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Noche de estreno en el Purgatorio
Noche de estreno en el Purgatorio
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Cristina Aguas
SI ALGUIEN me hubiese dicho cómo íbamos a despedir el año 1899 lo habría considerado una insensatez vaticinada por un loco. Desde la distancia que da el tiempo, adelanto, que tras el relato de lo acontecido, un aparente artificio teatral, se esconde un chiste clásico protagonizado por un inglés, un francés y un español. He aprendido a tomarme la existencia con humor. Os lo aconsejo, de verdad, es menos problemático y desmesuradamente más divertido.
Estudiábamos en La Sorbona. Éramos tres jóvenes despreocupados bebiendo la vida a grandes tragos y dejando que nuestros cuerpos absorbiesen la luz de una ciudad esplendorosa. Volvíamos de las vacaciones de invierno y las clases no se reanudarían hasta después del año nuevo. René nos ofreció pasar hasta entonces esos días en su villa a las afueras de París. Mi familia estaba orgullosa con el hecho de tener a su hijo Leovigildo instruyéndose en un lugar tan prestigioso. Nuestra fortuna como tratantes de mercancías permitió que mi padre me enviase a cursar comercio al extranjero, sin más, por el mero hecho de jactarse de ello. A mí me daba lo mismo porque tan indiferentes me eran las leyes como los números. Yo lo que quería era ser artista. No tenía muy claro por dónde encaminar mis manos pero estaba en el lugar adecuado. Allí fue donde comenzaron a llamarme Leo porque nadie pronunciaba correctamente mi nombre. A pesar de que el regreso a través de los Pirineos fue largo y accidentado no me quejé ante nuestro anfitrión porque en mi país estamos acostumbrados a tomarnos las cosas con resignación. Peter tuvo también un viaje horrible en barco entre Dover y Calais a causa de un temporal pero con su flema británica característica nos lo relató como si volviese de las colonias en pleno monzón. Iba a ser un cura católico entre protestantes. Siempre había llevado la contraria a todos y a todo. Desde que nos conocimos le notamos una tendencia mística que definitivamente le hizo cambiar en el segundo trimestre del primer curso la arquitectura por la teología. René era simplemente raro. Estudiaba por aburrimiento y porque no sabían en qué ocuparle. No precisaba labrarse un futuro ni tenía necesidad de hacer otra cosa que mirarse el ombligo o contemplar las musarañas. La casa de los Rákóczy en Transilvania se remontaba a varios siglos atrás. Su bisabuelo tuvo que abandonar su querida tierra y llegó a Francia, irónicamente, en plena revuelta jacobina, siendo un príncipe sin corona, pero príncipe al fin y al cabo, y por precaución cambió su apellido por el de Saint-Germain. René disfrutaba bromeando con el poso legendario de sus antepasados, de hecho recuperó el título para sí y utilizaba ambos nombres a conveniencia. Era un insatisfecho fuera de tiempo y lugar que no obstante andaba más cómodo entre reaccionarios y gentes menos remilgadas que sus propios parientes, lo que no era incompatible con que resultase divertido, inteligente, extrovertido y fuente de continua inspiración por sus extravagantes ocurrencias. Ahora no. En nuestra ausencia algo que le había sucedido fue el detonante para despertar su hastío vital latente.
El clima estuvo a lo que mandaba la estación. Peter y yo paseábamos por las mañanas hasta las colinas y las granjas cercanas. René prefería montar a caballo solo. No nos importaba porque así nuestros oídos no tenían que soportar su nueva afición. Le había dado por cantar. Tenía una voz de tenor tirando a barítono-grajo, variable según la hora, lo cual denotaba que la ejecución a veces resultaba agradable y otras directamente necesaria. Vagaba por los páramos como un alma en pena y regresaba cansado, sudoroso y enajenado. Se empeñaba en apurar hasta la extenuación unas fuerzas que día a día parecían abandonarle. Comía poco, dormía poco, hablaba poco y pensaba mucho. Una noche, reunidos los tres en la biblioteca, nos contó lo que le consumía.
