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Los espiritistas (II)
Los espiritistas (Continuación)
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Plinio el Bizco
En el Callejón 8...
Después de la batalla de las pirámides, Napoleón estaba satisfecho; les habían dado una buena paliza a los mamelucos doblegando su caballería con férreas formaciones de infantería divididas en cuadros. Desde que era un niño en la isla de Córcega sabía que la gloria se esculpe en hazañas temerarias como esta. Sus generales marchaban hacia El Cairo, lo iban a celebrar por todo lo alto irrumpiendo en el harén del sultán, como los bárbaros en Roma.
Él iba a pasar la noche en la Gran Pirámide. Quería que el espíritu del faraón se le presentase para visionar el futuro. Una compañía de granaderos protegía el perímetro. El túnel se estrechaba hasta resultar angosto y se perdía la noción de subida o bajada al estar todo en una oscuridad casi absoluta. Por delante, el guía le conducía a la cámara real, le seguían un capitán en servicio de escolta llamado Gerard y un joven asistente cargado con una esterilla y efectos personales al que todos llamaban Benjamín.
EN EL INTERIOR DE LA PIRÁMIDE tres sacerdotes esperaban a los aventureros. El guía egipcio había llevado a Napoleón y a su pequeña escolta hasta una antesala vacía, forrada en pan de oro donde quedaron cegados momentáneamente por el resplandor fluctuante de las antorchas. Después de recuperar la visión tuvieron la impresión de que las coloridas hileras de las silentes imágenes fueran a cobrar vida, alentadas sin duda por los trazos enigmáticos de los sellos jeroglíficos. Más allá, en la profundidad del pasillo, creyeron vislumbrar otra estancia, esta atiborrada de objetos singulares y supuestamente personales del faraón, que imaginaron como la Cámara del Tesoro. El guía, un nativo de aquel paraje del Nilo, comenzó a traducir el mensaje de bienvenida que les profesó el mayor de los patriarcas. Eran magos de más allá de Etiopía, del lejano país de Punt, herederos del conocimiento y la magia de la antiquísima religión egipcia. Debían detenerse, les indicaron. Sólo podría acompañarlos al «Mirador de Sirio», dentro de la mastaba, la reencarnación de Horus en la Tierra, el General Bonaparte. Así este, el glorioso triunfador de la batalla de las Pirámides, podría conocer los arcanos del futuro mediante el oráculo como deseaba. El capitán Gerard, supuestamente en servicio de escolta, quiso impedirlo, pero ni siquiera llegó a balbucear una queja puesto que el osado general ya seguía a los sacerdotes desarmado, sosteniendo en sus manos como un honor concedido, el sable y los correajes del corso. Cada uno de los tres acompañantes buscó la forma de amenizar las próximas horas. El guía egipcio que los había traído hasta dejarlos varados en la profundidad de la pirámide extendió una alfombrilla deshilachada sobre el suelo y encendió una pipa con la parsimonia de tener toda la noche por delante. El capitán Gerard aficionado al juego, que en realidad hacía labores de espionaje para Fouché, el siniestro ministro de policía durante la revolución, sacó un dado anómalo de múltiples caras para distraerse, como cuando el Comité de Salud Pública lo enviaba a la cárcel del Temple para hacer con los ya condenados el teatrillo de un interrogatorio, así mientras oía sus inconsistentes alegatos de inocencia jugaba con el dodecaedro lanzándolo constantemente de forma obsesiva. Benjamín, su asistente, contabilizaba los números que iban saliendo. Este era oriundo del valle del Ebro, al sur de los Pirineos pero lo detuvieron a orillas del Sena cuando parece ser que iba a entrevistarse con un noble famoso, ocultista para más inri, el conde de Saint Germain, el aristócrata más buscado y odiado por «los sans culottes», aunque nunca llegaran a verlo les enervaba que pudiera ser cierto el mito de su inmortalidad, no fuera que aquello que pretendían abolir pudiera ser eterno. A Benjamín tuvo que rescatarlo personalmente el embajador español en París durante aquella época, el Conde de Aranda; este alegó tenerlo a su servicio por ser un paisano emigrado, un infanzón sobrino de un pariente y por tanto tenía inmunidad para reunirse con cualquier personaje por noble, alquimista o francmasón que fuese este. El comisario Gerard, que no quería generar ningún nuevo conflicto diplomático, la Convención necesitaba potencias aliadas aunque fueran en decadencia como la española pues media Europa conspiraba ya contra la joven República francesa, ofreció al chico que fuera su asistente para congratularse con el embajador e influyente ministro en su día y de paso que le ayudase a retomar el aprendizaje de la lengua de Gracián para poder leer su erudito «Manual y Oráculo del Arte de la Prudencia».
