esas veladas ocurrió otro hecho asombroso. Las ardillas llevaban un buen rato haciendo de las suyas y él andaba por los límites entre la vigilia y el sueño, cuando lo sobresaltó el crujir de una ramita del suelo. Al principio pensó que había sido Swift, aunque le pareció extraño, pues a esas horas solía estar más que dormido. Al levantar la vista y descubrir el origen del ruido, casi se le sale el corazón. Junto a la torrecita de pizarras, con el mismo vestido de la cena y sin el menor rastro de enfado, estaba Lucía, una Lucía diminuta y sonriente que reclamaba su atención. Nono enseguida tendió su mano y unos segundos después, en una pose de simio gigantesco, la tenía sobre su palma, a unos centímetros de su nariz, confiada y feliz. No hicieron falta palabras, solo unos pocos gestos que para él significaron todo lo mejor que de ella siempre anheló. Luego, como si estuviera acostumbrada a hacerlo, descendió suavemente por el antebrazo hasta el codo, se dejó caer sobre el regazo y corrió a explorar las zonas más recónditas de su cuerpo. Nono, como quien se pellizca para comprobar si está o no soñando, miró el cenicero y contó las colillas: seis.

Enrique Mochón Romera (España) 129


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Adquisición de mascota nueva

Giancarlo

Andaluz Queirolo Dibujo de Lucy Dawson PERRITO NO QUIERE COMER HOY. Al parecer, ya le hartaron las galletas Eukanuba de carne y vegetales remojadas en caldo. No lo sé, quizás sea eso, o quizás no. Sólo sé que Perrito no quiere comer y eso me tiene bastante preocupado. Nunca me gustaron los animales, pero este es especial, pues se trata de un regalo, y valgan verdades, yo nunca he despreciado un regalo, por más mascota que este sea. Con decir que aún guardo el juego de cuchillos Cuttyart para cortar quesos que me regalaron en un cumpleaños pasado, a pesar de que no puedo tener cerca ninguna clase de queso, pues me desagradan del todo; su olor tan lácteo y maternal, su consistencia esponjosa, y sobre todo sus diferentes tonalidades de amarillo que no 130

Ya no es igual que antes... terminan de convencerme de su frescura y naturalidad. Y a pesar de todo eso, ahí están todavía, junto a una ruma de diversos objetos inútiles que ocupan un lugar en mi estantería; como un abrelatas con el girador roto, dos botellas de un licor de las Antillas Holandesas que no me atrevo a beber, una enciclopedia temática en inglés, un marco para fotos hecho con papel reciclado, cientos de cartas, tarjetas de cumpleaños y felicitaciones que no sé qué mensajes tendrán pues nunca me atreví a abrirlas, el póster de una banda que nunca me gustó, varios polos de viajes que nunca realicé… en fin, objetos que merecen estar en ese lugar de reposo y olvido. A Perrito no pude confinarlo a una eternidad de olvido y penumbra detrás de las puertitas de melanina del estante,


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mi conciencia no me lo permitía, por lo que ahora vive conmigo, o mejor dicho, Perrito trata de sobrevivir a mi lado. Y no es que sea un mal amo, que lo soy a mi criterio, pero es que un animal tan casero y afectuoso requiere de otra clase de cuidados, los mismos que nunca le he brindado a nadie, ni siquiera a mis periódicas parejas sentimentales (horrible comparación, lo sé, qué culpa tiene el pobre). Las galletitas con caldo por las tardes, o la leche con migajas de pan para el desayuno, el periódico pasado para las necesidades, sus excrementos adornándome la sala, los charcos amarillos y olorosos que me provocan resbalones inevitables, un par de gritos desaforados y la cara de cojudo del animal que se las sabe todas, y cómo no va a ser así, si me lo dio Vilma, y… bueno; entiéndase como quiera tal vínculo. Pero mi preocupación actual es la falta de apetito de Perrito, quien hace dos días no está comiendo nada de lo que le sirvo con el poco tiempo que me queda en el día. No sé si se trata de algún tipo de protesta canina, huelga de silencio y babas colgando del hocico, o quizás sea que está enfermo realmente y no me lo dice, o lo intenta de muchas maneras, pero mi falta de entendimiento de tan embrionario idioma me aleja de una compenetración soñada con mi mascota. Con esto no vaya usted a pensar que se trata de otro animal, porque no es así. Perrito es un perro, cierto es que parece gato, pero a diferencia de estos, Perrito ladra, y como cualquier otro perro, utiliza tretas clásicas para ganarse el corazón del amo; la típica carita tierna en su estado más puro, la lengua babeante colgando del hocico, los ojitos de tarjeta postal hecha por los niños de algún orfanato olvidado, los gemidos nocturnos, el llanto sin lágrimas. Sí, Pe-

rrito se las sabe todas. Como Vilma, si lo sabré yo. Se llama Perrito porque no encontré un mejor nombre que definiera su personalidad, o sea la de un perro, un caniche enano de lo más cariñoso y juguetón. Fue en un cumpleaños pasado que Vilma, mi ex enamorada y ahora amante de fines de semana, me lo obsequió, después del soplo de las velas de mi torta de chocolate, una vez entregados todos los demás regalos, muchos de los cuales han terminado en el estante de los objetos olvidados. Vilma me dio un tierno beso después de que soplara las velas. Mi caramelo, espero que te recuerde a mí cuando estés solito en casa,

me dijo. No se entienda mal, tal vez pareciera una señal de adiós futuro, pero en ese momento no trató de ser más que un estímulo para una mayor identificación entre los dos, o mejor dicho los tres. Pero eso no viene al caso, ya que semanas después terminamos la relación y yo tuve que quedarme con Perrito hasta el día de hoy, que se le ve tan malito al pobre, mientras que Vilma, tan fría y desmemoriada como siempre, se limita a nuestros encuentros casuales los sábados por la tarde, sexo sin sentido en el departamento que antes compartíamos, y frases como: Sácame ese perro de encima… Puedes hacer que se calle… Si lo vi, no me acuerdo. Ese tipo de cosas que

dicen las mujeres que no gustan de los animales de soltero. A lo que iba, hace dos días que Perrito no prueba bocado alguno. La otra tarde le traje un hueso fresco de pierna de res y ni caso le hizo. Me extraña su falta de algarabía, sus ladridos minúsculos por las mañanas, avisándome que la hora avanza y la vida no se detiene, o sus ridículos saltitos al verme atravesar la puerta de la tarde con el 131


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cansancio dentro del maletín de la oficina, cargando mis huesos dentro del pesado saco que hasta el día de hoy me aprisiona. Ya no oigo ni siquiera sus lejanos aullidos a la luna desde el balcón del departamento, ni veo sus interminables correteos circulares ni sus juegos con la pelotita de jebe que le regalé por su tercer mes, persiguiéndola en terco vaivén de rebotes contra la pared de la sala. A Perrito le sucede algo, lo puedo presentir, después de dos años de convivencia lo conozco como si fuera yo mismo, o parte de mí al menos. Algo lo está inquietando profundamente. Hace más de dos horas que su pollito deshilachado con arroz blanco lo espera en su platito de loza, festín que todavía veo íntegro en la entrada de su casita perruna, que no ha sido tocado por su pequeño hocico de caniche, y eso sí es algo que me preocupa. Llévame al doctor, pareciera decirme con sus ojitos cansinos. Me siento muy mal. Entonces lo levanto y lo colocó en mi regazo. Siento su entrecortado aliento, así como el desacelerado latido de su corazón. Mis manos sienten cómo su corazón pierde la batalla contra la vida, y su lengua colgando a un lado del hocico, me indica que ya no tengo nada más que hacer; sólo un hoyo en el jardín de mi casa y una ceremonia para despedirme de quien fuera mi compañero de habitación en todo este tiempo de necesaria soledad. La ceremonia terminó muy de noche, cuando el llanto paró de brotarme de los ojos y la resignación ante la pérdida le ganaba cada vez más terreno a mi alma. Después del entierro, he dormido como no lo hacía en mucho tiempo, con cansancio real y una idea de sueño dándome vueltas en la cabeza. 132

Sin Perrito ahora tenía un vacío en mi vida, un vacío que debía llenar cuanto antes, pues ya me había acostumbrado a tenerlo cerca. Tenía que solucionar ese problema lo antes posible. Pero aún no. Sólo quería dormir y acordarme en sueños de quien fuera por mucho tiempo, mi fiel compañero, mi mejor amigo en el mundo. Amanece al fin, pero ya no es igual que antes, nada es igual este nuevo día. No quiero recordarlo pero es imposible no hacerlo cuando la casa aún huele a él. Me enfrento al sábado irrumpiendo el reino del sol que explota en la acera tibia de mi barrio, y camino al paradero para tomar un bus que me lleve al centro de la ciudad, con la firme intención de adquirir una mascota nueva en alguna tienda de mascotas, para tapar el agujero que ha dejado la muerte de Perrito. Tarea harto difícil, teniendo en cuenta que nunca antes he pisado un lugar así en mi vida. Pero siento que debo hacerlo, pues su ausencia podría volverme loco en pocos días, y eso no es lo que quiero para mí en estos momentos de mi vida. Una vez en el centro de la ciudad, emprendo la tarea de buscar una tienda de mascotas. Es obvio que no conozco ni una de esas tiendas, así que le pregunto a un vendedor ambulante de la zona, quien me indica que a tres cuadras de donde estamos, hay toda una calle dedicada a la comercialización de mascotas para el hogar. No lo pude creer pero era cierto. Al acercarme al lugar indicado por el vendedor ambulante, comencé a percibir un peculiar olor a pelos y orines casi insoportable, y al ver las jaulas arrumadas dentro de una quinta, supe que había dado con el lugar, así que entré empujado por la motivación de


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encontrar a alguien que remplace la ausencia de Perrito, y que llene el vacío de su casita con tejado rojo y de su platito de loza blanca, que desde su muerte luce abandonado a un lado de lo que fue su pequeño hogar perruno. Dentro de la quinta entro a la primera tienda que veo en el largo pasaje lleno de jaulas, peceras, cajas, chillidos, ladridos de animales desesperados y olores desagradables. La tienda se llama Mi mejor amigo y la dirige un tipo de lo más extraño, vestido de traje elegante, como si su negocio se tratara de una agencia bancaria. El hombre carga un gato azul con los ojos plomizos; el animal más bello que había visto en mi vida. A su lado, un lorito verde con cabeza azul prendido de las rejas de la ventana, emitía un fastidioso parloteo. —No me diga nada —dijo el sujeto que acariciaba al hermoso gato azul. —No me diga nada, brrr, brrr, no me diga nada, brrr, brrr —repitió el loro. —Seguramente usted está buscando una mascota. ¿Y a qué va uno a una tienda de mascotas sino es a comprar una?, pensé. A primera vista, aquel sujeto me pareció un charlatán, el típico comerciante que quería vender sus productos a como dé lugar. El tipo se me quedó mirando, pero ahora con más detenimiento que antes. —Lo que usted quiere es alguien que ocupe un espacio en su vida. Más que una mascota, lo que usted busca es un amigo con quien compartir el lento paso de los días, un amiguito para borrar esa mirada triste que usted tiene, un compañero para cubrir una ausencia, ¿no es así? —expuso el vendedor, pero su verborrea tampoco me sorprendió, pues mi cara tenía escrita la palabra tristeza que aquel vendedor mencionó co-

mo si se tratara de un adivino obsesionado por presagiar mi presente. —Lo que busco es una mascota —le dije sin mirarlo a los ojos, sino inspeccionando las numerosas jaulas apiñadas en la pequeña habitación. —Brrr busco una mascota, brrr, brrr busco una mascota, brrr.

—¿Y qué clase de mascota desea usted, señor? —Una que no me deje nunca, o por lo menos que me dure muchos años —contesté instintivamente, sin pensar en ninguna palabra de las que mencioné. —Ya entiendo, usted necesita una mascota eterna. —Brrr, una mascota eterna brrr, brrr, una mascota eterna brrr.

—No tanto como eterna, pero al menos que me dure mucho años —le expliqué. Luego de escucharme, el vendedor me invitó a que lo siguiera al fondo del salón, donde se ubicaba su oficina. Atravesamos la tienda llena de clientes y animales atrapados en horribles jaulas, hasta dar con una puerta que escondía un almacén lleno de pequeñas cajitas de cartón agujereadas. 133


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—Tome asiento, señor… —Francisco Gálvez, para servirle. El vendedor deja el gato azul en una especie de pequeño sofá aterciopelado, luego señala una silla y me invita a sentarme en ella. Sin decir nada, camina hacia un estante abarrotado de cajas y busca caja por caja recorriendo con el dedo índice cada rótulo que tenían a la vista. —Vamos a ver. Este puede ser… ¿qué le parece? Y me alcanza una caja pequeña llena de agujeros. —Ábrala con confianza, señor Gálvez, no tema usted. Al abrirla, pude ver un animal pequeño escondido entre la viruta; una especie de lagartija enana que se escondía de mi mirada de asombro. —Es una salamandra roja de los bosques secos de México, es una animalito raro pero muy lindo, puede vivir hasta veinte años con buenos cuidados. ¿Qué le parece? En ese momento no le respondí, y de inmediato me alcanza otra caja, una un poco más grande que la anterior. —Vea a este pequeño, espero que le agrade. Al abrir la caja, pude ver una bola llena de afiladas puntas reposando sobre una tela blanca. —Es un equidna, señor, un erizo enano de Oceanía, son muy cariñosos y viven largo tiempo, el único problema es que no permiten que nadie más que su amo se acerque a ellos. Esa característica llamó de inmediato mi atención, pero no dije nada, ya que quería seguir viendo más animales raros antes tomar una decisión. Estuve cerca de una hora con el vendedor viendo animales, cada uno más raro que el anterior. En todo ese rato, me mostró varias mascotas de lo más 134

peculiares; dos hámsteres rusos, unos ajolotes con los ojos color jade, un pequeño osito hindú —el más pequeño del mundo—, un camaleón, varias aves exóticas y un monito dorado escandaloso y renegón. Pensé mucho en la decisión que debía tomar; todos los animales se ajustaban a lo que yo quería, incluso el terrier escocés del que me enamoré apenas lo vi en la entrada del local. Todos, sin excepción, merecían ser mi próxima mascota. El vendedor quedó más que complacido con la venta, al igual que su loro parlanchín, que no dejó de repetir: Buena venta… buena venta, con su voz chillona mientras salía del local. Yo en cambio, aunque quedé conforme con mis nuevas mascotas, todavía me cuestiono si fue buena idea dejar al monito dorado sin hogar, por más malhumorado y chillón que este pudiera haber sido.

