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Ser\u00E1 justicia
Será justicia
Osvaldo Villalba
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I
SE SIRVIÓ UN VASO DE WHISKY, le puso dos de los tres últimos cubitos de hielo que quedaban en el recipiente y comenzó a llenar su pipa. Mientras la encendía, y las volutas de humo azul se elevaban perfumando el escritorio, Roberto pensó que no había forma de que la nueva mucama entendiera que antes de retirarse debía dejar la hielera llena. Hacía dos meses que trabajaba en la casa y, al fin y al cabo, no eran tantas las cosas que le había señalado como importantes cuando la contrató. Que tuviera el desayuno listo a las siete de la mañana, sus camisas planchadas y colgadas en perchas —no soportaba las camisas con marcas de dobleces—, la cena a las nueve de la noche y los viernes, en el escritorio, café recién hecho y la hielera completa. Para el resto de las tareas de la casa tenía libertad para elegir cómo y cuándo realizarlas. Pero la joven parecía estar siempre en Babia. Cuando le llamaba la atención por algo, rehuía la mirada, se disculpaba asegurando que no volvería a suceder, pero al tiempo, indefectiblemente, repetía la falta. Las diferencias con su antecesora eran tan notorias que en varias oportunidades había pensado despedirla, aunque después se compadecía. Perla había trabajado con él casi cuarenta años, desde que era un abogado recién recibido que vivía en una casita modesta de la zona oeste del conurbano, hasta hacía muy poco, cuando le informó que se iba a vivir a Córdoba con su hija. Manejaba con tanta eficiencia la marcha del piso que ocupaba en Recoleta, mucho más acorde a su status actual de juez, que no recordaba cuándo había sido la última vez que le había dado alguna indicación. Pero ahora, desde que estaba Nancy, tenía que estar en todos los detalles.
Apretando la pipa entre sus dientes, tomó la hielera y se dirigió a la cocina. Habrá que darle tiempo, pensó, recién nos estamos conociendo y, por otro lado, tiene a su favor que es muy callada y tranquila. Había llegado desde Villa María recomendada por la hija de Perla. Celosa como era de su trabajo, Perla estuvo con ella dos semanas tratando de prepararla, hasta que, al fin, dio su conformidad. De sólo pensar que si la despedía debía realizar la nueva búsqueda personalmente, se fortalecían sus argumentos a favor de soportarla.
Mientras volvía al escritorio con el hielo reparó en que Julián llevaba media hora de retraso. Todos los viernes se juntaban allí a las diez de la noche y el ajedrez era una excusa para hacerse compañía mutuamente. Hacía cinco años que había enviudado, no había tenido hijos y le gustaba mantener su casa al margen de cualquier relación amorosa ocasional. Durante la semana —los días hábiles— su actividad judicial en el fuero penal lo absorbía por completo, pero cuando dejaba su juzgado los viernes por la tarde necesitaba algo especial para desconectarse. En el fin de semana, su vida social alternaba entre el club de golf del cual era socio y las cenas en Puerto Madero. Pero la noche del viernes era como una descarga a tierra. Julián era su único amigo y sólo con él se abría sin temores. Julián era sacerdote, por lo que siempre bromeaba: «Mirá que todo lo que te cuento…es secreto de confesión, ¿eh?». Se conocían desde la infancia, y dejaron de verse cuando su amigo entró al Seminario. Mientras Roberto hizo toda su carrera judicial en Buenos Aires, Julián, una vez recibido, fue comisionado por la Iglesia a distintos destinos en el interior del país. Hacía cuatro años, de regreso en Buenos Aires, el cura lo había buscado después de verlo en la televisión por un caso resonante en el que intervino su juzgado. En ese momento, a un año de la muerte de su mujer, fue para Roberto una gran ayuda.
El retraso comenzó a preocuparlo. Sobre todo porque no contestaba al celular. Intentó conformarse con que a lo mejor había tenido un caso espiritual muy complicado, pero en general, si ocurría algo así, por lo menos le enviaba un mensaje. Se preparó otra pipa y encendió el televisor.
II
Nancy terminó temprano sus tareas del viernes porque quería irse antes de que llegara su patrón. Preparó el termo con café y sonrió mientras ponía en la hielera sólo tres cubitos. Ahora que estaba tan cerca de cumplir el plan que la había traído a Buenos Aires, no podía dejar nada librado al azar. Debía seguir representando el papel de «provinciana medio tonta». Llevó todo al escritorio, se cambió y salió por la puerta de servicio. Llevaba puesta la camperita rosa que usaba habitualmente pero, en su mochila, guardó una campera con capucha que no había usado nunca desde que estaba trabajando para el juez. Lo importante, pensó, era que en las cámaras de seguridad del edificio quedara registrada su salida con esa ropa.
