11 minute read

El peque\u00F1o mundo de Nono

El pequeño mundo de Nono

Advertisement

Enrique Mochón

HABÍA ÉPOCAS en que Nono, al igual que aquel príncipe danés, era capaz de sentirse dueño de un espacio infinito sin salir siquiera de su habitación. Pero esos eran los menos. Por lo general, se podría decir que la sola idea de poseer algo que estuviera más allá de su entorno inmediato no encontraba lugar en su pensamiento.

Vivía en una casita de paredes gruesas y un patio con macetas —heredada de su abuela— que mantenía como la había recibido, a excepción de unos pocos añadidos. La novedad más notable en el interior era un antiguo sofá de sus padres que, junto a otros sillones y sillas que ya había en la vivienda, conformaba una oferta de plazas sentadas que a veces, si se juntaba el grupo entero de amigos, resultaba insuficiente. En cuanto al patio, entre las aspidistras, geranios, claveles y demás macetas de su abuela, Nono había incorporado dos ejemplares de marihuana que en estos momentos estaban tan altos como él. Sin embargo, el cambio más llamativo era una mesa de billar americano que ocupaba gran parte de la superficie restante y sobre la que se asentaba su posesión preferida: un bosque de bonsáis. Antes, en ese mismo lugar, había una mesa de ping-pong que había comprado en el rastro y en la que se organizaban torneos casi a diario. Aunque luego tuvo un grave accidente con la moto, y la cosa cambió. Varios meses después salió del hospital recuperado en apariencia pero lleno de secuelas. La peor de todas era la pérdida de reflejos. Según el médico se trataba de un retardo en la respuesta ante los estímulos. Era solo un segundo y, bien mirado, ni se notaba al hacer las faenas diarias, pero para jugar al ping-pong, por ejemplo, era fatal, pues cuando conseguía colocar la raqueta en la trayectoria de la pelota, esta ya estaba rodando entre los tiestos del suelo. Fue por eso que cuando vio aquella mesa de billar en el rastro la mente se le iluminó —un segundo más tarde de lo normal, claro, si bien en lo sucesivo evitaré apuntar en lo posible esta particularidad pues, como digo, era un defecto casi intrascendente—. El caso es que al verla vio también la alternativa a ese tenis de mesa que tanto le frustraba y ante el que últimamente había tomado la decisión de sentarse a mirar cómo jugaban sus amigos.

Se podría decir que Nono solo salía de casa para ir al rastro. El resto del tiempo lo dedicaba en su mayor parte a leer y a pintar. Había aprendido a hacerlo a través de viejos manuales y copiando bodegones de todas las épocas. De todo ello había salido un estilo notablemente singular y nada despreciable. Casi siempre que iba al rastro llevaba un cuadro bajo el brazo. Allí solo se comerciaba con créditos, y por cada una de sus obras solía conseguir los suficientes como para abastecerse allí mismo de todo lo que pudiera necesitar en dos semanas. La mesa de billar le costó la de ping-pong más los créditos de dos cuadros. El que se la vendió, Carlos, un amigo del barrio que se enganchaba a hablar con todo el que pasaba, y que decía «sabes o qué» hasta cuando era eso mismo lo que acababa de decir, le dijo que la mesa estaba en «absolutas» condiciones. Nono no entendió muy bien lo que quería decir con eso, pero esa circunstancia tampoco supuso ningún inconveniente para quedársela, porque estaba decidido a ello de antemano.

Fue una vez que estuvo en casa que empezó a dar vueltas a aquel dichoso adjetivo: absolutas. A menudo le pasaba eso con las palabras. Las repetía una y otra vez, como queriendo averiguar algo que escapaba a una primera «lectura», pero lo único que lograba casi siempre era que acabaran perdiendo su sentido. En este caso su única intención era encontrar alguna relación entre ella y las condiciones de la mesa. Resulta que la estructura no estaba mal, siempre que se pusiera freno a la avanzada invasión de carcoma que sufría la madera —la cual debía haber perdido gran parte de su peso original a tenor del serrín que en un amplio margen llenaba el suelo donde quiera que la colocaras— y que pasaras por alto el desajuste de sus piezas —apreciable por el acusado vaivén que hacía con solo tocarla—. En cuanto al barniz y el tapete hay que decir que merecían un capítulo aparte, en cuanto hablaban por sí solos de lo que la mesa, en su incapacidad natural para huir, o defenderse al menos, había sufrido a lo largo de los años, los cuales parecían haber sido muchos e intensos. También faltaban dos bolas —la blanca y la negra, precisamente—, y por otro, los tacos estaban rajados por la punta y, además de la imprecisión que esto provocaba al golpear, el sonido que producían resultaba algo desagradable. Pero lo peor de todo, sin duda, era la caída del tablero, una elevación de la zona del centro, apenas inapreciable a simple vista, pero que hacía que al menor contacto las bolas corrieran indefectiblemente hacia las troneras. Como era de esperar, las partidas duraban muy poco, por lo que jugarlas acabó perdiendo todo su aliciente.

