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El eslab\u00F3n perdido
El eslabón perdido
Joaquín Valls
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HEMOS LLEGADO a la terminal a las dos en punto de la tarde hora local, después de cinco semanas de viaje. Por fortuna, los modernos sistemas de sedación para rutas de medio y largo recorrido evitan cualquier signo de fatiga u otros efectos indeseados. Al millar de pasajeros que íbamos en la aeronave nos han embarcado directamente en varios vehículos ligeros sin conductor que en un par de horas nos llevarán hasta Bilbonova, la ciudad moderna edificada bajo la superficie. Mi tan ansiado regreso se produce gracias a un permiso especial para una estancia de tres días por el que he pagado una cifra equivalente a un año de salario. Durante mi prolongada ausencia nunca perdí la esperanza de poder volver un día al lugar que me vio nacer.
El vehículo, una especie de carro de combate sin tronera ni cañón, se sustenta sobre colchones neumáticos y parece deslizarse sobre unas invisibles guías o raíles. Una vez cerrada herméticamente la puerta, observo con cierta decepción que el interior carece por completo de ventanas u otras aberturas. Pero nada más ponerse en marcha, en su parte delantera aparece una pantalla en la que se van proyectando vistas actuales del exterior, alternándolas con fotografías de cuarenta años atrás. Unas imágenes que habían quedado impresas en mi retina y que, al revivirlas, me producen una congoja que no sabría expresar con palabras. Echando un vistazo alrededor, diría que la mayoría de viajeros sienten de modo muy parecido a mí y debo hacer un esfuerzo para reprimir las lágrimas.
Cuarenta años y ciento doce días. Todo ese tiempo ha transcurrido desde la última vez que realicé este mismo recorrido, si bien en sentido opuesto y en un vehículo bastante menos sofisticado. Aquel tenía capacidad para cincuenta pasajeros, todos niños y niñas. Yo era de los mayores y el nuestro era el tercero de un convoy integrado por diez vehículos idénticos. Nos dirigíamos, a gran velocidad y escoltados por el ejército, hasta la misma terminal a la que hoy hemos llegado, donde tomamos el trasbordador que habría de conducirnos muy lejos, hasta una de las colonias mineras exteriores, una entre las varias que empezaron a establecerse cuando se inició la escasez de hidrocarburos. De la noche a la mañana y ante la crítica situación, el Consejo de gobierno había ordenado la evacuación urgente de cuatro mil menores de edad.
Recuerdo que durante el viaje algunos de los más pequeños lloraban y fuimos los mayores quienes, ante la ausencia de adultos, nos ocupamos de consolarlos. Los padres de aquellos críos —al igual que mis propios padres, que mis abuelos y que mis dos hermanas mayores— de momento debían quedarse allí, pero estaba previsto que se unieran a nosotros en cuanto fuera posible. Aquel vehículo sí tenía ventanillas, algunas de las cuales abrimos para permitir que la brisa del crepúsculo penetrase y nos golpease en la cara. Éramos conscientes de que iba a ser la última ocasión en que respiraríamos el aire, progresivamente menos puro, de nuestra querida Tierra. El olor de los árboles, de la hierba fresca, del salitre del mar, me los llevé conmigo en la memoria, convencido de que jamás volvería a percibirlos a través de mis sentidos.
Sacándome de mi ensimismamiento, a las dieciséis horas y treinta minutos una voz femenina de tonalidades metálicas anuncia que nos acercamos a nuestro destino, agregando que ahora mismo pasamos por lo que en otro tiempo fueron las playas de Donostia. De nuevo, las palabras van acompañadas de escenas proyectadas sobre la pantalla en formato de hologramas tridimensionales. Primero nos muestran imágenes de cómo había sido antaño este lugar, donde en días de temporal las olas rompían con furia sobre la costa, mientras que en las estaciones cálidas se formaban extensas playas de arena dorada. Aquí solíamos acudir en familia los fines de semana de verano, con la nevera portátil y la cesta de picnic. Al contemplar ese paisaje aéreo en el que se distingue un enjambre de bañistas rodeados de parasoles y vestidos con los trajes de baño usuales en la época, por un momento pienso que tal vez yo soy uno de ellos.