Tomó el colectivo como todos los días, de modo que quedara asentado en la tarjeta Sube su recorrido habitual. Bajó en Plaza Miserere y tomó el tren Sarmiento, pagando nuevamente con la tarjeta —desde el último accidente ferroviario todos pasan sin hacerlo— completando así con su rutina de regreso a casa. La única diferencia fue que, en lugar de llegar hasta la estación Villa Luro, donde está ubicado el departamento de su tía, quien aceptó alojarla «provisoriamente, ¿eh? Hasta que encuentres otro lugar», se bajó en Caballito, la primera estación. Cuando salió del tren ya lucía la campera gris con la capucha puesta. Caminó por García Lorca hacia Rivadavia. Al cruzarla continuó por Emilio Mitre hasta Juan Bautista Alberdi y desde allí pudo ver la cúpula en la esquina de Víctor Martínez. Fue hacia allí y se detuvo frente a la puerta de la Parroquia Santa Julia. Un cosquilleo en el estómago y una leve flojedad en las rodillas denotaban su nerviosismo. Respiró hondo y entró.
III
Julián miró la hora en su reloj fosforescente y se alegró ante la cercanía de la noche de ajedrez, whisky y cigarro cubano en la casa de Roberto. Los viernes no se celebra misa pero el párroco principal había establecido una reunión de oración que le fue asignada al padre Julián, «premio de consuelo al viejo cura a punto de jubilarse que había caído como paracaidista desde el interior hacía cuatro años», solía bromear con el juez en sus encuentros. Al final de la reunión atendía a quienes pedían confesarse. Pacientemente escuchaba a la mujer que se peleaba todas las semanas con «la bruja de mi nuera que me hace la vida imposible»; a la señora mayor, muy maquillada, que conocía cada tanto a un señor muy serio, que después no resultaba ser lo que parecía, lo que le provocaba un lagrimeo que apenas le corría el rimmel, y que finalizaba abruptamente cuando Julián le daba la penitencia. Y otros casos por el estilo. Una vez había tenido un grave caso de violencia familiar, que dio lugar a la intervención del párroco principal para solucionar el tema sin violar el secreto de confesión. Pero lo normal era lo otro. Por eso ahora, en la oscuridad del confesionario, esperaba terminar pronto para poder cambiarse y salir. Deseaba que la señora que estaba escuchando ahora —¿la estaba escuchando? ¡Perdón, Señor!— fuera la última.
Finalizó con la bendición a la mujer y comenzaba a incorporarse cuando escuchó que alguien más se había instalado al costado del confesionario. Miró por el enrejado labrado y alcanzó a ver sólo el mentón de una mujer, que parecía joven, bajo la capucha de una campera gris. Si bien no alcanzaba a verle el rostro, su aspecto en general no le parecía familiar.
—Buenas tardes, hija —le dijo—. ¿Eres vecina de esta parroquia?
—No, señor, vengo de lejos.
El acento cordobés de la chica lo remontó veinte años atrás. Tenía cuarenta cuando fue destinado a Córdoba y había servido allí por cinco años. Le pareció que estaba un poco tensa así que pensó en alguna frase que le hiciera sentir confiada y la animara.
—¡Seas bienvenida a la casa de Dios! Si llegaste hasta aquí buscando algo del Señor es porque Él, en realidad, te está buscando y te trajo. ¿Qué tienes para decirle al Señor?
—Vine a cerrar una historia. Tal vez la mía —su voz ahora era firme.
IV
Escuchó entre sueños su celular llamando con insistencia. De a poco recobró la conciencia y comprobó que, efectivamente, sonaba y vibraba sobre su mesa de luz. Se incorporó en la cama y atendió. Del otro lado una voz de hombre dijo:
—Buenos días, soy el fiscal Alberto Martínez. Tengo registrado desde ese celular varios llamados al número —mencionó el teléfono de Julián—. ¿Es posible que usted haya hecho esos llamados? Si es tan amable… ¿Puede decirme con quien estoy hablando?
—Hola sí, soy el juez Roberto Izaguirre. Efectivamente yo hice esos llamados. ¿Puede decirme que está pasando, doctor?