Giancarlo Andaluz Queirolo (Perú) Blog: elcuentarium.blogspot.pe


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Big Data

José Luis

Díaz Marcos

La logística empieza a predecir dónde hacer entregas antes de recibir el pedido. Daniel Pastrana I SONÓ EL TIMBRE. —¡Voy! —clamó Luisa avanzando por el pasillo. —Buenos días. Su paquete —ofreció un mensajero en la puerta. —¿Mi paquete? Lo siento, pero se equivoca: hace como dos semanas que no pido nada. —Lo sé. No ha pedido nada desde hace exactamente… doce días —concluyó tras consultar su dispositivo electrónico—. Aun así, doña Luisa, este es su paquete: lo pedirá hoy mismo. —Disculpe, pero no entiendo. —No se preocupe: últimamente, créame, es lo habitual. Se trata de un pequeño milagro tecnológico: gracias a la información que las empresas tienen de nosotros, a eso que llaman big data o macrodatos, sus almacenes son capaces de predecir el contenido y el momento de nuestras compras. Y, hoy, aunque to-

lo ignore, usted comprará. Créame, doña Luisa. —Eso es absurdo, con perdón. —Y sin perdón, como Clint Eastwood1, si me permite la broma. Ya sé que suena a disparate, pero es cierto: Internet ya casi, o sin casi, nos conoce mejor que nosotros mismos. ¿Le gusta el cine? Hoy, el comercio ya opera como la policía en esa película en la que Tom Cruise detiene a los malos antes de infringir la ley2: nos venden cosas, ¡y las compramos!, antes de quererlas. —Si usted lo dice… Gracias, pero no me interesa mi paquete. Buenos días. —Tenga —propuso el correo—. Es una copia del albarán: contiene las referencias necesarias para el seguro reenvío. Previo pago de una penalización, me temo. Luisa aceptó el papel antes de cerrar. davía

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II «¡¿Hablaba en serio?!», dudó Luisa sentada ante ambos escritorios, el físico de su cuarto y el virtual de su ordenador. «¡¿De verdad pueden saber, antes que yo misma, qué y cuándo voy a querer comprar?! ¡¿Tan predecibles somos?! No me lo creo. ¡Eso no lo anticipa ni el guaperas del Cruise con bola de cristal incluida». Abrió su tienda online predilecta. Como bien le había recordado el chico, llevaba exactamente doce días, «¡doce!», sin adquirir ninguno de los ya numerosos «amores» que integraban su lista de favoritos. Y tal abstinencia compradora no se debía, precisamente, al desinterés, sino a la peor de las desgracias que puede sufrir una fashion victim: los números rojos. «¡Hasta el siguiente sueldo, ni unos calcetines!», lamentó. Decidió consolarse, «¡Pues eso!», con la búsqueda y el almacenamiento virtual de aquellas novedades que, en un futuro no demasiado remoto, «¡ojalá!», pudiera lucir. No obstante, Luisa sabía que la suya era, casi siempre, una batalla perdida de antemano: «Son tantas cosas, ¡y tan caras!, las que me gustan, que la gran mayoría no las vestiré en la vida. Y las otras, poquísimas, ya estarán demodé cuando pueda pagarlas». Vestidos, zapatos, complementos… «¡Ay! ¡Es todo tan… chulísimo! ¡¿Por qué no nací rica?!». Y, de pronto, aparición soñada, lo vio en la galería de imágenes: el abrigo enfundado por todas, «Y todas son… ¡Todas!», las celebrities de Hollywood, la prenda también de sus sueños. Si, como el tipo aquel, Fausto, tenía que vender su alma para conseguirlo, ella la vendería. «¡O la regalo, si es menester!». Miró la ficha: 136

–Talla: «¡¿Cuándo entenderán los diseñadores que las mujeres tenemos curvas?! ¡No importa: me pongo a dieta!». –Precio: «¡¿QUÉ?! ¡¿Lo cosen con hilo de oro?!». –Unidades disponibles: «¡¡DOS!! ¡¡SOLO… DOS!!». A Luisa dejó de importarle su lista de favoritos, «¡Y de cualquier otra cosa en el planeta Tierra! ¡Es él y solo él! ¡Tiene que ser mío! Pero la gran pregunta, la dichosa preguntita, es… ¡¿Cómo?! ¡El saldo de mi cuenta no compraría ni la etiqueta!». Desesperada, barajó diversas opciones. Incluidas algunas legales. «Sí, mejor estas: el naranja Guantánamo no va con mi cutis», decidió. «A ver… En el mundo moderno, ¿cuál suele ser el mejor recurso de una mujer hecha y derecha para solucionar sus problemas?». La respuesta surgió cristalina y deprimente como ella sola: «¡¡MAMÁ!!». No tenía mucho tiempo. De hecho, no tenía ningún tiempo: «¡Ahora mismo, con un simple clic, cualquiera… y yo, pobrecita de mí, no podría hacer nada para impedirlo!». Cogió el teléfono: —¡MAMÁ! ¡MAMÁ! —¡¿Qué pasa, hija?! ¡¿Un incendio?! ¡Ay, no me digas que estás en un incendio! ¡¿Aviso a los bomberos?! —¡¡No!! ¡Qué manía la tuya de incendiarlo todo! No tengo tiempo para explicaciones. ¡Escucha: necesito ya el número de tu tarjeta de crédito! —¡Acabáramos con la urgencia! ¡Y aún te extraña que todo lo tuyo me huela a chamusquina! ¿Cuánto es esta vez? —¡Luego, mamá! ¡Luego! —¡Será luego si sobrevivo al susto del palo, porque ni su importe quieres decirme!


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—¡MAMÁ! —¡Está bien, aunque esté muy mal: apunta, que ya hablaremos! ¡Vaya si hablaremos! «¡Están todos!», se dijo Luisa con la cifra ya anotada. «¡Espero, ay, que no se haya equivocado con el cabreo… ni yo con los nervios!». Volvió a la pantalla: –Unidades disponibles: «¡¡DOS!! ¡¡SIGUEN QUEDANDO DOS!!». Rellenó el formulario con manos temblorosas y… Su pedido se ha tramitado correctamente.

¡¡YA ES MÍO!! Eufórica, reparó en el albarán, caído a sus pies. Lo recuperó, curiosa. «No… no me lo puedo creer… ¡Todo coincide!», comprobó. «Y todo es… ¡Todo! Artículo, modelo, talla, precio… ¡Hasta… hasta la hora del pedido!».

III —¡¿Qué?! ¡¿Tenía o no tenía yo razón?! —Sí… Increíble, pero… cierto, sí. —Como dijo alguien, el futuro es ayer: lo que hasta hace un tiempo solo existía en el cine, hoy es verdad verdadera. Bueno, recargo mediante —recondujo el mensajero—, este es, otra vez, su paquete. En el formulario online, el avisado sobreprecio se había añadido de manera automática, «¡No se les olvidará, no!», al sangrante TOTAL. «¡Pero lo vale, qué demonios! Espero que mi santa y su tarjeta puedan llegar a entenderme. Al menos, y también como en el cine, quizá en un futuro sí muy lejano…». —¡Gracias! No se imagina qué ilusión… —Lo supongo. Pero ya le anticipo, y no es que quiera meterme donde no me 137


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llaman, que no le va a quedar bien. Luisa lo miraba de hito en hito, mu—¡¿Y usted… qué sabe?! ¡¿Será posi- da. ble?! —Se ha quedado de piedra, ¿verdad? —Lo sé. Créame. Y no se enfade: tie- Suele ocurrir. Pero no se preocupe: tenne su explicación. ¿La recuerda? El big go la corrección abajo en la furgoneta. data. ¿Confía, no ya en mí, sino en el big data —¿C, cómo…? y se la subo, o prefiere que vuelva tam—Según su historial de compras bién mañana con, ya sabe, un segundo —buscó la terminal electrónica—, en el recargo? 98% de sus pedidos, ¡el 98%!, doña Lui—P, pues,… ya que… ya que estasa, equivoca, siempre a la baja, la medida mos… de las prendas. Usted sabrá por qué, eso —Lógico, doña Luisa. De todas forno lo pone. Pero la estadística, según mas, y para formalizar el pedido, reveo, sí dice que este envío sigue la mis- cuerde que deberá cumplir igualmente ma tónica. con el formulario online. »Y, esta misma tarde, como hizo ayer Ella asintió. mismo, entrará en la web de la tienda —¡Ok! No se retire: enseguida vuelpara corregir este nuevo error. vo.

1 Sin perdón. Clint Eastwood. 1992. 2Minority Report. Steven Spielberg.

2002.

José Luis Díaz Marcos (España) Web: www.la-estanteria-2.webnode.es

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Será justicia

Osvaldo

Villalba Justicia, justicia perseguirás.

I SE SIRVIÓ UN VASO DE WHISKY, le puso dos de los tres últimos cubitos de hielo que quedaban en el recipiente y comenzó a llenar su pipa. Mientras la encendía, y las volutas de humo azul se elevaban perfumando el escritorio, Roberto pensó que no

Deuteronomio 16:20

había forma de que la nueva mucama entendiera que antes de retirarse debía dejar la hielera llena. Hacía dos meses que trabajaba en la casa y, al fin y al cabo, no eran tantas las cosas que le había señalado como importantes cuando la contrató. Que tuviera el desayuno listo

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a las siete de la mañana, sus camisas planchadas y colgadas en perchas —no soportaba las camisas con marcas de dobleces—, la cena a las nueve de la noche y los viernes, en el escritorio, café recién hecho y la hielera completa. Para el resto de las tareas de la casa tenía libertad para elegir cómo y cuándo realizarlas. Pero la joven parecía estar siempre en Babia. Cuando le llamaba la atención por algo, rehuía la mirada, se disculpaba asegurando que no volvería a suceder, pero al tiempo, indefectiblemente, repetía la falta. Las diferencias con su antecesora eran tan notorias que en varias oportunidades había pensado despedirla, aunque después se compadecía. Perla había trabajado con él casi cuarenta años, desde que era un abogado recién recibido que vivía en una casita modesta de la zona oeste del conurbano, hasta hacía muy poco, cuando le informó que se iba a vivir a Córdoba con su hija. Manejaba con tanta eficiencia la marcha del piso que ocupaba en Recoleta, mucho más acorde a su status actual de juez, que no recordaba cuándo había sido la última vez que le había dado alguna indicación. Pero ahora, desde que estaba Nancy, tenía que estar en todos los detalles. Apretando la pipa entre sus dientes, tomó la hielera y se dirigió a la cocina. Habrá que darle tiempo, pensó, recién nos estamos conociendo y, por otro lado, tiene a su favor que es muy callada y tranquila. Había llegado desde Villa María recomendada por la hija de Perla. Celosa como era de su trabajo, Perla estuvo con ella dos semanas tratando de prepararla, hasta que, al fin, dio su conformidad. De sólo pensar que si la despedía debía realizar la nueva búsqueda personalmente, se fortalecían sus argumentos a favor de soportarla. Mientras volvía al escritorio con el 140

hielo reparó en que Julián llevaba media hora de retraso. Todos los viernes se juntaban allí a las diez de la noche y el ajedrez era una excusa para hacerse compañía mutuamente. Hacía cinco años que había enviudado, no había tenido hijos y le gustaba mantener su casa al margen de cualquier relación amorosa ocasional. Durante la semana —los días hábiles— su actividad judicial en el fuero penal lo absorbía por completo, pero cuando dejaba su juzgado los viernes por la tarde necesitaba algo especial para desconectarse. En el fin de semana, su vida social alternaba entre el club de golf del cual era socio y las cenas en Puerto Madero. Pero la noche del viernes era como una descarga a tierra. Julián era su único amigo y sólo con él se abría sin temores. Julián era sacerdote, por lo que siempre bromeaba: «Mirá que todo lo que te cuento…es secreto de confesión, ¿eh?». Se conocían desde la infancia, y dejaron de verse cuando su amigo entró al Seminario. Mientras Roberto hizo toda su carrera judicial en Buenos Aires, Julián, una vez recibido, fue comisionado por la Iglesia a distintos destinos en el interior del país. Hacía cuatro años, de regreso en Buenos Aires, el cura lo había buscado después de verlo en la televisión por un caso resonante en el que intervino su juzgado. En ese momento, a un año de la muerte de su mujer, fue para Roberto una gran ayuda. El retraso comenzó a preocuparlo. Sobre todo porque no contestaba al celular. Intentó conformarse con que a lo mejor había tenido un caso espiritual muy complicado, pero en general, si ocurría algo así, por lo menos le enviaba un mensaje. Se preparó otra pipa y encendió el televisor.


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II Nancy terminó temprano sus tareas del viernes porque quería irse antes de que llegara su patrón. Preparó el termo con café y sonrió mientras ponía en la hielera sólo tres cubitos. Ahora que estaba tan cerca de cumplir el plan que la había traído a Buenos Aires, no podía dejar nada librado al azar. Debía seguir representando el papel de «provinciana medio tonta». Llevó todo al escritorio, se cambió y salió por la puerta de servicio. Llevaba puesta la camperita rosa que usaba habitualmente pero, en su mochila, guardó una campera con capucha que no había usado nunca desde que estaba trabajando para el juez. Lo importante, pensó, era que en las cámaras de seguridad del edificio quedara registrada su salida con esa ropa. Tomó el colectivo como todos los días, de modo que quedara asentado en la tarjeta Sube su recorrido habitual. Bajó en Plaza Miserere y tomó el tren Sarmiento, pagando nuevamente con la tarjeta —desde el último accidente ferro-

viario todos pasan sin hacerlo— completando así con su rutina de regreso a casa. La única diferencia fue que, en lugar de llegar hasta la estación Villa Luro, donde está ubicado el departamento de su tía, quien aceptó alojarla «provisoriamente, ¿eh? Hasta que encuentres otro lugar», se bajó en Caballito, la primera estación. Cuando salió del tren ya lucía la campera gris con la capucha puesta. Caminó por García Lorca hacia Rivadavia. Al cruzarla continuó por Emilio Mitre hasta Juan Bautista Alberdi y desde allí pudo ver la cúpula en la esquina de Víctor Martínez. Fue hacia allí y se detuvo frente a la puerta de la Parroquia Santa Julia. Un cosquilleo en el estómago y una leve flojedad en las rodillas denotaban su nerviosismo. Respiró hondo y entró.