René había frecuentado la tertulia de Madame Beaujolais y allí conoció a Laurine. Cuando ella entró saludando, las palabras cruzaron el aire para volar hasta rodearle. Las risas de la gente parecían mofarse de él. Era la reina del salón que ofrecía la mano sin mirar. Consiguió llamar su atención y la retuvo a su lado. Hablaron durante horas que parecieron minutos como dos espejos llamados a reflejarse hasta el infinito uno en el otro. Cuando la tensión se volvió agobiante se retiraron íntimamente a pasear por el jardín. Hacía un frío cortante pero no les importó. Ella tomó una granada y la abrió con las uñas por la mitad sin dificultad aparente. Tenía sed. Mordió y a continuación le ofreció a él el mismo trozo. Sus bocas manchadas temblaban haciendo bailar las gotas de jugo que brillaban como gemas. René llevaba al cuello un pañuelo que Laurine desanudó para atraerle hacia ella como si fuesen las riendas de un caballo. Él la abrazó tan fuerte que llegó a pensar si le estaría haciendo daño, pero no se quejó, muy al contrario, dio un paso atrás hasta dejarse apoyar la espalda en el tronco del árbol y permitir que la rodease con unas cadenas de las que no se quería desprender. Se lamieron el dulzor de los labios hasta que la joven consideró oportuno apartarle. Le hizo inclinar la cabeza para que la posase en su pecho. Como un niño en el regazo de su madre se dejó acariciar el pelo, se sumergió en la música de Satie que alguien interpretaba dentro al piano mezclada con el ritmo de su corazón, el suyo, el único que latía de los dos, y se elevó hasta las estrellas cuando ella le clavó los colmillos suavemente en el cuello. Cayó desmayado. No supo cuánto tiempo permaneció así. Se despertó junto al estanque. Ella le observaba sentada en el suelo con una expresión dramática y sugerente. Volvió a perder la consciencia. Cuando se espabiló de nuevo Laurine de Ipsum Dolor había desaparecido. Llevaba buscándola desde entonces. Todos la conocían pero nadie sabía dónde vivía. Allí, en su villa, René notaba su olor, sabía que ella también iba detrás de él y escuchaba por las noches una canción encendida de muerte y deseo golpeando en la ventana de su habitación. Y eso fue lo que nos contó en ese momento.
Aquello era una locura pero le creímos. Éramos sus amigos y no queríamos llamar a un doctor para que le recluyese maniatado en una celda. Peter aprovechó para leerle un ensayo que acababa de escribir en Navidad sobre lo divino, lo humano, la condenación y el sexo de los ángeles, pero me parece que ni le escuchó. Entonces no mencionó unos cambios en su persona que debíamos haber notado, pero como es comprensible, ni estábamos acostumbrados a tratarnos con vampiros un día sí y otro también ni teníamos las mínimas nociones del asunto. Fuimos autodidactas preocupándonos más porque su camino a la destrucción no le llevase a quitarse la vida y pensando que era un superviviente al que había que ayudar a reponerse. Nos engañó pues ya estaba a medio camino de otro mundo.
Yo sugerí que nos mudásemos a su casa de París no descartando la posibilidad de algún tratamiento que en la campiña era difícil de administrar por el médico rural. René aceptó indiferente. Lo cierto es que estaba deseando ir. La voz de Laurine le reclamaba desde el Sena que corría bajo las raíces del árbol prohibido de cuyo fruto se había embriagado sin remedio. Corrió con todos los gastos y desplegó un desmedido deseo por cuanto se pudiese comprar, por agradarnos y por agradarse a sí mismo. Todo no se puede conseguir con un puñado de francos pero él esperaba que le abriesen algunas puertas a las que ya había llamado por su cuenta. Su actitud nos tenía que haber puesto sobre aviso porque desde siempre, aunque rico, había sido un poco tacaño, eso y lo de cantar, no lo olvidemos también.