—¡Ah, doctor Izaguirre! Disculpe que lo haya molestado tan temprano, pero era imprescindible que lo hiciera. Fueron los últimos llamados que tiene registrado el teléfono del padre Julián Barrientos, de la Parroquia Santa Julia…
—Sí, sí, doctor. Ya sé que es el celular de Julián —interrumpió Roberto— pero no me dijo por qué está usted realizando esta consulta.
—Sí, tiene razón, doctor. Disculpe. Sólo sabíamos que el número pertenecía a un Roberto. Ante la confirmación de que usted lo conocía, lamento comunicarle que el padre Julián fue encontrado con un disparo en la cabeza en el interior del templo. En apariencia fue de muy cerca. Falleció en el acto. El arma no se encontró. Cuando usted pueda me gustaría que me reciba. Su conocimiento del occiso va a ser muy importante para mi investigación.
—Cuente con eso doctor Martínez. Deme un par de horas y llámeme. No tengo problema en recibirlo en mi casa o en pasar por la fiscalía. Lo que usted considere más oportuno, tratándose de un sábado. ¡Ah! Y cuando sepa quién será el juez interviniente, por favor, hágamelo saber.
Cuando cortó la llamada su mano estaba temblando. Se sentó en la cama y se preguntó si estaba despierto y esto realmente estaba sucediendo o se trataba de un mal sueño. En su profesión estaba acostumbrado a hechos de violencia, pero esto era diferente, ahora se trataba de su amigo. El nudo que tenía en la garganta se fue desatando en sollozos y durante un largo rato dio rienda suelta a la sensación de angustia que lo oprimía. Nunca imaginó la noche anterior, cuando no le respondía los llamados, que algo así pudiera ocurrirle a Julián. Si bien no contaba muchas cosas de su trabajo en la iglesia —era muy reservado— pensó que si hubiera tenido algún problema con alguien se lo habría comentado. Decidió darse una ducha y estar un poco más recompuesto para esperar la llamada del fiscal y poder ponerse al tanto de todo lo sucedido cuanto antes.
V
Jueves por la noche. Sentado en el desayunador de la cocina, Roberto se estaba preparando un trago. Había pasado casi una semana sin que se produjera ningún avance en la investigación del crimen de Julián. Se había reunido dos veces con el fiscal y el juez de la causa, pero nada había sacado en limpio. Había leído varias veces el expediente y lo único concreto era lo referente al hallazgo del cadáver: el sacristán cerró el templo el viernes a la noche, cuando ya no quedaba nadie en el edificio. No había visto al padre Julián, pero como acostumbraba salir todos los viernes, pensó que ya se había ido. El sábado por la mañana, después de abrir el templo, volvía por el pasillo del confesionario, y le llamó la atención un manchón líquido y oscuro que salía por debajo de la puerta. Su impresión fue mayúscula cuando, al abrirla encontró el cuerpo del sacerdote, sentado, con la cabeza recostada hacia atrás, y un reguero de sangre que bajaba por el lado izquierdo de su rostro, empapaba la sotana y corría por el piso. Pasado el primer momento de shock, salió gritando hacia la calle pidiendo socorro. El policía de la esquina de Emilio Mitre y Alberdi lo escuchó gritar y corrió pensando en un asalto. Cuando llegó hasta la puerta de la capilla, y preguntó qué pasaba, el hombre estaba tan nervioso que apenas se le entendía lo que balbuceaba. Como señalaba hacia adentro, ingresó con él y al llegar al lugar comprendió el motivo del estado del sacristán. El cuerpo presentaba un impacto de bala a la altura del temporal derecho con orificio de salida por el occipital izquierdo. No había otros signos de violencia. El agente llamó a la comisaría y el principal de guardia dio el aviso a la fiscalía de turno. Desde entonces nada nuevo había aparecido, salvo que el deceso se había producido entre catorce y dieciocho horas antes del hallazgo, ocurrido a las once horas del sábado, lo que establecía que el hecho había ocurrido entre las diecisiete y las veintiuna horas del viernes. Teniendo en cuenta que la reunión de oración finalizó a las diecinueve, y estuvo a cargo del occiso, el óbito se produjo entre las diecinueve y las veintiuna horas. El fiscal mandó revisar las cámaras de las inmediaciones, pero lamentablemente ninguna tomaba directamente la puerta de la capilla, de modo que se pudiera determinar quiénes entraron y salieron. Con la ayuda del sacristán se logró ubicar algunos de los fieles que participaron en la reunión esa noche para ver si era posible encontrar una punta del ovillo que permitiera desentrañar la madeja. Pero nadie había observado nada fuera de lo común y no pudo sacarse nada en claro. El móvil del crimen seguía siendo un misterio. Alguien mencionó que el sacerdote había intervenido en un caso de violencia familiar hacía bastante tiempo, pero cuando se siguió esa pista se confirmó que el acusado en esa oportunidad residía desde hace varios años en la Provincia del Chaco y que había estado en su domicilio la tarde del suceso. Roberto había sugerido al fiscal que investigara si Julián atendía algún caso de drogadicción. Muchas veces los transas se cobran la pérdida de clientes a causa de la acción de aquellos que se ocupan de rescatar adictos. Esto tampoco produjo resultados.
