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Flores en mi jard\u00EDn
Flores en mi jardín
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Raquel Lozano
A PRIORI, enamorarse de un muerto puede parecer descabellado o propio de alguna filia de carácter psiquiátrico, pero la vida, además de darte sorpresas como a Pedro Navaja, te da palos como a una estera.
Caía el sol ya con desdén una tarde
de agosto en la que ni las chicharras se habían atrevido a cantar, ni las lagartijas a reptar por la pared de mi terraza.
Heredé de mis abuelos un coqueto y vetusto piso de un bloque de viviendas en México DF, en la delegación de Cuauhtémoc. Un primer piso con una terraza de 40 m2 . El resto de vecinos sólo tienen su tendedero, o dicho sea de paso, su vertedero. Recojo las pinzas que caen al suelo ya despedazadas, los calcetines viudos, las colillas del jovencito que fuma a escondidas y de vez en cuando, algún avión de papel de los chiquillos de la calle que juegan a ver si hacen canasta entre mi pasiflora trepadora.
He creado en la terraza un microclima con escaso riesgo de heladas o elevada insolación y luminosidad. Un paraíso para las gerberas, las petunias y la marihuana, que me ayuda a sobrellevar mi falta de empatía y asertividad con el ser humano.
Desde niño tuve dificultades para relacionarme. Ser varón y no ser ágil ni habilidoso con el balón u otros elementos de juego callejero te hace ser carne de frustración y de olvido. Nadie se acuerda de ti para invitarte a su cumpleaños, nadie recuerda tu nombre a la hora de ser elegido para formar equipo en los partidos de fútbol del recreo y si además eres un enclenque tampoco eres aceptado en el sogatira de las fiestas del pueblo.
Mi madre, con ese ánimo sobreprotector inherente a su condición, me decía que no me preocupara, que yo era especial, que eran los demás los que incurrían en el error de no entenderme. A mí, aquella palabra, ESPECIAL, me hacía sentir aún peor. Yo quería ser normal, como todos los chicos de mi barrio, e incluso tampoco me hubiera importado ser subnormal, como llamábamos por aquel entonces a Piluca, la hija del boticario que nació con un trastorno genético pero siempre tuvo el respaldo y la amistad por parte de las féminas de mi edad.
El caso es que crecí envuelto en una crisálida tejida por el proteccionismo de mi madre y mi esfuerzo por no sufrir más de la cuenta, razones estas que me llevaron en mi juventud a no intentar ningún acercamiento al sexo. Ni al contrario ni al propio. Daba por hecho que el rumor de cualquier revoloteo de mariposas en mi estómago podría acarrearme una grave indigestión.
No obstante, las hormonas y la adolescencia son un cóctel poco digerible y un tanto anárquico, así que comencé a enamorarme. Encontré la fórmula menos dolorosa; hacerlo de los muertos.
Me imaginaba en los brazos de James Dean, en el entrecejo de Frida Kalho o en las caderas de Elvis. En cualquiera de esas premisas me sentía a gusto porque no había posibilidad de réplica. Podía escribirles el más ñoño de los poemas, acariciar su boca en mis ensoñaciones o regañarles por no reponer el papel higiénico en el baño. Todo cuanto hiciera no llevaba aparejado un gesto de repulsa.
Me enamoré de la muerte y quise también estar muerto porque seguro que Dios o el mismísimo Satán serían más benévolos conmigo que cualquier ser vivo al contacto con mi debilucho cuerpo desnudo.
En esa diatriba que mantengo a menudo entre el bien y el mal apareció ella para desbaratarlo todo. Un estruendo, un atronador golpe seco que me estremeció, me dirigió hasta la terraza para encontrarla allí; aplastando mis plantas. La encontré tan inerte, tan blanquecina, tan fría, que no pude por menos que bendecir a Cupido por el flechazo. Apareció sin maquillar, despeinada, vale que la física en la caída pudo ser la culpable de que el cabello se ensortijara, pero no. Esa melena no se había cepillado en todo el día. Me pareció curioso su deplorable estado. Tengo entendido que un suicida cuida mucho la estética y los detalles. La carta de despedida, el escenario donde aparecer, la vestimenta, etc. Ella no. Ella se puso para morir la ropa que se hubiera puesto un domingo de invierno cuando, aparcando la pereza y la calefacción, decides bajar la basura. Eso sí, las uñas de sus manos y de sus pies, lucían una cuidada manicura francesa y su piel, bien hidratada y depilada, decía mucho de ella.
Esperé unos minutos por ver si alguien se asomaba a la ventana. Me parecía increíble que ningún vecino se hubiera percatado del sonoro zambombazo que produjo su cuerpo al caer, pero nada. Ante la ausencia de ningún testigo, la introduje en mi casa. Esperé unas horas la llamada de la policía en mi puerta o la de algún familiar desalentado, y tampoco. Me empapé toda la prensa nacional e internacional durante los primeros días por ver si se hacía eco de su desaparición y ni rastro de noticias al respecto, así que hoy, dos semanas después, aquí seguimos ella y yo, festejando en nuestra cama el AMOR, así, en mayúsculas y como caído del cielo.
Raquel Lozano (España) Blog: pielderetales.blogspot.com