III Julián miró la hora en su reloj fosforescente y se alegró ante la cercanía de la noche de ajedrez, whisky y cigarro cubano en la casa de Roberto. Los viernes no se celebra misa pero el párroco principal había establecido una reunión de oración que le fue asignada al padre Julián, «premio de consuelo al viejo cura a punto de jubilarse que había caído como paracaidista desde el interior hacía cuatro años», solía bromear con el juez en sus encuentros. Al final de la reunión atendía a quienes pedían confesarse. Pacientemente escuchaba a la mujer que se peleaba todas las semanas con «la bruja de mi nuera que me hace la vida imposible»; a la señora mayor, muy maquillada, que conocía cada tanto a un señor muy serio, que después no resultaba ser lo que parecía, lo que le provocaba un lagrimeo que apenas le corría el rimmel, y que finalizaba abruptamente 141


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cuando Julián le daba la penitencia. Y otros casos por el estilo. Una vez había tenido un grave caso de violencia familiar, que dio lugar a la intervención del párroco principal para solucionar el tema sin violar el secreto de confesión. Pero lo normal era lo otro. Por eso ahora, en la oscuridad del confesionario, esperaba terminar pronto para poder cambiarse y salir. Deseaba que la señora que estaba escuchando ahora —¿la estaba escuchando? ¡Perdón, Señor!— fuera la última. Finalizó con la bendición a la mujer y comenzaba a incorporarse cuando escuchó que alguien más se había instalado al costado del confesionario. Miró por el enrejado labrado y alcanzó a ver sólo el mentón de una mujer, que parecía joven, bajo la capucha de una campera gris. Si bien no alcanzaba a verle el rostro, su aspecto en general no le parecía familiar. —Buenas tardes, hija —le dijo—. ¿Eres vecina de esta parroquia? —No, señor, vengo de lejos. El acento cordobés de la chica lo remontó veinte años atrás. Tenía cuarenta cuando fue destinado a Córdoba y había servido allí por cinco años. Le pareció que estaba un poco tensa así que pensó en alguna frase que le hiciera sentir confiada y la animara. —¡Seas bienvenida a la casa de Dios! Si llegaste hasta aquí buscando algo del Señor es porque Él, en realidad, te está buscando y te trajo. ¿Qué tienes para decirle al Señor? —Vine a cerrar una historia. Tal vez la mía —su voz ahora era firme.

cobró la conciencia y comprobó que, efectivamente, sonaba y vibraba sobre su mesa de luz. Se incorporó en la cama y atendió. Del otro lado una voz de hombre dijo: —Buenos días, soy el fiscal Alberto Martínez. Tengo registrado desde ese celular varios llamados al número —mencionó el teléfono de Julián—. ¿Es posible que usted haya hecho esos llamados? Si es tan amable… ¿Puede decirme con quien estoy hablando? —Hola sí, soy el juez Roberto Izaguirre. Efectivamente yo hice esos llamados. ¿Puede decirme que está pasando, doctor? —¡Ah, doctor Izaguirre! Disculpe que lo haya molestado tan temprano, pero era imprescindible que lo hiciera. Fueron los últimos llamados que tiene registrado el teléfono del padre Julián Barrientos, de la Parroquia Santa Julia… —Sí, sí, doctor. Ya sé que es el celular de Julián —interrumpió Roberto— pero no me dijo por qué está usted realizando esta consulta. —Sí, tiene razón, doctor. Disculpe. Sólo sabíamos que el número pertenecía a un Roberto. Ante la confirmación de que usted lo conocía, lamento comunicarle que el padre Julián fue encontrado con un disparo en la cabeza en el interior del templo. En apariencia fue de muy cerca. Falleció en el acto. El arma no se encontró. Cuando usted pueda me gustaría que me reciba. Su conocimiento del occiso va a ser muy importante para mi investigación. —Cuente con eso doctor Martínez. Deme un par de horas y llámeme. No tengo problema en recibirlo en mi casa o en pasar por la fiscalía. Lo que usted IV considere más oportuno, tratándose de Escuchó entre sueños su celular lla- un sábado. ¡Ah! Y cuando sepa quién mando con insistencia. De a poco re- será el juez interviniente, por favor, há142


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gamelo saber. Cuando cortó la llamada su mano estaba temblando. Se sentó en la cama y se preguntó si estaba despierto y esto realmente estaba sucediendo o se trataba de un mal sueño. En su profesión estaba acostumbrado a hechos de violencia, pero esto era diferente, ahora se trataba de su amigo. El nudo que tenía en la garganta se fue desatando en sollozos y durante un largo rato dio rienda suelta a la sensación de angustia que lo oprimía. Nunca imaginó la noche anterior, cuando no le respondía los llamados, que algo así pudiera ocurrirle a Julián. Si bien no contaba muchas cosas de su trabajo en la iglesia —era muy reservado— pensó que si hubiera tenido algún problema con alguien se lo habría comentado. Decidió darse una ducha y estar un poco más recompuesto para esperar la llamada del fiscal y poder ponerse al tanto de todo lo sucedido cuanto antes.

V Jueves por la noche. Sentado en el desayunador de la cocina, Roberto se estaba preparando un trago. Había pasado casi una semana sin que se produjera ningún avance en la investigación del crimen de Julián. Se había reunido dos veces con el fiscal y el juez de la causa, pero nada había sacado en limpio. Había leído varias veces el expediente y lo único concreto era lo referente al hallazgo del cadáver: el sacristán cerró el templo el viernes a la noche, cuando ya no quedaba nadie en el edificio. No había visto al padre Julián, pero como acostumbraba salir todos los viernes, pensó que ya se había ido. El sábado por la mañana, después de abrir el templo, volvía por el pasillo del confesiona-

rio, y le llamó la atención un manchón líquido y oscuro que salía por debajo de la puerta. Su impresión fue mayúscula cuando, al abrirla encontró el cuerpo del sacerdote, sentado, con la cabeza recostada hacia atrás, y un reguero de sangre que bajaba por el lado izquierdo de su rostro, empapaba la sotana y corría por el piso. Pasado el primer momento de shock, salió gritando hacia la calle pidiendo socorro. El policía de la esquina de Emilio Mitre y Alberdi lo escuchó gritar y corrió pensando en un asalto. Cuando llegó hasta la puerta de la capilla, y preguntó qué pasaba, el hombre estaba tan nervioso que apenas se le entendía lo que balbuceaba. Como señalaba hacia adentro, ingresó con él y al llegar al lugar comprendió el motivo del estado del sacristán. El cuerpo presentaba un impacto de bala a la altura del temporal derecho con orificio de salida por el occipital izquierdo. No había otros signos de violencia. El agente llamó a la comisaría y el principal de guardia dio el aviso a la fiscalía de turno. Desde entonces nada nuevo había aparecido, salvo que el deceso se había producido entre catorce y dieciocho horas antes del hallazgo, ocurrido a las once horas del sábado, lo que establecía que el hecho había ocurrido entre las diecisiete y las veintiuna horas del viernes. Teniendo en cuenta que la reunión de oración finalizó a las diecinueve, y estuvo a cargo del occiso, el óbito se produjo entre las diecinueve y las veintiuna horas. El fiscal mandó revisar las cámaras de las inmediaciones, pero lamentablemente ninguna tomaba directamente la puerta de la capilla, de modo que se pudiera determinar quiénes entraron y salieron. Con la ayuda del sacristán se logró ubicar algunos de los fieles que participaron en la reunión esa 143


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noche para ver si era posible encontrar una punta del ovillo que permitiera desentrañar la madeja. Pero nadie había observado nada fuera de lo común y no pudo sacarse nada en claro. El móvil del crimen seguía siendo un misterio. Alguien mencionó que el sacerdote había intervenido en un caso de violencia familiar hacía bastante tiempo, pero cuando se siguió esa pista se confirmó que el acusado en esa oportunidad residía desde hace varios años en la Provincia del Chaco y que había estado en su domicilio la tarde del suceso. Roberto había sugerido al fiscal que investigara si Julián atendía algún caso de drogadicción. Muchas veces los transas se cobran la pérdida de clientes a causa de la acción de aquellos que se ocupan de rescatar adictos. Esto tampoco produjo resultados. El timbre lo sacó de sus pensamientos. Del servicio de seguridad le avisaban que había llegado el delivery solicitado. Roberto dio la autorización para que subiera. Desde el martes debía arreglárselas sólo en la casa ya que el lunes, cuando debía reintegrarse Nancy a su trabajo, vino con la novedad de que se volvía a su provincia, que extrañaba mucho, y no se acostumbraba a Buenos Aires. Reconoció que no había sido muy eficiente en su trabajo y le pidió perdón por eso, pero que no podía prestar más atención. Que ese había sido siempre su problema. Cuando se enteró de lo que había pasado con su amigo, le había dado el pésame respetuosamente, aunque no lo conocía ya que los viernes se retiraba más temprano que los otros días y no volvía hasta el lunes. Roberto tenía sentimientos encontrados sobre esta decisión. Por un lado un cierto alivio, ya que la chica, en realidad, no era eficiente, y le daba un poco de culpa 144

despedirla, por su recomendación. Por otro lado era un problema ponerse a buscar empleada. Pero como la chica se mostró muy decidida, no hizo ningún esfuerzo para retenerla. Sonó el timbre del departamento, recibió la comida, pagó con cambio, incluyendo la propina, y se sirvió el lomo a la pimienta con papas noisette que había encargado.

VI Despachó su equipaje, subió al micro que la llevaría a Villa María, y buscó su asiento. Se alegró de que le tocara uno individual. No tenía ganas ni ánimo para que alguien intentara darle conversación. Recostó el asiento hacia atrás y cerró los ojos. Había soñado mucho con este momento, pero ahora, con todo consumado, no sentía la tranquilidad que había esperado tener. Las heridas del pasado seguían abiertas, aun después de que la historia se hubiera cerrado, según el propósito que la había traído a Buenos Aires. Y todo se había dado por casualidad, en las calurosas tardes de enero del año anterior, tomando mate en la casa de su amiga Sofía junto con Perla, la madre de ella, que estaba de vacaciones. Le fascinaba escuchar las experiencias de Perla en Buenos Aires, donde nunca había estado. Sofía, en cambio, había nacido en Buenos Aires, pero al cumplir quince años había ido a vivir con su abuela. Hoy, con treinta años, se había casado y tenía tres hijos. Nancy con veintiocho, nunca había logrado formalizar una pareja, ni mientras vivía su madre, ni después de fallecida, ocho años atrás, por lo que no podía culparla. Perla trabajaba en la casa de un abogado, ahora juez, desde hacía más de cuarenta años, quien le había permitido


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vivir en la casa con Sofía, después de su nacimiento hasta que la joven había decidido volver a Córdoba. Hacía unos años había quedado viudo, y como ya le conocía tanto los gustos, le daba total libertad para manejar la casa a su antojo. Una de las tardes, mientras Perla hacía unas tortas fritas para tomar el mate, contó como al pasar, que el juez nunca recibía a nadie en su casa, a excepción de su amigo el cura, Julián dijo que se llamaba, y agregó que alguna vez había estado en Villa María. Nancy quedó petrificada. El corazón casi se le saltaba del pecho. Tratando de aparentar tranquilidad, con el tono más sereno que pudo, preguntó: —¿Ah, sí? ¿Y cuánto hace que estuvo por aquí? —Y…hará unos veinte o veintidós años, creo que me dijo, una vez que conversamos. Un frío corrió por la espina dorsal de Nancy, pero no hizo más comentarios y el asunto se cerró allí. Los días que siguieron no volvieron a tocar el tema. Pero en la cabeza de Nancy un plan había comenzado a tomar forma. Perla ya había vuelto a Buenos Aires cuando, en una charla que pretendía ser informal, Nancy le preguntó a Sofía: —¿Consideraste alguna vez que tu mamá podría jubilarse? —¿Te parece? —respondió Sofía—. No creo que quiera… —¿Cuántos años hace que está trabajando? Me parece que merece disfrutar un poco. Además, la edad ya la tiene y con la moratoria previsional que se aprobó hace un tiempo, para aquellos que no tienen todos los años de servicio requeridos, podría obtener la jubilación. Pensá cómo disfrutaría de sus nietos si se volviera para acá. La idea prendió en Sofía, quien comenzó a tratar de convencer a su ma-

dre. Al principio se resistió, pero con el correr de los meses, la idea empezó a gustarle a Perla. Lo único que le preocupaba era dejar en banda al señor —como ella le decía— después de tantos años juntos. Allí Nancy puso en marcha el segundo paso del plan: se ofreció para reemplazarla. Todo cerró a la perfección. Perla decidió iniciar los trámites de su jubilación después del mes de enero, y así fue que en mayo de este año comenzó su «entrenamiento» con Perla en la casa del juez. El micro hizo una parada en San Isidro para levantar más pasajeros y eso la sacó de sus pensamientos. Después la azafata de a bordo repartió unas bandejitas con galletitas y sirvió café en los clásicos vasitos descartables que, cuando uno lo recibe, se quema los dedos hasta el hueso. Cuando finalmente se apagaron las luces del micro, y afuera el verde se había transformado en negro, reclinó otra vez el asiento hacia atrás y sus pensamientos volvieron a la noche del viernes. —Vine a cerrar una historia. Tal vez la mía —le había dicho. —A veces es necesario cerrar cosas que quedaron inconclusas —respondió el cura—. ¿Cómo te puedo ayudar? —Eso depende. —Depende, ¿de qué? —De que esté dispuesto a escucharme hasta el final. —Adelante. Te escucho. —Todo comenzó cuando tenía seis años. Mi madre trabajaba limpiando casas. Muchas veces me llevaba con ella. Nunca tuve padre ni otros familiares así que no tenía con quien dejarme, salvo en el momento en que estaba en el colegio. Así yo recorría casi todas las casas de familia que la empleaban. Un día llegó al pueblo un cura nuevo, y como 145


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mi madre no dejaba de ir a misa todos los domingos, cuando él se enteró de que ella hacía trabajos domésticos la contrató. —¿Vos sos…? —Sí, la nena que llevabas a tu cuarto «a contarle cuentos» —estas últimas palabras fueron pronunciadas con tono sarcástico—, que tocabas sin escrúpulos en una forma que yo no entendía —su voz comenzó a entrecortarse en sollozos— y que justificabas diciendo que eran formas de demostrar cariño. —Yo no quería hacerte daño… —¡Pero lo hiciste, hijo de puta! —el llanto ahora era incontenible—. ¡Me abusaste durante dos años! ¡Nunca más he podido soportar que un hombre me toque! —¡Te pido perdón! ¿Qué puedo hacer para reparar mi debilidad? —¿Debilidad? ¡Basura! ¿Te querés justificar en tu debilidad? ¡Yo era una nena de seis años!… Comenzaste a matarla a esa edad… 146

Recordó cómo mientras hablaba, se dirigió a la puerta de entrada del confesionario. También cómo vio a Julián, derrumbado en el asiento de madera. Él también lloraba. —¡Primero pensé en denunciarte! ¡Te quería ver en la cárcel! Pero tener que revivir toda la historia en un tribunal con el riesgo de que me dijeran " Prescribió", te soltaran y me quedara sólo con mi vergüenza, me hizo desistir. En la oscuridad del micro, con los ojos cerrados, su pulso se aceleró, como esa noche cuando buscó algo en su mochila y le gritó: —¡Entonces decidí matarte! Llegué hasta aquí para eso... ¡Y, ahora que puedo, no tengo el valor! ¡Hacerlo no me va a sacar todo el dolor acumulado! Así que… tomá —le dijo mientras le alcanzaba, tomándola por el cañón, la pistola que acaba de sacar—. Librate de todo… matame y terminá con mi agonía… Julián estaba azorado. Lentamente tomó por la empuñadura la pistola que


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Nancy le ofrecía. Ella cerró los ojos esperando el final y el estampido le hizo pegar un salto. Abrió los ojos. Él estaba derrumbado hacía atrás con un chichón sanguinolento sobre su sien derecha. Levantó la pistola y salió rápidamente. En la iglesia ya no quedaba nadie. El micro entraba en la ciudad de Villa María.