El timbre lo sacó de sus pensamientos. Del servicio de seguridad le avisaban que había llegado el delivery solicitado. Roberto dio la autorización para que subiera. Desde el martes debía arreglárselas sólo en la casa ya que el lunes, cuando debía reintegrarse Nancy a su trabajo, vino con la novedad de que se volvía a su provincia, que extrañaba mucho, y no se acostumbraba a Buenos Aires. Reconoció que no había sido muy eficiente en su trabajo y le pidió perdón por eso, pero que no podía prestar más atención. Que ese había sido siempre su problema. Cuando se enteró de lo que había pasado con su amigo, le había dado el pésame respetuosamente, aunque no lo conocía ya que los viernes se retiraba más temprano que los otros días y no volvía hasta el lunes. Roberto tenía sentimientos encontrados sobre esta decisión. Por un lado un cierto alivio, ya que la chica, en realidad, no era eficiente, y le daba un poco de culpa despedirla, por su recomendación. Por otro lado era un problema ponerse a buscar empleada. Pero como la chica se mostró muy decidida, no hizo ningún esfuerzo para retenerla. Sonó el timbre del departamento, recibió la comida, pagó con cambio, incluyendo la propina, y se sirvió el lomo a la pimienta con papas noisette que había encargado.
VI
Despachó su equipaje, subió al micro que la llevaría a Villa María, y buscó su asiento. Se alegró de que le tocara uno individual. No tenía ganas ni ánimo para que alguien intentara darle conversación. Recostó el asiento hacia atrás y cerró los ojos. Había soñado mucho con este momento, pero ahora, con todo consumado, no sentía la tranquilidad que había esperado tener. Las heridas del pasado seguían abiertas, aun después de que la historia se hubiera cerrado, según el propósito que la había traído a Buenos Aires.
Y todo se había dado por casualidad, en las calurosas tardes de enero del año anterior, tomando mate en la casa de su amiga Sofía junto con Perla, la madre de ella, que estaba de vacaciones. Le fascinaba escuchar las experiencias de Perla en Buenos Aires, donde nunca había estado. Sofía, en cambio, había nacido en Buenos Aires, pero al cumplir quince años había ido a vivir con su abuela. Hoy, con treinta años, se había casado y tenía tres hijos. Nancy con veintiocho, nunca había logrado formalizar una pareja, ni mientras vivía su madre, ni después de fallecida, ocho años atrás, por lo que no podía culparla.
Perla trabajaba en la casa de un abogado, ahora juez, desde hacía más de cuarenta años, quien le había permitido vivir en la casa con Sofía, después de su nacimiento hasta que la joven había decidido volver a Córdoba. Hacía unos años había quedado viudo, y como ya le conocía tanto los gustos, le daba total libertad para manejar la casa a su antojo.
Una de las tardes, mientras Perla hacía unas tortas fritas para tomar el mate, contó como al pasar, que el juez nunca recibía a nadie en su casa, a excepción de su amigo el cura, Julián dijo que se llamaba, y agregó que alguna vez había estado en Villa María. Nancy quedó petrificada. El corazón casi se le saltaba del pecho. Tratando de aparentar tranquilidad, con el tono más sereno que pudo, preguntó:
—¿Ah, sí? ¿Y cuánto hace que estuvo por aquí?
—Y…hará unos veinte o veintidós años, creo que me dijo, una vez que conversamos.
Un frío corrió por la espina dorsal de Nancy, pero no hizo más comentarios y el asunto se cerró allí. Los días que siguieron no volvieron a tocar el tema. Pero en la cabeza de Nancy un plan había comenzado a tomar forma.
Perla ya había vuelto a Buenos Aires cuando, en una charla que pretendía ser informal, Nancy le preguntó a Sofía:
—¿Consideraste alguna vez que tu mamá podría jubilarse?