Tras unos días en que René pareció recuperarse bastante salimos a cenar por Montmartre. Paseando por el Boulevard de Clichy, él quiso entrar en un cabaret del número 34. La imaginación que habían tenido los propietarios para la decoración del local nos impactó, a nosotros, él no parecía sorprendido. Peter estaba apocado. Al entrar se escuchaba un coro elevando plegarias y lamentos no se sabía si al cielo o al infierno. Pasamos al camposanto, nunca mejor dicho, donde nos dieron una mesa bien situada con forma de ataúd. Las patas de las sillas y las lámparas imitaban huesos humanos. El recinto se iluminaba con gruesos cirios de iglesia. El maestro de ceremonias era un hombre alto, de mirada penetrante derramada por unos ojos grises e hipnóticos y aspecto de ermitaño recién rescatado de una cueva al que acababan de ponerle una sotana almidonada y de plancharle una barba que le llegaba hasta la barriga. Beber, bebimos, pero no sé qué pues los brebajes llevaban nombres como: «Licor de lágrimas de virgen», «Ardiente con crema de esputo de tísico», «Pecado en jugo de ortiga», «Expiación eterna» y la especialidad de la casa, el «Burbujas de la Nada con ambrosía de grosella». De ese último repetimos varias veces. Llegados a ese momento los fantasmas se convirtieron en reales, los figurantes eran verdaderamente incorpóreos y todas las damas eran atractivas aunque como a las estatuas de un museo se les podía observar pero no tocar. Peter nos daba clases magistrales de los significados de cada alusión grotesca al Purgatorio pero como iba bien servido también, divagaba un poco y casi resultaba divertido.
René se levantó desbaratando el espectáculo en el que por trucos mágicos y visuales se anunció que íbamos a contemplar la transmutación del alma de un condenado. Trastabilló tirando un par de sillas, se subió al escenario y echó de allí a los actores. Se replegó con las piernas encogidas en el suelo y sorpresivamente se estiró alzando los brazos, pareciendo mucho más alto de lo que era, con el rostro ceniciento, los ojos extraviados y el cabello como crines azabache despeinadas.
—¡Miradme! ¡Olvidad vuestros vasos! —dijo con una voz sobrecogedora que no parecía la suya—. Conmigo tendréis lo que deseéis. Todos tendréis lo que pidáis si venís a mí. Haré que me adoréis, que os postréis a mis pies, que supliquéis, porque soy el drácul supremo, solo yo el dador de vida y el todopoderoso de lo invisible. Mi sangre os dejaré, mi sangre os daré, y mi reino no tendrá fin, como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. ¡Amadme como yo os amaré!
La concurrencia aplaudió. René sonrió y fue entonces cuando vi sus colmillos brillando bajo la espectral luz de la falsa cripta en la que estábamos. Eso no era efecto del alcohol. No eran de un tamaño diferente pero refulgían sobresaliendo entre sus labios con afán exhibicionista. ¿Era una pantomima o a qué estaba jugando? Confieso que el miedo me daba respuestas a mí mismo que competían en ser cada vez más increíbles.
—¡Peter, haz algo! –exclamé.
—¿Qué quieres que haga? —No sé, de momento dejar de santiguarte. ¡Vamos!
Llegamos al entarimado para agarrarle y sacarle de allí por la fuerza si hacía falta. Fue un error. El ser que había tomado posesión de ese cuerpo nos dirigió un par de gestos desde el escenario. Primero, con un dedo índice extendido hacia arriba y oscilando de izquierda a derecha chascó la lengua a compás con el bamboleo, indicando sin palabras una negativa, reprendiéndonos como a niños, y segundo, extendió la misma mano adelantándola haciéndonos parar. Quedamos petrificados mirándonos sin saber qué iba a venir después. Bajó de un salto hasta la primera mesa, levantó a una señora por la cintura y le dio un beso rabioso que la dejó otra vez sentada. El acompañante de la dama soltó el puño pero él le rompió un vaso de «Expiación eterna» en la cabeza. Luego se agachó hasta el hombre que había quedado en el suelo semiinconsciente, le acarició la cabeza como a un perro, se mesó las sienes con las manos ensangrentadas y después pasó la lengua por las palmas de ambas. Se incorporó mientras volvía a peinarse figuradamente, y robando el sombrero que el infortunado tenía sobre la mesa, se lo puso. Tras lanzar un beso al aire repartiéndolo como el brindis de un torero se dirigió al pasillo dando la espalda a todos. Fue entonces cuando nos requirió para acompañarle en el mutis por el foro. Salimos del Cabaret du Néant tan ricamente porque no pagamos las consumiciones.