Osvaldo Villalba (Argentina) Blog: osvaldoevillalba.blogspot.com.ar

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Historia del reino, del virreino, del rey, de la reina, de la duquesa y de todo lo que sigue Ricardo Alberto Bugarín

CUENTA LA LEYENDA (y todas las leyenda son puro cuento) que el rey (que no es el de España) al pasar por aquí (pero de este lado) se quedó tan impresionado (pero de los bien impresionados) que dijo (hubo testigos) que por estos lares iba a fundar un virreino (un reino de segunda mano) y que en los primeros tiempos (es decir, cuando lo creara) mandaría a la reina a gobernarlo. La leyenda sigue más o menos como ya la conocemos pero lo que no dice la historia (y eso sí que ahora se ha comprobado) es que aquel rey lo que quería era sacarse a la reina de encima porque (también se ha comprobado) parece que le gustaba la duquesa de al lado (del otro lado de su reino) y la duquesa ya lo tenía enduquesado. El asunto es que después, todo sigue como lo sabemos. Y ya sabemos que lo que sigue es una leyenda. Y las leyendas, como ya sabemos, son puro cuento. Ricardo Alberto Bugarín (Argentina) 148


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Permitían abrir puertas y umbrales a otros tiempos... EL MOTOR DEL AUTO comenzaba a forzarse, parecía que aquella pendiente se hacía más pronunciada año tras año, como si una parte del camino quisiera evitar su paso hacia ese paraje. Después de dar un acelerón, el auto cruzó el sendero que ahora le resultaba tan familiar. Lo recordaba como la primera vez; los años habían hecho de aquel momento un déjà vu recurrente, un momento presente que ya había vivido antes, lleno de una familiaridad peculiar, repentina y perpetua. Todos los solsticios regresaba a la orilla de aquel lago, siempre a la misma hora. El ritual que llevaba a cabo era un poco largo y le gustaba tener tiempo de sobra para ver el paisaje, para drenar la nostalgia, transportarse al pasado, dar algunos sorbos a la vieja licorera y caminar mirando al suelo, como si este pudiera construir con sus huellas un abrazo para darle un poco de consuelo. Encontraba un sádico placer en la tortura de revivir los momentos previos a su desaparición, aquel cuadro donde Virse prometía volver entre sonrisas fingidas y lágrimas forzadas. Le causaba una profunda tristeza recordar cómo su corazón se le contraía en el pecho mientras ella desaparecía. De pronto, un hormigueo en las mejillas lo escupió de vuelta a la realidad, donde vivía en compañía de una infinita tristeza. Los caminos de la vida se cruzan de manera aleatoria, aunque son las decisiones el combustible del que se sirven los vehículos para encontrarse. Hay quienes piensan que las casualidades no existen, que todo es parte de un orden, que todo está establecido, que no im150

porta cuánto se haga para cambiar el rumbo, siempre se ha de seguir el camino fijado; sin embargo, la intermitencia de un impulso puede cambiarlo todo. Le gustaba más pensar en la teoría del combustible que aceptar que, como un niño pequeño, perdió muchas canicas en un juego y ahora tenía que levantar las pocas que le quedaban, sacudirse la tierra de los pantalones y apretar los labios para que no le temblaran tras la humillación de haber perdido una partida que desde el principio estaba dada. Vino a su mente el tiempo antes de conocerla. Thomas había pasado su infancia y adolescencia entre estantes de libros; su padre tenía una biblioteca bien abastecida con tomos de historia y ciencias ocultas, pues sus trabajos antropológicos así lo requerían. El viejo Wilfred había partido al otro mundo pocos meses antes; él fue quien le heredó a Thomas esa extraña fascinación por los ritos y tradiciones paganas en diferentes partes del mundo. Fueron esas historias llenas de misterio y magia las que alimentaron su imaginario infantil y las que fraguaron el cemento que edificaría su personalidad de devoto investigador de temas «raros». Después de leer muchos de los libros de su padre, Thomas desarrolló una extraña fascinación por los rituales de sanación de ciertas tribus lejanas, casi siempre olvidadas; le gustaba leer sobre ritos sencillos donde se juntaban algunos elementos de fácil acceso y cuyo proceso casi inocente ocultaba un conocimiento exquisito de sustancias que, detrás de su sencillez, escondían una alquimia oscura llena de simbolismos.


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Sabía que algunos de esos rituales en realidad hacían invocaciones a deidades y presencias de otros tiempos; descubrió que el contenido de aquellos libros rompía los mitos alrededor de lo que se consideraban placebos de fe y a la vez documentaban extraños sucesos, algunos inexplicables desde el punto de vista científico y racional. En uno de esos volúmenes encontró aquel amuleto, que estaba rodeado de leyendas de todo tipo: algunas lo colocaban irónicamente como el santo grial y otras tantas hablaban de sucesos y desastres que eran desatados cada vez que aparecía en algún sitio. Los datos encontrados indicaban que en alguna tribu ancestral, una especie de sabio, erudito o brujo, había descubierto una serie de conjuros y rituales, que permitían la intemporalidad, que permitían abrir puertas y umbrales a otros tiempos que no eran conocidos por los nuestros, pasadizos a sitios remotos y desconocidos de eterna sabiduría y soledades eternas, recónditos lugares desprovistos de crueldad y dolor. Los datos revelaban que todo el conocimiento generado por los diferentes «sabios» había sido depositado en aquel amuleto, que podía ser representado por una medalla, un collar, un arete, una moneda o incluso un alma. Supo del amuleto el día que se atrevió a preguntar a su padre por el significado del símbolo en el anillo que llevaba siempre en uno de sus dedos. Walter, en un inicio cautivado por el interés de Thomas, hizo algunos comentarios, pero después cayó en cuenta que

había puertas que deberían permanecer cerradas, que no debían cruzarse a solas. Thomas no sabía que sin querer había jalado el hilo de una madeja interminable. Fue entonces cuando, impulsado por una extraña sed de conocimiento, se fue adentrando poco a poco en la búsqueda de respuestas, no solo del origen, también del destino, de la permanencia y de la perpetuidad de aquel símbolo. Tras meses de investigación y de algunos viajes por diferentes tiendas de antigüedades, anticuarios y casas de coleccionistas, había encontrado un viejo libro en una librería de usado, en Centroamérica, pero la proeza en realidad fue, encontrar con vida a aquel viejo librero, que junto con el libro le entregó un puñados de respuestas. Virse, por su lado, tenía una misión a la que ella fue predispuesta desde pequeña, la búsqueda de respuestas a todas esas preguntas sin eco en la realidad. Quería explicarse de dónde provenían todos esos lugares místicos, misteriosos y bellos que aparecían en sus sueños, quería saber en qué rincón recóndito de su imaginación tomaban vida todos aquellos hermosos paisajes que la dejaban con una sensación de amarga sole151


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dad al despertar, saber de dónde venían, quién o qué los ponía ahí… dentro de su mente… No fue hasta aquel episodio de xenoglosia hasta que tomó conciencia propia de lo que sucedía; no tenía claro ni el qué, ni el cómo, pero un hecho estaba claro: despertar un día hablando una lengua muerta, que existió durante algunos siglos en un recóndito rincón del planeta, habría hecho que cualquiera emprendiera una búsqueda. Había un elemento recurrente en sus sueños, un símbolo raro que se dibujaba en las nubes de aquel cielo azur diáfano que se proyectaba en esos desiertos de color verde donde las hadas aprendieron a volar. La misma figura apareció en el collar de una mujer que le cantaba una canción de cuna a una bebé que ella no reconocía, pero que era ella en otro tiempo; el mismo símbolo se dibujaba en su mano, cual tatuaje, en aquel sueño en el que, como doncella, ella dormía en una cama muy antigua con cortinas rosas y flotaba entre susurros de terciopelo. Ese fue el punto de partida. Después de búsquedas en grimorios y manuscritos de antiguos ocultistas, había podido dar con la ciudad en la que encontraría el libro que le mostraría la historia de aquel símbolo, que en ese momento no sabía si iba a darle más preguntas que respuestas. Así fue como «casualmente» se conocieron en aquella tienda de antigüedades a la que habían llegado por una nota escrita por la misma persona en dos libros que por años compartieron el mismo escritorio y el mismo lector, pero que habían tenido destinos totalmente contrarios y habían terminado en diferentes partes del continente. Esa fue la conexión que los unió. 152

Ella buscaba respuestas sobre el símbolo que aparecía en sus más etéreos sueños y sus más horribles pesadillas; él buscaba respuestas que le dieran un poco de paz, porque todas las que encontraba solo alimentaban más su curiosidad. La conexión trajo consigo, no solo un intercambio de conocimiento, sino de emociones, de temores, dudas y de algunas certezas. Ambos tenían documentados antecedentes históricos, manifestaciones y testimonios de la aparición de aquel símbolo y del amuleto a lo largo de los últimos dos siglos. Fueron tardes de reuniones etéreas, adornadas por libros viejos, un trabajo en conjunto que los llevó a desnudar sus miedos y a conocer los recovecos de sus más profundos anhelos. Habían descubierto que existía un ritual ligado a todo aquello, una invocación que se debía llevar a cabo en el ocaso del solsticio de invierno y que tenía que realizarse cerca de un lago, que implicaba conectar algunos elementos, como el agua y el fuego, y que irónicamente el tiempo era muy importante. Tardaron casi cinco años en encontrar todo lo necesario. Hubo cosas que tuvieron que investigar en dónde podían conseguirse porque eran elementos que se habían transformado a lo largo del tiempo; años para reunir todo lo necesario tanto física, material y espiritualmente para poder llevar a cabo la invocación. Había algo que él desconocía, aquel ritual debía hacerse en conjunto, pero solo una persona podía abrir la puerta; la otra persona era solo la conexión entre dos plataformas, esta y el otro lado; su presencia era necesaria tanto para ir como para volver. Llegó el día esperado después de tan-


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tos planes, tantos sueños, tantos anhelos compartidos. Llevaron a cabo el ritual de manera sencilla pero disciplinada, cuidando el más mínimo detalle ya que, aunque no lo sabían, un error podría ser fatal y no por la muerte sino por la locura que aquello desataría si hacían algo mal. Tras la puesta de sol, justo en la orilla del lago se pudo ver en medio de este un hueco en el agua, un orificio arremolinado que mareaba a todo aquel que lo mirara; esta vez fue el agua, pero pudo haber sido el fuego, el aire o la tierra. Ella lo tomó de ambas manos. El fuego de la fogata se avivó como si le hubieran arrojado combustible; ella apretó su mano, lo miró a los ojos apenada, había lágrimas, sabía que había funcionado, comenzaba a irse, por fin tendría todas las repuestas, por fin vería todos aquellos palacios a voluntad propia y sentiría aquellas brisas en su rostro. Él seguía los pasos establecidos, soltarla sería romper el círculo, pero no

podía evitar sentir ese vacío inmenso que crecía conforme ella iba desapareciendo… Al caer la noche, ella ya no estaba, no existía más, simplemente era una ausencia… Le gustaba recordar los momentos compartidos; las tardes sublimes de charlas sobre lecturas oscuras, sobre los viejos ritos y tradiciones de diferentes pueblos que cada uno había conocido y practicado durante todos aquellos años antes de encontrarse, esos años de búsqueda y poco entendimiento, hasta que se conocieron. Quien oyera aquella historia, su historia, pensaría que fueron colocados en diferentes momentos y lugares para complementarse el uno con el otro, para llevar a cabo una misión. Tardó cinco años más en entenderlo todo; buscando entre libros encontró el diario de una mujer escrito varios años antes, donde hablaban de un ritual, de las conexiones, de los elementos necesarios, pero lo más importante, mencio-

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naba la unicidad, solo una persona podía cruzar al otro lado. Todo aquello no tenía sentido, era como si estuviera leyendo los pensamientos de Virse sobre todo lo que fueron descubriendo juntos; cada descripción, cada detalle, todo era una revisión de lo que vivieron juntos, parecía que había sido escrito por ella. Entendió tantas cosas, tantos detalles que en su momento pasó por alto, no se cuestionó si fue usado o no, solo sabía que para que ella regresara era necesaria una conexión. Por eso, igual que cada año, estaba ahí esa tarde, pero ahora todo sería diferente. El último año una idea comenzó a invadirle. Pensó en conocer a alguien, en tratar de coincidir, en contarle todo aquello, quizás mentir un poco para convencerla y repetirlo todo: descubrir el mundo juntos, compartir sueños, miedos, certezas, tomarse de la mano y explorar los elementos, eso tan necesario.

Se había convencido de que esa era la única forma en la que él podria pasar al otro lado: tener, igual que Virse, una conexión, un puente, algo que lo pudiera unir a ambos lados, aunque tuviera que mentir; la idea dejó de ser solo un pensamiento. El motor de otro auto se oía a lo lejos, podía verla: su nombre era Marian. Llevaban justo un año saliendo, habían hecho de todo juntos, desde visitas al cine, paseos en bicicleta, hasta pequeños juegos de amor con «piedras mágicas» y lecturas ominosas. Les faltaba un paseo por un lago, con un extraño ritual donde le preguntarían al fuego acerca de su destino. No había estado mal después de todo. Esa tarde Thomas por fin podría cruzar al otro lado; aún no sabía qué haría con Virse si la encontraba, las respuestas ya no importaban, ahora solo se trataba de callar ese dolor causado por su engaño, su abandono, una parte de él creía que aún podía hacer algo por ella allá donde se encontrara.

Armando Cervantes (México) Blog: traeum-suess.blogspot.mx

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Noche de estreno en el Purgatorio

Cristina Aguas 155


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Aquello era una locura... SI ALGUIEN me hubiese dicho cómo íbamos a despedir el año 1899 lo habría considerado una insensatez vaticinada por un loco. Desde la distancia que da el tiempo, adelanto, que tras el relato de lo acontecido, un aparente artificio teatral, se esconde un chiste clásico protagonizado por un inglés, un francés y un español. He aprendido a tomarme la existencia con humor. Os lo aconsejo, de verdad, es menos problemático y desmesuradamente más divertido. Estudiábamos en La Sorbona. Éramos tres jóvenes despreocupados bebiendo la vida a grandes tragos y dejando que nuestros cuerpos absorbiesen la luz de una ciudad esplendorosa. Volvíamos de las vacaciones de invierno y las clases no se reanudarían hasta después del año nuevo. René nos ofreció pasar hasta entonces esos días en su villa a las afueras de París. Mi familia estaba orgullosa con el hecho de tener a su hijo Leovigildo instruyéndose en un lugar tan prestigioso. Nuestra fortuna como tratantes de mercancías permitió que mi padre me enviase a cursar comercio al extranjero, sin más, por el mero hecho de jactarse de ello. A mí me daba lo mismo porque tan indiferentes me eran las leyes como los números. Yo lo que quería era ser artista. No tenía muy claro por dónde encaminar mis manos pero estaba en el lugar adecuado. Allí fue donde comenzaron a llamarme Leo porque nadie pronunciaba correctamente mi nombre. A pesar de que el regreso a través de los Pirineos fue largo y accidentado no me quejé ante nuestro anfitrión porque en mi país estamos 156

acostumbrados a tomarnos las cosas con resignación. Peter tuvo también un viaje horrible en barco entre Dover y Calais a causa de un temporal pero con su flema británica característica nos lo relató como si volviese de las colonias en pleno monzón. Iba a ser un cura católico entre protestantes. Siempre había llevado la contraria a todos y a todo. Desde que nos conocimos le notamos una tendencia mística que definitivamente le hizo cambiar en el segundo trimestre del primer curso la arquitectura por la teología. René era simplemente raro. Estudiaba por aburrimiento y porque no sabían en qué ocuparle. No precisaba labrarse un futuro ni tenía necesidad de hacer otra cosa que mirarse el ombligo o contemplar las musarañas. La casa de los Rákóczy en Transilvania se remontaba a varios siglos atrás. Su bisabuelo tuvo que abandonar su querida tierra y llegó a Francia, irónicamente, en plena revuelta jacobina, siendo un príncipe sin corona, pero príncipe al fin y al cabo, y por precaución cambió su apellido por el de Saint-Germain. René disfrutaba bromeando con el poso legendario de sus antepasados, de hecho recuperó el título para sí y utilizaba ambos nombres a conveniencia. Era un insatisfecho fuera de tiempo y lugar que no obstante andaba más cómodo entre reaccionarios y gentes menos remilgadas que sus propios parientes, lo que no era incompatible con que resultase divertido, inteligente, extrovertido y fuente de continua inspiración por sus extravagantes ocurrencias. Ahora no. En nuestra ausencia algo que le había sucedido fue el detonante para despertar su hastío


