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Una cuesti\u00F3n de honor
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Una cuestión de honor
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Un caso de Hiroshi Matsuoka
Luis J. Goróstegui
I
Ciudad de Ueda, Japón. 1560 d.C.
Es una mañana lluviosa y desapacible de otoño. Las calles de la ciudad más parecen ríos y no se ve a nadie por ellas salvo alguna persona que corre para guarecerse del agua. Un hombre, oculto bajo un paraguas, se dirige con paso incierto por uno de los callejones. Se le ve nervioso, casi desesperado. Se detiene frente a la casa de la geisha jimae Aiko Nawabe y llama a la puerta. Abre una sirvienta y la luz de la casa ilumina tímidamente el portal.
—Soy Yoshio Hagiwara, tengo una cita con Aiko —dice el hombre sin dejar de mirar nervioso a ambos lados, como si temiera que alguien le pudiera haber seguido.
—Sí, pase —le responde la sirvienta con una leve inclinación de cabeza.
Durante las siguientes dos horas sólo el sonido de la lluvia rompe el silencio. En una ocasión se oyen voces procedentes de la casa: Yoshio y Aiko parecen discutir. Luego, de nuevo, regresa el silencio y la lluvia que no cesa.
Y en eso, unos gritos agrietan el aire y Aiko sale a la calle, desesperada, y corre bajo la torrencial lluvia agitando los brazos y pidiendo socorro. Dentro, el suelo de la habitación se tiñe de sangre y el cuerpo de Yoshio permanece inerte con una daga ceremonial de seppuku en el abdomen.
II
Los años te hacen ver la vida con otros ojos y es entonces cuando los sucesos del pasado adquieren su verdadero significado. Es cierto que a lo largo de mi vida como policía he tenido ocasión de intervenir en muy diversos casos, algunos sencillos, afortunadamente, otros, en cambio, sumamente intrincados, incluso algún que otro inconcebiblemente increíble y aterrador —aún me entran sudores al recordar aquel de la casa encantada, y no digamos nada del de la bestia del lago—, sin embargo, visto ahora, reconozco la importancia que tuvo en mi formación personal mi primer caso en solitario y que no pude llegar ni a imaginar aquella lluviosa mañana de otoño.
Unos días atrás mi jefe y mentor, Naoko Oshima, había tenido que marchar en misión diplomática junto a la comitiva del daimio Shingen Takeda; todo hacía presagiar que pronto tendría lugar una nueva batalla contra el también daimio Uesugi Kenshin. El viaje se preveía breve, me aseguró Naoko san, pero lo más importante era que mi mentor consideraba que ya era capaz de llevar la responsabilidad de la comisaría —los últimos casos que tuvimos así se lo hicieron comprender—, lo cual me llenó de satisfacción, debo admitir.
Esa mañana había amanecido oscura y no paraba de llover. Poco después de almorzar, estaba colocando un barreño debajo de una gotera cuando entró corriendo en la comisaría un joven gritando que alguien se había suicidado en casa de la geisha Aiko Nawabe.
Cuando llegué a la casa el médico estaba atendiendo al suicida, ya cadáver, y le había tapado con un kimono blanco —«Aiko está muy sobresaltada; no es conveniente que vea las heridas», me comentó en cuanto me vio—. El suelo estaba aún encharcado de sangre. En un rincón apartado vi la daga del seppuku. Curiosamente había también un abanico de guerra en el que estaba escrito un poema de despedida:
Quisiera la vida darme salida a la encrucijada de mi destino buscando el bien anhelado huyendo del mal que me persigue.
—¿Alguna cosa relevante? —le pregunté al doctor.
—No. Es un caso claro de suicidio por seppuku. No llevaba objetos personales, pero tiene un tatuaje en la muñeca derecha, mire —me contestó, mientras me indicaba la mano que sobresalía por debajo del kimono.
Era un tatuaje antiguo, de algún ser mitológico que no pude identificar. Se notaba, por el estado en que se encontraba, que se lo debió hacer cuando era joven.
—¿Dónde está Aiko? —le pregunté al doctor.
—Dentro. Aún está en shock.
Viendo que ya no se podía hacer nada por el cadáver decidí intentar hablar con la geisha para que me explicara lo sucedido. Me acerqué a ella con delicadeza y le pedí disculpas por molestarla en aquel triste momento.
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—…pero es necesario que le haga algunas preguntas —le dije.
—Lo comprendo —me respondió con la mirada ausente; ya no lloraba.
—¿Le conocía? —le pregunté.
—No. Nos vimos hace unos días en una fiesta. Dijo que se llamaba Yoshio Hagiwara.
—¿Qué ha sucedido esta mañana?