Acto seguido proyectan imágenes del mismo paraje en la actualidad, y aparentemente en directo, captadas a través de cámaras exteriores. La superficie, de perfil regular, se ve de un color gris uniforme. No hay árboles por ninguna parte. Tampoco agua, lo que hace imposible identificar la que fue antaño la línea de la costa. Nada queda de la Bahía de la Concha, de la Isla de Santa Clara o del Peine del Viento. En puntos dispersos descubro la presencia de finas columnas de humo que se elevan hacia el cielo, teñido este de unos extraños tonos amarillos y pardos. De tanto en tanto chispas y fogonazos emergen de la corteza terrestre en la lejanía, para extinguirse al cabo de unos segundos.
Siento cómo se me va formando un nudo en la garganta. Las pocas frases que hemos cruzado entre nosotros durante el trayecto, cesan por completo.
Casi todos optamos por cerrar los ojos fingiendo que dormimos, y en todo caso evitamos dirigir la mirada hacia el frente, donde se encuentra la pantalla.
A las cinco y veinte nos detenemos y se abre la portezuela lateral. Ya afuera, vemos que nos encontramos en un hangar de proporciones gigantescas en cuyo interior no hay otros humanos aparte de nosotros. Aquí y allá deambulan robots antropomorfos que recogen nuestros mínimos equipajes de la bodega del vehículo para luego depositarlos, amontonados sin ningún orden, en unas cabinas transparentes situadas a cierta distancia. Mientras tanto, de nuevo una voz metálica pero esta de sexo indefinido nos da la bienvenida a la estación de Bilbonova, que según nos informa fue construida a trescientos metros de profundidad y cuya atmósfera interior se renueva por completo cada cinco minutos. Finalizado el acto de recepción, la misma voz nos indica que debemos formar en fila india frente a unas máquinas que capturarán información de nuestros rostros y manos. No tardaremos en averiguar que, para poder franquear determinadas puertas del recinto, hay que situarse ante otros artefactos parecidos que, tras captar esa misma información, la contrastan con la base de datos antes de decidir si permiten o no el acceso.
Me introduzco, obediente, en la cabina metálica cuyo número me ha sido asignado por megafonía. Al cabo de un minuto, tras un veloz recorrido en el que tengo la impresión de desplazarme primero hacia abajo, luego en sentido horizontal y finalmente de nuevo hacia arriba, me hallo ya en el que será mi hogar durante mi breve estancia. Es en realidad un cubículo de unos diez metros cuadrados dotado de todas las comodidades, incluyendo diferentes tipos de bebidas y raciones variadas de comida deshidratada y envasada. Pasadas las veintidós horas y después de una cena frugal, hablo por videoconferencia con Andrea y con los niños, como he venido haciendo todas las noches desde mi partida de la colonia. A continuación me meto en la cama: necesito descansar ya que me esperan varias jornadas de arduo trabajo.
Pero no puedo conciliar el sueño. Sin proponérmelo, retomo algunos recuerdos de cuando residía aquí con mis padres y hermanas. Vivíamos en una casa aislada algo alejada de la ciudad, en una zona rodeada de bosque y a escasa distancia de un lago donde se pescaban truchas. No lejos, las vacas pacían en el monte durante buena parte del año. En aquellos años asistía a la escuela primaria. De hecho, el día que sin previo aviso ordenaron la evacuación había asistido a clase por la mañana. Tardé casi un año en tener noticia de lo del cataclismo, que se produjo solo una semana después de que, junto a los otros niños, hubiese abandonado el planeta. Tuvo que transcurrir otro año antes de que nos confirmaran lo que ya sospechábamos: no había sobrevivido ningún ser humano, ningún animal, ninguna planta. Tras la conmoción inicial, me propuse que en adelante dedicaría mis esfuerzos y ahorros a regresar, si es que tal cosa resultaba posible.
Y mientras doy vueltas a todo ello, inmerso en esa extraña lucidez que proporciona la duermevela, me veo ya equipado con el aparatoso traje especial que he alquilado para tres días, dotado de una reserva de oxígeno para ese mismo lapso de tiempo. Con él me adentraré entre las montañas de escombros en que seguramente quedó convertida la casa y me aplicaré, no a localizar los restos de mis seres queridos, de quienes a buen seguro nada queda, sino algún objeto que les hubiera pertenecido: un lápiz, unos pendientes, una goma de borrar, un reloj, algún cuaderno escolar, una fotografía, un cacharro de cocina. Cualquier cosa me valdría para recomponer, en mi mente y en mi ánimo, el eslabón perdido.
Antes de caer profundamente dormido, tengo un último sueño. En él, la vida ha regresado a la Tierra y mis hijos llegan hasta aquí para quedarse.
Joaquín Valls Arnau (España)