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vital latente. El clima estuvo a lo que mandaba la estación. Peter y yo paseábamos por las mañanas hasta las colinas y las granjas cercanas. René prefería montar a caballo solo. No nos importaba porque así nuestros oídos no tenían que soportar su nueva afición. Le había dado por cantar. Tenía una voz de tenor tirando a barítono-grajo, variable según la hora, lo cual denotaba que la ejecución a veces resultaba agradable y otras directamente necesaria. Vagaba por los páramos como un alma en pena y regresaba cansado, sudoroso y enajenado. Se empeñaba en apurar hasta la extenuación unas fuerzas que día a día parecían abandonarle. Comía poco, dormía poco, hablaba poco y pensaba mucho. Una noche, reunidos los tres en la biblioteca, nos contó lo que le consumía. René había frecuentado la tertulia de Madame Beaujolais y allí conoció a Laurine. Cuando ella entró saludando, las palabras cruzaron el aire para volar hasta rodearle. Las risas de la gente parecían mofarse de él. Era la reina del salón que ofrecía la mano sin mirar. Consiguió llamar su atención y la retuvo a su lado. Hablaron durante horas que parecieron minutos como dos espejos llamados a reflejarse hasta el infinito uno en el otro. Cuando la tensión se volvió agobiante se retiraron íntimamente a pasear por el jardín. Hacía un frío cortante pero no les importó. Ella tomó una granada y la abrió con las uñas por la mitad sin dificultad aparente. Tenía sed. Mordió y a continuación le ofreció a él el mismo trozo. Sus bocas manchadas temblaban haciendo bailar las gotas de jugo que brillaban como gemas. René llevaba al cuello un pañuelo que Laurine desanudó para atraerle hacia ella como si fuesen las riendas de un

caballo. Él la abrazó tan fuerte que llegó a pensar si le estaría haciendo daño, pero no se quejó, muy al contrario, dio un paso atrás hasta dejarse apoyar la espalda en el tronco del árbol y permitir que la rodease con unas cadenas de las que no se quería desprender. Se lamieron el dulzor de los labios hasta que la joven consideró oportuno apartarle. Le hizo inclinar la cabeza para que la posase en su pecho. Como un niño en el regazo de su madre se dejó acariciar el pelo, se sumergió en la música de Satie que alguien interpretaba dentro al piano mezclada con el ritmo de su corazón, el suyo, el único que latía de los dos, y se elevó hasta las estrellas cuando ella le clavó los colmillos suavemente en el cuello. Cayó desmayado. No supo cuánto tiempo permaneció así. Se despertó junto al estanque. Ella le observaba sentada en el suelo con una expresión dramática y sugerente. Volvió a perder la consciencia. Cuando se espabiló de nuevo Laurine de Ipsum Dolor había desaparecido. Llevaba buscándola desde entonces. Todos la conocían pero nadie sabía dónde vivía. Allí, en su villa, René notaba su olor, sabía que ella también iba detrás de él y escuchaba por las noches una canción encendida de muerte y deseo golpeando en la ventana de su habitación. Y eso fue lo que nos contó en ese momento. Aquello era una locura pero le creímos. Éramos sus amigos y no queríamos llamar a un doctor para que le recluyese maniatado en una celda. Peter aprovechó para leerle un ensayo que acababa de escribir en Navidad sobre lo divino, lo humano, la condenación y el sexo de los ángeles, pero me parece que ni le escuchó. Entonces no mencionó unos cambios en su persona que debíamos haber notado, pero como es com157


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prensible, ni estábamos acostumbrados a tratarnos con vampiros un día sí y otro también ni teníamos las mínimas nociones del asunto. Fuimos autodidactas preocupándonos más porque su camino a la destrucción no le llevase a quitarse la vida y pensando que era un superviviente al que había que ayudar a reponerse. Nos engañó pues ya estaba a medio camino de otro mundo. Yo sugerí que nos mudásemos a su casa de París no descartando la posibilidad de algún tratamiento que en la campiña era difícil de administrar por el médico rural. René aceptó indiferente. Lo cierto es que estaba deseando ir. La voz de Laurine le reclamaba desde el Sena que corría bajo las raíces del árbol prohibido de cuyo fruto se había embriagado sin remedio. Corrió con todos los gastos y desplegó un desmedido deseo por cuanto se pudiese comprar, por agradarnos y por agradarse a sí mismo. Todo no se puede conseguir con un puñado de francos pero él esperaba que le abriesen algunas puertas a las que ya había llamado por su cuenta. Su actitud nos tenía que haber puesto sobre aviso porque desde siempre, aunque rico, había sido un poco tacaño, eso y lo de cantar, no lo olvidemos también. Tras unos días en que René pareció recuperarse bastante salimos a cenar por Montmartre. Paseando por el Boulevard de Clichy, él quiso entrar en un cabaret del número 34. La imaginación que habían tenido los propietarios para la decoración del local nos impactó, a nosotros, él no parecía sorprendido. Peter estaba apocado. Al entrar se escuchaba un coro elevando plegarias y lamentos no se sabía si al cielo o al infierno. Pasamos al camposanto, nunca mejor dicho, donde nos dieron una mesa bien situada con forma de ataúd. Las patas de las si158

llas y las lámparas imitaban huesos humanos. El recinto se iluminaba con gruesos cirios de iglesia. El maestro de ceremonias era un hombre alto, de mirada penetrante derramada por unos ojos grises e hipnóticos y aspecto de ermitaño recién rescatado de una cueva al que acababan de ponerle una sotana almidonada y de plancharle una barba que le llegaba hasta la barriga. Beber, bebimos, pero no sé qué pues los brebajes llevaban nombres como: «Licor de lágrimas de virgen», «Ardiente con crema de esputo de tísico», «Pecado en jugo de ortiga», «Expiación eterna» y la especialidad de la casa, el «Burbujas de la Nada con ambrosía de grosella». De ese último repetimos varias veces. Llegados a ese momento los fantasmas se convirtieron en reales, los figurantes eran verdaderamente incorpóreos y todas las damas eran atractivas aunque como a las estatuas de un museo se les podía observar pero no tocar. Peter nos daba clases magistrales de los significados de cada alusión grotesca al Purgatorio pero como iba bien servido también, divagaba un poco y casi resultaba divertido. René se levantó desbaratando el espectáculo en el que por trucos mágicos y visuales se anunció que íbamos a contemplar la transmutación del alma de un condenado. Trastabilló tirando un par de sillas, se subió al escenario y echó de allí a los actores. Se replegó con las piernas encogidas en el suelo y sorpresivamente se estiró alzando los brazos, pareciendo mucho más alto de lo que era, con el rostro ceniciento, los ojos extraviados y el cabello como crines azabache despeinadas. —¡Miradme! ¡Olvidad vuestros vasos! —dijo con una voz sobrecogedora que no parecía la suya—. Conmigo tendréis


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lo que deseéis. Todos tendréis lo que pidáis si venís a mí. Haré que me adoréis, que os postréis a mis pies, que supliquéis, porque soy el drácul supremo, solo yo el dador de vida y el todopoderoso de lo invisible. Mi sangre os dejaré, mi sangre os daré, y mi reino no tendrá fin, como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. ¡Amadme como yo os amaré! La concurrencia aplaudió. René sonrió y fue entonces cuando vi sus colmillos brillando bajo la espectral luz de la falsa cripta en la que estábamos. Eso no era efecto del alcohol. No eran de un tamaño diferente pero refulgían sobresaliendo entre sus labios con afán exhibicionista. ¿Era una pantomima o a qué estaba jugando? Confieso que el miedo me daba respuestas a mí mismo que competían en ser cada vez más increíbles. —¡Peter, haz algo! –exclamé. 159


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—¿Qué quieres que haga? —No sé, de momento dejar de santiguarte. ¡Vamos! Llegamos al entarimado para agarrarle y sacarle de allí por la fuerza si hacía falta. Fue un error. El ser que había tomado posesión de ese cuerpo nos dirigió un par de gestos desde el escenario. Primero, con un dedo índice extendido hacia arriba y oscilando de izquierda a derecha chascó la lengua a compás con el bamboleo, indicando sin palabras una negativa, reprendiéndonos como a niños, y segundo, extendió la misma mano adelantándola haciéndonos parar. Quedamos petrificados mirándonos sin saber qué iba a venir después. Bajó de un salto hasta la primera mesa, levantó a una señora por la cintura y le dio un beso rabioso que la dejó otra vez sentada. El acompañante de la dama soltó el puño pero él le rompió un vaso de «Expiación eterna» en la cabeza. Luego se agachó hasta el hombre que había quedado en el suelo semiinconsciente, le acarició la cabeza como a un perro, se mesó las sienes con las manos ensangrentadas y después pasó la lengua por las palmas de ambas. Se incorporó mientras volvía a peinarse figuradamente, y robando el sombrero que el infortunado tenía sobre la mesa, se lo puso. Tras lanzar un beso al aire repartiéndolo como el brindis de un torero se dirigió al pasillo dando la espalda a todos. Fue entonces cuando nos requirió para acompañarle en el mutis por el foro. Salimos del Cabaret du Néant tan ricamente porque no pagamos las consumiciones. René iba delante de nosotros, a unos dos metros, agitando los brazos y golpeando el suelo con el bastón como un Moisés con la vara para que se abriese el suelo bajo sus pies. No había llegado a 160

la esquina de la siguiente calle cuando se desplomó. Corrimos en su auxilio. Cuando le levantamos nos miró de una manera difícil de describir, por eso no sé cómo hacerlo, y acto seguido comenzó a llorar. La gente en la calle se apartaba a nuestro paso. Unos borrachos más, pensaban. Le llevamos a casa. Esa noche no había nada que hacer por él y le dejamos descansar. Nosotros no dormimos mucho porque anduvimos con un ojo abierto y otro cerrado por precaución propia y ajena. No sabíamos si huir o permanecer a su lado pero sus lágrimas nos habían desarmado. A la mañana siguiente él no recordaba parte de lo sucedido. Tenía momentos perdidos en una nebulosa. Al hacerle un resumen de los hechos vimos el miedo pasearse por su rostro. Fue entonces cuando se sinceró totalmente. —Me estoy transformando en algo incomprensible. Mis sentidos me engañan con unas percepciones insólitas, por ejemplo, escucho el aleteo de una polilla o las pisadas de un escarabajo. Lo último fue la otra noche, cuando desde la cama oí a un ratón escarbando en la leñera, como ahora, ahí está otra vez. ¿No lo escucháis? —Siento contradecirte, pero no estamos en tu villa, sino en París —dije yo. —Leo, lo oigo. —Serán ruidos de los vecinos. —Es un roedor arañando un saco de arpillera en el cobertizo del patio. —René, por favor. Whats weird! Esta broma está yendo demasiado lejos —repuso Peter con cara de enfado estupefacto. —Os lo juro. Y también escucho voces. —¿Voces? ¿Qué voces? —dije. —Bueno, «una» voz. ¡Me está volviendo loco!


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—No es para menos, oh, my friend! —¿Qué te dice? —No la comprendo siempre: palabras sueltas, cantos, órdenes… Me propone hacer cosas que luego me avergüenzan. Laurine me llama. —¿Te habló también anoche? —seguí preguntando—. En la farra después de la cena nos diste un susto de muerte. —Ahora me explico la resaca. ¿Bebimos mucho? —Para lo que es mi costumbre, sí —confesó Peter. —¿No iríamos al Néant? —¡Tú sabrás dónde nos metiste! —exclamé—, pero creo que ese era el nombre. Podíamos haber ido a ver coristas guapas y no a los camareros macabros de ese sitio. —Allí sentí su voz muy cercana. Me rozaba con su aliento los oídos pero no recuerdo más. Lo siguiente es verte a ti, Leo, paseando por la habitación y a Peter fumando su pipa sentado en ese sofá. —Te trajimos como pudimos; estabas hecho una piltrafa —aclaré. —¡Ayudadme! —suplicó René—. Laurine estaba cerca del cabaret. Lo sentí. —¿La has visto después de esa vez que nos contaste? —se interesó Peter. —Ya os dije que la busqué pero no la hallé aunque no estoy seguro si me ha visitado en unos sueños que parecen reales. No comprendo por qué me dejó así, en el limbo, en la nada, vivo deseando la muerte o muerto en vida. Fui un pelele en sus manos. —¡Lo que eres es un idiota, René! —dijo Peter—. ¡Olvídate de ese demonio con forma de mujer y lucha contra ella! —¡Si supiese cómo! —¿Quieres realmente? —le pregunté. —¡Claro que quiere! —interrumpió Peter—. ¿Por qué si no esta angustia que le consume?

—Quiero… ¡Quiero a Laurine! Dimos un paso atrás dejando a nuestro amigo ocultar la cara entre la almohada cuando salimos de la habitación. —Esta situación no tiene sentido —me dijo Peter—. ¿Cómo vamos a ayudar a quien no se deja? —Ya no es el René que conocemos. —¿Y qué pintamos aquí? —No lo tengo claro pero no le podemos dejar a su suerte mientras haya un resquicio de humanidad en él. —O si no acaba con nosotros antes. Tengo miedo. —Yo también pero no le abandonaré. Creo que nos tendremos que enfrentar a lo inevitable. Dejamos pasar unos días para que nuestro amigo se repusiese de sus moralmente angustiosas heridas y tomase fuerzas para enfrentarse a las nuevas. Llegamos al Cabaret du Néant una tarde cuando todavía estaba cerrado. Rompimos el candado de la salida trasera para acceder al local por allí. La decoración con la mortecina luz crepuscular pero sin iluminación adicional parecía menos fantasmagórica e incluso infantil. La cripta teatral era la parte pública más baja, por lo que supusimos que solo por debajo de ella estarían el sótano y la bo161


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dega. Dimos vueltas pero no encontramos nada. Pasado un rato en el que las esperanzas comenzaban a desvanecerse, René se fijó en unas marcas en el suelo junto a una estantería llena de botellas polvorientas. Cuando la pudimos desplazar dimos con la puerta que ocultaba. No fue difícil abrirla. Bajamos por unas escaleras de madera medio carcomida. Íbamos preparados con lámparas, cuerdas, un pico, quince kilos de expectación repartidos en diferentes medidas, la biblia de Peter y el corazón cansado de René. Llegamos a un pasillo que se bifurcaba. El de la izquierda estaba tapiado. En el de la derecha había restos de cera en unas oquedades de las paredes. Tomamos ese último. El suelo era empedrado ahora. Después de un trecho descendiendo el túnel desembocó en un canal que recorrimos avanzando por el firme lateral de uno en uno y con cautela para no resbalar. René se apoyó en la pared a causa de un repentino mareo. Después de tomar una bocanada del aire viciado, terroso y acre que nos rodeaba, nos animó a seguir guiado por chapoteos en el agua, insoportables en sus oídos pero que nosotros no escuchábamos. Hicimos acopio de valor y nos fiamos de él para continuar. Tomamos una pasarela por la que se accedía a un nuevo túnel, este con el suelo arenoso pero compactado. El camino era cada vez más angosto y el techo más bajo. En un cartel se leía «Reino de los muertos». Era una de las entradas a las catacumbas. Después de caminar en línea recta, con varios millones de parisinos contemplándonos en cuencas sin ojos y osamentas de un amarillento perlado, llegamos a un callejón sin salida. Nos paramos ante un nuevo cartel. Allí se indicaba otra máxima. «¡Si entra, que sea libremente y por su propia volun162

tad!». René nos apremió a derribar la pared de ladrillo. Al otro lado encontramos un salón abovedado, como la nave de una iglesia románica pero con claraboyas por las que incidía una luz mortecina. En el centro había un lago y en el centro del lago, un panteón de obsidiana. —¿La oyes, Leo? —me preguntó en un susurro mientras era presa de otro mareo y se agarraba a mi brazo. —No. No oigo nada. La puerta del mausoleo se abrió y por allí salió una barca deslizándose suavemente con una vela hinchada por un viento inexistente. Laurine se acercaba puesta de pie en ella con porte de etérea magnificencia. Su piel era transparente. Su melena rubia caía en bucles hasta la cintura. Su cuello erguido le daba una