René iba delante de nosotros, a unos dos metros, agitando los brazos y golpeando el suelo con el bastón como un Moisés con la vara para que se abriese el suelo bajo sus pies. No había llegado a la esquina de la siguiente calle cuando se desplomó. Corrimos en su auxilio. Cuando le levantamos nos miró de una manera difícil de describir, por eso no sé cómo hacerlo, y acto seguido comenzó a llorar. La gente en la calle se apartaba a nuestro paso. Unos borrachos más, pensaban. Le llevamos a casa. Esa noche no había nada que hacer por él y le dejamos descansar. Nosotros no dormimos mucho porque anduvimos con un ojo abierto y otro cerrado por precaución propia y ajena. No sabíamos si huir o permanecer a su lado pero sus lágrimas nos habían desarmado.
A la mañana siguiente él no recordaba parte de lo sucedido. Tenía momentos perdidos en una nebulosa. Al hacerle un resumen de los hechos vimos el miedo pasearse por su rostro. Fue entonces cuando se sinceró totalmente.
—Me estoy transformando en algo incomprensible. Mis sentidos me engañan con unas percepciones insólitas, por ejemplo, escucho el aleteo de una polilla o las pisadas de un escarabajo. Lo último fue la otra noche, cuando desde la cama oí a un ratón escarbando en la leñera, como ahora, ahí está otra vez. ¿No lo escucháis?
—Siento contradecirte, pero no estamos en tu villa, sino en París —dije yo.
—Leo, lo oigo.
—Serán ruidos de los vecinos.
—Es un roedor arañando un saco de arpillera en el cobertizo del patio.
—René, por favor. Whats weird! Esta broma está yendo demasiado lejos —repuso Peter con cara de enfado estupefacto.
—Os lo juro. Y también escucho voces.
—¿Voces? ¿Qué voces? —dije.
—Bueno, «una» voz. ¡Me está volviendo loco!
—No es para menos, oh, my friend!
—¿Qué te dice?
—No la comprendo siempre: palabras sueltas, cantos, órdenes… Me propone hacer cosas que luego me avergüenzan. Laurine me llama.
—¿Te habló también anoche? —seguí preguntando—. En la farra después de la cena nos diste un susto de muerte.
—Ahora me explico la resaca. ¿Bebimos mucho?
—Para lo que es mi costumbre, sí —confesó Peter.
—¿No iríamos al Néant?
—¡Tú sabrás dónde nos metiste! —exclamé—, pero creo que ese era el nombre. Podíamos haber ido a ver coristas guapas y no a los camareros macabros de ese sitio.
—Allí sentí su voz muy cercana. Me rozaba con su aliento los oídos pero no recuerdo más. Lo siguiente es verte a ti, Leo, paseando por la habitación y a Peter fumando su pipa sentado en ese sofá.
—Te trajimos como pudimos; estabas hecho una piltrafa —aclaré.
—¡Ayudadme! —suplicó René—. Laurine estaba cerca del cabaret. Lo sentí.
—¿La has visto después de esa vez que nos contaste? —se interesó Peter.
—Ya os dije que la busqué pero no la hallé aunque no estoy seguro si me ha visitado en unos sueños que parecen reales. No comprendo por qué me dejó así, en el limbo, en la nada, vivo deseando la muerte o muerto en vida. Fui un pelele en sus manos.