—En la fiesta del otro día me pidió una cita. En mi condición de geisha jimae trabajo de forma independiente, sin depender de ninguna okiya, así que le cité para hoy en mi casa. Vino antes de media mañana. Se le veía intranquilo, casi angustiado. Hablamos. Me contó que no era feliz, pero no me dijo por qué. Yo intenté calmarlo. Le ofrecí una infusión y pareció tranquilizarse.
—¿Discutieron? —le pregunté.
—No, pero en ocasiones elevaba la voz. Estaba muy nervioso. Supongo que los vecinos pudieron oírle, no sé —me respondió.
—Continúe, ¿qué pasó después? —le insistí.
—Todo iba bien, pero de repente se volvió como loco. Dijo algo como que no podía hacer otra cosa. Yo me asusté e intenté distraerle tocando algo de música, pero no conseguí calmarlo. En eso, fuera de sí, se abrió el kimono y sacó una daga. Entonces, temiendo que me quisiera matar, salí corriendo, gritando, pidiendo socorro. No sabía dónde ir, no había nadie en la calle; sólo se me ocurrió avisar a mi médico, el doctor Mutsu —vive a sólo unas calles más abajo, ¿sabe?—. Fue él el que envió al muchacho que le avisó a usted. Cuando entramos en casa estaba en el suelo, muerto. No lo vi bien, el médico no me dejó. Después llegó usted —y rompió a llorar de nuevo.
Justo en el momento en que salí de su habitación se me acercó el médico.
—Ya he terminado; sería conveniente llevar el cadáver al depósito —me dijo.
—Sí, lo sé. ¿Podría llevarlo usted?, yo quiero echar un vistazo a la casa, por si encuentro alguna pista. Me pasaré por el depósito después, si le parece bien, y hablamos —le respondí.
Sin embargo, en casa de Aiko no encontré nada: un paraguas viejo y una túnica abierta de color azul sin ninguna marca especial. Incluso la daga del seppuku carecía de todo distintivo específico, así que decidí pasarme por el depósito de cadáveres. Pero tardé en llegar algo más de lo que tenía previsto: por el camino me detuvo, insistente, la señora Asari. «¡Oh, no, la señora Asari!», pensé al verla venir. Pero no pude evitar que me viera.
—¡Señora Asari!, qué gusto volver a verla —le dije, haciendo de tripas corazón.
—Hiroshi san, venía buscándole —me dijo, y me agarró del brazo impidiéndome que pudiera continuar mi camino.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté, aunque ya lo suponía.
—¡Mi nueva diadema, me han robado mi nueva diadema!, alguien ha estado en mi casa y me ha robado —me explicó indignada.
Diez minutos después estaba en su casa, arrastrándome por el suelo, buscando su diadema. La encontré, sin embargo, en su despensa, dentro de una bolsa, en un rincón entre la leche y el jamón.
—Aquí está, señora Asari —le dije.
—¿Y quién la ha metido ahí? —dijo, como si me echara la culpa a mí.
No le contesté, claro, y me fui dejándola hablando sola, haciendo espavientos con los brazos. Respiré aliviado al salir a la calle, he de reconocerlo. La señora Asari es una buena mujer, pero es algo… inoportuna, la verdad.
Poco después estaba en el depósito, delante del cadáver de Yoshio Hagiwara. El doctor Mutsu ya no estaba —y no me extrañó, tras el retraso provocado por la señora Asari—. No es que me agrade ver el abdomen de nadie tras un seppuku, pero es mi deber; sin embargo, lo que me llamó la atención no fueron sus tripas, sino su tatuaje. Porque no era el mismo que vi en casa de la geisha Aiko; era claramente un tatuaje mucho más reciente —de algo tenía que haberme servido hacerme un tatuaje cuando aún vivía con mis padres, hace algunos años; y eso que a mi madre no le hizo mucha gracia—. Sí, estaba claro, ese no era el cadáver de Yoshio Hagiwara.
III
A la mañana siguiente —serían sobre las 9— un tipo entró en la comisaría. En ese momento yo me encontraba rellenando los informes del día anterior. Dijo llamarse Azumi Kunda, y de forma algo brusca, debo confesar, quiso hacerse el simpático al pedirme información sobre alguien, aunque se le notaba forzado y algo impaciente.
—Es más o menos de mi edad, y tiene un tatuaje como el mío —me dijo enseñándome el que tenía en la muñeca derecha—; somos viejos amigos, ¿sabe?, compañeros de armas.
Reconocí de inmediato el tatuaje: era el mismo que vi que llevaba el cadáver de Yoshio Hagiwara.
—Me temo que llega tarde —le dije—, su amigo murió ayer.