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altivez que compensaba con la cabeza echada hacía atrás y ligeramente ladeada. Sonreía de forma cautivadora. Era una imagen bellamente terrorífica. René se quedó clavado en el sitio. Era exactamente como la recordaba. Ella levantó las manos y desató lo más parecido a una tormenta. —¡Luna, ocúltate y ayúdame a llegar cabalgando en oscura tormenta! ¡Viento, desgarra mis ropas y conviértelas en sudario a jirones! ¡Padre Sena, vapulea mi embarcación y pon a los demonios de tus aguas a los remos! ¡Niebla, acaricia su alma y su corazón con dulce aliento inmortal! ¡Rayos, iluminad la noche con tétrico resplandor! ¡Ya he regresado! ¡Ven a mí! Peter se puso a gritar frases inconexas de diferentes oraciones mientras buscaba un lugar para esconderse. Era un discurso aterrador aunque a nuestro amigo le sonó a las más sensuales palabras que su amada le podía dirigir. Una invitación para compartir juntos toda la eternidad. Tuve que sujetar a René porque estaba a punto de tirarse al lago llevado por la impaciencia. —¡Laurine! —gritó, mientras ella cambió el semblante que se tornó de una hermosura casi celestial y candorosa. Cuando la barca llegó a la orilla la mujer bajó los brazos y unas lenguas de fuego envolvieron su cuerpo. Le tendió la mano. Él no se pudo resistir y le contestó diciendo que sí a todo y que vale. —Sería un mentiroso si te dijera que no te he esperado —dijo René. —El tiempo de duda ha pasado. —Vamos, chica, enciende mi fuego. —Vamos, chico, enciende mi fuego. Ella se alzó y llegó hasta él flotando liviana. Él la abrazó y los dos giraron entrelazados en el aire con un ansia que

terminó explotando en burbujas crepitantes. —Trataremos de incendiar la noche —cantó Laurine. —Nuestro amor será como una pira funeraria —cantó René. —Enciende mi fuego —cantaron los dos. Peter nunca había entendido nada de todo eso. Aquí acaba su participación en este relato. No llegó a ordenarse sacerdote. Se convirtió en banquete nupcial y de nada le sirvieron sus rezos, sus crucifijos ni su biblia para evitarlo. La pareja siguió en París. Se cuenta que algunas noches se les ve caminar por el cementerio Père-Lachaise. Solo un reducido número de catafilos cree eso de que unos jóvenes vampiros vestidos a la antigua, unos guapos espectros cogidos de la mano y decimonónicos perdidos, llevan recolectando su elixir por la ciudad desde hace más de cien años. Al fin y al cabo, cuando alguien cae de tanto en tanto no vuelve para contarlo, y por ese motivo todo queda como una leyenda urbana. Yo también pasé a mejor vida y regresé a España. Para darme el gustazo me fui a vivir a Mallorca por disfrutar del mar y del calor de los que carece la áspera meseta castellana donde nací. A veces siento algo parecido a la melancolía, como ahora mientras escribo sobre aquellos días con un sol que solo veo en la televisión y pinto ante un caballete por las noches entre dentellada y dentellada. Cuando leí en la prensa que habían profanado la tumba de Jim Morrison robando el busto que la adornaba, no tuve duda sobre la identidad de los ladrones. El muchacho les había caído bien cuando le conocieron; también era un héroe llevado por su demonio. 163


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¡Tengo que visitar a mis amigos antes de entrar en el próximo siglo! ¿Qué les llevo como regalo, una ensaimada que no comeremos pero con la que podremos seducir a alguien o a la apetitosa pareja de alemanes del ático? Algo se me ocurrirá. El tiempo es lo que menos me preocupa. Tengo pase permanente para todas las funciones y todas las temporadas.

Cristina Aguas Marco (España) Blog: elbonetedemimi.blogspot.com.es

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Los espiritistas (Continuación)

Plinio

el Bizco Un hombre o algo semejante apareció al rato...

En el Callejón 8... Después de la batalla de las pirámides, Napoleón estaba satisfecho; les habían dado una buena paliza a los mamelucos doblegando su caballería con férreas formaciones de infantería divididas en cuadros. Desde que era un niño en la isla de Córcega sabía que la gloria se esculpe en hazañas temerarias como esta. Sus generales marchaban hacia El Cairo, lo iban a celebrar por todo lo alto irrumpiendo en el harén del sultán, como los bárbaros en Roma. Él iba a pasar la noche en la Gran Pirámide. Quería que el espíritu del faraón se le presentase para visionar el futuro. Una compañía de granaderos protegía el perímetro. El túnel se estrechaba hasta resultar angosto y se perdía la noción de subida o bajada al estar todo en una oscuridad casi absoluta. Por delante, el guía le conducía a la cámara real, le seguían un capitán en servicio de escolta llamado Gerard y un joven asistente cargado con una esterilla y efectos personales al que todos llamaban Benjamín. 165


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EN EL INTERIOR DE LA PIRÁMIDE tres sacerdotes esperaban a los aventureros. El guía egipcio había llevado a Napoleón y a su pequeña escolta hasta una antesala vacía, forrada en pan de oro donde quedaron cegados momentáneamente por el resplandor fluctuante de las antorchas. Después de recuperar la visión tuvieron la impresión de que las coloridas hileras de las silentes imágenes fueran a cobrar vida, alentadas sin duda por los trazos enigmáticos de los sellos jeroglíficos. Más allá, en la profundidad del pasillo, creyeron vislumbrar otra estancia, esta atiborrada de objetos singulares y supuestamente personales del faraón, que imaginaron como la Cámara del Tesoro. El guía, un nativo de aquel paraje del Nilo, comenzó a traducir el mensaje de bienvenida que les profesó el mayor de los patriarcas. Eran magos de más allá de Etiopía, del lejano país de Punt, herederos del conocimiento y la magia de la antiquísima religión egipcia. Debían detenerse, les indicaron. Sólo podría acompañarlos al «Mirador de Sirio», dentro de la mastaba, la reencarnación de Horus en la Tierra, el General Bonaparte. Así este, el glorioso triunfador de la batalla de las Pirámides, podría conocer los arcanos del futuro mediante el oráculo como deseaba. El capitán Gerard, supuestamente en servicio de escolta, quiso impedirlo, pero ni siquiera llegó a balbucear una queja puesto que el osado general ya seguía a los sacerdotes desarmado, sosteniendo en sus manos como un honor concedido, el sable y los correajes del corso. Cada uno de los tres acompañantes buscó la forma de amenizar las próximas horas. El guía egipcio que los había 166

traído hasta dejarlos varados en la profundidad de la pirámide extendió una alfombrilla deshilachada sobre el suelo y encendió una pipa con la parsimonia de tener toda la noche por delante. El capitán Gerard aficionado al juego, que en realidad hacía labores de espionaje para Fouché, el siniestro ministro de policía durante la revolución, sacó un dado anómalo de múltiples caras para distraerse, como cuando el Comité de Salud Pública lo enviaba a la cárcel del Temple para hacer con los ya condenados el teatrillo de un interrogatorio, así mientras oía sus inconsistentes alegatos de inocencia jugaba con el dodecaedro lanzándolo constantemente de forma obsesiva. Benjamín, su asistente, contabilizaba los números que iban saliendo. Este era oriundo del valle del Ebro, al sur de los Pirineos pero lo detuvieron a orillas del Sena cuando parece ser que iba a entrevistarse con un noble famoso, ocultista para más inri, el conde de Saint Germain, el aristócrata más buscado y odiado por «los sans culottes», aunque nunca llegaran a verlo les enervaba que pudiera ser cierto el mito de su inmortalidad, no fuera que aquello que pretendían abolir pudiera ser eterno. A Benjamín tuvo que rescatarlo personalmente el embajador español en París durante aquella época, el Conde de Aranda; este alegó tenerlo a su servicio por ser un paisano emigrado, un infanzón sobrino de un pariente y por tanto tenía inmunidad para reunirse con cualquier personaje por noble, alquimista o francmasón que fuese este. El comisario Gerard, que no quería generar ningún nuevo conflicto diplomático, la Convención necesitaba potencias aliadas aunque fueran en decadencia como la


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española pues media Europa conspiraba ya contra la joven República francesa, ofreció al chico que fuera su asistente para congratularse con el embajador e influyente ministro en su día y de paso que le ayudase a retomar el aprendizaje de la lengua de Gracián para poder leer su erudito «Manual y Oráculo del Arte de la Prudencia». —El 4, el 8, el 1, el 8, el 0... Benjamín iba repitiendo los números como si fueran una clave. De vez en cuando, de modo alterno con los números que aleatoriamente iban apareciendo tras cada lanzamiento, escuchaban un lejano eco que los sobresaltaba, semejante a una letanía inquietante llena de invocaciones al casi infinito panteón egipcio. Otras veces, reinando un ceremonial silencio se veían envueltos en una tonificante y densa humareda provocada por la combustión de amapolas y otras plantas exóticas que apaciguaron sus inquietudes hasta que sintieron flotar la ingravidez de la materia. De esta forma, no fueron capaces de advertir que la ceremonia había concluido hasta que tuvieron a los tres sacerdotes delante, Napoleón se había quedado como huésped honorario de Keops, el faraón más importante del Imperio Antiguo. Estos le dieron instrucciones precisas al guía egipcio de cómo liberarlo al amanecer. Una vez concluyeron las explicaciones accionaron un mecanismo secreto que provocó que una losa escondida en la entrada del mausoleo se precipitase enérgicamente guillotinando la pesada atmósfera que envolvía a los viajeros provocando que al capitán Gerard se le cayese el dado por el sobresalto. —¡El 8! —sentenció Benjamín e interpretó toda la numeración anterior como si de una iluminación se tratara

mientras se veían envueltos en otra blanca y definitiva humareda—. ¡4 del 8 de 1808! Al amanecer la clepsidra rebosó de agua por uno de sus cántaros decantándose sobre la cabeza del guía; este, desparramado por el suelo cual fauno dormido, tardó en comprender que debía accionar el mecanismo oculto que liberase al misterioso extranjero capaz de haber pasado en soledad una noche entera como invitado en un sarcófago para conocer los secretos del Libro de los Muertos sin haberse vuelto loco. Un hombre o algo semejante apareció al rato, lívido, sin hálito, las botas parecían sostener unas piernas deshuesadas como las de un guiñapo al que cae sobre la frente un flequillo tan lacio y revuelto que parece que ha vuelto de pasearlo por el Tártaro. Era Napoleón, el que iba a heredar la gloria de Alejandro y la determinación de Julio César. Los arcanos le habían mostrado la crueldad de la estepa, su «Grande Armée» devorada por el general invierno, con el frío en el cuerpo todavía desenmascaró el resto. Sus meninges filtraron toda una carrera meteórica, la de un general victorioso convertido en cónsul que acaba coronándose emperador. Marengo. Jena. Austerlitz. Serán lugares que lo encumbrarán a lo más alto hasta que Waterloo resuene como una maldición en su cabeza y después la ignominia del destierro. Fallecerá asediado, como Germánico, por una muerte lenta en forma de veneno administrado por un marido burlado, pero qué puede hacer un guerrero encerrado en una isla sino convertirse en un personaje insulso a merced del factor humano que interpreta un vodevil. De Josefina nada, tendría un hijo con una Hausburgo, pero y ella, ¿qué estaría haciendo? Tras abotonarse 167


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la guerrera sintió el despertar de su genio ordenándole al guía que lo sacará de allí. Volvía a París. Brumario sería el primer escalón de su destino, iba a derrocar al Directorio. «Quizá pueda cambiarlo todo», pensó, «Todo es cuestión de voluntad y genio. Santa Elena no será el final, no puede, no debe serlo». Una vez en el exterior, espoleado por el cascabel de su ego, aún cegado por el sol, comenzó a dar órdenes histriónicas de repliegue a sus asistentes. —¡Nos retiramos! —¡Burlaremos la marina británica! —¡Saquen a Murat del harén del visir! —¡Francia nos reclama! A su alrededor pronto se formó una marabunta de correos y tropas en formación. Nadie reparó en que los acompañantes de Napoleón, el capitán Gerard y Benjamín no habían salido con él, por supuesto ni el propio Bonaparte que sí echó en falta su sable al ir a desenfundarlo sobre un caballo bayo. —Dejo mi sable en la Gran Pirámide, en pago a la hospitalidad del faraón. Dicho esto, Napoleón dudó por un momento si aquella frase había sido lo suficientemente solemne como para que algún día un cronista la transmitiera a la posteridad. Continuará...

Obra de Jacques-Louis David

Plinio el Bizco (España) 168


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Libre albedrío Damaris

Gassón «Sea, pues»...

EN OCASIONES basta el más ligero traspiés de un borracho para que las cosas que llevan centenares de años siendo las mismas cambien radicalmente. Mi dueño actual caminaba con una curda fenomenal, agarrando firmemente la botella de whisky y la bolsa a cuestas en donde llevaba las botellas con las almas que constituyen su acto de feria, cuando sin querer tropezó con una piedra y la botella que contenía mi alma cayó al suelo haciéndose trizas. Como se paseaba por el callejón de los borrachos, pude penetrar en el aliento de otro beodo que estaba en las últimas y me adueñé de su cuerpo. Era extraña la sensación de sentirme de nuevo dueño de un cuerpo, mover las manos, oler, vivir. Percibir la realidad a través de los sentidos y no como una esencia gaseosa que se debate en su prisión de vidrio rogando salir, implorando que su castigo acabe. Soy Sebastián y mi prisión eterna me la gané por realizar un pacto satánico en el año del Señor de 1395; acudí a Toledo en busca de hechiceros que me permitieran invocar al diablo a cambio de obtener la fama y la fortuna que me permitirían conquistar a la dama que atormentaba mis noches y mis días. Conseguí el amor y la atención de esa Jezabel que no dudó en envenenar a su esposo el Conde, conseguí desposarla luego de varios meses del luto reglamentario y necesario para no levantar sospechas, conseguí algunos años de dicha matrimonial, a pesar de que mi obsesión por Isabel se iba erosionando ante su frivolidad y su vacuidad. No era en modo alguno la mujer que creí amar, la que sufrí, la que una vez conseguida me aburrió hasta las lágrimas, hasta que, como era previsible, me envenenó y en plena agonía el demonio con el que 169


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hice el pacto vino a buscar su prenda, mi alma. Lo que nunca sospeché es que mi castigo consistiría en que mi alma estaría encerrada en una botella por siglos, para que pasara de mano en mano y recorriera miles de ferias y circos ambulantes, en donde el público contemplaría una especie de sombra negruzca revoloteando dentro de una botella antigua gimiendo, implorando salir. Mis gritos y los de otros se podían escuchar una vez que el dueño de turno terminaba de contar nuestras historias y les pedía a los concurrentes que hicieran silencio, y que prestaran atención a los susurros que salían de las botellas: «¡Socorro, ayudadme!». No todo el mundo lo creía, mas había alguno que otro que se estremecía de pensar en un destino así. En esta época extraña, desconocida, en donde todo huele tan mal y en donde la cantidad de gente es apabullante, en donde unas extrañas carretas metálicas que se impulsan solas circulan a velocidades suicidas, debo conseguir la manera de vengarme del demonio que me encerró en esa botella: Agaliarept, el dispensador de las riquezas, el divulgador de los secretos enterrados en el corazón de los hombres. Recuerdo como si fuera ayer la invocación efectuada y necesaria para establecer el pacto. Cogí una tiza trazando tres círculos concéntricos, en el círculo del medio anoté an170

te todo la hora en que empezaba la operación, luego el nombre del demonio que regía esa hora y el nombre del demonio que regía el día. Agregué los nombres que la Tierra, el Sol y la Luna llevaban en esa estación, es decir Festativi, Athemai y Armatas y, por último, en los puntos cardinales del círculo superior, anoté el nombre de los espíritus malignos que regían el Aire ese día, y en el círculo medial agregué el temido signo del dios Shampalai. —Yo te conjuro, Agaliarept —comenté—, en nombre de Satán, en nombre de Belcebú, en nombre de Astaroth y en nombre de todos los otros espíritus, para que vengas hacia mí. Ven pues a mí, Agaliarept, en nombre de Satán y de todos los demás demonios, ven pues a mí, sin hacerme ningún daño, sin lesión, sin hacerme mal. Te ofrezco mi alma como prenda a cambio de toda la riqueza que puedas dispensarme. Una vez finalizado el conjuro un frío fétido empezó a filtrase en la habitación, la entidad invocada se hizo presente y una voz rencorosa invadió mi mente. —Soy Agaliarept, ¿qué quieres mortal insignificante? —Riquezas y poder, los que sé bien que puedes dispensar. —¿Qué ofreces a cambio? —Mi alma inmortal y mi dedo anular como sacrificio y precio del pacto.