—¿Te parece? —respondió Sofía—. No creo que quiera…
—¿Cuántos años hace que está trabajando? Me parece que merece disfrutar un poco. Además, la edad ya la tiene y con la moratoria previsional que se aprobó hace un tiempo, para aquellos que no tienen todos los años de servicio requeridos, podría obtener la jubilación. Pensá cómo disfrutaría de sus nietos si se volviera para acá. La idea prendió en Sofía, quien comenzó a tratar de convencer a su madre.
Al principio se resistió, pero con el correr de los meses, la idea empezó a gustarle a Perla. Lo único que le preocupaba era dejar en banda al señor —como ella le decía— después de tantos años juntos. Allí Nancy puso en marcha el segundo paso del plan: se ofreció para reemplazarla. Todo cerró a la perfección. Perla decidió iniciar los trámites de su jubilación después del mes de enero, y así fue que en mayo de este año comenzó su «entrenamiento» con Perla en la casa del juez.
El micro hizo una parada en San Isidro para levantar más pasajeros y eso la sacó de sus pensamientos. Después la azafata de a bordo repartió unas bandejitas con galletitas y sirvió café en los clásicos vasitos descartables que, cuando uno lo recibe, se quema los dedos hasta el hueso.
Cuando finalmente se apagaron las luces del micro, y afuera el verde se había transformado en negro, reclinó otra vez el asiento hacia atrás y sus pensamientos volvieron a la noche del viernes.
—Vine a cerrar una historia. Tal vez la mía —le había dicho.
—A veces es necesario cerrar cosas que quedaron inconclusas —respondió el cura—. ¿Cómo te puedo ayudar?
—Eso depende.
—Depende, ¿de qué? —
De que esté dispuesto a escucharme hasta el final.
—Adelante. Te escucho.
—Todo comenzó cuando tenía seis años. Mi madre trabajaba limpiando casas. Muchas veces me llevaba con ella. Nunca tuve padre ni otros familiares así que no tenía con quien dejarme, salvo en el momento en que estaba en el colegio. Así yo recorría casi todas las casas de familia que la empleaban. Un día llegó al pueblo un cura nuevo, y como mi madre no dejaba de ir a misa todos los domingos, cuando él se enteró de que ella hacía trabajos domésticos la contrató. —¿Vos sos…?
—Sí, la nena que llevabas a tu cuarto «a contarle cuentos» —estas últimas palabras fueron pronunciadas con tono sarcástico—, que tocabas sin escrúpulos en una forma que yo no entendía —su voz comenzó a entrecortarse en sollozos— y que justificabas diciendo que eran formas de demostrar cariño.
—Yo no quería hacerte daño…
—¡Pero lo hiciste, hijo de puta! —el llanto ahora era incontenible—. ¡Me abusaste durante dos años! ¡Nunca más he podido soportar que un hombre me toque!
—¡Te pido perdón! ¿Qué puedo hacer para reparar mi debilidad?
—¿Debilidad? ¡Basura! ¿Te querés justificar en tu debilidad? ¡Yo era una nena de seis años!… Comenzaste a matarla a esa edad…
Recordó cómo mientras hablaba, se dirigió a la puerta de entrada del confesionario. También cómo vio a Julián, derrumbado en el asiento de madera. Él también lloraba.
—¡Primero pensé en denunciarte! ¡Te quería ver en la cárcel! Pero tener que revivir toda la historia en un tribunal con el riesgo de que me dijeran "Prescribió", te soltaran y me quedara sólo con mi vergüenza, me hizo desistir.
En la oscuridad del micro, con los ojos cerrados, su pulso se aceleró, como esa noche cuando buscó algo en su mochila y le gritó:
—¡Entonces decidí matarte! Llegué hasta aquí para eso... ¡Y, ahora que puedo, no tengo el valor! ¡Hacerlo no me va a sacar todo el dolor acumulado! Así que… tomá —le dijo mientras le alcanzaba, tomándola por el cañón, la pistola que acaba de sacar—. Librate de todo… matame y terminá con mi agonía…
Julián estaba azorado. Lentamente tomó por la empuñadura la pistola que Nancy le ofrecía. Ella cerró los ojos esperando el final y el estampido le hizo pegar un salto. Abrió los ojos. Él estaba derrumbado hacía atrás con un chichón sanguinolento sobre su sien derecha. Levantó la pistola y salió rápidamente. En la iglesia ya no quedaba nadie.
El micro entraba en la ciudad de Villa María.
Osvaldo Villalba (Argentina) Blog: osvaldoevillalba.blogspot.com.ar