Aunque para muchos resultaba extraño, Nono acostumbraba a fumar porros sólo por la noche, una vez que sus amigos se habían ido. Era también cuando tenía las mejores ideas, en especial para los temas y composiciones de sus bodegones. Para ello se sentaba en el patio. Tanto este como la casita estaban resguardados por las paredes —mucho más altas— de los edificios que los rodeaban y daba igual la época del año que fuera, pues también tenía un tejadito de plástico que cubría gran parte de la superficie, que allí se estaba bien. Guardaba en una cajita metálica todas las cosas de fumar y en ella siempre tenía preparados varios canutos que había hecho durante el día. A veces no solo perdía la cuenta de los que se fumaba en una sola noche, sino también la de las horas que permanecía allí sin hacer muchos más movimientos que los necesarios para pegar caladas y expulsar el humo. De este modo se le ocurrió aquello de darle otra utilidad a la mesa. Ya contaba con un puñado de bonsáis. Ahora se trataba de crear un suelo apropiado e ir incorporando poco a poco más ejemplares. Para ello, por supuesto, había tenido en cuenta que aquella misma caída del tablero, que estropeaba el juego para el que había sido fabricado, era ahora un elemento esencial para su nueva función, al facilitar el drenaje del agua de riego por los agujeros.

Nono vivía con Swift, un camaleón que, cuando le daba igual que lo vieran o no, era verde y amarillo. El animal pasaba el día entre las plantas, pero desde que el bosque empezó a coger forma se mudó a este. A veces había que fijarse muy bien para verlo. Y eso va sobre todo por todos los incautos insectos que se posaban en aquellos ejemplares enanos de olmos, robles, hayas, sauces y demás especies a las que de ellos protegía a lengüetazos. Podía afirmarse con seguridad que Swift era feliz a excepción de cuando Andrés venía a casa. Para Andrés la casa era solo una transición, un escollo que había que salvar para poder acceder al patio. Lo primero que hacía nada más llegar era coger al pobre camaleón y ya no lo soltaba hasta que se iba. Uno de sus juegos favoritos consistía en elevar al animal todo lo que podía, sujetándolo por la cola, para acto seguido realizar un descenso acelerado hasta menos de un palmo del suelo. El susto que esto provocaba en Swift era mayúsculo a juzgar por el modo en que abría la boca y el círculo que describía con sus patas delanteras en un maquinal intento de protegerse, si bien esta reacción se producía tres segundos después de quedar detenido frente a las baldosas, cosa esta que hacía reír a Andrés a carcajadas entre las que conseguía decir siempre lo mismo: «¡Está peor que tú, Nono!».

Nono daba poca importancia a este tipo de bromas, y menos cuando venían de Andrés. Para él su compañía era lo más parecido a sus mejores momentos de soledad. En efecto, era algo así como estar consigo mismo; una presencia que no le obligaba a nada y de la que nada esperaba, pero que le reconfortaba como ninguna otra. A veces Andrés pasaba horas enteras en silencio viéndole pintar, pero si le daba por hablar sin parar y era uno de esos días en que Nono estaba plenamente absorbido por la pintura, se conformaba con que este asintiera de vez en cuando con la cabeza. El carácter singular de su relación llegaba a tal extremo, que había ocasiones en las que se echaban de menos incluso estando juntos.

En pocos meses, tras el paso de la primavera, sobre aquel tapete verde en el que un día habían rodado las bolas de marfil, se comenzaba a fraguar el milagro de la naturaleza. La tierra se había asentado y fusionado con las rocas —predominantes en el suelo— y se había cubierto de musgo y otras plantas diminutas. Los árboles, a su vez, habían recuperado la naturalidad que perdieron al ser trasplantados, a lo que habían ayudado los numerosos brotes nuevos y unas podas mínimas pero metódicas que Nono realizaba cada cierto tiempo. Con la intención de completar la réplica del modo más real, o quizá por simple capricho, Nono había construido con trocitos de pizarra una estructura cilíndrica y calada en el centro del conjunto, en cuyo interior hueco iba echando las ramitas que cortaba. Cuando acumulaba la cantidad suficiente hacía con ellas una hoguera perfectamente acorde con las dimensiones del resto. Salvo cuando su mimetismo era extremo, cosa que sucedía cada vez que oía llegar a Andrés, la sola presencia del camaleón confería al diminuto bosque un curioso aire jurásico.