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Tomé mi puñal y seccioné el dedo anular de mi mano izquierda, que lancé al centro del círculo, en donde se consumió con un fogonazo. Una vez hecho esto, tan solo escuché «Sea, pues», con lo que se disipó tanto el frio como el hedor. Me hice rico y acreedor de un condado, con lo que pude llamar la atención de la pérfida Isabel. Copulamos en mi castillo mientras planeamos la muerte de su esposo y yo mismo le proporcioné el veneno con el que lo mató a él y me mataría a mí, la muy desgraciada. Una vez que mi alma salió de mi cuerpo, estuve resignado a bajar al infierno, estaba claro que debía pagar el precio del pacto que había hecho, pero el giro que tomaron los acontecimientos me llenó de furia, por la humillación de haber sido asesinado y no haberlo supuesto y por la indignidad de ser un espectáculo itinerante. Tuve mucho tiempo para convertirme en una masa gaseosa cargada de odio infinito, por lo que después de siglos de oscuridad debo hallar la manera de invocar al demonio ante el cual Agaliarept se somete, que no es otro que Lucífugo Rofocale, uno de los más poderosos de la jerarquía de los demonios, el que junto a Guland y Belial no se doblegan sino ante el propio Astaroth, la más terrible criatura maléfica de la que tenga conocimiento. Primero que nada, debía conseguir la manera de sobrevivir en este siglo. Contaba con la ventaja de haberme dado cuenta de que tenía acceso a la memoria y los recuerdos de quien me servía de cuerpo, con la fortuna de que resultó ser un hombre culto pero alcoholizado. Mi voluntad superior logró eliminar la afición por el alcohol de este hombre y con sus conocimientos logré dirigirme a su hogar. Me recibieron con aprehen-

sión, mas el nuevo comportamiento que desplegaba bastó para convencer a la esposa y los hijos de este hombre de que estaban ante alguien «nuevo». He de confesar que me disgusta esta época, la gente vive y respira sin propósito ni objetivos, van de aquí para allá acumulando objetos, comida y tristezas y ni siquiera se dan cuenta de que están atados a una rueda que no tiene fin, que solo son unos asnos dando vueltas y vueltas hasta caer muertos, mientras otros asnos les gritan que sigan, que les darán remedios y placeres, panaceas e ilusiones, pero que de ninguna manera pueden parar el movimiento que hace que los engranes de este triste siglo paren. Al menos yo conocí el Mal descarnado y poderoso, no al mal babeante e idiota del siglo XXI que no hace más que gritar que eres feliz, y si no lo eres, algo malo pasa contigo y no con lo que te rodea. Ustedes se preguntarán por qué habría de desperdiciar la oportunidad de vivir en este nuevo cuerpo a pesar de lo mucho que me disgustara la época; pues bien, Agaliarept de seguro me buscaría y me encerraría de nuevo en una botella. No permitiría que una de sus prendas huyera, pues esto implicaría un fracaso que debería explicar ante los espíritus malignos superiores, so riesgo de ser castigado y hasta devorado, lo que precisamente yo buscaba para ejecutar mi venganza. Además, el cruel destino hizo que la esposa de mi «receptáculo» se pareciese sospechosamente a aquella que tanto daño me hizo. Aunque yo quisiera amarla como se merecía, la sombra del recuerdo se colaba entre sus pestañas y volvía mustio lo que se suponía debía responder con entusiasmo después de tanto tiempo, resulta que aun a través de los años y la 171


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distancia, ella seguía burlándome y matándome sin piedad. Busqué la información en lo que llaman internet e invoqué a Lucífugo, al que solo puede invocarse de noche pues es la negación misma de la luz. A él tuve que ofrecerle mi mano izquierda entera; la oscuridad de que se presentó era una nada que negaba la luz y hasta su propia existencia, una neblina negra que parecía ocupar el lugar de la propia realidad y de todos los pensamientos. Me costaba respirar y pensar ante el poder maligno que se había presentado ante mí. No tuve necesidad de explicarle mi situación ni qué deseaba, y pude sentir que aparecía la presencia aullante de Agaliarept, su infinito terror, y cómo fue devorado por Lucífugo, o más que devorado, absorbido en una negrura más abyecta si cabe. No envidio a los demonios, pues el más mínimo error se paga muy caro. No importa cuánto te esfuerces por complacer al Padre de las Tinieblas, ni importa que seas una pura energía demoníaca, si te equivocas serás anulado. Imagino que otro ser humano no habría podido contemplar un enfrentamiento de esta naturaleza sin enloquecer, mas yo sabía de negruras y de tribulaciones y sonreí en todo el proceso. Al final y como recompensa por haberle entregado a su subalterno me dio a escoger: una nueva vida en este siglo con todas sus prerrogativas o… lo que me susurró al oído. Así que escogí, y estoy en el infierno, pero no como castigado. Mi labor es torturar a Isabel, a la Jezabel que acabó con mi primera vida, de todas las maneras en que mi imaginación me lo permita y más, pues hice uso de mi libre albedrío.

Damaris Gassón Pacheco (Venezuela) 172


Número 9

Lo que no cuenta el Génesis Enrique

Angulo

Es una temeridad... AQUELLA MAÑANA Dios estaba aburrido, la vida en el cielo le parecía monótona, sobre todo tras haber expulsado a los ángeles rebeldes, que eran quienes organizaban las fiestas en el Empíreo. Por eso, pensaba en si realmente había sido acertada tal medida, pues se había enterado de que los llamados ángeles caídos se lo montaban a lo grande en el infierno, ya que a su jefe, el marchoso Lucifer, no le faltaban imaginación y recursos para organizar toda clase de espectáculos, y por las noches, en el silencio de los Campos Elíseos, podían oírles reír y cantar, mientras sonaban de fondo frenéticas músicas. Mientras que en el cielo, Dios, con los arcángeles, ángeles y principados —un tanto envarados—, las potestades, las virtudes, las dominaciones y los tronos —todos ellos muy serios y morige-

rados—, y los querubines y serafines, que eran más bien infantiles y melifluos, se sentía como un intelectual sin más recursos a su alcance que una novela rosa. Así que, a pesar de estar rodeado de ángeles, a Dios el cielo se le hacía muy desangelado, y llevaba mucho tiempo teniendo malos sueños por la noche. Por tanto, una mañana, mientras se desperezaba en su lecho, pensó en sacar parte de sus ahorros del banco Espírito Santo, e invertirlos en crear algo grande, enrevesado, espectacular, algo que le diese pie para no aburrirse durante los interminables eones. Iba a crear tal variedad de vida vegetal y animal que ya no tendría tiempo para la holganza y el tedio, y lo culminaría con un ser complejo y raro donde los hubiese, un ser que iba a dar un jue173


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go extraordinario, pues pensaba que los ángeles le habían salido ranas, a pesar de que aún no había creado batracio alguno. Así que ya estaba, a crear a lo grande, sin reparar en gastos, se iba a fundir casi todos sus ahorros, aunque el banco Espírito Santo pusiera el grito en el cielo. En estas estaba Dios, lleno de planes y todo excitado ante lo que le iba viniendo a la cabeza, pensando tanto en el paramecio como en la iguana o en el ornitorrinco; en los pétalos, los sépalos, los pistilos, la flor de lis, la flor de pitiminí y la flor de la canela, cuando se le apareció Adán, el cual aún no había sido creado, y le dijo: —Pero Señor, ¿has pensado bien lo que vas a hacer? Es una temeridad tu idea, una locura, mal lo de las plantas y los animales, pero lo de los humanos eso es una bomba, con perdón; y aunque Tú lo sabes todo, pienso que no sabes lo que haces, y creo que te vas a arrepentir, que al poco de que aparezcan los humanos en la Tierra vas a desear exterminarlos, que esa va a ser una criatura que no habrá dios que la aguante, si lo sabré yo, pero si no se van a aguantar ni entre ellos, es más, ni ellos a sí mismos. Dios le respondió así a la criatura que aún no había creado: —Venga, Adán, no será para tanto, te aseguro que me voy a emplear a fondo, aunque la verdad ya eché el resto con los ángeles, pero quiero hacer otra cosa, voy a experimentar como hacen las brujas con sus brebajes, que si una pata de conejo, que si el ojo de un sapo tuerto, que si esencias de cardo borriquero, que si el aliento de un borracho con halitosis, que si pis de choto; en fin, no sé, ya iré improvisando, quiero sorprenderme a Mí mismo, los creadores somos así, 174

pasamos de lo clásico a lo experimental en un periquete, para nosotros todo es arte y creatividad, desde la Capilla Sixtina a una tapadera de inodoro que tenga un corazón dibujado con un pintalabios, o un saco lleno de cagarrutas, tanto da. —Que no, Señor, que estás muy equivocado, reflexiona, que al poco de que aparezca el ser humano lo que más te va a apetecer es estar dándole collejas cada dos por tres hasta en su documento de identidad; que te lo digo yo que voy a ser el primero de la serie, que hasta en mi familia Eva me va a engañar con una serpiente, y uno de mis hijos, un bestia, va a matar a otro de mis hijos con la quijada de un asno. —Pero Adán, no te das cuenta de que es eso precisamente lo que más deseo, que quiero desenfreno, locura, caos, que quiero culebrones a tutiplén, que eso va a ser la salsa de mi futuro, que voy a pasarme los días zapeando para ver qué ocurre en todos los lugares de la Tierra. No ves que ahora estoy de lo más aburrido, que no tengo nada que hacer. —Pues, con perdón, Señor, podrías dedicarte a la cría de champiñones o a la de bonsáis, o a jugar a las canicas con los querubines. ¿O qué tal a pintar la cúpula celeste de color malva? —No te enteras de nada, Adán, eres igual de cebollino que todos los humanos que van a venir detrás tuya, vais a salir todos defectuosos de fábrica; va a haber uno entre vosotros, un tal Sócrates, que va a dar en el clavo sobre lo que sois los humanos, el buen hombre dirá: Sólo sé que no sé nada. Así que aplícate el cuento, no tienes ni idea, eso sí, respondones lo vais a ser hasta dormidos. Pero ni caso, para empezar te diré que os voy a hacer inmortales. —¿Inmorales, has dicho?


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También, sobre todo en el tema de trincar, pero, además, inmortales, aunque para eso tendréis que moriros. —Ahora sí que me has fundido los plomos, inmortales y tendremos que morirnos. —Sí, yo me entiendo. —Por supuesto, porque lo que dices no hay dios que lo entienda. —Pues no es tan difícil, primero os morís, luego voy Yo y os resucito, y como quiero que sigáis proporcionándome diversión y entretenimiento, os preparo algo espectacular para toda la eternidad, ya tengo varias ideas al respecto, la que más me atrae es la del infierno. Por cierto, a ese tema le va a sacar un gran partido un tal Dante Alighieri. Aunque para eso del infierno tengo que contar con Lucifer y sus diablos, pero les va a encantar, si conoceré yo a ese crápula y a todos los golfos que se le unieron, son tan impresentables como muchos de los humanos que voy a crear, sólo que estos ya son inmortales y han pagado hasta la última letra de su habitáculo; así que, en cuanto declare zona infernal al lugar donde viven, van a montar allí cada olimpiada de torturas que va a ser como un descomunal Circo del Sol pero en negativo. —No te entiendo en absoluto, Ser Supremo, será verdad que soy tan lerdo como dices, aunque igual tienes el atrevimiento de echarme la culpa a mí, cuando yo seré creado; o sea, que no me haré a mí mismo, que no podré decir: quiero tener seis piernas, quiero poder volar, quiero comer percebes y angulas cada poco, quiero tener éxito en los negocios y que las mujeres se cuelen por mis huesos... Nada, como Tú me hagas y a aguantarse, ni siquiera los tres deseos de rigor, ni un último deseo como al condenado a muerte; o sea, lo de

siempre, los poderosos a abusar que para eso sois poderosos y hay que plegarse a vuestra santa voluntad. —Santísima en mi caso, pues sí, Adán, querido, soy el Boss absoluto, o sea Bruce Springsteen elevado a la enésima potencia, y puedo pasarme tantos pueblos como se me antoje, en el Paraíso no habrá libro de reclamaciones. Y luego, cuando salgáis al mundo, menos, así que ajo y agua, raza inferior, y en cuanto a los poderosos, pues te equivocas al compararlos con Nos, vuestros poderosos serán de pacotilla, y a muchos de ellos les van a dar matarile; y luego, cuando aparezcan por aquí, verás lo que les tengo reservado. Bueno, de eso se encargarán Lucifer y sus diablos, todos muy imaginativos en el tema del sadismo. Así que a esos poderosos de chichinabo que van a aparecer en la Tierra, esos que van a ir por el mundo con unas ínfulas de no te menees, algunos hasta diciendo que me representan y que hablo directamente por sus bocas, y otros que hasta van a decir que se han convertido en dioses, lo van a pagar pero bien, los demonios les van a tener