—El 4, el 8, el 1, el 8, el 0... Benjamín iba repitiendo los números como si fueran una clave.
De vez en cuando, de modo alterno con los números que aleatoriamente iban apareciendo tras cada lanzamiento, escuchaban un lejano eco que los sobresaltaba, semejante a una letanía inquietante llena de invocaciones al casi infinito panteón egipcio. Otras veces, reinando un ceremonial silencio se veían envueltos en una tonificante y densa humareda provocada por la combustión de amapolas y otras plantas exóticas que apaciguaron sus inquietudes hasta que sintieron flotar la ingravidez de la materia. De esta forma, no fueron capaces de advertir que la ceremonia había concluido hasta que tuvieron a los tres sacerdotes delante, Napoleón se había quedado como huésped honorario de Keops, el faraón más importante del Imperio Antiguo. Estos le dieron instrucciones precisas al guía egipcio de cómo liberarlo al amanecer. Una vez concluyeron las explicaciones accionaron un mecanismo secreto que provocó que una losa escondida en la entrada del mausoleo se precipitase enérgicamente guillotinando la pesada atmósfera que envolvía a los viajeros provocando que al capitán Gerard se le cayese el dado por el sobresalto.
—¡El 8! —sentenció Benjamín e interpretó toda la numeración anterior como si de una iluminación se tratara mientras se veían envueltos en otra blanca y definitiva humareda—. ¡4 del 8 de 1808!
Al amanecer la clepsidra rebosó de agua por uno de sus cántaros decantándose sobre la cabeza del guía; este, desparramado por el suelo cual fauno dormido, tardó en comprender que debía accionar el mecanismo oculto que liberase al misterioso extranjero capaz de haber pasado en soledad una noche entera como invitado en un sarcófago para conocer los secretos del Libro de los Muertos sin haberse vuelto loco. Un hombre o algo semejante apareció al rato, lívido, sin hálito, las botas parecían sostener unas piernas deshuesadas como las de un guiñapo al que cae sobre la frente un flequillo tan lacio y revuelto que parece que ha vuelto de pasearlo por el Tártaro. Era Napoleón, el que iba a heredar la gloria de Alejandro y la determinación de Julio César. Los arcanos le habían mostrado la crueldad de la estepa, su «Grande Armée» devorada por el general invierno, con el frío en el cuerpo todavía desenmascaró el resto. Sus meninges filtraron toda una carrera meteórica, la de un general victorioso convertido en cónsul que acaba coronándose emperador. Marengo. Jena. Austerlitz. Serán lugares que lo encumbrarán a lo más alto hasta que Waterloo resuene como una maldición en su cabeza y después la ignominia del destierro. Fallecerá asediado, como Germánico, por una muerte lenta en forma de veneno administrado por un marido burlado, pero qué puede hacer un guerrero encerrado en una isla sino convertirse en un personaje insulso a merced del factor humano que interpreta un vodevil. De Josefina nada, tendría un hijo con una Hausburgo, pero y ella, ¿qué estaría haciendo? Tras abotonarse la guerrera sintió el despertar de su genio ordenándole al guía que lo sacará de allí. Volvía a París. Brumario sería el primer escalón de su destino, iba a derrocar al Directorio. «Quizá pueda cambiarlo todo», pensó, «Todo es cuestión de voluntad y genio. Santa Elena no será el final, no puede, no debe serlo».
Una vez en el exterior, espoleado por el cascabel de su ego, aún cegado por el sol, comenzó a dar órdenes histriónicas de repliegue a sus asistentes.
—¡Nos retiramos!
—¡Burlaremos la marina británica!
—¡Saquen a Murat del harén del visir!
—¡Francia nos reclama! A su alrededor pronto se formó una marabunta de correos y tropas en formación. Nadie reparó en que los acompañantes de Napoleón, el capitán Gerard y Benjamín no habían salido con él, por supuesto ni el propio Bonaparte que sí echó en falta su sable al ir a desenfundarlo sobre un caballo bayo.
—Dejo mi sable en la Gran Pirámide, en pago a la hospitalidad del faraón. Dicho esto, Napoleón dudó por un momento si aquella frase había sido lo suficientemente solemne como para que algún día un cronista la transmitiera a la posteridad.
Continuará...
Plinio el Bizco (España)