—¡Lo que eres es un idiota, René! —dijo Peter—. ¡Olvídate de ese demonio con forma de mujer y lucha contra ella!
—¡Si supiese cómo!
—¿Quieres realmente? —le pregunté.
—¡Claro que quiere! —interrumpió Peter—. ¿Por qué si no esta angustia que le consume?
—Quiero… ¡Quiero a Laurine!
Dimos un paso atrás dejando a nuestro amigo ocultar la cara entre la almohada cuando salimos de la habitación.
—Esta situación no tiene sentido —me dijo Peter—. ¿Cómo vamos a ayudar a quien no se deja?
—Ya no es el René que conocemos.
—¿Y qué pintamos aquí?
—No lo tengo claro pero no le podemos dejar a su suerte mientras haya un resquicio de humanidad en él.
—O si no acaba con nosotros antes. Tengo miedo.
—Yo también pero no le abandonaré. Creo que nos tendremos que enfrentar a lo inevitable.
Dejamos pasar unos días para que nuestro amigo se repusiese de sus moralmente angustiosas heridas y tomase fuerzas para enfrentarse a las nuevas. Llegamos al Cabaret du Néant una tarde cuando todavía estaba cerrado. Rompimos el candado de la salida trasera para acceder al local por allí. La decoración con la mortecina luz crepuscular pero sin iluminación adicional parecía menos fantasmagórica e incluso infantil. La cripta teatral era la parte pública más baja, por lo que supusimos que solo por debajo de ella estarían el sótano y la bodega. Dimos vueltas pero no encontramos nada. Pasado un rato en el que las esperanzas comenzaban a desvanecerse, René se fijó en unas marcas en el suelo junto a una estantería llena de botellas polvorientas. Cuando la pudimos desplazar dimos con la puerta que ocultaba. No fue difícil abrirla. Bajamos por unas escaleras de madera medio carcomida. Íbamos preparados con lámparas, cuerdas, un pico, quince kilos de expectación repartidos en diferentes medidas, la biblia de Peter y el corazón cansado de René. Llegamos a un pasillo que se bifurcaba. El de la izquierda estaba tapiado. En el de la derecha había restos de cera en unas oquedades de las paredes. Tomamos ese último. El suelo era empedrado ahora. Después de un trecho descendiendo el túnel desembocó en un canal que recorrimos avanzando por el firme lateral de uno en uno y con cautela para no resbalar. René se apoyó en la pared a causa de un repentino mareo. Después de tomar una bocanada del aire viciado, terroso y acre que nos rodeaba, nos animó a seguir guiado por chapoteos en el agua, insoportables en sus oídos pero que nosotros no escuchábamos. Hicimos acopio de valor y nos fiamos de él para continuar. Tomamos una pasarela por la que se accedía a un nuevo túnel, este con el suelo arenoso pero compactado. El camino era cada vez más angosto y el techo más bajo. En un cartel se leía «Reino de los muertos». Era una de las entradas a las catacumbas. Después de caminar en línea recta, con varios millones de parisinos contemplándonos en cuencas sin ojos y osamentas de un amarillento perlado, llegamos a un callejón sin salida. Nos paramos ante un nuevo cartel. Allí se indicaba otra máxima. «¡Si entra, que sea libremente y por su propia voluntad!».
René nos apremió a derribar la pared de ladrillo. Al otro lado encontramos un salón abovedado, como la nave de una iglesia románica pero con claraboyas por las que incidía una luz mortecina. En el centro había un lago y en el centro del lago, un panteón de obsidiana.
—¿La oyes, Leo? —me preguntó en un susurro mientras era presa de otro mareo y se agarraba a mi brazo.
—No. No oigo nada.