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preparado en el báratro unas torturas de lo más imaginativas... —¿El báratro? —Sí, el infierno, es que Yo soy muy culto, lo sé todo. Pero a lo que iba, a esa panda de energúmenos Sata y sus boys les van a hacer toda clase de brutalidades y durante toda la eternidad nada menos. —Permite que siga discrepando con tu plan, seré todo lo cebollino que Tú quieras, pero lo que dices me parece un disparate, luego te quejarás y dirás que muchos humanos no creen en Ti, que no van a misa los domingos, ni rezan por las noches el cuatro esquinitas, pero ¿Tú qué crees que pensarán cuando les caiga encima una calamidad tras otra?, pues que Dios no existe, que no puede existir un Dios bondadoso y a la vez salirte un orzuelo en un ojo, o que se te infecte un padrastro. —Me da igual lo que piensen, mis caminos son inescrutables, las explicaciones ya vendrán luego, bueno, no harán falta, se darán cuenta ellos mismos cuando pasen a la eternidad, y los que estén en el cielo cantarán mis alabanzas y vivirán regocijados. —¿Pero no dices que el cielo es aburrido? Si vas a tener que preparar toda la parafernalia de la creación para entretenerte, ¿qué va a cambiar cuando todo eso acabe y todos tus elegidos estén Contigo? ¿Cómo vais a pasar las tardes, jugando al mus? ¿No crees que los humanos echarán de menos ver un Madrid–Barça, o un partido entre Federer y Nadal, o tomarse un carajillo, o ir de compras en época de rebajas, o bailar bachata tras haberse puesto ciegos a cubalibres, por ponerte sólo unos ejemplos. —Entonces será ya otra cosa, pues tendremos a los vecinos del infierno y 176

del purgatorio para entretenernos con ellos. Vamos a suponer que estás aburrido, pues te pones un rato uno de los canales del infierno y ves cómo a Calígula le hacen descargar sacos de patatas teniendo que llevar los zapatos llenos de chinas, no de las de Shanghái, de las otras, y luego no le dejan ducharse en una semana; o cómo a Hitler lo amordazan y le obligan a aguantar durante meses la cháchara de una pandilla de políticos plastas, o le pinchan con un alfiler en el escroto tantas veces como los judíos que murieron por su culpa. Que no, que desde que os cree a vosotros todo va a ser muy diferente en el universo, en una vida y en la otra, y cuando sólo quede la eternidad no va a haber ya más aburrimiento, lo del infierno va a ser la repanocha cada noche. —Qué raros sois los dioses. —Perdona, yo soy el único Dios verdadero, el genuino, el pata negra, no me compares a mí con esa panda de mindundis que andan por ahí llamándose dioses, esos son unos chapuceros y no tienen papel alguno que jugar ni en el cielo ni en vuestro mundo; esos sólo son unos cantamañanas que, como mucho, los utilizarán para que sean personajes en algún libro, y les ofrecerán algún sacrificio, como machacar a un caracol con una piedra, o matar a soplidos a una lombriz. Pero toda esa panda de mediocres: Zeus, Osiris, Mitra, Viracocha y cientos de ellos más no me llegarán ni a la altura del zapato. —Bueno, vosotros sabréis, allá os apañéis los dioses con vuestras trifulcas, a mí me basta con preocuparme por el destino de los humanos, que va a ser una cosa terrorífica, así que insisto de nuevo, no nos crees. —Mira, nonato... —Sí, yo también voy a estar en con-


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tra de la OTAN. —No me interrumpas más, a lo que voy, que os quede muy clarito, el que maneja el cotarro es mi Menda, el que decide si la Tierra sigue dando vueltas y si los agujeros negros siguen siendo negros o se vuelven de color rosa soy Yo. —Vale, lo que Tú digas, pero permíteme que insista: no nos crees, invéntate otra cosa para divertirte. ¿No te da lo mismo crear un mundo virtual? O sea, te inventas todos los personajes que Tú quieras, pero virtuales, que no sufran.

¿Tú sabes lo canutas que se pasan cuando tienes piedras en el riñón, o lo duro que es soportar treinta años en una oficina al lado de un grupo de pelotas? Eso por no hablar de penalidades y espantos mucho más gordos. —No, ni me interesa, esos defectos de diseño son consecuencia de que no dispongo de nada mejor para haceros, hay lo que hay, así que os aguantáis, la cosa urge, no estoy para perder el tiempo, es como cuando los políticos quieren inaugurar una obra, pues aunque todo esté 177


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manga por hombro inauguran; luego ya se harán las correcciones necesarias si se puede y si no, santas pascuas; así que os sacrificáis, que orgullosos deberíais estar cuando sufrís por vuestro Dios, además, recompensaré a los buenos, ya te lo he dicho. —Perdona, pero te veo un poco obnubilado y prepotente, y te digo esto porque como aún no me has creado no me puedes hacer nada, porque si no en tu cólera divina me pondrías a picar piedra o me mandabas a galeras. Te lo reitero, lo que vas a hacer es una chapuza sólo equiparable a las que haremos los humanos si es que llegamos a aparecer en el mundo. ¿Sabes que algunos van a utilizar tu nombre para asesinar y cometer toda clase de desmanes? Y va a haber muchos que van a decir que creen en Ti, van a tener tu nombre en la boca a todas las horas del día, se van a considerar tus representantes en nuestro mundo, y por ello, con derecho a freír a todo el que se les oponga. —Ya te lo he dicho, te lo he repetido, pero es que no te enteras de nada. Esos monstruos las van a pagar todas juntas, les van a fustigar los demonios de la mañana a la noche, y les van a meter palillos entre las uñas de los dedos de la mano y de los pies, y conociendo como conozco a Lucifer, raro será que cada dos por tres no los tengan a lavativas. Así que no me des más la tabarra, Adán, vas a ser el primer ser humano y ya estás polemizando conmigo, menos mal que la mayor parte del tiempo no os voy a hacer ni puñetero caso, un poquito al principio con Jacob, Abraham, Moisés, los reyes David y Salomón, los profetas y alguno más, pero después, ya podéis rezar y pedirme lo que sea, que voy a estar más sordo que una tapia. —Pero al principio, al poco de estar 178

en el Paraíso, como me sentiré muy solo, sí que me vas a proporcionar una mujer. —Es que eso es fundamental, de entrada, no veas el juego que va a dar lo del asunto erótico-amatorio mientras estéis en el mundo, es que sólo con eso ya tengo el entretenimiento asegurado para toda la eternidad; muchas de las cosas que sucedan en ese terreno me las pienso grabar para luego verlas cuantas veces desee; menudo archivo me voy a preparar, no me pienso perder ni un capítulo de los amores de Marco Antonio y Cleopatra, Felipe el Hermoso y Juana la Loca, Napoleón y Josefina, Dalí y Gala, Liz Taylor y Richard Burton, y millones de parejas más, por no hablar de relaciones mucho más escabrosas y de otra clase de amores. Y luego todas las historias de amor en la literatura. Y es que como seréis incapaces de entender nada, os vais a complicar la vida hasta límites insospechados, cualquier cosa, por sencilla que sea, la vais a llevar a extremos absurdos y kafkianos. —¿Kafkianos? —Sí, es una forma de definir situaciones absurdas, delirantes y angustiosas creadas por vosotros mismos, sobre las cuales escribirá con mucha lucidez uno de tu especie que se llamará Franz Kafka. Pero a lo que te iba, en primer lugar, como sé que tendré que expulsaros del Paraíso, en el que os voy a poner en un principio, por no hacerme caso, pues luego tendréis que reproduciros, para lo cual necesito que seáis macho y hembra. Y los machos vais a ser más bien machistas, una desgracia para la mujer en multitud de ocasiones, y eso sí que me rechina y me da un poco de remordimiento, pero así serán las cosas. —¿Y no podías haber dejado eso de la


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reproducción en lo del huevo como los dinosaurios, que van a ser mucho más grandes en tamaño que los humanos? Poner un huevo y ya está, otro gaznápiro más sobre la faz de la Tierra. ¿Para qué todo ese lío del sexo, el embarazo, el cordón umbilical, la placenta, la lactancia, cambiarle al niño los pañales por la noche....? Que va a tener que enmendarte la plana un tal Aldous Huxley en su novela Un mundo feliz, por ponerte sólo un ejemplo. —Nada, no me des más la chapa, está decidido y no me va a convencer para que desista alguien que aún ni existe, espera a que te cree y luego las pías, que me estás pareciendo más inteligente en tu faceta inexistente que cuando seas real. —Lo de real será un decir, porque vas a hacer tal chapuza que no va a haber forma de entendernos, que hasta nos va a parecer que somos fantasmas. Aparte de eso, a ver si quien no existe eres Tú y soy yo quien te estoy inventando. —Ahora me vienes de listillo, eso van a decir algunos, que si Dios es un invento de los humanos, que si la religión es el opio del pueblo, pero ¿cómo podrán explicar vuestra aparición en el mundo? —Aún no hemos aparecido. —Ya te he dicho que no hay vuelta atrás en mi resolución, que os creo, como que estoy para perderme las luchas de gladiadores y las naumaquias, o batallas como las de Zama, Waterloo o Stalingrado; personajes como Buda, Platón, Leonardo da Vinci o Einstein; monstruos como Calígula, Atila, Gengis Kan, Hitler, Stalin y Mao Tse Tung, por no hablar de todos esos caciquillos de tres al cuarto que van a aparecer en los países pobres y no tan pobres, y todas vuestras patéticas y ridículas comedias, cada día vodeviles y esperpentos a

mogollón donde elegir. Además, qué narices, a pesar de todo, los humanos me vais a salir imaginativos, y me vais a dar también muy buenos ratos de entretenimiento con lo que vais a crear; estoy deseando ya leer La

Odisea, Don Quijote de la Mancha, El rey Lear, Hamlet, Cumbres borrascosas, Guerra y Paz y muchísimos más libros; ver

los cuadros de Rafael, de Ticiano, de Rembrandt y de Velázquez; las esculturas de Fideas, de Praxíteles, de Miguel Ángel y de Bernini; y de escuchar la música de Bach, Haendel, Mozart y Beethoven, por citar sólo a algunos de los más eximios de vuestros creadores. —En fin, ya veo que no hay forma de convencerte. —Pues no, las reclamaciones el día del Juicio Final, que lo he llamado día pero va a durar millones de años, pues pienso juzgar a los humanos uno por uno y ponerles colorados sacando a relucir sus trapos sucios delante de toda la humanidad. Entonces muchísimos se quedarán perplejos y alucinados. Y algunos hasta se me pondrán gallitos, ya lo estoy viendo, se atreverán a mentirme con todo su descaro, a Mí, que lo sé todo, pero les voy a lanzar cada rayo que se les va a quedar la piel socarrada para los restos como a los de Sodoma y Gomorra. —Así que veo que pronto me tocará nacer. —Pues sí, y tanto Eva como tú lo haréis de una forma única. En definitiva, en nada me pongo a crear el mundo en siete días, y ya pueden decir Darwin y los evolucionistas lo que les plazca; estamos a martes, dentro de una semana estarás en el Paraíso Terrenal, y en nada disfrutando por allí mientras te quedas patidifuso ante la belleza de Eva, y luego, cayendo en la trampa de la manza179


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na. Y eso será el preludio, después ya vendrá el torrente furioso de la Historia. —Vale, vuelvo a la inexistencia. —Hasta pronto, criatura de Dios. —Encima de guasa, y es que Dios o los dioses, por más que se os llene la boca con vuestras razones omniscientes, nunca entenderéis a los humanos, y las cabras porque no pueden hablar, si no ya veríamos. —Vale, Adán, que eres o serás un

adán, ya platicaremos el día del Juicio Final, que tú vas a ser el primero al que voy a llamar al estrado, entonces le damos a la sin hueso todo lo que nos plazca, ahora a aparecer sobre el planeta Tierra y a comenzar a liarla, que estoy deseando que empiece vuestra existencia, y voy a daros unos cuantos sustos, hasta un Diluvio os tengo preparado. —Pues nada, oye, despáchate a tu gusto, que para eso eres Dios. —Tú lo has dicho, criatura.

Enrique Angulo Moya (España)

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CAMINO DE LAS TORRES BLACK IS BLACK Manuel Menéndez Miranda «I look inside myself and see my heart is black».

Paint it black Jagger y Richards

Ediciones Camelot (2018)

Hacía tiempo que le seguía la pista, pero era tan escurridizo como un hombre honrado necesitado de expiación y tan inaccesible como una fábrica de sueños. Al fin descubrí que se escondía en Oymyakon, el lugar más frío del mundo. Y allí le encontré una noche, en un tugurio miserable en el que contaba sus historias a cambio de un vaso de bourbon. Fue una triste odisea ser el testigo mudo de su naufragio, pero era una cuestión de respeto. Perderme en sus intrigas no fue precisamente un juego de niños; amor a quemarropa, podría decirse. Cometí pequeños errores, como escuchar sus historias al este del Edén, donde el silencio es oro y yo caí con fe ciega ante el misterio de sus ojos, que prometían sexo, acordes y dinosaurios. Se me volvió a escapar y no supe nada de él hasta que se convirtió en el escritor de moda. Había triunfado con una recopilación de los cuentos que regalaba por un trago cuando era el hombre invisible y que había titulado con la letanía con la que terminaba sus peroratas: Black is Black.

La curiosidad me venció y compré un 181


El Callejón de las Once Esquinas

ejemplar. Volví a quedar fascinada por su prosa estimulante, precisa, directa al objetivo, toda una enseñanza primaria de cómo conseguir que la oscuridad sea la protagonista de un ajuste de letras. Historias breves, más largas o más cortas, para llegar a un corazón que no se espante por el sonido de las uñas que van astillando lentamente una puerta. No temas perderte por las callejuelas de la imaginación de un escritor que no te va a defraudar porque ofrece lo que promete: Black is Black, amigo. ¿Su nombre? Manuel Menéndez Miranda, no necesitas saber nada más.

LA FUERZA DE LA LEY Las llamas empezaron a extenderse prendiendo las cortinas del salón. Esquivé el cadáver tendido en el suelo y me encaminé hacia la puerta. Los investigadores encontrarán en su cráneo una bala disparada por el mismo revólver que horas antes asesinó a su mujer. El fuego borrará las demás huellas y el caso se cerrará casi antes de abrirse: suicidio tras asesinato. Yo echaré de menos a la chica unas cuan¡CUIDADO! Manuel no trabaja tas noches, será difícil llenar su hueco, pero mi solo. Tiene un cómplice: el ilus- misión como Jefe de Policía de Los Ángeles es trador Joel González Rodríguez. combatir el crimen y eso incluye a las chantajistas, por hermosas que sean.

Relato incluido en Black is Black. 182


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Fecha publicaciรณn Junio 2019


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Big data

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pages 135-138

Adquisici\u00F3n de mascota nueva

9min
pages 130-134

El peque\u00F1o mundo de Nono

11min
pages 124-129

Ser un oso panda o subir en ascensor

3min
pages 121-123

Los ojos de la gitana

5min
pages 117-120

De besos y pesos

1min
page 116

Manuscrito encontrado en Zaragoza

10min
pages 110-115

Antes del fin del mundo

3min
pages 108-109

Billetes en el bolsillo

11min
pages 102-107

Tierra de infieles

3min
pages 99-101

HAL

2min
pages 97-98

El hombre gris

3min
pages 95-96

El volumen en octavo

8min
pages 89-94

Elixir para la vida

1min
page 88

Los fantasmas no existen

1min
page 87

El mar

2min
pages 85-86

Una cuesti\u00F3n de honor

11min
pages 77-84

El plan perverso

3min
pages 74-76

A\u00F1oranza del mar

3min
pages 71-73

La gota de roc\u00EDo

6min
pages 67-70

El hombre muerto

5min
pages 63-66

Flores en mi jard\u00EDn

3min
pages 60-62

T\u00FA y yo

4min
pages 57-59

Lejos de Silicon Valley

2min
pages 55-56

Veracruz

8min
pages 49-54

El luthier

9min
pages 43-48

Una cualidad poco com\u00FAn

2min
pages 41-42

Acentuaci\u00F3n doble

1min
page 40

La isla de los corazones olvidados

14min
pages 31-39

El eslab\u00F3n perdido

6min
pages 27-30

Azul cielo, verde mar

15min
pages 18-26

Astracanada con esv\u00E1sticas

4min
pages 15-17

Autodiagn\u00F3stico

8min
pages 7-11
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