—¿Cómo puede ser?; ¡qué lástima! —me contestó conmovido.
—Se hizo seppuku. Aún tengo su cadáver en el depósito, con dos luces y dos ramos de shikibi, según la tradición, ya sabe.
Aquel tipo me contestó con un par de monosílabos y se marchó. Se le notaba más enfadado que triste y me dio que pensar.
—¿Has visto, Tetsu?, ni siquiera se ha despedido. Ven, tengo una misión para ti —le dije al agente Tetsu que, sentado a su mesa, observaba incrédulo cómo aquel tipo se marchaba.
Aquella noche la luna, cubierta de bruma, a duras penas aclara el cielo, dando al ambiente cierto halo de misterio. El depósito de cadáveres permanece solitario. Por la ventana la mortecina luz de la luna apenas ilumina el interior. En la sala, de las tres mesas, sólo una está ocupada por un cadáver cubierto por una lona; a su lado: dos velas ya extinguidas y un par de ramos de shikibi. En eso alguien aparece por la ventana. Con una ganzúa la abre y entra sigiloso. Se acerca al cadáver y levanta la lona.
—¡Demonios, no es él! —susurra indignado Azumi Kunda; y, sin perder tiempo, sale por la ventana y desaparece en la noche.
Azumi san debe encontrar a Yoshio san sea como sea, le va la vida en ello, pero antes debe aclarar sus ideas y, sobre todo, preparar un plan, así que entra en una taberna y pide sake.
Un par de horas después, aún de noche cerrada, Azumi san sale de la taberna. Quizá haya bebido demasiado. Sin percatarse, alguien le está siguiendo, y, aprovechando que tuerce por una callejuela solitaria, el desconocido le sorprende por la espalda y le rebana la garganta. El asesino trata de ocultar el cadáver pero no tiene tiempo, pues escucha aproximarse unas pisadas: es la policía que hace su ronda nocturna; y, como una sombra, se pierde en la oscuridad de la noche. La luna, aún cubierta de bruma, a duras penas aclara el cielo.
IV
Los agentes de policía torcieron por una callejuela y encontraron el cadáver. Sin perder tiempo me avisaron. En cuanto llegué identifiqué al individuo: era, sin duda, Azumi Kunda, aquel tipo que vino preguntando por Yoshio Hagiwara. Reconozco que en ese momento eché de menos la presencia de mi mentor Naoko san, pero ahora me tocaba a mí demostrar mi valía como jefe de policía. «Esto se empieza a complicar, ya tenemos dos cadáveres y un desaparecido», me dije, mientras le llevábamos al depósito.
—Ya sólo nos queda una mesa vacía más, esperemos que no tengamos que ocuparla también —le comenté a uno de los agentes mientras lo depositábamos en una de las mesas.
Esa misma noche, con el depósito de cadáveres en silencio y a oscuras, alguien entra por la ventana. Se acerca al cadáver de Azumi Kunda, pero en el momento en que intenta llevárselo una luz interrumpe su robo y una voz autoritaria le detiene:
—¡Alto ahí, Yoshio san!, ni se te ocurra llevártelo —le dije iluminando la sala con mi linterna.
Yoshio san se detuvo sorprendido mientras tres agentes le apresaban.
—Pensé que estarían en la comisaría, o durmiendo —dijo como excusándose. —Pues te equivocaste —le dije.
—¿Cómo sabían que vendría?
—Bueno, lo cierto es que desde el primer momento sospeché de este tal Azumi san, por eso envié a mi agente Tetsu a que investigara por ahí sobre él; es mi mejor agente en eso de infiltrarse en los bajos fondos, ¿sabe? Por él supe que este tal Azumi Kunda es, en realidad, Kuma Harada, un asesino a sueldo, así que sólo tuve que atar cabos: resulta que Yoshio san se hace pasar por muerto —¿por qué?, aún no lo sé, pero lo sabré—, y en eso aparece un tipo que resulta ser un asesino a sueldo preguntando por él, y poco después alguien le mata, y yo me pregunté: ¿es posible que sea Yoshio san el asesino del asesino a sueldo?; supuse que vendría al depósito para llevarse su cadáver, pues quien envió a Kuma san para eliminarle no debería enterarse de la muerte de su esbirro, ¿verdad?; y he aquí que he acertado, ¿verdad, Yoshio Hagiwara? Y ahora, por favor, cuéntenos toda la historia.
Y Yoshio Hagiwara, sabedor de que su única posibilidad de éxito era contar la verdad, confesó.