La puerta del mausoleo se abrió y por allí salió una barca deslizándose suavemente con una vela hinchada por un viento inexistente. Laurine se acercaba puesta de pie en ella con porte de etérea magnificencia. Su piel era transparente. Su melena rubia caía en bucles hasta la cintura. Su cuello erguido le daba una altivez que compensaba con la cabeza echada hacía atrás y ligeramente ladeada. Sonreía de forma cautivadora. Era una imagen bellamente terrorífica. René se quedó clavado en el sitio. Era exactamente como la recordaba.
Ella levantó las manos y desató lo más parecido a una tormenta.
—¡Luna, ocúltate y ayúdame a llegar cabalgando en oscura tormenta! ¡Viento, desgarra mis ropas y conviértelas en sudario a jirones! ¡Padre Sena, vapulea mi embarcación y pon a los demonios de tus aguas a los remos! ¡Niebla, acaricia su alma y su corazón con dulce aliento inmortal! ¡Rayos, iluminad la noche con tétrico resplandor! ¡Ya he regresado! ¡Ven a mí!
Peter se puso a gritar frases inconexas de diferentes oraciones mientras buscaba un lugar para esconderse. Era un discurso aterrador aunque a nuestro amigo le sonó a las más sensuales palabras que su amada le podía dirigir. Una invitación para compartir juntos toda la eternidad. Tuve que sujetar a René porque estaba a punto de tirarse al lago llevado por la impaciencia.
—¡Laurine! —gritó, mientras ella cambió el semblante que se tornó de una hermosura casi celestial y candorosa.
Cuando la barca llegó a la orilla la mujer bajó los brazos y unas lenguas de fuego envolvieron su cuerpo. Le tendió la mano. Él no se pudo resistir y le contestó diciendo que sí a todo y que vale.
—Sería un mentiroso si te dijera que no te he esperado —dijo René.
—El tiempo de duda ha pasado.
—Vamos, chica, enciende mi fuego. —Vamos, chico, enciende mi fuego.
Ella se alzó y llegó hasta él flotando liviana. Él la abrazó y los dos giraron entrelazados en el aire con un ansia que terminó explotando en burbujas crepitantes.
—Trataremos de incendiar la noche —cantó Laurine.
—Nuestro amor será como una pira funeraria —cantó René.
—Enciende mi fuego —cantaron los dos.
Peter nunca había entendido nada de todo eso. Aquí acaba su participación en este relato. No llegó a ordenarse sacerdote. Se convirtió en banquete nupcial y de nada le sirvieron sus rezos, sus crucifijos ni su biblia para evitarlo.
La pareja siguió en París. Se cuenta que algunas noches se les ve caminar por el cementerio Père-Lachaise. Solo un reducido número de catafilos cree eso de que unos jóvenes vampiros vestidos a la antigua, unos guapos espectros cogidos de la mano y decimonónicos perdidos, llevan recolectando su elixir por la ciudad desde hace más de cien años. Al fin y al cabo, cuando alguien cae de tanto en tanto no vuelve para contarlo, y por ese motivo todo queda como una leyenda urbana.
Yo también pasé a mejor vida y regresé a España. Para darme el gustazo me fui a vivir a Mallorca por disfrutar del mar y del calor de los que carece la áspera meseta castellana donde nací. A veces siento algo parecido a la melancolía, como ahora mientras escribo sobre aquellos días con un sol que solo veo en la televisión y pinto ante un caballete por las noches entre dentellada y dentellada. Cuando leí en la prensa que habían profanado la tumba de Jim Morrison robando el busto que la adornaba, no tuve duda sobre la identidad de los ladrones. El muchacho les había caído bien cuando le conocieron; también era un héroe llevado por su demonio.
¡Tengo que visitar a mis amigos antes de entrar en el próximo siglo! ¿Qué les llevo como regalo, una ensaimada que no comeremos pero con la que podremos seducir a alguien o a la apetitosa pareja de alemanes del ático? Algo se me ocurrirá. El tiempo es lo que menos me preocupa. Tengo pase permanente para todas las funciones y todas las temporadas.
Cristina Aguas Marco (España) Blog: elbonetedemimi.blogspot.com.es