Una noche de luna llena a Nono le ocurrió algo asombroso. Había colocado dos varitas de sándalo dentro de aquella torrecita, a la que había acabado llamando «el crematorio», y las miraba consumirse mientras fumaba su tercer porro de la jornada, cuando empezó a observar por el rabillo del ojo cierta actividad no acostumbrada en el bosque, un bullir de gran viveza, que como es lógico excluía a Swift, y que se extendía a toda la superficie forestal. Le bastaron unos segundos para percatarse de que eran ardillas, una cantidad innumerable de diminutas ardillas que entraban y salían de los troncos, correteaban por el suelo o trepaban por las ramas y saltaban de un árbol a otro sin dificultad alguna ante la total indiferencia del camaleón. Nono estuvo contemplándolas boquiabierto hasta quedar dormido. El alba lo despertó con una colilla entre los dedos y el regazo lleno de ceniza.

A mediados de verano Nono invitó a cenar a Lucía. Lucía vendía en el rastro. Tenía un puestecito de abalorios que ella misma producía con sus manos y poseía una gran belleza natural que armonizaba con sus vestimentas hippies, enturbiada tan solo por un herpes que con demasiada frecuencia aparecía en su labio superior. Ella solía decir, como intentando justificarse sobre algo de lo que evidentemente no era culpable, que es que era propensa, cosa que enternecía a Nono de una manera honda aunque difícil de explicar.

Lucía se presentó para la cena con una botella de vino y una tarta de galletas que había hecho su madre. Su pelo recogido en una cola mostraba unos preciosos pendientes con forma de polilla, y llevaba puesto un ligerísimo y breve vestido blanco con muy poca cosa debajo, según pudo observar su anfitrión. Cenaron en el patio. Nono cocinaba bien y ella comió muy a gusto de todo lo que había en la mesa. Resultó ser bastante habladora. Se podría decir que entre bocado y bocado consiguió contar lo más destacado de su vida, además de sonsacar a Nono lo que más le interesaba de la suya. Tras la cena se pusieron una copa y Nono sacó la lata de fumar. Siguieron hablando durante largo rato, ahora bebiendo y fumando también, mientras en el centro del bosque ardía una hoguerita de rastrojos que producía cálidos reflejos en la piel de Swift. A Lucía se le veía contenta. Nono estaba en una nube. Luego vino un momento de silencio algo prolongado que a él se le hizo incómodo por temer que ella dijera de marcharse. Y decidió tomar el timón de la conversación. Intentó explicarle aquella especial amistad que le unía a Andrés, así como el motivo por el que siempre acababa pintando bodegones. Pero al parecer no consiguió hacerlo con claridad en ninguno de los dos casos, dada la expresión de contenida extrañeza de ella. Se puso entonces a hablar del rastro y de cómo su vida transcurría casi por completo entre este y su casa, del trato que hizo con Carlos para conseguir la mesa de billar… Para entonces ella ya estaba algo colocada y no dudó en decir que había estado saliendo un tiempo con él. A Nono eso no le hizo ninguna gracia, y habría dicho con mucho gusto que pensaba que era un tunante de cuidado, pero se contuvo, al menos el tiempo suficiente para que ella cambiara de asunto. Lucía contó entonces la historia de Nicolás, un fraile que vendía licores de hierbas y bayas en el rastro al principio de llegar ella. Por lo visto, Nicolás fabricaba sus propios licores y una de las cosas que tenía que hacer para ello era recoger los ingredientes necesarios por el monte. El caso era que un día el hermano Nicolás desapareció en una de sus incursiones recolectoras y que su cuerpo fue hallado un año después en el fondo de una profunda gruta, sin vida, como es natural, pero —y esto era lo prodigioso del hecho— totalmente incorrupto. Al llegar a este punto Lucía preguntó a Nono que qué le parecía, que si no pensaba que era algo extraordinario. Y aquí tuvo su inicio el momento más rocambolesco de la velada. Nono esperó a apurar el canuto que tenía en la mano y después, con impostada seriedad, dijo que a él aquello le parecía una cosa muy normal, y que le recordaba un poco a esos mamuts hallados bajo el hielo en perfecto estado de conservación, pues no en vano el fraile se había precipitado «al vacío». Estuvieron varios segundos callados, mirándose —los chistes de Nono eran tan malos que a menudo ni podían ser considerados como tales—, pero luego rompieron a reír, y así estuvieron hasta no poder más. Cuando por fin se calmaron ella estaba más arrimada a él que en toda la noche y lo miraba con gesto de total entrega. Nono pensó en besarla, pero no lo hizo porque temía hacerle daño en un incipiente herpes que asomaba en una de las comisuras. Se moría por pasear su mano bajo aquel insignificante vestido, aunque tampoco le parecía correcto hacerlo sin antes besarla… En un intento por salir del bloqueo sacó otro porro y lo encendió mientras buscaba sin darse cuenta un posible verbo que derivara de «propensa». Entonces sucedió. A la tercera o cuarta calada, los habitantes del bosque se pusieron en acción. A Nono le pareció que había más cantidad que otras veces. Sin pararse siquiera a pensarlo un instante, dijo de repente: «¿Te has fijado?; está ocurriendo». Ella, que a esas alturas lo que más deseaba era que ocurriera algo, dijo con la voz entrecortada: «¿Qué pasa?». A lo que él respondió señalando el bosque con el dedo y diciendo: «Las ardillitas, ¿no las ves? Las hay a miles». Nono empezó a mirar alternativamente a los arbolitos y a la cara de Lucía con evidente inquietud, esperando alguna reacción suya que confirmara la visión de tan fascinante espectáculo, sin embargo, la expresión de ella era la de un niño al que se le acaba de reventar un globo. Para entonces Swift, que desde hacía rato no le quitaba ojo a Lucía, había llegado hasta los límites del bosque y, calibrando la distancia que lo separaba de su linda cabecita, lanzó un veloz lengüetazo que fue a pegarse en uno de sus pendientes con forma de polilla. Ella lanzó un grito de espanto, y Nono, dada su deficiencia de reflejos, aunque reaccionó lo más rápido que pudo, cuando su mano fue a separar al animal de su presa, lo que encontró fue su labio infectado, golpeándolo con fuerza.