V
—Verá, jefe Hiroshi Matsuoka —comenzó diciendo Yoshio Hagiwara—, tengo una hermana, es menor que yo, y siempre nos hemos cuidado mutuamente. De pequeños nos dijeron que nuestros padres murieron en un accidente y nos llevaron a vivir con un tío lejano, primo de mi padre, o algo así. Pero nuestro tío es una mala persona; incluso nos puso unos tatuajes como señal de su propiedad —dijo mientras me mostraba su muñeca derecha—; así es nuestro tío, despiadado. Mientras éramos pequeños estuvimos al cuidado de una buena mujer, una de las sirvientas de nuestro tío, Tamiku se llamaba. Sin embargo, cuando tuvimos la edad propicia, mi tío vendió a mi hermana para que fuera geisha, y a mí me formó para ser uno de sus samuráis. Nuestro tío es alguien importante, alguien peligroso, jefe mafioso de un clan: se llama Ryuji Ikeda. Cuando crecí, averigüe que Kuma Harada había asesinado a nuestros padres. Yo, inocente de mí, se lo conté a mi tío, pero él me miró fiero a los ojos y me dijo que obedecía órdenes suyas. ¡Se jactó de ello! —resultaba que Kuma san trabajaba para mi tío como asesino a sueldo–. Yo me indigné con él, discutimos, él me explicó que lo hizo para saldar una deuda de honor, le amenacé con contárselo a la justicia y una noche huí lejos. Mi tío ordenó a Kuma Harada que averiguara mi paradero y me matara. Por eso fui a ver a mi hermana, se lo conté todo y planeamos escapar juntos, pues temí que mi tío también ordenara matarla a ella como venganza por mi huída. Entre mi hermana y yo planeamos mi falso seppuku para despistar a Kuma san y a nuestro tío, y de esa manera me creyeran muerto y no nos persiguieran. Lo teníamos todo bien planeado, incluso el médico que certificó mi muerte era el doctor Jiro Mutsu, hijo de nuestra amada Tamiku. La infusión de plantas que tomé era un fuerte somnífero que simulaba la muerte durante unos minutos. Durante el traslado de mi «cadáver» al depósito, el médico y mi hermana me cambiaron por el verdadero cadáver de un vagabundo al que le habían hecho las mortales heridas de un seppuku y un tatuaje en la muñeca derecha igual al nuestro. Sabíamos que para engañar del todo a mi tío necesitábamos la declaración de alguien imparcial y con autoridad, por eso hicimos que fuera la misma policía la que confirmara mi muerte, y por eso le hicimos llamar. Supusimos que, dada su juventud, nos sería más sencillo engañarle también a usted. Le pido disculpas, ahora sé que debimos contarle la verdad desde un principio. Y por eso tuve que matar a Kuma Harada, y por eso quise ocultar su cadáver, para que nadie pudiera relacionarlo con nosotros y así nuestro tío dejara de perseguirnos. Por eso lo hicimos, jefe Hiroshi, para vengar la muerte de nuestros padres; era una cuestión de honor.
—Bien, solo una pregunta más: ¿qué relación tiene con Aiko Nawabe?
—Aiko es mi hermana. Se cambió el apellido Hagiwara por Nawabe al comenzar a trabajar como geisha; no quería manchar el buen nombre de nuestra familia.
VI
Sorprendentemente la mañana siguiente se levantó soleada. Pocos días después Ryuji Ikeda, jefe del clan mafioso, fue detenido, aunque por consejo mío no fue acusado de nada relacionado con Yoshio y Aiko, para evitar de esa manera que pudieran ser asesinados por algún esbirro suyo; tengo entendido que lo procesaron por contrabando.
Hay una cosa más que quisiera contaros, algo que me atañe personalmente: una mañana me armé de valor y le pregunté a Aiko si no preferiría quedarse aquí, en Ueda, conmigo. Evidentemente ella se dio cuenta de mis sentimientos y me dijo con infinita amabilidad:
—Aún eres joven. Un día encontrarás una mujer que te quiera y a la que querrás, y seréis felices el resto de vuestra vida. La mía va por otros derroteros. Ahora debemos estar juntos mi hermano y yo y reconstruir nuestras vidas. Así es mejor para todos.
Aún recuerdo con cariño el beso que me dio.
Aquella tarde les vi marchar.
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A los pocos días regresó el jefe Naoko.
—¿Qué tal te ha ido, Hiroshi san?, ¿ha sucedido algo especial en mi ausencia? —me preguntó.
—Oh, no, nada especial, lo de siempre: a la señora Asari se le volvió a perder su diadema —le respondí, y ambos soltamos una sonora carcajada.
Evidentemente ese mismo día le di a leer mi informe completo de todo el caso. Debo reconocer que me sentí honrado por las palabras de halago que me dirigió.
Luis J. Goróstegui Ubierna (España) Blog: observandoelparaiso.wordpress.com