A medida que avanzaba el otoño la gama de colores de las frondas del bosque se iba haciendo cada vez más variada y hermosa. Nono retiraba del suelo solo parte de la hojarasca caída, logrando así que el conjunto adquiriera unos visos de realidad extraordinarios. Tras el incidente con Lucía estuvo casi un mes sin aparecer por el rastro. Cuando finalmente lo hizo fue empujado por una apremiante necesidad y habría dado cualquier cosa por ser al menos tan invisible como Swift. Apenas estuvo el tiempo necesario para malvender varios cuadros y proveerse de todo lo necesario para otras tantas semanas. A Lucía la vio de lejos, hablando, por cierto, con el mangante de Carlos, en una actitud que mostraba a las claras que habían retomado su antigua relación, cosa que acabó con el poco ánimo que le quedaba.

Últimamente se quedaba más tiempo del habitual fumando por las noches. En una de esas veladas ocurrió otro hecho asombroso. Las ardillas llevaban un buen rato haciendo de las suyas y él andaba por los límites entre la vigilia y el sueño, cuando lo sobresaltó el crujir de una ramita del suelo. Al principio pensó que había sido Swift, aunque le pareció extraño, pues a esas horas solía estar más que dormido. Al levantar la vista y descubrir el origen del ruido, casi se le sale el corazón. Junto a la torrecita de pizarras, con el mismo vestido de la cena y sin el menor rastro de enfado, estaba Lucía, una Lucía diminuta y sonriente que reclamaba su atención. Nono enseguida tendió su mano y unos segundos después, en una pose de simio gigantesco, la tenía sobre su palma, a unos centímetros de su nariz, confiada y feliz. No hicieron falta palabras, solo unos pocos gestos que para él significaron todo lo mejor que de ella siempre anheló. Luego, como si estuviera acostumbrada a hacerlo, descendió suavemente por el antebrazo hasta el codo, se dejó caer sobre el regazo y corrió a explorar las zonas más recónditas de su cuerpo. Nono, como quien se pellizca para comprobar si está o no soñando, miró el cenicero y contó las colillas: seis.

Enrique Mochón Romera (España)

This article is from: